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La sociedad rioplatense del siglo XVIII a través de los sermones

José María Mariluz Urquijo


Pontificia Universidad Católica Argentina (Buenos Aires)




El sermón en el siglo XVIII

Desde mediados del siglo XIX la oratoria sagrada suscitó un moderado interés en algunos investigadores. En 1853 Antonio Ferrer del Río caracteriza los desbordes del sermón barroco y destaca la importancia que tuvo el Fray Gerundio de Campazas en la reforma de la predicación1 y sobre esos mismos temas acopia mayores antecedentes M. Baselga y Ramírez en 19022. Poco después el P. Coloma se detiene a estudiar la figura del P. Isla3 y Félix Olmedo descubre que éste, lejos de ser un denunciante aislado de los malos predicadores, había sido precedido o acompañado por otros muchos autores que habían permanecido en un cono de sombra obscurecidos por la fulminante fama del Fray Gerundio4.

A todos ellos les interesan especialmente los aspectos formales y la evolución del gusto y consideran la predicación como una faceta de la historia de la literatura o de la historia de la Iglesia. Pero en 1927 el holandés Bernhard Groethuysen con su Formación de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII (trad. al castellano en 1943) ofrece una palmaria prueba de todo el partido que el historiador de las ideas o de la sociedad podía sacar del material semiolvidado de los sermones de la época. Era poner al descubierto una veta descuidada y riquísima que, especialmente en el orbe hispánico, podía dar abundantes frutos ya que como afirma quien es, posiblemente, el mejor conocedor de la bibliografía del siglo XVIII, la oratoria sagrada de la época fue «la literatura más apetecida y la que mayor número de títulos produjo» y la que más influyó en la gente pues los españoles de entonces podían no haber asistido a la escuela pero con seguridad habían tenido oportunidad de oír muchos sermones aunque vivieran en lugares apartados5.

En los últimos años han sido muchos los que han profundizado el tema de los sermones enfocándolos como instrumento de evangelización, expresión literaria, fijación de pautas de conducta o reflejo de la sociedad de la época, que es lo que más nos interesa destacar ahora6.

Se han elaborado bibliografías de sermones, se han estudiado varios preceptistas de la oratoria cristiana y ciertos religiosos que sobresalieron en el púlpito, se han esbozado amplios panoramas y focalizado algunos detalles significativos. Los investigadores han empezado a abarcar no sólo a la Península sino a las Indias alcanzando buenos resultados con México, Perú, Chile. Aunque aún quedan rincones por explorar, hoy contamos con monografías que cubren los aspectos más importantes de la cuestión.

Desde principios del siglo XVIII, generada como reacción frente a los extremismos del barroco, va surgiendo una corriente crítica en la que participan ilustres figuras como Mayans y Sisear, Feijoo o Capmany pero también muchos otros autores tal vez menos difundidos pero no menos contundentes a la hora de condenar las dos manifestaciones más proclives al desenfreno: el sermón popular y el culterano-conceptista.

Sobre el primero, en 1758 o sea en el mismo año en el que aparece Fray Gerundio, se reúnen dos textos en los que se censuran la utilización de cuentos fabulosos y las expresiones más propias del teatro que del púlpito7. Y en 1771 el capellán de la Real Casa de Santa María Magdalena de Arrepentidas (Madrid) ofrece una detallada descripción de los extravíos en los que incurrían algunos predicadores:

Se debe huir de toda agitación violenta del cuerpo, no dando golpes con los pies en el púlpito, ni haciendo ridículas y extrañas figuras, encogiéndose y elevándose repentinamente, dando grandes palmadas, ni extendiendo los brazos descompuestamente, ni señalando los hechos con demasiada claridad como v. gr. recostando la mejilla sobre la mano para significar el sueño, abriendo y cerrando la boca para señalar la agonía de la muerte, porque con este género de visajes, en vez de dar una idea justa y moderada de las cosas, las pondremos insensiblemente en ridículo.



Y más adelante exhorta a evitar invenciones extravagantes como hacer sonar cadenas, aparecer llamas, sacar feas y horribles pinturas «que más escandalizan que aprovechan y en cuya materia se han cometido bastantes yerros»8.

Refiriéndose a esos sermones tremendistas se los ha relacionado con los pliegos de cordel que coetáneamente utilizaban lo macabro o el relato de horrorosos sucesos para despertar la emoción del pueblo9.

Luis Antonio Muratori, en un libro traducido al castellano en 1780, deja constancia de que los predicadores ya han dejado de recurrir a chocarrerías para provocar la risa del vulgo pero que aún hay algunos que «sacan cruces, calaveras de finados y huesos que se echan al cuello» con el fin de conmover al auditorio10.

