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Dandis y bohemios en el Uruguay del 900. Una relectura contemporánea

Fernando Aínsa





En Uruguay 1898 no es una fecha significativa. Lo es, por el contrario, 1900, no sólo en la perspectiva actual que ofrece la Generación del 900 con su constelación de significativos autores -José Enrique Rodó que publica Ariel en 1900, Horacio Quiroga, Julio Herrera y Reissig, María Eugenia Vaz Ferreira, Delmira Agustini, Florencio Sánchez, Ernesto Herrera, entre otros- sino en la evaluación que hacen de sí mismos los propios protagonistas del 900 o quienes, como el crítico Alberto Zum Felde, hacen sus juveniles primeras armas literarias junto a esas figuras. No es extraño, entonces, que en la Antología de la moderna poesía uruguaya 1900-1927 que Ildefonso Pereda Valdés publica en Buenos Aires con un post-facio de Jorge Luis Borges, se afirme: «La poesía uruguaya empieza en 1900. Perdón, poetas anteriores a 1900. Vuestra inexistencia actual es suficiente garantía para que no ocupéis una parcela en esta antología».

Esta afirmación puede parecer de un excesivo optimismo por el papel jugado por la Generación del 900 en los albores del siglo XX. En realidad es una demostración de que 1900 es una fecha decisiva para el ingreso de la literatura nacional en la modernidad, esa superposición del modernismo en el proceso de la modernización del Uruguay de que habla Hugo Achugar (Achugar, 1985). Pero, sobre todo, para subrayar la «expresiva voluntad de diferenciación» que caracteriza la creación uruguaya desde entonces, esa necesidad de «ser otro», esa «heroica voluntad de diferenciarse», esa «alma buscadora y madrugadora» que adjudicaba Borges a los «orientales». En ese reconocimiento de lo que, por su parte, Roberto Ibáñez llama la obtención de «credenciales fidedignas en el plano de la cultura», juegan un papel fundamental dos tipos de escritores que marcan el periodo: el dandi y el bohemio.

En el comportamiento disidente, cuando no abiertamente provocador, de dandis y bohemios se adivinan los indicios de lo que será la figura del intelectual uruguayo contemporáneo que emerge en los años veinte con el enraizado americanismo literario y, sobre todo, en los treinta, cuando la lucha, primero contra la dictadura de Gabriel Terra, y luego contra el fascismo y el nazismo simbolizado por la guerra civil española, conducen a otras urgencias y compromisos. Una condición germinal de responsabilidad cuyos signos subyacen en Moral para intelectuales que Carlos Vaz Ferreira ya adelanta en 1908.

Para esta aproximación al escritor dandi y al bohemio, no tendremos tanto en cuenta el ingreso a la modernidad «modernista» de la creación uruguaya del 900, sino la tipificación de la condición de un escritor en creciente tensión con una realidad social y cultural que contradice su original formación cultural de filiación europea, a todas luces insatisfactoria para dar respuesta a los desafíos de un «aquí y ahora» que se impondrán en forma ineludible en años sucesivos.

En efecto, la preceptiva modernista, la arquitectura de ceñido lirismo que Víctor Pérez Petit -al retrazar en Los modernistas el destino uruguayo del movimiento- resume en la actitud de «ese enjambre de rubias abejas en la cumbre del Helicona» que liban «el néctar de las flores de Apolo» y buscan lo excepcional, todo lo que el alma contemporánea puede encerrar de «extraño, raro, sutil, abstruso y anormal» (Víctor Pérez Petit, 86), si bien influye en la creación uruguaya, no la marca «a fuego», como sucedió en otros países americanos. Aunque parezca exagerada la afirmación de José Enrique Rodó en El que vendrá, de que en Uruguay «el modernismo apenas ha pasado de la superficialidad», es evidente que la literatura uruguaya no se conforma con el esplendor de la forma recuperada, ni se regodea en lo puramente estético, sino que exige otros enraizamientos, otras trascendencias, ya presentes en la aparente frivolidad del 900.

Dandis y bohemios son voluntariamente inconformistas y rechazan las costumbres y valores burgueses imperantes, «las ideas y principios comunes y vulgares» (Pérez Petit 1943). Ambos superan el papel cumplido hasta ese momento por los escritores tradicionales, representados por los «Doctores principistas», cuyo papel ético, civilizador y político, especialmente a través del combate a la «barbarie» de caudillos y facciones, había marcado el último tercio del siglo XIX de la historia uruguaya. Durante ese período el «escritor universitario», caracterizado por su «empaque académico» y por ser «leído y viajado» es titular de cátedras o posiciones en el parlamento, legisla y codifica, y se organiza entre 1865 y 1875 alrededor de instituciones como el Club Universitario, el Ateneo (al que se percibe como «saturado de positivismo») y el Club Literario Platense.

