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ArribaAbajoEl teatro gallego en el exilio

Xosé Luis Axeitos


IB Rafael Dieste. A Coruña


La historia del teatro gallego ilustra, mejor quizá que cualquier otro género, las vicisitudes difíciles, y azarosas, por las que ha transcurrido nuestra cultura.

Empezó siendo un «poético cuadro sentimental» a principios de siglo y, sin renunciar a estas señas de identidad, acabó siendo programa de agitación cultural y patriótica con la creación de las Irmandades da Fala en el año 1916 y su Escola Dramática Galega y Escola Rexional de Declamación.

La obra que perfila con mayor nitidez el programa regenerador que las Irmandades habían encomendado al teatro es, sin duda, O Mariscal, de Ramón Cabanillas y A. Villar Ponte.

Pero esta obra, así como todas las posteriores hasta la guerra civil de 1936, donde no faltan serios intentos renovadores, como el de Rafael Dieste entre otros, han tropezado contra el mismo muro, el mismo insuperable muro que impidió convertir los textos literarios en teatro. Ni siquiera el voluntarismo de un buen número de aficionados que llevaron a cabo representaciones muy significativas por toda Galicia consiguió el clima propicio para una compañía nacional estable y profesional.

Obviamente, este problema, agravado por otras circunstancias, siguió pesando en el teatro del exilio. Y entre las circunstancias estaba, en primer lugar, el hipotético público sobre el que recaía la responsabilidad de la recepción.

Los criterios cuantitativos, meramente numéricos, ya reducen el campo de acción de nuestro teatro a un único país, Argentina, cuya capital también lo era de Galicia en casi todos los aspectos. En Buenos Aires, a través de las organizaciones societarias en principio -Centro Gallego, Federación de Sociedades Gallegas, Sociedade Nazonalista Pondal, Centro Ourensano, Centro Lucense, etc., que agrupaban a más de cien mil emigrantes- y la formación de algunas compañías profesionales a partir de los años   —136→   treinta, germinó una infraestructura aceptable. Tal es el caso de la Compañía Galega de Comedias Maruxa Villanueva, creada gracias al tesón de un joven emigrante autor de teatro, Varela Buxán, en el año 1936 y que conseguirá introducir en los circuitos teatrales bonaerenses obras de teatro gallego hasta el año 194455.

En esta misma línea del teatro de la emigración se puede inscribir la obra de Alfonso Gayoso Frías56, que mantuvo una buena colaboración con el grupo del exilio gallego57.

Estas representaciones teatrales en Buenos Aires cumplen una función social primordial entre los componentes de la numerosa colonia migratoria, porque refuerzan sus señas de identidad basadas en el idioma y en el carácter rural de su cultura. Alejados de sus horizontes nativos, este teatro les permite contemplar un trozo de «su vida» y reforzar las amarras sentimentales con un mundo lejano. Es, en definitiva, la poética teatral de la emigración, que tiene sus perfiles ideológicos, sus horizontes propios, sus personajes peculiares, su música específica...

Conocía esta poética teatral, y la cultivaba con especiales matices, Eduardo Blanco-Amor, un navegante solitario entre la emigración y el exilio. Ya había apuntado el escritor orensano el conflicto entre autor y público receptor en una reseña que había hecho de la obra de Rafael Dieste A fiestra valdeira:

Hermosa pieza -prosa de gran ritmo interior, de bello sonido y pureza; tipos admirables y alentadora nobleza argumental- esta de Dieste. Descontado su elogio entre las gentes cultas, ¿es eficaz, tal género de   —137→   ensayos, para la afirmación de nuestro teatro en la atención del pueblo? Sin duda, no.58



La antinomia planteada por Blanco-Amor entre gentes cultas/gente del pueblo guarda estrecha relación con otras que pudieran plantearse en estos otros términos: teatro de costumbres/teatro de ideas, teatro de conflictos/teatro de problemas, teatro público/teatro renovador, etc.

Condicionado por toda esta problemática se presenta el teatro gallego en el exilio. Nuestros más significados exiliados, Seoane, Lorenzo Varela, Rafael Dieste, Colmeiro, procedían de la vanguardia artística y casi todos ellos militaban en movimientos renovadores en el campo de la plástica o de la literatura. Y todos ellos habían bebido copiosamente en las fuentes de la cultura popular. Pues bien, en esta encrucijada entre la cultura tradicional y la renovadora, tiene lugar el acontecimiento teatral más importante del exilio, cual es la representación de Os vellos non deben de namorarse, de Castelao, ocurrida en el teatro Mayo de Buenos Aires el 14 de agosto de 1941.

La representación corrió a cargo de la única compañía estable de teatro gallego, la ya citada Compañía Maruxa Villanueva, y fue dirigida por el mismo autor. El carácter emblemático que la figura de Castelao había adquirido entre el mundo de la emigración y, también, del exilio, conquistó de antemano el respeto del público asistente, que contempla la obra como a través de un «veo litúrxico», tal como nos recuerda Rafael Dieste, espectador privilegiado del espectáculo59.

Parece intuirse en el testimonio de este espectador el talante con que los artistas exiliados contemplaron esta puesta en escena:

[...] mais fose como «materia prima» ou como resultado, o manifesto para nós, os espectadores, era a presencia dunha verdadeira comunidade teatral; e, frente a ela, outra, a dun público atento, mergullado no engado da peza e, no intre de aplaudila, aplaudindo tamén o que, tanto como no feito de levar a bon termo a súa representación, había de promesa para a comunicación galega doutro estilo.



Parece poner Dieste el acento en esa esperanza de otro estilo que la obra de Castelao representaba en el exilio. Esperanza defraudada si   —138→   tenemos en cuenta que el teatro gallego en Buenos Aires, salvo excepciones, siguió su camino evocador y sentimental poniendo el acento en los aspectos populares y costumbristas que utilizaba también la obra de Castelao.

Desde otra perspectiva, la del artista plástico, Luís Seoane contempla esta representación resaltando únicamente los aspectos novedosos:

Castelao coincide con Valle-Inclán. O grande problema para o teatro coma o vé este ilustre escritor consiste en esceas, combinar formas novas de espectáculos. «A pasión, dixo, non ten sentido pra a nosa xente senón a traveso do espectáculo», «Móvenos a plástica denantes que o concepto».

A obra de teatro de Castelao tivo ao meu xuizo, un orden visual, foron seguramente primeiro as imaxes plásticas que logo foron corporizándose no total de Os vellos non deben de namorarse. É un artista pintor quen crea o elemento literario neste caso, e consigue o clima popular ao que se acompañan elementos sobrenaturaes. Esta obra, como as obras teatrales de Valle-Inclán e de Rafael Dieste, marcan os orixes do teatro galego do porvir.60



Y toda la crítica, al tiempo que quiere resaltar los aspectos innovadores de esta representación, silencia el estrepitoso fracaso de público que cosechó la obra. Y que no es otra cosa que la representación de la fractura entre el mundo de la emigración y el exilio por lo que a la cultura se refiere61.

La confirmación de esta fractura se produce cuando, muchos años más tarde, se representa la obra de Ramón Valenzuela As bágoas do demo, en el teatro Castelao, dirigida por Eduardo Blanco-Amor. Era el año 1964 y la protesta de Seoane, libre de la responsabilidad impuesta por la «autoridad» de Castelao, por la ausencia de público es contundente y sonora62.

Pero mucho antes de este estreno de la obra de Valenzuela, tenemos que reseñar toda una serie de acontecimientos, teatrales unos pocos y literarios   —139→   los más, que marcan momentos importantes en el capítulo del teatro del exilio.

Entre los segundos destaca la reedición del teatro de Rafael Dieste: en el año 1958, la obra A fiestra valdeira, inscrita en el afán recuperador de textos gallegos que lleva a cabo Luis Seoane. En la recién fundada editorial Citania, colección Mestre Mateo, verán la luz otros textos teatrales significativos: las obras de Isaac Díaz Pardo63 Midas y O ángulo de pedra, reunidas en un volumen (1958), y la de Anxel Fole, un escritor al que cabe considerar perteneciente al exilio interior, O pauto do demo (1958).

La reedición de la obra de Dieste despertó de nuevo la atención de la crítica del exilio, con reseñas de Sánchez Barbudo, Emilio González López, Otero Espasandín o el mismo pintor Colmeiro. Años antes, había reeditado en un tomo64 los tres títulos Viaje y fin de don Frontán -cuya primera edición es de 1930-, Duelo de máscaras y La perdición de doña Luparia, publicadas ambas en 1934 en su primera edición.

Ni la traducción por parte de Mathilde Pomès de algún fragmento de su obra teatral con el título de Le fin de don Frontan, ni las gestiones de Arturo Serrano Plaja cerca de María Casares consiguieron llamar la atención sobre alguna compañía teatral para llevar a escena la obra teatral de Rafael Dieste, que sin embargo no abandonó su preocupación por la escena, como demuestran sus artículos de teoría teatral65.

A través del epistolario de Seoane tenemos constancia de la gestación de una obra teatral de Lorenzo Varela durante su estancia en Uruguay en los años 1947 y 1949, que ya no será fácil recuperar.

Un episodio muy poco valorado pero de gran trascendencia para discernir la dirección que nuestros dramaturgos del exilio quieren imprimir al teatro gallego, lo constituye la creación en noviembre de 1957 del Teatro Popular Galego a cargo de Eduardo Blanco-Amor. Éste es saludado con   —140→   gran optimismo en la revista Galicia Emigrante66, al tiempo que expone su programa, basado en el modelo del teatro Abbey en Dublín. Los nombres de Yeats, John O'Leary, Synge y Lady Gregory conectan así la dramaturgia del exilio con el caso irlandés, una vez más, rememorando a su vez el primer intento de creación de un teatro independiente por parte de las Irmandades da Fala. Esta misma dirección había apuntado Rafael Dieste en una conferencia pronunciada en el Centro Gallego y reseñada por Seoane en la misma revista67.

El Teatro Popular Galego se presenta al público con la puesta en escena de dos obras: A fantasma de Manuel Lugrís Freire y O cantar dos cantares de Eduardo Blanco-Amor. El final del artículo en el que se reseñan estas representaciones está lleno de optimismo y fe en el futuro teatral:

La palabra gallega fue palabra viva, se mostró una vez más que el idioma que se resiste de la falta de un cultivo oficial en las escuelas y en las academias, continúa siendo la conciencia colectiva de Galicia, de la realidad humana de los gallegos. El Teatro Popular Galego tuvo el acierto de mostrarnos con su presencia en una noche tres afirmaciones: la existencia de un teatro gallego con humor, mundo y características propias, algo que sabíamos y que últimamente había probado Rafael Dieste en una conferencia magnífica: la existencia potencial de una posible gran escena gallega y la comunidad real del idioma, algo que también sabíamos pero que continúan desconociendo los políticos centralistas.