Quizás uno de los vicios más difíciles de desarraigar de los sermones destinados a públicos poco ilustrados era la inclinación a inventar pormenores falsos cuando se debía hacer el panegírico de santos de los que se sabía muy poco o de acudir a fuentes inseguras para relatar milagros de dudosa autenticidad. Los preceptistas insisten una y otra vez en que no se mencionen otros milagros que los admitidos por la Iglesia y que se rechacen los que solo son avalados por la buena fe y devoción de algún particular11, en que el predicador se abstenga de exponer cualquier «circunstancia o especie ridícula» encaminada a despertar la curiosidad del auditorio12 pues el Evangelio no permite que se comprueben sus verdades con hechos fabulosos o apócrifos13.

Se recomienda recurrir a los PP. Papebroch y Bolland, que purgaron las vidas de santos de muchas circunstancias fabulosas, y a falta de ellos servirse del Año Cristiano de Croiset que compendió gran parte de las obras de aquéllos14. Y en fecha tan tardía como 1791, cuando ya se habían corregido los peores excesos, aún se considera necesario sugerir que en vez de exageraciones indebidas se explique cómo los siervos de Dios llegaron a ser santos15.

Del sermón culterano se critican las sutilezas, el alambicamiento que lleva a lo que alguno llama «sermones de filigrana», que resultan ininteligibles para la mayoría. En ese sentido el P. Isla decía que había muchos oradores que pretendían pasar por «oráculos sin presentar más títulos que la obscuridad de sus proposiciones» pretextando que era «primor proponer las cosas más comunes con términos no vulgares»16. Asimismo se censuran las «latiniparlas fastidiosas», las frases peregrinas, los sonsonetes y cadencias que torturan el castellano17 y el recurrir a la mitología y a fuentes profanas en vez de inspirarse en las Sagradas Escrituras y los Santos Padres. Todos los escritores nacionales o extranjeros traducidos al castellano que pretenden una reforma preconizan un estilo llano, sin afectación ni palabras «sublimes y pomposas»18, aunque a veces es tal la presión de la costumbre que aun los que abogan por una mayor simplicidad proponen como modelos a oradores conceptistas19 y en 1766 todavía se cree oportuno publicar seis tomos de las Oraciones evangélicas o discursos panegyricos y morales del culterano Fr. Hortensio Félix Paravicino.

En 1758 la corrosiva sátira de la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zote, que ridiculiza algunos sermones reales pronunciados por contemporáneos20, marca un hito en la corriente crítica. Los jansenizantes de la segunda mitad del siglo que ponen su acento en la utilización de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres, en la revaloración de modelos del siglo XVI con sus ecos erasmistas y en el rechazo de las sutilezas y juegos de ingenio, contribuyen también a borrar vicios de la predicación aunque no alcanzan a eliminarlos totalmente21.

Paralelamente a las críticas de autores nacionales, gravitó poderosamente en la reforma de la predicación la influencia de oradores y preceptistas portugueses, italianos -Señeri, Muratori, etc.- y especialmente franceses. Se traduce a Bossuet, Flechier, Massillon, Bourdaloue, algunos recurren a los originales franceses y se recomienda su imitación aunque no sin algunas reservas. El P. Isla piensa que los franceses predicaban más al alma que los españoles pero que en «muchísimos de ellos hay infinita dulzaina y pretender hacer elevados pensamientos no tanto por el jugo y la substancia cuanto por el modo misterioso con que los expresan»22. Nicolás de Aquino los califica de excelentes pero critica que «pecan por lo común de difusos»23. Un ex catedrático de retórica de la Universidad de Santiago, sin dejar de admitir que para cuando él escribe (1778) muchos habían abandonado las ridiculeces de los «sermonarios viejos» para seguir a los más insignes predicadores franceses, plantea algunas serias objeciones a la utilización de ese modelo. Los sermones franceses y los de sus imitadores españoles -dice- forman «discursos morales fundados solo en la razón» y no en la autoridad de las Sagradas Escrituras. Los símiles, las comparaciones y los ejemplos se buscan solo en la Naturaleza y, por añadidura, el desarreglado deseo de imitar a la oratoria francesa corrompe nuestra lengua pues se adoptan servilmente giros y galicismos imperdonables24. Otros -según Sempere y Guarinos- notan cierta languidez en los sermones franceses, incompatible con la fuerza y vehemencia de la verdadera oratoria y mucho más con el «gusto de los españoles»25.

Es justamente ese «gusto de los españoles» lo que explica el éxito de fray Diego de Cádiz, desordenado pero impetuoso, que con su exaltado discurso conmueve a las masas y lleva su tradicionalismo hasta negarse a aprender francés para no contaminarse de las ideas transpirenaicas26.

En quienes siguen a los modelos franceses el trasvasamiento de los sermonarios al púlpito se ve facilitado por la licencia que otorgan algunos preceptistas para que, en caso de estar ocupado el predicador, imite o se apropie lisa y llanamente de algún sermón ajeno para leerlo en la iglesia27.