Frente a este «escritor-doctor» integrante del sistema político, cuyo modelo parece agotado en los albores del 900, surgen los creadores que desde la disidencia y una voluntaria postura de excentricidad, practican tanto el dandismo como la bohemia literaria.

El primero, el dandi, se caracteriza por sus posturas irreverentes y provocadoras y proclama con orgullo su diferencia. Con gesto impostado y a veces agresivo, se despoja de las máscaras de la burguesía convencional a la que generalmente pertenece por su origen de clase y busca una disonante originalidad que lo convierta en fabuloso espectáculo de sí mismo ante la sociedad a la que desprecia como pacata y prejuiciada.

El segundo, el bohemio inadaptado, el abúlico del periodismo y las tertulias de los cafés de moda, generalmente ha abandonado sus estudios y se califica con orgullo como autodidacta. En su difusa inquietud se siente tentada por ideales sociales y políticos, inicialmente anarquistas y luego socialistas, que llegan a Montevideo desde Europa o a través de escritores y sindicalistas argentinos exiliados en Uruguay.

Ambos -dandis y bohemios- comparten una misma vocación de originalidad, independencia reivindicada con orgullo, un culto del genio individual y el rechazo de valores y las costumbres burguesas vigentes en el Uruguay finisecular.


Provocación y desafío del dandi

«Un dandi -escribió Carlyle- es un hombre que lleva trajes: un hombre cuyo estado, oficio y existencia consiste en llevar trajes [...] La soberana importancia de los trajes, se hace sentir sin esfuerzo, como un instinto de genio, en la inteligencia del dandy, es un inspirado del traje, un poeta del traje». Sin llegar a esta irónica afirmación, Baudelaire, en su texto fundador, Le dandy, lo caracteriza como un rico ocioso que gasta sus recursos en cultivar el gusto de una belleza exterior y ostentosa, exquisita y ajena a todo signo de vulgaridad, donde su carácter de distinguido no es más que la expresión de «una necesidad ardiente de fabricarse una originalidad contenida en los límites exteriores de las conveniencias» (Baudelaire, 907). Ese refinamiento, ese culto de sí mismo, constituye -según el autor de Las flores del mal- una auténtica religión, cuyas reglas de elegancia son tan rigurosas como las monásticas, pero condenado a desaparecer, como el sol poniente, bajo «la marea creciente de la democracia que invade y nivela todo» (Baudelaire, 908). Sin ser George Bryan Brummel que «no se vestía para vivir», sino que «vivía para vestirse», Lord Byron daría, por su parte, la tónica del posible equilibrio entre ostentación exterior y creación literaria, nota elegante a la antigua usanza de «la vielle France» que practica el mismo Baudelaire, sobre la cual François Porche, el acreditado biógrafo del poeta, diría que «había caído tan en desuso que parecía extranjero en París». En realidad, -resume- «el dandismo no fue sino una reacción contra las malas maneras».

Si nos atenemos a los escritores paradigmáticos del dandismo Uruguayo -Roberto de las Carreras y Julio Herrera y Reissig- resulta que también en Montevideo la diferencia vestimentaria entre dandis y bohemios fue fundamental. El primero, según testimonia Alberto Zum Felde, su amigo e inicial discípulo- «vestía siempre de jaquet gris y ostentaba chalecos y corbatas fantásticas que había traído de París». Entre los chalecos de De Las Carreras, Zum Felde recuerda uno «con un dragón bordado en oro sobre fondo azul claro de muaré, La verdad es que el jaquet gris era la prenda típica del dandismo literario platense; «lo usaban igualmente Herrera y Reissig, José Ingenieros y otros de sus amigos, luego sus enemigos». Sin ser dandis -¡lejos de eso!- también usaban jaquet, aunque fueran negros, el poeta Juan Zorrilla de San Martín y José Enrique Rodó. Por el contrario, el bohemio que no podría nunca pagarse tales prendas, usaba chambergos negros de anchas alas, «muy anchas, sobre la melena merovingia» (Zum Felde, 1964) o enfatizaba el pintoresquismo «esproncediano» a base de capa, chambergo aludo y estampa «mosqueteril», lo que era el estilo en boga en el mundo entero desde el texto fundacional de la bohemia literaria, Escenas de la vida bohemia de Murger.

