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ArribaAbajoJuan Miguel de Mora: un exiliado incógnito253

Josep Mengual Català


GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona



Una vida (que parecen dos) dedicada a la cultura

Una de las obras de referencia inevitables en el estudio del exilio republicano de 1939 en México, el Gran Diccionario Enciclopédico de México de Humberto Musacchio254, depara una extraordinaria sorpresa a quien se interese por la obra de Juan Miguel de Mora. En la página 1287 del volumen IV del mencionado diccionario (de innegable utilidad en muchos aspectos), el lector se encontrará con una entrada dedicada a un Juan Miguel de Mora (México, D. F., 1921), al que se presenta como un escritor y maestro en literatura de la UNAM y profesor del Instituto de Investigaciones Filológicas, que, además, ha publicado ensayo, teatro y novela. Pero lo curioso es que en la página siguiente aparece un Juan Mora Vaqueiro, nacido en España en 1922, doctor en Letras por la Universidad Latino Americana de Cuba y profesor de literatura sánscrita en la UNAM. Naturalmente, no es una extraordinaria casualidad que haya dos profesores en la UNAM con nombres tan similares y de casi la misma edad, sino que, como es fácil imaginar, se trata de una sola persona. Sin embargo, de una persona cuya trayectoria ha sido tan dilatada, variada e intensa, que es difícil aceptar que conforme una única vida. La anécdota, autobiográfica, es significativa de la heterogeneidad de la labor cultural desarrollada por Juan Miguel de Mora Vaquerizo, periodista con más de sesenta años de dedicación ininterrumpida, novelista, indólogo, ensayista, traductor, dramaturgo y director de teatro, cine y televisión.

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Después de abandonar España por La Junquera-Le Perthus en febrero de 1939 y de un corto periodo en Francia, Juan Miguel de Mora se estableció en México, donde inició una brillante carrera como periodista que le llevó a fundar el semanario La Voz de la Chontalpa, a dirigir el Diario de Tabasco y, durante muchos años, a desempeñar la corresponsalía de la revista Siempre! en diversos países. Colaboró también en El Heraldo de México, ocupándose de la crítica teatral (actividad que también llevó a cabo en Cine Mundial, Diario de la tarde y El Sol de México)255, y ha sido comentarista radiofónico en XEX-La Voz de México. Desde 1947 fueron apareciendo varias novelas, ensayos y libros de reportajes suyos, y a partir de 1952 empezaron a estrenarse algunas de sus obras teatrales, muchas de las cuales permanecen inéditas. Juan Miguel de Mora es un hombre, pues, que llegó al mundo teatral a través de la crítica, y cuya labor en ese campo se desarrolló básicamente entre 1955 y 1968256. Su primer estreno, Ariel y Calibán, que tuvo lugar en el Teatro Ródano, tuvo la suerte de contar con muy buenos intérpretes: Ignacio López Tarso, Julio Taboada y Georgina Barragán. Ese mismo año 1955 se publicaba una de sus obras más logradas, Primero es la luz257, y al año siguiente se presentan dos textos suyos en el Teatro de la Rotonda: Tito Junco y Angelines Fernández interpretan Un hombre de otro mundo, mientras que para El pájaro cantor vuelve al hogar cuenta con la colaboración de Prudencia Grifell y Sonia Furió, a las que se añade Luis Aragón. En 1957, Mora dirige Los héroes no van al frente, pero, a pesar del éxito en estas tareas, para su siguiente estreno, Una cruz para cada hombre (Espartaco), recurre al director José Solé y a un reparto en el que figuraban Lorenzo de Rodas, exiliado español, Sergio Bustamante, Emma Teresa Armendáriz y el exiliado vasco Rafael Llamas. En 1968 terminó de escribir Plaza de las Tres Culturas que, según reza en la portada de su edición (de 1978), «nadie se atrevió a escenificar»258, y al año siguiente, con   —279→   el estreno en París de La terre (Emiliano Zapata) se cerraba, por lo menos hasta el momento, la etapa de Juan Miguel de Mora como creador teatral.

También realizó tareas de dirección televisiva, teatral y cinematográfica: junto a Álvaro Custodio fue uno de los pioneros en la adaptación televisiva de novelas; dirigió su propia obra Los héroes no van al frente; estrenó en México The Gioconda Smile, de Aldous Huxley259, y dirigió en Querétaro Guillermo Tell tiene los ojos tristes, de Alfonso Sastre, con escenografía de Julio Prieto, y con Rafael López Miarnau y Alejandro Jodorovski como asesores; en 1951 dirigió en Guatemala la película Nazkará (que participó en el Festival de Cannes en 1953) y, en Venezuela, una adaptación de Los héroes no van al frente titulada Festín para la muerte (1955). En 1964 viajó clandestinamente a España enviado por el director de Siempre!, José Pagés Llergo, y con el apoyo del Partido Nacionalista Vasco y el gobierno vasco en el exilio colaboró con la oposición clandestina al franquismo, experiencia de la que nació el polémico libro Misión de prensa en España. A raíz de la publicación en Siempre! de los reportajes que formarían este libro, la Alianza Sindical Española solicitó al gobierno de la República española en el exilio la Orden de la Liberación de España, que le impuso en 1965 el presidente Luis Jiménez de Asúa en un acto celebrado en la embajada de la República en México. Actualmente, además de seguir desarrollando una infatigable actividad en su especialidad, la filología sánscrita, colabora con cierta regularidad en la prensa mexicana.

Un sucinto repaso a tres de sus obras más representativas da buena idea de la versatilidad y valentía de Juan Miguel de Mora como dramaturgo, pero también sería interesante analizar sus montajes, pues su concepción estética del espectáculo teatral vive una rápida evolución, siempre atenta al pulso del teatro mexicano e internacional, que hace sospechar en él a un director imaginativo y de talento.




Los héroes no van al frente. Festín para la muerte

Los héroes no van al frente la estrenó la compañía de Emma Grissé en el Teatro de los Compositores el 5 de marzo de 1957, y pese a la divergencia de opiniones entre la crítica, escindida entre defensores y detractores   —280→   del realismo, fue recibida con entusiasmo por el público. Fueron sus intérpretes Isabela Corona, ya por entonces una actriz consagrada de la escena mexicana260, y el actor exiliado Xavier Massé, que desde su intervención en la película Negro es mi color (Tito Davison, 1950) gozaba de una notable popularidad261.

Pese a tratarse de una obra de un marcado realismo, que se sumaba a una corriente en boga por aquellos años en México (Wilberto Cantón, Rafael Solana, José M.ª Camps, etc.), ya desde la descripción inicial de los personajes protagonistas y de la situación temporal y espacial de la obra se advierte en Los héroes... una clara voluntad de trascender la anécdota. La acción se desarrolla en «cualquier país del mundo, época actual, durante cualquier guerra», y la protagonizan, o casi mejor la padecen, «Martin, entre diecisiete y dieciocho años en el primer acto; un hombre, y Mary, veinticinco años; una mujer». Estructurada en tres actos, el segundo y el tercero divididos a su vez en dos cuadros, Los héroes no van al frente se centra en la deshumanización que provoca la experiencia de la guerra en los dos personajes centrales, pero tal vez el protagonista es el que sólo por referencias, y en algún momento por presencia acústica, aparece en escena: la guerra.

El conflicto central de la obra nace del choque entre Mary, una mujer cuyo esposo lleva mucho tiempo preso del enemigo, y su cuñado Martin, que anuncia su decisión de alistarse voluntario dejándola en la más absoluta soledad. Movida por un instinto sexual que ya no puede continuar reprimiendo, Mary intentará seducir a Martin, que consigue alejarla de sí con el recuerdo del marido ausente y aludiendo a su sufrimiento. El segundo acto se desarrolla un año después, cuando Martín regresa completamente transformado. Embrutecido por el combate y por crueles experiencias en el frente, ahora es él quien intentará abusar de su cuñada, y ella quien intenta rechazarle apelando al «sentido de la propia estimación»: «Detente. Sé hombre. (Pausa) Es mucho más difícil que ser macho», le dice. Sin embargo, finalmente debe echarlo de su casa para evitar que continúe acosándola.

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El tercer acto se desarrolla tres meses más tarde y bajo el ruido constante de una batalla. Martin regresa cuando la guerra está ya en sus postrimerías y su ejército huye. Tras un festín con alimentos conseguidos en el mercado negro, Martin pone a disposición de Mary sus armas para que se defienda de él, pues está firmemente dispuesto a violarla si ella se resiste. La obra termina con una escena cargada de tensión que se resuelve cuando ella, tras unos momentos de duda en que mira alternativamente la pistola que empuña y el avance de su cuñado, cede a sus deseos, convencida ya de que su marido ha muerto.

Uno de los grandes aciertos de la obra es la completa caracterización psicológica de los personajes en el primer acto, que permite que en el segundo se haga más evidente la transformación que han sufrido durante el periodo bélico. Ambos se esfuerzan en justificar sus acciones y de ahí algunos extensos parlamentos y diálogos que una parte de la crítica consideró excesivos. Mora consigue siempre cerrar cada cuadro y cada acto con un golpe de efecto que alienta unas expectativas respecto al desarrollo posterior de la acción, crea unos personajes sólidos y convincentes y los envuelve en un ambiente denso y efectivo; no cabe duda de que estamos ante una pieza bien construida con el sello de una personalidad literaria independiente y original. Sin embargo, es cierto, como señaló la crítica, que hay algunos momentos excesivamente discursivos en los que el espectador puede aburrirse, pero responden seguramente al afán del autor por poner al descubierto su propuesta pacifista y su condena de la guerra como acontecimiento que deshumaniza y revela lo peor del ser humano. Menos objetable nos parece hoy su utilización de los instintos sexuales como motivadores del comportamiento de los personajes, pero tampoco puede extrañar que incomodaran a una parte del público y la crítica mexicanos del momento262.




Primero es la luz: poesía de denuncia

En Primero es la luz vuelven a aparecer tan sólo dos personajes, el Hombre y la Mujer, con un marcado y claro carácter simbólico: encarnan al conjunto de la humanidad, a todos los hombres. Pero si bien en Los héroes... había un único personaje ausente (la guerra), en Primero es la luz hay varios,   —282→   cada uno de ellos representando un aspecto distinto de las fuerzas irracionales que amenazan al pensamiento. El argumento de la obra es aparentemente muy sencillo: el Hombre permanece preso y es brutalmente interrogado por dos carceleros y, progresivamente, el lector o espectador irá conociendo qué es lo que con tanto ahínco y crueldad pretenden conseguir: matar el pensamiento. Para ello no se detienen ante nada y al Hombre se le plantea una gran disyuntiva cuando debe optar entre entregar la luz o presenciar la violación de la Mujer. Tras un diálogo en el que muestran su resolución de resistir a toda costa, el segundo acto termina con un invisible Teniente arremetiendo contra la mujer. En el tercer acto a los protagonistas les asalta el temor de que ella haya podido quedar embarazada tras las repetidas violaciones, pero pronto aceptan tal posibilidad: en cualquier caso, sería el hijo del Hombre, que habrá hecho posible el nacimiento con su silencio, nunca el de «los machos que escupían sobre mí su lujuria» (p. 41), según declara la Mujer. Ante tan vehemente declaración, el Hombre se muestra sorprendido de oírla expresarse así, pero recuerda que la Mujer (símbolo de la mujer incorformista) ya lo hizo «en Rusia, en Polonia, en Bélgica, en Holanda, en Francia... y antes en Madrid» (p. 41). La obra termina con el fusilamiento del Hombre tras negarse a quebrantar su silencio en el interrogatorio al que le somete el Comisario, pero muere con la cabeza bien alta, pues, como él mismo dice: «Si muero con la luz, sé que no muero. Y si vivo sin ella, sé que no vivo» (p. 44).

Es inevitable recordar el célebre «¡Muera la inteligencia!» de Millán Astray, pero la obra carece de toda localización temporal y geográfica, su mensaje es válido para todas las épocas y lugares, sobre todo debido al carácter simbólico y poético del argumento. Al igual que en Los héroes..., Mora no muestra el agente provocador de la acción (la guerra, los fanáticos irracionales), sino que le interesa sobre todo mostrar sus efectos; pero de un modo tan descarnado y violento que resulta suficiente para motivar en el espectador o en el lector un rechazo de los provocadores de la acción que se le presenta. Estéticamente, sin embargo, esta obra está en las antípodas de Los héroes..., y buena muestra de ello es que Fernando Arrabal acogiera la traducción que de esta obra hizo el gran hispanista André Camp en su revista Le Théâtre cambiándole el título por el de La lumière et la Peur y con el subtítulo, inexistente en la edición mexicana, «Grand-Guignol politique»263.



