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ArribaAbajoRafael Dieste: reescritura dramática y teorización teatral

Arturo Casas


Universidade de Santiago de Compostela


Fue Rafael Dieste (Rianxo, 1899-Santiago de Compostela, 1981) un humanista polígrafo de atenciones multiplicadas cuya trayectoria intelectual me parece representativa de la de aquellos escritores formados en el magisterio orteguiano, en mayor o menor medida contrastado con otras influencias particulares (en este caso, las de Dostoievski, Nietzsche, Croce, Scheler, Unamuno, Cossío, Castelao, Risco, la de su propio hermano, Eduardo Dieste...), pero que en un momento dado, casi siempre en torno a los anhelos de un nuevo modelo político y administrativo para España, también de un abandono de los lastres que reprimían la cultura popular y atenazaban el desarrollo social de los más desfavorecidos, sintieron la necesidad de replantearse el desencuentro entre las esferas espiritual y vital de la existencia humana. Acontecía ello en el contexto de la crisis de la razón sufrida por la Europa de entreguerras.

Repartió el autor su producción entre dos lenguas, la gallega y la castellana, aquélla priorizada en los años de su actividad pública inicial -los coincidentes con la dictadura primorriverista- y ésta utilizada de modo casi exclusivo a partir de su instalación en Madrid, poco antes de la proclamación de la Segunda República. Cultivó un amplio repertorio de géneros literarios (cuento, poesía, aforismo, ensayo, aproximaciones a la novela...) y teatrales (tragedia, comedia, farsa, mascarada, intriga para guiñol...), explorando casi siempre territorios fronterizos desde el punto de vista de lo contemplado por las poéticas de procedencia clásica. Se ocupó igualmente de tareas periodísticas, investigaciones geométricas, indagaciones filosóficas, hermenéuticas y estéticas..., atendiendo asimismo con decisión la teoría y la crítica literarias y de arte. A este último respecto nos interesa no perder de vista que Dieste fue el teórico por antonomasia del movimiento renovador de la plástica gallega durante los decenios de los veinte y los treinta, actividad que proyectó a los años   —234→   del exilio y que en mi criterio incidió notablemente en sus concepciones sobre el arte teatral.

Son cinco los segmentos que se pueden diferenciar en la peripecia de exiliado de Rafael Dieste (1939-1961). El primero comprende los meses de febrero a julio de 1939, con un primer momento de reclusión en el campo de concentración de Saint-Cyprien y breves estancias sucesivas en Poitiers, Rotterdam y Montevideo hasta instalarse con su esposa, Carmen Muñoz (como él, maestra de profesión y colaboradora de las Misiones Pedagógicas), en Buenos Aires. En la capital argentina residieron hasta finales de 1948 desempeñando ambos diversas funciones en el sector editorial, una ocupación que nuestro autor compatibilizó con otras actividades, entre ellas la impartición de cursos en la Universidad de La Plata, sus estudios sobre pintura, la vuelta al libro de relatos (Historias e invenciones de Félix Muriel se publicó en 1943) y, sobre todo, la indagación gnoseológica y en general filosófica. El tercer capítulo del exilio supuso una serie de viajes por diversos países europeos hasta fijar domicilio en Cambridge, en cuya Universidad trabajó Dieste como lector de español hasta 1952. Se abre aquí además la fase más intensa de sus investigaciones geométricas en torno al V Postulado de Euclides, ya nunca abandonadas. El cuarto segmento alcanza hasta 1954, con breve residencia en Nueva York y más demorada en Monterrey. En el Instituto Tecnológico de esta ciudad mexicana -también, esporádicamente, en la Universidad Estatal de Nuevo León- ejerció Dieste de nuevo la docencia superior, acompañado ahora en ese ejercicio por su mujer. El último tramo corresponde al regreso a Buenos Aires y también al trabajo en la editorial Atlántida, que Dieste complementó hasta 1961 con diversos ciclos de conferencias en la Universidad de La Plata.

Como fue casi consustancial a toda experiencia del destierro, nuestro escritor reflexionó sobre la condición del exiliado, en especial en las cartas cruzadas con sus compañeros del grupo de Hora de España. La idea siempre latente en ellas es la de que lo perdido fue no sólo una tierra sino además un tiempo histórico con sus proyectos. Ello podría estar en el fondo de las ocupaciones extraliterarias a las que se acaba de hacer mención, ocaso buscadas ante la constatación de la pérdida de una interlocución próxima mínimamente compensatoria. A pesar de lo cual sería inapropiado juzgar como refugio solipsista la dedicación a las matemáticas o la filosofía, pues el propio Dieste dejó constancia de lo fundamental de esas investigaciones para su proceso personal.

Recordemos ahora en orden cronológico la totalidad de sus publicaciones de obra dramática, citadas por la primera edición y especificando, si   —235→   es el caso, ediciones posteriores que recogieron la versión definitiva de los textos según la voluntad autorial. Los títulos son los siguientes: A fiestra valdeira. Comedia de remate ledo en tres lances, o derradeiro cun respiro (1927)165, Viaje y fin de don Frontán. Farsa trágica (1930)166, Quebranto de doña Luparia y otras farsas (1934)167, Revelación y rebelión del teatro. Misterio polemístico en una jornada (1935)168, El moro leal. Marionetas en batalla (Para un guiñol antifascista) (1937)169, Nuevo retablo de las maravillas (Mascarada en un acto) (1937)170, Al amanecer (Comedia en un acto) (1938)171, Promesa del viejo y de la doncella. Comedia para el cine en tres actos (1938)172, y las ya citadas compilaciones Viaje, duelo y perdición -tragedia,   —236→   humorada y comedia- (1945), Teatro, I (1981)173 y Teatro, II (1981)174. Además, podrían catalogarse como obras dramáticas El poeta sacrílego, El mago encorvado175, O drama do cabalo d'axedrez (1927)176 y, ya con algunas reservas, también el Diálogo de Manuel y David y el epígrafe Diálogo de Zenón de Elea con su Amigo, éste perteneciente a las Variaciones sobre Zenón de Elea, ambos textos incorporados al volumen Diálogo de Manuel y David y otros ensayos177, que se publicó bajo el sello vigués Teseo en 1965 (en realidad, una edición de autor), pero que en su escritura corresponde a la segunda mitad de los años cuarenta, por tanto durante la primera etapa del exilio bonaerense de Dieste. Salvo estas dos últimas referencias y otros siete títulos más (los dos que incluye Místicos, La perdición de doña Luparia, Duelo de máscaras, Revelación y rebelión del teatro, Promesa del viejo y de la doncella y El empresario pierde la cabeza), el resto de la producción dramática diesteana, incluido el Drama do cabalo d'axedrez, ha sido representada en algún momento, durante la etapa republicana, creo que siempre bajo su propia dirección.

Como complemento de esa nómina debe tenerse en cuenta que toda la obra de este autor se orienta a la elucidación de una razón dramática de compromiso isegórico y dialógico, que es a la vez una teoría sobre el binomio   —237→   identidad/alteridad -también un cuestionamiento de lo que apelamos como el/lo otro- orientado de forma habitual al entendimiento y al acorde (más que al acuerdo) como télos del lenguaje. Interesa tal teoría una multiplicidad de relaciones humanas -amor, amistad, camaradería, filiación...-, así como una red de aspectos ideológicos y de sistemas de creencias, de ubicación de las diversas perspectivas y discursos frente al mundo, de situación de dialécticas comprensivas de lo misterioso, lo sagrado, etc., las cuales -reitero una confesión autorial- en ocasiones no son otra cosa que manifestaciones de la específica pluralidad de voces que conviven en la conciencia individual del propio escritor. Ello explica que en el preludio al citado Diálogo de Manuel y David haya escrito Dieste estas palabras tan claras, tan propiciatorias de una representación escénica (empresa que Ricard Salvat ha señalado que no sería descabellado acometer): «Al mismo tiempo que el diálogo interesan sus peripecias, no exclusivamente dialécticas, sino a la vez dramáticas, así como el carácter de los personajes, las experiencias y recuerdos aducidos por cada uno y el modo insólito del encuentro y la despedida».

La producción teórica de Dieste sobre materia teatral tiene sus antecedentes más relevantes en la crítica que ejerció en los años veinte desde su columna de El Pueblo Gallego. En este momento sólo puedo destacar de ella su apuesta por la estilización racional, por la contención expresiva y por la subordinación dramatúrgica a lo que investiga como un método de simbolización. Junto a ello resaltaré asimismo el interés experimentado por las dimensiones estética y política de la recepción. Nuestro autor quiere en la platea un público pensante, activo y no unánime. Utilizando la célebre polaridad empleada por Luis Araquistáin en La batalla teatral, un público más reflexivo que emocional, equivalente al que el propio Dieste, con una jerarquización antitética a la que en los años veinte y treinta triunfaba en la escena española, pone en uso cuando enfrenta la praxis liberal a la melodramática. Esto es de gran relevancia para interpretar sus propias opciones como poeta dramático y como director escénico, incluso para valorar debidamente la subordinación algo heterodoxa de su ingenio a los usos del teatro propagandístico durante la guerra, o esa convivencia con lo didáctico (entendido en un sentido no puramente utilitarista, ni mucho menos dirigista) a la que jamás renunció, o la asimilación también polémica de una parte de los postulados de Craig, Appia y otros renovadores de la concepción teatral, que en Dieste siempre hay que analizar estimando el peso que en él alcanzó el método de Stanislavski.