En el mismo escenario en que representó sus obras el Teatro Popular Galego, la sala del Centro Lucense, serán escenificadas años más tarde dos obras que suponen dos de los grandes pilares que sirven de modelo al teatro gallego del exilio: por una parte, la obra O casamento do latoneiro del irlandés John Milligton Synge y, por otra, el reencuentro con las obras de Valle-Inclán Ligazón, La cabeza del Bautista y La rosa de papel.

De honda significación sociológica para el teatro gallego del exilio serán las visitas que realiza a América la actriz coruñesa María Casares, que es saludada así desde las atentas páginas de la revista de Luís Seoane:

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María Casares es para nosotros algo más que la genial intérprete de la escena, continuadora, por si así lo quieren las críticas francesas, de Sara Bernhardt, es bandera de ese pueblo, exilado de dignidad, de amor a la libertad, de justicia, como lo son Pablo Picasso y Pablo Casals y lo fueron Castelao y Companys.68



Si en esta primera visita a Buenos Aires como actriz representó el papel de Leonide en la obra de Marivaux El triunfo del amor y de María Tudor en la obra de Victor Hugo, Marie d'Angleterre, en el año 1963 representará el papel de Mari Gaila en la obra de Valle-Inclán Divinas palabras. Si durante la primera visita representando obras en francés fue saludada como portavoz del triunfo del exilio y de los desterrados, ahora son muchas las críticas que se acumulan sobre la función, desde el programa explicativo, pasando por la escenografía, vestuario, etc. Sólo se salva la gran actuación de María Casares.

Tiene especial peso dentro de los exiliados gallegos la obra teatral de Valle-Inclán, cuya galleguidad venía avalada por la autorizada opinión de Castelao con ocasión de las conferencias que sobre el escritor arousán pronunció en La Habana y volvió a pronunciar en Buenos Aires en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Castelao, que ya había sido escenógrafo de Divinas palabras en su estreno de los años treinta, tributa a Valle, además, el excepcional homenaje de referirse a él en castellano.

Tampoco descuidó Luís Seoane, que se muestra como nuestro principal historiador del teatro del exilio, las referencias a la labor teatral de Amparo Alvajar, primero en Buenos Aires con la representación de dos obras escritas en colaboración con Agustín Caballero, El balcón de los Lester y Amada y tú, ambas en castellano69; y unos años más tarde, en 1963, reseñando en la audición radial homónima de la revista la labor de dirección que llevó a cabo en Ginebra, representando obras de Lope de Vega (El mejor alcalde, el Rey), de Buero Vallejo (Las cartas boca abajo) o El sí de las niñas, de Moratín.

Pero también recaerá en Luís Seoane la responsabilidad de asumir el mayor reto de la renovación en el teatro gallego del exilio. Su obra teatral, aun sin ser llevada a la escena, representa con nitidez la poética del exilio   —142→   y trae a la literatura dramática gallega un aire de innovación y de frescura indudables70.

Luís Seoane es autor de A soldadeira (publicada en castellano por la editorial Ariadna, Buenos Aires, 1957), El irlandés astrólogo (Ediciones Losange, Buenos Aires, 1959) y Esquema de farsa (1957). La primera fue publicada en castellano en Buenos Aires a partir del original gallego que está datado en 1956 y fue publicado en 1996 por Ediciós do Castro. De las dos siguientes tenemos hoy versión gallega debida a Francisco Pillado.

A pesar del ambiente histórico de A soldadeira y del tema de la emigración, presente en El irlandés astrólogo, estas obras están traspasadas de contenido ético y sus personajes encarnan una incontenible ansia de libertad, luchando contra la injusticia, el fanatismo, la traición y la represión.

Luís Seoane incorpora a su obra teatral toda su particular poética creativa, basada en el compromiso y en la liberación de los pueblos oprimidos. La obra dramática de Seoane persigue la creación de un modelo teatral nacional, según el modelo irlandés del Abbey de Dublín, y para ello recurre a un modelo histórico y dialéctico que le llega de la mano de Bertolt Brecht.

Si en A soldadeira es fácilmente reconocible la historia de la Galicia medieval que le sirve de fundamento argumental para contraponerla a la Galicia actual de la injusticia, en El irlandés astrólogo la condición de exiliado del protagonista, el irlandés Patricio Sinot, la dota de numerosos rasgos autobiográficos en donde los pensamientos del protagonista protestando de su condición existencial coinciden casi textualmente con las cartas que escribe a sus amigos de Galicia.

No deja de asomar la influencia valleinclanesca con la presencia del narrador, un traficante de ungüentos, ayudado por un bufón y sus muñecos de guiñol.

El teatro de Seoane, en su afán dignificador de la historia y de la memoria colectiva de Galicia, plantea, bajo la apariencia del alejamiento histórico, los problemas más actuales de la sociedad. Tal fue así que le valió   —143→   al autor alguna que otra polémica con personas que, aun siendo amigas, se sintieron acusadas en determinadas escenas y situaciones de la obra.

Pero las paradojas del destino -y del exilio, añadimos nosotros- hicieron que un creador como Luís Seoane, que llega a proponer, yendo más allá de su propia obra, que el teatro debe apartarse de la literatura para adentrarse en la acción y en la mímica, apostando por la teatralidad, siga sin ser representado en Galicia cuando hace años que contamos con un Centro Dramático Nacional. Su teatro lo merece y sería un homenaje ético y estético a la poética teatral del exilio gallego.





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ArribaAbajoNueva aproximación al teatro del exilio

Ricardo Doménech


Real Escuela Superior de Arte Dramático. Madrid


Para la generación de quienes éramos niños en la posguerra, todo lo relacionado con el exilio constituyó siempre un verdadero reto. De no haberse producido la Guerra Civil, esa «España peregrina» habría sido, sencillamente, la España de nuestra adolescencia y de nuestra juventud. Habríamos sido lectores de periódicos como El Sol, de revistas como Revista de Occidente o como Cruz y Raya, de las novelas de Max Aub y de los libros de poesía de Rafael Alberti o Miguel Hernández; habríamos sido espectadores de las películas de Buñuel y de los montajes de Margarita Xirgu con las nuevas obras de García Lorca; en la facultad, habríamos sido alumnos de Ortega y Gasset, de Ferrater Mora, de Américo Castro o de Pedro Salinas... Y tantas, tantas cosas más.

Sé que estoy imaginando lo inimaginable... Además, si no hubiéramos sufrido la Guerra Civil, habríamos tenido una buena ración de guerra mundial; y, en cualesquiera hipótesis, la vida cultural de este país se habría roto en mil pedazos... Sí; pero no es lo mismo, no habría sido lo mismo. La reconstrucción cultural en la posguerra de Francia o de Italia, por ejemplo, fue algo muy distinto, porque los aliados habían ganado la guerra mundial; mientras que en España ganó la guerra el fascismo, y padecimos un régimen fascista -en permanente clima de guerra civil- hasta 197771.

En tales condiciones, la reconstrucción cultural de España nunca pudo ser completa ni totalmente satisfactoria; se consiguieron sólo conquistas   —148→   aisladas, pequeños logros desconectados entre sí, en un largo proceso inacabado. Quienes iniciaron este proceso tendente a la normalización de la vida intelectual fueron, aunque resulte paradójico, algunos escritores y profesores prestigiosos que venían del bando de los «nacionales»: Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales, Antonio Tovar, José Antonio Maravall, etc., todos ellos decepcionados ante la realidad de la España franquista. Iniciaron también este proceso, desde aportaciones creativas individuales, o desde núcleos minoritarios y de actividad intelectual muy específica, los otros españoles, los perdedores: muchos habían salido de la cárcel -o de la marginación y el silencio absolutos- hacia 1945 y, poco a poco, con cautela, con riesgos, fueron ocupando un espacio propio. Como ejemplo de esas aportaciones creativas individuales, entre tantísimos nombres como se pueden citar, quiero mencionar uno, muy significativo: Antonio Buero Vallejo. Desde el estreno de Historia de una escalera, en 1949, este dramaturgo vino a ser un modelo para las nuevas generaciones de artistas y de hombres de letras: por su honestidad como figura pública, por el criticismo de sus obras, por la autoexigencia estética de su escritura. Como ejemplo de los grupos o núcleos de una actividad intelectual, independiente del Régimen, y también entre los muchísimos nombres que, obviamente, cabría aducir, mencionaré la revista Ínsula, que empezó a publicarse el 1 de enero de 1946, de la mano de Enrique Canito y José Luis Cano72. Ínsula fue, entre otras importantes cosas, un puente de unión con la generación del 27 y, por lo tanto, con un sector fundamental del exilio.

He empezado diciendo que, para mi generación, todo lo referente a los exiliados constituyó algo así como un desafío. Para empezar, faltaba información. Información política, por supuesto -cuando la prensa y la radio franquistas se referían a los políticos del exilio era, sencillamente, para injuriarles-, pero también información artística y literaria. Por ejemplo, leyendo los periódicos de posguerra, se podría pensar que Margarita Xirgu, Luis Buñuel, Pablo Picasso o Juan Ramón Jiménez... no existían. Sólo a comienzos -y sobre todo, a mediados- de los cincuenta, empezó a haber una cierta permeabilidad; aunque prohibidos, algunos libros de escritores exiliados se adquirían en la trastienda de determinadas librerías (repare el lector en los matices: algunos, determinadas...). En especial, libros de poesía -Alberti, León Felipe, etc.- editados en Buenos Aires (particularmente, los de Losada); no así los libros publicados en México, debido -supongo- a   —149→   que no existían relaciones diplomáticas entre ambos gobiernos. (La paradoja se comenta por sí sola.) Pero se desconocían muchos nombres y muchas, muchísimas obras relevantes. Hacia 1956 -por tomar ese año emblemático como punto de referencia-, en el conjunto de la vida literaria y académica española, los críticos y los profesores de literatura no sabían del exilio más que nosotros, los jóvenes estudiantes de entonces. (Salvo, claro está, algunos cenáculos, como el de Ínsula, que mencioné antes.) Leer las informaciones y comentarios de la prensa cuando se otorgó el Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez es algo que causa rubor; no sólo porque traslucen la sorpresa y el malestar del Régimen ante la concesión del Nobel a un español exiliado, sino por el desconocimiento de la obra juanramoniana, incluso de la obra anterior a la Guerra Civil, con excepción de Platero y yo.

Desconocimiento, incomunicación... Basilio Martín Patino, en su película Nueve cartas a Berta (1965)73 -una película magnífica, a la que no se ha concedido el lugar que merece en la historia del cine español-, supo reflejar muy bien el encuentro de un intelectual exiliado y unos jóvenes universitarios de aquel momento. Extrañeza es la palabra, creo yo, que mejor puede resumir ese tipo de encuentros; extrañeza, se entiende, por ambas partes.