Si se exterioriza igualmente por el rebuscamiento en el vestir -corbatas, chalecos, sombreros de extravagante fantasía- el dandismo uruguayo se caracteriza, sobre todo, por una insaciable apetencia de experiencias nuevas, de sensaciones raras, consideradas pecaminosas y transgresoras por la moral imperante. El dandi se refugia en un aristocratismo intelectual y en la soberbia suficiente, cuando no insolente, con que desdeña la chatura y vulgaridad del medio y expresa su horror ante la mediocridad.

Esta soberbia despreciativa se traduce en textos polémicos, por no decir panfletarios. Roberto de las Carreras en uno de sus más recordados desplantes, Tratado de la imbecilidad del País según el sistema de Herbert Spencer, firmado al «alimón» con Julio Herrera y Reissig, anuncia con tono provocador que escribe desde «la toldería de Montevideo», esa «aldea» a la que bautiza «Tontovideo», calificación de la tontería y la necedad uruguaya que reitera en Los nuevos Charrúas. Como «tempestuoso anarquista», según su propia definición, De las Carreras se hace famoso por su prédica del amor libre y por el desafío erótico que lanza a la cantante Lina Cavaleri en el Psalmo a Venus Cavalieri: «¡Púgil sensualismo, te desafío a lid amorosa!», le dice en las primeras líneas para proclamar orgullosamente: «¡Sobre el seno de una amante sé detener la Noche y atraer la mirada de los astros!» y «¡Yo vivo en las súplicas de la agonía de los besos la eternidad de la tumba!». Esgrimiendo su «cultura» erótica, anuncia que: «¡Yo tachonaré tu cutis de nácar con las manchas moradas que enseña el libro de amor hindostánico!» (De las Carreras, 139-140).

En otro texto que escandaliza a la sociedad montevideana de la época, Sueños de Oriente (1900), el mismo De las Carreras vierte conceptos ofensivos sobre la mujer uruguaya casada a la que percibe como una vez «trastornada la cintura, iguala en amplitud a las caderas que han perdido su nerviosidad excitante y aparecen aplastadas e informes como sacos» y cuyos senos cansados de dar leche «se desparraman, caen hacia el vientre [...], ampulosos y flaccidos como esos senos que las etíopes arrojan a su espalda». Cruelmente, concluye: «El marido chapalea en un montón de carne blanda!» (Ruiz Barrionuevo, 47). Estos Sueños de Oriente reciben los admirativos saludos de Julio Herrera y Reissig, quien lo define como un autor que está sobre «el rebaño burgués de nuestros literatos». Poco después, en Amor Libre, vuelve a referirse a las uruguayas como mujeres «pacíficas» que se destacan por «un aire doméstico» y «una expresión desesperante de monótona tontería» (Roberto de las Carreras, 66). Estas opiniones no son nuevas en De Las Carreras. En una carta que le había dirigido a Herrera en 1889, ya había sostenido que las «mujeres de Montevideo, son todas mujeres de aldea, vestidas con falsa elegancia, pobres locas que me inspiran más lástima que risa» (De las Carreras 1889, 25).

Esta actitud despectiva y provocativa frente al medio es también practicada por Herrera y Reissig, quien afirma en Epílogo Wagneriano de la política de Fusión que ha decidido «arrebujarse» en su «desdén por todo lo de mi país» y anuncia estar «rendido de soportar la necedad implacable de este ambiente desolador». En otro momento hablará de un Montevideo «empedrado de trivialismo de provincia».

Ambos poetas fomentan, al mismo tiempo, sus propias leyendas malditas. Así, De las Carreras alardea en forma estridente el hecho de que es hijo bastardo y difunde sin vergüenza su condición de marido burlado; Herrera y Reissig se fotografía en la revista Caras y Caretas (1907) inyectándose morfina, imagen que De las Carreras califica como fiel retrato de un «voluptuoso morfinómano».