Antes del exilio hay dos obras suyas que deben destacarse como aportaciones muy relevantes a nuestra teoría teatral contemporánea. Se trata   —238→   de Revelación y rebelión del teatro (1935) y de La vieja piel del mundo (1936), ambas escritas durante la etapa formativa del autor en el extranjero y coincidentes en la presencia sustancial del elemento dionisiaco. En el segundo de esos títulos podría verse además una de las piedras fundacionales de la tarda hermenéutica hispánica. Se centra en la posibilidad de constituir una razón histórica superadora de esquemas positivistas y naturalistas, pero el punto de partida, el eje de toda la reflexión, es el debate sobre la teoría de la tragedia, con atención prioritaria a Nietzsche. Dieste defiende que el origen de la tragedia se localiza en la necesidad de hallar sentido al tiempo, una tarea que él conjuga con la posibilidad de una comprensión dialógica entre el destino personal y la historia universal. En Revelación se polemiza, en formato de debate metateatral perfectamente representable, con las teorías escenográficas y teatrales de E. G. Craig, contrapunteadas con otras contemporáneas, con la denuncia de las insuficiencias de la estética naturalista y ante todo con la consideración de que la rebelión del teatro contra la poesía dramática (la posición autonomista y visualista de Craig) debería atemperarse en función de un doble reconocimiento: a) que el drama aspira siempre a la representación y b) que prefigura en sí mismo un público esencial. Dieste tampoco esquiva uno de los asuntos más delicados en relación con la poesía dramática, aquel que puede convocarse con la pregunta ¿cómo leer el texto dramático?, que por supuesto implica claves semióticas y dramatúrgicas en cuanto la pregunta se le formula -como es el caso- al stage-director craigiano, al espectador asiduo, al especialista en literatura dramática o en historia del teatro, etc.

Aludí más arriba a las concepciones diesteanas sobre materia teatral. En mi criterio, implican éstas desde su arranque tres factores complementarios, que habría que sumar a lo que hemos visto sobre la razón dramática. Son los siguientes: 1) un imperativo de comprender, resuelto mediante la convergencia hermenéutica de los estratos éticos y estéticos tematizados en el drama, equiparados habitualmente a la luz de una axiología de base personalista receptiva a la esfera de lo antropológico-comunal y relativamente ajena al vector político-social; 2) el conocimiento práctico de los diversos oficios escénicos y de la artesanía teatral ya desde sus años juveniles, si bien con intensidad superior a raíz de sus investigaciones en Francia y Bélgica como becario de la Junta para Ampliación de Estudios (1934-1935), o de su dirección del Teatro Guiñol de las Misiones Pedagógicas (1933-1934 y 1936) y del Grupo Nueva Escena y del Teatro Español de Madrid durante los meses iniciales de la guerra, antes del traslado a Valencia; y 3) la constitución dinámica de un pensamiento dramatúrgico   —239→   que cabría calificar de protosemiótico, aunque sometido siempre a lo hermenéutico, con estaciones relevantes en sus trabajos de crítica periodística en El Pueblo Gallego (1925-1926), en los ensayos de La vieja piel del mundo (1936) y El alma y el espejo (1948) y en los textos que tituló Revelación y rebelión del teatro (1935), Tratado mínimo del arte de la escena (1944) y otros que permanecen inéditos por no haberse culminado su ordenación y redacción última. En datos como los comprendidos por el segundo y el tercer factores se ha asentado con acierto la referencia a Dieste como hombre de teatro.

Hemos apuntado pistas que miran hacia la existencia de una serie de contradicciones, suficientemente singularizadoras de la posición de un intelectual solidario con su tiempo histórico, decidido en la defensa de los valores que en su momento representaron la República y un galleguismo federalista no nacionalista (por supuesto, también el antifascismo), pero al mismo tiempo aislado y aislable por la peculiaridad de sus preocupaciones etoestéticas. Aunque acaso sería preferible referirse a una aporética íntima, tal y como él mismo acostumbraba a sugerir, auténtico fundamento temático de la totalidad de su producción filosófica y literaria, también desde luego del sector dramático de esta última. Una aporética que no siempre coincidió en sus resoluciones y pactos con la que gozaba de una vigencia generalizada en los ámbitos ideológicos de los que Dieste participó, a menudo con un matiz de disidencia racional que sería simplista y falsificador calificar de sectario, pero que en cualquier caso nunca encontró sitio suficiente en la militancia partidaria178.

Las condiciones generales de este volumen, centrado en las actividades teatrales del exilio, hacen inconveniente una referencia pormenorizada a la obra de Dieste anterior a 1939, que en lo referido al sector dramático ha sido detallada en sus títulos. Si se exigiese una ordenación de esa parcela habría que diferenciar, en línea con conocidas propuestas de Estelle Irizarry y Manuel Aznar Soler, al menos los siguientes cuatro núcleos: las piezas previas a su incorporación a las Misiones Pedagógicas, las farsas guiñolescas, la reflexión metateatral y el teatro de urgencia y circunstancia   —240→   bélica. Según hemos indicado anteriormente, Dieste tomó la pluma sólo una vez para escribir teatro después de la guerra (El empresario pierde la cabeza), en un momento que ni siquiera corresponde al tiempo del exilio sino al de su reinstalación en Galicia, etapa en la que además reescribió o al menos corrigió varias otras farsas y también Revelación y rebelión del teatro, siempre con la mirada puesta en la reedición de las mismas (Laia, 1981). Durante las dos etapas de su exilio bonaerense revisó también algunos textos de preguerra, en concreto la comedia A fiestra valdeira, de la que como se ha visto entregó edición definitiva en 1958, y el libro que en 1945 presentó como trilogía, Viaje, duelo y perdición. Parece oportuno, pues, concretar someramente el sentido de los cambios introducidos.

En relación con la pieza escrita en gallego, Dieste procura dinamizar el texto concebido treinta años antes, así como enriquecer el problema tratado y sus posibilidades hermenéuticas, aspirando a presentar uno y otras como una esfera armilar cuyo centro no es otro que el reencuentro con la identidad perdida, y cuyas capas -la personal, la familiar, la comunal, la artístico-representativa...- muestran una perfecta correspondencia interna. Recorta el autor para ello las peroratas redundantes de los personajes, aquieta la gestualidad excesiva, suprime algunas concesiones efectistas y esquematiza las didascalias (sin llegar a suprimirlas, como requeriría una asunción estricta de los gustos de Craig). El objetivo no parece otro que el de profundizar en aquella estilización simbolizante perfilada ya en sus posiciones críticas de los años veinte. Lo más curioso es que esa operación tenga un sentido inverso al propiciado en el decenio anterior al aprestar la trilogía escrita en castellano.

El salto entre las dos versiones del Don Frontán179, separadas por quince años, es deducible en parte desde el cambio de su clasificación genérica, «farsa trágica» en 1930 y «tragedia» en 1945. La subversión de lo trágico canónico se establece en la obra desde la constatación de que nadie, salvo el propio don Frontán, reconoce la necesidad del conflicto. Pero la raíz farsesca y tibiamente expresionista, que Dieste quiso minorar cuando revisó el texto, se localiza esencialmente en la inspección irónica que del principio aristotélico de la catarsis se traza en la pieza, utilizando para ello como herramienta principal la clase de representación guiñolesca dispuesta por Pinturillas a partir de la peripecia vital del héroe trágico-grotesco hacia   —241→   la muerte -un montaje fragmentario y confuso, enmarcado en una narración externa, ajeno a todo resabio naturalista- y de la clase de recepción experimentada por un público escasamente atento al desarrollo dramático, inmerso como estaba en las variadas atracciones de la romería en la que participa. Se trata de un público que interrumpe, increpa y, en fin, se desentiende de la sustancia del conflicto representado, en el que como ha visto Irizarry se entremezclan las habituales referencias míticas del teatro diesteano, en este caso, a lo edípico y lo quijotesco, también con reflejos bíblicos y de las angustias del Segismundo calderoniano.

En Duelo de máscaras -que en 1945 se cataloga como «humorada», abandonando también la condición anterior de farsa- practica Dieste una amplificación que comienza por las dramatis personae, con la incorporación de Horacio y Felisa, criados de don Juan, nuevo ejemplo de hidalgo rural, nuevo ejemplo de mito revisitado. La pieza se desdobla, acaso condicionada por su mayor extensión, en dos escenas. Como en el caso anterior, la comparación entre las didascalias respectivas de farsa y humorada ofrece numerosas pistas sobre el cambio de rumbo autorial en favor del afianzamiento de una realidad más razonable, parcialmente podada de elementos descriptivos, de excesos oníricos y de reflejos autoirónicos. El diálogo demora el desenlace, que es la muerte en duelo del dudoso seductor y del no-agraviado Claudio, esposo de Rosa. Es asimismo significativa la funcionalidad dramática de los criados, que surge de la necesidad de sustituir a las dos máscaras del delirio que en la farsa espejeaban el desenlace prolongando el absurdo, dos máscaras que son trasunto de Claudio y don Juan, quienes a su vez remitían a sí mismos en edad juvenil e incluso a otras dos máscaras-caricaturas que en ausencia de personajes reales en escena anunciaban, mediada la pieza y tomando las efigies de don Juan y de Amadís, el duelo final, en aquella ocasión no con floretes sino con estacas. Ni las máscaras del delirio ni las caricaturescas sobrevivieron a la reescritura.