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Un espectáculo total: Plaza de las Tres Culturas (Tlatelolco)

La matanza de la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968, año en el que México organizaba las Olimpiadas, conmocionó a un mundo que acababa de pasar por el Mayo francés y por las protestas estudiantiles en Estados Unidos. En México, ese acontecimiento capital de la historia contemporánea del país, y del que ningún gobierno mexicano ha dado nunca cifras ni explicaciones convincentes, se ha llevado a las tablas en diversas ocasiones264. La de Juan Miguel de Mora es la primera obra que trata el tema, pues, si bien no se publicó hasta 1978, está fechada en México, Kingston y París entre agosto y noviembre de 1968, y de hecho es un tema que le preocupó durante mucho tiempo y que abordó posteriormente, en 1973, en una obra a medio camino entre el reportaje periodístico, el ensayo y la novela documental, de extraordinario éxito265. En Plaza de las Tres Culturas despliega y combina Juan Miguel de Mora una amplia gama de elementos sonoros, visuales y musicales (con una técnica deudora del collage, tan en boga a finales de los años sesenta), para crear una parábola de la situación política y social de México (y, por extensión, de América Latina), desde una perspectiva afín a la de la izquierda mexicana del momento. Aun cuando consta de tres actos perfectamente diferenciados, la obra se estructura básicamente a partir de breves sketchs que se van engarzando imperceptiblemente para crear un amplio mosaico (que remite tal vez a la pintura mural mexicana) de la historia y la situación de la juventud en 1968. La elección de un acontecimiento histórico concreto como anécdota de la obra podría hacer pensar en un abandono de la vocación universalista de la propuesta de Mora, pero desde las primeras escenas esta impresión queda rápidamente corregida.

La obra se inicia con una transición de la música de los Stones o los Beatles al Estudio Revolucionario de Chopin, mientras un grupo de jóvenes pasa de bailar apasionadamente a empuñar armas, carteles con la imagen del Che Guevara y a avanzar por el escenario con «actitudes felinas, de acechanza   —284→   y combate» (p. 14). Mientras la luz va desvaneciéndose, aumenta el volumen de una frase que se repite obsesivamente: «¿por qué?». Desde el primer momento, Mora sitúa al espectador en las coordenadas estéticas y temáticas en las que va a moverse la obra. Lo escenificado a continuación es un intento de dar respuesta a los muchos porqués que irán asaltando al espectador, y lo hará empleando para ello todo tipo de lenguajes, escogiendo aquellos que de una forma más efectiva le sirvan para desarrollar en escena sus argumentaciones. Si a Los héroes... podía achacársele un cierto carácter discursivo que restaba brillantez al efecto de las escenas, en Plaza de las Tres Culturas Mora opta por vehicular su discurso casi exclusivamente mediante acción, imágenes, sonidos y músicas y, además de no perder un ápice de claridad, su discurso resulta mucho más efectivo; en cierto modo, abandona la búsqueda de una reacción fría e intelectual del espectador por una respuesta visceral y emotiva que, sin embargo, invita a una posterior reflexión acerca de lo escenificado.

En contra de lo que podría pensarse por el título, la obra de Mora no es una escenificación de los acontecimientos desarrollados en la plaza en 1968, sino un intento de hallar una explicación a esa catástrofe, de exponer por qué en México, pero no sólo en México, los jóvenes están adoptando una actitud combativa contra los poderes establecidos y contra las prácticas políticas imperantes. Los jóvenes están hartos de doblegarse a la propaganda (comercial, política, religiosa) como único medio de evitar el rechazo social. Tras exponer esta situación, la acción se remonta a los orígenes del problema, a la explotación de unos pueblos (tlaxcaltecas, otomíes, totonacas...) por otros (los aztecas inicialmente, luego los conquistadores españoles y posteriormente, de forma más sibilina y encubierta, por el capitalismo representado por Estados Unidos), que lleva a una absoluta desorientación en cuanto a la identidad nacional. Y no se trata sólo de México, sino de toda Latinoamérica, pues estos procesos afectaron al continente americano en su conjunto.

El segundo acto se centra en los antecedentes inmediatos de la matanza de 1968, en la situación de México a finales de los sesenta: un país en el que la juventud empieza a rebelarse contra imposiciones y prohibiciones absurdas que emanan de un poder hipócrita oculto tras una máscara de avance y progreso económico a toda costa y sometido a los dictados de Tío Sam. Significativamente, este segundo acto termina con un diálogo entre la Cultura Indígena, la Cultura Colonial y la Cultura Híbrida que, mientras discuten su respectiva supremacía, son aniquiladas por la Muerte.

Sólo el tercer acto corresponde a la escenificación del acontecimiento histórico al que alude el título, mediante breves escenas que ponen de manifiesto   —285→   la indefensión de los agredidos y la repulsiva premeditación con que actuaron las autoridades. Este acto se acerca conceptual y estéticamente al teatro-documento, pero dentro del amplio mosaico que supone la obra contrasta y establece unos vínculos de tensión estética con los otros dos actos, y, sobre todo, reclama una interpretación más amplia del acontecimiento y una toma de conciencia de las circunstancias, no estrictamente de los hechos en sí, que lo provocaron o, cuando menos, lo propiciaron.

Plaza de las Tres Culturas es, sin duda, la obra de Mora más rica en contenidos y la más compleja, tanto en su composición y estructura como en la combinación de elementos heterogéneos. Es evidente que un criterio importante en la combinación de lenguajes teatrales que caracteriza a esta obra es facilitar la comprensión de sus planteamientos y contribuir a captar y retener la atención del espectador. De ahí el recurso por ejemplo al humor, con algunos momentos excelentes en los que se emplea con una intención de crítica mordaz (como cuando a la afirmación de que en México no hay presos políticos, el Preso replica: «Porque estar en contra del gobierno es un delito de lo más común»). Por este camino se entiende perfectamente que el lema de la obra proceda de un texto de Brecht, pues si bien no se puede hablar en propiedad de un efecto de distanciamiento, lo que sí es evidente es que se trata de un teatro que pretende llegar a un público amplio para transmitirle un pensamiento político, y de ahí el empleo de recursos accesibles a todo tipo de espectadores, y al mismo tiempo concienciarlo de la raíz y origen de los problemas que afectan a América Latina y que son los que hacen posible una hecatombe como la ocurrida en la plaza en octubre de 1968. Mediante esta combinación de elementos procedentes de diversos géneros teatrales (entre los que se incluyen también el diálogo vodevilesco y la caracterización esperpéntica), Mora consigue exponer no sólo el acontecimiento central (acto tercero), sino sus antecedentes más remotos (acto primero) y los más próximos (acto segundo). No puede hablarse ni mucho menos de un teatro panfletario ni propagandístico, pero sí, por supuesto, de un teatro político en el sentido que tiene cuando se aplica a ciertas obras de Max Aub, pues es clara en ambos la intención de advertir y contribuir a una toma de conciencia acerca de acuciantes e importantes problemas políticos que van más allá de lo coyuntural.




Una dramaturgia heterogénea por descubrir

Si bien el teatro de Juan Miguel de Mora se caracteriza por una serie de temas recurrentes (entre los que destacan una reiterativa propuesta pacifista   —286→   y el carácter antimilitarista de sus obras), técnicamente presenta una sorprendente variedad o, si se prefiere, una rápida evolución que le aleja a pasos agigantados del realismo convencional para introducir nuevos elementos que van enriqueciendo su estética dramatúrgica. Con muy pocas obras, Mora recorre una trayectoria que por ejemplo a José M.ª Camps, otro dramaturgo exiliado mal conocido en España, le costó mucho más. Es abismal la distancia que hay entre La etapa imprevista o ¡Al fin solos! y las obras más logradas de Camps (Affaire Palomares, El brillo de la podredumbre o El edicto de gracia), pero se observa claramente también en él un progresivo dominio de los efectos que pueden conseguirse con la combinación y articulación de sonidos, imágenes cinematográficas o fotográficas, carteles, etc. (siempre mucho más allá de la simple espectacularidad vacua), y con la potenciación de lo inexistente en escena como provocación, amenaza o misterio. Otro aspecto que une a estos dos dramaturgos es su firme voluntad de arraigar rápidamente en el país y la cultura que tan generosamente les acogió, de implicarse en sus problemas, de llevar su historia y su realidad a escena y ofrecer a los espectadores mexicanos una visión caracterizada por la solidaridad en el sentido más fuerte de la palabra: el de compartir una situación política, económica, social..., y trabajar para transformarla como un mexicano más. En sus obras no encontraremos ni por asomo nostalgia de España ni irónicas alusiones a su triste realidad, como ocurre con frecuencia en la obra literaria de otros exiliados.

Como tantos otros, Juan Miguel de Mora es uno de los interesantes dramaturgos del exilio republicano español de 1939 que nos quedan por descubrir en España, pues aludiendo de nuevo a Max Aub, también es de los que hicieron el bachillerato en nuestro país, si bien desde el primer momento supo adaptarse a las nuevas circunstancias que le impuso el exilio y desarrollar en México una labor cultural perfectamente integrada en su nuevo ámbito266.





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ArribaAbajoLa tumba de Antígona (1967): teatro y exilio en María Zambrano

Pilar Nieva de la Paz


CSIC Madrid


María Zambrano se nos revela, al filo del nuevo siglo, como una escritora plenamente representativa de la modernidad, que ha ignorado las barreras entre textos de «pensamiento» y textos «de creación», transitando de forma habitual por territorios genéricos fronterizos. El valor de su obra crece todavía más cuando consideramos que desarrolló la mayor parte de su obra creativa en condiciones generalmente adversas. Entre ellas, y muy especialmente, su alejamiento físico, marcado por cuarenta y cinco años de exilio. Un exilio que no ha impedido, sin embargo, su total integración en la cultura española y su singular aportación a las corrientes de renovación estética más representativas de su tiempo.

Conocida y apreciada fundamentalmente como pensadora, con más de una veintena de libros y más de trescientos artículos publicados en su haber, toda su producción está impregnada de un aliento literario que nace de la elaboración de un pensamiento en el que, casi desde el inicio, filosofía y poesía resultan indisolubles. Sin duda, esta vocación de situarse más allá de los cauces y las etiquetas establecidas, a caballo entre diversas disciplinas, culturas y países, en continua itinerancia intelectual y vital, explica la insuficiente atención que se le ha prestado en el panorama de la literatura española267 como autora de sugerentes textos de crítica literaria (sobre géneros -la novela, la tragedia, la confesión- y escritores -Cervantes, san Juan de la Cruz, Galdós, Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, etc.-) y también de obras de creación muy estimables, entre las cuales figuraron   —288→   textos narrativos (entre otros, Claros del bosque, 1977), títulos autobiográficos (destacadamente, Delirio y destino, 1989) y un texto teatral, La tumba de Antígona (1967), cuyo singular valor se ha puesto de relieve tras la aparición de nuevas ediciones y haber sido motivo de varias puestas en escena.

Escrita durante su exilio en La Pièce, en el Jura francés, se trata de una versión del mito de Sófocles en la que confluyen su reflexión acerca de la función y el sentido del género trágico y su larga convivencia personal con el personaje de Antígona268, una de esas figuras femeninas arquetípicas (Diotima, Eloísa, Juana de Arco, Nina, etc.) que se le «revelan» con tanta insistencia que se ve obligada finalmente a darles cuerpo y voz. Varias son las razones por las que la autora decide explorar la vía teatral. En un artículo coetáneo al periodo de concepción de esta obra, «El origen del teatro» (1965), analizaba la necesidad que todas las culturas han sentido de «representar la vida», de que la existencia vuelva a pasar como acción ante el espectador, directamente, tal como fue vivida. Se logra así la participación de una forma más directa que cuando el suceso es simplemente relatado:

No se trata, pues, en el teatro de hacer saber, de dar a conocer nada [...]; se trata ante todo de revivir, de hacer resucitar algo que ya pasó, mas que de algún modo ha de seguir pasando, y no sólo para que se sepa y no se olvide, sino para que sea vivido. Decir vivido es decir padecido, sufrido, reído o llorado, compadecido o alabado o todo junto, tal como en la vida sucede.


[Zambrano, 1986, VIII]                


Podemos deducir de estas palabras la relevancia que Zambrano concede al mito de Antígona, al que otorga plena vigencia simbólica y explicativa del presente, de forma que nos lo presenta para que lo experimentemos como parte de nuestra realidad. No en vano, para la escritora el teatro es la caja de resonancia óptima para conocer lo más íntimo de la condición humana, aquellas verdades esenciales que los personajes pueden decir en su delirio, ocultos tras su máscara: «Los personajes en escena dicen a veces cosas, para ello están los monólogos, que en la vida no representada   —289→   no se dirían: íntimas razones y sinrazones, verdades; [...] y todo ello en una especie de delirio, aunque sea razonado».

Ella nos recuerda que en el origen del teatro está, además, el sentido profundamente religioso de la tragedia griega, su carácter purificador y sagrado, donde los hombres pueden dialogar con los dioses y con los muertos. En el mismo prólogo de La tumba de Antígona se define la tragedia griega como género «donde lo divino se entremezcla a lo humano» (p. 206), como el género de la trascendencia269. Y añade: «En lo solamente humano se da el drama, la comedia, cierto tipo de novela y cierto tipo de historias. Mas en verdad, cuando todo ello alcanza la dignidad suprema de su propia categoría, quedan siempre flotando por oculto que esté Dios, los dioses» (p. 206). Una tragedia que en el caso de Zambrano se impregna de poesía, pertenece plenamente a la categoría de «poesía dramática», utilizando un término que ella misma emplea para presentar otra singular obra teatral del exilio, El solitario, misterio en un acto de su amiga Concha Méndez Cuesta:

De ahí el teatro, la poesía dramática que presta cuerpo y palabra, realidad corpórea a las voces que sólo suenan dentro de nosotros; a las que nos hablan dentro y fuera en nuestra soledad. La poesía dramática que fija y aclara en su terrible misterio, el laberinto de nuestra vida, que descifra el enigma de nuestra soledad sin reposo, porque no es completa soledad.