Calificado de «ametralladora metafórica», de «prodigiosa fuente de metáforas», Herrera busca por un lado la abierta provocación y por el otro un aislamiento al replegarse en la Torre de los Panoramas que funda en 1903 en su propio domicilio. Allí declara un ideal «torremarfileño» que lo lleva a soñar que se encuentra «lejos del mundo, en un rincón dichoso del ideal y del arte divino», torre en cuya puerta inscribe: «Prohibida la entrada a los uruguayos» y en cuyas paredes anuncia: «Perded toda esperanza los que entráis» y el hecho de: «No hay manicomio para tanta locura». Allí ensalza «la morfina nacional» como remedio a la «neurastenia nacional». Pocos años después, la Torre será descrita por uno de los contertulios, Juan Más y Pí, como:

«¿Qué es la Torre? Una deteriorada buhardilla de un tercer piso de la calle Ituzaingó, a dos cuadras del Templo Inglés. Así se llama la buhardilla: fe Torre de los Panoramas... una cueva a la manera de aquellas que escarban bajo tierra los ratones; pero, como en este caso no se trata de ratones sino de poetas, la cueva es aérea, en pleno cielo..., entre nubes. Desde sus ruinosas aberturas se veían largas fajas de mar; un mar inmenso, agitado y quejumbroso en los días invernales; azul como un sueño, sosegado y pensativo en los largos veranos».


(Juan Más y Pí, 50)                


En ese cenáculo, Julio Herrera se proclama «Emperador de la Torre» y sanciona los Decretos que rigen en el espacio cerrado de la casa. Se llama Maestro, Pontífice, Dios, Imperator y Torrero y su «corte» está compuesta por 30 pajes, eufonistas, preciosistas, soñadores, llamados franceses o atenienses. Sin luz, el cenáculo funciona de día y algunas noches claras de luna llena y es frecuentado por poetas y escritores locales y extranjeros.

Allí, los contertulios proclaman no sólo un credo estético sino una manera de vivir que practican con entusiasmo y donde se combinan los excesos vitales y esa extraña mezcla de lo auténtico y lo impostado, de lo digno y de lo ridículo. No es extraño, por lo tanto, que el prosaico nombre del poeta Pablo Minelli González se transforma en Paul Minely, César Miranda en Pablo de Grecia y que Álvaro Armando Vasseur se presente como descendiente de Lautreamont, el autor de Los cantos de Maldoror, y el propio Julio Herrera firme como Herrera y Hobbes para uncirse a la descendencia del filósofo inglés Thomas Hobbes, autor de Leviatán.

Con personajes de tal arrogancia y deseosos de notoriedad como los citados no es extraño que se multiplicaran las polémicas en ese activo ambiente intelectual del 900. Polémicas orgánicas y de sustancia, pero también polémicas personalistas, escandalosas e insultantes resultado del agresivo dandismo practicado. El poeta Álvaro Armando Vasseur publica en 1901 en el diario El Tiempo una semblanza denigrante de Roberto de las Carreras bajo el título de «Siluetas de open door, un rate», donde lo describe como un individuo «corroído por la vanidad, todo rubio de egolatría».

Practicando ese «arte de injuriar» tan bien definido por Borges, De las Carreras replica en el diario El Día tres días después con un artículo pleno de insultos, donde llama a Vasseur un «producto miserable de la inercia conyugal, en cuya fisionomía hébetée está inscrito el bostezo trivial con que fue engendrado». Retado a duelo, Vasseur rehúsa batirse, aduciendo que De las Carreras es un bastardo1.

El mismo Vasseur, tras su estadía en la Argentina donde frecuentó a Rubén Darío y Leopoldo Lugones, se convierte en polémico columnista en La tribuna popular, La voz del obrero. Desde esas páginas califica a José Enrique. Rodó de «frigidez patriótica», cuyo único vicio es el cultivo de la literatura y su más peligroso «libertinaje» frecuentar el Ateneo. Un Rodó al que define como dado a las «mundanidades lucrativas y decorativas» y más devoto del «lábaro umbilical» que al evangelio del mejoramiento de la condición servil de los pueblos «[...] y el bienestar de los trabajadores orientales». En sus memorias Infancia y juventud, Vasseur completa el «retrato» de Rodó afirmando:

«Nosotros habíamos descendido a la acción social, obrerista, laicista, divorcista. Él proseguía en el plano teórico, especulativo. Su pensamiento estrictamente literario se movía en plena perspectiva retórica, siempre como profesor de disertaciones estéticas, de glosas historiográficas. De hecho, lo básico vital, social, seguía siendo para él prosa prosaica... Hablaba y escribía en función de docente que nunca padeciera achaque de miseria, ni se había asomado a compartir moralmente las tremendas "realidades" del trágico subsuelo de la economía burguesa».