En cuanto al contenido, si bien el predicador repite necesariamente muchas cosas ya que lo esencial de la religión no cambia, acomoda su discurso a las circunstancias, con lo que abre un campo aprovechable para el que se ocupa del pasado. Dado que el papel del predicador es combatir los vicios más comunes, se debe empezar por individualizar cuáles son éstos; por eso alguien recomienda que quien va a predicar a un lugar desconocido se informe previamente sobre cuáles son los pecados más generalizados allí para hacer especial hincapié en su erradicación. Con arreglo a las circunstancias, se seleccionan los ejemplos destinados a estimular una conducta virtuosa.

El tiempo introduce variantes dando lugar a que aparezcan nuevos temas: por ejemplo, la lucha contra la ideología de los filósofos del siglo28, la difusión del liberalismo29, las tentaciones que acechan al cristiano, como los saraos, bailes y teatro; de acuerdo al utilitarismo de la época se elogia a quienes han promovido adelantos materiales. Desde los periódicos se discute sobre el porqué de ciertos tópicos siempre recurrentes. Así, en 1790 alguien se pregunta el motivo por el cual se insiste en reprender los vicios del lujo, escándalo y murmuración y se descuidan otros pecados, y otro le contesta que la razón no es sino porque lujo, escándalo y murmuración «son en la actualidad los que con más frecuencia se cometen [...] con especialidad en nuestra Corte»30. En la predicación se tocan todos los aspectos de la vida: biografías, política, religión, moral, todo está presente en el sermón que habla de hechos y costumbres, que a menudo han sido descuidados por el sociólogo, el costumbrista o las fuentes a las que suele acudir el historiador31.




El sermón en el Río de la Plata

En un Río de la Plata carente de imprenta y de periódicos hasta fecha muy tardía, en donde el libro es raro y caro, el sermón es el medio de comunicación por excelencia. Es un modo de instruir y alertar a la población pero también un espectáculo al que se acude en procura de honesto entretenimiento. Cuando predica alguien conocido por su elocuencia se anuncia por anticipado, se colma la iglesia y durante largo tiempo se siguen comentando los pasajes que han causado mayor impresión. Los predicadores de más renombre rivalizan entre sí y se interesan por el número de oyentes que han conseguido sus émulos o por el grado de originalidad o imitación de que han hecho gala.

La predicación es altamente valorada por el público y por los propios oradores. Uno de ellos considera que no hay función más «noble que la predicación. Si la Iglesia es un cuerpo, ellos son sus ojos; si es un cielo, ellos son sus soles; si es un escuadrón puesto en batalla, ellos son sus guías y, si es la esposa de Jesucristo, ellos son su boca y su lengua»32.

Desde otra perspectiva, al predicar en la Catedral de la Plata el año 1786 el doctor Jerónimo de Cardona y Tagle destaca la utilidad del sermón para «contener los pueblos entre los justos límites de la sujeción y el vasallaje» y conseguir paz interior, seguridad y santo temor que induzca a la abstención de delitos ocultos33.

En el Río de la Plata la predicación sigue un rumbo semejante a la del resto del Imperio, hasta que en 1755 se produce un hecho digno de recordación, que es la llegada a Buenos Aires del jesuita alavés Bernardo Ibáñez de Echavarri, quien aporta ideas muy claras sobre la reforma del púlpito. Ibáñez de Echavarri, tortuoso, ególatra y falsario, que muy pronto se volvería contra la Compañía de Jesús, acababa de escribir en España un tratado contra los vicios de la predicación en la línea de quienes reclaman desterrar las extravagancias y retornar a una mayor llaneza. Venía precedido de cierta nombradla que le habían granjeado sus sermones sevillanos y los elogios con los que Mayans y el P. Flores habían recibido su Vida de San Prudencio, y en Buenos Aires corrobora su fama con nuevas pruebas de elocuencia que atraen crecientes multitudes y merecen comentarios laudatorios de los superiores de distintas órdenes radicadas en la ciudad34.

Ese clima reformista, que Ibáñez había contribuido a formar, es avivado a principios de 1759 con la llegada de un ejemplar del Fray Gerundio. Su repercusión local es comparable a la que había tenido poco antes en la Península. Baltasar Maziel se alegra de haber podido retener dos días el ejemplar que todos se disputan. En carta a Ibáñez de Echavarri, en la que se adivina estar tratando un tema muchas veces abordado entre ambos, considera que no se podía haber escrito cosa más bella y más adecuada para combatir el modo de predicar que «hoy se usa». «Me aseguran -informa- que el Deán, aunque no lo ha visto, considera que es una droga porque (buena razón) se parece a la historia de don Quijote. Y aquí se van sintiendo los efectos de dicha obra pues, al acabar el sermón, resuenan por aplausos ni fray Gerundio ni fray Blas (éste era su maestro), conque es preciso o no predicar o mudar de rumbo la oratoria»35.

No se trata de un libro que se olvida fácilmente. Antonio Porlier, que fue probablemente quien trajo el ejemplar que corrió de mano en mano, viajando hacia la Plata acompañado del arzobispo Marcellano y Agramont, pasa por una capilla cordobesa donde un fraile franciscano dirigió al Arzobispo una arenga «disparatada, ridícula y fuera de propósito». Porlier comenta que si el autor del Fray Gerundio hubiese conocido esta plática no hubiera dejado de insertarla en su libro «para modelo de predicadores, honra y gloria de los gerundios y testimonio auténtico de la grande utilidad de su obra para destierro de esos abusos impertinentes»36.