En Quebranto/Perdición de doña Luparia comparece de nuevo el mito (ahora, Celestina) y se prescinde otra vez de la categorización farsesca, aquí en favor del marbete «comedia». La amplificación alcanza en este caso su más dilatada horma, pues a los diálogos y acotaciones de hechura elíptica que eran propios de la redacción de 1934 se sobrepone una acción que demanda mayores detalles y que en cierto modo, empleando una expresión que en Dieste suele tener connotaciones desfavorables, se noveliza. Vuelve nuestro autor a introducir paralelismos que de una u otra manera reflejan sectores o vertientes del asunto principal. Esto es algo que incluso explicita y reconoce un personaje nuevo, El Huésped, cuando hacia el   —242→   final de la obra, en un demorado epílogo anticlimático que reposa las rabias y enojos farsescos, indica a doña Luparia: «Mírenos a todos, al padre, a la madre, a los viajeros, a los que hemos estado haciendo hasta hace un instante el papel de espejos. ¿No ve nuestra perplejidad, nuestro deseo de ser testigos fieles y, a ser posible, fraternales?». Así, mensajerías, testimonios y reflejos vuelven perdición lo que en su día fue sólo quebranto. De los intereses estrictamente materiales y pecuniarios que subrayaba esta última voz (el quebranto era el experimentado por la alcahueta al malograrse su dominio sobre la joven pupila Rocío) se pasa a una esfera alternativa, que ya desde la selección léxica de la palabra perdición se quiere más amplia y también más abstracta, abriéndose a lo espiritual o a lo moral.

El modo en el que Dieste renuncia a la farsa y a sus ritmos en 1945 merecería un análisis atento que aquí no puedo emprender. Pero la determinación con la que prescinde de su presencia nominal y de muchos de sus rastros dramáticos y escénicos no deja lugar a dudas sobre la existencia de una crisis profunda de naturaleza probablemente compleja. Entiendo que fue ésta más allá de la simple superación del horizonte guiñolesco en favor de un escenario para actores de carne y hueso, con todas las consecuencias que ello implica, en especial la de la sustitución del humilde tenderete destinado a un público rural e iletrado por la sala burguesa ocupada por un auditorio urbano de cultura refinada180. Me limitaré, pues, a llamar la atención sobre un aspecto de la cuestión, el que tiene que ver con el teatro como hecho social, incluso como fenómeno que sólo adquiere contenido en el marco de un sistema literario-cultural determinado. Sospecho, en definitiva, que la condición del exilio no es ajena a los cambios que hemos repasado, sobre todo por lo que supone de pérdida de jalones, balizas, referencias, interlocutores. ¿Para quién reescribe Dieste sus farsas en una Argentina conservadora que ya sabe del general Perón por el golpe de Estado de 1943 y que se prepara para su acceso definitivo al poder? ¿Para quién reescribió aquel dramaturgo que había dejado de ser   —243→   un misionero pedagógico de la República Española y entonces desempeñaba un cargo importante en la editorial Atlántida?

Finalizaremos ocupándonos brevemente de la teorización teatral y de los estudios críticos sobre materia dramática y teatral que Dieste desarrolló durante su exilio en Buenos Aires. Tienen interés los apuntes que se encuentran en su «Testemuño do estreno de Os vellos non deben de namorarse de Castelao», publicado en 1979 pero referido al montaje bonaerense de 1941, en especial por sus referencias a la polémica sobre la teatralización del teatro y por su insistencia en una clave que encontrábamos ya en Revelación y que reaparece en el Tratado mínimo del arte de la escena: la de que los temas dramáticos anuncian ya sus propios repertorios escénicos181. Son también ilustrativas dos conferencias recopiladas por Aznar Soler en el volumen Testimonios y homenajes, atentas a ciertas especificidades del teatro de Valle-Inclán (tradición, aspectos éticos, incomprensión de la crítica...) y García Lorca (habla y estilo, ritmo y acento dramático, la equívoca expresión teatro poético...)182. Por otra parte, el ensayo El alma y el espejo incumbe al estudioso de la teorización teatral de nuestros exiliados del 39 por su tratamiento de dos relaciones, la del autor con el personaje y con el lector, si bien hay que advertir que Dieste no tiene aquí presente de forma excluyente el marco de la literatura dramática sino en general el de cualquier manifestación escrita con capacidad de aludir a la conciencia o a la experiencia de sus destinatarios.

En este capítulo el texto de mayor enjundia es sin duda el Tratado mínimo del arte de la escena, sucinto compendio de semiótica teatral que es al mismo tiempo una poética de la representación y un manual sobre las técnicas del actor, y en el que cabe apreciar igualmente el movimiento de aproximación a una dramaturgia personal. Defiende el tratadista que en la imaginación creadora del poeta dramático conviven coparticipadas las intuiciones dramática y teatral, y que ambas deben subordinarse al que juzga más puro designio teatral, el hacer al espectador testigo de una acción dramática, de suerte que «todo lo que aparece en escena debe asistir al acto dramático», pues de lo contrario no debería aparecer. Traza también una semiosis de lo ausente y de lo accidental, y de su mano introduce su crítica al rumbo de cierto teatro excedente en movimiento, gestualidad, luz, disposición cromática... no asistentes al drama. En estas reflexiones pudiera   —244→   señalarse una explicación añadida al abandono del prisma farsesco, y tal vez una nueva respuesta a Craig. Sin embargo, Dieste afianza otra vuelta de tuerca sorpresiva y paradójica cuando muestra en la recuperación de la máscara una posible salida frente a los agotamientos creativo y técnico de la escena, cuando anuncia incluso su aspiración a «hacer máscara de toda la escena», y muy especialmente del trabajo actoral, camino que es indudable que conduce al teatro oriental, a Meyerhold, a Craig, o a futuras experimentaciones debidas a Grotowski o Brook, y que parece alejarse de la praxis de reescritura dramática que nuestro autor emprendía al mismo tiempo que publicaba el Tratado mínimo.


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ArribaAbajoVíznar, de José María Camps: condena, pasión y muerte de Federico García Lorca

Mariano de Paco


Universidad de Murcia


Federico García Lorca es, muy posiblemente, el creador que más se ha convertido en personaje literario desde el mismo momento de su muerte, cantada por poetas de dentro y fuera de España; «El crimen fue en Granada», proclamaba Antonio Machado183, y su voz se convirtió pronto en guía de tantos otros sentidos lamentos184. En el teatro ha sido menos frecuente su tratamiento que en poesía185, pero contamos con más de una decena de textos en los que Federico es personaje central. El primero de los que conocemos es Víznar o Muerte de un poeta, que José María Camps publicó en 1961186. Años después, también en el exilio, apareció La muerte de García   —248→   Lorca, de José Antonio Rial187, y con posterioridad se han editado (y a veces representado) los de Fina de Calderón188, Lorenzo Píriz-Carbonell189, Fernando H. Guzmán190, José Gerardo Manrique de Lara191, Alberto Miralles192, Gregorio Cedillo Mencía193, Josémiguel Álvarez Pascual194 o Fernando del Paso195, mientras que otros han permanecido inéditos196.

En el teatro de José María Camps, aún muy poco conocido a pesar de que recibió el Premio Lope de Vega de 1973 por El edicto de gracia197, Víznar   —249→   supuso «el inicio de una nueva etapa» que modificó también su vida198. Esta obra es para su autor una «ficción dramática sobre la guerra civil española» y de ese carácter ficticio participan todos los personajes aunque «la acción, en su conjunto, se atiene exactamente a la realidad»; se muestra, por ello, «convencido de que los hechos narrados responden a sucesos verídicos, salvadas cuestiones de detalle»199. Aun admitiendo el sentido de las palabras del dramaturgo, no dejamos de advertir también una clara conexión entre las figuras de la obra y personas estrechamente relacionadas con la muerte de Lorca. Si Clarita es del todo inventada y el padre Carmona tan sólo un nombre recordado por Schonberg, la trasposición de los hermanos Rosales en Flores (manteniendo el nombre de Luis y mudando la advocación mariana de Esperanza a Soledad), del comandante Valdés en Valle, del pintor granadino Gabriel Morcillo en Gabriel Salcillo y, por supuesto, de Ramón Ruiz Alonso en Ramón Blas Farías dejan ver con claridad sus referentes200. No son, pues, personajes imaginarios pero se aproximan a esa condición debido a su valor de arquetipos configurados con unos caracteres tan delimitados que determinan rígidamente su personalidad. Por la misma causa, si la acción se ha concentrado en apenas veinticuatro horas y en un mismo lugar es porque se crean un espacio abstracto y un tiempo mínimo que permiten trazar una realidad incuestionable aunque cada uno de sus aspectos particulares pueda no sólo ser cuestionado sino, incluso, negado.

En este sentido, Víznar es un drama histórico peculiar, escrito «en tono de reportaje»201, que nos muestra la realidad de lo que interesadamente se había presentado desde instancias oficiales como un lamentable suceso de   —250→   guerra. Camps consigue, en efecto, componer lo que pudo ocurrir en las últimas horas de la vida de Federico y las que siguieron a su trágico fin, elaborando un discurso dramático en el que, con suma habilidad, remite a seres determinados, mientras que crea un opresivo ambiente en el que afloran los motivos inconfesables y confesados encubiertos ante los demás como necesaria actuación en tiempo de lucha: la personificación es importante pero los individuos representan más que son. Posee, pues, el texto una dimensión histórica (como la tendrá luego El edicto de gracia) porque encierra los caracteres esenciales del drama histórico actual: recreación de hechos pasados que iluminan el presente con un sentido crítico202.

Camps nos dice al describir a sus personajes cómo son y cómo van a comportarse. Durante la acción ninguno traicionará lo que evoca su aspecto y cada uno de los tres actos plantea el conflicto entre apariencia y realidad antes, en y después de la muerte de Federico. En Víznar se ve ésta desde dentro, con lo que ello implica de visión parcial, reductora incluso, pero con lo que significa de experiencia directa que, dialécticamente desarrollada, permite un alcance mucho mayor. La contención espacial y temporal del texto, la predeterminación de los personajes, se proyectan hacia la generalidad de unos años (guerra y posguerra) de envidias, venganzas y destrucción. Federico no muere por un «desgraciado accidente»203, como dentro y fuera del drama algunos pretenden, sino que es el trágico objeto de una trama inicua que lo conduciría a una fulminante pasión y muerte con evidentes resonancias evangélicas. Sin esfuerzo recordamos, al leer o ver esta obra, la narración bíblica de la traición, el prendimiento, la condena y la muerte de Cristo204.

