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Discurso sobre la historia de España

Juan Pablo Forner




ArribaAbajoAdvertencia del autor

Mi objeto en las reflexiones que contiene este escrito no ha sido formar un plan de la historia de España conforme a la opinión que sigo del modo de escribirla. Semejante plan no puede formarse sino en vista de todos los documentos que deben servir de materiales a la fábrica o composición de la historia. El diseño, que es propiamente el método, economía y forma que ha de tener la obra en toda su amplitud, ha de ajustarse por precisión a los hechos y a los motivos que los ocasionaron; y como la mayor parte de los instrumentos que contienen los intereses políticos y económicos de la nación, ya en la soberanía, ya en las clases y cuerpos de la república, yacen hundidos y desconocidos en los archivos, me sería tan imposible formar un plan de historia proporcionado a la idea y constitución que propongo en este discurso, como lo sería al geógrafo delinear una carta de un terreno que no conociese individualmente.

Lo que hay impreso bastaría sin duda para la época de los romanos, pero esta época debe ocupar pocas páginas en una historia que no haya de atenerse principalmente a describir batallas y asolamientos de pueblos y provincias. De los tiempos siguientes, esto es del de los godos, árabes y erección de los varios reinos que se fueron formando en la guerra sarracénica, es también mucho lo que hay impreso dentro y fuera de España; pero como en la historia política de una nación cristiana no se puede prescindir de los progresos e influjo de la jerarquía eclesiástica y monacal, y como estos progresos e influjo comenzaron a tomar fuerza en la dinastía de los godos, y crecieron sucesivamente en los peligros y turbulencias de las guerras con los africanos, aunque en lo impreso se logran noticias muy importantes para seguir los pasos al clero en la adquisición de sus bienes y autoridad, es todavía mucho más, sin comparación, lo que hay oculto en los archivos de varias catedrales y monasterios: pues sólo del de Toledo sacó el docto jesuita Andrés Burriel gran número de documentos no conocidos que copiados por su dirección paran hoy, según he oído, en la Biblioteca Real. En la historia, más que en otro género de escritura, es de absoluta necesidad acudir a las fuentes de las cosas. Ella es la que hace existir en algún modo los siglos y hombres que ya no existen; y si esta representación de existencia no corresponde a la que verdaderamente tuvieron los siglos y hombres pasados, entonces deja de ser historia y entra en la clase de las novelas. Fuera de esto, como los intereses de muchas clases que existen actualmente vienen derivados de los sucesos que hubo en los siglos que nos antecedieron, si la historia, destinada a conservar la memoria de estos sucesos, los representa mal, agraviará igualmente a vivos y a difuntos; a éstos, por no expresarlos como fueron, a aquéllos, porque verán adulterados los orígenes de lo que son. La ambición humana ha hecho que en los estados civiles haya siempre discordia y competencia continua entre las clases que los componen, lo que se dice en favor de los derechos de la una ofende a la otra, porque todas apetecen exclusivamente el derecho de dominar. El historiador que no funde sus narraciones en los documentos auténticos pertenecientes a cada clase, se expondrá a ser desmentido con ferocidad por los que tengan interés en desacreditarle y hacerle callar. Grande atención y grande trabajo son menester para formar una historia que pueda triunfar de las persecuciones de la ambición, pero nunca se labran a menos costa las obras que sirven a la utilidad e inmortalidad de las naciones. Por esto decía Zurita a su antagonista Santa Cruz que había escrito sus Anales no de otro modo que extiende el escribano sus escrituras, de suerte que no recelaría poner en ellas el signo con su en testimonio de verdad como aquéllos practican.

Mis reflexiones, pues, no se fundan más que en aquellas nociones generales que bastan para dar a entender la forma que puede recibir nuestra historia para que sea útil no sólo a los ciudadanos pero principalmente a los monarcas y a los hombres públicos. Las proezas y hazañas de los héroes guerreros están ya sobradamente ensalzadas en millares de tomos; falta representar la vida política y ver en los tiempos pasados los orígenes de lo que hoy somos, y en la sucesión de las cosas los progresos, no de los hombres en individuos, sino de las clases que forman el cuerpo del Estado.

Una historia de esta naturaleza no es imposible en la ejecución, facilitando auxilios y removiendo obstáculos. Los auxilios consisten en el escrutinio y uso de todos los documentos necesarios y convenientes. Los obstáculos se vencen restaurando las plazas de cronistas bien dotadas y confiriéndolas a personas cuyo único empleo sea escribir las cosas de la nación. El reinado de Felipe II fue la época más gloriosa de nuestra historia porque este monarca tuvo tino singularísimo para elegir historiadores aptos y supo hacer que esta aptitud no quedase estéril.

No he puesto gran cuidado en el estilo de este discurso. He vertido simplemente mis pensamientos conforme se me venían a la imaginación; mi buen deseo de ser útil en lo poco que alcanzo hará disculpables mis incorrecciones. En esta ocasión me propuse escribir cosas, no frases. Por lo demás, la prudencia y suma penetración de aquél a quien se ofrece hará de él, como lo hace en todo, el uso mas conveniente para la utilidad común.






ArribaAbajoCapítulo primero

Origen y progresos de la historia de España


La historia particular de España, quiero decir la noticia de las cosas que conciernen a esta nación considerada como una sociedad civil independiente de imperio o dominación extranjera, tuvo principio en el mismo tiempo en que se echaron los cimientos de su monarquía. Mientras duró sujeta al gobierno de los romanos, aunque participó de la cultura e ilustración que éstos comunicaron a las provincias bárbaras que ataron a su imperio, no pudo referir a sí sola los efectos de la enseñanza que recibió.

La política de la metrópoli procuró uniformar las provincias a la constitución, costumbres y usos del Lacio, librando en esta providencia la solidez y duración de un edificio tan vasto y de tanta distancia en sus partes. Nadie era español, francés, germano, griego o asirio, sino por la casualidad del nacimiento; todos en el mundo eran romanos en cuanto al interés, al modo de pensar, al saber, al obrar, al mandar o servir. Subyugada Grecia, sus historiadores y oradores fueron romanos en lengua griega. España Francia y Alemania olvidaron las suyas por la latina, y sus escritores enlazados a Roma con el vínculo del interés común trataron las cosas generales al imperio sin cuidarse especialmente de las de sus provincias, como que no consideraban en ellas sino a Roma misma. Comenzaron a ser sabias estas naciones cuando cayeron en la esclavitud, y trabajaron en honor y utilidad de sus dueños refiriendo a ellos hasta el peculio de su constitución privativa. Así, su historia antigua no se escribió, porque en los tiempos primitivos eran bárbaros sus naturales, y en los posteriores cuando fueron sabios, eran ciudadanos de una nación extranjera en cuya gloria y grandeza debían interesarse general y particularmente.

Sucedíale entonces a España lo que sucedió a Nápoles a Navarra y Aragón en la España moderna desde que Fernando el Católico unió aquellas provincias a la Corona de Castilla. Sus historias son, digásmoslo así, subalternas y como accesorias a la de la metrópoli; dependen de ella, y, aun cuando se escriben con separación, no forman más que un miembro, retazo, o pieza separada que en su contexto, fondo, giro y materia, conserva la figura del Estado a que pertenece. Tal es el libro último en el compendio que hizo Floro de la Historia omnímoda de Trogo Pompeyo; Josefo, súbdito de Roma, pudo escribir la historia peculiar de la nación judaica porque los judíos eran ya sabios cuando aún no había romanos en Italia y la religión era entre ellos la depositaria de sus orígenes y antigüedades. España abrió los ojos en la esclavitud, y no vio en sí más que la forma que había dado Roma a sus territorios, a sus pueblos y a sus gentes.

La irrupción de los godos, dando en España origen a una monarquía independiente del imperio, dio también ocasión a que se tratase con independencia el nuevo estado de las cosas. El cronicón de Hidacio es en el lienzo de nuestra historia el matiz o media tinta que da tránsito desde la dominación romana a la monarquía independiente. En este cronicón (que para los que leen la historia con ojos gramáticos no ofrece apenas sino datas) se ve representado vivísimamente aquel estado de turbulencia en que agitado y combatido por todas partes un vasto imperio, se hace pedazos con lastimoso estrago, apoderándose aquí y allá de sus fragmentos el que con más vigor se ase de ellos y arredra furioso a los demás que se arrojan a la rapiña. Ya no es Roma aquí el centro del orbe, la ciudad que autorizaba a un tirano para que postradas a sus pies las regiones del mundo que entonces se conocían, obedeciesen sus decretos, temblasen a su ceño y contribuyesen a la profusión abominable de sus delicias. Es ya aquí un pueblo débil, enflaquecido con su disolución pródiga e insensata, entrado a saco sin resistencia por la codicia de bárbaros advenedizos, y sujeto a la miserable calamidad de que sobre sus antiguos dominios echasen suertes los mismos bárbaros que se disputaban su conquista. De entre estos destrozos va sacando la cabeza y levantándose la monarquía goda española, informe y desproporcionada a los principios, y vacilando entre la ambición de muchos dueños que con recíproca repulsa trataban de poseerla cada uno solo. En esta situación dejó a España Hidacio, y su cronicón copia con admirable sencillez la fatal ruina y desmembración que produjo en los tiempos siguientes la multitud de gobiernos en que se dividió Europa. Este pedazo de historia, aunque escrito para continuar las cronologías de Eusebio y san Jerónimo, no es como en éstos un miembro subordinado a la historia de Roma, sino un trozo intermedio que ni aun toca a España del todo, ni a Roma del todo. Contiene los primeros lineamientos de nuestra monarquía bosquejados por manos bárbaras entre la sangre y la mortandad sobre un terreno usurpado con violencia a otros antiguos usurpadores.

Consolidada la monarquía en el reinado de Leovigildo, comunicó a su historia no sólo el carácter de su independencia, pero también el de las nuevas gentes que la dominaban. Había ya desaparecido casi del todo el esplendor de las letras, y quedó sólo aquel resto de cultura que bastó para hacer menos bárbaros a los godos y menos sabios a los antiguos habitantes de la península. Disminuyéronse o se perdieron las ideas de la belleza en las artes, ya por la turbulencia de los tiempos que no permitía cultivarlas con el conveniente conato, ya por ser desconocido su precio y uso a los que tenían en su poder el de remunerarlas y promoverlas, ya por mezclarse entre sí costumbres, lenguas, estilos e instrucciones contrarias. Esta misma confusión destruyó de suyo la belleza que residía en la lengua, institutos y estilos romanos derramados y adoptados generalmente en España. Las letras se refugiaron a los templos como para salvarse de la destrucción universal en que perecían la antigua gloria y esplendor. El clero, obligado a aprenderlas y cultivarlas para desempeñar las funciones de su ministerio, conservó los residuos de la sabiduría del modo que lo consiguió la bárbara constitución de los tiempos, tratando no de saber bien, sino de saber algo de cualquier modo. El arte poética se redujo entonces a hacer versos de depravadísima construcción y nada más. La oratoria a acumular frases y locuciones con afectación semibárbara. La historia, a apuntar noticias sueltas por el orden de los años en que acaecían los hechos, o a formar crónicas secas, áridas, toscas, llenas de inepcias, sembradas de fábulas, abundantes en pequeñeces, y esterilísimas en aquellas cosas que constituyen la grandeza, esplendidez y utilidad de la narración. Aun así, debemos agradecer a los eclesiásticos que se ocupasen en este género de escritura, porque si aquella edad fértil en preocupaciones hubiera aplicado alguna especie de profanación a la ocupación de escribir los acontecimientos civiles o seculares, hoy irremediablemente nos serían desconocidos los siglos godos como los del tiempo mítico. El clero conservó las ciencias del modo que pudo conservarlas. El escaso juego que mantuvo de ellas entre las cenizas de la grosería goda, animado después por la aplicación de mejores siglos, ha producido la luz de que hoy goza Europa, la cual paga quizá con ingratitud a los que la salvaron de la absoluta barbarie y selvatiquez que trajeron a ella sus últimos usurpadores.

Fue pues ya en estos tiempos nuestra historia propiamente historia de España, pero dejó de serlo en cuanto a las calidades que constituyen su amplitud, artificio, belleza, utilidad, grandeza y energía; el método que se adoptó comúnmente fue el que siguió en su crónica Eusebio Cesariense, y lo que éste hizo para facilitar el conocimiento de los tiempos, reduciendo los hechos a un índice cronológico que comparase entre sí las épocas gentílicas con las hebreas, fue en España por más de cinco siglos el carácter y forma principal que se aplicó a la historia, como si el arte de escribirla no suministrase otra disposición que la simple y desnuda memoria de los hechos más públicos dispuestos y ordenados cronológicamente. Con brevísima concisión se apuntaban los sucesos debajo del número de cada año, interpolando tal cual exclamación sobre las calamidades de la edad en que se escribía; o si se trataba separadamente de cada época o principado (como lo hizo san Isidoro en su historia de los godos, vándalos y suevos) se ceñían las cosas a sumarios reducidísimos, bien así como si se escribiese un índice algo extenso y metódico, sin apartarse por esto del estilo y forma de cronicón que entonces venía a ser como el molde o turquesa de la historia. La pérdida que ésta padeció por haber preferido y seguido semejante método, no se puede fácilmente ponderar; para desentrañar el estado público de aquellos siglos, el origen de los institutos que trajo consigo la forma de la nueva monarquía, y el individual y extenso conocimiento de las cosas en tanta alteración como recibieron con la entrada de los bárbaros, ha sido preciso acudir a las actas de los concilios, a los cuerpos de leyes, a las bulas de los pontífices, a las cartas y opúsculos de los prelados, a las memorias sueltas que se escribían con otros intentos, a las inscripciones y medallas, a los fragmentos de los historiadores de otras naciones; en suma, ha sido preciso leer cuanto en aquellos tiempos se encomendó a la escritura de cualquier calidad, y sobre cualquier asunto; porque en Hidacio, en san Isidoro, en san Julián, en san Juan de Valclara, y su continuador, en Wulsa, en el Pacense, que son los únicos historiadores contemporáneos de la España gótica, se leen menos noticias útiles que las que pueden inferirse de las memorias y escritos que se formaron con diferentes fines. En aquéllos consta ciertamente la serie de los príncipes, cómo murieron y cómo subieron a la soberanía, las épocas en que se celebraron los concilios, las guerras, batallas y rebeldías, cuándo floreció tal prelado, qué progresos hizo tal herejía, qué estrago causó tal peste, y cuándo se encendió y apagó tal sedición. Pero estas apuntaciones cronológicas, si aprovechan para no trastornar la sucesión y serie de las edades, son de poquísima importancia para conocer los hombres y sus establecimientos. Por los cronicones que entonces se escribieron, nadie podrá formar concepto de lo que fue la nación goda en España; mucho menos de las alteraciones que con su dominación introdujo en el estado público y privado de sus habitantes. Estas noticias quedaron impresas en los actos y acaecimientos mismos que por su calidad exigían encomendarse a la escritura, y esta circunstancia las salvó del olvido en que cayeron para siempre los hechos que no se autorizaron con memoria pública o instrumento solemne. En resolución, España no tuvo historia propiamente tal en tiempo de los godos. Tuvo apuntamientos cronológicos que quisieron conservar por este medio la serie de los sucesos más notables que iban ocurriendo en sus días. Ni logró otro semblante nuestra historia en el espacio de los tres siglos que corrieron desde la irrupción de los sarracenos hasta el reinado de D. Fernando el Santo. El cronicón del Pacense es la media tinta o color intermedio que enlaza entre sí la ruina del imperio godo y la dominación mahometana. Los sucesos posteriores hasta los felicísimos días de aquel admirable santo rey, subsisten en sumarios breves que formaron también algunos obispos y monjes por el mismo método de Eusebio y san Isidoro, su utilidad es muy grande si se atiende a lo mucho de que careceríamos si aquellos buenos eclesiásticos no aplicaran su curiosidad a conservar aun por mayor los acontecimientos públicos y la memoria de los hombres señalados por su dignidad o ilustres por su mérito; pero cuando se tocan los inmensos vacíos que hay en el progreso de nuestros anales, la esterilidad de muchos trozos de este terreno, que por no haberse cultivado han ocasionado grande y lastimosa penuria en los puntos más importantes a la república, se echa de ver que España fue tan desgraciada en su historia como en su gobierno y estado público, rica y próspera pocas veces, las más escasa y oprimida.

La esclavitud que padeció debajo del poder de los moros, alteró por tercera vez el estado general de la península en las formas de su gobierno, costumbres, lenguas, y usos de su habitantes; y esta alteración mezclando entre sí los institutos romanos, godos y árabes, produjo en todas las cosas la misma estructura e índole que se observa en el idioma que hoy hablamos, cuya composición se debió a la confusa y cruel mezcla de tres lenguas de carácter diverso. En tiempo de los godos habían ya quedado los conocimientos científicos al solo estudio y uso de los eclesiásticos, personas únicas que estaban exentas del servicio de las armas, y que por la necesidad de instruir al pueblo, la tenían de conservar las doctrinas cuanto bastase para distribuir el pasto y defender el dogma. Las escuelas públicas para los seculares habían cesado enteramente, y se conservaban sólo las que los obispos mantenían en sus palacios o seminarios, los párrocos en su casa y los monjes en sus conventos. Los padres de familia ponían en estas escuelas a los niños que querían consagrar al ministerio de la Iglesia; y aunque no siempre llegaban a ser eclesiásticos los alumnos, sucedía esto muy rara vez y el número de los que se restituían al siglo con las luces de la instrucción que habían recibido no era de tanta consideración que pudiese formar clase de sabios con independencia de las doctrinas sagradas. El atraso que progresivamente iban padeciendo las letras, redujo estas doctrinas a una instrucción limitadísima en lo general del clero, porque si bien entre sus individuos sobresalió tal vez algún hombre de mayor saber y elocuencia según la barbarie de la edad, esto no era efecto de la enseñanza que se recibía en las escuelas sino del estudio privado que en las bibliotecas de las iglesias o monasterios adquirían por sí los que por celo o por inclinación deseaban distinguirse. Comúnmente se dedicaban éstos a escribir, y aunque no carecían de alguna tintura en la instrucción o sabiduría profana, la miraban con odio, parte porque el mayor estudio lo empleaban en la Escritura y Santos Padres, dirigiendo siempre sus escritos a las materias eclesiásticas, o si escribían cosas profanas, imitaban toscamente el modo con que las habían tratado algunos de los antiguos escritores de la Iglesia. No hay duda que el horror con que los eclesiásticos de la Edad Baja miraban los asuntos en que se había ocupado la instrucción de los gentiles, influyó mucho en la ruina del buen gusto y en el olvido en que quedaron sepultadas casi totalmente las buenas letras. Apenas se halla memoria de un filósofo gentil en los escritos de aquel tiempo, y si alguna se halla es para abominarlo y hacer odiosa su lectura. Así, todo el saber se redujo a lo que se necesitaba para resolver en los concilios los puntos del dogma y de la disciplina y para comunicar al pueblo la doctrina catequística o rudimentos de la religión.

Los cristianos que permanecieron en los pueblos conquistados por los mahometanos, conservaron este orden de enseñanza del mismo modo que conservaron el estado de la jerarquía eclesiástica según la institución antigua, y hubo en esto tanta facilidad que los que querían consagrarse al ministerio de la Iglesia no hallaron embarazo alguno de parte de los moros para asistir a las escuelas eclesiásticas que se conservaban en los pueblos dominados por ellos; así, vemos que el abad Espera in Deo mantenía en Córdoba a la mitad del siglo IX una escuela célebre de la cual salieron el mártir san Eulogio y su íntimo amigo Pablo Álvaro con gran caudal de doctrina; y vemos también que de otros pueblos de la península acudían a las escuelas eclesiásticas de Córdoba los que en su patria no hallaban proporción para recibir la enseñanza que requería el ministerio del altar. De las cartas que Pablo Álvaro escribió a Juan Hispalense, se puede inferir el estado que entonces tenían las letras en España, y por consiguiente el de las escuelas que subsistían en medio de la cautividad. En una dice que Juan sabía la retórica y la dialéctica, los preceptos de los filósofos, y que poseía el conocimiento de muchas artes. En otra nombra a Platón, Tulio, Demóstenes, Aristóteles, Crisipo con bastante conocimiento, y da alguna idea de la retórica y dialéctica; tal vez cita a Virgilio con muestras de haber leído la Eneida, y en otra parte nombra a Tucidides, Livio y Salustio, no tanto por necesidad como por ostentación de doctrinas. Hay motivos para creer que estos escasos conocimientos duraban aún generalmente en España como resto de la antigua sabiduría. En las bibliotecas de las iglesias y monasterios se conservaban los libros para el uso común de algunas de sus escuelas.

El mismo Álvaro refiere en la vida de san Eulogio que cuando éste volvió de su viaje de Pamplona trajo consigo la Eneida de Virgilio, las Sátiras de Juvenal, los poemas de Horacio, las obras de Porfirio, las fábulas de Avieno, y los himnos católicos. Libros, dice, que no reservó para sí, sino que los condujo para la común utilidad de los estudiosos. Tal vez nació de aquí la mayor cultura con que se distinguieron las escuelas cristianas de Córdoba en aquel siglo, y acaso a ejemplo de ellas se renovó entre los cristianos algún gusto a las buenas letras.