A finales de los cincuenta, y a lo largo de la década siguiente, fueron volviendo muchos «trasterrados»... Pero antes de referirme con detalle a varios retornos, me parece obligado aludir a uno que... no llegó a producirse: el de Margarita Xirgu. Ese no-regreso es, para la historia del teatro español, un hecho decisivo; un hecho que va a separar dos épocas y dos generaciones.

Margarita Xirgu estuvo a punto de volver a España en 1949. Nos lo refiere Antonina Rodrigo, en su excelente biografía. Entre los factores que, al parecer, hicieron desistir a la actriz a última hora, Rodrigo cita un artículo de César González Ruano en el diario Arriba, y lo reproduce íntegro; asimismo, reproduce un fragmento de un artículo de Xavier Regás, publicado en Tele/Exprés en 1972, donde se afirma que Ruano «tuvo la culpa» de que Margarita Xirgu no regresara74. Desde luego, el artículo de Ruano era   —150→   -es- infame; pero, más que el artículo en sí, lo que resulta aterrador es todo lo que evidencia: el rencor, la hostilidad contra los republicanos (Ruano insulta también a Cipriano de Rivas Cherif), al cabo de diez años de terminada la guerra. Margarita Xirgu -supongo que bien aconsejada- debió de preguntarse qué teatro iba a poder hacer ella, precisamente ella, en la España de 1949. Por supuesto, el Gobierno le estaba dando toda clase de facilidades para volver -con su cuenta y razón, claro- pero, una vez aquí, no le iba a permitir representar el repertorio habitual, especialmente el repertorio de textos contemporáneos, y más en particular el repertorio Lorca. Tampoco le iba a ofrecer la dirección del Español o del María Guerrero... salvo que abjurara de su pasado republicano. En aquel agosto de 1949, Margarita Xirgu hubo de tomar una de las decisiones seguramente más difíciles de su vida: renunciar al humanísimo deseo de vivir en su país, con su gente.

De este modo, el teatro español quedaría dividido para siempre en dos ámbitos generacionales: los que habían visto y los que no habían visto actuar a Margarita Xirgu. Dos épocas, por decirlo de otro modo. Y cuando muere la gran actriz, en 1969, va a ser aleccionador el contraste entre las necrologías publicadas en España y las publicadas en América. Las primeras evocan un pasado -el teatro de los años veinte y treinta-; las segundas, el presente de una actriz y directora que ha evolucionado, acorde con la evolución del teatro latinoamericano, y ha sabido imprimir en éste su huella, su magisterio excepcional75.

La década teatral de 1960 se inicia con la recuperación de importantes obras y autores del exilio: reestreno de Yerma, de García Lorca (1961); estrenos de La dama del alba, de Alejandro Casona (1962) y de Medea, la encantadora y Hamlet solista, de José Bergamín (1963)... Además, en el territorio contiguo del cine, recordemos que 1961 es el año de Viridiana, la primera película que Buñuel rueda en España después de la Guerra Civil. La década se cierra con el primer viaje de Max Aub, en 1969 (poco antes, se habían publicado en España San Juan, en 1967; Morir por cerrar los ojos, en 1967, y en el mismo 1969, No)... ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podemos explicar la coincidencia de estos hechos?

Antes de proponer una respuesta, debo aclarar por qué he incluido a García Lorca, que murió ejecutado en 1936, y una obra como Yerma, que   —151→   se estrenó en 1934, dentro del teatro del exilio. Es una aclaración que para algunos lectores -sobre todo, los «trasterrados» o hijos de «trasterrados»- resultará obvia, pero no así para muchos lectores jóvenes, además de no pocos cuarentones y cincuentones. En efecto, García Lorca, el teatro de García Lorca, fue un componente esencial del teatro exiliado. Si la atrocidad de su muerte pudo simbolizar a tantas y tantas víctimas inocentes de la guerra y de la posguerra, sus obras dramáticas -que Margarita Xirgu reponía de forma constante en Buenos Aires, Montevideo y otras capitales latinoamericanas- y su propia imagen como dramaturgo, como poeta, como director de La Barraca, etc., lo convertían en la figura representativa de esos valores culturales de la República que ahora, obligadamente fuera de España, los españoles exiliados pugnaban por mantener en pie. Expresión máxima de cuanto vengo diciendo fue el estreno póstumo de La casa de Bernarda Alba, en el Teatro Avenida de Buenos Aires, por la compañía de Margarita Xirgu, el 8 de marzo de 1945. Ese estreno, como he destacado en otras ocasiones, fue el más importante, el más definitorio del teatro del exilio. A la vez, en España no se podían representar las obras de Lorca, ni se podía hablar de su teatro o de su poesía en las páginas literarias de los periódicos.

En 1954 se autorizó la edición de las Obras completas en la editorial Aguilar; y en 1961, el reestreno de Yerma por la compañía de Aurora Bautista. En el primer caso, la autorización se refería sólo a esa edición de lujo: papel biblia, encuadernación en piel, precio elevado y, por lo tanto, de circulación previsiblemente minoritaria; en el segundo, la censura prohibió que los periódicos y revistas publicaran reseñas de la función, y quienes asistieron a ésta contemplaron sorprendidos un formidable despliegue policial, no sólo a la puerta del teatro, sino también en el interior del mismo.

Que las representaciones de Yerma transcurrieran al fin sin pena ni gloria (bien mirado, ¿qué otra cosa cabía esperar de la compañía y la primera actriz elegidas para la ocasión?) debió de tranquilizar al Gobierno, facilitando que éste autorizara también, en las temporadas siguientes, el estreno de determinadas obras, tanto de García Lorca (Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba, Mariana Pineda...) como de otros autores del exilio. La España de 1961 no era la de diez o quince años antes. En el plano estrictamente político, el Régimen ya no tenía mucho que temer del exilio. El fracaso de los exiliados, entre 1945 y 1948, para ofrecer una alternativa política con la suficiente credibilidad internacional, una alternativa unitaria y, por lo tanto, con los necesarios respaldos -dentro y fuera de España- para acabar con la dictadura; el pacto entre el general Franco y don Juan de Borbón (1948); el levantamiento de la sanción de   —152→   las Naciones Unidas, y el consiguiente retorno de embajadores (1950); el Concordato con el Vaticano y el acuerdo militar con Estados Unidos (1953)76... En el pugilato exilio-dictadura, todo iba ahora en una dirección que favorecía el mantenimiento de la dictadura. A comienzos de los sesenta, el mayor enemigo de Franco no estaba fuera, sino dentro de España. Ese enemigo era una nueva generación; una nueva generación que, no solamente por no haber hecho la guerra, sino -incluso- por conservar de la inmediata posguerra sólo lejanos recuerdos de infancia, había perdido el miedo traumático de sus mayores, y había salido a Europa y había comprendido que la culpa de la postración en que vivía el país era del régimen de Franco: un régimen, además de cruel, anacrónico. Por eso, los años sesenta fueron los años de la protesta -en las fábricas, en las minas, en las universidades, en la calle...- y de la formación de una conciencia democrática, sin la cual no se habría podido llegar a la España del 15 de junio de 197777.

En aquellos años sesenta, el Régimen no sabía muy bien a qué atenerse en materia de cultura. De un lado, quería evitar escándalos en la prensa extranjera -prohibición de libros, de películas, de obras de teatro; detención de intelectuales, de artistas...- y, de otro, intentaba frenar el empuje crítico, protestatario, que venía desde todas las artes y desde la vida intelectual en su conjunto. (Si en los cuarenta y primera mitad de los cincuenta, los franquistas aspiraban a crear una cultura propia, el nacionalcatolicismo, en los sesenta sólo aspiraban a retrasar, a contener un proceso cultural, democrático, moderno, que a ellos mismos les debía de parecer ya inevitable.) Esa contradicción que he dicho puede explicar muchas de las medidas paradójicas de la censura y, en general, del Ministerio de Información y Turismo de aquellos años. Sirva de ejemplo el caso de Viridiana. El 17 de mayo de 1961 se proyecta Viridiana en el Festival de Cannes, representando oficialmente a España. El 18, el jurado concede la Palma de Oro al filme de Buñuel (compartido ex aequo con Una larga ausencia, de Henri Colpi). El director general de Cinematografía y Teatro, José Muñoz Fontán, recoge personalmente el premio   —153→   -Buñuel no pudo asistir a la ceremonia- y lo hace con la mayor satisfacción... Cuarenta y ocho horas después, L'Osservatore Romano publica un artículo furibundo contra Viridiana y contra Madre Juana de los Ángeles (un filme polaco, que también ha participado en el Festival y que trata de un proceso de brujería en el siglo XVII), acusándolas de blasfemas. De manera inmediata, Muñoz Fontán es destituido de su cargo y se prohíbe a los periódicos y revistas hablar de Viridiana o de Luis Buñuel, además de procederse al secuestro y destrucción de todas las copias de la película. Viridiana, que de forma oficial había representado a España en el Festival de Cannes, no se pudo ver en España hasta después de la muerte de Franco78.

El Teatro de Cámara Dido ofreció el estreno de Medea, la encantadora y Hamlet solista, bajo la dirección de Ricardo Salvat, en 1963. La repercusión fue escasa: de una parte, a los llamados teatros de cámara y ensayo sólo se les permitía dar una representación de sus espectáculos; de otra, los textos elegidos no eran los que podían tener más impacto en aquellas circunstancias (es evidente, por lo demás, que la censura no iba a autorizar otro tipo de obras de Bergamín, como La niña guerrillera o La hija de Dios). Así, este primer estreno de Bergamín desde su vuelta del exilio en diciembre de 1958, y a pesar de los temores del Ministerio de Información y Turismo -de nuevo, despliegue policial en el teatro, aunque más discreto esta vez que la noche de Yerma-, no tuvo mayores consecuencias. Pero Bergamín era un hueso duro de roer para el régimen de Franco; su adaptación conformista o indiferente, algo impensable. Ya en 1960-1961, había protagonizado con Juan Ignacio Luca de Tena un affaire periodístico muy revelador. En 1960, Bergamín publicó un artículo en El Nacional, de Caracas, titulado «Si el tiempo no lo impide», en el cual hacía un comentario marginal, irónico, sobre las obras teatrales de Luca de Tena («cursis figuraciones nostálgicas», las llamaba) y el público lacrimoso que aplaudía éstas, viendo en ese público a la minoría monárquica, y haciendo notar   —154→   la poca confianza que la monarquía despertaba en la mayoría de los españoles de aquellos años (recordemos que, incluso entre los franquistas, había gente que prefería para el futuro una república; claro que pensaban en una república a lo De Gaulle, o mejor dicho, a lo Oliveira Salazar). Juan Ignacio Luca de Tena arremetió contra Bergamín desde el ABC, con un artículo insultante, plagado de resentimiento y viejos rencores, acusándole de maldades sin cuento en el Madrid de agosto y septiembre de 193679. Pocos días después, circularon en privado copias de una carta que Dionisio Ridruejo había remitido a Luca de Tena, en la que afeaba su actitud, haciéndole ver que su «denuncia política» podía acarrearle a Bergamín, en el Madrid de 1961, imprevisibles y graves consecuencias. No fue así, afortunadamente, pero se diría que este episodio encerraba un augurio: un aviso de los hechos de 1963, que le costaron a José Bergamín su segundo exilio.