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El texto prescinde de la intriga puesto que conocemos la acción ocurrida y se nos recuerda desde el título: la muerte del poeta en un lugar, Víznar, que no es el del desarrollo escénico y apenas se menciona (de pasada al final del primer acto y en un momento del segundo cuadro del acto segundo, cuando Gabriel pregunta y Ramón le resta toda singularidad). Víznar es, como el Calvario, cualquier lugar apto para el crimen, espacio abierto de la represión, como la antesala del despacho de Valle, nuevo «pretorio», remite a cualquier espacio cerrado para urdir en secreto la venganza. La brevedad del tiempo subraya, como en los evangelios y en la realidad de lo sucedido en Granada, el carácter fulminante e inevitable de la condena.

La ausencia de intriga tiene como correlato la física del principal personaje, Federico García Lorca, que, sin embargo, determina la acción con una imprecisa pero constante presencia, lo que constituye un hallazgo del autor que singulariza su drama205. Los personajes que aparecen en escena están caracterizados plenamente y sin fisuras en la acotación primera que los nombra. Clarita «es una jovencita atractiva, de aspecto recatado, sobria y sencillamente vestida. Es el único personaje de la obra que viste traje usual». Ramón se dibuja «corpulento, atractivo, eufórico y extrovertido, casi nunca deja de sonreír», pero enseguida se añade que «va disfrazado de feroz guerrero. Lleva un pistolón en el cinto, amplio correaje, botas altas. Su aspecto resulta ligeramente siniestro» (p. 37). Valle es un «hombre corpulento, tallado en una pieza», y que se cubra con el uniforme de guardia civil no es detalle sin importancia, mientras que Flores «viste de falangista» y en él se mezclan «cierto desaliño» y «coquetería guerrera» (p. 41). Gabriel Salcillo es un «tipo esmirriado», también vestido de falangista, «con ademanes femeninos», que «habla con suficiencia displicente» y se lima las uñas señalando su atildamiento (p. 42). Soledad «es una mujer decidida, atractiva, en la plenitud de la edad» y el padre Carmona, «alto, delgado, es la personificación del misticismo» (p. 45). Su ropa talar sirve de engaño y de presagio de su vil comportamiento, que representa   —252→   los torcidos caminos de una Iglesia cuya sabiduría él defiende, a diferencia de la figura liberadora del justo Federico.

El acto primero tiene lugar en la mañana del 18 de agosto de 1936 y se inicia con una conversación entre Clarita, joven que ha padecido en su familia la violencia, y Ramón, que se jacta de ser «el jefe de la represión». Del mismo modo que ella afirma «Mi vida es clara, como mi nombre» (p. 38), a él no le importa manifestar que el halago a los superiores es el medio del que se vale para medrar; su «discurso mitinesco, aprendido de memoria» acerca de «los principios del glorioso movimiento nacional» (p. 39), su cinismo de «hombre práctico» al que le gusta la guerra porque le satisface «estar en el candelero», llevan a Clarita a mostrar su asco ante la ruindad de quien llega hoy a ese lugar para cumplir una venganza. Ramón es un compendio de males que más hace pensar en la multiplicidad de fuerzas negativas que convergen en él que en la perversa individualidad de un solo ser.

La entrada de Valle permite ver cómo Ramón pone en práctica sus serviles principios. Ante Salcillo deja claro su decidido propósito: sin necesidad de concretar más, evidente señal de que la trama se había dispuesto antes, dice con júbilo: «Ya sé dónde se esconde» (como Judas a los Pontífices), y el lugar de su escondrijo hará que la envidia cobre una doble presa: el «insigne poeta», símbolo de los republicanos, y «el señorito falangista». Urge la acción y los medios no importan, por inicuos que resulten. El tercer componente del grupo de los traidores llega a escena con la más aguerrida defensora: el padre Carmona oculta su miseria bajo la capa del misticismo y Soledad Flores exterioriza su valentía al introducirse sin autorización en el despacho del gobernador. Ramón, Salcillo y Carmona quedan juntos y por vez primera se pronuncia el nombre de Federico y se mencionan sus intenciones: «Apoderarnos de él para fusilarlo cuanto antes» por lo que él mismo es y porque constituye «uno de los símbolos del republicanismo de la ciudad» (p. 46). La hipocresía del sacerdote exige saber las verdaderas razones de la muerte de «ese hombre»206: en su caso, la envidia como poeta; en el de Salcillo, el despecho ante el   —253→   amor hacia él, declarado y no correspondido; en el de Ramón, el resentimiento porque Federico conocía sus debilidades. Actitudes personales que se cubrirán miserablemente (recordemos los falsos testimonios que levantaron a Cristo) con la «caridad cristiana». Ante el Comandante se nombra ahora Víznar y se denigra a Federico, «un escritorcillo», peligroso por ser intelectual. La ignorancia de Valle («Federico García. Uno, calle de Angulo. Éste, ¿quién es?», p. 50) constituye otro indicio de la simpleza del militar, que, como Pilatos, teme los problemas que presiente en «esa historia de casa de los Flores», pero que no duda en establecer como un principio: «Primero se les fusila, se investiga luego...».

La luz del atardecer baña el cuadro primero del acto segundo, en el que se suceden dos momentos complementarios. En el primero, el padre Carmona y Salcillo hablan de uno de los motivos que Schonberg señaló como básico, el del comportamiento sexual; el pintor se reconoce «un vulgar marica» y se siente primordialmente valorado por eso, mientras que Federico, también homosexual, nunca ha sido «considerado como ese maricón metido a poeta» (p. 54); y Carmona está obsesionado por la castidad a la que lo obliga su profesión. En apariencia se trata de una escena redundante, como puede también parecerlo el episodio que sigue, en el que Valle hace una desconcertante apología del tricornio (que implica disciplina, rigor, hombría) y se convierte en una hipóstasis de la guardia civil. La estupidez del Comandante lo lleva a afirmar: «¡Si no sé cómo en España todo el mundo no es guardia civil!». Sin embargo, los hilos tejidos por tan mezquinas Parcas forman irónicamente una soga mortífera. La debilidad mental, la torpeza en la lectura de «la lista de los que hay que fusilar», potencia el contraste con la potestad de Valle para decidir las condenas.

En el cuadro siguiente, ya de noche, la presencia del Federico ausente se hace más vívida con la sugerencia de su pasión fuera de escena. ¿Qué hará en su encierro del subsuelo, bajo los pies de la perversa tríada que, inquieta o impasible, compone su círculo mortal? Las palabras de Ramón encierran una negra ironía que deja traslucir el envés de la realidad: Federico es un ser «lleno de rencores y de ideas sucias»; Gabriel, el más débil, se pregunta «¿cómo es Víznar?», a lo que Ramón le responde proyectando su propia suciedad: «Un pueblo sórdido, rodeado de olivos, de hoyos que parecen cráteres, rellenos de agua maloliente...». Cree también que «matar a un hombre es muy fácil» y su cínica afirmación se corta con el recitado casi mecánico, y por ello más terrible, de unas palabras de la Madre al final de Bodas de sangre: «Con un cuchillo, con un cuchillito...» (p. 60).

El instante lírico se quiebra con la irrupción de Clarita y Soledad dispuestas a enfrentarse con la maldad «profesional» de Ramón y con la pasividad   —254→   de Valle, que no duda en engañarlas. La mentira más acabada está, no obstante, en el padre Carmona, que promete ambiguamente una protección que de inmediato incumplirá. Cuando el irresoluto Comandante se inclina a esperar a Luis Flores para decidir sobre «ese tal García» y pregunta «qué ha hecho ese hombre», Carmona responde arteramente: «Se trata de un poeta que adquirió cierta fama, en otros tiempos, por haber escrito unos versos con los que insulta a la guardia civil» (p. 64). Advertimos ahora la funcionalidad dramática de la exaltación del tricornio, que se enlaza con el designio de fusilamiento. Los pontífices, ancianos y escribas buscaron motivos falsos para conseguir la muerte de Jesús; los evangelios hablan de conspiración y falso testimonio, como sucede también aquí. El acto finaliza con las palabras que musita Gabriel, «Federico... ¡Federico...!», mientras solloza y deja caer su cabeza entre los brazos, en una escena que trae a la memoria el arrepentimiento y las lágrimas de san Pedro después de negar a Cristo; no canta aquí gallo ninguno, pero sí se escucha «el ruido del motor de un camión», el que conducirá hasta el lugar de la muerte.