[Zambrano, 1998, 11]                


El primer acercamiento de la pensadora a la mítica heroína tebana es casi dos décadas anterior a la obra que aquí nos va a ocupar. Se trata del «Delirio de Antígona» (1948), texto integrado por un prólogo y un «Delirio primero», en el que se encuentra el origen de las transformaciones respecto a la versión clásica que llevaría a cabo posteriormente en su obra teatral. La alteración fundamental, sin duda, parte del desacato ante el final de la tragedia sofoclea: el suicidio de Antígona en su tumba270. Otras claves están ya presentes también en el prólogo de esta temprana reflexión sobre el personaje: conceder a Antígona tiempo para morir, ya que no lo tuvo   —290→   para vivir; la bajada a los ínferos, tan central en su concepción filosófica global; Antígona como conciencia pura que alumbra el mundo, como ser destinado a la Piedad, y Antígona como ser sacrificial que media ante los dioses para lograr la reconciliación de su familia y de su ciudad, divididas por el odio. La autora volvería de nuevo a este personaje, que nunca la abandonó del todo, en Delirio y destino, su «biografía personal» (Maillard), publicado en 1989 pero escrito en Cuba casi cuarenta años antes. De hecho cierra la primera parte del libro con un capítulo dedicado a su hermana Araceli (pp. 279-282), a la que identifica con Antígona, pues también ella se vio marcada por un destino trágico que tuvo que afrontar en soledad, mientras María -Ismene- permanecía apartada del lugar de la tragedia (la guerra europea, la deportación y muerte del cuñado, la persecución y la tortura de la hermana por la Gestapo, la muerte de la madre...)271. Nuevamente reflexiona sobre ella en «El personaje autor: Antígona», texto incluido en El sueño creador (1965) y muy cercano por su contenido a la tragedia que comentamos, destacando el valor de su sacrificio de amor en la salvación de la remota culpa de toda su estirpe y la palabra de autor que le ha sido dada para desvelar su conciencia (pp. 247 y 249).

La tumba de Antígona se abre con un extenso prólogo, que trata de explicar su intención y sentido, para configurarse después en doce escenas, a partir de la yuxtaposición de monólogos y diálogos, de marcado lirismo, encabezados en cada caso por los nombres de los personajes que se le aparecen a Antígona en su tumba. Estos sucesivos encuentros con sus fantasmas familiares, consigo misma a través de su relación pasada con los otros, conducen paulatinamente a Antígona hacia lo más profundo de sí misma, hacia las grandes preguntas de la razón última, en un proceso de progresiva purificación [Nieva de la Paz, 1997, 128]. Texto de naturaleza genérica compleja, como todos los de Zambrano, ha sido a menudo clasificada junto con el conjunto de la producción filosófica de la autora, sin reparar en su condición teatral. Sin embargo, y a pesar de incluir fragmentos narrativos (el prólogo) y del marcado carácter lírico de sus monólogos y diálogos, la obra tiene una estructura básicamente teatral (división   —291→   en escenas) y ofrece algún ejemplo aislado de acotación. La práctica inexistencia de didascalia se suple, sin embargo, con la abundante información escénica que nos suministra el propio texto. La palabra crea el espacio y da entrada a los diferentes interlocutores de Antígona (Edipo, Ana «la nodriza», la Harpía, Eteocles y Polinices, Creón, Desconocido Primero y Desconocido Segundo). La palabra es la que marca también el trascurso del tiempo, el paso del día a la noche272. Todo ello mediante el estilo inconfundible de esta escritora: un lenguaje plagado de símbolos y metáforas, de paradojas y repeticiones que definen una prosa con ritmo auténticamente musical.

La autora parte de una general aceptación del mito clásico consagrado por Sófocles. Evita, sin embargo, mostrar de nuevo el drama de Antígona, previo a su enterramiento en vida [Castillo, 1993a, 11]. Ha resuelto así de forma definitiva el protagonismo de la obra en favor de Antígona, protagonismo que, según algunas interpretaciones, le disputaba en la tragedia clásica el tirano Creonte273. Zambrano ha decidido dar a Antígona el espacio, la voz, el tiempo, que Sófocles apenas concede en escena a su heroína. De hecho, el papel de Creón se ve aquí drásticamente reducido, con lo que en buena medida se desplaza el centro de atención del conflicto de la protagonista frente al poder público establecido, hacia su sacrificio motivado por el amor y la piedad, que cierra el trágico destino de una familia marcada por el incesto. El nuevo equilibrio planteado redunda, como enseguida veremos, en una interpretación existencial que viene a sumarse a la lectura histórica y política de esta obra.

Junto al protagonismo absoluto y central de Antígona, se observan otras significativas alteraciones en esta versión del mito. En primer lugar, el rechazo del suicidio de la joven enterrada viva -«Antígona, en verdad, no se suicidó en su tumba, según Sófocles, incurriendo en un inevitable error, nos cuenta» (p. 201)-, con el objeto de darle tiempo de vivir su muerte y reflexionar sobre «el proceso trágico de su familia y de su ciudad» (p. 205). De este modo, Zambrano puede ofrecernos su personal profundización en las claves del personaje, destacando en ella la fraternidad vivida como pasión absoluta, el sacrificio de la propia vida en nombre de una ética   —292→   superior a la ley impuesta por el poder y la concepción de la historia personal y colectiva como destino inexorable. Otro cambio fundamental es el nuevo espacio en el que se desarrolla el drama. Del palacio de los reyes de Tebas en el que Sófocles sitúa la acción, pasamos aquí a la tumba en la que la protagonista ha sido enterrada viva. El título de la obra confirma la importancia del espacio en la concepción de la obra; un espacio, la tumba, convertido en símbolo del exilio, del no-lugar, del lugar que está más allá de la vida y más acá de la muerte. Antígona pasa a ser así la exiliada arquetípica274 y su lamento será el lamento de la escritora exiliada, de los exiliados españoles de 1939, pero también, y sobre todo, de los seres humanos, exiliados todos en su soledad y su abandono radical275.

Antígona fue exiliada siendo niña, mientras conducía al ciego Edipo por tierras extrañas. Víctima inocente, vivió desde su infancia el exilio, presentado en la obra como destino y sacrificio que es necesario asumir. Cuando bajó a la tumba de su condena e inició su «segundo exilio», tampoco fue por voluntad, por orgullo, sino que, como ella misma declara entonces: «Todo me lo fueron dando, me lo dieron ya desde el principio. No he venido aquí, ni fui por los caminos, peregrina, de tierra en tierra, inventando historias. Fui con mi Padre, con él, por él. Por él y por sus hijos, mis hermanos. Óyelo bien, desde el principio» (p. 242)276. Este segundo exilio de Antígona es fruto de su enfrentamiento al poder, de su integridad moral, de su respeto a la ley de los dioses más allá de todo interés y proyecto personal; es fruto, en fin, de un imperativo ético. Cuando Creón, arrepentido, acude a rescatarla -un episodio que el suicidio de Antígona impide realizar al tirano en la obra clásica-, se encuentra con una Antígona que, firme en su actitud a pesar de llevar un día entero enterrada, rechaza   —293→   la falsa libertad que éste le ofrece. Ella cree que la vida arriba no merece la pena de ser vivida si el poder y la ley siguen estando donde estaban cuando fue tan injustamente castigada: «Pues no es la condena, es la ley que la engendra, lo que mi alma rechaza» (p. 257). Su denuncia de la opresión y la injusticia resulta todavía más explícita en páginas siguientes: «Pues que si el del poder hubiera bajado aquí de otro modo, como únicamente debiera haberse atrevido a venir, con la Ley Nueva, y aquí mismo hubiese reducido a cenizas la vieja ley, entonces sí, yo habría salido con él» (p. 258)277. El rechazo del poder tiránico y la búsqueda de verdadera libertad justifican, pues, un exilio vinculado a la búsqueda -¿utópica?- de un mundo regido por la justicia: «La vida está iluminada tan sólo por esos sueños como lámparas que alumbran desde adentro, que guían los pasos del hombre, siempre errante sobre la Tierra. Como yo, en exilio todos sin darse cuenta fundando una ciudad y otra» (p. 258).

Zambrano concibe el enterramiento de Antígona como un destierro, y considera éste como «un segundo nacimiento» que le ofrece «la revelación de su ser en todas sus dimensiones» («Prólogo», p. 213). Una visión del exilio como «nacimiento» que ya había planteado en su «Carta sobre el exilio» (1961), donde significativamente afirmaba: «se es un exiliado [...] porque me dejaron la vida, o con mayor precisión: porque me dejaron en la vida» (p. 383). Este texto responde a una concepción del exilio común a la que plantea en su versión teatral del mito, de modo que podemos hallar en él algunas de las claves fundamentales de la tragedia, desde la ofrenda que el exiliado hace de sí mismo (Antígona como víctima sacrificial) hasta su ubicación en «ese lugar, en ese límite entre la vida y la muerte donde habita, el cual es el lugar privilegiado para que se dé la lucidez» (p. 388).

Tal y como se plantea en La tumba de Antígona, en el exilio el ser humano llega a conocer su verdadera naturaleza, al tiempo que profundiza en la memoria de su pueblo y comprende el sentido de la Historia. Los exiliados no sólo piden recibir, también piden dar, «algo que no tienen los habitantes de ninguna ciudad, los establecidos; algo que solamente tiene el que ha sido arrancado de raíz, el errante, el que se encuentra un día sin nada bajo el cielo y sin tierra» (p. 259). En la casa, en la patria, se puede olvidar; en el exilio, resulta inevitable llevar siempre consigo el peso de la   —294→   memoria, de toda la vida pasada que no debe ser carga que sepulta, sino bagaje para vivir278. El exiliado debe levantar de hecho el fardo de su memoria y, al mismo tiempo, permanecer siempre alerta, vigilante, «como un centinela en el último confín de la tierra conocida» (p. 260)279. Es la de Zambrano, pues, una visión afirmativa del exilio, entendido como conocimiento directo de la más auténtica condición del ser humano, de su desvalimiento, soledad y abandono, de la itinerancia esencial de toda trayectoria vital280. Así resume Antígona este sentir en su diálogo con Creón:

A mí me ha cogido muchas veces la lluvia del campo cuando iba con mi padre y no teníamos dónde guarecernos. Y era buena esa lluvia, era bueno, aunque duro ir al descampado. Gracias al destierro conocimos la tierra.281


(p. 256)                


Una lectura ontológica del exilio, de Antígona como mujer exiliada, que no invalida, sino que se superpone, a la interpretación más circunstancial, histórica y autobiográfica, que se desprende de esta obra282. Por un lado, la autora había identificado explícitamente a Antígona con su hermana Araceli, como vimos; identificación que se complica en este drama a través de los evidentes paralelismos que unen a la protagonista con la propia Zambrano, víctima como aquélla de su linaje, de la historia de su pueblo: de una guerra civil que la condujo hacia el destierro como miembro del primer exilio, el de los escritores republicanos vencidos en 1939 [Aznar   —295→   Soler, 27]. Pero tal y como Antígona asume su destino, marcado doblemente por su trágica historia personal -la familia- y por la trágica historia de su pueblo -la guerra fratricida, la ciudad en manos de la tiranía-, así la obra de Zambrano trasluce a un tiempo la experiencia vital de su autora y la historia reciente de su patria.

Abundan en la obra los vínculos con el exilio republicano de 1939, vínculos que confirma la escritora al incluir La tumba de Antígona en Senderos, donde se reeditaba también Los intelectuales en el drama de España, obra escrita durante la guerra civil española. Ambos venían precedidos por un texto significativamente titulado «La experiencia de la Historia (Después de entonces)», en el que la reciente historia de España (la República, la sublevación militar, la movilización popular, la guerra y su trágico fin...) resulta referencia continua e insoslayable283. El enfrentamiento entre Eteocles y Polinices, los hermanos de Antígona, en el que ambos perecieron, es «Símbolo quizá un tanto ingenuo de toda guerra civil, mas valedero» (p. 202). Zambrano asocia el drama de Antígona, de su familia y de su país, con el drama de España. Después de la guerra, España ha vivido en la «historia apócrifa», la de la opresión y el sacrificio de los inocentes, frente a la «historia verdadera», la que debería haber sido -con la continuidad de la República y de la libertad democrática-. Pese a tan terribles referencias y experiencias históricas, la autora se inclina por una visión esperanzada del futuro y de la condición humana: «la historia apócrifa va hacia su propio acabamiento sin dejar apenas huella» (p. 22). Antígona, ejemplo de inocente víctima sacrificial, se nos presenta como modelo arquetípico de esos seres que mueven la historia («El sacrificio sigue siendo el fondo último de la historia, su secreto resorte», p. 203), en la esperanza de alcanzar para Occidente esa «Nueva Ley» que constituye el objetivo máximo del avance histórico. Se desprende de este planteamiento un claro mensaje moral, una apuesta por el compromiso ético individual en el devenir de la Historia, que impregna, por lo demás, el conjunto de la obra literaria de esta autora [Johnson, p. 181].