En 1963 se produjo una de las protestas obreras más fuertes y prolongadas contra la dictadura: la huelga de mineros en Asturias. Muy fuerte iba a ser también la represión policial, de la que vino a dar cuenta un documento firmado por ciento dos intelectuales y dirigido al entonces ministro, Manuel Fraga Iribarne. Este documento, elaborado a partir del testimonio de mineros que habían sido torturados, solicitaba al ministro una información (¡era ministro de Información!), aunque más bien la daba, de una manera indirecta, contando con que iba a tener -como así fue, en efecto- una gran repercusión en la prensa internacional. Firmaban el escrito Vicente Aleixandre, José Luis Aranguren, Pedro Laín Entralgo, Valentín Andrés Álvarez, Gabriel Celaya, Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Fernando Fernán Gómez... Y lo encabezaba José Bergamín; no porque se le hubiera -o él se hubiera- propuesto encabezarlo, sino más bien de forma un tanto casual. El Gobierno reaccionó con mucha dureza. Se abrió un sumario judicial contra los firmantes, se desencadenó una feroz campaña de prensa, hubo listas negras, se intervinieron teléfonos, se multiplicaron los anónimos con amenazas e insultos (por correo, por teléfono), las presiones oficiales llegaron a mediatizar la actividad de algunos firmantes en empresas privadas... Nadie pudo escapar de aquel verdadero acoso; pero quien más lo sufrió -hasta extremos muy serios- fue José Bergamín, que tuvo que refugiarse en la Embajada de Uruguay y, tras conseguir de las   —155→   autoridades españolas un pasaporte «valedero para un solo viaje», partir de nuevo al exilio80.

En 1962 se estrenó La dama del alba en el teatro Bellas Artes, bajo la dirección de José Tamayo. La dama del alba (1944) es la mejor obra de Alejandro Casona; con ella, el autor sigue la mejor tendencia simbolista y neosimbolista anterior (Valle-Inclán, García Lorca), consiguiendo crear un universo de auténticos valores poéticos y dramáticos. Sin embargo, el momento elegido fue poco oportuno. Diez años atrás, La dama del alba habría sido una revelación para muchos espectadores y un eficaz revulsivo frente al teatro comercial imperante (como lo habrían sido Yerma o Bodas de sangre). Diez años después, también habría sido diferente, sobre todo en un montaje más audaz, un montaje en la línea de la Yerma de Víctor García en 1971, un montaje que mostrara -con toda su intensidad- el mundo mágico y misterioso de esta gran obra. Pero en 1962... En 1962 se está afirmando un nuevo teatro, un teatro de fuerte criticismo social y político, a menudo maltratado por la censura franquista: es el teatro que, en parte, se corresponde con aquella década de la protesta, de que antes hablamos. En ese contexto, con una puesta en escena rutinaria de José Tamayo y unas declaraciones patrioteras y tranquilizadoras de Casona, a propósito del estreno de La dama del alba se puede repetir -con mayor motivo- lo que antes hemos apuntado sobre el reestreno en 1961 de Bodas de sangre: que pasó sin pena ni gloria.

No obstante, con aquel estreno empezaba la integración de Alejandro Casona en los escenarios españoles. A lo largo de las temporadas siguientes, se produjo en la cartelera teatral un alud de sus obras, algunas de las cuales alcanzaron un gran éxito de público. Entre 1962 y 1966, se estrenaron o reestrenaron -por este orden- Otra vez el diablo, La barca sin pescador, Los árboles mueren de pie, La casa de los siete balcones, El caballero de las espuelas de oro, La tercera palabra, Prohibido suicidarse en primavera, La sirena varada, Nuestra Natacha... Todo ello constituyó un fenómeno teatral, social, político, de significación compleja y contradictoria.

Hay que aclarar enseguida que el teatro de Casona dista mucho de ser monocorde. En La sirena varada -su primera comedia, Premio Lope de Vega, estrenada por Margarita Xirgu en 1934-, podemos reconocer el   —156→   comienzo prometedor de un dramaturgo. En Nuestra Natacha (1936), una crítica fustigadora de la pedagogía reaccionaria, represiva, de la España tradicional. En La dama del alba, ya lo hemos indicado, una acertada prolongación del teatro mágico de Valle y Lorca... Sin embargo, la mayoría de los títulos arriba citados corresponden a obras escritas en el exilio (salvo El caballero de las espuelas de oro, que escribió tras el regreso a España), obras a menudo convencionales, «evasivas», en las que se rehuyen -o se trivializan- cualesquiera problemas, buscando el aplauso de un público burgués. Fueron precisamente esas comedias (Prohibido suicidarse en primavera, Los árboles mueren de pie, etc.) las más encumbradas por la crítica oficial y por los espectadores burgueses de los años sesenta. Hubo más. Precisamente por tratarse de un dramaturgo que venía del exilio, se capitalizaron los éxitos de Casona como una prueba de la postura «liberal» del Gobierno (mientras, en los sótanos de la censura permanecían prohibidas destacadas obras del mejor teatro renovador de aquellos días: La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo; La sangre y la ceniza, y bastantes más, de Alfonso Sastre; sin olvidar muchas otras: de Lauro Olmo, de Carlos Muñiz, de Martín Recuerda, etc.). Incapaz del menor enfrentamiento con la dictadura, Casona se convirtió así en su aliado. Todo esto, con los matices propios del lenguaje de la época, se encontrará en la prolongada polémica entre algunas publicaciones oficiales (Estafeta Literaria, diario Arriba...) y las revistas independientes (Triunfo, Primer Acto, Ínsula...). Una polémica que, por supuesto, no pretendo resucitar ahora, al cabo de los años mil.

Los libros de Max Aub tardaron bastante en llegar a España. A comienzos de los sesenta, las gentes de mi generación empezamos a saber de él, de sus dramas, de sus novelas; aparte de alguna colaboración suya, muy aislada, en Ínsula o en Papeles de Son Armadans. Recuerdo la sorpresa que me causó el primer libro que leí de Max Aub: las Obras en un acto (2 volúmenes, México, 1960), que cayeron en mis manos, de manera fortuita, en la redacción de Ínsula. Recuerdo también el entusiasmo con que José María de Quinto, en una reunión de Primer Acto, recién llegado de un viaje por Latinoamérica, nos habló de Max Aub, a quien había conocido en México y de quien traía un montón de libros... Allí estaban San Juan, Morir por cerrar los ojos, No..., que se publicaron en España a la largo de la década. Para preparar la edición de Morir por cerrar los ojos, tuve que ponerme en contacto epistolar con Aub, y éste, amablemente, me envió muchos de sus libros y contestó con paciencia mis preguntas, esas preguntas con que los estudiosos mareamos a los escritores estudiados cuando están vivos (cuando están muertos, les preguntamos también... y nos contestan de algún modo).

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Por fin, en 1969, Max Aub vino a España. Se ha citado frecuentemente su frase a los periodistas: «He venido, pero no he vuelto»; frase que, para los buenos conocedores de su literatura -y en particular de su teatro-, tiene una resonancia especial, porque él llevaba muchos años dándole vueltas a la vuelta81. Traía pasaporte mexicano y un visado autorizándole una estancia de tres meses. Esos tres meses son La gallina ciega82.

Ciñéndonos exclusivamente al Max Aub dramaturgo, de esa breve estancia se pueden subrayar algunos hechos significativos. En primer lugar, la lectura por el propio autor de fragmentos de San Juan, Morir por cerrar los ojos y No, el 24 de octubre, en un salón del teatro Fígaro, teatro en el que estaba la compañía de Nuria Espert y Armando Moreno. Aub da cuenta de lo sucedido con su burlesco «Paso del señor director general de Seguridad», que incluye en La gallina ciega. Inicialmente, se había previsto la lectura de Deseada (Aub creía que a Nuria Espert podía interesarle el montaje de este drama psicológico, en apariencia muy «teatral»), pero la Jefatura Superior de Policía no autorizó el acto, por no existir la autorización previa de censura (¡se trataba de una lectura semiprivada!). En cambio, días más tarde el director general de Seguridad sí autorizó sustituir Deseada por fragmentos de las tres obras antes citadas, ya que éstas se habían publicado en España. Lo curioso, lo pintoresco, es que en Deseada no hay componentes políticos, mientras que sí los hay, a manos llenas, en las otras tres. Con todo, yo pienso que el director general se comportó con una lógica burocrática indiscutible; si su decisión resulta pintoresca es porque no hay absurdo mayor que un comportamiento lógico en una situación ilógica (como lo era la situación española de 1969)83. En cualquier caso, por fin pudimos escuchar a Max Aub, leyéndonos aquellos fragmentos. Los leía mal, francamente; apenas se le entendía... Pero eso era lo de menos. Lo importante, lo emocionante, era verle leer, verle enfrascado con estos escritos   —158→   suyos de años atrás, recordándonos a todos -al recordarlos- que allí estaba él y, con él y con su escritura, el exilio, la utopía republicana de una generación, el eslabón perdido que las nuevas generaciones españolas necesitaban recuperar...

Otras intervenciones: la presentación de No, editada por Cuadernos para el Diálogo; una visita a la Escuela de Arte Dramático, donde asistió a un ensayo del grupo Ditirambo... Asimismo, el dramaturgo presenció varios espectáculos -no sólo los mejores- y, a preguntas de los periodistas, opinó sobre muchas cosas... Fueron opiniones sinceras, contradictorias, inoportunas, intempestivas (como es La gallina ciega); fueron opiniones que sacaron de quicio a la vieja derecha franquista84. Las que se referían al teatro -al lamentable estado en que vivía el teatro español aquellos años- provocaron la réplica airada de Juan Emilio Aragonés y de Alfredo Marqueríe. El diario Pueblo aprovechaba cualquier equívoco, cualquier pretexto para atacar a Aub. Su director, Emilio Romero, publicó un artículo en Sábado Gráfico, digno de figurar al lado de los que aquí hemos citado de González Ruano contra Margarita Xirgu y de Luca de Tena contra Bergamín; un artículo propio de la intolerancia fascista85.