Soledad expresa a Luis su certeza, al comenzar el acto tercero, de que Federico ha muerto: «lo mataron anoche» y toda Granada, una ciudad aterrorizada, lo sabe. Luis le pregunta quiénes estaban allí y ella repite sus nombres, como al final del cuadro primero del acto segundo se leyeron los de los condenados, sus víctimas (donde, por cierto, el poeta se encontraba situado, como Cristo, entre «malas gentes»). Dos sucesos notables ocurrieron en la noche anterior: la caída de Loja, que rompió el cerco que sufría la capital, y el asesinato de Federico, «un enemigo de la guardia civil». Valle hace gala de su puerilidad; Salcillo, de su inquietud; Ramón, de su satisfacción. Luis parece conformarse con la tranquilidad de que, al menos, la Falange no fue responsable. La ciudad habla pero, como dice Clarita, no de su «liberación definitiva» sino de «la muerte de Federico»; Soledad, además, se atreve a proclamar que se ha puesto «el colofón sanguinario a la falta de honor más absoluta» (p. 69). Federico tiene, al igual que Cristo, sus santas mujeres, únicos personajes nobles y decididos, que han visto fracasar sus intentos de salvación ante la maldad, el resentimiento, el cinismo, la tibieza o el conformismo hipócrita. Mientras que en todos los evangelios son ellas las primeras en conocer la resurrección de Jesucristo, aquí Soledad avisa de que nada «resucita a Federico». Las razones falsas (la influencia «dañina» de ciertos personajes, que obliga a la Iglesia a «terminar con ellos», según el padre Carmona) no ocultan las verdaderas, que conocimos mediado el primer acto; pero, como Soledad proclama, lo que menos interesa es quién cometió la materialidad del crimen,   —255→   «lo importante es que la muerte de Federico haya sido posible», la responsabilidad es «de todos» (p. 70). Los personajes condensan en ellos los vicios que han ocasionado las muertes; la acumulación de signos negativos no implica una visión maniquea ni entorpece la recta interpretación de lo ocurrido: las personas pueden ser creaciones ficticias, sus motivos no lo son y tampoco lo es el resultado, que, al igual que sucedió con Jesucristo, adquiere un valor de ejemplaridad.

El texto de Camps tiene aún una coda en la que se acentúa el sentido irónico y didáctico. En ella asistimos una vez más a la vil autoexculpación de los distintos personajes mientras que Valle es sometido a un castigo vergonzoso pero que resulta insuficiente. El fin de Federico se impone a la victoria de Loja y a esa luz cobran especial sentido las últimas palabras del Comandante. «Una muerte más» sí importa, aunque fuera la de «un don nadie». Ese «don nadie» es, además, «un tal Federico García», «un poeta», cuyo triunfo es innegable por el alcance que proyecta hacia el lector-espectador y por la acusación que supone para quienes hicieron posibles los hechos. Frente a la infamia general, se adivina erguida la invisible imagen de la víctima; para sus asesinos, «lo importante es que la muerte de Federico haya sido posible» y el comandante Valle insiste en que han obtenido una victoria; sin embargo, los espectadores advertimos que esa evitable muerte se transforma en símbolo dramático de un logrado triunfo. Esta resurrección de Federico ante la catártica consternación de los que contemplan las risas histriónicas del comandante Valle es quizá la trágica apertura que nos ofrece, cuando se escribió como ahora, Víznar o Muerte de un poeta.



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ArribaAbajoEl teatro de Pedro Salinas, los límites de la aventura

José Ramón López


GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona



Salinas y las dualidades de la modernidad

La obra dramática de Pedro Salinas se nos presenta con una serie de indiscutibles limitaciones. Autor de catorce piezas dramáticas, trece de las cuales se componen en el exilio, y sin ningún estreno realizado con anterioridad a su marcha de España, ello supone, como apunta Francisco Ruiz Ramón al compararlo con los casos de Rafael Alberti o de Max Aub, que su «experiencia de dramaturgo» se nos aparezca, sin entenderlo como algo peyorativo, «como una experiencia de gabinete»207. A esta limitación general, la crítica ha sumado una indicación de sus mecanismos y temáticas principales; sin embargo, se ha insistido menos en la exacta inserción de este teatro en el conjunto de su poética y del contexto histórico y cultural en que se desarrolló. Domingo Miras lo ha vinculado a los cambios que configuran el nuevo paradigma de la realidad característico de la modernidad, la «universal visión del mundo y sus objetos bajo el prisma de la disociación y el fraccionamiento o separación de lo que antes era simple y unívoco»208.

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Esta constatación es la misma que permite a varios estudiosos relacionar, de manera más bien problemática y en ocasiones muy difusa, la obra de Salinas con los caracteres generales de la posmodernidad. Así, Enric Bou justifica en la proximidad posmodernista la serie de «'indetermanencias'» que se sitúan en la última fase del exilio, donde Salinas vivió «en la crisis, y no teniendo ninguna solución clara, sus últimos libros vacilan y alternan entre varios registros: el feliz de la plenitud, y el pesimista y desengañado de la etapa americana»209. Aunque es evidente que el exilio determina la mayor incidencia de esta alternancia, la misma es fácilmente perceptible en toda su producción y ya Javier Varela ha explicado la serie de dualidades que ubican a Salinas en una actitud consciente de la crisis que define al sujeto moderno210. Un tipo de dualidades de no siempre fácil conciliación y que en muchos sentidos se manifiestan en su labor dramática exiliada porque, como señala Miras, la situación de la figura de Salinas en la modernidad explica igualmente estos procesos en relación con los ejemplos de Pirandello, Giraudoux o Cocteau y con algunos de los temas que tratan, recogidos a su vez en su dramaturgia: la polémica entre apariencia y esencia de los personajes, el uso del objeto como significado simbólico y la aparición de la vertiente sobrenatural, fantástica o maravillosa opuesta a lo cotidiano211.

Es una tendencia que, claro está, halla su correspondencia en facetas como la lírica, donde John Crispin no lo considera un poeta esencialista, de la alta modernidad, y, antes bien, en sintonía con las ideas de Bergson y Ortega, lo pone en relación con su deseo de «captar no esencias sino la experiencia del flujo vital en la consciencia», por lo que Salinas «reacciona contra una realidad definida sin posibilidad de compromiso vital» y demuestra en su poesía un carácter dialógico al presentarse «ante el lector no con una perspectiva privilegiada, sino como el vivo ejemplo ético implícito en el perspectivismo orteguiano. La realidad es un flujo vital en la consciencia de un individuo. La responsabilidad de todo poeta, como ejemplo para los demás, es ejercer esta visión»212. La vivificación de la realidad   —259→   es, pues, el medio de ejercitar el compromiso, en un sentido lato, por parte de Salinas, con la conciencia, y haciendo de ello un tema axial, de las limitaciones de esta aspiración.




Fenomenología y perspectivismo, las dos realidades

No obstante, la cuestión del perspectivismo que nos remite a esa pluralidad tensa de Salinas no ha sido analizada en relación con su corpus dramático con toda la profundidad que merece213. Se ha señalado, con indiscutible criterio, la dualidad entre la realidad y la otra realidad, característica de toda su escritura, como uno de los pilares de su dramaturgia214. Lo cual no hace sino recoger lo que ya Salinas expone desde los años treinta como el problema sustancial de todo poeta, «el acorde entre su mundo poético y el mundo real, el contacto entre la realidad externa y su propia realidad espiritual interior», teniendo siempre en cuenta que es el mundo poético el único detentador de la verdad, la «esencialidad» y la «unicidad» más allá de lo que describe como las «fases de la realidad»215. Con frecuencia, se ha aludido a la evidente menor altura de este teatro en relación con otras manifestaciones de su producción como la poética o la ensayística. En parte este indudable juicio se explica por el difícil traslado de esta articulación estética de su modo de comprensión del mundo que Salinas   —260→   no sabe realizar a un molde como el teatral sin caer en frecuentes simplismos dualistas que no se dan en su poesía. Sultana Wahnón ha delimitado al respecto la importancia de las teorías de Ortega en relación con, entre otros motivos, el tratamiento realizado por Salinas y varios miembros de su promoción de los mecanismos que, mediante la ruptura de los nexos habituales entre referente y concepto, separan la percepción cotidiana de la realidad de la percepción poética216. En este sentido, la propuesta de Salinas pretende ser siempre una defensa de la realidad, y es una defensa que varía a medida que esta realidad se subdivide y amplía sus significados. Por ello es necesario considerar también la escritura de su obra dramática desde el punto de partida originario (el núcleo de intereses estéticos de los años veinte y treinta) y a la luz de lo que el paso de los años y la experiencia del exilio suponen de revisión, ampliación o cuestionamiento de estas premisas fundadoras de la teoría saliniana.

La lección aprendida en la fenomenología orteguiana nunca es abandonada por parte de Salinas, en gran medida porque la hace maleable con la integración de otras propuestas. Así, Carmen Pérez Romero ha comparado las obras dramáticas de Salinas y T. S. Eliot y se ha detenido en los conceptos filosóficos que manejan indicando su cercanía al idealismo de Bergson, lo que en el caso de Salinas se corresponderá con su poética postulante de la integración conciliadora217. Es en esta línea en la que el dualismo idealista intrínseco en la propuesta total de Salinas aparece en su teatro, dualismo menos simplista de lo que a simple vista puede parecer y que afecta, para empezar, a la caracterización de la literatura en sus relaciones con el yo y lo real cuando, en 1937, ya en el exilio, presenta el binomio realidad-poeta en una conocida declaración que en parte actualiza el   —261→   planteamiento de Ortega: «para mí, la poesía no es sino la suma de relaciones entre esta realidad psicológica e insólita del alma poética (tan excepcional y clarividente) y la realidad externa, común y corriente, la realidad del mundo exterior, y así, para mí, lo primero que caracteriza a un poeta es su manera de percibir la realidad, de acordar la suya con la de fuera, en suma, su actitud hacia el mundo que desde el nacimiento le rodea» [La realidad y el poeta, EC, I, 190-191]. Es la misma duplicidad que cimienta, en lo sustancial, la puesta en escena de sus conflictos dramáticos, donde el modo de mirar la realidad define a los personajes y justifica el sentido de sus acciones. También la pluralidad inherente a la mirada explica la pluralidad aproximativa a las distintas dimensiones y fases de la realidad, siempre complejas en sí mismas e interactivas, y el interés de Salinas por la recepción múltiple del espectador. Por eso, como ha explicado Claudio Guillén, es inútil e injusto simplificar esta movilidad cognoscitiva de Salinas, ya que el suyo es un arbitraje de las dudas, de las dimensiones incompletas que lenguaje y mundo le ofrecen: «conciliación de la percepción de las cosas sensibles con la interrogación acerca de su realidad más profunda»218. De ahí que las clasificaciones propuestas para su obra dramática pequen siempre de rigidez, pues su dramaturgia si algo favorece es esta misma oscilación de su paradójico acuerdo. Salinas, en definitiva, elabora su discurso en medio de la conciencia de crisis que ya Ortega describe, y que él asume, en ensayos como La deshumanización del arte (1925) o La rebelión de las masas (1930), crisis estética y crisis también del estatuto tradicional de lo real.