Nos encontramos, pues, ante un texto complejo, cuajado de sugerencias y potencialmente susceptible de las más novedosas realizaciones escénicas, que ha atraído a diferentes profesionales del teatro interesados en lograr su representación. Se sitúa, como veíamos, en una zona límite de la literatura dramática, y como tal ha sido apreciado por aquellos creadores   —296→   de la escena con un similar gusto por lo fronterizo. Es el caso del montaje realizado por Teatro-Estudio de Málaga bajo la dirección de Juan Hurtado, Antígona (Teatro Lope de Vega, Vélez-Málaga, 24 de julio de 1984)284. En su comentario acerca del espectáculo, Romero Esteo destacaba precisamente su difícil catalogación, que había llevado a unos a negarle su condición teatral, mientras que otros lo consideraron muestra de un nuevo género teatral (teatro-sinfonía o cantata-teatro). Se combinaban en él múltiples elementos heterogéneos: danza y escultura, palabra y glosolalia, música y sonido en bruto, silencio y explosión sonora285. Fue presentado por el citado comentarista como una «liturgia trágica [...] básicamente fundamentada en el cante jondo» (p. 42), pero no por vía del flamenco al uso, sino de una deconstrucción de los módulos expresivos de este cante que afectó a música, baile e interpretación actoral. No resulta extraño, por tanto, que el balance de su recepción en el ámbito teatral se resumiera, a su juicio, en una combinación de incomprensión y sorpresa286.

Otro ejemplo de recreación escénica de esta obra nos lo ha brindado Alfredo Castellón287, autor de una acertada adaptación textual que, con el título original, se presentó bajo su dirección en el marco del XXXVIII Festival de Teatro Clásico de Mérida [Vilches, 1994, 464], dedicado   —297→   monográficamente al mito de Edipo (Teatro Romano, Mérida, 13 de agosto de 1992)288. En su versión, bastante respetuosa y fiel al espíritu y la letra del texto de María Zambrano [Haro Tecglen, 8], se introducen varias modificaciones orientadas a marcar más claramente la estructura teatral de la obra, facilitando así su representación dramática. Se prescinde, por ejemplo, del prólogo de la autora; se añaden escenas (la obra se abre con la entrada de Antígona en la tumba, ante la presencia de Creón y de un coro inexistente en el texto original); se remodelan o incluso suprimen algunos de los monólogos (se ven algo reducidos los dos que abren la obra y, más drásticamente, el parlamento final; se transforman en diálogos las reflexiones en voz alta que Antígona sostiene ante los mudos fantasmas de la madre y de la hermana en el texto de la escritora); se cambia el orden de algunas de las escenas (como ocurre, entre otros, en el caso del diálogo de la Harpía, antepuesto ahora al encuentro con Edipo), al tiempo que se incorporan numerosas y pertinentes acotaciones289.

Alfredo Castellón presentó su versión como «un drama intimista que se aleja de los grandes montajes sobre Edipo, y que tiene como eje central el texto escrito por Zambrano, lleno de lirismo y de pureza filosófica» («Victoria Vera, Antígona y María Zambrano»), enfoque que algunos consideraron encuadrable en un supuesto «teatro intelectual»290. La riqueza del texto de la pensadora fue igualmente proclamada por Eduardo Hora Tecglen, quien manifestó en el prólogo su admiración al considerarla como   —298→   una rica y original aportación a la larga saga de Antígonas del repertorio teatral universal: «Yo no veo la angustia ni la ansiedad en la Antígona de Sófocles ni en las que he conocido; ni siquiera en las modernas de Cocteau, Anouilh o Brecht. La veo en la de María Zambrano. Y es que veo en ella muchas confesiones personales, muchas de las balas trazadoras que han ido persiguiendo su vida: el exilio, las guerras, las repúblicas, las tiranías, los idiomas» [Haro Tecglen, 8].

Era necesaria la recuperación de esta versión del mito de Antígona por parte de la literatura dramática y de la escena. Una recuperación que descubre un eslabón más en esa significativa cadena de escritoras teatrales contemporáneas empeñadas en una común tarea: reelaborar las bases de la cultura occidental, reescribir sus relatos fundamentales [Ragué, 1992; Nieva de la Paz, 1993]. Aunque tardía, supone todo un homenaje a la excepcional escritora y un paso adelante en la reconstrucción progresiva de nuestra memoria histórica, truncada por la guerra y el exilio. No en vano Antígona, símbolo de fraternidad y de reconciliación, se hizo carne en la propia María Zambrano, quien, tras su regreso definitivo a España, declaraba ante la prensa:

Yo he renunciado a mi exilio y estoy feliz, y estoy contenta, pero eso no me hace olvidarlo, sería como negar una parte de nuestra historia y de mi historia. Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace más hermosa la ausencia de rencor.


[Zambrano, 1989]                



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  —[302]→     —303→  

ArribaAbajo«¿Dónde estás, Libertada? ¿Dónde estás?»: el Teatro en libertad de José Ricardo Morales

Claudia Ortego Sanmartín


GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona



La libertad, el hombre y el poder

En Nuestro norte es el Sur, la farsa que cierra la trilogía de Teatro en libertad (1975-1979)291, los subordinados de un régimen dictatorial detienen en un teatro a un dramaturgo que, contra toda orden, ha decidido «tomarse libertades» y sacar a la luz en una representación teatral los disparatados planes bélicos del gobierno militar, para, al publicarlos, hacerlos fracasar. En el registro efectuado al Autor antes de torturarlo y matarlo, los «guardianes del orden» no encuentran «papeles», sólo una escueta nota donde se lee: «Recordar cita Miguel de Cervantes» (p. 162). Morales no glosa la cita: debió considerar que la sola mención de Cervantes suponía una réplica suficientemente explícita a la violencia y abusos de autoridad dramatizados en la escena. Cabe conjeturar, sin embargo, que el autor estuviera pensando en las palabras cervantinas con las que, más tarde, encabezaría su «Desde aquella llegada del Winnipeg...» (1989), uno de los textos donde Morales -un valenciano nacido en Málaga en 1915 que este año celebra sus sesenta años de destierro en Chile- expone su experiencia como español «libre» y «pensante» condenado al destierro por haber defendido el «régimen libre» y legítimo de la República del azote del fascismo europeo: «Libre nací y en libertad me fundo»292. La libertad, así pues, la entendería Morales como una facultad natural, un derecho fundamental   —304→   e inalienable de todo hombre; un derecho que, por otra parte, ha de ejercerse y configurarse también, de algún modo, como deber: el de defenderla ante quienes nos la niegan. Y es que para nuestro autor la libertad constituye una condición ineludible para que el hombre pueda vivir y ser en plenitud. Sin libertad, sin posibilidad de elegir -sin presiones, imposiciones o violencia- entre opciones distintas, no puede existir el pensamiento auténtico, y si por algo se distingue el hombre, a juicio de nuestro autor, es por su condición inteligente: es el ser que piensa, que elige, que siempre pone condiciones nuevas en cuanto propone y hace, y que con ello dinamiza, acrecienta y transforma el mundo. En Morales, pues, libertad, diversidad, pensamiento, crecimiento y vida van de la mano293.

Pero la libertad, considera Morales, es un bien tan preciado como escaso: si en los sistemas democráticos, que la incluyen como uno de sus atributos básicos, «nunca nos está dada» y somos nosotros quienes «'nos tomamos la libertad' de hacer o pensar aquello que nos parece necesario»294, en los que, de palabra o de hecho, no lo son, la libertad permanece bajo secuestro. El rapto de la libertad por quienes ostentan el poder político es la situación recreada en una de las escenas de Nuestro norte es el Sur, donde dos personajes representan en el escenario, mientras la policía registra a los espectadores en la platea, la Fábula de Pancracio y Libertada, una amarga alegoría sobre el amor imposible de un hombre «crédulo» por una bella y libertina dama -el papel lo interpreta una prostituta- a quien «viejos señores» que la amaban «de todo corazón» (Nabucodonosor, Stalin, Beria, Mussolini, Hitler, Franco, Afila, Somoza, Nixon, Carter «y los que   —305→   vendrán») convirtieron en un «rehén precioso» para su uso y disfrute exclusivo, a quien, por tanto, ya «nadie ve en las plazas» y que a lo sumo aparece «en las constituciones» o como una vaga y dudosa promesa de futuro (pp. 155 y siguientes)295. «Es falso que te quieran», razonará en vano el sufrido Pancracio: «Uno de esos ancianos dijo un día: 'La Libertada, ¿para qué?'» (p. 157). Esta memorable frase, una graciosa recreación de la acuñada por el sátrapa ruso, revela con cínica claridad el alto concepto en que tiene un dictador la tantas veces invocada, como después ultrajada, «libertad».

Para denunciar el secuestro por parte de los gobiernos «autoritarios, paralíticos»296 de la libertad y, con ella, de los individuos, los pueblos y los países, del pensamiento, la historia y, en fin, de la propia vida, escribió Morales su magnífico Teatro en libertad, una sátira -implacable y demoledora, pero también imaginativa y divertida- contra las dictaduras y el militarismo, contra los gobiernos que alcanzan el poder y se mantienen en él mediante la imposición del terror, la uniformidad y la muerte. Dice Morales en el prólogo a la trilogía, refiriéndose a su título:

[...] dicha libertad alude a las que decidí tomarme para objetar ciertas modalidades de terrorismo de Estado que hoy denominan totalitarismos, libertad apreciable tanto en la índole de los asuntos propuestos como en las disposiciones que adoptan. Porque el problema del poder excesivo se lleva en el presente libro hasta límites de extremismo estatal abiertamente irracionales. De ahí que dichos totalitarismos no se presenten en estas piezas según su carácter ideológico habitual, ya que en ellos subyace, como totalidad mayor, un absoluto: el de la muerte. Pues, ¿qué otra totalidad más rigurosa conocen los mortales? [...] Por ello, el totalitarismo radical de mis últimas obras no se origina en las ideas y conduce a la muerte, sino que parte de ésta, como una nada, para llegar a la nada plenaria y sin ideas.


(p. 9)                


Libertad, pues, que Morales, en cuanto hombre pensante y libre -las piezas fueron concebidas, añade en el mismo lugar, desde una «desprendida libertad pensante, razón primera de todas las demás» (p. 11)-, ejerce y reivindica   —306→   como actitud intelectual, ética y política, como derecho individual a la disidencia frente a la imposición del terror por decreto (téngase en cuenta que la trilogía fue escrita en plena dictadura pinochetista); y libertad que, en cuanto dramaturgo, practica también como actitud artística, dando libre curso a su imaginación para ofrecer su propia visión -farsesca, hiperbólica, alucinada, pero no por ello menos realista- de los totalitarismos, una visión que prescinde del color ideológico y convierte una idea -la de la muerte, la nada, la negación de la vida- en la savia, la esencia misma de esos sistemas políticos.




Teatro en libertad en la dramaturgia de Morales

En Teatro en libertad, que se publica en Madrid en 1983, el dramaturgo reúne tres obras extensas que datan de la década anterior: La imagen, una «fantasmagoría en dos actos» escrita en febrero de 1975 y ampliada en 1981297; Este jefe no le tiene miedo al gato, «psicodrama en tres actos» de comienzos de 1976, y la ya citada Nuestro norte es el Sur, «farsa quasi una fantasía en tres actos» de principios de 1979298. Al igual que La vida imposible (1944-1947), Teatro en libertad es una trilogía concebida como tal a posteriori, es decir, una vez redactados los textos299. La unidad de sentido del libro es, sin embargo, evidente: las obras son el fruto de una reflexión sistemática por parte del autor sobre un problema -el de los totalitarismos- que, por razones obvias, siempre le preocupó, como demuestran algunos textos dramáticos anteriores, pero que, por motivos históricos y políticos, se volvió acuciante, casi obsesivo durante los años setenta300. Desde luego, no era para menos:   —307→   si en España, su tierra de origen, la dictadura a la que debía sus treinta y tantos años de destierro aún seguía en pie, en Hispanoamérica, su tierra de exilio, una verdadera fiebre totalitaria, con síntomas semejantes a los de la española, estaba adueñándose de numerosos países, entre ellos Chile. Las farsas de Teatro en libertad, un ejemplo admirable del tipo de teatro político, en clave farsesco-fantástica, que cultiva Morales, se gestan y también se inspiran en este turbulento contexto político: el Caudillo y la inacabable agonía del régimen franquista constituyen el punto de partida de La imagen; Pinochet y la brutal política de exterminio del «enemigo comunista» de la entonces vigorosa dictadura chilena están detrás de Este jefe no le tiene miedo al gato; y la junta militar argentina, su agresiva política exterior y el litigio con Chile sobre los Campos de Hielo, que en diciembre de 1978 estuvo a punto de provocar una guerra entre ambos países, se encuentran en el origen de Nuestro norte es el Sur. Este trasfondo político real -no exclusivo, por cierto, de Teatro en libertad- permite hacer una primera lectura de las obras en función de los contextos políticos concretos que, en mayor o menor grado, inspiraron al autor, pero dicha lectura ni agota las posibilidades interpretativas de los textos ni tampoco -ni siquiera en el caso de La imagen, donde esa primera lectura es fundamental- constituye el principal objetivo de Morales, un dramaturgo a quien siempre le han interesado más las constantes y las generalidades que lo concreto, particular y contingente. Y esas generalidades atribuibles a los totalitarismos -y a veces, con las debidas matizaciones, también a los sistemas democráticos- son el deseo de perduración indefinida en el poder y el empleo fraudulento de los medios de comunicación, en La imagen; el exterminio indiscriminado y sistemático de cuantos disienten del poder, en el «psicodrama»; y la provocación y utilización de la guerra para permanecer en el poder, en Nuestro norte es el Sur.