A finales de los sesenta y comienzos de los setenta, regresaron varios exiliados de notable significación en nuestro teatro. Regresos sólo parciales, en algunos casos; regresos para fijar aquí la residencia, en otros. El nombre con el que me gustaría empezar esta breve enumeración es el de José María Camps. Residente en Rostock (antigua RDA) desde 1963, como dramaturgo del Volkstheater (donde dio a conocer textos de Buero, Sastre y otros autores españoles, además de creaciones propias), Camps obtuvo el Premio Lope de Vega 1973 con El edicto de gracia, que se estrenó al año siguiente en el María Guerrero, bajo la dirección de José Osuna. Camps asistió a ese estreno -con anterioridad, ya había hecho algunos viajes fugaces a España-, pero su presencia y el espectáculo mismo despertaron poca curiosidad. Ciertamente, la venida de un exiliado ya no era noticia en 1974.   —159→   Además, y sobre todo, las circunstancias personales por las que estaba pasando Camps -el reciente fallecimiento de su esposa- le llevaban a mantener una actitud retraída, indiferente a su alrededor.

Otro dramaturgo quiero destacar enseguida: José Ricardo Morales, residente en Santiago de Chile y catedrático de Historia del Arte en la Facultad de Arquitectura. En 1969 se publicó en España un volumen con varias obras suyas86. Y en 1970 se editó en la revista Primer Acto su farsa Cómo el poder de las noticias nos da noticias del poder. Este último año, Morales vino a España. Fue su segundo viaje -el primero, tres años antes, le había resultado muy deprimente- y entró en contacto con otros escritores y gentes de teatro. Desde entonces, ha repetido sus venidas de forma esporádica.

En cambio, establecieron aquí su residencia Manuel Andújar -dramaturgo, aparte de novelista y excepcional hombre de letras- y dos directores de teatro: Álvaro Custodio y José Estruch. Andújar y Custodio venían de México; Estruch, de Montevideo.

Ya en la democracia, se produjeron los retornos más espectaculares, más llamativos. Y de éstos, dos muy esperados: en el mundo de la política, el de Dolores Ibárruri; en el mundo de la literatura y el arte, el de Rafael Alberti.

¿Cuál ha sido el lugar que han ocupado nuestros exiliados en el teatro de los últimos veinte años? Dicho de otro modo: ¿ha habido una integración suya en nuestra escena? Trataré de responder, haciendo constar a la vez lo que ha habido y lo que no ha habido.

Si tenemos en cuenta lo que antes decíamos de García Lorca, considerándolo como un escritor del exilio de 1939, su nombre debe abrir también ahora el periodo de la democracia. En este tiempo, la presencia de las obras de Lorca en los escenarios ha sido permanente. Se diría que, para nuestros mejores directores, Lorca ha significado algo así como una reválida profesional, como una piedra de toque. Reseñemos los montajes de Doña Rosita la soltera, por la compañía Espert-Moreno, bajo la dirección de Jorge Lavelli; Bodas de sangre y Amor de don Perlimplín, dirigidas por José Luis Gómez; La casa de Bernarda Alba, dirigida por José Carlos Plaza; Así que pasen cinco años (dos montajes distintos, con diez años de diferencia), por Miguel Narros; El público y Comedia sin título, por Lluís Pasqual, quien auspiciará también, en el Centro Dramático Nacional, el espectáculo 5 Lorcas 5, por varios directores... Aunque a estos montajes se   —160→   les podría poner más de un reparo, advirtamos que, en conjunto, son propuestas escénicas que están entre las más ambiciosas y logradas que ha conocido el teatro español de esta época. Añádase que la poesía de García Lorca aparece constantemente: en recitales de actores o de cantautores, en la reedición de los libros. Los diversos homenajes (el de 1978, el de 1986, el de 1998...), los congresos, los estudios críticos... todo nos hace ver el enorme aprecio que ha habido por la literatura de García Lorca en los últimos veinticinco años. Lo cual, obviamente, no extrañará a nadie. En el teatro español de este siglo, García Lorca y Valle-Inclán representan la cumbre más alta.

Antes de que volviera él en persona, Rafael Alberti volvió como dramaturgo: con el estreno de El adefesio, en 1976, bajo la dirección de José Luis Alonso y con María Casares -otra exiliada ilustre, que venía para esta ocasión- en el papel de la protagonista. Fue un estreno significativo, en plena transición. Al año siguiente, Alberti ya estaba aquí. Su voz, su melena blanca, su carisma... acompañan la euforia de aquellas primeras horas de la democracia. El protagonismo de Alberti va a ser indiscutible; su imagen pública -entrañable- la veremos con insistencia, desde la participación como diputado en las Cortes Constituyentes, hasta los recitales al alimón con Nuria Espert, los homenajes, los premios (sobre todo, el Nacional de Teatro en 1982 y el Cervantes en 1983), los artículos de prensa con que continúa La arboleda perdida... En la cartelera de los teatros, sin embargo, sólo dos estrenos importantes cabe mencionar. En primer término, el de Noche de guerra en el Museo del Prado, bajo la dirección de Ricardo Salvat, en 1978. Con aquel espectáculo se inauguraba el Centro Dramático Nacional. Aunque una junta asesora le respaldara, la elección de Noche de guerra en el Museo del Prado -una elección valiente, arriesgada- fue idea del director del CDN, Adolfo Marsillach. El otro estreno -reestreno, en este caso- fue el de El hombre deshabitado, bajo la dirección de Emilio Hernández, en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, en 1988. Ha habido algún otro montaje, de menor proyección, pero en conjunto se echa en falta la puesta en escena de otras obras de Alberti; en especial, las de corte mágico, como El trébol florido o La Gallarda87.

De José Bergamín se ha estrenado La risa en los huesos: varias piezas cortas, de la primera época de su teatro, unidas en un solo espectáculo.   —161→   Guillermo Heras dirigió este espléndido montaje en la Sala Olimpia (sede del Centro Nacional de Nuevas Tendencias) en 1989. No tengo noticia de que haya habido otros estrenos de Bergamín. Esperan La niña guerrillera, Melusina en el espejo, La hija de Dios...

Pasada aquella saturación de los años sesenta, el teatro de Casona ha tenido poca resonancia en los escenarios. Pese a ello, no han faltado diversas reposiciones: algunas, con un planteamiento estético riguroso, aunque con resultados desiguales; otras, con la mirada puesta sólo en la taquilla, en el negocio. Como ejemplo de lo primero, citaré La dama del alba, bajo la dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente, en el teatro Bellas Artes, en 1991. Como ejemplo de lo segundo, Los árboles mueren de pie, bajo la dirección de José Osuna en 1986 (teatro Príncipe) y bajo la dirección de Gerardo Malla en 1999 (teatro Alcázar).

A Max Aub se le han rendido unos cuantos homenajes. Así, el de Valencia en 1980, con el montaje de De algún tiempo a esta parte, por el Teatro Estable del País Valenciano. Ha habido dos montajes diferentes de Los muertos (por Ana Mariscal y por Alberto González Vergel) y un estreno comercial -con poco acierto- de Deseada (por Carmen de la Maza). Asimismo, una lectura dramatizada de fragmentos de La gallina ciega, bajo la dirección de José Carlos Plaza... Todo lo cual ha mostrado un interés creciente por el dramaturgo y un propósito -compartido por intelectuales y artistas de procedencia heterogénea- de recuperar su teatro. Hasta hoy, el estreno más importante -el gran estreno de Aub- ha sido San Juan, bajo la dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente, en el Centro Dramático Nacional (teatro María Guerrero, 1998). Ojalá que el extraordinario éxito alcanzado con este espectáculo -dentro y fuera de España- sirva para que directores y empresarios se den cuenta de que está ahí, inédito en la escena, el teatro de Aub: más de doce obras de extensión «normal» y más de veinticinco piezas en un acto.

El centenario del nacimiento de Pedro Salinas, en 1991, debió haber servido para una inteligente y adecuada revisión de su teatro. La novedad más relevante fue una nueva edición del Teatro completo, al cuidado de Pilar Moraleda88. Hubo también algún montaje aislado (Judit y el tirano, Los santos...) de escaso valor. Como prueba del injusto olvido en que yace el teatro de Salinas, daré un ejemplo: en las 365 páginas del libro de María José Ragué Arias, El teatro de fin de milenio en España (De 1975 hasta hoy), un   —162→   estudio con buenos enfoques y exhaustiva documentación89, el nombre de Pedro Salinas no se cita ni una sola vez. No puede ser más sintomático.

Otros muchos nombres de autores exiliados quisiera añadir en esta nómina impertinente: desde León Felipe o Manuel Altolaguirre -poetas, sí, pero con originales incursiones en el teatro- hasta José María Camps, Manuel Andújar, María Luisa Algarra, Maruxa Vilalta, José Antonio Rial... y tantos otros. Y entre todos ellos, un dramaturgo cuya ausencia de nuestros escenarios es, si se me permite decirlo de manera coloquial, sangrante. Hablo de José Ricardo Morales. En los últimos veinte años, Morales ha editado estos libros en España: Teatro en libertad (1983), Españoladas (1987), Cuatro imposibles (1995), cada uno de los cuales recoge varias obras dramáticas. Teniendo en cuenta éstas, además de la ya extensa producción anterior a 1977, no cabe duda de que José Ricardo Morales es un autor fundamental en el teatro español contemporáneo.

Álvaro Custodio, afincado en El Escorial, no se retiró totalmente del teatro -como pensaba hacer cuando regresó a España-. En El Escorial, además de escribir -prosa, algún texto dramático-, dirigió un grupo de jóvenes aficionados, presentando algunas funciones en el Coliseo Carlos III. En cuanto a José Estruch, aparte de colaboraciones muy ocasionales (por ejemplo, con Nuria Espert y Armando Moreno), su dedicación se centró en la Escuela de Arte Dramático desde 1976. Allí, y hasta su jubilación en 1986, desarrolló una labor ingente. Estruch era un pedagogo nato; su influencia se dejaría sentir, no sólo en los estudiantes, sino también en los profesores que compartimos con él la ilusión de una Escuela moderna, rigurosa. Una de sus muchas aportaciones fue la creación de los Talleres: Medora (1978), La fiera, el rayo y la piedra (1979), Los cuernos de don Friolera (1984), El rey Juan (1986), La tierra de Alvargonzález (1988)... En el caso de El rey Juan, además, Estruch hizo un trabajo modélico con la traducción y versión de la tragedia de Shakespeare. Llevando el espectáculo de El rey Juan, la Escuela participó por primera vez en un certamen internacional: el Festival des Écoles Théâtrales Européens, en Lyon, en 1987, donde obtuvo dos premios, al mejor director y al mejor montaje. En 1990, unos meses antes de morir, Estruch recibió el Premio Nacional de Teatro.