Por lo menos consta que san Eulogio restauró en Córdoba la poesía latina olvidada ya enteramente en España. De él la aprendió su amigo Álvaro, y a ejemplo de éste la cultivaron algunos otros eclesiásticos de quienes ha quedado escasa memoria en los códices que se han salvado de la ruina de los tiempos.

Esta instrucción fue poco durable por las grandes ventajas con que los moros excedían a los cristianos en el cultivo de las letras. Como éstas en la España cristiana estaban sólo limitadas al conocimiento y uso de los eclesiásticos, los legos mozárabes, cuando por medio del trato con sus conquistadores adquirieron la inteligencia de su lengua, se entregaron con suma afición a la lectura de sus libros, y fue esto con tanto extremo que, según el testimonio de Álvaro, apenas se hallaría un cristiano entre mil que pudiese escribir racionalmente una carta de cumplimiento en la lengua latina que era entonces la peculiar de España. El abad Sansón se queja también del absoluto abandono que padecía la gramática latina aun entre las personas eclesiásticas, y no debe extrañarse porque obligadas éstas no sólo a defender la fe de sus mayores contra las befas de sus enemigos, pero principalmente a dar al pueblo la instrucción conveniente para que perseverase en la religión, por necesidad tenía que dejarse llevar hacia la senda donde se inclinaba el mayor número, cosa que previó con mucha anticipación Juan, arzobispo de Sevilla, el cual trasladó y comentó en árabe las santas escrituras «para uso de los venideros» como adivinando lo que se verificó puntualmente en los tiempos de San Eulogio. Esta mayor cultura fue creciendo y propagándose sucesivamente con grandes progresos en toda la nación, y de ella resultó no sólo el que los cristianos españoles adquiriesen de nuevo el conocimiento de muchas artes que o habían olvidado, o nunca habían conocido, pero que también excitando generalmente el gusto a las letras se renovase entre los eclesiásticos el estudio de la literatura latina que había perecido casi del todo. Los frutos de esta restauración empezaron a dejarse ver en el reinado de D. Fernando el Santo. Los escritores de aquel tiempo son los mejores que conoce España desde los fines del siglo IX.

La emulación y el trato, tanto con los árabes como en las escuelas que ya se habían consolidado en Francia e Italia, despertaron el gusto a los estudios y resucitaron la literatura romana que, o subsistía lánguida y moribunda, o yacía muerta y olvidada entre el polvo de las bibliotecas. De la mezcla de la grosería goda y la sutileza árabe resultó ciertamente la monstruosidad escolástica que triunfó por tanto tiempo en las universidades. Pero es muy cierto también que esta monstruosidad fue como el conducto por donde se derramó hasta nuestros tiempos el conocimiento de las letras y el amor a la sabiduría. Se escribían entonces malos libros, pero sin ellos nuestra edad los estaría escribiendo tan bárbaros como los que produjo en aquellos siglos la complicación de lenguas, ideas y costumbres repugnantísimas. Es sabia hoy Europa porque entonces no fue idiota y rústica del todo. La afición al saber se comunicó a los reyes; conocieron éstos lo mucho que importa el cultivo del entendimiento en los que han nacido con racionalidad, aplicaron su favor a los estudiosos, erigieron escuelas, admitieron en su compañía hombres sabios y se fijó en Europa la fortuna y permanencia de los estudios.

Desde entonces empezó a prosperar la historia adquiriendo el carácter y forma de tal, que nunca había tenido en España. Su restauración se debe toda a la inmortal reina doña Berenguela y a su santo, grande y memorable hijo Don Lucas de Tuy por orden de aquélla, y don Rodrigo Jiménez de Rada por mandato de éste, formaron las dos primeras historias dignas de este nombre entre las que poseemos. Es verdad que uno y otro fueron meros censoristas y compiladores, especialmente don Lucas de Tuy, el cual no hizo más que coser entre sí los retazos que antes andaban sueltos y derramados, poniendo de suyo sólo lo perteneciente a su tiempo. Pero se ve en ellos a lo menos una imagen de la amplitud, gravedad y buena distribución que corresponde a la historia, y sus trabajos sirvieron de norma para que en los tiempos siguientes recibiese la mayor dignidad en su constitución y estilo. En uno y otro se advierte aquella complicación en que incurren los que por primera vez solicitan tomar nuevos caminos y dar a las cosas diverso giro del que antes tenían. Conservaron la forma de crónicas porque era el rumbo por donde hasta entonces se había dirigido la historia de España, pero imprimieron diverso carácter a esta misma forma, dilatándola, engrandeciéndola y procurando adornarla con la elegancia que daba de sí la ilustración del siglo.

El deseo de tratar la materia con la extensión que requería el fin y objeto que se propusieron de formar una historia general de España, los obligó a buscar cuidadosamente libros, memorias y documentos que ya entonces duraban apenas, olvidados, oscurecidos y entregados al destrozo en los rincones de las bibliotecas, y de este modo nos conservaron muchos sucesos cuya memoria no existiría ya por la ruina total que padecieron al fin muchos de los documentos de que se valieron.

La idea que entonces se tenía en cuanto a las cosas que debe comprender la historia no es fácil determinarla; sin embargo en la del arzobispo don Rodrigo se conoce ya la naturaleza de los estados políticos que produjo en España la irrupción de los moros. En don Lucas de Tuy no se logra tanto conocimiento porque materialmente copió la mayor parte de sus narraciones y las que le sirvieron de originales contenían pocas noticias concernientes a los progresos del estado político de nuestras gentes. En suma, nuestra historia escrita con arte y con la dignidad que corresponde a este ramo importante de la literatura, comenzó en estos dos grandes prelados por impulso de una reina prudentísima y de un rey santo y admirable en las empresas de la guerra y en el sabio reposo de la paz; escribiéronla dos hombres doctos en las especulaciones de la escuela e íntimamente ejercitados en los negocios de la corte, autorizados para escribirla, y con el fin de satisfacer el estudio o la curiosidad de sus príncipes. Las artes prosperan así y producen los frutos convenientes. La barbarie es hija del disfavor. A la sombra del trono y de los honores renace la ciencia, crece, prospera y produce los frutos que ennoblecen el hombre y le felicitan.

En este mismo tiempo había adquirido ya la lengua castellana (formada de la latina y de la goda corrompidas y mezcladas entre sí) la determinada forma y genio que la ha caracterizado hasta nuestros días. Era ya el idioma común en el labio de los españoles y no lo era en la escritura o por deferencia a la antigua costumbre, o porque los eclesiásticos que en los siglos X, XI y XII eran los únicos que escribían, procuraban conservar así el lenguaje de la Iglesia latina empleándole en la exposición de las ciencias, en las solemnidades del culto y en la celebración de los actos públicos tanto civiles como eclesiásticos. Parecióle a la política del santo rey que una legislación escrita en latín para un pueblo que ya no entendía esta lengua y hablaba otra diferente, era el desacierto más irracional, más injusto y más pernicioso que podía durar en el gobierno de sus estados. Las leyes son las reglas de la vida y, si estas reglas no son entendidas de los que deben observarlas, no sólo se faltará a ellas con daño de la república, sino que se faltará con acción u omisión inculpable.

Esta reflexión sencillísima inspiró al santo monarca la determinación de que el idioma corriente en el habla de los españoles fuese asimismo el idioma en que se hiciesen saber las leyes y se solemnizasen los actos civiles entre los ciudadanos. Por esto hizo traducir el Fuero Juzgo para dárselo a Córdoba y otras ciudades; por esto dio a Sevilla en castellano los fueros que Toledo tenía en latín; por esto empiezan en su tiempo las escrituras públicas castellanas, y por estas máximas que bebió en la educación de tan gran padre, formó su sabio hijo el famoso código de las Partidas. Aplicado el uso de la lengua a la escritura de las cosas públicas, fue fácil trasladarle a las materias literarias, y como ha sucedido siempre, la poesía y la historia fueron juntamente con la legislación los instrumentos de la instrucción que necesitaba el vulgo para cumplir con las obligaciones a que le ligaba la naturaleza y la sociedad. Los primeros libros de todas las naciones han sido los poéticos, históricos y legislativos. El entendimiento en las inspiraciones de su primer instinto no parece que conoce otros medios para la instrucción necesaria al hombre. La legislación le enseña a vivir en religión y justicia. Con la poesía desempeña las magníficas solemnidades del culto que debe a la divinidad, corrige los vicios de la depravación humana, ensalza las virtudes despertando la emulación con elogios magníficos, y la historia, conservando el origen y progresos de las instituciones humanas, expone a los siglos venideros la memoria de los pasados para que, en las revoluciones de las cosas, conozcan los hombres lo que han sido y lo que deberían ser.

La lengua española empezó a hablar en los libros donde la hebrea, la árabe, griega y romana. Un código de leyes, poesías sagradas o heroicas y la historia de la nación desde su origen más remoto.

Este principio de cultura es obra toda del grande afecto que la profesó aquel monarca tan benemérito de la sabiduría española, el sabio y siempre digno de memoria don Alonso X; deseoso de derramar en sus pueblos el conocimiento de las ciencias, por una parte trasladó al habla de Castilla lo mejor y más útil que se sabía en Oriente (a donde ahuyentadas de Europa se habían refugiado las letras), y por otra trabajó por sí e hizo trabajar a otros para que la lengua castellana se enriqueciese con el artificio y lustre de las artes latinas, del modo que éstas resplandecieron en los tiempos prósperos de su mejor cultivo; y entonces fue cuando nació en España la historia verdaderamente española, quiero decir las cosas de la nación referidas en su idioma común y expresadas con dignidad y orden artificioso, cual corresponde al objeto del arte y calidad de las materias. La Crónica General que escribió por sí mismo el rey don Alfonso, excedió en las galas de la narración a todos los monumentos históricos de España que la antecedieron, y tal vez a cuantos se escribieron después de ella, hasta que el padre Juan de Mariana quiso dar a su patria una historia con todos los requisitos de tal. Esta crónica, venerable por la antigüedad del lenguaje, y por ser parto del estudio de un rey, atendida la diversa condición de los tiempos, puede competir en elegancia y artificio con las mejores historias antiguas y modernas. Muy poco se echa menos en ella de cuanto sirve para representar con belleza los hechos de los hombres y las revoluciones de los imperios. Su forma o constitución, por lo mismo que sigue la serie cronológica de los sucesos, es metódica de suyo, clara, desembarazada, noble por su sencillez, y muy conforme al instituto de representar en grande y por mayor «el fecho de España que pasó por muchos señoríos para que fuese sabido el comienzo de los españoles, y de cuáles gentes fuera España mal trecha, y que supiesen las batallas que Hércules de Grecia fizo, etc.». Esta es la proposición de la crónica y éste es el objeto a donde conspiran todas las narraciones que comprende, con un sistema nada inferior a los que alabamos en las historias escritas con mayor artificio en la disposición, orden o economía. En la expresión de los caracteres y en la descripción de los lugares y de los sucesos es maravillosa, tanto que en ningún poeta de aquellos tiempos se hallan imágenes más vivas y enérgicas que las que aparecen en ella; cuyo autor, instruido ya en los medios de que se valió la antigüedad docta para hacer agradables las áridas producciones del entendimiento, supo representar la verdad con todas las galas de la fábula para que a vueltas del deleite se bebiese la utilidad a que enderezaba su escritura. En la «moción de las pasiones» no cede tampoco ni aun a las novelas más poéticas escritas de intento para conmover el corazón humano, y esto lo reconoceríamos sin dificultad si la alteración que ha padecido el lenguaje no hubiera hecho para nosotros menos significativas las voces y locuciones que entonces se usaban; porque como para mover las pasiones es menester emplear las palabras y expresiones de mayor fuerza y evidencia, tales que correspondan a la fuerza y energía con que obra el ímpetu de las pasiones mismas, alterada la fuerza y propiedad del lenguaje, pierde su vigor la expresión; y éste es el caso en que se hallan para nosotros todos los escritos ingeniosos de aquellos siglos. Nos parecen fríos y rústicos porque para nosotros son ya distintos todos los instrumentos destinados a producir el fuego y la elegancia. Sus «oraciones» son muchas y ajustadas no sin estudio a las clases diversas de las personas, conformándolas al genio, situación y estado de cada una. Son cortas porque el historiador (semper ad eventum festinat) va siempre acelerando las narraciones con ahorro de episodios y aun de expresiones; frecuentemente usa del diálogo, y esto, en la naturalidad sencilla de aquellos tiempos, añade mucha gracia al estilo. Este en el todo es noble, elegante en cuanto daba de sí la simplicidad en que aún se hallaba la lengua; se levanta o se humilla conforme lo requiere el asunto. En las descripciones es inimitable por la verdad y propiedad con que representa las circunstancias, usa con templanza de las figuras que presta la poesía a la historia y en ellas se entrevé que el historiador poseía genio verdaderamente poético, sin el cual es difícil pintar ni referir bien. Escasea mucho las sentencias morales y advertimientos políticos porque los deja casi siempre a la penetración de los lectores, propiedad que prefiero yo a la molesta malicia de Tácito cuando los hechos se proponen de modo que dejen ver con facilidad el documento o doctrina a que pueden aplicarse o que deba inferirse de ellos. En suma, la Crónica general es un «libro de ingenio», una historia escrita con todos los adornos que comunica la imaginación a las materias áridas y desnudas por sí, una obra en que se ven los conatos del entendimiento para sobreponerse al desaliño rústico de la edad anterior, procurando emular las bellezas que el cultivo de las artes imprimió en los buenos escritos griegos y romanos. Tal es el mérito de la Crónica general, que debieran haber reconocido y confesado los que con tanto rigor se han cebado en notar los defectos de sus fechas y relaciones. En ella empezó nuestra «historia elegante» porque en aquel siglo se dejaron ver en España las primeras vislumbres del buen gusto en las letras, y no empezó en ella la «historia desnuda de fábulas» porque el carácter de aquel siglo era inclinado mucho a la credulidad, a los prodigios y a las aventuras caballerescas; se desconocía la crítica, y las obras se escribían más con el ingenio que con el estudio.

Los franceses habían ya comunicado a Europa la raza de los «trobadores» y con ellos la afición a las fábulas, o por mejor decir a las patrañas portentosas con que desfiguraban la verdad de las historias y hacían ridículos a los personajes y héroes más conocidos por la grandeza y gloria de sus acciones. Este abuso llegó a tanto que, como ya lo observa el docto obispo de Avranches Pedro Daniel Huet, los historiadores de aquellos tiempos degeneraron en escritores de fábulas caballerescas, diferenciándose muy poco entre sí las historias fundadas en hechos ciertos de las que inventaba la desconcertada imaginación de los trobadores. Ningún héroe fue más desgraciado en esta parte que el inmortal Carlo Magno, y poco menos el triste Artur, antiguo rey de Inglaterra. En las personas de estos dos grandes monarcas y de su caudillos y próceres se fraguaron del siglo IX en adelante mentiras disparatadísimas, cuentos descomunales y ficciones tan descabelladas y absurdas que al cotejarlas con la historia verdadera de sus reinados, se haría incomprensible la repugnancia y contrariedad que hay entre lo verdadero y lo fingido si la limitación del entendimiento humano no estuviese acostumbrada a dar ejemplos muy frecuentes de la facilidad con que pasa de la sabiduría a la extravagancia, y del recto modo de pensar a los delirios y despropósitos. Los poetas, a cuyo ministerio toca principalmente, autorizaron las fábulas y representaron los héroes cuales ni fueron ni pudieron ser, se apoderaron con ansia de un terreno que realmente debían mirar como suyo y, cultivándole bien, por el mucho caso que entonces se hacía de los que escribían versos y los cantaban, a las fábulas que ya corrían en prosa añadieron ellos circunstancias nuevas y nuevas fábulas de propia invención por no parecer estériles o simples copiantes. Toda Europa se inundó de juglares y cantores de gesta; el discernimiento de la verdad estaba desconocido, ya por las tinieblas en que yacía la sabiduría, ya porque siendo rarísimos los que leían y muchos los que oían cantar, la historia se redujo casi toda a lo que escribían los juglares. El giro del siglo, como ya dije, inclinaba a la credulidad de los portentos, encantos, valentonadas, amoríos y aventuras extrañas y quijotescas; todo se creía indistintamente porque la ignorancia es crédula por sí, y entonces cree más cuando más ignora. El rey D. Alfonso el Sabio escribió su crónica cuando la credulidad estaba en su mayor vigor, tanto por el gusto a las patrañas que nos había comunicado la Francia a favor de la barbarie de los tiempos, como por el género de saber que se nos pegó del trato con los moros aficionadísimos también a las ficciones prodiogiosas y andantescas. Los juglares de España, por no ser en todo deudores a los de Francia, inventaron su Bernardo del Carpio para contraponerle a Roldán, digno Aquiles de tal Ectón. Después, echando mano a los héroes verdaderos que más sobresalían en las guerras contra los moros, hicieron con ellos lo que Homero con Aquiles y Ulises, Virgilio con Eneas y Dido, y lo que todos los poetas han hecho en todas partes con los personajes que han sometido a su jurisdicción. Trastornaron los tiempos, desfiguraron las acciones, variaron las circunstancias, fingieron accidentes maravillosos para complacer y embelesar al vulgo. Memorias extensas y circunstanciadas de las acciones que realmente ejecutaron los héroes no se escribieron en mucho tiempo, porque sólo los eclesiásticos sabían escribir y éstos se contentaron con apuntar en crónicas muy breves los acontecimientos más notables, comprendiendo a veces en cuatro líneas vagas lo que en mejor edad hubiera dado materia a un justo volumen. Tal era el estado de los materiales para la historia cuando escribió la General de España el gran monarca a quien debe la nación los primeros impulsos para el restablecimiento de las letras. ¿Qué mucho, pues, que en ella aparezca perturbada la cronología y se hallen interpolados algunos cuentos, si la ignorancia de los siglos anteriores había reducido la historia al arbitrio de los poetas, cuyo ministerio ha sido siempre ajustar los hechos a su imaginación y presentarlos no a la creencia, sino al deleite? En todas las naciones que han poseído historia ha adolecido ésta del contagio de las fábulas de la poesía, porque generalmente en los siglos poco estudiosos han sido los poetas los únicos escritores estimados, o tal vez los únicos que han escrito. De los tiempos medios de España se puede decir sin impropiedad lo mismo que dijo Livio de los primitivos de Roma: poeticis magis decora fabulis, quam in corruptis rerum gestorum monumentis. Faltó poco para que aquella edad volviese a la barbarie de las más remotas, y por necesidad hubo de acaecer en sus noticias mucha parte de la perturbación que se advierte en las de los siglos antiquísimos, cuando introducidas apenas las letras estaban en manos de los poetas el culto, la historia y la enseñanza. No puedo leer sin indignación las expresiones duras con que algunos escritores modernos se ensangrientan en la Crónica general, olvidando con torpe ingratitud los conatos del docto y celosísimo monarca autor de ella para formar el sistema de ciencia o literatura española propiamente tal. Los varones de mayor talento y saber caminaban entonces entre sombras que les obligaban a tropezar y perder el tino con frecuencia, y los mismos que culpan hoy los desaciertos de aquella edad lóbrega hubieran quizá caído en errores de mayor bulto con menos disculpa. Harto merecieron los que trabajaron para desvanecer las sombras y hacer tratables las sendas que conducen a la ilustración de las artes. Sin estos esfuerzos, ¿qué sería hoy la sabiduría? Pero si los defectos de la Crónica General son disculpables por la poca luz de los tiempos en que se escribió, lo son aun mucho más si se considera que fue ella como el despertador que excitó en los monarcas de España el deseo de fomentar la historia verdaderamente española. Las ciencias subieron al trono desde entonces con los príncipes que le ocuparon, propagada en ellos la afición con que las cultivó el ilustre Alfonso; y como la historia es propiamente el arte de los reyes y la enseñanza más provechosa a la sabiduría, fue natural que la prefiriesen a los demás estudios; y la prefirieron de tal modo que, aunque las ciencias y artes se fueron propagando y perfeccionando en la nación por el celo con que las promovieron nuestros monarcas, los progresos de la historia los tomaron a su cargo sin fiarlos al cuidado o dirección de manos subalternas. D. Alfonso el Conquistador fue el émulo de su bisabuelo en la grandeza de ánimo y en el amor a los estudios útiles, renovó el designio de perpetuar la historia de España y, para asegurar su duración, creó oficio público que tuviese a su cargo conservar los sucesos de la patria y que, reduciéndolos a un cuerpo continuo, igual y proporcionado, resultase una historia general, extensa, individual, cumplida y en que nada se echase menos de cuanto pudiera servir para el aprovechamiento de los príncipes y conservación de los casos memorables. Florián de Ocampo, Esteban de Garibay, el obispo Sandoval, D. Nicolás Antonio y otros escritores hacen memoria de esta Historia General que mandó escribir D. Alonso XI, y Florián de Ocampo especialmente da indicios de haber visto y disputado.