En las décadas siguientes son muchos los que modifican su modo de predicar y procuran evitar defectos que han sido puntualizados por los tratadistas de la hora como, por ejemplo, relatar falsos milagros o la tendencia a considerar milagrosos hechos que podrían explicarse por causas naturales. En un siglo tan crítico como el XVIII, ante un hecho que sale de lo normal, un fraile franciscano intenta buscar un justo equilibrio antes de reputarlo milagroso. «Su discernimiento -dice- es delicado: creer a todo espíritu es debilidad y abandonarse a un ciego pirronismo es dureza». Se ha de poner medio entre la superstición y la credulidad37. Cuando Matías Terrazas habla en la catedral de Charcas sobre la primera invasión inglesa cuida declarar que una cosa es dar gracias al Altísimo por el bien recibido y otra considerar la gesta militar como sobrenatural. No creáis -dice- «que yo quiera graduar de prodigio la reconquista de nuestra Capital. Sé que en ninguna circunstancia, y mucho menos en este lugar santo, se deben adoptar milagros que no [...] hayan pasado por el juicio irrefragable de la Iglesia. Pero también sé que la piedad cristiana se fomenta con todo lo que pueda aumentar su gratitud y reconocimiento a la beneficencia del Señor»38.

En una similar actitud, el deán Funes rechaza la falsa piedad, «que cree honrar a Dios viendo milagros en las hechuras de su fantasía». La verdadera piedad distingue el milagro de la «prudente economía de un Dios sabio que, sin violentar la Naturaleza, hace que sea entre sus manos un instrumento de sus designios»39.

Pero Maziel había sido excesivamente optimista cuando pensaba que después del Fray Gerundio todos adoptarían la nueva forma de predicar o abandonarían el púlpito. Algunos oradores recalcitrantes continuaban apegados al viejo estilo y no dejaban de encontrar oyentes complacientes. Uno de ellos era el obispo de Buenos Aires Manuel Antonio de la Torre, que con sus escritos erizaba la sensibilidad ilustrada del fiscal del Consejo de Indias, que criticaba su «ridículo estilo» lleno de «pueriles paranomasias, metáforas insulsas y comunes refranes que tanto desdicen de aquel grave estilo que deben usar los obispos»40.

En sus sermones, de la Torre no desdeñaba los juegos de palabras, los retruécanos y las arriesgadas metáforas que algunos juzgaban exquisitas muestras de ingenio. Por ejemplo, en el sermón pronunciado en la Catedral de Buenos Aires la tercera dominica de cuaresma de 1766, dice que «sabe el lobo que sin el balido está desvalida la oveja, pues si no bala no la puede valer el pastor». Otro sermón, dentro de unas rogativas a San Martín para acabar con una persistente sequía, despierta el entusiasmo del Cabildo Eclesiástico, que, bien avenido con el viejo estilo, elogia su «alegoría de Poner en cura al tiempo malo, cuya curación pulsó V. S. I. peritamente con doctrinales récipes endulzados con la salsa de su natural facundia» y su recomendación de hacer penitencia, «que fue la Receta del sanalotodo que V. S. I. propuso en el tercero día»41.

Otro sermón del más puro estilo gerundiano que ha llegado hasta nosotros es el pronunciado por fray Antonio Oliver el 21 de febrero de 1773. El resonante episodio que le dio origen es bien conocido42. Con motivo de un sermón dado en el templo de San Francisco en el que se habrían censurado los bailes de máscaras permitidos por la autoridad, el gobernador Juan José de Vértiz exigió una inmediata satisfacción mediante otro sermón que debía pronunciarse al domingo siguiente. Fray Antonio Oliver, a quien le tocó satisfacer la orden del Gobernador, no encontró nada mejor que elegir como tema la propuesta de matrimonio del Señor Baile con la Señora Devoción, dándoles como padrinos a Carlos III y a su esposa María Amalia de Sajonia43.

Sobre los milagros, no todos son muy escrupulosos. Basándose en una fuente poco segura un afamado predicador repite que San Roque infante, «en los brazos de la nutriz, ya consagraba tres días al ayuno no tomando en ellos el pecho ni una sola vez»44. Otro predicador anónimo de fines del siglo XVIII, al decir el sermón de la misa que Buenos Aires celebraba anualmente para agradecer que en la explosión del almacén de la pólvora ocurrida en 1779 no hubiera habido desgracias personales, sostiene que sería una ingratitud «atribuir este milagroso efecto a una causa puramente natural»45.