(Vasseur, 72)                


En otro provocador episodio, De las Carreras, tras haber perseguido a una dama hasta su casa, al pie de cuyo balcón le ofrece flores y todo tipo de desbordes verbales, es baleado en plena calle por el hermano de su amada. Ostentará luego con orgullo el chaleco rojo (idéntico al de Théophile Gautier) chamuscado y perforado por las balas:

La amistad que une a De las Carreras con Herrera y Reissig se quiebra a raíz de otra polémica. Roberto acusa a Julio de haberle «robado una metáfora», donde comparaba la risa de una mujer con un relámpago. «Robo de un diamante» titula el artículo incendiario que publica en el diario La tribuna popular en abril de 1906, Herrera le responde reivindicando el antecedente «oral» de la metáfora que le pertenece originalmente, y se declara, a su vez saqueado, ya que él mismo le había leído a Roberto el poema que luego éste publica.

Algunas polémicas son más prosaicas: las designaciones a puestos diplomáticos en el exterior tientan y dividen a los escritores, así como las becas para viajar al exterior. Florencio Sánchez viaja a Europa y se polemiza sobre si quién debiera haber ido era Julio Herrera y Reissig, Carlos Roxlo o Emilio Frugoni, Al mismo tiempo, Herrera reclama al Ministro de Relaciones Exteriores un cargo de cónsul y De las Carreras conmina al presidente José Batlle y Ordóñez, a través de un ficticio interview político, a que lo nombre en un puesto diplomático en París en el plazo máximo de tres días. Sus esfuerzos no serán totalmente vanos. Unos años después, De las Carreras será nombrado cónsul en Paranaguá, Brasil, de donde volverá con los indicios de la demencia en que se sumerge para él resto de su vida.

Finalmente, otras polémicas tienen un desenlace más trágico. En 1902, Guzmán Papini y Zas publica una semblanza ofensiva de Federico Ferrando. Éste le replica con datos precisos donde lo acusa de ladrón, de plagios, malas costumbres, volubilidad política, fracasos amorosos y «aspecto de espía». Para dirimir el conflicto se retan a duelo. Horacio Quiroga, íntimo amigo de Ferrando lo ayuda a prepararse para el encuentro y manejando una pistola lo mata accidentalmente.




Despreocupación, desorden y conciencia social del bohemio

Los muchachos que «soñaban y escribían versos» -como fueran irónicamente tildados- son los protagonistas del llamado fenómeno de la «bohemia literaria» de vasta resonancia rioplatense. Aunque sea heredera de la bohemia romántica que describió Murger en Escenas de vida bohemia y que inspirara la ópera La Bohème de Puccini, personajes al modo de los representados en la obra Luces de bohemia de Ramón del Valle-Inclán y de las variantes de la bohemia «galante» a lo Théophile Gautier, de esa bohemia «maldita» a lo Gerard de Nerval y esa bohemia «popular» que animaba las tertulias de cafés en París, Madrid con su famoso café Pombo y en Lisboa, la expresión rioplatense, especialmente la uruguaya, ofrece características que emanan del propio contexto en que surge y se desarrolla. El bohemio rioplatense se aparece como expresión de una «idealización de la miseria» -como lo define el argentino Elías Castelnuevo- cuyas indumentarias, en lugar de los vistosos chalecos del dandi, están desgastadas por la pobreza que apenas disimula. Manuel Gálvez define la actitud que representa como: «Despreocupación del dinero, ingenio para obtenerlo, alegría, buen humor, indisciplina social, desorden en la vida y en las costumbres, amoríos, sentimentalismo y camaradería hasta la heroicidad» (Gálvez, citado por Rivera, 11).

Otros añaden la nota del «disconformismo ético y estético» (José Antonio Saldías) o se preguntan como Carmelo M. Bonet en su estudio introductorio a los «cuentos brutales» de Ernesto Herrera:

«¿Cómo dar beligerancia a un melenudo de lectura pobre y anárquica, huérfano de estudios humanistas, estuprador de la sintaxis, saco de barbarismos y de neologismos jergales? ¿Cómo no considerarlo dehors de la littérature?».