De ella no he logrado otras noticias que las vagas y perplejas que constan en estos escritores. Pero yo tengo pruebas harto fundadas para creer que las muchas traducciones que se conservan manuscritas de la historia del arzobispo don Rodrigo, la continuación española que se añadió a esta traducción desde donde concluyó el arzobispo hasta la muerte de don Fernando el Santo, y las tres crónicas de don Alonso el Sabio, don Sancho su hijo y don Fernando su nieto, componen el cuerpo entero de la Historia o Crónica General de España que mandó formar don Alonso XI, y perseveraré en esta opinión mientras no vea por mí mismo otra crónica general atribuida a los impulsos de este rey, diversa de la que consta en el códice que describo en la nota del margen. Como quiera que sea, la grande época de nuestra historia comienza en el reinado de este prudente y venturoso monarca porque a él se debe realmente la creación de los cronistas que sin interrupción continuaron en España como oficio y cargo público (y de gran lustre) hasta el establecimiento de la Academia de la Historia que se los absorbió, no sé si con más perjuicio que utilidad. Don Enrique II, hermano de don Pedro el Cruel, encargó a Juan Núñez de Villaizán la crónica del reinado de su padre, y la de su hermano a Pedro López de Ayala, el cual prosiguió la serie de los demás reinados que alcanzó, no sólo por inclinación y estudio privado, sino en fuerza del cargo público de cronista que obtenía. Don Enrique IV le mandó escribir en latín la historia general a Rodrigo Sánchez de Arévalo, y eligió a Alvar Díaz de Santa María para que sucediese a Pedro López de Ayala y escribiese la crónica de don Juan II, en cuya composición pusieron después la mano varios cronistas elegidos para continuarla, hasta que la perfeccionó últimamente Fernán Pérez de Guzmán, hombre célebre por su calidad, su prudencia, su ingenio y su saber, no menos que por haber sido bisabuelo del dulcísimo y elegantísimo Garcilaso de la Vega. En estos últimos reinados habían ya recibido grande aumento las artes cultas, aquéllas que mezclan la dulzura con la utilidad, esto es el deleite con la enseñanza. Estos progresos se debieron al mayor cultivo de la poesía, cuyo principal oficio ha sido siempre embellecer y dar lustre a los idiomas y a las doctrinas. Hízose galantería su estudio entre los principales señores de la corte y, a vueltas de ella, cogieron la instrucción general que engrandece el entendimiento y perfecciona el recto uso de sus potencias. Los principales señores eran entonces los principales sabios. Las artes tornaron otro semblante a favor de la esplendidez y aun lujo con que eran tratadas. La historia se entonó, digámoslo así, y viéndose admitida y favorecida en los palacios largo tiempo había, cayó en la cuenta de que debía escudriñar sus méritos, y empezó en efecto a atisbar las conferencias de los gabinetes y los designios que en ellos formaban la ambición, el capricho, el interés y la necesidad, para hacer felices a los hombres degollándolos en las campañas, u oprimiéndolos en los poblados. «Es menester (decía Hernando del Pulgar a la Reina Católica, dándole cuenta de su historia), es menester asentar los propósitos que obistes en las cosas; asentar asimismo vuestros consejos, vuestros motivos». El reinado de los Reyes Católicos fue más que otro alguno de España abundantísimo en tramas y negociaciones políticas, no menos que en empresas grandes y revoluciones extraordinarias. La historia, más despierta ya, más perspicaz, más observadora por las luces que había adquirido en los progresos de la literatura, logró materia oportuna para ejercitar felizmente su penetración; y de aquí procedió el nuevo modo de historiar que se nota en los cronistas de aquellos monarcas.

Las crónicas más antiguas, limitadas a la simple y desnuda relación de los acaecimientos, pueden compararse a una compilación de efectos u operaciones que se exponen a la vista para alimentar la curiosidad con exclusión del entendimiento; omitidas las causas son de poquísimo provecho los ejemplos de la historia, porque la instrucción de ella no resulta de lo que se obra, sino del acierto o desacierto con que se obra, y la felicidad o desgracia de las empresas, la utilidad o perjuicio de los establecimientos, la justicia o injusticia de los designios en tanto enseñan o escarmientan, en cuanto descubren los motivos que las ocasionaron y los medios que se pusieron para su ejecución. Ninguna acción es buena ni mala en el efecto, sino en el intento y en el impulso. Obrar por mero instinto o movimiento maquinal de la naturaleza es propio de los irracionales y, a mi vista, se diferencian muy poco de la historia natural las que copian las obras o movimientos de los hombres sin expresar el uso que hicieron de su racionalidad para ejecutarlas. Mucho de esto hay en las crónicas que antecedieron a los tiempos de don Enrique IV y los Reyes Católicos, y aún por eso quizá las tuvo en poco el severo juicio del marqués de Mondéjar. Los pocos retratos que Fernán Pérez de Guzmán y Hernando del Pulgar hicieron de los principales señores de su tiempo, muestran que historiaron las cosas de aquellos reinados con grande uso de la filosofía práctica, quiero decir, dejando entrever en los hechos las causas y los impulsos por la expresión de los genios, inclinaciones o intereses de las personas. Antonio de Nebrija, en las dos décadas que escribió de suyo sobre la conquista del reino de Navarra hecha por el Rey Católico, de historiador se convirtió en controversista, filosofando y teologizando más de lo que es lícito en tal género de escritura. Se ven ya en estas historias los adelantamientos de la sabiduría en la sustancia y en los accidentes. Las cosas son otras y son también otros los modos de expresarlas y representarlas.

A estas mejoras que consiguió la historia por las que progresivamente habían logrado las letras, se añadió en los tiempos siguientes mayor seguridad de sus noticias por las resoluciones que tomaron los reinos de España para conservar inviolable su veracidad en lo posible. El tiempo de los Reyes Católicos estaba apoyado en sólo el uso, el oficio de los cronistas. Los reyes elegían entre los de su corte hombres que creían aptos para el intento sin que los reinos pusiesen en esto atención ni consideración particular. Estos historiadores, pendientes de la voluntad de los soberanos, escribían las más veces por contemplarlos, y en esta esclavitud (que trae siempre consigo el depender con demasiada inmediación de los príncipes) redundó las más veces en detrimento de la verdad y justicia. Para este daño, no había otro remedio que el de arrancar la historia de entre las prisiones espléndidas de los palacios y esto fue lo que hizo la Corona de Aragón en el año 1495, creando cronista que escribiese las cosas de aquel reino con independencia de la corte. Después, en el año de 1547, celebrando cortes en Monzón el príncipe Don Fernando por hallarse el emperador en Alemania, estableció aquel reino el famoso acto para que se diese un salario, cual parecía a los diputados, a una persona experta, sabia y próvida en crónicas e historias, natural del reino de Aragón, la cual tuviese especial cargo de escribir, recopilar y ordenar todas las cosas notables de Aragón, así pasadas como presentes, según que a crónicas de semejantes reinos conviene. La elección recayó en la persona de Jerónimo de Zurita, y España experimentó en las tareas de este grande hombre y de sus sucesores los buenos efectos de esta acertadísima providencia. Las coronas de Castilla, reconociendo (por estos ejemplos o por impulso propio) la utilidad de concurrir juntamente con los monarcas a la continuación de las historias, pidieron por tres veces al emperador Carlos V las mandase escribir e imprimir para que se supiese la verdad de las cosas pasadas, y acaso por haberse mezclado las cortes en este asunto quedó desde entonces establecido lo que dice Fr. Jerónimo de San José en su Genio de la historia, a saber «que en Castilla con particulares consultas de los consejos y decretos de S. M. se nombran los historiadores y cronistas generales de aquellos reinos». En las cortes celebradas en Valladolid, año de 1555, pidieron los procuradores al emperador que facilitase una pensión a su cronista Florián de Ocampo para que pudiese evacuar libremente y sin otro cuidado la conclusión de su crónica, y el emperador remitió al Consejo el examen de este negocio para que le informase. Esteban de Garibay afirma que Florián escribió con estipendio real, que debió sin duda a las instancias de las cortes. Lo cierto es que desde el reinado de Felipe II hubo en España cronistas de los reinos diversos de los cronistas de los reyes, si bien estos dos títulos recayeron muchas veces en un mismo sujeto, o lo que es más cierto, se confundieron y mezclaron, contentándose los reyes con los historiadores de los reinos sin tenerlos como antes privada y peculiarmente para sus personas. La historia prosperó así increíblemente, tanto por el favor que mereció a la nación toda como por haber sacado de la servidumbre áulica a los cronistas. Cada reino quiso tener su historiador y esta emulación hizo general el cultivo de la historia y aseguró al mismo tiempo la verdad de las narraciones, no fácil de conservar cuando se vive a costa de quien tiene interés en que se disfrace. ¿En qué nación del mundo antigua o moderna se han visto jamás determinaciones más sabias ni más acertadas para perfeccionar el estudio principal de los reyes? ¿Ni qué otros reyes ha habido que con más constancia, más afición ni más conocimiento hayan promovido la historia? Carlos V encomendó la General de España a Ocampo y Garibay, y la suya propia a Fr. Antonio de Guevara y al doctísimo Juan Ginés de Sepúlveda. Felipe II favoreció en tan alto grado este estudio que sus cronistas son los más doctos y elocuentes que posee la nación; fue el primero en España que cuidó de conservar los monumentos históricos haciendo viajar sus cronistas para registrar los archivos y recoger de ellos los papeles y libros de importancia que después hizo colocar en la fortaleza de Simancas y Biblioteca del Escorial, depósitos inmensos donde por la próvida disposición del perspicacísimo monarca se salvaron los documentos más sagrados de la monarquía y los restos de la antigua literatura española, latina, árabe y castellana. Felipe III, aunque con más tibieza, continuó el favor a los cronistas que sobrevivieron a su padre y aun se valió de la mucha doctrina de Juan Bautista Labaña para que no se interrumpiese la sucesión de nuestra historia. En su tiempo (a lo que yo entiendo) se crearon o a lo menos se consolidaron las plazas de «Cronistas Mayores», cuyo cargo principal era examinar y corregir las historias que ordenaban los cronistas particulares. Felipe IV, muy inclinado por sí a los estudios amenos, promovió cual ninguno el de la historia; y ojalá hubiera perseverado en sus días el buen gusto a la literatura como duró en el monarca el propósito de alentar las letras con el ejemplo y con el favor. Honró extraordinariamente la grande erudición de D. José Pellicer, ya mandándole escribir contra los enemigos de la monarquía, ya leyendo y guardando entre sus papeles muchas de las obras que publicó aquel varón laboriosísimo. Su reinado fue la época en que amaneció para España el extenso y universal conocimiento de la crítica histórica aplicada a las cosas de la nación, por haber sido entonces cuando con más vigor se combatió en defensa y en oposición de los monumentos de Granada y de los cronicones atribuidos a Dextro Máximo, Luitprando, Braulio, Julián Pérez Zajón y Heleca; comprendían estas ficciones los puntos más importantes de nuestra historia eclesiástica y secular, nuevos santos, nuevos prelados, nuevos concilios, nuevas diócesis, reyes inaudito, familias ignoradas, regiones incógnitas, provincias y pueblos incógnitos en la geografía, batallas, conquistas y sucesos notables no referidos ni indicados en ningún escrito antiguo ni moderno, derechos y prerrogativas desconocidas en los archivos de las iglesias y palacios, fundaciones y peregrinaciones, establecimientos, tradiciones, actas y hasta idiomas no sabidos en los tiempos a que se referían. En suma, el P. Higuera y sus coadjutores en patrañas se propusieron nada menos que la empresa de falsificar lo más santo y respetable de la historia verdadera de la nación, y de hacer que se adoptasen en su lugar las ficciones e imposturas que en la austeridad de un claustro fraguaba a su antojo un ministro del Dios de la Verdad. Las disputas literarias producen de ordinario muy buenos efectos para la instrucción común. La inclinación a la discordia es como ignénita en la corrupción humana. Los hombres en todas partes se combaten y pelean recíprocamente, en guerra abierta con las armas, en la paz con los odios, los intereses encontrados, las envidias, la malignidad y la prepotencia a que todos aspiran. De aquí es que en las parcialidades, de cualquiera clase que sean, todo el mundo toma interés, y de este interés resulta el mayor conato que se pone para sostener el empeño. Hombre habrá que no leerá una línea reinando la paz en la república literaria y devorará con ansia libros y volúmenes de enorme bulto cuando, perturbada la paz, se disparen las doctrinas envueltas con los dicterios, los motes, los gracejos, la detracción y la declamación ardiente y vigorosa. La animosidad desaparece al fin, colma el hervor del encono o emulación, y, restituido el reposo, se gozan los frutos de la doctrina que produjo la controversia. Así sucedió en la de que vamos hablando. Se ventilaban puntos en cuya verdad y subsistencia hallaban mucho interés y mucha gloria la religión, el trono, las clases principales de la nación, y la nación toda en general. Los debates fueron reñidísimos, las parcialidades vehementes y porfiadas. Los defensores y los impugnadores de las fábulas hubieron de entregarse igualmente al estudio y examen de toda la antigüedad española, sagrada y profana, porque sin este aparato no era fácil tratar con dignidad cuestiones tan oscuras y de tan remota y oscura averiguación; los lectores, para ponerse en estado de juzgar lo que era más cierto y mantener la opinión a que se habían adherido, leían también con más estudio del que suele emplearse por curiosidad ociosa e indiferente. Los impugnadores echaron mano de las reglas críticas que conducen al recto examen de los hechos porque en estas reglas estribaba la seguridad de su vencimiento. Los defensores, conociendo la fuerza incontrastable de tales armas no hallaron otro medio para inutilizarlas que hacer risible y despreciable el estudio crítico. Los lectores se dividieron también para reconocer o repeler la utilidad de este estudio según convenía a su dictamen o interés, y en la misma discordia iba envuelto el logro de una instrucción que antes no tenían. La crítica triunfó por fin y quedó en España reconocida no ya su utilidad, pero su necesidad para desterrar de la historia las fábulas, las credulidades y errores del vulgo vano y supersticioso. La verdad fue la que pasó en estos conflictos, por lo mucho que se purificaron nuestras antigüedades y por la desconfianza y circunspección que inspiró el conocimiento de la crítica para no admitir sino lo bien averiguado o inferido con juiciosa probabilidad. España gozó los frutos de esta instrucción en la Historia de Ferreras, seca y deslucida en el estilo; desnuda de adornos y de aquella pompa y grandeza con que el arte y el ingenio saben representar las cosas sacando de ellas mismas el lustre o comunicándoselo; pero ajustada con singular atención a los preceptos y documentos críticos que dictó e ilustró aquel célebre triunvirato nacido para que no padeciese detrimento la salud histórica: D. José Pellicer, D. Nicolás Antonio y el marqués de Mondéjar. Fue también el reinado de Felipe IV en el que se dejaron ver los bosquejos o primeras líneas de la historia española tratada políticamente. El odio y los celos que toda Europa había alimentado contra la monarquía española desde la política de Fernando el Católico, las prosperidades de Carlos V, y el poder, riquezas y autoridad de Felipe II, descargaron todos de golpe y en tropel sobre Felipe IV, sucesor de su padre, que manejó débilmente las riendas de un imperio enorme que no acabó de consolidar. Conjuráronse los tronos de Europa contra la rama más robusta de la Casa de Austria y tratando de despedazarla o enflaquecerla, quisieron cubrir con pretextos honestos la ambición celosa que los conducía a tomar las armas.

Valiéronse para esto de los hombres de letras que como, por lo común, viven escasos y desfavorecidos, no se detienen en tomar a su cuenta la abogacía de estos litigios, bien ciertos de que en estas urgencias es cuando los poderosos tributan a las letras las conveniencias y el honor que debieran más bien tributarles para que arraigasen en la tierra los sentimientos de la paz y de la justicia. Se desgajaron sobre España a un mismo tiempo los ejércitos y los libelos con furia tan desesperada que, trascendiendo el mal ejemplo a algunas provincias de la monarquía, trabajaron con la fuerza para desertar de ella y con los escritos para hacer justificables el levantamiento y la fuga. Conoció Felipe IV la necesidad de oponer a los acontecimientos resistencias iguales. Ocupó la pluma de Pellicer, y a su ejemplo se movieron otras muchas a rechazar con réplicas y obras políticas los manifiestos y libelos que disparaba el encono de los agresores. En ningún tiempo se han ventilado con más libertad y generalidad los derechos de los príncipes y los intereses de los estados; tanto que este estudio llegó a hacerse como popular y materia de la conversación ordinaria entre las gentes de mediana educación. Se escribieron entonces obras históricas y políticas que, si como se ciñeron a puntos determinados hubieran abrazado universalmente todo aquello a que se extiende la soberanía en las comunidades, gozaría hoy España algunos trozos de historia no inferiores a los que restan de Tácito. Ni se contentó Felipe con estos combates singulares y divididos. Quiso que las cosas de su reinado se escribiesen con atención a los motivos políticos que las ocasionaron, expresando en su narración las causas secretas de los sucesos y los impulsos verdaderos que movieron la máquina del sistema de Europa en aquel tiempo turbulentísimo. Los muchos y graves encargos que se fiaron a D. Francisco Ramos del Manzano (elegido para aquella empresa) imposibilitaron su ejecución. No diré yo que Felipe IV buscase otra cosa en este designio que una apología de su conducta y una sátira contra las potencias que trabajaron los dominios de su monarquía. Acaso tenía razón en quererlo así, porque, en efecto, sus guerras, aunque desgraciadas, no fueron injustas por su parte; y los males que experimentó, antes fueron herencia que adquisición, a lo menos en lo que toca a las fatalidades externas y aun en gran parte de las internas. Pero siempre será digno de alabanza un monarca que no rehusó poner presentes los misterios del trono, dejando por juez de ellos a la posteridad. Su hijo y sucesor Carlos II apenas conoció otros historiadores que los que le trasladó su padre. El ejercicio de la crítica histórica continuó en su vigor porque a las ficciones antiguas sobrevinieron nuevas patrañas en cuya propugnación se publicaban volúmenes portentosos, cargados de mentiras y de invectivas escandalosas contra los defensores de la verdad. El ejercicio histórico se ladeó hacía esta ocupación y descuidó la parte narrativa. Así hubo entonces críticos tan excelentes como débiles historiadores. Nuestra historia dio sus últimas boqueadas en D. Antonio de Solís, D. Luis de Salazar, D. Juan de Ferreras y el maestro Berganza, de los cuales los dos últimos pertenecen a nuestro siglo. Se creó en éste la Academia de la Historia y cesaron los progresos de la nuestra.

Generalmente hablando, pueden éstos dividirse en cuatro épocas que sirvan para conocer por mayor el carácter y autoridad de nuestros historiadores. La primera (que puede considerarse como la adolescencia de nuestra historia), comprende el largo espacio que corrió desde Hidacio Lenicense hasta la Crónica General de D. Alfonso el Sabio. La segunda (que es su edad juvenil) desde éste hasta Florián de Ocampo. La tercera (época de su robustez y verdaderamente varonil) desde Florián hasta que D. José Pellicer empezó a impugnar los falsos cronicones, y la cuarta (tiempo de su ancianidad, decrepitud y muerte) desde la guerra de Pellicer hasta el establecimiento de la Academia de la Historia. Como todo en este mundo «empieza, crece, llega a su sazón y después se debilita, cae y perece», no se debe extrañar que comparemos los progresos de nuestra historia con los de las edades del hombre. Nada hay, ora proceda de la naturaleza, ora del artificio, que no los imite en este proceder a que por ley inviolable están sujetas las criaturas, entre las cuales pueden contarse también en cierto sentido las invenciones e institutos humanos. En los escritores que siguieron el método de Eusebio, se ven manifiestamente las calidades de la adolescencia: simplicidad, candor, veracidad e infacundia; ningún artificio en las cosas, ni en las palabras; carecían del conocimiento de las artes, o le omitían de propósito como lo hizo San Isidoro, y trasladaban las noticias a la escritura con la misma naturalidad y buena fe que inspiraba en ellos la rectitud del ánimo o su escasa instrucción. Es verdad que no a todos puede esto aplicarse generalmente, porque así como no todos los «comienzos» son iguales, ni en las criaturas ni en las invenciones, sino que en unos se ve mayor fuerza, mayor prontitud y espíritu más despierto que en otros, así también se notan estas diferencias en aquellos cronistas, precedidas del mayor o menor estudio que en medio de la barbarie habían hecho en las letras humanas cual entonces se conocían. Por ejemplo, el cronicón de Isidoro Pacense y el del monje de Silos se acercan más que ningún otro de aquellos tiempos a la constitución de una buena historia. El mérito de D. Lucas de Tuy está más en la extensión de las cosas que en el artificio de expresarlas; el arzobispo D. Rodrigo procuró aventajarse en ambas cualidades, y en él fue donde la historia pasó desde la adolescencia a la juventud. No hay pues que buscar en las memorias de esta época elegancia, economía artificiosa, amplitud de noticias circunstanciadas, sistemas políticos, influencia de los gobiernos, estado de las costumbres y legislaciones, sino guerras, sediciones, victorias, fundaciones de monasterios, dedicaciones de templos, milagros, prisiones, castigos, pestes, inundaciones; referido todo con brevísima sencillez, pero con certidumbre y verdad exenta de toda sospecha; de modo que en esta parte no hay en nuestra historia noticias más seguras que las que constan en estas crónicas, y como tales son los fundamentos en que está asegurada la memoria de aquellos siglos, escasa porque lo son mucho los escritos que la conservaron.