Ortega y Unamuno

A esta pervivencia de la lección de Ortega se añade un nuevo factor cuya importancia se acrecienta en el exilio. Como apunta Jaime Siles, en Salinas podemos hallar al menos dos momentos, uno inicial, donde la asunción de la realidad se efectúa a través de las premisas orteguianas, y un segundo, en el que esta asunción del mundo se mantiene pero donde «unamuniza, esto es, humaniza lo que antes había orteguianizado»219. Porque en   —262→   verdad era perfectamente integrable, como demuestran sus escritos, la revisión fenomenológica de Ortega con los nuevos elementos que, en el plano histórico y sociológico, venían a sumarse al cambio de paradigma que sobre el concepto de realidad se estaba dando. Y es ésta una asimilación que explica que el de Salinas no sea un teatro de testimonio histórico, que su interés por la realidad no quede fijado en la realidad histórica, sino que opte por una detección de los elementos y mecanismos maravillosos que habitan en esta realidad. A pesar de esto, en el origen de esta asimilación podría afirmarse lo mismo que Terry Eagleton ha señalado al trazar el panorama de la fenomenología: que Salinas incrementó las reservas hacia el primer tipo de asunción, aquella que ha prometido «bases firmes al conocimiento humano», porque su «costo es excesivo: consiste en sacrificar la historia humana, pues, sin duda, los significados humanos son, en un sentido profundo, históricos: no se trata de intuir la esencia universal de lo que es ser una cebolla, sino de transacciones cambiantes, prácticas, entre individuos sociales. [...] La fenomenología intentó resolver la pesadilla de la historia moderna retirándose a una esfera especulativa donde espera la certeza eterna; y así, en medio de sus lucubraciones solitarias, retraídas, se convirtió en símbolo de la crisis que ofreció superar»220.

Con ello se explica también esa oscilación de Salinas en la que el instrumento que solventa presuntamente la crisis ha de resistir los embates de una modernidad exacerbada en sus mecanismos autodestructivos y donde el peso de lo histórico acentúa sus consecuencias de manera directa sobre la peripecia biográfica del poeta. Y es significativo que se plantee, siguiendo a Eagleton, una ruptura del esencialismo fenomenológico husserliano mediante el existencialismo de su discípulo, Heidegger, que cuestiona la creencia del mundo como objeto colocado «para ser racionalmente analizado» y en el que se «descentra en parte al sujeto humano al alejarlo de una posición de dominio imaginaria», haciendo de la temporalidad y el lenguaje, dos temas recurrentes en Salinas, los constituyentes de esta existencia221. Carlos Feal ha utilizado algunos conceptos de Heidegger para explicar determinadas ideas del poeta como la visión de la existencia como aventura, que a su juicio se traslada a su poesía o a dramas como El Director222. Más bien tendríamos que entender esto, o de nuevo complementarlo, en relación con   —263→   Ortega, quien ya en Meditaciones del Quijote explica que lo real «no es tanto lo visto como lo previsto» y que esta previsión puede alterarse mediante la práctica de la aventura, lo propio de la esfera mítica y artística: «la aventura quiebra como un cristal la opresora, insistente realidad»223. Sin olvidar que Unamuno es ya una presencia muy activa en el Salinas previo al exilio, cuya influencia vamos a encontrar desarrollada en puntos centrales de su dramaturgia.

El ensayo escrito a finales de 1942 sobre la poesía de Jorge Carrera Andrade es una excelente síntesis de los procesos a los que se ha aludido hasta el momento. Primero porque en su explicación del uso de la metáfora nos remite al concepto de la realidad poética, la «resultante poética» del proceso metafórico tiene como resultado un «algo» que constituye «la nueva realidad inventada por el poeta» [EC, III, 334-335]. Junto a ello Salinas marca con claridad la incorporación a la fenomenología del primer Ortega de las ideas de Unamuno, de quien cita unas palabras que reformulan el sentido visionario de la función poética224. La capacidad creadora de otra realidad se cifra así en el espacio interactivo de percepción y vivencia, y de esta manera la obra de arte deja de ser esa «isla imaginaria que flota rodeada de realidad por todas partes» de la que habla Ortega en su ensayo «Meditación del marco» de 1921225. Idea orteguiana que desarrolla una relación entre el marco del cuadro, la ventana y el cuadrángulo teatral que tiene su eco en la actual meditación de Salinas cuando éste se detiene en el análisis del «tema de la ventana» en el poeta ecuatoriano, símbolo utilizado con mucha frecuencia en su dramaturgia226. Hecho con que se establece un hilo de continuidad evidente entre la preocupación acerca de la realidad y la percepción del «yo» y el, precisamente en diciembre de ese   —264→   mismo año 1942, nuevo acercamiento de Salinas al teatro con la composición de El parecido, cuya acotación inicial nos informa de que la acción se desarrolla en un «restorán» donde hay «a la derecha, un gran ventanal, cubierto por una cortina espesa que no deja ver el exterior»227.




El compromiso de un humanismo amenazado

Llegados, pues, al momento del exilio buena parte de estos procesos adquieren mayor importancia y amplían este vuelco hacia la realidad humana e histórica. Andrés Soria Olmedo ha indicado la evolución común del liberalismo de Salinas y Guillén, «en el que la política se entiende como moral», señalando cómo en el primero, durante el exilio, «se acentúan la severidad moral y la necesidad de comunicación», que concluyen en un compromiso ético cada vez más intenso que explica a su vez el interés retomado por lo dramático «dentro de la inquietud de Salinas por el poder de los valores literarios para intervenir en la sociedad»228. Y esto a pesar de que en su teoría poética, como confiesa en su análisis de la postura de Garcilaso ante lo real, la relación entre las «realidades del mundo» y su posterior transformación artística se desarrolla en términos de una «larga tragedia» [La realidad y el poeta, EC, I, 236]. Ese carácter trágico, que lo conectará con Unamuno y que, según Javier Varela, inscribe a Salinas en una tradición clásica laicamente redefinida (en la cual el fatum clásico deviene   —265→   seguro azar) -que, como muy bien acierta a encuadrar Jorge Guillén cuando define al Salinas exiliado como un «moralista satírico»- se formula a su vez en un «sentido irónico, sarcástico, cómico (tragicómico) del Bien y del Mal -y sobre todo del Error- o más concretamente de la Tontería Humana»229.

El debate sobre el compromiso o la evasión del teatro saliniano, fruto a su vez de las condiciones concretas de nuestra historia teatral pasada, adquiere un sentido más justo y actual si, a tenor de lo dicho, no se intenta que la balanza se incline hacia ninguno de estos dos términos230. Ni Los santos, ni Judit y el tirano, ni Caín o una gloria científica, por citar las más «políticas» de sus piezas, funcionan en una lectura que demande de ellas un compromiso político o social explícito, ni tampoco otras como Sobre seguro o La bella durmiente adquieren sentido si se obvia la denuncia y crítica que contienen hacia los usuales modos de comprensión de la realidad social que alienan al ser humano o se las interpreta como meros planteamientos de inalcanzables inefabilidades poéticas.

El mismo Salinas definió con mucha exactitud cuál era la opción y el alcance de su práctica crítica con respecto a la realidad; otra cosa es cómo funciona esta elección en sus estructuras dramáticas o la justificación que de la misma se pueda hallar según quien la contemple o lea, y, en este sentido, la difícil traslación de varias de sus explicaciones al territorio de lo histórico justifica las suspicacias de algunas estimaciones hechas a su obra. Mariano de Paco, en su comentario a Judit y el tirano, corrobora el juicio de la crítica acerca de la posibilidad efectiva de salvación colectiva si el paso previo para superar la negatividad de lo real ha de ser el vencimiento de las circunstancias individuales que representa el personaje del tirano. Pero no olvida que «las ideas humanistas de Salinas no suponen por ello el descuido de las amenazas concretas que sobre el ser humano se ciernen y que provienen de los mismos hombres. El Regente personifica un sistema rechazable que, sin embargo, no determina la imposibilidad de rectificación por parte de quienes circunstancialmente lo rodean»231.

La recepción de la crítica al estreno de esta pieza en el año 1992, a la que De Paco hace referencia, muestra, más allá de ciertas apreciaciones, la   —266→   dificultad para plasmar en escena la «'multidimensionalidad'» de los personajes y, a su vez, la disolución en las tablas de la palmaria actividad crítica (basta la consulta de su correspondencia con Guillén) que Salinas aplicaba a las circunstancias de entreguerras232. Sin entrar ahora en este aspecto, lo que interesa destacar es cómo esas distintas significaciones tienen su traducción en el desenlace de la pieza: «la muerte de Andrés posee un múltiple significado, no siempre bien entendido; de un lado expresa [...] su humana liberación; de otro, la expiación de su culpa; por último, el aviso sobre el poder opresivo de un sistema que está por encima de los individuos, aunque éstos han de procurar modificarlo»233. A fin de cuentas, la obra concluye que todos, hasta incluso un tirano, tenemos la posibilidad de redimirnos, de hacer caer nuestras máscaras y desvelar nuestro yo auténtico (siempre con el amor y la figura femenina como puente privilegiado de este cambio); pero también que este descubrimiento o este acto de resistencia ante la máscara más poderosa de la otra realidad (llámese Poder, Historia, Moral o Ciencia), tiene el casi implacable precio de la muerte y la casi segura convicción del agotamiento de este proceso revelador en el mismo acto de rebeldía ejercido desde la más estricta individualidad. Es la máscara del tirano la que se impone por encima de su voz ocasional, el traje no está vacío, es operativo por sí mismo, el descubrimiento que también tiene Andrés cuando en su estertor le afirma a Judit que es «el otro», el tirano, quien «nos mató»; y sus guardianes pueden así no caer en la paradoja cuando afirman, tras asesinar a Andrés, que «la vida del Regente es lo primero» [TC, 411]234.