(Herrera, 8))                


Si las obras de autores como Parra del Riego, Florencio Sánchez y Ernesto Herrera se califican como bohemias, es el comportamiento, el estilo de vida y una incipiente preocupación social, la que mejor caracteriza la variante uruguaya. El esteta que había presidido la exterioridad del dandi, cultivador de esos «cisnes, princesas, cosmopolitismo, la Grecia manoseada, exotismo, oropeles y enjoyados» -de los que habla Raúl Castagnino- se transforma en un escritor que, aunque sea bohemio, reclama en forma creciente una inserción en el «aquí y el ahora». Lo hace en andas de una mayor preocupación social, de un anarquismo «un poco lírico», como lo define Antonio Monteavaro para la Argentina o de un «realismo-naturalista» de denuncia, tal como lo reflejan las obras teatrales de Florencio Sánchez y de Ernesto Herrera.

En la perspectiva elegida en este ensayo -centrado sobre la figura del intelectual- el bohemio debe ser analizado más sociológica e históricamente que como autor de obras literarias. Desde ese punto de vista, el bohemio se caracteriza por un estilo de vida desordenado e informal, un cierto desaliño vestimentario y vital que refleja una actitud de disidencia, inconformismo y rechazo de valores y costumbres imperantes tras el cual se insinúan los indicios de lo que será años después la noción del intelectual comprometido. La bohemia se acompaña del alcohol, de inevitables peñas y tertulias en los cafés donde se agrupan, especialmente el Polo Bamba, bautizado el «Ateneo de la Bohemia», situado en pleno corazón de Montevideo, en una esquina de la Plaza Independencia, cuyo propietario, Don Severino San Román animaba las tertulias con chistes y «disparates» escenificados. Al modo de un medieval «Papa de los Locos» -como lo recuerda uno de los más jóvenes contertulios, Alberto Zum Felde- sus «frases funambulescas» hicieron de la «incongruencia el cetro de su reino extraño» y sus discursos inverosímiles, las «Pelipondias» con que arenga a los concurrentes, divierten a todos.

En el Polo Bamba se reúnen los dramaturgos Florencio Sánchez, Ernesto Herrera («Herrerita»), Roberto de las Carreras, Álvaro Armando Vasseur, a veces Herrera y Reissig, el poeta español Leoncio Lasso de la Vega y el editor Orsini Bertani, cuya veta libertaria se traduce en la riesgosa y deficitaria empresa de publicar a la mayoría de los escritores que integran el Ateneo de la Bohemia, Más tarde se incorporan Alberto Zum Felde (a la sazón apodado Aurelio de Hebrón), Ángel Falco, «Paul Minely» y Alberto Lasplaces, fundador de la revista Bohemia. El Polo Bamba tuvo su gran florecimiento entre 1900 y 1910, languideció hasta 1915, año en que el café es demolido.

En otro café de la misma Ciudad Vieja de Montevideo, el Café Sarandí, se reúne el Consistorio del Gay Saber que funda Horacio Quiroga en 1900, esa «especie de cantina psíquica, en la que un grupo de jóvenes (llamados "los Mosqueteros") se embriagaban noche a noche, entregándose por puro afán de risa a contrapuntos sui géneris o a fabricar en colaboración mosaicos y retablos líricos furiosamente extravagantes» (Delgado y Brignone, 1937). Por su parte, De las Carreras, «reina» con sus admirados acólitos en el vecino Café Moka.

En ese periodo, poco antes que el modernismo y el estetismo decadente empezara a reunirse en la Torre de los Panoramas, surge el Centro Internacional de Estudios Sociales (fundado en 1897), donde se levantan las banderas del «Científico y del materialista individualista» bajo el lema «el individuo libre en la comunidad libre». Las ideas de Bakunin, Kropotkin, Reclus, Malatesta se manejan en forma desordenada. En ese Centro, Florencio Sánchez, desengañado del partido Nacional (Blanco), hace profesión de fe anarquista (muchos de cuyos principios se reflejan en su libro Cartas de un flojo) y Roberto de las Carreras lee sus textos fundamentales sobre los derechos del Amor Libre, contra el Código Civil, especialmente los artículos consagrados a la familia y al matrimonio. En el Centro también actúan el argentino Pascual Guaglianone, el vasco español Julián Basterra, el italiano Rómulo Ovidi y otros «agitadores del socialismo anárquico», como los califica Vasseur (Vasseur, 75), uno de sus activos participantes.