En general, los obispos cumplieron con la obligación de predicar que les imponía el Concilio de Trento y en sus visitas pastorales requirieron a quienes tenían cura de almas que las instruyesen desde el púlpito por lo menos los domingos y fiestas solemnes. Los lugares alejados eran atendidos por periódicas misiones volantes que, entre otras labores, cumplían la de predicar. Aunque no era fácil la adquisición de libros, todos los conventos contaban con bibliotecas y los curas solían disponer de las obras básicas para el ejercicio de su ministerio. El obispo de Tucumán José Antonio Gutiérrez de Zeballos supone que «todos los eclesiásticos tenían los libros necesarios para su estado según se veía en los sermones de tabla»46.

Sobre la recepción del auditorio, sería difícil ofrecer una visión generalizados. Se puede aducir testimonios sobre el entusiasmo que despertaban ciertos predicadores y de que algunas veces los oyentes decidieron costear la edición del sermón que los había impresionado. Pero también conocemos las quejas del P. Cardiel por el desinterés que demostraba la soldadesca estacionada en San Borja por oír sus sermones, pese a la falta que les hubiera hecho para corregir su vida licenciosa. Asimismo, leemos críticas hacia los que iban al sermón como quien va a la comedia y que, en vez de aprovechar la enseñanza, se entretenían en observar la figura, los gestos o la voz del predicador.

En las reducciones, el primer problema era la dificultad de comunicarse por el deficiente conocimiento de la lengua y por la inexistencia de vocablos indígenas para expresar las verdades de la fe. El P. Paucke confiesa que más de una vez se puso a llorar por la imposibilidad de expresarse y que debió esperar tres años para poder predicar y ser entendido47.

Cuando el sacerdote había conseguido franquear esa primera valla del idioma comenzaba la dura tarea de evangelizar a los neófitos. El P. Cardiel explica que en las misiones guaraníes se pronunciaba un «sermón formal» todos los días de precepto, cuyas palabras eran luego repetidas a los indios por uno de los cabildantes más hábiles y que para las fiestas lugareñas se buscaba la novedad de invitar a un predicador de otro pueblo48.




La sociedad rioplatense

Algunos predicadores se enorgullecen de pertenecer a un pueblo elegido, cuyo señorío se extiende a dos continentes. Así, fray Pantaleón García sostiene que España ha sido escogida por el Todopoderoso «por su pueblo peculiar» y la Virgen María, que parece desentenderse de las «justas atenciones de otros pueblos interesados en su gloria», mira a España con especial benevolencia, protección y gracia. Una prueba de ese particular favor son «los inmensos espacios de las dos Américas conquistados por el brazo español, que ha dado a España un nuevo Reino que la hará hasta el fin de los tiempos la espectación y envidia de todas las naciones»49.

Pero, sin negar la pertenencia a un Imperio en el que se integran, otros americanos prefieren destacar no tanto los rasgos comunes con los peninsulares sino la peculiaridad indiana. Por su índole y alejamiento del trono -observa en Charcas Juan José Ortiz de Rosas-, América necesita prelados de especial virtud, que nunca pierdan de vista sus obligaciones con Dios, con el Rey y con el rebaño puesto a su cuidado. Dicho en otros términos, muchos religiosos pueden ser aptos para ocupar obispados en la Península pero pocos en América, «donde se requiere un prelado cabal»50. Por su parte, el deán Funes invoca a santos tutelares -peninsulares o criollos- que han actuado en América como Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco Solano o Santa Rosa de Lima51. Y cuando fray Tadeo Ocampo edita en España sermones de predicadores americanos, lo hace con el deliberado propósito de impugnar a los europeos que viven persuadidos de que los indianos son «incapaces de cultura y de hacer progresos en las letras»52.

Otros aprovechan el sermón para manifestar su amor o su admiración por su patria americana. Un predicador, al mencionar a Buenos Aires, no puede reprimir un expresivo «¡Oh amada patria mía!»53, y José Ignacio Grela se complace en alabar detalladamente las cualidades de la capital del Virreinato y de los porteños: «Ciudad de Buenos Aires, tan amable, tan encantadora por tu hermosura, por tus riquezas, por la belleza de tu cielo, por la benignidad de tu temperamento, por la fidelidad, religión, cultura, generosidad, ingenio y demás virtudes y brillantes cualidades que hacen el distinguido carácter de tus hijos»54.

Como un eco del viejo tema literario del menosprecio de Corte y alabanza de aldea, los predicadores peninsulares parten de una especie de geografía del vicio y la virtud en la que las ciudades, con sus múltiples tentaciones, son un área propicia para el pecado mientras que en la campaña se refugia una vida espiritual más sana y recatada55.

En América Juan José Ortiz de Rosas tiene duras palabras para aludir a la Corte adonde la «duplicidad, la maledicencia, el desenfreno, se ven en la frente de sus habitantes» y anota como gran mérito de San Alberto el no haber caído en sus «funestos lazos»56. A su vez, la mayoría de los predicadores reprueban pecados u ocasiones próximas a pecar («vanidades del mundo», juego, murmuración, teatro, bailes, visitas, saraos, etc.) propias de la vida urbana. Y fray Julián Perdriel opina que cuanto más grande y más civilizada es la ciudad, más repetidos los escándalos y menor el recato57.