Las farsas de Teatro en libertad se inscriben en esa parte de la dramaturgia de Morales que aborda lo que el propio autor -en el prólogo al libro, por ejemplo- denomina, de forma genérica, el tema de «los abusos de o del poder» o «del poder abusivo» (p. 8), piezas destinadas a revelar y condenar los excesos, inconsecuencias, estupideces y fraudes de todo tipo cometidos por el poder político -en general estatal y siempre, de uno u otro modo, totalitario y terrorista- en nuestro rocambolesco y alienante siglo XX. Son obras, señala Morales en 1992, nacidas de su «experiencia» histórica personal -«pertenecen a quien sufrió en carne propia las delicias del extremismo estatal más desatado», constata-, lo cual explica que en varias de ellas -en las dos últimas de la trilogía,   —308→   por ejemplo- se asocien «los excesos del poder a la violencia castrense, tal como la sufrimos los españoles y aquellos pueblos americanos que siguieron nuestro dudoso ejemplo»301. El tema del poder abusivo, al que Morales sigue dándole vueltas -y motivos no le faltan- todavía hoy, aparece por primera vez en su dramaturgia en los años sesenta, es decir, cuando el autor, tras una década de silencio dramático, vuelve a la labor creativa con un teatro que, respecto al «inicial» (1938-1952), es mucho menos abstracto en sus planteamientos temáticos, más abierto al mundo, a la realidad exterior concreta del hombre actual, además de mucho más libre, imaginativo y rupturista desde el punto de vista formal. Es decir, a partir de los sesenta, la mirada extrañada de Morales -su «óptica desprendida y lejana» de desterrado-302 se orienta hacia el análisis crítico de los principales problemas políticos, sociales y culturales que afectan a nuestra civilización, porque en ellos cifra el autor las mayores amenazas de aniquilación y destierro para el hombre moderno. Y entre los «sinsentidos» de mayor riesgo, los atribuibles al «gobierno», como a la técnica y la comunicación, ocupan un lugar de primer orden303. Entre los títulos más representativos dedicados a esta línea temática, y además, por supuesto, de los tres de Teatro en libertad, deben mencionarse La grieta (1963), donde un hombre es vaciado de sí mismo para someterse a los oscuros designios de una invisible y poderosa «organización»; Los culpables (1964) y Un marciano sin objeto (1967), dos piezas que denuncian, con una teatralidad muy diferente, una misma modalidad de terrorismo estatal, a saber, la fabricación de un culpable por parte de un gobierno totalitario (el franquista de los años cuarenta en Los culpables); y El oniroscopio (1995) y La operación (1998), ambas ambientadas en el mismo «lejano país» que el psicodrama y protagonizadas por un «jefe» también inspirado en Pinochet. Una reflexión sobre el poder, ya más indirecta o tangencial, ya estrechamente vinculada   —309→   con otros temas centrales en la dramaturgia de Morales, figura también en otros muchos textos suyos304.

Respecto a las piezas sobre los abusos del poder de fecha anterior, las de Teatro en libertad introducen algunas novedades importantes. Por primera vez Morales convierte a los dictadores, a los mandamases, en los protagonistas indiscutibles de la acción teatral: el poder de los gobiernos terroristas «se persona», como diría el autor, en el teatro, se hace carne en las fantochescas figuras de Su Excelencia, Liberón y el Triunvirato, los jefes de Estado de los países evocados en las farsas. Y esta visión personalizada y carismática del poder totalitario (que contrasta con la que predomina en las obras anteriores, donde el poder es algo despersonalizado y oculto, que lo controla y regula todo pero que sólo se hace visible en su tentacular aparato represivo o ejecutor) se explica, creo, teniendo en cuenta el tipo de dictadura en que está pensando Morales cuando escribe los textos. Por encima de Su Excelencia, Liberón y el Triunvirato, no hay nada ni nadie: ellos son la autoridad suprema y tienen un poder ilimitado; si acaso, en alguna de las obras, se ven superados por el propio Poder. Casi como una consecuencia natural, desaparecen de la escena los personajes que encarnan a la ciudadanía -el Autor es una excepción de lujo-, una ciudadanía que en la trilogía aparece -siempre como telón de fondo- o como una especie en vías de extinción o como una masa uniforme sabiamente manipulada o policialmente amordazada por las autoridades. En el corazón del poder, además, sólo cuentan quienes lo poseen o ayudan a imponerlo: gobernantes y subordinados. Debido a este acercamiento de la cámara a su objetivo, el ambiente orwelliano que se respiraba en piezas como   —310→   La grieta y Un marciano sin objeto se diluye: en Teatro en libertad la maquinaria, el funcionamiento y la lógica del poder totalitario quedan obscenamente expuestos a la vista de todos, los mayores secretos de Estado se difunden a gritos y la mostración del puro disparate atenúa el temor que provoca la contemplación del terrorismo y el fraude del poder, sobre todo en las dos piezas protagonizadas por militares, donde, para elaborar su propia visión de los regímenes castrenses, el autor acude a la tradición cómica del miles gloriosus, tal como señala en el prólogo (p. 10).

Antes de entrar en el comentario individual de los textos, quiero constatar un último dato: las obras de Teatro en libertad, a pesar de su innegable calidad artística, su hondura crítica y satírica y su sorprendente vigencia política, han corrido la misma suerte escénica que tantas otras piezas de Morales, a saber, aún no han conocido estreno oficial ninguno, y sólo La imagen y Nuestro norte es el Sur han sido montadas por grupos de teatro alternativo chilenos, en 1987 y 1991, respectivamente305. Tampoco, inexplicablemente, figuran estas tres farsas entre las obras del autor que más interés han despertado en la crítica306, aunque se hallan entre lo mejor y más representativo, desde varios puntos de vista, del teatro que Morales ha venido escribiendo desde los sesenta hasta nuestros días.




La imagen: el sueño del poder eterno

La imagen es el texto más extraño y sombrío de la trilogía, y también, pese a su sencillez compositiva, el más complejo, ambiguo y abierto de los tres, el que permite establecer más niveles de lectura distintos y complementarios. La obra, leemos en el prólogo, expone «a la muerte 'en persona',   —311→   hecha figura representativa de un gobierno que intenta el imposible de su perduración indefinida en el poder, con recurso a los medios sucedáneos de que ahora disponemos -principalmente la televisión-, para ocultar su lamentable situación con una 'buena imagen' de sí mismo, procedimiento narcisista y fantasmal que en ocasiones da buenos dividendos» (pp. 9-10). Esa «muerte 'en persona'» es Su Excelencia, un «espantajo de paja, cuero, trapo y madera carcomida» (p. 17), una «imagen» -quizás los restos momificados de alguien, se nos sugiere- con cuya imagen mediática un gobierno formado por profesionales de la falsificación lleva más de siete siglos dirigiendo totalitariamente un país y aspira a seguir haciéndolo hasta el fin de los tiempos. El espantajo se nos propone, pues, como el símbolo, grotesco y aterrador, de un poder fantasmagórico, inexistente, vacío -una «imagen», un simulacro-; un poder totalitario que pretende totalizarse en el tiempo y detener el tiempo, pero deteriorado por el tiempo; un poder paralítico y paralizador, muerto y mortal, que ha convertido el sueño del «poder eterno» en el «sueño eterno» (p. 38).

En esta idea del poder encajan bien los nombres de muchos dictadores, y entre ellos, de forma destacada, el de Franco. Porque en La imagen, una pieza ambientada en España que contiene bastantes referencias al contexto político de la dictadura (trabajadas siempre con gran libertad, ambigüedad y sin ningún propósito historicista), Morales nos ofrece, para empezar, un retrato visionario de la España franquista, una España que, desde la lejanía del destierro, percibe como un inquietante páramo de «silencio» y de «paz», un país paralizado por el anhelo de totalitarismo eterno de ese último «espantajo» que dio su historia. De hecho, la caracterización del «régimen» de La imagen se corresponde, en esencia, con la que Morales hará del Régimen en artículos y ensayos posteriores, cuando aluda a las funestas consecuencias que deparó al país la instauración de un gobierno que se impuso con recurso a la muerte, practicó «el culto a la muerte», se interesó más por la «eternidad» que por el «futuro» y sometió su reino a un «silencio sepulcral»; un régimen «crustáceo y paralítico», «uniforme» y «uniformado», «una nada uniforme, que negaba la vida» y el pensamiento307. En el marco de esta primera lectura en clave   —312→   española, cabe establecer además un vínculo entre La imagen y las piezas dramáticas que Morales escribe a partir de los ochenta como «españoladas»308, textos donde arremete contra las «españoladas» o «exageraciones» típicamente nuestras309, los rasgos más negativos que nos han venido particularizando como pueblo a lo largo de la historia, esas «truculencias o atrocidades» cometidas, «reiteradamente» y «con saña extremada», por los españoles contra los españoles310: destierros, persecuciones, pronunciamientos, censura, intolerancia, violencia y otras lindezas. Por su ambientación, porque expresa una visión extrañada -«desde fuera»- de España y porque entraña también, como veremos, una cierta reflexión -eso sí, más insinuada que desarrollada- sobre lo eterno español, puede afirmarse que La imagen tiene algo de «españolada», aunque no es, ni mucho menos, una «españolada», dado que la sátira política se plantea en términos muy generales y el caso español -y esto es fundamental- se nos propone como ejemplo modélico de unos rasgos y mecanismos comunes a todos los totalitarismos y muy característicos también, en general (al menos en lo básico: deseo de perduración, falsificación mediática, inconsistencia...), del funcionamiento del poder en nuestros días, y hasta de la esencia misma del poder a secas. Que es posible conjugar todas estas lecturas parece corroborarlo el propio autor en su artículo «Imagen de La imagen» (1977), donde, a partir del paralelismo que establece entre su obra y el capricho goyesco ¡Que viene el Coco!311, habla de España como de una «tierra hostil» que «en sobra de ocasiones» gobernó a sus «hijos» con «humillante trato de   —313→   minoridad», sometiéndolos «al temor represivo del espantajo de turno que dictaba su destino al país, según modalidades del terror más común en nuestros días: el terrorismo de Estado», y obligándolos con ello bien a la huida, bien a «la parálisis»312. Comenta el autor, refiriéndose a la España que le tocó vivir, pero sin perder de vista la padecida por Goya y sin olvidar tampoco la proyección universal del tema:

Quienes abandonamos nuestra tierra por razones «de fuerza mayor» [...] la vimos condenada a «cadena perpetua» -del «vivan las caenas» al «muera la inteligencia» no media ni un paso-, sabiéndola sometida a un poder que en su delirio irracional aspiró, con otras imposibilidades, a su perpetuación ilimitada. De esa pasividad, del estrago y silencio consecuentes, da cuenta la obra incluida en estas páginas: un aguafuerte -si corrosivo, inapropiado para los gargarismos y enjuagues que en nuestro mundo se prodigan-, la imagen de una nada, de ese absolutamente nada con que suelen regir en nuestros días a los pueblos. Y en el tema propuesto, la nada se imagina como una deplorable figura fantasmal, acompañada de la correspondiente corte o cohorte de adulones, figurones y fantasmones.313



La imagen transcurre en Palacio, sede del gobierno de la imagen y mausoleo de Su Excelencia, cuya figura preside espectralmente el salón de actos314. El gabinete de ministros lo forman don Rodrigo, el consejero superior del régimen, estratega político e ideólogo de «la nada»; don Beltrán, el intérprete, que se inventa lo que dice Su Excelencia y lo retransmite al país mediante los medios de comunicación de masas; don García, el restaurador, encargado de conservar intacta la momia con la que gobiernan; don Pedro, guardián del sello y del Tesoro, responsable de ocultar el ruinoso estado de las finanzas, promover el negocio del poder y establecer,   —314→   con un sello, la arbitraria legalidad del régimen; y doña Clavel, la secretaria, una burócrata con acceso a los mayores secretos de Estado. Por encima de todos se sitúa doña Sol, única descendiente de Su Excelencia y máxima autoridad del régimen; y en la escala más baja, don Fadrique, el ujier que anuncia a quienes entran en Palacio, un funcionario que aprende «el juego político» mientras sirve al gobierno (p. 26). Completan el reparto de fantasmones doña Ana y doña Liria, las adúlteras esposas de don Beltrán y don Rodrigo respectivamente, personajes que apoyan el sistema porque viven de él y cuya única preocupación es mantenerse dentro de él. Porque la visión del poder como una «fantasmagoría» -una «nada» que gobierna- se redondea con la presentación de los gobernantes como «fantasmas» y de su gobierno como la regulación de la «nada». En cuanto a lo primero, Morales convierte a los autores y mantenedores del fraude, de la arbitrariedad y del autoritarismo del sistema en víctimas de su propia obra: los gobernantes son «imágenes» que se hacen visibles o invisibles en la pantalla del poder en función de las necesidades de éste, que no atiende a más razones que las de su propio impulso de perpetuación; así, también las vidas de quienes viven de ese poder autoritario y terrorista, como las de todos los ciudadanos que deben soportarlo, son «un don del poder»315, del que éste dispone a su antojo. En cuanto a lo segundo, la vida política del régimen se nos dibuja como un eterno y vacuo ceremonial: audiencias donde se tratan los temas «de rutina» y «nada» se resuelve (pp. 22-23); leyes anodinas y contradictorias, que primero ratifican y luego rectifican la misma estupidez (pp. 28-29); consejos de gobierno donde se aborda «el tema perpetuo: la imagen del gobierno» (p. 36); una política exterior que se rige por la «cautela» y el «Ni con unos ni con otros» (p. 57); y una política interior inexistente, o mejor dicho, con un programa de actuación basado en un único punto -mantener el simulacro para mantenerse en el poder-, del que dependen las escasas pero vistosas intervenciones políticas del gobierno (eliminación de disidentes, operaciones de control y manipulación de las conciencias...). Y es que aquí, como dice don Rodrigo, «no hay avance posible ni hacia la izquierda ni hacia la derecha», porque se avanza «permanentemente hacia la permanencia» (p. 58).