La figura del intelectual moderno y del escritor profesional va surgiendo de esa bohemia, incluso entre los propios protagonistas del 900. El caso de la rápida evolución personal de Horacio Quiroga es representativo. Del ejercicio modernista plenamente asumido en Los arrecifes de coral (1901) y del decadentismo -perceptible en El crimen del otro (1904) e Historia de un amor turbio (1908)- al que define como «literatura de degenerados» y a su proclamación del sueño de construir «un porvenir, sobre todo, de gloria rara. No gloria popular, conocida, ofrecida y desgajada, sino sutil, extraña, de lágrima de vidrio», pasa progresivamente al enraizado americanismo que marca el resto de su obra. El cambio ya se percibe en algunos de los Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917) que publica tras su decepcionante viaje a París.

Un caso similar, pero menos recordado, es el de Carlos Reyles. De su decadentismo y dandismo inicial del que es muestra la novela corta El extraño (1897) y cuyos gestos son calificados como fruto de un «excepticismo jubiloso y aristocrático», pasa a ser el inspirado autor de un «vitalismo» que se funda en «la fuerza» y en «la lucha» como factores del progreso del cual son sus frutos La raza de Caín (1900) y luego El terruño (1916) y El gaucho florido (1932). Del modernismo inicial que practica, Reyles se transforma en atento lector de Hobbes, Schopenhauer, Nietzsche y Max Scheller. Sin embargo, el «gentleman-rider» con que se identifica la radical modernización de la producción rural que propone y resume en El ideal nuevo (1903 y 1908), no olvidará, aún en los periodos de la negra miseria en la que languidece y muere, al atildado dandi, siempre elegante y preocupado por las apariencias con que fuera identificado en su primera juventud.

Otro ejemplo de los «vasos comunicantes» y la evolución que se produce entre la bohemia literaria y la emergente clase intelectual, es el de Emilio Frugoni. Poeta que comparte las agitadas mesas de los cafés montevideanos con el ejercicio de la crítica teatral en el Diario Nuevo y luego en El Día, portando la capa y el chambergo del bohemio, Frugoni pasa a ser de inmediato el fundador en 1904 del Centro Obrero Socialista y luego del Partido Socialista uruguayo con que se identificará el resto de su larga vida.

Similar evolución personal se produce con Alberto Zum Felde, uno de los más jóvenes dandis de Montevideo, luciendo no menos coloridos chalecos que su maestro De las Carreras y activo proselitista del modernismo, inaugurando, pocos años después, la moderna crítica literaria uruguaya y convirtiéndose en perspicaz ensayista del americanismo literario de los años veinte y fundador de la revista - La Pluma- que repreguntaría en Uruguay la difícil conciliación entre lo nacional (encarnado por el «nativismo») y lo americano con vocación universal.




Primeros indicios del intelectual «comprometido»

Como se percibe a través de estos ejemplos, aunque aparece inicialmente como un residuo de un tardío romanticismo, la bohemia es, más allá del tópico de la vida desordenada, desenvuelta entre alcohol y trasnochada, con que se la define, incipiente expresión de un proceso de profesionalización del escritor y de la aparición de una industria cultural, tanto periodística como editorial, pero también ligada al teatro y a expresiones musicales como el tango.

En este proceso de profesionalízación del periodista («proletarios de la pluma» se autodefinen) y del escritor que aspira «vivir de su pluma», el mayor respaldo social que va teniendo el bohemio proviene de una clase social naciente -la clase media- y de un partido político -el Batllismo- en cuyo seno encontrará fórmulas burocráticas, diplomáticas o periodísticas (especialmente en el diario El Día) para canalizar impacientes rebeldías e insertarse en formas más apacibles de vida. Puestos en el servicio exterior uruguayo (Quiroga, por ejemplo, será cónsul uruguayo en Misiones), becas o simples inserciones en la administración pública que multiplica sus cometidos en una acelerada nacionalización de servicios, convierten al artista y al escritor en cuente del estado. En definitiva, la bohemia inconformista no es una «elección extravagante o un noviciado atemporal», sino un reflejo de una realidad profundamente marcada por el cambio que se está dando en la producción cultural de masas y en la aparición del «intelectual crítico» (Rivera, 9).

Atenuados los gestos ostentosamente provocadores de los dandis, algunos episodios marcan, sin embargo, otras fuentes de polémicas y un renovado debate de ideas. El caso Dreyfus y el divulgado opúsculo J'accusse que Émile Zola publica en 1898, es un buen ejemplo de cómo el texto fundacional del moderno «intelectual comprometido», es recibido en Uruguay. Roberto de las Carreras firma su adhesión en un periódico anarquista y las que serán futuras reconocidas figuras políticas como Emilio Frugoni (Partido socialista), Luis Alberto de Herrera (Partido Nacional, «Blanco») y Domingo Arena (Partido Colorado, Batllista), a la sazón estudiantes, adoptan una resolución solidaria con Zola, publicada con una dedicatoria de José Enrique Rodó.