La Crónica General que escribió D. Alfonso el Sabio dio ocasión, como ya se ha dicho, para que su biznieto pensase en formar crónicas de cada reinado, de suerte que de la serie encadenada de todas ellas resultase una historia general de España unida, metódica, circunstanciada y completa. Como esta idea resultó de haberse compuesto la Crónica General, se ajustó también el método de ésta al de las demás crónicas; y exceptuando lo que pertenece al ingenio (que nunca se imita porque los talentos grandes son pocos), en lo demás las historias de nuestros reyes, desde D. Alonso XI hasta los cronistas del emperador Carlos V (que forman la segunda época) siguieron constantemente el orden cronológico adoptado en la General; remedaron su modo de referir, y aun copiaron sus locuciones y modismos, especialmente en las entradas de los capítulos. Sin embargo, esta imitación es menos servil y se echa menos de ver en las crónicas más apartadas del tiempo en que se empezaron éstas a ordenar. Si se atiende al arte y elegancia, ninguna de ellas es comparable con la del sabio rey. De ordinario son secas, simples, desnudas de las bellezas que imprime el talento en las narraciones. Si se atiende a su autoridad y fe que se deba dar a sus noticias, Jerónimo de Zurita se explicó de ellas en estos término: «En ningún tiempo se echa de ver que se tuviese en esto (en escribir la historia) mayor atención ni que se tratasen con más consideración los sucesos que acontecieron desde el reinado de don Alonso, hijo del santo rey don Fernando, y de sus sucesores, señaladamente en la historia de los reyes don Pedro, don Enrique su hermano, que llamaron el Mayor y algunos llamaron el Noble, don Juan y don Enrique el tercero, y del rey don Juan el segundo, desde cuando comenzó la historia de aquellos tiempos a extenderse más y mejor si dijésemos a tener más gravedad y punto; porque la memoria de las cosas sucedidas en el reinado de estos príncipes se encomendó a personas de mucha autoridad, como es necesario que sea, y que fueron mucha parte en el consejo de las mayores cosas que por ellas pasaron». Zurita formó un juicio acertadísimo. Las tres crónicas de D. Alfonso el Sabio, D. Sancho su hijo y D. Alonso su nieto son menos puntuales que las posteriores, y por eso Zurita da principio a la certidumbre de nuestras crónicas desde la del rey D. Pedro. Las de aquellos tres reyes no se escribieron por historiadores contemporáneos, circunstancia que se verificó en todas las siguientes. Si la adulación, el miedo o la parcialidad enflaquecieron en parte la verdad de los acontecimientos, los desfiguraron o los adulteraron del todo, es investigación que toca a la diligencia de los críticos. Para mi intento basta observar que ninguna de estas crónicas es de gran provecho para conocer el estado político de España en la totalidad de sus establecimientos e intereses; contienen más hechos que las antiguas crónicas latinas, pero sin otro sistema ni objeto que el de referir las acciones personales de los reyes y de los «ricos homes».

Con Florián de Ocampo (que abrió la tercera época), se dio principio a la perfección y a la corrupción de nuestra historia. Él la levantó en el artificio, en el estilo, en las cosas; la sacó de la rudeza y la simplicidad árida que contrajo en los siglos pasados; la ennobleció y enriqueció, pero sin pararse en el valor y calidad de los títulos y preseas con que la ennoblecía y enriquecía. Indistintamente acumuló en sus cinco libros las pocas noticias seguras que de nuestros orígenes se conservan en los libros de la antigüedad, y las infinitas, falsas y fabulosas que se fraguaron en Viterbo y otras partes para oprobio y martirio de la profesión literaria. No hay historia de España sin Beroso, decía D. Antonio Agustín. Florián, aunque con desconfianza, autorizó los cuentos Viterbienses, y cundió después tan abundantemente la mala semilla que los críticos se vieron precisados a mantener guerra formal y continua contra sus fautores y propagadores. Por fortuna se salvaron de este contagio los hombres que con más acierto trataron la historia en aquella edad: Morales, Zurita, Sandoval y algunos otros de los que escribieron historias de reinos y provincias particulares, entre los cuales cuento a Esteban de Garibay, excluido el tomo primero de su Compendio. El trabajo de estos hombres es el mayor y más útil que se puede haber hecho jamás para acendrar la memoria de los sucesos. Apuraron la verdad valiéndose de cuantos medios suministra la razón para averiguarla y afianzarla. Describieron nuevos tesoros hundidos y desconocidos en los archivos y bibliotecas. Descifraron letras y guarismos en papeles viejos que yacían tranquilamente sirviendo de pasto a la polilla. Verificaron datas, purificaron hechos, dieron a conocer infinitos que se ignoraban; en suma, barrieron, digámoslo así, cuantas noticias concernientes duraban esparcidas en libros y papeles de todas clases; juntáronlas, y distinguiéndolas después, las ordenaron e ilustraron. Tal fue el trabajo inmenso y utilísimo de los cronistas que crió el siglo XVI, pero como este trabajo se enderezó todo a la averiguación e ilustración de las cosas pasadas, perdió tanto la historia moderna cuanto ganó la antigua por haberla manejado hombres de admirable doctrina y talento. A ejemplo de ellos se derramó por toda España la afición a la historia antigua, de modo que apenas se hallará provincia, ciudad o pueblo notable que no posea historia particular de sus orígenes, establecimientos y casos sucedidos en ella, y esta inclinación ha causado la fatalidad de que hoy nos sean más conocidos los tiempos remotos que los inmediatos, siendo así que en éstos se echaron las semillas de lo que hoy somos, y los remotos es muy poco lo que nos pueden interesar. En esta época, pues, se desenterró e ilustró la antigüedad de España hasta el tiempo de los Reyes Católicos con acierto segurísimo y de todo punto evidente cuanto cabe en la certidumbre humana; pero esta seguridad no se debe buscar como no sea a costa de mucho trabajo y crítica en los que con las cosas verdaderas mezclaron las fabulosas de Viterbo y de nuestros cronicones falsos. Nuestro siglo debía haber suplido el olvido que merecieron el XVI y XVII a los historiadores que los alcanzaron. No lo ha hecho, y por eso son aquellos dos siglos y el nuestro los que más se ignoran en la escritura; aquéllos por lo que va dicho, y el nuestro porque además de estar muerta o aletargada la historia, aun no le ha llegado su vez.

Si la madurez, la reprensión y el no creer ni ser engañada fácilmente son los caracteres principales de la ancianidad, nada hay que se parezca a estos caracteres como el giro que tomó nuestra historia en su último período. La propagación de las fábulas alteró la complexión de la historia, convirtiendo las narraciones en exámenes, y en discusiones áridas las galas varoniles de la elocuencia histórica. Los que causaron esta revolución merecen el mismo respeto que prescribía para con los ancianos la legislación de Esparta. Su tono, por lo común, es imperioso, decisivo, interrumpido con quejas y reconvenciones desabridas que tal vez hacen enojosa su lectura a la impaciencia de los genios fogosos; pero entre esta sequedad se logran las buenas máximas y los desempeños útiles que aseguran la verdad de los casos, requisito principal de la historia. Estas obras críticas deben leerse para el mismo efecto que se buscan en la boca de los ancianos los consejos y advertencias saludables. Precaven los errores, las vanas credulidades, las imposturas y la porfía de mantener por parcialidad los engaños que en su origen fueron hijos de la ignorancia, de la ambición o de la lisonja. Es verdad que a veces traspasan los justos límites de la desconfianza, y por la costumbre de no aplicar parte a muchas cosas que resultaron falsas en el examen, la niegan a otras muchas con manifiesto abuso de los preceptos críticos de cuyo uso se puede decir lo mismo que de la aplicación de las leyes en la práctica de la judicatura: Sumum jus, suma injuria; la crítica usada con excesiva rigidez puede conducir a una absoluta y general incertidumbre y tan malo es creer lo falso como hacerlo todo dudoso. Crítico ha habido que ha puesto en duda la existencia del rey don Pelayo sólo por no hallarse nombrado en uno o dos cronicones reducidísimos que se escribieron cuando aquel héroe trabajaba en la restauración de España. A este tenor se ha dudado también de la legitimidad de algunos escritos, de la seguridad de algunas tradiciones, de la probabilidad de algunos sucesos, sin más causa ni fundamento que el recelo que ocasionaron las fábulas de los dos siglos anteriores. «Una de las enfermedades de que más adolece nuestro tiempo (decía Mabillon) es la destemplanza de la crítica; porque si a los pasados fue dañosa la nimia y fácil creencia, en el nuestro hay cierta clase de ingenios acres y duros (según ellos mismos se jactan) que nada creen si no lo someten antes a su censura». Cuando en España se dejó ver la crítica, ejerciendo de propósito sus funciones para que las fábulas no se levantasen con el imperio de la verdad, procedió con severidad, sí, pero con rectitud y entereza justificadísima. Después (como sucede en todo) la estrenaron hombres de ingenio nimiamente aficionado a la censura, y el cauterio faltó poco para que se convirtiese en enfermedad. Por desgracia, la aplicación a la historia cesó del todo cuando se erigió un cuerpo público para mantenerla y perfeccionarla; y este golpe mortal, cortando la serie de nuestras historias, atajó también los excesos de la crítica y todo pereció.




ArribaAbajoCapítulo segundo

Un cuerpo o sociedad literaria no es a propósito para escribir bien la historia


Denique sit quodvis simplex duntaxat, et unum.


Horat. Ad Pis.                


La importancia grande de la historia, y la dificultad de reducir sus preceptos individuales a la escasez con que se ha tratado ordinariamente el arte de decir, inspiró en los hombres de letras la conveniencia o la precisión de enseñar separadamente «el modo de escribir la historia», dando a este arte la amplitud que corresponde a la utilidad y dignidad de su materia. Los antiguos maestros de elocuencia, ambiciosísimos de arrogar a su profesión el magisterio universal de cuanto conoce y alcanza el entendimiento, se apropiaron también el artificio histórico, pero ocupados en dictar los preceptos que convenían para los ejercicios usuales y comunes a que en aquellos tiempos se aplicaba principalmente la oratoria, omitieron los documentos que con especialidad pertenecían a aquel artificio, y la historia se escribió casi hasta nuestros días más por talento que por arte, muy al revés de lo que sucedió en la lógica, en la elocuencia y en la poesía, instrumentos también del entendimiento y de la palabra. Luciano, enfadado (según su costumbre) con el prurito de escribir historias que observó en los pedantes de su siglo, quiso advertirlos de su ineptitud poniéndoles a la vista las extravagancias en que habían caído y los documentos que no supieron observar; su tratado sobre el modo de escribir la historia corre con alabanza entre los eruditos; yo, empero, no puedo menos de compararle con la epístola que Horacio dirigió a los Pisones. En uno y otro escrito se logran preceptos admirables para no delirar en las obras históricas y poéticas, pero no me atreveré a darles el nombre de artes o métodos sistemáticos para desempeñar con acierto todo género de historias y de poemas. Son más bien una colección tumultuaria de preceptos que un género o instrumento ordenado científicamente. Prescriben lo que se debe hacer sin pararse en la confusión con que lo prescriben, ni en señalar las causas y razones que afianzan la verdad y seguridad de sus documentos.

Las artes todas han debido su formación a la práctica anticipada de los talentos grandes. Homero, Herodoto, Eurípides y Menandro fueron anteriores a los preceptos escritos de la poesía. En Atenas había oradores con representación pública mucho antes que Fisias, Corax e Isócrates profesasen el magisterio de la elocuencia. Las disputas de los filósofos dieron ocasión al padre de la escuela Megárica para observar los sofismas con que procuraban enredarse unos a otros; y de aquí resultó el descubrimiento de las reglas del buen raciocinio. Entonces no estaba aun corrompido el entendimiento humano con la multitud de opiniones, errores, sistemas, cavilaciones, preocupaciones y absurdos portentosos que han acumulado a las ciencias el trabajo sucesivo de los hombres en el discurso de veinte o más siglos. Presupuestos los fines que se proponían según la necesidad o la conveniencia, investigaban los medios de lograrlo y, practicándolos con acierto, daban a las obras la perfección que convenía a la especie de cada una, siguiendo las instrucciones de la razón. Reducidos estos aciertos a reglas generales por el estudio y observación de los filósofos, y distribuidos en clases separadas, facilitaron a la posteridad el camino de la sabiduría, beneficio que no sabemos agradecer bastantemente por el ningún trabajo que nos ha costado su posesión. La historia sola quedó al arbitrio de los que la trataban, cuando las demás artes instrumentales estaban ya, no sólo apuradas, pero cargadas de superfluidades y ofuscadas excesivamente con la variedad de opiniones, disputas y sistemas; y sin embargo Grecia y Roma dieron de sí historias excelentísimas sin que sus autores tuviesen otra guía que las luces de sus entendimientos cultivados con educación docta. ¿De dónde pues nació que se descuidasen tanto los preceptos de la historia? Nació lo primero de que su artificio se consideraba parte de la elocuencia, y lo segundo de que las historias dignas de este nombre las escribieron hombres eminentes en letras y capacidad, aquéllos que nacen no para sujetarse a preceptos sino para dictar ejemplos en que éstos se funden. Atarse servilmente a las reglas pertenece sólo a los entendimientos medianos o limitados. Los superiores y de primera esfera procuran sólo no quebrantar las reglas para no caer en delirios, pero las bellezas y excelencias las producen por sí, sin fatigarse en buscar en el arte el precepto o regla que les prescribe.

Los siglos más inmediatos al nuestro cayeron en la cuenta de que para escribir bien la historia no bastan los preceptos vulgares de la elocuencia, y examinando las de los historiadores antiguos con la misma rigidez y desmenuzamiento que examinó Dionisio de Halicarnaso la de Tucidides, juntaron buen número de observaciones que formaron por fin un arte cabal; y quizá le hubieran formado perfecto si, así como fueron humanistas, hubieran sido filósofos los que más trabajaron en ordenarle. Detuviéronse principalmente en las partes y en el estilo, sin acertar a mi modo de entender con la forma que corresponde especialmente a toda obra que resulta de un arte instrumental o de imitación. La varia ejecución, giro y estructura de las historias que examinaron para deducir las reglas, les suministró el conocimiento de las bellezas parciales o singulares que deben usarse en cada clase de narraciones según la diversidad de sus caracteres. Supieron hallar y prescribir los medios para construir un todo agradable, útil, proporcionado, en una palabra, bello. Pero como en este todo debe residir un alma, un espíritu, un móvil que anime todas sus partes y que sea como el centro o punto de apoyo que sostenga todo su mecanismo, al señalar este espíritu, móvil, punto, centro (o como quiera llamarse) procedieron con tal incertidumbre y perplejidad que apenas han sabido decirnos cuál es el fin de la historia; y no por otra razón sino porque examinaron los historiadores antiguos más como gramáticos que como filósofos. La poética padecería la misma indeterminación en su fundamento principal si su formación no hubiera caído en manos de Aristóteles. Antes de enseñar los medios de hacer un poema bello, indagó el centro íntimo a donde debían ir dirigidas todas las partes y bellezas de su composición, y de aquí resultó aquella máxima en la poesía, a saber que todo poema debe constituir no sólo un todo sino una unidad completa en lo posible: todo y unidad juntamente porque hay todos que no forman unidad sino cúmulo y ésta es la gran diferencia que yo hallo entre el arte histórico y el poético, por la diversa instrucción que ha habido en los que han formado uno y otro. Los historiadores antiguos entendieron admirablemente esta máxima que es común a todas las artes de imitación, a la poesía, a la elocuencia, a la pintura, a la escultura, a la música, y por conseguiente a la historia, la cual no es más que una pintura escrita; y esta máxima, entendida y practicada excelentemente por Herodoto, Tucidides, Jenofonte, Plutarco, Salustio, Livio, Tácito y los demás grandes historiadores, es cabalmente la que se escapó a la perspicacia de los que formaron el arte histórico, naciendo de aquí que sus reglas se dirigían a formar cúmulos y no unidades, siendo así que las historias mismas que les suministraron las reglas eran unidades dispuestas y trabajadas con la misma atención que usan el buen poeta y pintor en la composición de sus obras; en la exposición de lo verdadero caben las mismas reglas que en la ficción y expresión de lo verosímil. El encadenamiento y dependencia que tienen los hombres entre sí hace que las acciones de muchos de ellos vayan de ordinario encaminadas a un solo fin, y he aquí el oficio de la historia, investigar el fin que puso en movimiento las acciones de muchos hombres y hacerle el alma de su narración de la misma suerte que lo fue de las acciones; y entonces resultará la unidad en la estructura si el escritor se ata precisamente a lo conexo con tal fin. En resolución las sociedades civiles son una especie de poemas reales y fábulas verdaderas, ya se consideren en el todo, ya en sus partes. Cada una de las cuales puede considerarse como una especie de poema subalterno que depende del principal, y siendo el oficio de la historia retratar estas sociedades, ya en el todo, ya en sus partes, sólo con que el historiador sepa copiar bien producirá unidades históricas que podrían competir en el artificio con las mejores fábulas de la poesía.

Juan Joviano Portano no halló más diferencia entre las historias y los poemas que escribirse aquéllas en locución suelta, y éstos en locuciones atadas a número. En las demás calidades consideró iguales al poeta y al historiador, o a lo menos semejantísimos. Uno y otro deben exponer las causas y los antecedentes de sus acciones, uno y otro describen personas, gentes, lugares, sucesos; unos y otros exponen las leyes, costumbres, usos, establecimientos y estados de los hombres unidos en sociedad política o disueltos de ella. Uno y otro imprimen a su estilo un cierto carácter de grandeza que se aparta de la expresión ordinaria. Esta comparación sería muy propia y puntual si, considerando que una historia de cualquiera especie que sea es una verdadera copia, se hubiera puesto la semejanza primero en el todo, y después en las partes y accidentes. Un poema consta de fábula, esto es de una narración verosímil, que no se diferencia de la verdad sino en que no ha existido lo que contiene. Una historia consta de una narración cierta que no se diferencia de la fábula sino en que realmente existió lo que cuenta. La fábula poética es una, por el fin o centro a que debe dirigirse todo lo comprendido en ella. La narración histórica debe igualmente ser una por el fin u objeto a que se dirigen todos los sucesos, acciones y operaciones que abraza. El poeta da a su poema la forma, orden, constitución y economía que corresponde a la calidad del asunto y clase de obra que elige. Igual obligación corre al historiador, y tanto que de este requisito pende principalmente la mayor o menor belleza, la deformidad o medianía árida que se observa en las historias de todas las naciones y tiempos. El poeta expresa los caracteres de los hombres del modo que éstos obrarían supuesto en ellos tal genio, tal inclinación, tal situación, tal estado. El historiador retrata la verdad de estos caracteres representándolos del modo que obraron en el estado, situación, genio e inclinación que concurrieron en tales y tales hombres. En el mover las pasiones, en la energía del escribir, en los episodios, en las costumbres, en las sentencias y en las demás circunstancias accidentales que sirven a la mayor belleza de los escritos imitativos, son iguales el poeta y el historiador, porque del mismo modo debe deleitar la historia que la poesía y con los mismos medios deben una y otra hacer amable la enseñanza para que se reciba con gusto y se hagan apetecibles sus documentos. En resolución, una historia escrita del modo que conviene, es una de las obras más admirables del entendimiento humano. En ella han de trabajar con igual robustez el ingenio, la imaginación, el juicio y la facundia. El ingenio para ordenar y disponer la materia de modo que resulte un todo perfecto y acabado en su clase, donde todas las cosas vayan conexas, claras y bien distribuidas. La imaginación para pintar los hechos, los hombres, las naciones, los seres que tengan enlace necesario, conveniente u oportuno con el sujeto de la historia. El juicio para elegir, pesar, ponderar y dar a cada cosa la sazón que le corresponde. La facundia para que en la expresión de las locuciones aparezcan los objetos con la misma fuerza y verdad que los concibe la fantasía. Sin estas cualidades no hay grandes historias y, por ser estas cualidades tan raras y tan difíciles de desempeñar, son poquísimas las historias que merecen la estimación de los doctos y el premio de la celebridad durable.