Ciñéndonos al teatro, hemos seguido en estas páginas un largo itinerario, desde las primeras y confusas imágenes de los exiliados que llegaron   —163→   a mi generación, en la España de posguerra, hasta lo ocurrido en las fechas más recientes, en esta ya última página del siglo. Sé que han quedado sin citar muchos nombres90, pero es ese itinerario lo que he querido mostrar. Y, con él, la reflexión que añado para concluir.

Dos factores históricos han impedido una total integración del exilio en la vida española. En primer lugar, la duración de la dictadura de Franco (treinta y seis años). Y el hecho -obvio- de que, bajo tal dictadura, la integración era imposible. En segundo lugar, la forma especial en que se produjo la transición a la democracia, y que cabe en la palabra que vino a resumirla: consenso. Ese consenso o acuerdo entre las distintas fuerzas políticas de derecha e izquierda, más determinadas instituciones (la Corona, el Ejército, la Iglesia...) hizo posible la democracia. ¡Ojalá hubiera habido un consenso así en 1936 o en 1946! Sin embargo, la aceptación de la monarquía democrática como forma de Estado iba a acarrear una pérdida en las señas de identidad de la izquierda. Porque la izquierda era -había sido siempre- republicana; lo cual no significaba sólo una preferencia por una forma de Estado, sino la herencia de la gran tradición cultural que venía del XIX y casi todo el XX, y que se encarnaba en la obra de nuestros mejores intelectuales, escritores, artistas...

Repito: el consenso fue bueno y necesario. Pero significó para la gente de izquierda una innegable extorsión en las conciencias. Un espeso silencio fue cayendo sobre lo referente a la dictadura, al exilio, a la Segunda República... Como remate, don Juan Carlos tuvo una postura magnífica la noche del 23 de febrero de 1981, y esto hizo que se generalizara la idea de que era lo mismo una monarquía así, una monarquía verdaderamente democrática, que una república... que habría sucumbido esa noche. Pero, si en política esta ecuación podía ser válida, en el mundo de la cultura las cosas eran diferentes, porque ese mundo estaba impregnado de republicanismo, especialmente en el exilio. Y dar a conocer a fondo, en serio, el arte, la literatura, el pensamiento del exilio republicano a los españoles de la joven democracia, era algo que ningún partido político estaba en condiciones de asumir en aquellas circunstancias, y menos que ninguno   —164→   los de izquierda -socialistas y comunistas-, necesitados de ganar cuanto antes una credibilidad institucional.

Por ello, se comprenderá bien que, aunque algunos retornos de exiliados tuvieran un eco llamativo en la prensa y en la televisión, en la práctica cotidiana no hubo ninguna institución poderosa que acometiera la difusión de todo ese corpus de la literatura, del arte, del pensamiento del exilio. En tales condiciones, lo que ha habido estos veinte años -lo que continúa habiendo ahora- ha sido la iniciativa de individuos, o de pequeños grupos, movidos -más que por un compromiso político republicano- por un sentimiento de dignidad intelectual. Dejando aparte el caso Lorca, que ha desbordado los mecanismos culturales habituales, se explican así algunos estrenos muy valiosos: el de El adefesio, el de Noche de guerra en el Museo del Prado, el de El hombre deshabitado, el de La risa en los huesos, el de San Juan..., además de homenajes, congresos, coloquios... De esas iniciativas aisladas dependerá el que, en un próximo futuro, se recuperen otras muchas obras dramáticas que nos esperan para ofrecernos, sencillamente, su verdad y su belleza.



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ArribaAbajoEspaña: Historia y mito. Dos perspectivas dramáticas del exilio

José Paulino


Universidad Complutense de Madrid



1. Introducción

Entre las obras dramáticas escritas al final de la Guerra Civil y durante los primeros años del exilio, algunas, debidas a los mejores poetas y dramaturgos españoles del momento, recogen las experiencias de sus autores en la contienda y la reflexión acerca de los hechos bélicos, con las causas y las consecuencias. No son obras autobiográficas, aunque en algún caso aparezcan aspectos de procesos personales y siempre una actitud ideológica decidida y comprometida. Realizan así en ellas una fusión característica de valor (personal y cívico, moral y militar) y de sentido (justicia, verdad, fraternidad) que forma la base de la justificación moral en los intelectuales del bando republicano.

Junto a estas obras de carácter más ceñidamente histórico, y cuyo referente geográfico y temporal suele quedar bien determinado, encontramos otras de carácter muy distinto, que se distinguen por presentar una visión de España elaborada desde ciertas imágenes míticas y rituales previas, con una distancia estética y emocional que les confiere autonomía y vigencia definitivas.

Ambas líneas, la del compromiso y reflexión sobre la historia inmediatamente pasada, y la de la elevación a una visión mítica y recurrente -aunque no desconectada de la realidad conflictiva- se superponen, alternan en el tiempo y, en ocasiones, en el tratamiento de los mismos autores, como es el caso de Alberti y de Bergamín. Merece la pena, por ello, intentar ofrecer una perspectiva general, necesariamente esquemática, pero de alcance interpretativo, sobre este teatro primero del exilio español.

Para realizarlo hemos de acotar un plazo de tiempo relativamente breve, pero, a la vez, bien cumplido; aquel en que esta experiencia y esta reflexión se mantienen vivas como materias que ofrecen interés y novedad. Digamos   —166→   que unos veinte años: el lapso entre la primera obra de Alberti que vamos a considerar, De un momento a otro (1937) y la última, del mismo autor, Noche de guerra en el Museo del Prado (1956).

Tratamos tanto de articular las líneas histórica y mítica en su específica diferencia, como de relacionarlas, pues ambas no coinciden sólo en el tiempo o en la autoría, sino que cada una se aproxima tendencialmente hacia la otra. Las obras históricas se separan de la inmediatez de los hechos mediante la reflexión intelectual y la universalización de los procesos, incluyendo el caso español dentro de una situación de la humanidad amenazada o perseguida. Por otra parte, en algunas de estas obras se advierte un proceso de sublimación estética al recurrir a modelos de estilización, en busca del ennoblecimiento de la realidad más cruda, es decir, absorbiendo esta realidad en un previo molde mítico. De otra parte, la representación del mito español es una forma poética de ofrecer los conflictos como constitutivos, con referencias más o menos vagas a la historia, especialmente en Rafael Alberti. Historia cuya presencia puede reducirse hasta llegar a su verdadera negación en el drama de Alejandro Casona. Esta forma de abordar la exposición no prescinde de los aspectos cronológicos, pero los deja en segundo término, como cañamazo que pueda dar fijeza al discurso crítico. Tampoco quiere esconder las profundas diferencias entre los autores y sus obras, pero las supone o las muestra sobre el aspecto común que forma la trama de la situación del exilio y de la referencia a España.




2. Causas y procesos previos

He elegido dos obras de escritores comprometidos con la República y con su acción cultural, muy distintas entre sí pero significativas en su contraste. Ya los títulos mismos de estas obras, De un momento a otro (1938-1939) de Rafael Alberti y Cara y Cruz (1944) de Max Aub, respectivamente, nos sitúan frente a una dualidad, presentada, en el primer caso, como un movimiento de cambio radical en el tiempo y, en el segundo, como enfrentamiento por simple oposición. El personaje de la primera será totalmente distinto, otro, del comienzo al final. El Presidente y el General de la segunda son personajes contrapuestos, anverso y reverso en valores humanos y en comportamientos políticos. El carácter de obra dramática cerrada, la patente implicación ideológica en la concepción del texto y su referencia a los orígenes del conflicto relacionan ambos dramas. El tipo de militancia política, el planteamiento de la acción y el punto donde se busca la explicación son, sin embargo, muy distintos.

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Alberti comienza su drama en plena Guerra Civil, dentro de un tipo de teatro combativo y proselitista adecuado al momento. Gabriel, el «héroe burgués, comprometido con la causa proletaria, marxista y republicana» (Torres Nebrera, editor) puede ser un ejemplo y un estímulo. Por ello esta obra muestra un carácter didáctico en su planteamiento, ideológico y dualista en su desarrollo, con una oposición de valores o, mejor, de principios entre los personajes. También por lo mismo la obra está llena de debates dialécticos. En tres actos se muestra la evolución del joven intelectual que se suma a la lucha proletaria y a la revolución. Su muerte, en los primeros momentos del levantamiento militar, le convierte en un héroe, aceptado por los revolucionarios y reconocido por su propia madre y por su hermana. La situación dramática, reflejo de la histórica, contiene estos elementos: ruptura de la familia burguesa (de una ciudad del sur de España), guerra «fratricida», ceguera religiosa, ruina física, económica y mental, desconfianza en los obreros frente a los aliados de otra clase, conciencia desdichada de Gabriel, durante el proceso, resuelta por su participación en la lucha. Finalmente, podemos encontrar una significación en los nombres: el jesuítico de Ignacio frente al de Gabriel, mensajero o anunciador (que Alberti volverá a usar y que se asemeja al suyo propio). Y con esto, entramos en el plano simbólico, instituido en la obra por el prólogo y el final, en las voces del viejo y de la vieja, «hombre del mar y mujer del pueblo», y por el aspecto sacrificial de la muerte de Gabriel.

Cara y Cruz está totalmente escrita desde la situación del exilio. Ya no cabe finalidad proselitista alguna. Se precisa, en cambio, la revisión de las causas del levantamiento militar y la descalificación (moral e histórica) de la usurpación violenta del poder del Estado legítimo y legitimado por la conducta de los dirigentes. Si el título remite inicialmente a la oposición de los dos protagonistas históricos, se dejan adivinar otros posibles significados, como la suerte o destino que se juega en un solo instante (quizás el giro repentino de una situación a otra contraria) o la situación del personaje principal, escindido y vacilante por exigencias y consejos contrapuestos.

El carácter político de los personajes y del espacio escénico (despacho de la Presidencia del Gobierno) confiere a la obra su dimensión general y representativa de todo el proceso. Para construir el golpe de Estado que depone al presidente Ricardo López Ventura e impone al general Carrasco, que se hace llamar Caudillo y dicta severas medidas represivas, Max Aub recurre, según su testimonio, a la historia de la muerte de Madero, presidente de México traicionado por Huerta en 1913, a los sucesos del 10 de agosto de 1932 en Madrid y Sevilla, dirigidos por Sanjurjo, y al mismo levantamiento de 1936.