La acción se sitúa en nuestros días y, en concreto, aunque esto lo descubrimos al final, a principios de 1975. Sin embargo, el autor ha vestido a todos los personajes, menos al Embajador (un extranjero), «a la usanza española del siglo XIII» (p. 16), les ha puesto nombres castellanos de sabor   —315→   antiguo y ha recreado un ambiente típicamente cortesano, de intrigas y confabulaciones palaciegas, que nos traslada al pasado316. Y es que el gobierno de la imagen permanece anclado en el tiempo remoto -allá en la Edad Media- en que inició su mandato, y nada, desde entonces, ha cambiado: ese «gobierno perpetuo y de paz interminable» (p. 17), perfectamente aislado, silencioso y pacífico, donde nada se mueve y «hoy es igual que ayer y que mañana» (p. 28), ha paralizado el país y lo ha instalado en un tiempo muerto, ajeno al dinámico de la historia. La intención es mostrar, mediante la hipérbole, el radical estado de estancamiento al que conducen los regímenes que se eternizan en el poder, aunque también es probable que Morales quisiera sugerir en su «fantasmagoría» lo que en otros textos afirma de modo explícito respecto a algunas de nuestras constantes históricas, a saber, que la del «espantajo» es una tradición muy española («Imagen de La imagen») y que España siempre ha sido un país con tendencia a la inmovilidad, más proyectado hacia la eternidad que hacia el futuro (Ardor con ardor se apaga). De hecho, un personaje aludirá a la «nada», el término que mejor define el tipo de poder -vacío, muerto, inmóvil- retratado en el texto, como «la palabra española» (p. 32) y uno de los vocablos característicos «del repertorio ibérico» (p. 35).

Desde el punto de vista de la acción y la composición, en La imagen, una obra premeditadamente quieta, es capital el motivo del tiempo, elemento generador de la tensión dramática y desencadenante de las -escasas- transformaciones en el régimen. Para un poder que mantiene un pulso contra el tiempo y vive en un tiempo muerto, no cabía concebir peor enemigo que el propio tiempo, el real, el que avanza, destruye y provoca cambios: tiempo frente a eternidad, el poder del tiempo frente al poder eterno, tal parece ser la principal lucha de fuerzas planteada en la obra. Así, los dos actos en que se divide La imagen se desarrollan en una jornada crucial en la vida política de la corte: el primero, el día en que unos «rumores» desbaratan la soñolienta tranquilidad del sistema; el segundo, un mes después, el día en que un embajador extranjero visita Palacio. En ambos casos, la tensión que provoca la novedad -la amenaza del tiempo- es ya perceptible en el primer cuadro, va aumentando en los siguientes y se acentúa y estalla en el cuarto y último cuadro. Al concluir la jornada,   —316→   se produce un acontecimiento clave para el régimen: la caída de la imagen, en el primer acto, y la caída del gobierno, en el segundo; en ambos casos, la crisis se resuelve con un cambio -de imagen, de gobierno- que, como veremos, acabará dejándolo todo esencialmente igual a como estaba antes.

En el primer acto la amenaza del tiempo se concreta en la existencia de los rumores relativos a la mala salud de la imagen de Su Excelencia. Los rumores no sólo cuestionan la ley del «silencio» y la «paz» sin fisuras instaurada por el poder, sino también el principio -verdadera piedra angular del sistema- de la supuesta inmortalidad de la imagen y, por tanto, del gobierno y los gobernantes que la manejan. «Su imagen es eterna y nos protege indefinidamente», sostiene don Beltrán; «No tenemos futuro ni lo necesitamos. Aquí no cambia nada. Cualquier cambio supone imperfección, y el sistema es perfecto» (p. 28). La sospecha de que existen fallos en el sistema pone en guardia a toda la corte y lleva a algunos a emprender acciones defensivas: hay quien instiga abiertamente, quien silencia por adelantado a los llamados a desaparecer en posibles reajustes del gobierno, quien se prostituye para asegurar su supervivencia... Y entre temores, suspicacias e intrigas varias, llegamos al último cuadro, donde el tiempo irrumpe, al fin, como una realidad insoslayable. Ante el gabinete reunido en consejo, don Rodrigo confirma que los rumores eran ciertos -«la imagen de Su Excelencia está muy grave» (p. 38)- y expone, con la ayuda de doña Clavel, el extraño «sueño» que esa mañana tuvo doña Sol mientras contemplaba la imagen: «Vio el tiempo [...] Vio el estrago del tiempo sobre la efigie de su antepasado [...] La imagen, con su horrible deterioro, le mostraba el curso de los años que creía detenido [...] Y vio cómo la imagen se desmoronaba» (p. 40). El tiempo le reveló la irracionalidad y falsedad del sistema: juzgó «insensato» su «afán de poder interminable», sus «errores», «ineficacia» y «falsedad», y «se le desplomó» su «idea fija» (p. 40). Pero luego decidió ignorar la revelación, seguir igual y «sin prescindir de nadie»: su «imagen del poder», aunque falsa, se admitía en todas partes (p. 40). Tras una última invitación del consejero a mantener el fraude, la imagen «se desmorona lentamente», provocando el «silencio» y el «terror» entre los personajes (p. 40).

En el segundo acto el gobierno ha reconstruido la imagen y ha restablecido el orden; de momento, ha logrado burlar al enemigo. Aunque los rumores siguen circulando, ahora la amenaza del tiempo se vincula sobre todo con la llegada del Embajador a Palacio: su visita constituye un hecho histórico en la vida del régimen, ya que por primera vez un diplomático extranjero visita el país. Para transformar el tiempo en materia dramática y subrayar la importancia del evento, Morales juega con el motivo   —317→   del plazo y de la espera y hace que los tres primeros cuadros se desarrollen, en tres escenarios distintos, unos minutos antes de la recepción. La inminente llegada del Embajador es «el problema» de «todos» (p. 45), porque todos temen que la novedad comporte otro «cambio de corriente» y éste les lleve de nuevo del «estado de gracia» al de «desgracia» (p. 43). El miedo y el nerviosismo vuelven a adueñarse de los personajes -algunos se alían para garantizar que su imagen siga siendo visible-, y el tiempo (la falta de tiempo, el paso del tiempo, el hacer tiempo, el acabar a tiempo...) se convierte en una obsesión colectiva. Hasta que llega, por fin, el Embajador a Palacio, y la farsa de la normalidad se restablece por un tiempo.

A partir del personaje del Embajador, verdadero bufón de la política, condena Morales el comercio del poder con el poder, los «gargarismos y enjuagues» de la diplomacia extranjera para con las dictaduras317. El Embajador de los Países Amigos sabe que el régimen es un fraude, pero se traga la comedia porque viene a pactar: como procede de un «país joven» al que le «falta imagen» (p. 54), es decir, poco reconocido en el orden político mundial, quiere «importarla», reproducir el patrón del régimen perpetuo en su propia tierra (y aquí Morales está pensando en los totalitarismos americanos que, como en Chile, se levantaron con la vista puesta en el «dudoso ejemplo» español)318. Como compensación, el diplomático les ofrece «la voz»: les garantiza que por fin serán escuchados «en el concierto de las naciones» (p. 60), esto es, les asegura su integración en el ámbito mundial y la fraudulenta legitimación de su sistema político (y ahora los dardos del autor apuntan contra el cinismo de las democracias que, por intereses varios, toleran u otorgan legitimidad a los regímenes que contrarían todos los valores democráticos, tal como sucedió en la España de los años cincuenta: «¡Cordon Rouge, cosecha de 1939!», es el brindis que propone el ujier para celebrar la transacción político-comercial -«imagen» por «sonido»- entre doña Sol y el Embajador). Una vez cerrado el pacto, el diplomático se retira, y entonces se produce, misteriosamente, el «cambio de gobierno»: los personajes caen envenenados al suelo, pero don Fadrique y doña Clavel -los de cargo más modesto y también los más astutos-   —318→   recobran milagrosamente el aliento y asumen enseguida las riendas del poder. No hace falta, dicen, justificarse ni explicar nada: «la explicación es clara. Éste es un cambio de gobierno. Nada más» (p. 64). Y con el cambio de gobierno irrumpe bruscamente el tiempo histórico en el tiempo en suspenso del régimen anterior. Dice don Fadrique, en la ceremonia oficial con la que se autoproclama nuevo jefe de la nación y con la que concluye la obra: «A las nueve horas del día veinticinco de febrero de mil novecientos setenta y cinco, yo, don Fadrique, por la Gracia de Dios, ordeno y mando que yo, don Fadrique, por la Gracia de Dios, en estas dolorosas circunstancias cumpla con el deber de hacerse cargo de la nación» (pp. 64-65). Nada nuevo ni halagüeño depara ese exacto e hiriente 25 de febrero de 1975 -la fecha en que Morales acabó de redactar el texto-, propuesto como un nuevo punto de partida para llegar, con toda probabilidad, a otro punto muerto. Porque el nuevo gobierno surge de las cenizas del anterior, del que se reconoce heredero; se regula por los mismos principios que el viejo -la autoridad del «ordeno y mando» y la legitimidad que concede la gracia divina, ambos de reminiscencias franquistas pero de significación universal-; emplea sus mismos procedimientos fantasmales -de momento, dice don Fadrique, habrá que seguir con la vieja imagen, aunque tal vez más adelante construya otra, más moderna y acorde con los nuevos tiempos-; y aspira también -cómo no- a eternizarse en el poder. Estamos, pues, ante un final circular y extremadamente amargo, tanto si lo leemos en función del contexto español (como posible anticipación del futuro político de España tras la muerte de Franco), como si lo interpretamos en relación con esa reflexión más general sobre el poder en nuestros días planteada en la pieza. Nada, ni siquiera el tiempo, altera de forma sustancial el funcionamiento de ese poder fraudulento y sediento de eternidad: pueden cambiar las imágenes, pueden cambiar los hombres que las gobiernan, pero siempre habrá imágenes y hombres de repuesto para que el engranaje siga moviéndose. Porque, como dice un personaje y luego repite otro, «los hombres pasan, pero la imagen permanece» (p. 51 y p. 63); aunque también puede suceder lo contrario, con idéntico resultado, ya que, como dice don Fadrique aludiendo a «la nueva idea» en la que basará su gobierno, «aunque la imagen cambia, el hombre es siempre el mismo» (p. 64).




Este jefe no le tiene miedo al gato: la caza de fantasmas

Este jefe no le tiene miedo al gato plantea, afirma su autor en el prólogo a la trilogía, «el exterminio completo de quienes no pertenecen a la especie   —319→   del que manda, en un juego dramático por el que éste pasa del delirio de persecución al de perseguidor inexorable» (p. 10). Y, en efecto, Liberón, «el perfecto mandamás: un mandarín occidental de ordeno y mando» (p. 98), sufre una cómica manía persecutoria: vive «muerto de espanto» por el acoso de un gato imaginario -«el enemigo»- que le quita el sueño y pone en entredicho el «coraje» que se le atribuye como jefe militar de la nación. A fin de demostrar a todo el mundo que «este jefe no le tiene miedo al gato», el protagonista emprende una campaña militar para eliminar la raza gatuna. «Para evitar errores», extermina a todos los habitantes del planeta, felinos y no felinos, hasta que sólo deja «tierra arrasada» y «cuatro gatos»: él, su esposa Otilia, el Maestro de Ceremonias y su caballo de madera. Pero el Jefe sigue invadido por su «obsesión», y ahora cree que el gato es uno de ellos. Cuando sólo queden dos posibles sospechosos, Otilia y el propio Liberón, éste, para probar que él no es el gato, se transformará en aquello que niega y a la vez domina la naturaleza del supuesto enemigo: en un grotesco e inofensivo ejemplar canino. Con esta sencilla y singular historia, casi una fabulilla, Morales compone un elaborado «psicodrama» en el que mezcla la recreación farsesca de la terapia psicoanalítica con la experimentación con el propio molde teatral para proponernos, en definitiva, el retrato desmitificado, en clave psicodramática, de lo que en realidad podría ser un dictador militar sanguinario: un infantilón, un acomplejado, un loco, un guerrero en eterna lucha con un «enemigo» fantasma, inexistente, producto de una «psique» enferma.