Esta frase final de la pieza nos sitúa en otro de sus niveles, el descubrimiento implícito de la perpetuación de los mecanismos tendentes a la anulación de la realidad auténtica y, parejamente, el cuestionamiento de la   —267→   misma capacidad emancipadora que, a su vez, se ha puesto en escena a través del ejemplo máximo de aquél, el tirano, que es capaz de abrir la ventana del edificio del Poder y asomarse al exterior mediante un hallazgo personal trascendente. Ninguno de los dos sentidos se anulan, ninguno de los dos se impone sobre el otro, Salinas sigue viviendo en el desconcierto de una circunstancia que amenaza sus convicciones, pero sin caer nunca en el escepticismo o la desconfianza. Es la misma tensión que hallamos en otras de sus piezas teatrales y que explican las distintas resoluciones a los conflictos dramáticos planteados en dramas como Sobre seguro, La isla del tesoro, La bella durmiente, Ella y sus fuentes, La cabeza de Medusa o El precio, en las que la fluctuación saliniana determina que el desenlace elegido no permita concluir un sentido único y evidente y que se puedan legitimar lecturas opuestas235. Teniendo en cuenta que, como escribe Pilar Moraleda, la fuga de algunos de sus personajes «no es sólo una fuga; además de un huir de es un huir hacia», pues, como ella misma precisa, el recurrente de la «búsqueda de un lugar ideal», sugiere la posibilidad de que «sólo pueda encontrarse al otro lado de la muerte; en este caso Salinas nos habría conducido a una solución desesperanzada. Sin embargo, don Pedro es ante todo un poeta, y por eso no deja constancia de que esas muertes se hayan producido efectivamente. Aquí no hay ningún personaje que [...] nos explique la versión 'racional' de la realidad: sólo nos deja contemplar su versión poética»236.

En gran medida, la permanencia en este vaivén interpretativo de lo real se ve favorecida por las nuevas circunstancias en las que se introduce desde 1936, pues, como aprecia Varela, el exilio supone «la exasperación   —268→   de un conflicto entre tradición humanista y modernidad técnica y científica, soterrado o sublimado con anterioridad en una especie de hiperrealidad poética»237. La fascinación moderna pervive pero se intuye, en el mapa bélico europeo y en plena inserción forzosa en el mundo norteamericano, el irracionalismo antihumanista que contiene. El mejor exponente es el tratamiento temático dado a la amenaza atómica, espada de Damocles en la topografía política internacional de la guerra fría, que muestra cómo el avance científico invalida una idea de progreso que remite a la más efectiva involución destructora. Caín o una gloria científica muestra, en evidente juego de dualidades, la convivencia de la luz y la sombra, del bien y el mal, de la humanidad y su negación, en un espacio donde, como explica Abel, la luz metafórica de la inteligencia y el avance científico se iguala con «esas luces de torturadores de la Gestapo», ambas imposibles de apagar si no es mediante el sacrificio de la propia vida [TC, 178]. De este modo se revela la magnitud de una tragedia inseparable a nuestra condición: «no nos merecemos lo mejor, el alma, si en ella se forja la traición al alma»; para ganarse esta alma, para ser fieles a esta condición humana, a veces es necesario «sacrificarlo todo a un no hacer» [TC, 185].

El pago de la muerte presente por la que opta el héroe tiene, sin embargo, una posibilidad redentora en el futuro. Posibilidad, que no certeza, pues estamos ante un discurso consciente de la contingencia de nuestras acciones. Son estas mismas acciones que se desarrollan en la amenaza moderna las que, en todo caso, abren el camino de la realización, aunque ésta sea tan frágil como el destino fijado por las hadas sobre el hijo de Abel y Paula: un porvenir como vidriero que necesariamente le salvará de estos peligros, pues sólo podrá realizarse en un mundo dominado por la «paz» y la «ternura». Su misión es la construcción de esas delicadas figuras de cristal que «son las avanzadas de lo frágil en la materia» [TC, 187], elaboración de objetos que sean ejecución, recordatorio de la conciencia de la fragilidad de nuestra condición amenazada. Objetos como los que produce toda manifestación artística, como la inocencia pacifista (que en Los santos encarna un hijo, esta vez asesinado: «yo no me meto en nada. Yo soy hombre de paz...»), abatida por las balas («'paz, ¿tú quieres la paz? Pues toma paz, y paz, y paz.' Y cada vez que lo decía un tiro, y otro, y otro...» [TC, 258]). De nuevo Salinas oscilante entre un porvenir humano que nunca considera «cerrado» y su vivir, «a ratos», entre aquellos que «claman doloridos por el estado presente del hombre» y ejecutan así el sentido ético de una actividad creadora que apela «a la reforma de la conciencia humana» [El defensor, EC, II, 368]. Salinas   —269→   se sabe instalado en un momento en que la crisis de la modernidad ha de recurrir como forma activa del ejercicio crítico a lo que Peter Bürger llama «autocrítica del presente»238. Conciencia crítica y arte hallan de este modo su síntesis, la razón de ser de esa otra realidad siempre requerida en cuanto dimensión activa en la contingencia de la realidad aparente.




Poesía, mundo y lenguaje: la solución teatral

A pesar de lo dicho, Salinas postula sobre todo un hallazgo de la otra realidad, donde se impone siempre al sujeto observador y vividor en la problemática realidad aparente un inevitable afán de búsqueda del tú complementario. Este propósito se une a la lección aprendida en Unamuno en 1933 cuando estrena El otro, que reseña entusiásticamente y de la que destaca una frase: «No poder ser solo; ésa es la tragedia» [«Unamuno, autor dramático», EC, I, 102]239. El teatro de Salinas se nos ofrece entonces como un acercamiento a las opciones humanas de realización personal en la realidad, que traducen un especial sentimiento trágico de la vida, en el que la otredad vital inevitablemente lleva al tratamiento del desdoblamiento ejercido por la percepción artística. Por eso, con su habitual ambivalencia, puede afirmar al hablar de la comedia que «vivir es representarse, es verse uno mismo y otro, es duplicarse en algo que, pareciéndose a nosotros, es mejor, por haber sido sometido a la operación anagógica de la poesía. Todo acción: o acción trascendente o acción gratuita, tragedia o juego»240.   —270→   La vida como teatro a través del desdoblamiento, lo que admite la pervivencia del perspectivismo en el nuevo espacio de la otredad, que se realiza, además, con la intervención de la visión poética (y lingüística) transmutatoria de la apariencia, siendo esta capacidad impulso de toda acción en el juego trágico de la existencia representada.

Existe otro factor que explica el renovado interés de Salinas por el teatro, un factor de orden general que Philip W. Silver define como una limitación a la característica explicación dual que del discurso poético y crítico de Salinas se ha dado a partir de las tesis defendidas en La realidad y el poeta: «lo que Salinas se plantea [...] como antagonismo David-Goliat, como desequilibrio, lucha, y que tan productivo de poemas le resulta, es en realidad una relación triádica entre poeta, mundo y lenguaje poético, que en un principio el poeta se empeña en ver como relación dual: de poeta-mundo», pero la «represión» de este tercer elemento lingüístico en Salinas, a diferencia de Guillén, «es sólo parcial»241. Con ello se abre una de las vías de cuestionamiento en la que de nuevo hallamos la característica oscilación entre la apertura que impugna al ser moderno y la resistencia legitimista del mismo. Una oscilación en la que la recuperada y fértil dedicación a la escritura teatral desde finales de 1942 hasta 1947, coincidente con una escritura poética básicamente condensada entre 1938 y 1944, se establece como una posible solución a esa tríada conflictiva que detecta Silver.

Un lustro más tarde de la redacción de La realidad y el poeta, en la parte final de su labor defensora, la dedicada al lenguaje, Salinas plantea la escritura dramática con una sistematización inédita hasta ese momento y establece una relación con la lengua que tiende a superar estas distancias conflictivas que entre el yo y el mundo alza el lenguaje. El lenguaje se encarna en el mundo de lo representado y unifica «todas las fuerzas expresivas» del mismo, es «su apoteosis», «obra a modo de mágico espejo que se alza frente a las gentes para que en él observen su mismo idioma, las mismas palabras que hablan pero magnificadas, traspuestas a un nivel de entendimiento y de belleza», la palabra es representada «como otra» y toma «forma completa» [El defensor, EC, III, 453]. La lengua cotidiana   —271→   contiene este trasfondo y es el receptáculo de la otredad maravillosa que, de este modo, se pone al alcance del público, una lección afín a Lorca en su predilección por el público popular y desprecio del burgués, pues la dignificación del teatro español pasa así por la recuperación del público ideal de las clases populares242. Salinas le suma su creencia de que el ser humano es un ser lingüístico, somos lenguaje y, por tanto, el espíritu y el lugar de lo poético también es lengua y sólo mediante ella podemos alcanzar nuestra «dignidad entera de individuo» [EC, II, 449]. Por eso en su proyecto de política del lenguaje el teatro se defiende como «la más visible forma de la transfiguración que opera siempre lo poético en la lengua de los hombres» [EC, II, 453]. Se habla ahora de la palabra dramática como abertura a las múltiples «realidades psíquicas» que se corresponden a la multiplicidad de los receptores y se privilegia su condición de «acto social por excelencia» [EC, II, 454], es una de las propuestas formativas de la función social del poeta, pues se trata de la interacción entre el yo artístico y el nosotros público que convierte la «proximidad» en «projimidad» [EC, II, 454].