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La dedicatoria del drama a la memoria de Azaña y los rasgos del personaje nos inducen a ver ciertos trasuntos reales. Pero importan más el conflicto, el debate ético, político e intelectual entre la afirmación de los valores y su destrucción; y, finalmente, late la pregunta angustiada por el cierre, aparentemente definitivo, de un proyecto histórico para la nación. Este complejo planteamiento responde a la preocupación del exiliado: volver la vista atrás para, desde la nueva situación, tratar de comprender. No fue Cara y Cruz la primera obra de Max Aub en México. También las anteriores apelan a la responsabilidad frente a la violencia y la destrucción del mundo. Pero en ésta se trata de la experiencia insoportable del triunfo de la brutalidad, el crimen y la injusticia. ¿Se ha cerrado esta historia vivida? La necesidad de responder a tal pregunta me parece que justifica una aparición «extraña», desde la perspectiva de la coherencia dramática, la del espectro de Molina, el dirigente sindical asesinado. Su discurso es la voz de la conciencia, más que de Carrasco, de la historia, del pueblo, un grito de rabia lanzado como profecía hacia el futuro.

Entre ambas obras, tan distintas, hay ciertos aspectos convergentes: 1) El situar la acción anecdótica dentro de un proceso ideológico que hace crisis (bien sea por una decisión personal o de Estado). Alberti establece un juicio a la sociedad (y a su propio origen), mientras Max Aub inquiere las razones políticas de un sistema, servido por unas personas y unas ideologías. 2) El enfocar ese proceso desde una perspectiva histórica: abierta y exigente, de combate por un tiempo nuevo, o de derrota, con una mirada impotente y crítica. 3) Algunos rasgos de la composición formal que se deducen de los anteriores: convencionalidad de la anécdota y de la intriga; forma dramática cerrada y desarrollo en tres actos; escasa importancia de los elementos de la acción; carga de monólogos o diálogos conceptuales; simplificación de los caracteres; intervención de figuras «irreales» o alegórico-morales, como expresión de los contenidos de la conciencia individual o social («Voces» en Alberti, «espectro» en Max Aub)...




3. La guerra: derrota y grito por la justicia

En este apartado incluyo tres obras de dos autores que no suelen considerarse como dramaturgos más que marginalmente: José Bergamín y Pedro Salinas. Los textos están escritos entre 1943 y 1946. Son, por consiguiente, expresión bastante inmediata de los recuerdos y sentimientos del conflicto. Las dos obras de Bergamín fueron editadas por Manuel Altolaguirre el año 1945 en México: La hija de Dios y La niña guerrillera. La de Salinas -Los santos-   —169→   ha sido casi desconocida hasta fecha reciente (edición de Pilar Moraleda; se publicó por primera vez en la revista americana Estreno, VII, 2, 1981).

En su conjunto las tres obras resaltan el carácter destructivo de la guerra y tratan de elevar moralmente esa destrucción, gracias al sacrificio heroico y ejemplar de los vencidos. Se trata, pues, de obras que parten de una toma de posición y que se identifican con la causa de los derrotados. Y en el caso de los dos autores, la perspectiva estética es de gran exigencia.

La hija de Dios trata un episodio de represión y venganza en la España franquista. La toma de posición puede verse en la aplicación de las características a los personajes y en la elección de la figura central. Ésta es una madre inocente, terriblemente castigada con la muerte de los hijos, a su vez inocentes. De su lado están, por tanto, la razón y la justicia, en un sentido absoluto. Su grito final, «¡Justicia!», puede considerarse el propio de la España del exilio, precisamente porque la obra presenta a ese personaje como representante del sacrificio del pueblo español. Y ahí se muestran el alcance de esta construcción dramática y su valor estético. Por una parte, porque procede a una simbolización, no sólo en el personaje de la madre, sino de la guerra misma en la muerte de los hijos de Teodora y de Leoncio y, después, sobre todo, en el incendio que arrasa el pueblo, como la guerra España. La violencia engendra una destrucción total. Y así llegamos a la razón final de su organización dramática y de su posible vigencia estética: la reescritura de la tragedia clásica, trasposición, con las necesarias modificaciones, de Hécuba en su peripecia y aun en su final, con pocos personajes y largos parlamentos de elevada retórica. La niña guerrillera se refiere a la resistencia armada en los Pirineos, por parte de las guerrillas. También aquí un acto violento y cruel pone en marcha la acción dramática, y la Niña ocupa el lugar de su enamorado, el guerrillero muerto. Al final será igualmente apresada y asesinada. De nuevo hemos de señalar la profunda reelaboración estética, tanto por sus modelos dramáticos como por la expresión literaria: el Romancero, con la doncella guerrera o don Martinos, según la versión que cita Bergamín. Así, el nombre del guerrillero muerto es Martinico. Y la acción dramática se adapta, hasta cierto punto, a ese modelo. Pero además está la influencia del teatro clásico español (tres jornadas), en especial de Lope de Vega por la gracia, inventiva y agilidad de la acción, por su organización escénica y por el carácter popular. Y junto a Lope, la presencia más inmediata de Lorca. De ambos aprende Bergamín a juntar lo dramático con lo lírico y a traspasar poéticamente el espacio real. Un coro que comenta la acción, entona una nana, etc. da buena cuenta de la sugestión lorquiana. A su modo, la poetización permite pasar a una simbolización, en que la Niña incorpora el sueño de España, su esperanza.

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De las doce obras breves que escribe Pedro Salinas, sólo una de ellas, Los santos (1946), se destaca por su relación de los hechos de la Guerra Civil. La acción es muy sencilla, pero ajustada y equilibrada en su distribución y desarrollo. De nuevo los protagonistas son personas del pueblo español, víctimas de la violencia del ejército nacional. Así que el planteamiento está claramente trazado en sus preferencias ideológicas, aunque no hay debate ideológico o político, sino, por una parte, reivindicación de la República y de su ejército (frente a la simple imagen anticlerical y bárbara) y, por otra, exaltación del sufrimiento y del martirio de los inocentes: «A todos nos matan por nada».

Pero lo que destaca sobre todo es el milagro o sorpresa final, el cambio de los condenados por los «santos», que produce un efecto preparado desde antes mediante los rasgos que relacionan a cada personaje con una figura religiosa. Ese final revela la condición de inocencia de los personajes y la injusticia de su condena. Se consigue así un momento de gran intensidad dramática y emocional, que vuelve a mostrar la conjunción de los dos rasgos que Ángel del Río propuso para este teatro de Pedro Salinas: la inminencia en el tiempo (están esperando ya la muerte) y la transformación de la realidad (o presencia de una dimensión oculta) en el espacio.




4. Continuación de la lucha y extensión del exilio

Volvemos sobre el teatro de Max Aub, ya que, en la década de 1940, la presentación de un mundo en convulsión y los efectos de ese desorden sobre las vidas humanas constituyen las notas dominantes de sus obras, visibles en los espacios carcelarios o de enclaustramiento que se repiten en la escenografía. Un mundo cruel, violento, y un mundo a la deriva.

Expuestas ya las causas y razones de la guerra, en el apartado anterior, las obras reunidas bajo el epígrafe «Teatro de la España de Franco» son ejemplo de la continuación de la lucha (lo que enlaza con La niña guerrillera, de Bergamín) para comentar los efectos y experiencias que se muestran en «Los trasterrados» y las dificultades del regreso en «Las vueltas», todas en un acto. En el primer grupo están Los guerrilleros (1944), La cárcel (1946) y Un olvido (1947). Estas piezas de una sola situación representan la lucha de todos los pobres del mundo y manifiestan la esperanza de una inminente «victoria de la libertad», a pesar de los fracasos y debilidades.

La serie «Los trasterrados» incluye A la deriva (1943), Tránsito, El puerto y El último piso (las tres de 1944). En ellas, la experiencia del exilio se   —171→   extiende y universaliza. En Europa o en América, seres desarraigados sobreviven sin patria. Ambas series están íntimamente relacionadas como partes de un proceso histórico que incluye la guerra (española y mundial), la dispersión y el exilio (español y europeo), el universo policiaco y carcelario resultante. Y esta relación se hace patente en la semejanza de los ambientes cerrados, clandestinos, opresores; en los tipos de los personajes: víctimas de los conflictos y la intolerancia; en las situaciones dramáticas que plantean los conflictos personales. La obra más significativa de este teatro del exilio como condición histórica general -felizmente recuperada para los escenarios españoles- es San Juan.




5. La España trágica y su proyección mítica

Como ya anticipaba, la visión mítica del conflicto español se nos presenta como una línea dramática simultánea y paralela a ese otro teatro más reivindicativo y polémico que acabamos de recorrer. En ella el exilio proyecta su desplazamiento de España elaborando una imagen de carácter poético y de resonancias telúricas y naturales, frente a la otra imagen más militante. Esta proyección es el único modo de referencia a España en la obra de Alejandro Casona, pero no lo es en el caso de Bergamín o de Alberti, que comparten la escritura de obras reivindicativas y de obras míticas, ya que ninguna de estas dos líneas niega a la otra. La perspectiva mítica, sin embargo, ofrece mayor virtualidad hacia el futuro: desvinculándose de la realidad histórica, deriva hacia la reescritura de los mitos clásicos o literarios en Bergamín (aunque frecuentemente adquieran cierto tono español, como Medea), mientras Alberti permanece ligado a su tema español, hasta la versión de La lozana andaluza, última adaptación para la escena.

El ballet Don Lindo de Almería es obra de vanguardia de los años treinta, pantomima pensada para Diaghilev, no estrenada entonces y presentada en México (enero de 1940). En ella la memoria se eleva, gracias a las mediaciones culturales y a la estilización formal, a una visión del mito español con su doble carácter de conflicto y salvación, o pérdida y recuperación, integrando el conflicto vital en la dimensión estética91. Muchas de   —172→   sus referencias teatrales nos llevan a Lorca: tema del viejo y la niña, poesía y color en la evocación escénica, vanguardismo y depuración de rasgos y personajes populares, dinamismo plástico y musical. Todo ello con un continuo aflorar de sorpresas y efectos que favorece el dominio del juego y de la parodia fantástica, patente también en el empleo sistemático de la hipérbole. La escritura de esta obra por parte de Bergamín adquiere una perspectiva contextual adecuada al relacionarla con obras lúdicas y festivas de compañeros de generación, anteriores a la Guerra Civil, como La pájara Pinta y Colorín colorado, de Rafael Alberti, en las que se presentan con humor vanguardista temas y figuras de la tradición española. A la vez, se completa su significación al considerar el momento y el lugar de su representación pública, como señala la cita de Rejano.