En cambio, en los sermones llegados hasta nosotros no encontramos uno que ensalce la existencia campesina quizá porque la ignorancia religiosa y la torpeza en las que transcurría la vida de labriegos y pastores estaban demasiado próximas para poderlas idealizar.

Nadie discute la existencia de diferentes clases sociales a las que se asignan privilegios pero también responsabilidades. La religión -dice en Charcas Gerónimo de Cardona y Tagle- aprueba las distinciones de fortuna, de estados y autoridad que la Providencia misma ha establecido colocando unos hombres sobre los demás «para que sean padres de los pueblos, consoladores de los afligidos, asilo de los flacos, doctores de los ignorantes, defensores de la Iglesia, protectores del mérito y modelo de sus inferiores». Lo que la religión condena es el abuso de los que solo buscan la leche y lana de sus ovejas y no les ministran el pasto58.

La estratificación social de la época presenta características especiales en el Río de la Plata, entre otras cosas, por la escasa presencia nobiliaria y la existencia en el país de una tendencia igualitaria que rima bien con la corriente doctrinaria cada vez más acentuada que reclama que la nobleza observe una conducta personal acorde con la cuna. Con el apoyo de Santos Padres y doctores de la Iglesia, desde el púlpito se llega a similares conclusiones. Sebastián Malvar y Pinto, poco antes de hacerse cargo de la diócesis de Buenos Aires, sabe que hay una «nobleza de la carne», reconocida por las más floridas monarquías del mundo, pero sabe también, que según San Jerónimo, «hay otra nobleza más excelente, más superior y más magnífica que es aquella por donde nuestros espíritus se acercan al Señor»59.

Otro autor rechaza el falso resplandor de los que se esfuerzan en exaltar su estirpe que, aunque igual a la de todos los hombres y hecha del mismo barro, les parece de oro sin reparar en que son «grandes con la grandeza ajena»60, o sea que, si cada uno vale por sí mismo, se desvalorizan los títulos heredados.

Fray Cayetano Rodríguez se admira de que haya quienes, queriendo ser nobles según las pautas del mundo, se envanezcan de una progenie ilustre según la sangre, de unos títulos que inventó el orgullo y que el recuerdo, aunque sea débil, de empresas cumplidas por sus antepasados, les parezca que los hace superiores a los demás hombres y acreedores el aplauso general de la gente. A los ojos de Dios, en cambio, verdadero noble es el que domina sus pasiones, no se deja tentar por la «voz lisonjera y seductora» de un siglo corrompido y busca un lugar en la «familia de la virtud y en la progenie ilustre de la gracia»61.

Vanidad, ociosidad, soberbia, no son los únicos defectos que suelen afectar a la nobleza. Según denuncia en 1788 un predicador ante la Real Audiencia de Buenos Aires, «nobles y ricos son por lo común los que quieren y tienen más facultad para sacudir el yugo de la ley», comprometiendo así el buen funcionamiento de un orden que el legislador ha establecido para asegurar el bien común y los intereses de Dios62.

En el Río de la Plata, y principalmente en Buenos Aires, las críticas a la nobleza son seguramente bien recibidas por una población desprovista de ambiciones nobiliarias, a tal punto que cuando Francisco Bruno de Rivarola propone distribuir condados y marquesados cree necesario imponerlos coactivamente porque considera que los agraciados no sabrán apreciar las «ventajas» de salir de la esfera de puros comerciantes63. Probablemente se sentirían más implicados cuando oían sermones sobre los amancebamientos, el juego, la usura, los juramentos, el lujo u otras cuestiones que sí concernían a su esfera.

El igualitarismo tiene límites: la gente «decente» no se mezcla fácilmente con las «castas» y la tácita frontera que la separa de las clases inferiores se objetiva, a veces, en prohibiciones o exigencias. En Córdoba el Rector del Colegio de Monserrat subraya desde el púlpito recordando que «el joven por cuyas venas no circula sangre pura y libre de toda mancha luego es arrojado de su recinto»64.

Aunque no se llega a recomendar la fusión social reprobada por la propia Corona a través de la prohibición de los matrimonios desiguales, los predicadores procuran que las clases superiores ayuden a las inferiores o tratan de dulcificar la situación de las últimas. Varios predicadores -entre ellos el obispo Malvar y Pinto- censuran a los amos que no instruyen a sus criados.

La predicación refleja la abatida posición de la numerosa población de color pero al mismo tiempo procura que se le reconozca algún valor y alude al caso de un «ser despreciable por naturaleza» como el negro Benito de Palermo, que como tal formaba parte de «lo más vil de la plebe», que llegó a los altares. De donde se concluye que no hay estado, por miserable que sea, en que el hombre no pueda santificarse65.

Las invasiones inglesas, en las que la gente de color combatió al lado de los blancos, contribuyeron a elevarla a los ojos de la sociedad. José Ignacio Grela dedica un párrafo de un sermón a evocar «la dulce memoria» de negros y pardos alcanzando municiones, conduciendo cañones o haciendo fuego contra el enemigo66.