Es la representación, por tanto, lo que fundamenta la escritura dramática, no sólo porque así se convierte en teatro como tal, sino porque da forma material a la representación poética del mundo y, resolviendo el conflicto interno de su concepción artística, hace realidad del lenguaje mismo. De ahí la insistencia de Salinas, que recordaba Juan Marichal, en lo incompleto de sus piezas ante la falta de lo que Moraleda llama la última de las fases de la realidad literaria, «la realidad escénica»243. Porque el teatro posibilita el acto de la unidad diversificada en la recepción: el público, en un aquí y ahora irrepetibles y concretos, diversifica en su visualización la comunicación poética. Por eso a su vez la profunda contradicción de una literatura dramática que, como la suya, se ve excluida de su realización   —272→   propiamente teatral y ve de ese modo cerrada en gran medida la conexión espiritual existente en toda representación244.




El ejemplo de don Quijote: los poderes de una pérdida

No es extraño que este tipo de consideraciones coincidan con su acrecentado interés por la figura de don Quijote y que sea entonces también cuando las reflexiones sobre el mismo realizadas por Ortega y Unamuno vengan a su encuentro para proporcionarle las bases de algunos de sus más logrados ensayos. Porque el ejemplo de Cervantes, el del Quijote sobre todo, pero también el de El retablo de las maravillas, es la traslación perfecta de lo que él lleva a escena: el teatro como la más lograda forma artística en la que lo poético, sin abandono de un contexto de referente realista, deja de ser transgresión para convertirse en el motor de la acción dramática. En un, a partes iguales, orteguiano y unamuniano ensayo de 1947, «Lo que debemos a don Quijote», Salinas caracteriza la modernidad de Cervantes a partir precisamente de su combinación de un realismo utilizado «instrumentalmente» con el «sentido que no puede faltar a ninguna gran novela [...], el sentido trascendente de la realidad, el sentido simbólico» [EC, III, 57-58]. Para Linda S. Materna, el gran mérito de la mayoría de su teatro consiste en que su capacidad sintética y reconciliadora de lo realista con lo poético, que se marca ya en su uso de los registros lingüísticos, permite la inmersión del espectador en un mundo material repleto de fuerzas poéticas245. Es la misma estrategia que valora en su análisis de la propuesta de Lorca a principios de 1936 como muestra de «tragedia popular», ejemplo de un «grado de unidad tan acertadamente conseguido» que además sirve para dar «materialidad» al «concepto de la vida humana» que más va a interesar al Salinas futuro: «la fatalidad humana» [EC, I, 162-163]246. Pero además, don Quijote, representa la condición humana que, frente al pesimismo   —273→   u optimismo extremos, prefiere Salinas: la racionalista, aquella que, siguiendo a Pascal, se opone a los extremismos y apuesta por el equilibrio: «ni ángel ni bestia. El hombre participante de esas dos naturalezas que en él se conjugan» [«Lo que debemos a don Quijote», EC, III, 58]. Sancho es la parte, en la dualidad que nos define, que simboliza «lo que en todos nosotros hay de inferior» y don Quijote es la parte superior que, sin envanecernos, ha de intentar imponer su mayor jerarquía [EC, III, 59-60], con lo que se recupera la lectura unamuniana del personaje que hace de él un ser detentador de los ideales, de la bondad247.

Qué otra cosa es la exposición de muchos de los conflictos de sus dramas. Y es que la creación cervantina justifica asimismo la opción final de los protagonistas dramáticos de Salinas antes aludida, la actitud ante la realidad que don Quijote supone es la que reivindica para su tiempo presente: «convertir el fracaso en algo como una etapa, como un escalón hacia el desnudo triunfo futuro» [EC, III, 62]. Porque, tras este aparente fracaso, se esconde lo que Ortega señalaba al definir al héroe de manera idéntica a como lo entiende Salinas: aquel que «quiere ser él mismo», ya que «la raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad» cuya finalidad es transformar la realidad248. Pero se trata de una realidad en la que, como Salinas explica en su ensayo «García Lorca y la cultura de la muerte» del año 1951, se puede considerar el ser-para-la-muerte de Heidegger como revalorización contemporánea de la muerte en una sociedad que, como afirma en otra ocasión siguiendo a Scheler, ha narcotizado «el pensamiento de la muerte» ante su nuevo horizonte de expectativas exclusivamente económicas [Jorge Manrique o tradición y originalidad (1947), EC, I, 319]249. De este modo la diversidad de una entidad como lo real queda integrada en una unidad en la que lo poético convive como una opción de cambio no realizada de manera inminente.

Es en estas opiniones del último Salinas donde hallamos la más exacta expresión de sus pretensiones: el sentido trascendente de lo real, que construye   —274→   un orden simbólico cuya exposición artística parte de este tratamiento de la condición humana. Porque para Salinas el «poder primario» del poeta es «espiritual» y es esta capacidad la que luego interacciona, aunque sea de manera muy limitada, en otras esferas como la social [«Los poderes del escritor o las ilusiones perdidas» (1950), EC, III, 375 y siguientes]. Todo ello en la misma clave en la que Simmel definiese la dualidad entre lo individual y lo social que Salinas entiende como trágica y que adopta para la figura del poeta [El defensor, EC, II, 373]. Teniendo siempre en cuenta que estos «poderes del escritor» conforman ya una serie de «ilusiones perdidas» en las que el «último poder puro» es «erigir mundos sobre este mundo» [EC, III, 404], y que es esta misma capacidad estética la que conduce al compromiso ético, a erigirse en un defensor frente a la amenaza moderna sobre las «formas tradicionales de la vida del espíritu» [El defensor, EC, II, 219]250. Su producción dramática recoge esta voluntad de manera mayoritaria, y es en este sentido como se ha de entender lo que ya indicaba Juan Marichal, su deseo de aunar «'poesía' y 'realidad': la poesía dramática es una operación transfiguradora, anagógica, de la vida real e inmediata»251.

Convendría pues matizar esa lectura que hace del teatro de Salinas expresión de una creencia casi taumatúrgica de la existencia y poder de la otra realidad, descubierta gracias a la acción del artista mediante la percepción poética. Sobre todo porque, muy a menudo, la actuación de esta realidad se completa con un fracaso más o menos implícito en el otro orden de la realidad. Y no deja de ser un aspecto notable que se imponga en la mayoría de los casos una conclusión que muestra como imposibilidad la convivencia en forma equilibrada de esta otra realidad con la cotidiana anuladora. Estaríamos entonces ante una articulación compleja que ya invoca el Salinas del año 1931 cuando afirma que «la poesía es una aventura hacia lo absoluto» para seguidamente referirse, aunque sea con jovial entusiasmo, a la seguridad de sus limitaciones, a la consciente incapacidad   —275→   «de no escribir jamás la poesía que lo explicara todo, la poesía total y final de todo»252. Es la misma visión que se amplía y hace más crítica cuando Salinas redacta sus diferentes aproximaciones acerca de la relación mantenida por los poetas con la realidad ya en 1937. En su catalogación, Salinas define la actitud de Garcilaso como la «más esencialmente poética» porque transforma «la vida, la realidad impura», en pureza poética, transforma lo humano en ideas [La realidad y el poeta, EC, I, 239-240]. Pero también añade al final de este trayecto la figura de Espronceda como exponente de la «rebelión contra la realidad», es decir, ejemplo de la sensibilidad moderna, una sensibilidad dividida, rota, donde «no hay concordia posible», donde «el mundo real destroza al mundo poético» impidiendo la realización y dejando tan sólo la posibilidad de «la queja, del grito desesperado» [EC, I, 277]. Son los dos polos de su oscilación moderna. De ahí que la tan mencionada «confianza» de Salinas pueda actualizarse en nuestra lectura presente por lo que esta misma confianza revela de cuestionamiento, de fragilidad y tensión dubitativa. Es la presentación de estas dificultades, con independencia de su articulación efectiva en el molde dramático, lo que permite, en todo caso, una recepción contemporánea del teatro y, por extensión, de la obra entera de Salinas.

Conviene, en suma, el entendimiento de su carácter de extemporáneo, es decir, siguiendo aquella tipología que crea cuando analiza el caso de sor Juana en 1940, aquel que vive materialmente en un tiempo en el que no halla acomodo espiritual y que tiene, entre otras, la opción «más humana» de pactar con este tiempo incómodo, pues consciente de «su extemporaneidad», no «tiene suficiente energía positiva para la rebeldía ni bastante fuerza negativa para la renuncia» y «hace por llegar a una adaptación aparente con su atmósfera y se conforma, consciente o inconscientemente, con expresiones parciales de su personalidad, en las cuales vive de un modo provisional o insatisfactorio, sin fracaso absoluto, pero sin triunfo radiante» [EC, III, 159-160]. Quizá no haya mejor definición para su persona y su teatro exiliados, la primera sin espacio físico y moral de plena realización, el segundo no destinado para un triunfo rutilante, hecho que tampoco justifica su condena a la permanencia en esa discreta escenificación que lo ha caracterizado.