El estreno de Don Lindo suscitó dos réplicas del autor en otros textos de características semejantes, ambos de 1940: La madrugada del panadero. Escenas burlescas trazadas por José Bergamín, y Balcón de España... Escenas de caprichos, desastres y disparates... siguiendo las figuraciones de Goya. Esta segunda incluye los elementos más oscuros y desgarradores en una visión trágica de España (proyectada en la pintura) que alcanza nivel mítico y fija el conflicto en figuras definitivas y grotescas fuera del tiempo. Las referencias pictóricas y la aparición de la guerra en una forma alegórica nos sugiere también una relación anticipadora con Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti (no por incipiente y remota, menos real).

Alejandro Casona es uno de los autores más representativos del exilio, pero a la vez resulta excepcional por el hecho de haber obtenido éxito, no sólo en América, sino en varios países europeos, gracias a sus comedias en las que integra las convenciones clásicas con los hallazgos de la modernidad.

Dejando rasgos generales que aquí no nos conciernen, reconozcamos que en pocas obras recoge expresa e íntegramente el tema español; en su mayoría, son versiones de obras literarias consagradas. A esto habría que unir otras referencias implícitas (inspiración en textos clásicos para La tercera palabra) o de ambientación espacio-temporal, como en La casa de los siete balcones y referencias asturianas [Palacios Gros, 1963].

Pero la obra fundamental para este apartado es La dama del alba (1944), considerada la obra maestra de su autor. En ella Alejandro Casona evoca sus recuerdos infantiles y eleva hacia el mito todos los elementos de su drama, entre los que destaca su famosa alegoría simbolista de la Dama Muerte. Con esta obra alcanza Casona una feliz síntesis de su mundo dramático habitual, insertado en una evocación de España ajena a la historia. Y su   —173→   constitución para la escena la podemos observar en tres aspectos que tienen cierto orden lógico: 1) eliminación de los elementos históricos circunstanciales; 2) constitución de una fábula con valor arquetípico por su estructura y sus actantes; 3) ambientación espacio-temporal de carácter mítico y expresión en lenguaje ritual y poético.

Por consiguiente, debe decirse que, a diferencia de Bergamín, en parte, y de Alberti, Casona no trata el conflicto español como constitutivo de su carácter y de su historia, sino el conflicto vital de individuos dentro de un pueblo idéntico a sí mismo. Del tiempo recoge su dimensión (natural) de edad (niñez, juventud, madurez, vejez en los personajes), no el proceso (histórico) de creación social. Por ello el mito de esta España es tan universalmente reconocible (y representable) como poco definidor, aunque para situarlo Casona haya recurrido a un color local costumbrista de carácter folclórico (cantos, cuentos, bailes) nada gratuito.

La separación de las condiciones históricas inmediatas se marca desde el inicio, en la dedicatoria y la primera acotación. El cronotopos se establece con un carácter emblemático, distanciador (empleo del plural arcaizante) y ucrónico. Y todavía encontramos un reforzamiento de la abstracción en el subtítulo, «retablo en cuatro actos», donde «retablo» tanto puede referirse a un modelo de teatro como a figuras de carácter y disposición religiosa; aspecto este último ratificado por la acotación final.

La historia que Casona inventa tiene muchos rasgos de carácter arquetípico, hasta poder leerse como una variación personal (muy inspirada) del mito universal del ciclo muerte/resurrección. Así, la historia dramática va repitiendo, en círculos sucesivos -personal, familiar, religioso- ese modelo. Evidentemente la presencia escénica de la muerte como peregrina confiere un carácter mítico y sacral a todo cuanto acontece. Ella es una figura «eufemizada»: la muerte hermosa, ambigua pero atractiva, dotada incluso de sentimientos, es decir, natural y que forma parte de ese universo humano. De este modo, la obra, con las dos venidas sucesivas de la muerte, termina por reafirmar la sucesión de vida/muerte/vida. Un final que se sirve de la vigencia (al menos poética) de las creencias colectivas, más allá de su verdad histórica («La belleza es la otra cara de la verdad»).

Con gran coherencia y riqueza, esta historia se apoya precisamente en todo un sistema de símbolos tradicionales y de elementos arquetípicos del ciclo natural y vegetativo y del mito de la resurrección. El tiempo, pues, queda sólo referido al ciclo natural. La vida humana forma parte de él y se prescinde del cambio o del progreso. Se representa una especie de «intrahistoria» enfrentada a la muerte. La misma «historia» de Angélica (traición, dolor, arrepentimiento) se borra (como antes la de Adela) en el río, para   —174→   convertirse en imagen de culto, en modelo de pureza, respetada y devuelta por el río/tiempo. El centro estable, lugar fijo de esta «intrahistoria» es la casa, único espacio escénico presente, pues los otros son aludidos o mencionados (adyacentes y virtuales).

Parece evidente que esta composición de carácter sagrado -retablo de muerte y resurrección- y de afirmación de valores últimos, tenía que expresarse en un modo poético a partir de un habla sugeridamente popular, llena de imágenes. Modo que intenta conferirle el estatuto de lenguaje dramático intemporal. La concepción mítica pretende así salvar una imagen de España y sobre ella el desterrado Casona establece la unidad de su creencia: fe de vida y fe en la vida.

El ciclo mítico de Alberti se compone de una trilogía: El trébol florido (1940), El adefesio (1944), La Gallarda (1945) y de una obra impar, Noche de guerra en el Museo del Prado (1954-1956). En las tres primeras se lleva a cabo una escenificación del conflicto, inserto en una dimensión transhistórica, mediante un conjunto de imágenes muy plásticas y la incorporación de rituales vinculados a las tradiciones hispánicas. De este modo España aparece identificada con elementos geográficos, espaciales, de carácter poético y de valor metonímico (tierra y mar o llanura interior). La fábula mostrará la imposibilidad de la unión de esos elementos mediante una pareja de enamorados que sufre hasta la muerte. Y en el desarrollo advertimos continuamente el carácter fuertemente ceremonial de los comportamientos y la implicación de las fuerzas cósmicas (a veces personificadas también).

Estas obras inventan mitos sobre modelos existentes (oposición tierra/mar, enfrentamiento fraternal a muerte) o los incorporan como molde interno estructurante (Pasifae). También la onomástica y la toponimia tienen referencias mitológicas culturales o propias (como el viejo genio Babú). Amor y muerte («fábula del Amor y las Viejas» es el subtítulo de El adefesio) se constituyen en el núcleo originario, desarrollado como imposibilidad del amor y cumplimiento de la muerte en el extremo de la represión, que se opone a la fuerza vital, natural, que es el instinto. Y así las obras se levantan como protesta ante la violencia, la legitimación religiosa y la crueldad. La calidad poética y la esencialidad dramática acercan, por cierto, estos textos a la tragedia.

Advertimos de manera lateral las diferencias de Alberti con las anteriores. Sentido trágico permanente y mayor amplitud respecto a Bergamín y planteamiento en el fondo opuesto a Casona; mientras éste procede a negar implícitamente la historia (con su evocación), Alberti produce un reflejo teatral metahistórico, es decir, despoja a la realidad histórica de su contingencia   —175→   sin privarla de su sentido y, sobre todo, toma el enfrentamiento interhumano como eje de su fábula trágica en tres momentos: persecución, represión y muerte.

Y esto es patente en la más conocida, El adefesio, que ofrece la mayor proximidad a la realidad española (es bastante clara la metáfora de la represión y sus claves sociales) y se deja interpretar dentro de una tradición de literatura heterodoxa que tiene sus polos en La Celestina y en La casa de Bernarda Alba. Y nos parece especialmente significativa porque unifica en su teatralidad el aspecto mítico con el ritual, de modo que su estructura dramática progresa por réplicas degradadas de los ritos religiosos católicos.

Calificamos sin duda estas obras de Alberti como «poéticas», fundamentalmente por tres motivos vinculados entre sí: la incorporación de unos referentes míticos, el alcance universal de las fábulas y de las fuerzas que en ella se enfrentan, y el empleo del lenguaje, sea en prosa o en verso. Pero desde la perspectiva dramática hay que tener en cuenta de nuevo la unión de una tradición neopopular, que tiene continuidad en Alberti, con el vanguardismo anterior a la Guerra Civil (y su preferencia por el teatro no realista, con rasgos de experimentación y regreso a lo primitivo).

De este modo la «realidad histórica de España» ha quedado traspasada a otro plano, pero no anulada ni olvidada. Lo que se representa es la entraña de un conflicto eternamente reproducido como enfrentamiento fratricida (Martín/Alción, Mayoral/Vaquero) e imposición violenta de las figuras de la autoridad (Sileno, Mayoral, Gorgo) hasta la muerte. La realidad histórica pierde su concreción e inmediatez para reaparecer como verdadera realidad trágica.

Noche de guerra en el Museo del Prado debe cerrar este sucinto recorrido por la razón cronológica propuesta al comienzo, pero, sobre todo, por ofrecer un testimonio excepcional de integración de la doble perspectiva tratada: surge desde la experiencia misma de la guerra, como un episodio biográfico, para proyectarse tanto hacia los orígenes históricos del conflicto español como hacia la imagen (expresada por el mito y el arte) de una España destruida por la guerra, que, sin embargo, renace de sí misma a través del heroísmo y del sacrificio de su pueblo víctima (Manco, Descabezado, etc.). No hay sólo «mitos» escenificados (como Venus y Adonis) sino que la fusión de tiempos y personajes supone una estructura mítica, en la que se realiza esa muerte y salvación del sujeto colectivo.

El plano histórico y el mítico se integran perfectamente en el marco de otro tercero, no frecuente en el teatro, que es el propuesto en el prólogo, con la presencia directa de un autor que narra sus recuerdos para insertar   —176→   la historia personal en la Historia. Su visión hacia el pasado justifica el tratamiento mítico y el juicio sobre la historia mediante el desfile carnavalesco final y la ejecución de los dos muñecos: «Colguemos cuanto antes de lo alto a esos podridos símbolos de la desvergüenza y de la tiranía. ¡No volverán jamás, no pisarán jamás este suelo si hacemos todos juntos que nuestra barricada sea inexpugnable!» [Alberti, 1991, 223].

Evidentemente, el teatro escrito en el exilio tiene una vida más amplia y extensa y los modelos aquí señalados no agotan la capacidad creadora de estos autores ni incluyen a todos los que escribieron, sea en la línea testimonial y realista de Max Aub, en la reflexiva y filosófica de Dieste, en la convencional de Casona o en la irónica de León Felipe. Todos ellos tienen en este volumen su lugar propio. Pero me parece de interés resaltar que este breve panorama permite incluir escritores de tan alta calidad en un tiempo tan limitado y que los dos modelos suponen la misma intención. Con puntos de partida dramáticos y teatrales diversos tienden a confluir en la integración de lo histórico y de lo mítico para interpretar el conflicto de España -su ser histórico y metahistórico- y la experiencia personal vivida, tarea propia precisamente de quienes se encontraron amputados con violencia de una dimensión fundante de su ser.




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