De lo dicho hasta aquí se infiere naturalmente que entre una historia y una compilación de hechos hay la misma diferencia que entre un edificio y los materiales de este mismo edificio dispuestos con separación para ejecutar la fábrica, y es fácil asimismo inferir que si la perfección de las obras de un arte resulta de la grandeza y fuerza particular con que dotó la naturaleza al talento del artífice, es casi imposible que la concurrencia de muchos pueda producir una historia que no sea desigual, desproporcionada y monstruosa en las cosas, en el orden y en el estilo. Si como han pretendido algunos la composición de una historia hubiera de reducirse a una simple y desnuda compilación de hechos, adoptando un plan cronológico, y poseyendo los materiales correspondientes, pudiera sin duda y a sociedad formar una historia que no fuese demasiadamente desigual en sus partes. Aun así el estilo no sería uniforme y dejaría entrever la diferencia de las manos. Tal pedazo sería florido, tal seco y descarnado, tal severo y conciso, tal gracioso y encantador, y tal también desabrido y tosco: porque, al fin, es difícil que los individuos de una sociedad sean todos grandes talentos y es todavía más difícil que los que no lo son quieran someterse a la corrección y lima de los mejores. Los grandes ejemplos de historias excelentes que se nos ofrecen continuamente a la vista, nos han habituado a buscar en la historia algo más que hechos desnudos. Los nombres de Tucidides y de Salustio, de Herodoto y Livio, de Polibio y Tácito, de Plutarco y César, etc., en la misma diversidad de sus estilos y modos de exponer y representar las cosas, nos han obligado como por fuerza a pedir a lo menos en la historia los ornamentos más admirables de la elocución, la penetración más profunda en las materias políticas y el conocimiento más puntual del interior del hombre. Queremos que el historiador imite al poeta en el modo de expresar con novedad hechos que no puede fingir, y que le imite también en el arte difícil de retratar con propiedad y excelencia los caracteres de las personas; queremos que se iguale al político en la averiguación y explicación de las causas de los hechos que cuenta; queremos que se convierta en filósofo para reflexionar y deducir documentos útiles sobre estos mismos hechos; y lo que es sobre todo arduo, queremos que sin afectar elegancia, política ni filosofía, sea elegante, sea político y sea filosófico, o cuando menos parezca que lo es. Los hombres, que hacen por lo común poco caso de su racionalidad, la aman excesivamente en los frutos y producciones de ella, y cuanto más racionales son estos frutos tanto más los aman. No se funda en otra razón el grande aplauso que en todos los siglos han merecido los hombres de ingenio. Las obras de éstos son partos no de un trabajo mecánico y hacinado, sino del vigor del talento que hecho, dueño de la naturaleza, o la retrata o la mejora con las combinaciones de su imaginación y novedad enérgica de su estilo. Sin grandísimo vigor en el entendimiento, no puede haber grandes poetas, oradores ni historiadores; y las obras de éstos en tanto son admirables en cuanto participan más de la sublime fuerza de aquel vigor grandísimo.

Una historia de hechos simples y descarnados puede muy bien ser útil para saber las cosas sucedidas, al modo que lo eran las primeras historias de los romanos, pero la nación en que no haya más que esta especie de historia no será célebre en este ramo del saber, como no lo era Roma cuando no poseía más que meros analistas. Aun diré más: las glorias de un pueblo no harán gran papel en el teatro de las naciones, y la serie de sus sucesos será sabida de muy pocos y por consiguiente no se sacará de ellos la utilidad a que se dirige su estudio. El común de los hombres no lee para instruirse; así como en todo buscan también el recreo con la lectura. Las naciones extrañas leen sólo por la opinión y fama de los grandes nombres. Para leer obras vulgares son pocos los que quieren tomarse el trabajo de aprender una lengua extranjera. Sólo por entender el Quijote se han dedicado muchos literatos de Europa a estudiar la lengua en que está escrito. Muchas novelas francesas del siglo pasado fueron compuestas sobre hechos ciertos de nuestras historias que eran entonces leídas en aquellas naciones; y llegó esto a tal extremo que hubo extranjero que calificó de novelas nuestras historias antiguas por la grandeza de los hechos y hazañas. Nuestras comedias, a pesar de su desarreglo, suministraban los asuntos y aun las escenas a los dramáticos franceses. Sabía entonces Francia menos que nosotros; nuestros ingenios (que fueron en gran número y fecundísimos) embelesaban a toda Europa porque eran los mejores que entonces se conocían. Diéronse las naciones a escribir, y produjeron grandes escritos en aquellas artes que mezclan el recreo con la utilidad; nos aventajaron y, ayudando también nuestro descuido, sea por fatalidad, sea por defecto de la constitución pública, no sólo perdimos la superioridad literaria, sino que andando el tiempo hemos sido mirados como bárbaros. Para mí es un hecho cierto que entre otras muchas causas que concurrieron a esta miserable decadencia, fue una de las más principales el desprecio en que cayeron las letras humanas y por consiguiente la falta total del buen gusto y de aquellas obras que inmortalizan a los pueblos y hacen célebres sus idiomas.

Cicerón dijo muchas veces y no se cansaba de repetirlo, que el cargo de historiador era propio de hombres elocuentísimos. «¿Veis (dice a Antonio en el libro II del Orador) cuán propio y peculiar sea de un orador escribir la historia?» A la verdad, considerando la corriente de la oración y la variedad de las cosas, estoy por decir que es la mayor ocupación suya. Sin embargo, aun no he visto que los preceptos de la historia hayan sido enseñados en los libros retóricos. Cierto es que parecen llanos, y que se ocurren a cualquiera a primera vista. Porque ¿quién ignora que la primera ley de la historia es no atreverse a decir cosas falsas, y la segunda no omitir las verdades, juntando a ellas una entera y noble imparcialidad? Estos, que son los fundamentos, son sabidos de todos, mas la gran dificultad está en la construcción, la cual consiste en el modo con que se disponen las cosas y las palabras. El orden de las cosas requiere distinción en los tiempos y descripciones de los lugares; requiere que, por cuanto en las cosas grandes y dignas de memoria se consideran en primer lugar los consejos, después los hechos y últimamente los éxitos, resultas o consecuencias, exprese el historiador qué es lo que aprueba o reprueba en los primeros, declare en los segundos lo que pasó y se habló, y explique en los últimos todas las causas y motivos, y si procedieron de la prudencia de los hombres, de su temeridad o de alguna calamidad; y tratando de los mismos hombres está obligado no sólo a referir sus hechos por mayor, sino a contar la vida, genio y costumbres de los que más se señalaron en gloria y fama. En lo que mira el orden de las palabras y modo de decir, requiere la historia un estilo copioso, no interrumpido, que corra con suavidad igual, sin la aspereza judicial y sin las agudezas de las sentencias forenses. Si una historia no se escribe así, si se limita sólo a la simple exposición de los hechos, será leída de corto número de estudiosos que, como en todo, cebarán su curiosidad en los sucesos de las naciones, pero su lectura no será general ni entre naturales ni entre extranjeros, y resultarán de aquí dos daños gravísimos: primero, que despreciada la elocuencia en las obras que más la exigen, no sean buscados los libros de la nación en que se escriba así; segundo, que no hallando en la lectura el cebo del deleite, caigan en descrédito libros útiles en la sustancia e ignore un pueblo su misma historia, ignorando por consiguiente las causas de sus miserias o prosperidades, los motivos que le engrandecieron o debilitaron, y el conocimiento puntual de sus errores o aciertos en la guerra, en la política, en la economía, en la religión y en el saber.

Si es útil, pues, según estas reflexiones, que la historia se escriba con profundidad, sagacidad y elocuencia, desde luego se deja conocer que una sociedad considerada como tal es de ningún modo a propósito para desempeñar una historia dotada de aquellas cualidades. Los hombres son desemejantes en todo, ora se atienda al cuerpo, ora al espíritu; ni todos son aptos para todo. Habrá quien escribirá un excelente alegato y no podrá escribir cuatro líneas de una oración fúnebre. En un mismo arte se ve que según los genios sobresalen más unos que otros en distintas especies. Tal poeta domina en el epigrama, tal en la tragedia, tal en la sátira, y en saliendo de aquí caen en la medianía. Nace esto de la mayor o menor fertilidad del talento, del dominio que con los entendimientos logran unas potencias sobre otras; y el que lea con atención el excelente libro de nuestro Huarte (más conocido entre los extranjeros que entre nosotros), sabrá qué es lo que debe emprender el hombre en quien domine el juicio, qué aquél en quien reine la imaginación, qué aquél en quien sobresalga el ingenio, la memoria, etc. De aquí procede la infinita variedad que se nota en concebir y expresar las cosas entre los hombres, y esta variedad infinita hace que siendo entre sí desemejantes los talentos, no pueda haber jamás uniformidad en las obras que proceden de muchos, y que en las que penden principalmente de una cierta disposición del entendimiento para desempeñarla en la debida perfección, no logre cabida la mancomunidad sin peligro de producir un monstruo o por mejor decir un tejido de diversas telas, tintas y labores.

El diseño o plan de una obra de ingenio podía sin duda ser formado por muchos, corregido, mejorado y perfeccionado, pero la debida ejecución no es don de muchos, y esto está comprobado con la experiencia de lo que han ejecutado los hombres más célebres en las artes. No hay dos historiadores, dos poetas, dos oradores, dos pintores, dos escultores que se parezcan enteramente entre sí, ni en la sustancia ni en los accidentes. Si esto sucede entre los mismos que se reputan por eminentes en las artes, ¿qué se debe esperar de un cuerpo académico donde es difícil que sean eminentes todos los individuos, ya porque los talentos grandes son raros, ya porque aunque fueran en mayor número de lo que son, no siempre son admitidos todos en las academias?

Convencida tal vez la Real Academia de la Historia del conocimiento de estas verdades, se propuso en los estudios de su fundación dedicarse toda a la formación de unos Anales, y a la de un Diccionario histórico universal de España, deducido del índice que resultase de aquéllos con el fin de aclarar lo cierto en los hechos dudosos, purgar de fábulas nuestras antigüedades, fijar las épocas, desentrañar las genealogías y sucesiones, formar descripciones exactas de las provincias, así antiguas como modernas, y en suma dar seguridad a la historia con la varia e inmensa muchedumbre de sus objetos. La Real Academia adoptó sabiamente la ocupación que en estos asuntos puede desempeñar ventajosamente una sociedad de eruditos. Artículos separados, disertaciones, memorias, investigaciones singulares, adquisición, ilustración y publicación de documentos de todas especies, distinciones de puntos dudosos, son propiamente las obras y ministerios en que puede ocuparse una congregación para que, purificados en ella los materiales, pasen al que ha de labrar con ellos el edificio de la historia. Esta es la gran utilidad de estas academias, y ciertamente utilidad muy superior a cuanto se pueda ponderar. La falta de academias hizo las historias de los tiempos pasados inciertas y contradictorias en muchos puntos; obligados los cronistas a averiguar y escribir solos sin otros auxilios que su inteligencia en las cosas dudosas, formaban sistemas probables, se atenían a conjeturas no del todo seguras, y el trabajo de averiguar y de adivinar fue poco favorable muchas veces a la economía y belleza de la composición: Mariana, que no hizo más que copiar lo que halló impreso, formó una historia excelente en cuanto a la disposición, la reflexión y el estilo. Morales y Zurita, que se vieron precisados a juntar las materias buscando noticias dispersas en infinitos libros, registrando archivos, copiando y recogiendo monumentos, aunque fueron altamente doctos en las letras humanas, este mismo trabajo les embarazó mucho para atender a aquellas bellezas del arte o del genio que pide la delicadeza de los inteligentes, contando más bien los hechos de los hombres que retratando sus costumbres. La obligación que en la antigua Roma tenían los pontífices de escribir los anales, excusando a Livio en gran parte del trabajo de las investigaciones, le dejó todo el vigor necesario para producir una historia perfecta. Cuando el historiador halla a la mano los materiales que necesita, corre como en un campo abierto, y desembarazada la pluma, labra el edificio con mayor fuerza y celeridad. En España son poquísimas las colecciones que se han publicado de documentos respecto a la inmensa muchedumbre que yace escondida en los archivos. Una academia puede y debe atender a esta empresa, que no puede ser ejecutada sino por muchos y autorizados para este fin.




ArribaAbajoCapítulo tercero

Las plazas de cronistas eran útiles en España


La utilidad de las plazas de cronistas no se ceñía al provecho que resulta de que un estado o nación no carezca de historiadores. Habiéndose demostrado en el capítulo anterior que las buenas historias no pueden ser escritas sino por una mano, es consecuencia precisa que si es útil la historia lo sea igualmente el artífice de ella. Otras eran también las ventajas que se seguían a España de las plazas de cronistas de sus reinos; notaré algunas.

Mientras hubo plazas de cronistas, hubo en España hombres muy señalados que mantuvieron el crédito de las letras humanas, sin las cuales rara vez es gloriosa ni culta una nación. Esto era natural. Muchos jóvenes que nacían con afición a las humanidades, sabiendo que en las plazas de cronistas podían hallar con el tiempo un distintivo honorífico que les diese consideración en su patria, se entrenaban entera y eficazmente a aquellas artes, salían eminentes en ellas, y que lograsen o no las plazas, la nación poseía en su seno humanistas célebres que pudieran competir con los más nombrados en Holanda y Flandes. La serie de nuestros cronistas desde el reinado de Fernando el Católico, es una serie de hombres doctos no interrumpida en la continuación de cerca de tres siglos, ya se atienda a la Corona de Castilla, ya a la de Aragón, ya a los dominios de América. Antonio de Nebrija, Florián de Ocampo, Ambrosio Morales, Lorenzo de Padilla, Juan Ginés de Sepúlveda, Juan Páez de Castro, Pedro de Valencia, Prudencio de Sandoval, D. José Pellicer, D. Luis de Castro, Luis de Cabrera, Jerónimo de Zurita, Lupercio y Bartolomé de Argensola, Zayas, Dormer, Antonio de Herrera, Antonio del León Pinelo, Solís, etc..., son nombres que mantuvieron ilustremente la gloria de nuestra literatura mientras hubo plazas de cronista en España. Con la extinción de éstas acabó la raza de estos grandes hombres; y como en la nación no hay nichos dignos para los meros profesores de letras humanas, ni hay otros arbitrios para vivir que los que llaman empleos o profesiones, todo el mundo descuida y abandona lo que no le ofrece esperanza de honor o conveniencias. Ni la Academia de la Historia es bastante para llenar este vacío. En España las plazas de Académicos son más bien un título de honor que un destino para emplearse en una ocupación determinada. Los Académicos de la Historia no son meros hombres de letras, puestos allí para trabajar única y privativamente en la historia. Cada Académico suele tener su empleo o cargo que le llevan la principal atención, y las tareas académicas se consideran como una aplicación accesoria. Por tanto, nunca podrán dedicarse peculiarmente a los trabajos del instituto de la Academia; y lo que ha hecho ésta es un testimonio nada equívoco del pundonor y laboriosidad de los Académicos, que ciertamente no han sido guiados por el estímulo del interés.

Otra utilidad (y no corta) que proporcionaban los cronistas, era el registro personal de los archivos públicos y particulares del reino. Los documentos históricos que hay publicados hasta ahora se deben en gran parte a esta diligencia de los cronistas. Los reinos, obligados a suministrar materiales a sus historiadores, revolvían continuamente sus archivos, comunicábanles noticias y copias de sus papeles, y por este medio se iban desentrañando cada vez más estos inmensos depósitos de documentos que yacerían hoy cerrados del todo si no se hubiese restaurado próvidamente la plaza de Cronista de Indias. Los viajes que hicieron Jerónimo de Zurita y Ambrosio de Morales de orden de Felipe II por varias provincias de Italia y España, fueron causa para que se desenterrasen gran parte de nuestros antiguos crónicos, anales, privilegios y otros documentos utilísimos que yacían luchando entre el polvo y la polilla en los oscuros sótanos de algunos monasterios y casas de concejo. Los grandes que, por haber cronistas en el reino, tenían hombres de quien echar mano para publicar las glorias de sus casas o defender sus derechos, nombrándolos cronistas o defensores suyos, les abrían sus archivos liberalmente, y por este medio investigaron más D. José Pellicer y D. Luis de Castro, siendo dos hombres solos, que cuanto habrá investigado hasta aquí la Real Academia de la Historia en esta materia particular de los antiguos héroes de nuestra nación. Tal vez se daban plazas de cronistas a religiosos de varias órdenes, como se vio en el obispo Sandoval y en fray Juan Barros; y esto contribuyó en gran manera a que se revolviesen los archivos de estas órdenes, y se sacasen de ellos muchos y muy importantes instrumentos para la noticia de las cosas antiguas. En España ha sido siempre queja continua de los hombres más doctos en la historia la falta de cuidado en juntar y publicar los documentos históricos que en grandísimo número se hallan en los archivos y bibliotecas del reino.

Sin embargo, el descubrimiento de los que poseemos publicados, lo debemos todo a los cronistas o a personas particulares, que por inclinación a este estudio, sin otros auxilios que su laboriosidad, han formado colecciones de documentos, han publicado los que han podido haber a las manos, y han ilustrado y corregido los que fueron descubiertos por los cronistas de Carlos V y Felipe II. La Academia de la Historia puede sin duda poseer gran tesoro de papeles, libros, códices, inscripciones, medallas y antigüedades de todos géneros; pero si las tiene estancadas en sí la Academia vendrá a ser propiamente un archivo más en el reino, tan cerrado como los demás a la curiosidad de los eruditos.

Nuestras colecciones son diminutas, mal impresas por lo común, y, lo que es peor, poco correctas en los textos. El obispo Sandoval hizo harto en publicar los crónicos de cuatro obispos y los extractos de dos crónicas. Morales y Zurita poseyeron mucho, y no pudieron imprimir sino poco. La antigüedad española debe mucho al padre Andrés Scoto, cuya España ilustrada es la única colección digna de este nombre. Debe también infinito a la diligencia de D. José Pellicer, cuyos Memoriales genealógicos son un depósito muy abundante de memorias antiguas; pero estos memoriales se han hecho raros por lo mismo que no se escribían sino para pretensiones de las Casas que daban motivo a ellos. D. Luis de Salazar y Castro nos dio un buen número de escrituras en el último tomo de la Historia de la Casa de Lara. Imitóle el padre Berganza en el tomo 2.º de sus Antigüedades; a éste el padre Flórez en su España sagrada; y añadiendo a éstos los trabajos de los señores D. Eugenio Llaguno y D. José Miguel de Flores, que aunque académicos no escriben por encargo de la Academia, queda casi completa la historia de nuestros materiales históricos, que sería excelente si se le quitase la calidad minuciosa, indigesta y enmarañada, si se atiende a lo que era razón esperar de un cuerpo autorizado; porque los cronistas y aficionados al estudio histórico, harto hicieron en buscar, juntar y publicar los materiales que poseemos, sin que esto baste para la composición de sus historias, crónicas o anales.

Otra ventaja que acarreaban las plazas de cronistas era que la composición de la historia caía en manos de personas aptas para escribirla. Fundábase esto en que rara vez se proveyó de Cronista del rey o de los reinos en quien no hubiese dado testimonios públicos de su instrucción y suficiencia en las materias históricas. En los mismos títulos que se despachaban se expresaba esta circunstancia, y son un ejemplo bien notable los que se despacharon a Zurita y Pellicer, que son los únicos que se han impreso. De los cincuenta y tres cronistas que ha tenido España en los dos siglos anteriores, no hay uno de quien no poseamos libros o trabajos históricos, impresos o manuscritos. Resultaron de aquí dos grandes utilidades, una que la historia se escribiese, otra que se escribiese con dignidad. Como la obligación del cronista era atender al cumplimiento de este oficio, si se descuidaba era mirado con poco aprecio, y las quejas de este descuido solían trascender al público algunas veces. Precisados a trabajar, y yéndoles nada menos que su mayor crédito en que estos trabajos correspondiesen a la elección que se había hecho de ellos, se aplicaban intensísimamente a escribir del mejor modo que les fuese posible. Una persona sola, en quien tiene puestos los ojos el público, esperando de ella grandes frutos en el asunto que se le confía, si es docta y tiene honor se excede a sí misma por lo común por no desmerecer en el concepto que le granjearon su talento y estudios. En una congregación de personas no puede suceder esto porque ningún particular desmerece, por más que pueda ser notado el cuervo; pero como es fácil que los individuos se echen la culpa unos a otros de lo que no hacen, ninguna sufre en sí el descrédito, y como todo cuerpo es mirado en España con una veneración escrupulosa, procuran los mismos cuervos ganar y mantener una cierta autoridad que no debe haber jamás en las letras. Nadie se atreve a acriminar en público su descuido, como era lícito hacerlo con los cronistas, y la nación sufre el perjuicio de carecer de historiadores y de historias.

Dije antes que, si los instrumentos históricos que recoge la Real Academia no salen al público y permanecen estancados en su librería, ésta viene a ser un archivo más en el reino, cerrado como los demás al uso y utilidad de los estudiosos. Por eso en el caso de que se restableciesen las plazas de cronistas, o tuviese S. M. a bien dar título de historiógrafo de España a alguna persona determinada, convendría que el electo o electos, por el mismo hecho de serlo, obtuviesen plaza en la Academia con derecho de hacer uso de sus papeles y documentos, igualmente que de los que existen en los demás archivos de la nación. Si no se ejecuta así, la historia de España puede contarse entre las cosas perdidas, porque o no se escribirá nunca, o si se escribe, no se escribirá bien.