La generalidad de los predicadores profesan una religiosidad combativa y fustigan por igual a «judíos deicidas» y a herejes como Lutero o Calvino, es decir, adversarios de escasa presencia en el Río de la Plata dieciochesco; pero en las postrimerías de la época colonial se extiende la irreligiosidad y aparecen enemigos que ya no son sólo virtuales sino muy reales. Benito María de Moxó y Francolí, poco antes de hacerse cargo de la Arquidiócesis de Charcas, se inquieta ante la posibilidad de que los libertinos, los espíritus fuertes, los pretendidos filósofos, que «tanto abundan en las naciones vecinas», hayan logrado ya introducirse y establecerse clandestinamente en España67. Y confirmando esos temores, el canónigo Terrazas observará poco después en la propia Charcas que, pese a la vigilancia de los magistrados, «no faltan libertinos que viven en la corrupción y tocan en la impiedad»; esa situación hubiera sido aún más grave si los ingleses que se apoderaron de Buenos Aires hubieran logrado afianzar la libertad de conciencia y la tolerancia con las «abominables sectas», con los ateos, deístas y materialistas y con «otras perniciosas razas, fruto de la infame filosofía de último siglo»68.

En Córdoba, el obispo San Alberto traduce del francés un texto en el que también se culpa a los «pretendidos filósofos del siglo [...] que rehúsan creer todo lo que excede a su comprensión y sus luces»69. Y el deán Funes predica contra la «corrupción de un siglo en que tiene pocos secuaces la piedad» y son tan grandes los «excesos de irreligión»70.

Desde las últimas décadas la gente piadosa tiene la conciencia de vivir en un siglo que se descristianiza progresivamente o, como dice el Arzobispo de Charcas, se padecen «unos tiempos de corrupción y libertinaje en que los espíritus fuertes (esprits forts) figuran la santidad como incompatible con la elevación y grandeza»7171

Para entonces la Inquisición, que al decir de fray Cayetano Rodríguez, había sido el «tribunal más serio, el más útil, el más ejecutivo» para cortar a hierro y fuego «los cauces de la herejía»72, había perdido poder y ya no estaba en condiciones de frenar la difusión del pensamiento heterodoxo.

Temas aireados por los cristianos ilustrados o en la pugna de jansenistas vs. tradicionalistas tales como la oración mental y la piedad interior frente a los actos exteriores, el culto de las imágenes, el «retorno a las fuentes» de un cristianismo primitivo, el papel del clero regular, la conciliación de la ciencia con la religión, aparecen más o menos amortiguados en los sermones rioplatenses. Fray Pantaleón García se refiere al «blasfemo Quesnel»73 y arremete contra un pirronismo que, afectando resguardar la pureza de la fe, tacha de supersticiosas o idolátricas a muchas manifestaciones de piedad74. Relegar a lo interior nuestros sentimientos es señal de debilidad, «los actos exteriores con que reconocemos la soberanía del Primer Ser no sólo son esenciales al Cristianismo, son también los únicos medios con que podemos sensibilizar la gloria de Dios»75, «cuanto más públicos hacemos los sentimientos de nuestro interior» más agradamos a Dios y nos hacemos más dignos de sus gracias76.

El mismo Pantaleón García desconfía de una ciencia cada vez más laicizada y alejada del Creador: «los sabios de ordinario son árboles de muchas hojas y poco fruto; abejas que trabajan mucho en la cera y muy poco en la miel, llenan el entendimiento de luces pero el alma se queda perezosa, obscura y sin amor de Dios»77. Fray Pantaleón se multiplica para atender varios frentes de lucha. No solo contra los enemigos de la religión sino contra una corriente que dentro de la Iglesia prefiere favorecer al clero secular que, por mantener más contacto con el mundo que el clero regular, estaría en mejores condiciones de satisfacer las necesidades del pueblo. Como buen franciscano, hace una encendida defensa de los frailes y, después de preguntarse qué servicios han hecho a Dios y a la Iglesia, responde que han hecho «brillar la sabiduría», la historia y los estudios bíblicos, han expandido la fe hasta todos los rincones y se han hecho cargo, entre otras, de las misiones del Paraguay y reducciones del Chaco, aviniéndose a «vivir entre los bárbaros para ganarlos para Dios»78. Por su parte, el benedictino Moxó y Francolí, futuro arzobispo de Charcas, se hace eco de quienes acusan a los monjes de «estúpidos, ociosos e ignorantes» y se admira de que haya personas que, diciéndose cristianos, pidan la supresión de los monasterios en donde hombres separados del mundo prestan al mundo servicios más importantes que los que viven en él79.

Un anónimo predicador de las postrimerías coloniales recuerda cuan laudable es el culto de las imágenes y se horroriza ante una Francia que profana los templos y derriba los altares80.