La acción transcurre de noche, en la alcoba matrimonial de Liberón, situada en un sótano de Palacio: nos movemos, pues, en el ámbito de lo privado y oculto, en los subsuelos del poder, allí donde los secretos de Estado son secretos de alcoba319. Esa noche se rueda en Palacio un «programa» televisivo que debe mostrar al Jefe «en su secreta intimidad» para difundir «los sacrificios que le ocasiona el mando» (p. 72). Un entrometido fantasma, especialista en psiquiatría infantil, se cuela en la habitación aprovechando que Liberón se ha retirado para «uniformarse», tras haber sido sorprendido por las cámaras en camisón y escondiéndose del gato debajo de la cama. Su objetivo, le comenta el Fantasma a Otilia en el primer acto, es   —320→   «detectar al gato», a ese «fantasma que se imagina el Jefe», para lo cual, le anticipa, trasladará al enfermo «a su primera infancia»: «Porque en muchos pacientes -argumenta- esa niñez dura toda la vida» (pp. 80-81). Y es que, para el Fantasma, la precocidad que todos admiran en el Jefe -«en prueba de su madurez nació a los veinte años de edad, día en que nos casamos», informa Otilia- merece ponerse en duda: «hay que desconfiar de los niños prodigio y de los hijos pródigos. Deberé investigar la situación» (p. 80). Y esto es lo que hará en el segundo acto: someter al miles gloriosus, sin que éste se entere, a un examen clínico, indagar en la alterada mente del dictador mediante un viaje psicodramático a su pasado. El Fantasma, espléndido hallazgo teatral de Morales, se convierte así en el verdadero antagonista de Liberón: como psiquiatra, combate y cura la obsesión del enfermo; en cuanto fantasma «de verdad», funciona como encarnación escénica del enemigo espión y usurpador, del fantasma del gato320; y es también el adversario del Jefe en el plano metateatral, ya que el dramaturgo delega en él la dirección escénica del «psicodrama inconcebible» que expone «a la pública curiosidad» los «misterios insondables de la vida del Jefe» (p. 77), un psicodrama que subvierte los fines propagandísticos del «programa» televisivo promovido por Liberón321.

El buceo en el pasado de Liberón interrumpe la acción en el momento decisivo, cuando el Jefe, acobardado porque sospecha que el gato le suplanta en la cama, comunica que se va a combatir al enemigo: «¡A la carga! ¡Conmigo los valientes! ¿Quién dijo que este jefe le tiene miedo al gato?», exclama desde su caballito (p. 88). El Fantasma anuncia entonces que van   —321→   a retroceder a la infancia del Jefe: se oyen unos «maullidos estridentes», la escena se paraliza y sale de la caja del reloj -la puerta del tiempo- un ovillo que rueda hasta el centro del escenario (p. 88). El segundo acto se inicia con la repetición de los maullidos, la apertura del reloj y la caída del ovillo, pero la escena está vacía: nos hemos trasladado a la época en que se originó la fobia del protagonista. El punto de partida de este viaje en el tiempo es la etapa prenatal de Liberón -prenatal en sentido figurado, porque precede a su nacimiento al mundo como jefe de Estado-; el de llegada, su época adulta y, en concreto, el momento en que el Jefe huye del gato a lomos del caballo. Al acabar el segundo acto regresamos, cargados de información, al presente dramático del primero. El último acto empezará un poco más allá de donde acaban los dos anteriores: Liberón, subido en su caballo, regresa de la campaña contra el gato322. La repetición de la imagen ecuestre del Jefe -siempre acompañada por la de Otilia y el Fantasma juntos en la cama- subraya la transformación del personaje: el Liberón que parte en el primer acto es un jinete cómico, peliculero, casi inofensivo; el que parte en el segundo resulta peligroso, temible; el que descabalga al empezar el tercero es ya un figurón siniestro y terrorífico. Es, así pues, en el acto central donde hallamos las claves para entender la mutación del protagonista de perseguido en perseguidor, de víctima en verdugo, de aterrorizado en terrorista; o, como dice el Maestro, de «blando y apocado» en «carnicero y sanguinario» (p. 108). Y esas claves las cifra el autor en las figuras de los progenitores (Papá y Mamá), mediante los cuales expone, con humor psicoanalítico, cómo se fabrica y lanza al mundo un dictador sanguinario.

Lo primero que descubrimos, nada más iniciarse el acto, es que «el gato» es una «invención» de Mamá, de cuya existencia ésta logró convencer a Papá y a Liberón (p. 91); más adelante sabremos que ese minino imaginario que acapara todo el amor de Mamá es, en realidad, la treta empleada por una madre absorbente para provocar los celos y el miedo del hijo, para dominarlo y mantenerlo atado a su regazo. Por eso, porque el niño teme y envidia al gato, y porque los padres han ocultado durante dos décadas a su vástago para evitar la deshonra -Mamá se casó embarazada, se nos sugiere (pp. 91 y 92)-, el niño prodigio -es decir, el acomplejado y sobreprotegido- nacerá a los veinte años. Capital importancia tiene la   —322→   caracterización social y cultural que de Papá y Mamá se nos ofrece en la escena prenatal, ya que Liberón se nos propone como la estrafalaria pero lógica consecuencia de sus grotescos y anticuados creadores. En Mamá, mujer sentimental y cursi, encarna el dramaturgo los valores de «la cultura» y «la tradición», una cultura y una tradición que toman como modelo el pasado histórico español más oscuro y rancio323, y que se simbolizan en esos dos regalos histórico-culturales con que obsequia a su retoño: una «horrorosa» columna importada del Mare Nostrum y una cama «digna de Felipe II», para que el hijo «estudie historia mientras duerme», se aísle del mundo y se sienta seguro bajo el «amparo» del «pasado» (p. 92). En Papá, militar de poca monta, autoritario, bruto e incapacitado para el ejercicio mental -de él hereda el Jefe sus cefaleas crónicas-, se nos ofrece la imagen de un ejército rudo, incivilizado y ambicioso, que, no conforme con el papel de figurante -Papá, sostiene mamá, es un «frustado» porque siempre fue un don nadie (p. 93)-, permanece al acecho para, oportunamente, poder dar el salto: él sólo desea que su hijo, «modestamente», logre todo el poder» (p. 93). Los anacrónicos valores castrenses que inculca a su sucesor (patriotismo, heroísmo, belicismo, coraje, don de mando...) se resumen en esos juguetes «patrióticos» que regala a Liberón: una colección de uniformes antiguos -Liberón se pasa casi toda la obra uniformado de húsar-, un sable, un casco y un caballito para que el niño «se ejercite» en el arte de subir «a caballo sobre aquello que venga» y se monte en todo para «dominar el mundo» (p. 93). Como los padres se harán un «nudo gordiano» con la educación del niño, Papá decidirá solucionar el problema a su manera castrense -violenta- y cortará el «cordón» a golpe de sablazos para que el niño nazca «de una vez» (p. 95). Poco después el Maestro anunciará que Liberón -así bautizado por Papá porque «liberará al mundo» de todos los males, también «de la cultura y de la libertad» (p. 95)- ha nacido, manda en todos y va a casarse. La celebración del «nacimiento, el casamiento y la asunción del poder de Liberón I» se desarrolla en la escena siguiente, donde Morales satiriza la irrupción estelar típica de tantos dictadores -incluido Pinochet- y cuestiona la autoridad del tirano casando a Liberón con una Otilia «reina de las hadas» dotada de una varita «de virtudes» que, por arte de magia, concede al Jefe todos los deseos y «todo el poder» (p. 102). En el momento clave, cuando los novios se dispongan   —323→   a consumar su alianza en la cama, Mamá, celosa, hará uso de su «poder privado» sobre Liberón: invocará al fantasmal gato y logrará, con el miedo y los celos, aguarle la fiesta al hijo, que alegará obligaciones patrióticas para eludir las conyugales. Para combatir la herencia patológica de su absorbente y espiona Mamá -«no fue el gato el que vino a fisgar en esta cama, sino usted, interrumpiendo nuestra luna de miel», le espeta Otilia (p. 105)-, el Jefe acudirá a la herencia de Papá -la castrense del sable y el caballo- y le declarará la guerra al enemigo. Porque, a pesar de la revelación de Otilia y de la posterior advertencia de Mamá -«¡No lo encontrarás nunca!»-, el Jefe cree ya firmemente en la existencia de su «hermano gato»: «¡Siempre me acariciaste como si fuese ese animal! ¿Dónde se esconde? ¿Se te perdió y me pusiste en su lugar? ¿Soy sólo el sustituto de tu preferido? ¡Pues yo lo buscaré por cielo y tierra! [...] ¡Acabaré con su maldita raza!» (107). Y éste es el heroico Liberón que, ya transformado en exterminador, se marcha a la guerra.

En el último acto, muy breve, se desarrolla una nueva escena psicodramática en la que Morales revisa, con un humor sombrío, una conocida página de la historia: la extinción del más célebre exterminador de nuestro siglo, Adolf Hitler. Expone Liberón: «Adolfo concluyó su campaña. Exterminó a todos los gatos. Es el dueño absoluto del planeta. Se encuentra en un sótano» (p. 114). Vestidos con uniformes nazis, Liberón interpretará a Adolfo, Otilia a Eva y el Maestro a Hermann, el brazo derecho del führer324. El objetivo de Liberón, promotor y director de esta última «escena», es salir de dudas, comprobar que no hay un «gato infiltrado» entre ellos (p. 115). Así, Morales, mediante el juego metateatral, convierte el suicidio de Hitler, su amante y Goering en el último y grotesco capítulo de la «campaña» nazi de «exterminio completo» del «gato» judío. Hitler, como Liberón -viene a decirnos el autor-, era un perseguidor de fantasmas, y todo Liberón, todos los «jefes» del mundo llevan dentro un Hitler. La escena se interrumpe cuando Otilia-Eva, a punto de ser asesinada por Liberón-Adolfo, «lanza un maullido espeluznante» que devuelve al Jefe a su estado inicial, el de aterrorizado por el gato. Un Fantasma finalmente visible para Liberón rematará la faena, echándole en cara la inexistencia del enemigo: «Adolfo, el gato somos todos» (p. 117).

  —324→  

Lo que, en definitiva, efectúa el dramaturgo en su farsa es una operación de desenmascaramiento. Nos ofrece el retrato farsesco -fantástico, psicoanalítico- de lo que, en el fondo, podría ser un dictador militar sanguinario: un inmaduro, un enajenado mental, un acomplejado que se esconde en un uniforme -«Liberón, uniformado, de fantasma, sin miedo a nadie» son «conceptos clave» para el psiquiatra (pp. 79-80)-, un fantasmón que ejerce el terror para encubrir sus terrores infantiles. Un pelelón ridículo, en fin, pero también terrorífico, puesto que posee «el poder total» (político, castrense y técnico) para librar cuantas batallas reales desee a fin de vencer a su enemigo inexistente: «Con tu persecución inexorable los convertiste a todos en gatos», objeta Otilia una vez informada del mortal éxito de la campaña (p. 112). Porque «el gato somos todos»: todos posibles enemigos, posibles víctimas de la «obsesión alucinógena» de un demente; pero, en realidad, todos -incluido el mandamás- hechos de un mismo barro, miembros de una misma «especie». Junto con esta crítica y condena de la figura del dictador, los valores castrenses y la política de eliminación de lo diferente -lo que no es el poder-, en Este jefe no le tiene miedo al gato Morales plantea también una reflexión más general sobre el nefasto protagonismo alcanzado por el Ejército -y algunos de sus «jefes» más famosos, como Napoleón y Hitler- en la historia de la humanidad, y una denuncia, de inconfundible sabor humanista, contra los desastres de la guerra, la violencia y el espectáculo de la sangre. Anuncia Liberón, poco antes de partir de campaña: «¡Destrozaré a todos los gatos del mundo! ¡Así daré con él! ¡En Waterloo, en Verdún, en Hiroshima y en Guernica, en Rotterdam y Normandía caerán todos los gatos del mundo!» (p. 107).