ArribaAbajoCapítulo cuarto

Convendría que la historia de España se escribiese de distinto modo que hasta aquí.


No es mi ánimo defraudar en la parte más mínima de su gloria y mérito a los varones doctos que se han dedicado a escribir nuestra historia. Veo en ellos dos cualidades excelentísimas: la diligencia suma en investigar, y el orden, claridad y aun elegancia en disponer y expresar lo investigado. El que tenga una idea de lo que fue nuestra historia antes de los Reyes Católicos, y el que la tenga de la confusión e incertidumbre que había en los instrumentos públicos antes que el rey D. Felipe II los hiciese depositar en el archivo de Simancas, y antes que sus cronistas empezasen a dar a conocer la utilidad grande de conservar los papeles, libros y memorias antiguas, admirará con razón los trabajos de Zurita, Morales y Garibay que, hallándose, por decirlo así, dentro de un caos tenebrosísimo, sin guía, sin norte, sin luz ni senda conocida, penetraron esta región oscura, aclararon su confusión, abrieron caminos ciertos y pusieron en orden la selva enmarañada de una multitud de noticias derramadas, olvidadas y casi perdidas, creando la historia y enseñando al mismo tiempo las reglas críticas para tratarla con verdad y decoro. Florián de Ocampo, aunque celebrado con grandes elogios por su amigo Ambrosio de Morales, y recomendado imparcialmente por Garibay, desaparece puesto en parangón con los que le celebraron; porque sobre haber sospechas harto fundadas para creer que no fue más que un compilador de los materiales que había recogido su docto antecesor Lorenzo de Padilla, su crónica, ceñida en gran parte a los tiempos míticos o fabulosos, corre con descrédito en la parte histórica por haberse adherido a las patrañas de Juan Antonio de Viterbo. Así, cuanto es estimable su puntualidad en la parte geográfica, es desatendida su fe en los hechos que a la verdad son novelas, tal vez no creídas por el mismo Florián. Zurita, Morales y Garibay crearon nuestra historia, y el que negase a estos tres grandes escritores la alabanza que se debe a su estudio y capacidad, cometería una injusticia digna del ceño de los hombres de juicio.

Ni es tampoco mi ánimo poner en descrédito la elocuente historia del doctísimo Juan de Mariana. Atendido el fin que se propuso este gran varón cuando se entregó a ordenar en buen latín las crónicas e historias castellanas de los que le habían precedido, y lo bien que desempeñó su compilación, su trabajo es digno de grandes alabanzas, por más que en muchos de los hechos que cuenta no haya siempre aquella exactitud que pide la escrupulosidad de la crítica, por más que algunas veces refiera sucesos conocidamente fabulosos y por más que algunos genios injustos o fanáticos le hayan culpado de desafecto a las cosas de su nación. Su objeto principal fue formar un compendio latino de lo que ya habían escrito y averiguado otros, para que las cosas de España fuesen conocidas de los extranjeros. Púsole después en castellano para satisfacer la curiosidad de muchos españoles que por no entender el latín, sentían carecer de aquel mapa general de nuestra historia (así llamó el mismo Mariana a la suya), que en una sola obra les presentaba sin interrupción, con excelente método y elegante estilo, lo que se hallaba esparcido en infinitos libros de diverso estilo, artificio y método. Se ve pues que su intento no fue detenerse en el examen crítico de lo que había de referir, ni hacer aquel inmenso trabajo que hicieron Zurita y Morales para afianzar la verdad de sus narraciones, sino atenerse a lo que hallaba escrito por otros, al modo que lo ejecutó Tito Livio, para que la nación no careciese de una obra tan digna y útil, dejando a otros doctos más desocupados la exacta averiguación de las noticias y la ventilación de los puntos dudosos. Culpamos muchas veces a los escritores por no querer hacernos cargo del fin que se propusieron en sus obras. Urgía a la nación una historia general. Mariana, viejo ya, y teólogo, quiso borrar la nota del descuido que padecía en esta parte nuestra nación, y haciendo con los historiadores que le habían precedido lo que Livio con los antiguos analistas de Roma, nos dio la historia que no teníamos; y con todo eso le reprendemos y criticamos ásperamente. Si Pedro Mantuano se hubiera detenido en esta consideración, sin duda hubiera moderado sus críticas, disculpando a Mariana al mismo tiempo de corregirle. Pero ésta es la suerte de los grandes hombres, lograr más reprensión por lo poco que yerran que alabanza y premio por lo mucho que aciertan. Zurita estuvo a pique de renunciar su oficio de cronista y negarse del todo a la composición de su anales, hostigado de las persecuciones que le suscitaron Santa Cruz y Padilla, viéndose obligado por ellas a andar en los tribunales con su primer tomo en la mano para disipar las frívolas objeciones que le opusieron dos censores de mala fe. La crítica mal intencionada es una de las pestes más crueles que suelen sobrevenir a la república literaria. Ahoga la aplicación y reprime los vuelos de los espíritus generosos, amortigua los deseos de adelantar las artes, y pone muchas veces a hombres grandes en la lastimosa necesidad o de servir descontentos, o de no dar de sí lo que se podía esperar de su capacidad y estudio.

Ha poseído pues España hasta la entrada del presente siglo, historiadores no sólo iguales, pero superiores sin controversia a cuantos poseyeron por aquellos tiempos las demás naciones de Europa; el conocimiento de las humanidades y el estudio de la antigüedad inspiró el deseo de competir con los mayores hombres de Grecia y Roma. Morales, catedrático de letras humanas en Alcalá y muy docto en ellas, conociendo y quejándose del desaliño de nuestras historias, se propuso unir a la verdad la elegancia y el artificio. Los Anales de Zurita, antes de publicarse, pasaron por la corrección (que fue muy severa) del grande arzobispo de Tarragona D. Antonio Agustín Herrera, que instruidísimo en la geografía, y versado por mucho tiempo en los negocios de las cortes, supo juntar la prudencia política con la puntualidad histórica, hasta el extremo de merecer por ésta un elogio muy señalado al erudito holandés Juan Gerardo Vosio. Cuán docto fuese Mariana en la erudición antigua, lo sabe y confiesa toda Europa. D. Diego de Mendoza se propuso competir con Salustio. Solís se acercó a Curcio, pensando imitar a Livio. En los escritos de éstos y en los de algunos otros, se trasluce manifiestamente la misma emulación que tuvieron los romanos con los griegos: gravedad, pureza y nobleza en el decir; puntualidad en las descripciones; retratos bien hechos de las personas; advertimientos políticos en la varia suerte de los sucesos; enlace artificioso en la narración, exposición circunstanciada de los acaecimientos, causas de ellos y términos de las empresas, sin dejar de imitarlos hasta en las credulidades que inspira el supersticioso afecto a la religión, milagros, anuncios, apariciones, batallas en el aire y demás prodigios que repugnan al orden regular de la naturaleza. Todo esto hay en nuestras historias, porque sus autores, aspirando a restaurar y mantener el buen gusto en las letras, siguieron los pasos de la antigüedad, principal maestra en él, dejando a sus posteriores el cuidado de sobrepujarlos en aquel aire suelto y original que adquieren los entendimientos cuando, radicado ya del todo el buen gusto en una nación, rompen las trabas de la imitación mecánica y toman sendas enteramente nuevas.

Fue desgracia para España que empezasen a decaer en ella las letras cuando empezó a florecer la filosofía en el resto de Europa. Nuestro saber cayó en un horrible pedantismo cuando las demás naciones empezaron a dar de sí hombres grandes en todas líneas. Después de los ilustres días del reinado de Luis XIV, apareció en Francia una secta de filósofos que, mirando con vista indiferente todos los establecimientos religiosos y examinando con desenvoltura los fundamentos de las instituciones políticas, mezclaron en todo lo que ellos llamaban «filosofía», y era en el fondo una independencia desenfrenada que debilitaba los vínculos más fuertes de las sociedades civiles. Las alteraciones que padeció la religión en Alemania, Inglaterra, el Norte, y parte de la Francia, no podían al fin dar de sí sino esta indiferencia de pensar, consecuencia precisa de las religiones falsas y asilo perpetuo de los que, naciendo en ellas y conociendo su falsedad y ridiculez, faltos de ánimo para abandonarlas, toman el medio de inventar ellos su religión y ajustarse sólo por ceremonia al culto de la nación en que viven. El ejemplo de los filósofos antiguos (porque al fin, de un modo o de otro hemos de imitarlos siempre) autorizó este procedimiento para con los modernos; y al tiempo de la revocación del edicto de Nantes, pasando a Holanda algunos protestantes franceses doctos en la filosofía, se vio en ellos una cosa harto extraordinaria, y fue que, dejando su patria por no ser católicos, establecidos entre los protestantes, y por no ser protestantes, se acogieron a las sectas filosóficas. Espinosa, Hobbes, Bayle, Le Clerc abrieron el camino a este género de libertad, casi desconocidas desde los tiempos en que desapareció la genuina filosofía griega, y prontamente se oyó resonar por todas partes la voz «filosofía», acudiendo a alistarse en ella cuantos vivían descontentos consigo mismos, o por fluctuar en la incertidumbre de sus principios de religión, o por carecer de reputación en la literatura; porque es una verdad comprobada con muchas y lastimosas experiencias que, así como las mudanzas de religión en Alemania e Inglaterra fueron obra de los intereses políticos de los príncipes y no del convencimiento de que fuese verdad lo que predicaba Lutero, así también el nombre y profesión de filósofo ha sido adoptado por muchos, más por vanidad de singularizarse que por amor a la verdad y deseo de enseñarla. De aquí la infinita variedad y repugnancia en las opiniones de las mismas sectas filosóficas, sucediendo en ellas lo mismo que en los que se opusieron al catolicismo. Arrogándose cada particular el derecho de interpretar a su modo las Santas Escrituras, se vieron nacer entre los protestantes tantas sectas cuantos fueron los que tuvieron habilidad para granjearse un partido; y conociendo los filósofos que no podía haber verdad donde había tanta oposición en los principios y dogmas, ateniéndose a la sola inspiración de sus entendimientos dieron en el principio por distinta senda, de suerte que si un hombre docto hiciera una «historia de las variaciones de los filósofos» semejante a la que de los protestantes hizo el célebre obispo de Meaux, se observarían en distintas opiniones unos mismos procedimientos, y se convencería demonstrativamente cuán débil es la razón humana y cuán poco a propósito para establecer la debida adoración de Dios en la tierra.

Los protestantes filósofos se entregaron al desenfreno de la razón por una especie de despecho, los franceses católicos por una ligereza que desgraciadamente ha caracterizado en todos los siglos a aquel pueblo impetuoso. La novedad es casi siempre el alma y móvil de todas sus acciones, miran con desdén, a veces con ceño, no sólo las cosas antiguas, pero las mismas que poco tiempo antes habían merecido todo el furor de su conato y de sus aplausos. Por cosas contrarias suelen desatinarse y aun enfurecerse sólo con que el tiempo imprima en ellas el cansancio de su trascurso, o las presente con los embelesos de nuevas. Viven agitados con una serie continua de caprichos que inventan para dar pasto al ansia de no reposar en lo que poseen; inventando un capricho, se entregan a él con furioso ímpetu, llevándole hasta el punto a que puede subir; amortíguanse entonces, y olvídanle para entregarse a otro que venga a deshacer con la novedad el fastidio que ya causaba el antecedente. Este carácter no desluce las buenas propiedades que por otra parte posee la gente del lado allá de los Pirineos. Pero él es sin duda el que hace que los franceses, en lo malo y en lo bueno, se señalen siempre con gran pompa por cierto número de años. Ellos no han poseído filósofos tan profundos como Alemania e Inglaterra, varones tan universalmente eruditos ni ingenios tan fogosos y grandes como nosotros y los italianos. Pero cuando toman por su cuenta una cosa hallada en otro país, en tanto lo que dicen, hacen y escriben sobre ella; la tratan, mueven y representan de tantos modos; la pregonan, ponderan y promueven con tanto afán y por tantos caminos agradables por lo común, que al cabo de algún tiempo hacen creer (y lo que es más, ellos mismos lo creen) que aquella cosa les debió el origen y perfección, y toda Europa el conocimiento de ella, y en esto no se engañan; porque habiendo conseguido por estos medios hacer su lengua universal, tratándolo todo en sus libros, en ellos toma hoy Europa la noticia de cuanto se sabe en las regiones mismas que suministran a Francia los materiales.

Parece esta digresión inoportuna y no ha sido sino una exposición de las causas que han dado origen a los extraordinarios progresos que ha hecho entre los franceses católicos la libertad de la filosofía. Empezaron a esparcirla los protestantes para dar un asilo a su incertidumbre, y abrazáronla aquéllos por amor a la novedad. Adoptada por ellos, la ejercieron con su acostumbrado ímpetu, y los nombres de Voltaire, Helvetius, Fréret, Toussaint, La Mettrie y otros innumerables oscurecieron bien pronto los de Espinoza, Hobbes, Bayle, Toland, Le Clerc, y de cuantos se hicieron filósofos entre los protestantes por no hacer número en las sectas del cristianismo. Empeñados en destruir la religión por su fundamento, y hallándolo firme e incontrastable, se valieron sofísticamente de los abusos de la religión para arruinarla por lo accidental en ella; y pensando hacer guerra a la verdad, hicieron más cautos y reportados a los que la profesan y administran. Empeñados también en mejorar a los hombres (según ellos decían), se hicieron jueces del poder, llamaron a su orgulloso y ridículo tribunal la conducta de los soberanos, examinaron sus leyes, cavilaron sobre sus miras y designios, y combatiendo casi siempre lo justo y bueno, dieron tal vez a conocer los defectos de algunos gobiernos, los perjuicios que trae consigo el abuso excesivo de la autoridad, las causas que embarazan la prosperidad pública, lo inútil o injusto de muchas guerras, y las relaciones recíprocas que debe haber entre los que gobiernan y los que son gobernados. No diré yo que sean laudables ni los fines que se propusieron en el examen de estos asuntos, ni el modo con que lo ejecutaron. Quisieron constituirse en oráculos del género humano, y trataban de reducirle al desenfrenado despotismo de sus ideas para atraer así la autoridad que no podían adquirir por medios legítimos. La temeridad guió por lo común sus plumas y, con ferocidad impaciente, haciendo un triste uso de su talentos, no trabajaban sino en sustituir nuevos errores a las verdades o errores que combatían. Pero a pesar de la enormidad de estos vicios no puede negarse que los asuntos que ventilaron estos filósofos suscitaron la afición a esta filosofía moral pública o de las naciones que retrata, no los hombres en singular, sino las sociedades de los hombres; no las virtudes o vicios de los individuos, sino la excelencia o defectos de los gobiernos; no las relaciones del hombre con el hombre, sino las de los estados con los estados; no la economía doméstica de una familia, sino la administración económica de una república o monarquía, ni la industria o comercio de un ciudadano, sino la industria o comercio de muchas provincias sujetas a la dirección de una suprema autoridad; no la conducta que privadamente debe observar cada individuo del estado, sino la que deben observar las comunidades que resultan de estos individuos, y por consiguiente el conocimiento de los intereses de cada una para que la suprema autoridad las dé el impulso y las modificaciones convenientes. La antigüedad (no hay duda) tuvo extenso conocimiento de estas materias, y no sólo le tuvo sino que sobre ellas creó la ciencia de la política, en cuya enseñanza emplearon tantos y tan excelentes libros Platón, Aristóteles, Jenofonte, Cicerón, Plutarco y otros innumerables, de quienes queda hoy sólo la memoria de que escribieron. En los libros que se han salvado de la persecución del tiempo y de las naciones bárbaras, vemos examinada con gran penetración la naturaleza de los gobiernos de aquellos tiempos, notados sus defectos, ponderadas sus excelencias, señalados los medios de perfeccionarlos, indicadas las causas de su engrandecimiento o ruina; y en los buenos historiadores vemos la práctica de estas especulaciones, con más o menos candor, más o menos malignidad según el genio de los escritores.

La ruina de las letras que lo confundió todo en la barbarie escolástica de los siglos medios, oscureció por largo tiempo estas ideas de la ciencia pública o moral de las naciones, y cuando después de los días del Petrarca comenzó la restauración de la cultura y buen gusto, embebecidos casi todos los doctos en las puras humanidades, queriendo escribir, no hicieron más que copiar o imitar servilmente no tanto las cosas como el estilo de los antiguos. Se escribieron historias sembradas acá y allá de observaciones singulares, muchas veces parciales y malignas, sobre las intenciones de los príncipes, sobre la injusticia o iniquidad de los medios para ejecutarlas, sobre sus empresas, negociaciones, alianzas, guerras, paces y tratados, sobre las rebeliones de los súbditos, guerras civiles, sus causas y objetos. Pero vanamente se buscará en estas historias la exposición de las costumbres, leyes, economía, saber y estado interior de las naciones; vanamente los orígenes, progresos y alteraciones de la legislación, artes, comercio y poder o decadencia de cada una; vanamente la advertencia de los defectos o vicios de la constitución pública y sus causas; vanamente el modo de pensar de los pueblos en las épocas de que hablan, teniendo esto tanto influjo en las modificaciones que reciben los estados en distintos siglos. El orden con que se dieron las batallas, la narración puntual de los sitios, día por día, hora por hora; las marchas y contramarchas de los generales, siguiéndolos el historiador con la pluma como si fuera detrás de ellos en la campaña; los consejos de los caudillos, sus oraciones, razonamientos y diversos modos de opinar; los campamentos, escaramuzas, y demás incidentes de la guerra, referidos por menudo y circunstanciadamente, se llevan la mayor parte de los grandes cuerpos de estas historias que pudieran muy bien ponerse en parangón con los libros de caballería, tanto por la calidad de los sujetos como por el efecto que producen en los lectores. Pero no siendo las guerras otra cosa que una enfermedad de los estados, tolerable en cuanto contribuye a que estos estados logren mayor prosperidad, o no decaigan en sus intereses, es ciertamente un manifiesto error reducir las historias a la amplia y menuda narración de estas dolencias públicas, tocando muy ligeramente u olvidando del todo la narración y observación de los institutos y medios, que forman por sí la constitución general de las naciones y ocasionan su miseria o felicidad según se yerra o se acierta en ellos. La historia de un conquistador de por vida, o de una nación que se engrandece a fuerza de usurpaciones o conquistas ilegítimas, sin omitir la parte política y económica esencial en toda historia, puede y debe detenerse en referir con individualidad los progresos de las armas y las empresas de los ejércitos. Tal vez ocurren guerras que por lo extraordinario piden de justicia que se conserven circunstanciadamente en la memoria de los hombres, y son un buen ejemplo nuestras conquistas en el Nuevo Mundo. Pero atenerse a ellas con singularidad, sin manifestar las grandes mudanzas que ocasionaron en las provincias conquistadas, en las conquistadoras, y por el influjo de éstas en las circunvecinas, es más bien escribir para lucir la elocuencia con descripciones pomposas que para instruir a los hombres públicos en lo que deben saber, a fin de que conozcan el estado e intereses de su patria y de las ajenas, según conviene al desempeño de sus cargos. La historia de la religión, de la legislación, de la economía interior, de la navegación, del comercio, de las ciencias y artes, de las mudanzas y turbulencias intestinas, de las relaciones con los demás pueblos, de los usos y modo de pensar de éstos en diferentes tiempos, de las costumbres e inclinaciones de los monarcas, de sus guerras, pérdidas y conquistas, y del influjo que en diversas épocas tiene todo este cúmulo de cosas en la prosperidad o infelicidad de las sociedades civiles, es propiamente la historia de las naciones. Y atando ahora el cabo que quedó antes pendiente, es menester confesar que este género de historias no ha sido practicado en Europa desde que murió Tácito, hasta que los filósofos de estos últimos tiempos le han restaurado en las que han escrito. Hay en ellos malignidad, hay miras particulares, parcialidad, petulancia, detracción, desahogo, muchos hechos adulterados y torcidos inicuamente al apoyo de sus opiniones políticas o filosóficas; calladas o degradadas las virtudes, ponderados con demasía los vicios, denigrados reyes, si no buenos, no malos del todo, por levísimas conjeturas; los retratos de las personas célebres representados casi siempre por el reverso de la fragilidad humana. Pero en cuanto a la forma general de la historia, y a lo que en ella debe llevarse la principal atención, han dado ejemplos muy notables para que, evitando sus vicios, se escriba la historia de modo que pueda ser con verdad la escuela de los reyes y la maestra de la vida civil. Un rey o un ministro que lea las causas que engrandecieron su nación, las que la arruinaron, los medios que en todos tiempos tomaron otras naciones para debilitarla, los que tomaron sus antecesores para sostenerla, o los descuidos y errores que cometieron con pérdida de su gloria y de sus intereses; los motivos que influyeron en la legislación sucesivamente, los abusos que la ignorancia o el descuido introdujeron y autorizaron en la economía y constitución interior, sabrá sin duda qué ha de coartar, qué ha de promover, qué ha de moderar, qué ha de alterar, qué ha de corregir y a qué ha de atender dentro y fuera de sus estados. El pueblo mismo, leyendo historias de esta calidad, abrirá los ojos para lo que le conviene, y no sólo recibirá de buena gana las providencias del soberano, sino que él por sí mismo inclinará también sus costumbres hacia la parte de su utilidad. Y historias de esta especie, ¿se han escrito hasta ahora en España?