Es interesante anotar -como propone Uruguay Cortazzo, uno de los críticos empeñados en la actualidad en el revisionismo al que debe someterse la obra de Roberto De las Carreras y de Julio Herrera y Reissig- que no hay que limitarse al aspecto de escándalo y excentricidad que ofrece el 900 en una primera aproximación. Cortazzo recuerda como en Amor Libre, subtitulado «Interviews voluptuosos», De Las Carreras inserta en el aparente acto gratuito de la defensa del «amor libre» una preocupación de reforma de mentalidades.

Más allá de su origen visceralmente individualista, la «revolución sensual» que reclama es parte de la corriente anarquista que plantea la liberación de la familia y las trabas que unen a la pareja: fidelidad, matrimonio, sexualidad contenida. Lo hace para reivindicar al Amante Anarquista sobre el Macho Original, aunque sea para ostentar su condición de «cornudo» humillando al «falo de su propia persona» y desertando de «la tribu viril uruguaya» (Cortazzo, n.° 410).

Por su parte, Julio Herrera y Reissig que había reconocido que «somos incipientes», reclama «estímulos educativos» para «forjar almas y no sólo músculos» en un texto programático que inaugura las páginas de la revista La Nueva Atlántida en 1907 (Ruiz Barrionuevo, 41). «Hagamos pueblos y no rebaños» -preconiza- ya que «los pueblos se hacen por dentro». Para ello postula que debe trazarse «la periferia psicológica futura de la nacionalidad» con academias, concursos, baños públicos, liceos populares, congresos internacionales de estética, certámenes de artes plásticas, premios, lauros, juegos florales y asociaciones de escritores amigos. Herrera reclama asimismo una propiedad literaria legalizada por el Estado, becas, pensiones de estudio en el extranjero, subvenciones a los intelectuales y ubicación de los literatos en «los puestos públicos de alta categoría y en la diplomacia, para mayor gloria de la nacionalidad». En el colmo de su «apoteosis del talento» pide que se levanten «estatuas de los más altos espíritus en plazas y paseos públicos».

Más claramente, en la polémica sobre la pena de muerte se avizora la figura del intelectual contemporáneo que primará en el Uruguay a partir de los años treinta. En 1903, el pintor Pedro Figari se enfrenta al Dr. Irureta Goyena, preconizando la abolición de la pena de muerte, polémica que se edita en forma de un folleto que circula ampliamente y apasiona a la emergente clase de escritores «comprometidos». En 1906, Rodó y Lagarmilla polemizan sobre la presencia de los crucifijos en los hospitales. Rodó resume sus posiciones en el texto «Liberalismo y jacobismo», aunque el autor de Ariel evita en general «todo lo que venga envenado con el curare de las odiosidades», como reivindicara en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (1895-1897) que funda y dirige con Víctor Pérez Petit.

Sin embargo, el texto que reconoce desde su título al intelectual como protagonista fundamental del post-1900, es Moral para intelectuales de Carlos Vaz Ferreira. Compilación de una serie de conferencias pronunciadas en el marco del curso de Moral que pronunciara en la Universidad de Montevideo en el año 1908, Moral para intelectuales es sobre todo, un manifiesto contra el «dogmatismo de lo imaginado» y a favor de la «tendencia a la duda» y del «casi escepticismo a base de sinceridad». Sus consejos son de apertura y de «educación permanente», de independencia personal de criterios. A modo de conclusión sentencia con cierta sabiduría: «La regla, pues, es muy sencilla, y la repito: preocuparnos cuando nos sea dado de las reformas grandes; pero, entretanto, ir realizando las chicas en cuanto sea posible» (Vaz Ferreira, 1908, 210).

Ésta fue una lección de modestia que olvidarían en décadas sucesivas los intelectuales voluntaristas que preconizaron el maximalismo, cuando no el dogmatismo y la intransigencia, pero que parece tener una renovada actualidad en estos momentos en que se trata de reconstruir la utopía entre las ruinas y los fragmentos del siglo XX, un siglo que se cierra muy lejos del esplendor con que se inaugurara en el 900, pero con no menos renovadas esperanzas frente al nuevo milenio.








Obras citadas

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