Nuestro norte es el Sur: la invención de la guerra

En Nuestro norte es el Sur Morales retoma una de las preocupaciones centrales del «psicodrama»: la perniciosa relación de dependencia entre gobierno castrense y acciones bélicas. La obra, leemos en el prólogo, representa «la provocación de la guerra total, como recurso desvariado de un gobierno castrense para acrecentar su poder» (p. 10). De la condena contra las campañas político-militares de persecución y exterminio de determinados «gatos», pasamos, pues, a la denuncia de la guerra -entendida ésta en su sentido tradicional- como estrategia política empleada por los regímenes uniformados para conservar y afianzar su poder. Y, en efecto, para el general Fracassati, el almirante Comodíssimo y el mariscal Perduti, los tres comandantes de las Fuerzas Armadas que forman el Triunvirato   —325→   que gobierna el Imperio Boreal325, la guerra constituye un problema de supervivencia política: la necesitan para justificar ante un país maltrecho por la inflación su descabellada política armamentística, esos «dos trillones y medio» invertidos «en armamento y pertrechos bélicos» (p. 129). «De no emplearlos oportunamente, habremos hecho el peor negocio. Y por añadidura, haremos el ridículo», razona Perduti (p. 129). Estos miles gloriosus carecen de enemigos, motivos y argumentos para lanzarse a una guerra, pero son «la autoridad suprema» (p. 135) y tienen los medios técnicos, la necesidad imperiosa de emplearlos y mucha imaginación, de modo que los producen, es decir, se los inventan: deciden que los australes, sus únicos vecinos geográficos, son sus enemigos; convierten el pacifismo de este pueblo -los australes «evitan la guerra» y «desean vivir en paz»- en el insostenible motivo de enfrentamiento («el mayor enemigo de la guerra es la paz», y «la paz, así entendida, es guerra», alegan)326; y resucitan el viejo argumento de «la injusticia geográfica» para «convencer a la nación» de que «todo el mal, desde ahora, viene de los australes» (pp. 129-130). Por último, y para que nada falte, acuñan un «hermoso lema» propagandístico, «Nuestro norte es el Sur» (p. 130)327, que resume, con una chulesca agresividad, el objetivo militar de su campaña: conquistar el Imperio Austral, situado al sur del Ecuador, frontera natural entre ambos países. No contentos con la modesta tarea de invadir al vecino, y estimulados por su propio delirio guerrero, los militares proyectarán luego una empresa más audaz: la ocupación de todo el planeta. La intromisión del Autor, un austral dotado de una autoridad y una imaginación superiores a las de los militares, desbaratará el disparatado programa imperialista del Triunvirato.

Si en la anterior pieza Morales acudía al psicodrama y a un fantasma para desenmascarar, ridiculizar y derrotar a Liberón, en esta «farsa quasi una fantasía» recurre al molde teatral y a la figura de un dramaturgo para   —326→   efectuar algo semejante con los tres mandamases y sus secuaces. El juego metateatral se introduce hacia el final del primer acto, cuando la Péndola y la Vetusta, dos prostitutas que trabajan como espías para el gobierno boreal, interrumpen el consejo en que el Triunvirato ha acordado declararle la guerra a los australes y comunican a sus jefes que, por culpa de un dramaturgo enemigo, cuanto dicen y hacen -supuestamente en el mayor secreto- en su modernísimo y recién inaugurado Puesto de Mando -lugar en que transcurren los actos primero y tercero328- se representa al mismo tiempo en un teatro de la capital enemiga. A partir de este momento, el conflicto bélico entre gobierno boreal y pueblo austral se canaliza mediante el juego metateatral y pasa a formularse como la lucha de autoridad mantenida entre unos personajes de ficción -los agresivos boreales-, que se creen reales y no reconocen autoridad superior a la suya, y su creador artístico -un pacífico austral-, el artífice, dentro de la ficción de Morales, de la «farsa insostenible, disparatada, sin pies ni cabeza» interpretada por aquéllos a su pesar (p. 181). Este enfrentamiento se desarrolla como un proceso de búsqueda mutua entre los contrincantes. Primero son los personajes los que, como en la obra de Pirandello, buscan a su autor, aunque con otro propósito: los de Nuestro norte es el Sur quieren matarlo. Ésta es la misión que Fracassati encarga al Taciturno, un siniestro miembro de la policía política, al acabar el primer acto: capturar y matar a ese insolente austral que pone en peligro sus planes bélicos al divulgar sus secretos en un escenario, origina -no entienden cómo- cuanto sucede en el Puesto de Mando y pretende rebajarlos a la categoría de muñecos de ficción; dado que es el autor -deduce Fracassati-, lo hallarán junto a su obra, en el teatro austral donde ésta se representa. El encuentro cara a cara entre unos y otro se produce en el acto central -en el lugar acorde con la condición de los combatientes: el escenario de un teatro-, y la lucha se salda con la derrota del Autor, que muere a manos de sus personajes. O eso parece, porque en el último acto los términos de la búsqueda se invierten, y es el Autor, resucitado por arte de magia teatral, quien protagoniza la búsqueda, quien persigue a sus personajes; el enfrentamiento metateatral se reproduce   —327→   y la batalla definitiva -teatral y moral- la gana -cómo no- el dramaturgo.

Al iniciarse el segundo acto, la delegación de personajes encabezada por el Taciturno, y formada por las espías, el capitán Bermudo y el ordenanza Órdenes, ha llegado a su «teatro de operaciones». Para «capturar al autor», deben «distraer al público» (p. 147). El Taciturno se transforma en director escénico, los otros en improvisados actores y los espectadores de la obra de Morales en «público enemigo». Tres serán los «números» que se representarán en la «velada cultural», al principio improvisando sobre la marcha, pero enseguida con método de actuación policial: la Fábula del joven distraído, la citada Fábula de Pancracio y Libertada y La lección de anatomía del doctor Taciturno, o una investigación a fondo. El primero es un número cómico con el que los actores cumplen su cometido de despistar a la concurrencia. El segundo es ya un «despiadado juego dramático», que convierte el «teatro de operaciones» en «teatro de operativos» (p. 155): la frontera entre escenario y platea se rompe, la realidad y la ficción se confunden, y los espectadores, acosados por dos «funcionarios de Bienestar Público» que les intimidan con linternas y les exigen sus papeles, se reconocen en el «número» de Pancracio y Libertada. El Taciturno, consciente del rumbo subversivo que va tomando la escena, intentará reconducir el espectáculo, pero los actores aún podrán representar uno de los grandes engaños con que los totalitarismos pretenden autolegitimarse y justificar la violación de todas las libertades: su supuesto carácter provisional y la promesa de la libertad como un bien del futuro329. El número se interrumpe cuando Órdenes localiza al Autor entre el público y anuncia que se dirige al escenario, para «conocer a distancia cuanto vive de cerca» (p. 161). Los personajes han encontrado, por fin, a su autor; ahora deben demostrar que no son sus personajes. Lo primero que harán será negarle su autoridad y su autoría, para atribuírselas a sí mismos: «Aquí no existe autor alguno, sino ese peligroso perturbado que desobedeció la orden de permanecer quieto», afirma El Taciturno (p. 162); «Ésta no es obra suya, sino nuestra», añade poco después (p. 163). Enseguida, y sin que el Autor   —328→   ofrezca más resistencia que la de su silencio elocuente, lo someten a los métodos policiales empleados por los Estados terroristas para curar las partes enfermas de la sociedad: le exigen sus documentos, lo registran de arriba abajo, lo desnudan y, en la última «escena» de la «velada» -para que no se note que eso no es teatro-, lo someten a un interrogatorio y lo torturan salvajemente con numerosas descargas eléctricas, hasta que un inquietante «largo silencio» deja la escena en suspenso.

El último acto nos devuelve al escenario y al ambiente del primero. El Triunvirato, de nuevo reunido en consejo, perfecciona su programa imperialista dándole una proyección mundial: la «nueva geopolítica» del gobierno «requiere la globalidad absoluta», sostiene Fracassati; para lograrla, hay que acumular más armamento, con el que luego imponer por la fuerza, alegando las excusas que haga falta -la histórica del «espacio vital», por ejemplo-, la expansión del territorio (pp. 167-169). Con el regreso de los subordinados se recupera el juego metateatral. Si el primer informe señala que la operación ha sido un éxito, el de la Péndola, que llega con retraso, revela justo lo contrario: el Autor está vivo y la misión ha fracasado. Debido a un «error imprevisto», explica la espía, «la muerte sucedió en el escenario»: el Autor murió como personaje, es decir, «no murió» o, si se quiere, murió de mentira (p. 180). Los términos de la búsqueda se han invertido. «No son los personajes quienes buscan autor», constata la espía: «Es el autor el que va siempre en su búsqueda. Y en muchas ocasiones no los encuentra330. Dijo que le brindamos la ocasión de sentirse uno de ellos y no quiso perderla» (p. 180). Con este malabarismo metateatral, el de sumergir al Autor en el mismo plano de ficción en que se mueven sus personajes para luego devolverlo al plano de la realidad que le corresponde en la farsa, Morales justifica dramáticamente la victoria de su alter ego sobre sus malévolos personajes. El difunto dramaturgo vuelve a ocupar el lugar que le corresponde en la farsa: el de espectador distante que contempla a sus criaturas de ficción desde su butaca en primera fila de platea. Y Fracassati, máxima autoridad entre los personajes, hace un último y cómico intento por negar su condición de muñeco: ordena que sus misiles y artillería destruyan «el teatro enemigo», para demostrar que ellos no actúan «al dictado de nadie» y que su Puesto de Mando es «verdadero» (p. 182). Como respuesta, el Autor bombardea al enemigo con «señales de paz»: una lluvia de flores y ramos de olivo cae sobre los personajes, y todos   —329→   los militares, menos Órdenes, se desploman sobre el escenario (p. 183). Morales, poco proclive a los finales felices, remata su obra con un último guiño metateatral. Los personajes nos recuerdan que estamos en un teatro y que en un teatro «puede ocurrir cualquier cosa», una segunda resurrección, por ejemplo, o que sólo estemos en un teatro, y que la realidad a la que se alude en la obra sea menos tranquilizadora: «Cuando se vive en un teatro de operaciones, sólo podemos estar ciertos... de nuestra incertidumbre», dice la Péndola (p. 183)331. Una realidad incierta es lo que evoca el último efecto escénico de la pieza, esa mezcla de estampidos, disparos y explosiones con vuelo de palomas y lluvia de flores que deja «ausentes» a los personajes (pp. 183-184).

En el plano estrictamente metateatral, la victoria del Autor sobre sus criaturas de ficción supone la afirmación de una visión antipirandelliana de las figuras del dramaturgo y del personaje: nada, en el contexto ficticio de la obra, escapa a la soberanía y el control del dramaturgo, propuesto aquí como un verdadero demiurgo del arte escénico; los personajes, por tanto, no son seres autónomos, no existen al margen de la obra y la voluntad de su creador. Sin embargo, la auténtica función del juego metateatral no es la de inducir a una meditación sobre lo teatral, sino la de canalizar y favorecer la reflexión y la sátira políticas. Para empezar, ¿cabía mejor manera de parodiar y condenar un régimen totalitario y belicista que someter a sus representantes a una pacífica pero férrea «dictadura», la de un dramaturgo burlón que deja que sus títeres se desgañiten cómicamente para intentar demostrar y realizar verdaderos imposibles teatrales y militares? En todos los gestos, palabras y acciones de los personajes advertimos la intervención sistemáticamente irreverente de un titiritero: si aquéllos apelan al orden, la disciplina, la jerarquía, el coraje, el patriotismo y otros valores patrimoniales de su «milenaria institución» para justificar sus invenciones bélicas, ahí está el dramaturgo -el Autor, Morales- para provocar situaciones caóticas, errores flagrantes, gestos de indisciplina, ataques de nervios, desmayos colectivos y oportunos pactos económicos con los que ridiculizar y desautorizar a sus personajes e imponer su criterio. Pero, además, en el proceso de búsqueda y posterior asesinato del Autor   —330→   por parte de los violentos personajes, Morales está dramatizando y criticando una operación recurrente en todas las dictaduras, constantemente denunciada por él en sus artículos y ensayos: la eliminación de las «cabezas», de las autoridades intelectuales, del pensamiento y la disidencia política. Así pues, la representatividad del Autor trasciende, con mucho, el ámbito de lo puramente teatral: frente a la autoridad del «ordeno y mando», encarna la autoridad que concede la autoría; frente al pensamiento único y uniformado, el pensamiento libre y contestatario; frente a los encubridores valores militares, el espíritu civil; frente a la sed de guerra, el deseo de paz; frente al ejercicio de la violencia y el terror, los métodos pacíficos; frente al secretismo estatal y las operaciones enmascaradoras, las verdades que se revelan y hacen públicas en un escenario. En consecuencia, la victoria final del Autor representa el triunfo de los valores democráticos y pacíficos sobre los autoritarios y violentos de sus personajes. Al menos en su farsa, y gracias al artificio metateatral, Morales ha derrotado a sus enemigos.

En Nuestro norte es el Sur, como en las otras dos piezas de la trilogía, Morales nos invita a sumergirnos en las profundidades del poder totalitario para que descubramos, mediante el juego farsesco, el disparate, la violencia y la absoluta inconsistencia -«la nada plenaria y sin ideas»- en que se fundamenta el terrorismo de Estado. El grotesco y escalofriante «¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!» con el que Millán Astray logró pasar a la historia, frecuentemente citado por Morales cuando reflexiona sobre la tragedia histórica que supuso para España el mortal régimen franquista, resuena como un eco, cuando no se oye nítidamente, en los textos de Teatro en libertad. Aunque siempre, por encima de ese «grito destemplado», se advierte la voz inteligente y libertaria del dramaturgo clamando, como Pancracio, por nuestra perdida Libertada.