Convengamos ante todo cosas en que los tiempos anteriores a la invasión de los godos no pueden recibir enteramente esta forma de historia. Dijo bien Ambrosio de Morales que nuestra historia del tiempo de los romanos es propiamente historia romana. Livio, Floro y Apiano, que son los que con mayor abundancia han referido lo que en aquellos siglos acaeció en nuestra península, cuentan solamente batallas, conquistas y generalatos, la fundación de algunas colonias, y las empresas particulares de algunos pueblos o caudillos. Del gobierno político de los españoles se sabe muy poco y con incertidumbre. Sin embargo, nuestra legislación, esclavizada aún en gran parte a los códigos o compilaciones romanas, hace muy precisa la investigación del estado de España en los últimos tercios del imperio; y en esta época cabe alguna más luz sin duda, aunque en nuestros historiadores no se halla tanta como se necesita para conocer el estado de las cosas públicas en aquellos tiempos. La irrupción de los septentrionales lo turbó todo; fijaron los godos su dominación en España, hicieron leyes, celebraron concilios, y siendo de necesidad absoluta saber qué restos quedan hoy en nuestras costumbres y leyes de las de aquellos tiempos, qué forma tenía entonces la disciplina eclesiástica, qué poseía el clero y qué se le permitía poseer, qué dependencia tenía España de Roma, cómo se obraba en los concilios, cómo se propagaron las Órdenes monásticas y otros puntos importantísimos cuyo conocimiento es indispensable para distinguir bien muchos abusos, autorizados aun hoy por el olvido de sus orígenes, es poquísimo lo que se halla de esto en nuestras historias, y si algo se halla es no sólo sin sistema trabado y sucesivo, pero inclinado tal vez a la parte piadosa, como si los derechos de los príncipes no se derivasen de Dios de la misma suerte que los eclesiásticos, y como si la ignorancia de siglos medio bárbaros pudiese autorizar lo que repugna a la razón y tal vez a la religión misma.

Pero donde especialmente abundan nuestras historias en grandes cuentos de batallas y en poquísimas noticias de las cosas públicas, es en la que llaman los anticuarios «Edad Media». Entonces fue cuando Roma empezó a dar y quitar coronas, cuando su curia se apoderó de todos los derechos de la cristiandad; cuando los padres empezaron a mantener ejércitos y a hacer guerra a los príncipes; cuando los obispos mandaban las batallas, y ellos y muchos abades y priores se hicieron señores de vasallos, cuando la religión, ahogada en una multitud innumerable de abusos, logró grandes riquezas en los templos y poquísima virtud en los hombres, cuando la victoria se celebraba con la fundación de un convento, y la donación de un feudo, cuando la especie humana de Europa no se componía sino de cuatro clases, señores, esclavos, eclesiásticos y soldados; cuando cada ciudad poseía su código de leyes y las daba a los soberanos; cuando los judíos, abominados y execrados, recaudaban no obstante la hacienda de los reyes, cuidaban de su salud, y tiranizaban a los mismos cristianos que abominaban; cuando una cuestión de metafísica turbaba una nación cristiana, y entre tanto poseían los moros las ciencias y las artes prácticas; cuando se creía en la magia y los sortilegios; cuando los grandes pleitos se decidían en la lid; cuando para averiguar la inocencia o criminalidad de los acusados se acudía a pruebas milagrosas; cuando todo se creía milagro o encantamiento; cuando las cruzadas despoblaban a Europa; cuando apareció la caballería militar, y con ella los duelos, la galantería, el falso pundonor, etc... Es excusado hacer una larga enumeración de las extrañas costumbres de aquellos tiempos, supuesto que no formo aquí un plan de historia. Pero volviendo la vista a las nuestras, si se pone la consideración en el grande influjo que muchas de estas cosas han tenido en nuestro estado actual; que nuestras leyes civiles y eclesiásticas son casi todas acomodadas al estado, usos y opiniones de aquellos tiempos; que en la credulidad pública duran aun reliquias muy funestas de ellos, que nuestra economía se resiente aún por muchas partes de lo que entonces establecieron las urgencias de una edad guerrera; que nuestras ciencias no han sacudido todavía el yugo de los métodos del siglo XI; que la idea de la nobleza, derivada de aquellos tiempos caballerescos, influye aún mucho en el atraso de nuestras artes, y en la manía de eternizar los apellidos con fundaciones que fomentan y mantienen el ocio; si se pone, digo, la consideración en estas y otras muchas consecuencias que estamos todavía padeciendo, se hallará que nuestras historias nada enseñan de esto, o si enseñan algo es para autorizar en parte los abusos, si bien son dignos sus escritores de que se les trate, no sólo con indulgencia, pero con disculpa, porque en su edad se pensaba así, y era difícil desprenderse de opiniones que estaban altamente arraigadas en la misma constitución pública. Si a alguna nación de Europa le importa poseer un cuadro político de aquellos siglos de anarquía, es España indudablemente la que tiene más necesidad de él. Nos duran aún muchos restos de la Edad Media; y poniendo a la vista cómo nacieron, cómo crecieron y cómo se radicaron, tal vez se lograría desengañar a muchos que por ver lo que hoy existe y no saber cómo se originó, creen buenamente ser precisas y útiles muchas cosas cuyo establecimiento no nació de la utilidad ni de la necesidad.

Diversas reflexiones ofrece la memorable época en que unidos los reinos de Aragón y Castilla por el matrimonio de Fernando el Católico y Doña Isabel, comenzó España a hacerse formidable a las demás potencias de Europa. La gloria de aquel príncipe no es bien vista entre los extranjeros. Táchanle de pérfido, de avaro, de ingrato, de cruel, y aun de poco político, porque se apoderó de Navarra, porque economizó sus rentas, porque retiró al Gran Capitán, y porque fundó la Inquisición y echó de España a los judíos. Pero lo cierto es que en el arte de reinar, si consiste este arte en hacer felices a los súbditos y respetable el poder, son pocos los príncipes que le han igualado. La toma de Granada, las conquistas de Nápoles y Navarra, el recobro del Rosellón, la incorporación de los maestrazgos a la Corona, el ministerio del cardenal Jiménez, el descubrimiento de América, la reducción de Cádiz, el patrimonio real, el enfreno del desmedido poder de los ricos hombres, las conquistas hechas en África, la nueva forma que recibió el arte militar por el Gran Capitán y su discípulo Pedro Navarro, sus leyes, sus negociaciones, y la mudanza sensible que bajo su gobierno hubo en las costumbres, en las ciencias y en la administración pública, obligan siempre a reconocer en aquel gran rey uno de aquéllos pocos que han nacido para fundar la grandeza y prosperidad de las monarquías. España empezó en su tiempo a dejar de ser lo que había sido en los anteriores; él abrió los surcos y echó la semilla de aquella época gloriosa que lograron sus dos sucesores Carlos y Felipe, que si supieran imitarle en la prudencia y en saberse detener en lo conveniente, hubieran hecho tal vez más durable el imperio que les dejó delineado y labrado en parte. Pocos reyes han sabido como él aumentar su autoridad para aumentar la libertad de sus súbditos. Pocas veces salieron vanos sus designios, por la elección que supo hacer de las personas que habían de ejecutarlos. Manejó diestramente el poder de los papas, ilimitado aún entonces, para sacar partidos de las opiniones de su siglo. Puso en orden su patrimonio, siempre con pretextos honestos, por no exasperar a los que le desmembraban. Fue desconfiado y doctísimo en el arte de disimular, propiedades que suelen ser virtudes en los reyes, cuando las practican con fines justos. En sus días se hizo culta España, rica, poderosa, industriosa, y respetada en todo el Occidente. Época en verdad memorable, y que entre nuestros mejores políticos merece la principal atención para enseñar a los reyes su arduo ministerio. El reinado de este príncipe debe obtener en la historia el mismo lugar que obtienen en las pinturas aquellos matices o medias tintas que dan tránsito, por una graduación delicada, para pasar de un color oscuro a otro muy vivo y resplandeciente. Su tiempo participó algo de la oscuridad y rudeza de los anteriores, y algo más de las luces y grandeza de los que le sucedieron. Después de él, hizo España el principal papel en Europa por más de un siglo, y dilató sus dominios a una extensión increíble, sin hacer más que seguir los rumbos y derroteros que dejó señalados su profunda política. Su muerte puso el cetro en las manos de una Casa extranjera, y esta Casa, asustando a Europa, y poniéndola en arma para resistir la fortuna de sus ejércitos o, como creían los demás príncipes, las pretensiones de los austríacos a la monarquía universal, produjo en el gobierno de Occidente una revolución tan notable, y al fin tan desgraciada para España, que ella por sí debe hacer un miembro separado en nuestra historia; miembro mezclado de grandeza y de miseria, de ciencia y de barbarie, de riqueza y de penuria, de religión y de superstición, de conquista y de pérdidas irreparables, de marañas políticas sostenidas con todo el arte de las cortes más tramoyeras, y de sucesos fatales para la felicidad de los pueblos por los conatos en efectuar estas mismas marañas; hasta que agotado el erario, y debilitado el reino por una serie funesta de errores y de infortunios, pasó a la Casa reinante que empezó a restaurar su prosperidad interior y su autoridad externa. Este período, pues, merece lugar separado y aun, quizá, es su conocimiento individual el que importa más a nuestros intereses presentes, por los motivos que tocaré después.

Y volviendo ahora al objeto de este capítulo ¿dónde tiene España una historia que retrate al vivo el estado político de sus reinos en sus diversas épocas? ¿En cuál de ellas se puede aprender la constitución nacional, las varias alteraciones que ésta ha padecido, la serie de sus progresos, y las distintas formas que han ido tomando los institutos públicos con la concurrencia de causas y motivos, casuales o estudiados, que los han alterado o modificado? Hallamos en verdad en todas las fechas de los concilios y de las cortes, y los nombres de los que asistieron a estas asambleas, pero nada se reflexiona sobre los motivos que las ocasionaron, ni sobre los efectos que produjeron, vemos las épocas de nuestros códigos, pero hasta llegar a estas épocas (que se notan ligeramente, y como por modo de episodio), apenas se halla noticia que pueda contribuir al conocimiento de la administración interior, sus progresos, aumentos y mutaciones. Las costumbres, usos, comercio, artes, ciencias y demás ramos en que se echa de ver la cultura o barbarie de los pueblos, se omiten en gracia de los combates, derrotas, sitios y marchas de ejércitos que, por lo común, se refieren con gran puntualidad, colocando la gloria y el heroísmo no en los ejemplos de buen gobierno, sino en la mortandad del mayor número de hombres. Se copian donaciones de monasterios, privilegios a próceres, exenciones de señoríos, sin detenerse a indicar de qué modo influían estas cosas en la constitución pública, y qué opiniones, urgencias o caprichos las ocasionaban. Se tejen largas listas de genealogías, matrimonios, enlaces de casas, discordias y guerrillas entre los ricos-hombres, y como las historias carecen de aquel sistema de unidad que debe encaminar todas las líneas al centro común, que es la manifestación del estado de las sociedades en cada época, suelen estas cosas dar materia a una reflexión suelta, sin referirse al conocimiento del todo. Cuando nuestros historiadores escribieron, se tenía de la historia una idea muy distinta de la que se tiene hoy. Duraban aún ciertas preocupaciones sobre la gloria, el honor, la nobleza, las letras, la piedad, y no se sabía que un cuerpo histórico debe ser la copia fiel y el retrato puntual del cuerpo político de que trata el sistema completo de los gobiernos, y la pintura exacta de lo que han sido los hombres en estas grandes sociedades que se llaman repúblicas o monarquías. Tengo por muy cierto que si un Morales, un Mariana, un Herrera, hubieran alcanzado esta edad, facilitándoles materiales y auxilios en abundancia, y defendiéndolos de las persecuciones que sufre la verdad de parte de los que viven a costa del engaño o error ajeno, hubieran dado o darían historias superiores a cuantas de este género posee hoy Europa, así como se aventajaron en su tiempo a cuantos historiadores produjo ésta en los demás reinos. Es difícil, no hay duda, que sean frecuentes los talentos de esta especie; pero si a la escasez de la naturaleza en la producción de estos grandes hombres, se juntan dificultades y obstáculos para que no sen conocidos y empleados los pocos que produce, entonces puede darse por perdido el ramo en que se verifique esta complicación. Así que, si se ha de escribir la historia, es menester que haya quien la escriba con suficiente autoridad, para vivir salvo de los riesgos y persecuciones; y si se ha de escribir útilmente, es menester que, facilitando al historiador apto los materiales y auxilios convenientes, la escriba de modo que sea verdaderamente la maestra de la vida, es decir la escuela donde representados los progresos de la sociedad civil, aprendan los reyes y hombres públicos a mejorarla, y los pueblos a abrazar sus mejoras.




ArribaCapítulo quinto

A España le importa mucho que se escriba una historia política de la dinastía de la Casa de Austria


Se puede dudar si el reinado de Carlos V fue tan próspero para sus reinos como favorable a la gloria personal del príncipe. Sus grandes empresas y victorias hicieron memorable su época y célebre la felicidad o sea la pericia de sus caudillos. Pero los tiempos guerreros son rara vez felices, mayormente cuando los príncipes se dejan llevar de la sangrienta pompa de las conquistas. Toda la gloria del mayor monarca que en estos últimos tiempos ha tenido la Francia, cantada por los mejores poetas, ensalzada en estatuas, trofeos, medallas y obeliscos, vino a parar en morir el príncipe con poco sentimiento de sus pueblos, por la miseria que finalmente recogieron de tan larga continuación de guerras sostenidas con tanto fervor, y consideradas más como teatros de diversión que de mortandad y ruina. Carlos V dejó la corona más bien fatigado de su peso que hostigado del sinsabor de sus súbditos, los cuales, embelesados con la grandeza y prosperidad presente, no previeron la triste herencia que dejaba con ella a sus mismos hijos. Las grandes revoluciones que ocasionó su imperio forman época muy notable en los anales de las sociedades políticas de Europa, y la forman aun más notable en España por la amarga verdad de que el origen de nuestra decadencia anduvo envuelto en parte con los sucesos que hicieron llegar a lo sumo nuestro poder. Las empresas militares y vida personal de Carlos V han sido escritas por muchos, ya naturales, ya extranjeros. Pero examinadas. estas historias con pureza y neutralidad, se hallará en las nuestras mucha escasez, y en las extranjeras sobrada malignidad, en aquella parte que más esencialmente pertenece a la constitución de la historia. Las acciones de los hombres públicos están íntimamente enlazadas con el estado de los pueblos y de las repúblicas; y siendo el principal objeto de la historia poner patentes estos enlaces, y manifestar de que modo el mayor número de los mortales es feliz o infeliz por el modo de obrar del menor número, apenas podrá gustarse esta utilidad en las historias de aquel célebre emperador; y aquí es donde tropezará lastimosamente la inteligencia y tino del hombre público, si al leer historias de esta especie no echa de ver la esterilidad, fanatismo, parcialidad, malicia, odio u amor con que están escritas. Cualquiera equivocación en esta materia es peligrosísima cuando se estudia la historia, pero inferior a los documentos prácticos que sirvan a la alteración de las cosas presentes. España está aún experimentando muchas consecuencias del gobierno austríaco en ella, muchos efectos de aquella enorme dilatación de dominios que sustentaron las desgraciadas Castillas, siempre ensalzadas, y siempre agobiadas y miserables. En tiempo de Carlos se alteró extraordinariamente nuestro gobierno; y por su influjo han experimentado después no pequeña alteración todos los gobiernos de Europa. Carlos, siguiendo el plan de su abuelo Fernando, dilató y afirmó en España la autoridad real; fue el primer poseedor de los inmensos tesoros de América; unió en sí una vasta posesión de dominios no vistos desde el imperio de Carlo Magno; vio nacer y propagarse en el Norte, Alemania, Inglaterra y parte de Francia, aquella sedición anti-católica que dio materia a sus triunfos, y después muchos desvelos y muchos pesares a sus sucesores; promovió y efectuó la convocación de un concilio general en que, mezclada la política con el celo por la religión, se vieron luchar entre sí los intereses divinos y humanos; logró a España opulenta, poblada, sabia, victoriosa, formidable, y sin embargo esta misma prosperidad ocultaba en sí las semillas de las dolencias que después nos consumieron y acabaron, a saber: el rencor general de Europa contra la nación prepotente; las guerras continuas en aquella Holanda y aquella Flandes que se tragaron todas las tropas de España y todo el oro de América; la debilidad de la metrópoli por tener guarnecidas y presididas provincias muy dispersas y distantes del centro; la ambición de Felipe II que, armado con la herencia de poder tan grande e ilimitado, derramó su erario por toda Europa con prodigalidad desmedida para fomentar discordias y atraer así con el oro la dominación que no quería fiar a la contingencia de las armas; la ruina de nuestro comercio nacida de esta prodigalidad y de la inconsiderada confianza que inspiraron los metales de América; la despoblación de la península por las emigraciones a Italia, a Flandes, a las dos Indias, y también por el excesivo aumento del clero cuando las guerras y las colonias usurpaban los operarios a la labranza y a los talleres; el deplorable lujo que nació de nuestra riqueza y ayudó a nuestra perdición cuando ya no éramos ricos; la tumultuaria legislación de América formada sin plan, sin más designio que acudir a lo que ocurría; finalmente, aquel cúmulo de males que empezó a sentir Felipe III y que experimentó del todo Carlos II. La grandeza de sus abuelos, temida de los extraños y mal manejada de los propios, convirtió en un país de miseria a la nación más rica y poderosa que ha existido en la tierra desde los tiempos florecientes de Roma. Felipe II gozó en los primeros tercios de su reinado todo el lleno de esta grandeza; su sucesor inmediato, en muy pocos años, halló su reino principal agotado de gentes y de dinero, arruinados los pueblos, prófugas las familias, desiertos los campos, abandonadas las artes, las rentas reales empeñadas a genoveses, plagado el reino de juros, inundados los pueblos de moneda de cobre falsificada, vacíos los caminos de gente de comercio, y poblados de espesas bandadas de mendigos y peregrinos, injuriados, atropellados y encarcelados los vasallos por los avaros recaudadores, olvidadas las leyes, aniquilada la marina, escaso e inobediente el ejército, y por último oprimido el miserable reino de cuantos males trae consigo la debilidad de un gobierno incierto en sus principios, vago en sus expedientes, precipitado en sus recursos, y poco o nada sabio en los medios de consolidar una monarquía.

Son muchos los que han escrito sobre las causas de la decadencia de nuestro poder; y en verdad, esta averiguación es una de las más útiles en que puede ejercitarse el estudio de los doctos y la observación de los hombres de estado. En poco más de dos siglos, se vio levantar y caer la mayor monarquía que quizá ha conocido el mundo. La metrópoli, apoderada de las regiones más ricas, fértiles y aun pródigas en metales y frutos, al cabo de un siglo de posesión se halló reducida a un verdadero estado de mendiguez. El mayor monarca de Europa, el señor del Perú, hubo por fin de sujetarse a vivir de unos mezquinos alimentos, por no bastar sus rentas al desempeño de la deuda pública. La nación que proveyó de géneros a toda Europa, cuya marina conquistó a Atenas con un puñado de aventureros, guió la primera el globo, descubrió la América, y se apoderó de todo el comercio de Poniente y Levante, en muy pocos años se vio sin fábricas, sin marina, sin comercio, inundada de guerras y levantamientos, perdiendo provincias en Europa y en ambas Indias, y entre tanto curando de hechizos al monarca. Esta increíble turbulencia y desorden en que paró España, que dio motivo a una multitud de leyes económicas que ni se observaban ni podían ser observadas, y que, conocido después por la augusta Casa reinante, han ido desapareciendo insensiblemente, hasta el extremo de hallarnos hoy en cierto grado de prosperidad interior que anuncia el recobro de nuestra antigua grandeza, no en estados, sino en riqueza y autoridad, no ha sido hasta ahora bien desentrañada en ninguna historia. Los pocos historiadores nuestros que han escrito de estos dos últimos siglos, han sido más bien abogados de los abusos que relatores imparciales y desinteresados. Los extranjeros, mal informados en parte, y preocupados en parte contra nosotros, han tocado inicua o superficialmente los motivos de nuestros infortunios, los antiguos por rivalidad u odio, los modernos por la rabia de la filosofía. Historia en que no hay nobleza, imparcialidad, estilo sosegado, candor sublime y generoso, es digna sólo de un escolar recién salido del aula de retórica. La malignidad y la declamación podrán agradar a los talentos superficiales que no trascienden más allá de la apariencia de las cosas, pero el lector maduro no estima los conatos del ingenio sino en cuanto sirven para dar a la verdad el conveniente colorido. Esta no debe servir a la fertilidad o fuego de la imaginación; al contrario, debe servir a ajustar sus adornos a la calidad de las cosas.

En el año de 1629 publicó en Holanda Juan Laet un comentario sobre España, perteneciente a la colección de Repúblicas que salía de la imprenta de los Elzevirios. La utilidad de este comentario (aunque breve) está en que el autor juntó en él lo que sobre España habían escrito los más célebres historiadores de aquellos tiempos. En él son especialmente dignos de observarse los capítulos 4, 26 y 27. En el primero trata de las causas de la despoblación de España, en los otros de su debilidad y de la pobreza de su erario. Las causas de la despoblación las reduce a la esterilidad de algunas provincias, a la infecundidad de las mujeres de España, a las expulsiones de los judíos y moriscos, a las conquistas ultramarinas, a la necesidad de presidir con tropa española los dominios lejanos, y por último a las persecuciones de la Inquisición. La debilidad de España, la deriva principalmente de la desunión de los dominios de la monarquía, y del modo más gravoso de hacer la guerra a que precisaba esta misma desunión. La pobreza del erario la reduce a los enormes gastos de Felipe II en toda Europa, a su célebre bancarrota con que perdió el crédito, y a la obstinada y desgraciada guerra de Flandes. Poco más es lo que los modernos han adelantado a la generalidad de estas causas. El abate Raynal, que la trató de propósito con la puntualidad que puede esperarse de un declamador extranjero, las redujo a diez artículos fundamentales, a saber: Primero, la expulsión de judíos y moriscos. Segundo, destruido el comercio en esta expulsión, las naciones vecinas comenzaron a hacerle activo en nuestros puertos. Faltóle a España el dinero que aquéllas extraían y sufrió la falta subiendo los derechos a las fábricas nacionales. Tercero, este gravamen las arruinó; y cesando los caudales que daban de sí, se impuso toda la carga a los labradores que, no pudiendo sobrellevarla, abandonaron los campos y se perdió la labranza. Cuarto, para evitar la falta y carestía de granos, se llevaron a sumo rigor las tasas y se establecieron los pósitos, remedios más perniciosos que la dolencia. Quinta: faltando el dinero por la disminución de los derechos y tributos, se puso todo el conato en las aduanas y puertos secos; dificultóse la comunicación mercantil de unas provincias con otras, cesó el tráfico, se olvidaron los caminos, perdióse la navegación de los ríos, no se pensó en canales, hízose incómodo e insufrible el viajar, y dio en tierra el comercio interno. Sexto: los españoles, embriagados y estúpidos con sus antiguas glorias, se creían los primeros hombres del mundo, despreciaban con altanería a los extranjeros, miraban con desdén y aun con irrisión los progresos que éstos hacían, tenían por infames los comercios y las industrias, y con nada se satisfacían sino con puestos nobles y distinguidos. Esta vanidad los apartó del gusto del trabajo útil, y de aquí el general ocio de la nación y la multiplicación del clero (especialmente en los conventos), de los mendigos y de los celibatos. Séptimo: la pésima economía con que se administró la guerra hizo que en ella sola se consumiese la mayor parte de la hacienda real; fue preciso buscar arbitrios y éstos aceleraron la ruina. Octavo: los estados unidos a la Corona de España, lejos de ayudarla a sobrellevar los gastos, se los causaban muy grandes, o se negaban al pago de las contribuciones. Noveno: la legislación, constitución y administración de América se formaron sobre principios perjudiciales tanto a los países conquistados como a la nación conquistadora. Décimo: la Inquisición, aterrando con sus opresiones absurdas, derramó la ignorancia general, y ésta desconoció los males y los fomentó. De estas causas primarias resultaron otras que, aunque de menor influjo, concurrieron también a aumentar los males y dificultar los remedios. Tales fueron los inicuos privilegios que se concedieron a los arrendadores de las rentas reales armándoles de jurisdicción en su propio interés. Las formalidades, preocupaciones y trámites a que se sujetó excesivamente la expedición de los negocios, y los dejaron como en letargo. La pródiga liberalidad de los reyes, que derramaron en pensiones la sustancia que necesitaban para las urgencias públicas. La corrupción de costumbres, efecto de la vanidad y del ocio que ésta ocasionó y de la corrupción; la infecundidad de las mujeres, y la pésima educación pública. El comercio ilícito de América, auxiliado por los españoles mismos, y el espíritu de rapiña que se propagó y comunicó a todas las clases, y especialmente a los que se tenían en su mano la administración del Estado en todas sus partes. Si se excluye lo perteneciente a la Inquisición y al ridículo cuento de la infecundidad de las españolas, cuanto Raynal ciñó en dos capítulos con rabiosa fecundidad no es más que una ligerísima abreviatura de lo que en muchos y muy doctos y dilatados volúmenes han examinado, ponderado y ventilado con el cálculo y el raciocinio nuestros escritores políticos y economistas; es verdad que algunos de ellos negaron a algunas de estas causas el inmediato influjo que otros han querido darlas, y que, al modo de los que forman sistemas, echaron el peso que ocasionó la ruina sobre un solo defecto, y de él fueron derivando la serie de males que se atropellaron después para enflaquecer y debilitar la monarquía. Fueron éstos tantos, y se aumentaron tan precipitadamente que, en el cotejo de unos con otros, resultaba suficiente distinción para percibir cuáles eran los que dieron el primer impulso a la caída. Conocieron los abusos no de otro modo que los destrozos en la ruina de un edificio, y se pensó variamente sobre las causas primordiales de la destrucción. La culpa, creo yo, está en los historiadores, cuyas narraciones debían ser el hilo de oro que encaminase y guiase a la salida de este laberinto, poniendo a la vista los principios, progresos y alteraciones de todos los establecimientos y dictámenes adoptados en el Estado, buenos y malos, útiles y perniciosos, sabios y desconcertados. El Consejo supremo, consultado en el año de 1619 sobre los remedios que debían aplicarse para detener el principio de la monarquía, dijo libre y claramente que el origen del mal estaba en el excesivo número de cargas y tributos que oprimían al pueblo; y si se acude a nuestras historias para indagar el modo, orden, ocasiones y motivos con que sucesivamente se fue aumentando y agravando esa carga que el Consejo no se detuvo en calificar de «intolerable», no sólo no hallaremos la luz que exige un conocimiento tan importante a los pueblos (que son el objeto de la historia), pero nos contentaremos con que se nos indiquen las fechas y los medios que se usaron para multiplicar los gravámenes.

La expulsión de los judíos primeramente, y la de los moriscos después, están tan graduadas de insensatas entre los extranjeros, y han sido tan defendidas de justas y precisas por muchos españoles, que esta discusión merece en verdad una pluma desinteresada que, bien provista de documentos, pese las utilidades o perjuicios de estas enormes emigraciones, y resuelva con imparcialidad. Es grande el interés que puede seguirse de conocer cómo se erró o se acertó en arrojar de España cuatro millones de sus habitantes, entre cuyas manos estaba todo el peso del comercio y agricultura de la península; en los libros que han tratado de esto, se hallan sólo generalidades aplicables a toda emigración, como en efecto las aplican los filósofos igualmente a la revocación del edicto de Nantes por Luis XIV. Se necesitaba desentrañar bien el estado de la monarquía en tiempo de Felipe III; examinar si sus dominios principales podían sufrir sin grave perjuicio la emigración; si la debilidad del reino daba alas a los moriscos para turbar frecuentemente la seguridad pública, o si fue una pura consecuencia de un celo indiscreto y del fanatismo religioso; qué efectos causó el vacío de tanta gente en los talleres, los campos y las tiendas, y si los extranjeros que entraron a reemplazarla fueron (como creyó D. Sancho de Moncada), más dañosos que los mismos moriscos, que eran tenidos por dañosísimos.

El mismo examen pide (y aun con más necesidad) la legislación política y económica de las Américas; cómo pudieron éstas contribuir a la aniquilación de nuestro comercio; por qué fatalidad sucedió que su oro y plata enriquecíese a Europa, siendo nosotros el instrumento de la ajena prosperidad; cuál fue el fruto de aquellas encomiendas tan abominadas por Raynal, y que en el tiempo de su establecimiento suscitaron las disputas más importantes que se han agitado en la tierra; si la antigua España despobló a la nueva por el exterminio, y ésta a la antigua por las colonias; en suma, qué ventajas ha logrado el Nuevo Mundo con nuestra dominación y nosotros con dominarle; y qué alteraciones produjo esta grande empresa en los estados de Europa y en nuestro enlace con ellos.

Ni merece menos atención (siendo un hecho solo), la subida de la moneda de cobre, otra de las fuentes de nuestra miseria según extranjeros y naturales. El tratado de Juan de Mariana De mutatione monetae, pronosticó con tiempo todo el daño que por éste y otros descuidos o malicias experimentó España en la segunda mitad del siglo pasado, y no da corto campo al conocimiento del gobierno de aquellos tiempos ver a Mariana acusado, encarcelado, tratado como reo de lesa majestad, por haberse opuesto con entereza verdaderamente filosófica a uno de los arbitrios más ruinosos que pudo inventar jamás la ignorancia de todos los principios de buen gobierno.

Las causas del aumento del estado eclesiástico, acrecentado visiblemente en los dos últimos siglos; las leyes parciales que se formaban para remediar daños y abusos que nacían de la constitución pública, y por consiguiente se hallaban en contradicción con los principios generales de gobierno que se habían adoptado; los arrendamientos de la real hacienda; los tributos y contribuciones inventadas sin otra consideración que la de acudir de cuarquier modo a las urgencias; los derechos y facultades permitidos a la curia romana con notable perjuicio de la autoridad real, del dinero y de la población de España, y lo que es peor de la santidad del culto y del pasto que debe suministrar el clero a las ovejas que le sustentan; los puertos secos, concesiones privilegiadas, tasas, gremios, arbitrios, y, en una palabra, cuanto en los reinos de Felipe III, Felipe IV y Carlos II se ordenó, dispuso, adoptó y estableció en todos ramos para el gobierno interior y exterior de una monarquía que se iba cayendo a pedazos por faltar firme apoyo en el centro de ella, merece particularísimos exámenes y una pluma diestra que, enterada (más profundamente de lo que permiten los libros impresos) en las razones de estado de interés o de capricho que dieron a la máquina del reino movimientos tan desconcertados y perniciosos, exponga a nuestros hombres públicos cómo caímos tan precipitadamente, cómo contribuyeron los demás estados de Europa a nuestra caída, formada en ellos una nueva política y un nuevo género de intereses; y cómo contribuimos nosotros a nuestro precipicio por no querer ir a la par con las demás naciones en los progresos del comercio, de la marina y de las ciencias. En estos reinados tienen grandísima conexión los sucesos públicos (aquéllos que por lo común forman el cuerpo de la historia), con la ruina de nuestra población, artes y riqueza. Antes de los tiempos de Carlos V solían hacerse las guerras para conquistar o usurpar territorios. Un monarca que creía tener derecho a un pedazo de tierra llamado provincia; un papa que quería hacer soberano a un sobrino; un príncipe que se empeñaba en ganar título de grande a fuerza de exterminar el linaje humano; un fanático musulmán que pensaba haberle ordenado el cielo que hiciese musulmana a toda la tierra; los poderosos de este linaje de ambición o superstición inundaban de sangre los campos y los pueblos, sin otro fin que el de dominar más extensión de tierra, aunque en todas las que conquistasen no hubiese tanto número de hombres como pudieran tener en su propios reinos, manteniéndolos en paz y usando bien de sus frutos e industrias. El descubrimento de las Américas restauró el antiguo arte de los fenicios y cartagineses, aquel arte, no de conquistar tierras, sino de apoderarse por el comercio de las riquezas de países fértiles, por medio de colonias, tratados ventajosos y superioridad de fuerzas con que proteger las colonias y los tratados. A principios del siglo pasado empezó Europa a conocer la utilidad grande de esta política, y desde entonces casi todas las guerras no han tenido otro objeto que mantener la superioridad del comercio, poniendo en contribución de la industria ajena a los reinos débiles. De aquí el gran cuidado en fomentar la marina y las fábricas, de aquí el empeño en obtener el dominio del mar, de aquí las sagacísimas negociaciones para sostener la introducción de géneros en ajenos países, de aquí los conatos sobre ciertas colonias, ciertas plazas, puertos y terrenos bien situados para ejercer el tráfico, de aquí haber los Holandeses usurpado la India portuguesa, haber los Ingleses establecido a viva fuerza colonias en aquellos países que nos eran inútiles, o tal vez gravosos, cuando los dominábamos, y haber toda Europa procurado adquirir establecimientos ultramarinos, no para catequizarlos y repartirlos en encomiendas sino para tener factorías, almacenes, puertos y escalas. Si España entendió bien o no bien esta política, y si practicó o no medios contrarios a ella en beneficio o perjuicio suyo, es cosa que debe resultar de la historia de esta época, fundada en documentos ciertos que deben suministrar los archivos. Entonces se podrá ver cómo nuestra ruina interior provino de los intereses de otras naciones de Europa, envueltos en las guerras, paces, tratados y negociaciones; y de qué modo y por cuáles causas se desplomó una monarquía que, habiendo sido miserable cuando aparentaba mayor grandeza, va siendo feliz cuando sus posesiones han quedado reducidas a breve coto, y lo que es sobre todo útil, qué consecuencias sufrimos todavía de aquella serie de errores o fatalidades que en la política, en la guerra, en la economía, en la legislación, empobrecieron y debilitaron en menos de un siglo a una nación que por sus victorias, por el valor, fortaleza y aun heroicidad de sus naturales, por su dominio en regiones abundantísimas de oro, plata y frutos exquisitos, y por lo atrevido de sus navegaciones y descubrimientos, prometía no sólo una duración igual a la de los antiguos imperios, pero una prosperidad interna continua, fija, permanente, fundada en la posesión de los mayores tesoros del orbe, y en el valor y disposición de los súbditos para usar bien de ellos y conservarlos.

Es difícil, lo confieso, poner la mano en una historia de esta especie sin arriesgar o bien el sosiego del historiador, o el crédito de los personajes que dieron impulso a los acontecimientos. Por otra parte, los escandalosos ejemplares que ha producido la malignidad humana cuando ha tomado a su cuenta copiar los sucesos más para satirizar a los poderosos que para enseñarlos, manifiestan la dificultad suma que hay en ajustar la verdad con la sinceridad, de modo que las cosas no comparezcan en el escrito con color más negro del que tuvieron en la realidad de su existencia. La malignidad es grande instrumento para adquirir aplausos, y el deseo de lograrlos es por desgracia el móvil principal que suele conducir la pluma de los hombres de letras. El generoso desinterés que se satisface con sólo el gusto de haber obrado bien y útilmente, de ordinario reside menos en los que estampan lecciones de desinterés y generosidad. Hace muchos siglos que los hombres se han acostumbrado a fundar la propia alabanza en el vilipendio ajeno. Todo es triunfo en la vida porque se vive con guerra interminable y los triunfos no se consiguen sino destruyendo o enflaqueciendo a nuestros hermanos. Los que leen para instruirse son muy pocos, si se comparan con el crecido número de los que buscan en la lectura el malvado placer de ver destrozado el crédito u opinión ajena; y esta escasez arranca la pluma de la mano a los que pudieran escribir con el debido temperamento, y la pone en la de aquellos espíritus ambiciosos que no se detienen en posponer la verdad a la gloria de ser leídos de muchos. Si a este vicio arraigado en la perversa inclinación del vulgo se agrega el odio de los poderosos contra los que franca y desembarazadamente representan lo negro con color negro, raro será el hombre de juicio que se determine al riesgo de perder su quietud doméstica para no hallar otra recompensa que la ingratitud y la persecución; y entonces la historia ni se escribirá con la puntualidad debida, ni hallará otro artificio que los que la manejen para torcerla a sus intereses o pasiones. No lo entienden los poderosos, ni consideran este punto por el lado que más les conviene. Las obras suyas o de su pasados, que quieran que no, han de salir otra vez al teatro del mundo renovadas en la escritura, si no por plumas nacionales, por extranjeras, que a la falta de informes convenientes juntarán toda la hiel a que dé lugar no sólo la naturaleza de las acciones, pero la impunidad misma con que escriben. Fernando el Católico, Felipe II y el gran duque de Alba ofrecen ejemplos muy notables en apoyo de esta observación. Denigrándolos cruelmente las plumas extranjeras, y sus nombres, ignorados casi en España, sirven en el resto de Europa a los malignos motes contra la tiranía, sacándolos de su sepulcros para satirizar en ellos a los poderosos presentes. Si se permitiera a las nacionales representar la verdad con desembarazo, ellas por sí rebatirían las fábulas extranjeras, no como panegiristas, sino como jueces. Pintarían los hombres cuales fueron, y de paso, con el mismo pincel, borrarían las falsas copias de la malignidad. Pero el letargo de nuestras plumas da ánimo a las extranjeras para que aumenten cada vez más las patrañas que se inventaron en los dos siglos pasados para hacer abominable nuestro imperio. «El principal fuego de los franceses (escribía un estadista español en el año de 1667) ha sido el esparcir por todas partes estos celos (contra el poder de la Casa de Austria), y el hacer su mal contagioso representando a todos los otros príncipes la potencia de esta augusta Casa, como de una visión espantable que se los quería tragar, y dando a entender que ellos eran los perseos que podrían librar la Europa encadenada del furor de este monstruo quimérico, de que ellos habían hecho un vano espantajo... Este artificio tuvo tan buen suceso que una gran parte de Europa se armó contra el valor y la buena fortuna de Carlos V, y contra la profunda sabiduría de su sucesor; y toda esta conmoción fue fundada sobre un solo principio de estado, que los escritores franceses han establecido con una extraordinaria solicitud». El rencor antiguo provino de esta rivalidad que los intereses contrarios de los monarcas comunicaron al vulgo de sus pueblos. Llamábase entonces amor nacional el aborrecimiento a todas las naciones que no fuesen la propia. Los escritores eternizaron esta preocupación satirizando alternativamente a los monarcas, héroes o pueblos que más sobresalían. Cesó la rivalidad, pero quedaron estampadas las sátiras y las calumnias que, creídas y renovadas con aumento en las generaciones siguientes, hacen inmortal la infamia y el oprobio. La nación que se aventaja más en las letras es la que logra más proporción para honrarse a sí misma a costa del descrédito de las otras. Los griegos se salieron con hacer memorables sus cosas exagerándolas con pompa y tratando de bárbaras a las gentes que no hablaban sus dialectos.

Es como imposible no hablar mal del que ha obrado mal. En esto, lejos de haber inconveniente, hay necesidad y provecho cuando se copian la sacciones para instrucción, escarmiento o estímulo. El punto está en no exagerar lo malo, ni ocultar o disminuir lo bueno. Todo es heroico Carlos según Sandoval, todo sórdido y horrible según Robertson; uno y otro faltan al oficio de historiador, porque uno dice menos y otro más de lo que debía, o, lo que es más cierto, porque los dos copian mal al héroe. El primero escribía cuando ocupaba el trono un nieto de Carlos que a la poquedad del genio añadía una indiferencia casi total en cuanto a las letras y estudios. El segundo ha escrito en un siglo en que a título de filosofía no se trata sino de buscar vicios o fingirlos para el gusto de declamar y maldecir. Juan Bodino dice que los historiadores no nacionales, cuando escriben de las cosas de fuera, merecen más fe que los de la nación por la entera libertad y ningún peligro con que pueden representar los sucesos. Esto pudieron hacerlo un Polibio, un Dionisio, un Plutarco, que al candor incomparable del ánimo juntaron la instrucción conveniente por haber residido largo tiempo entre las gentes de quien escribieron. En nuestra edad basta una noticia vaga y superficialísima para abortar un cuerpo grande de calumnias contra una nación, príncipe u hombre memorable. Los epigramas hacen la costa, y el mérito la delincuente curiosidad de los lectores. Desengáñense los poderosos y crean que mientras no se autoricen por su mano a los historiadores para que escriban con justa libertad, manteniéndose dentro de las debidas líneas, correrá riesgo su opinión y será eterno el pirronismo en la historia, cuando, por su naturaleza, después de las matemáticas es este arte en el que cabe más la demostración. El poder y la autoridad lo pueden precaver y disponer todo. Pueden animar de tal modo las letras que la gloria nacional no quede expuesta a las calumnias y maledicencia de los pueblos rivales. Pueden escoger hombres proporcionados para que la verdad no sufra detrimento ni la belleza deformidad. Pueden prescribirles las épocas y períodos que han de escribirse en su tiempo, remitiendo a otros la manifestación de lo que no sea oportuno. Pueden facilitarles los auxilios y materiales auténticos que requiere indispensablemente la exposición de las causas que obraron desde el oscuro recato del gabinete. Pueden sujetar los trabajos del historiador al examen de otros hombres escogidos que sin pasión revean el cuadro y le mejoren, o a lo menos adviertan los descuidos en que tropiece. Pueden hacer estas y otras muchas cosas en beneficio suyo y del Estado. Pero el poder las más veces necesita de quien le ilustre y guíe al conocimiento y ejecución de lo conveniente; y esto pende de casualidades que no suelen verificarse con mucha frecuencia en la ambición de las cortes y en la turbulencia de los palacios.





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