Otros predicadores, en vez de ponderar la conveniencia de las demostraciones exteriores, prefieren poner el acento en la vida interior. Así, el canónigo Terrazas empeña sus esfuerzos en condenar una religión «reducida a unas exterioridades de culto» y la falta de «recogimiento interior»81 y el deán Funes alude a los que quieren pasar por espirituales rezando el rosario o adornando los altares y en nada cuidan menos que en corregir sus vicios82. En el mismo sermón Funes toca otro de los temas favoritos de la época que es el «recuperar el espíritu primitivo del cristianismo».

Es bien sabido que la Ilustración significó un avance feminista que modificó la posición que la mujer ocupaba en la sociedad83. Se reconocen sus aptitudes intelectuales y comienzan a relacionarse de un modo distinto con el otro sexo. Abandonan con mayor frecuencia el estrado hogareño para concurrir a saraos, al teatro o al baile, a veces se sientan a la mesa de juego, participan en tertulias y dan su opinión sobre los más variados temas, reciben una mejor educación. La proliferación de juicios de disenso es un índice de que cada vez soporta con menos resignación que los padres o hermanos le elijan marido84. Pero esa promoción no es desmedida y encuentra tropiezos y varones críticos que añoran la sumisión y el aislamiento de antaño. Los sermones de la época reflejan algo de esas corrientes contrapuestas.

El más difundido de los predicadores rioplatenses fue, sin duda, el franciscano fray Pantaleón García nacido en Buenos Aires en 1757. En 1780 el obispo San Alberto le otorgó licencia para predicar y desde entonces residió en Córdoba, donde fue Rector del Colegio Monserrat y de la Universidad. En 1804-1805 su compañero de hábito fray Tadeo Ocampo publicó en España los sermones de fray Pantaleón en seis tomos y luego se imprimieron otros sermones sueltos. El editor admiraba su voz sonora, la expresión viva, la presencia grave y circunspecta, la invención ingeniosa, la amenidad, el uso frecuente de las Sagradas Escrituras y su oportuna aplicación, la propiedad del lenguaje y el estilo elevado sin afectación y claro sin declinar en bajeza. Con la publicación esperaba contribuir a detener el «furor con que se traduce en España cualquier libro de sermones» alterando la pureza del castellano, y de paso demostrar que ya había llegado a América el buen gusto literario85. El gobernador intendente de Córdoba Marqués de Sobre Monte informaba en 1789 que era infatigable el celo con el que Pantaleón García predicaba y notable su «talento y el fruto que saca de su predicación»86.

Fray Pantaleón se muestra impermeable a las nuevas ideas sobre la mujer. En uno de sus sermones se pregunta «¿qué puede haber más peligroso que dejarse ver una virgen joven al mediodía y buscar el trato con los hombres? ¿Qué cosa es más ajena a la razón que hacerse una mujer dueña de sus operaciones?»87. Si quiere descalificar a algunos hombres, denuncia que están poseídos «de la inconstancia, inconsideración y arrojo de la mujer en sus pensamientos, en sus ideas y en sus producciones»88. La mujer puede ser un instrumento diabólico, es la gran tentadora que tiende redes a la fragilidad masculina, por eso Santo Domingo «huyó de las solicitudes traidoras de la mujer»89 y San Francisco Solano, asaltado él mismo por mil pensamientos impuros, los combatía arrojándose desnudo a una zarza para «vencer el monstruo de la concupiscencia». Consiguientemente, Fray Pantaleón exhorta a que los concurrentes a teatros y saraos «dejen esas pompas de Satanás» y no asistan a reuniones de ambos sexos «donde son frecuentes las caídas y los peligros próximos»90.

Cuando debe trazar el panegírico de alguna santa como Santa Rosa de Viterbo o Santa Catalina, explica que fueron superiores a su sexo y -máximo elogio- que demostraron tener «espíritu varonil»91. Concede que hay algunas mujeres de gran entendimiento, de rara penetración y de ingenio elevado «pero aun entre éstas son muy raras las que no se dejan deslumbrar por un aparente resplandor»92.

Aclarar que las mujeres ilustres lo eran porque habían conseguido elevarse por encima de su condición femenina era un recurso cómodo para explicar ciertos casos como excepciones que no invalidaban la lápida que gravitaba sobre el común de las mujeres. Por eso, también el prior del convento de predicadores fray Julián Perdriel, al predicar en las exequias de María Antonia de la Paz y Figueroa, dice que, «cosa rara y singular», la Beata de los Ejercicios había sido «mujer superior a su sexo»93.

Tanto García como Perdriel se limitan a repetir lugares comunes de una rancia tradición androcéntrica y sus palabras no tienen otro valor que el de testimoniar que existe un sector que se resiste a cambiar. En cambio, el obispo Manuel Antonio de la Torre, que da numerosas pruebas de una acentuada misoginia94, formula alguna crítica menos tópica y más relacionada con lo que le dicta su personal experiencia de la realidad porteña. En su ya citado sermón pronunciado en la Catedral en la tercera dominica de cuaresma, critica a los penitentes, «especialmente mujeres», que, en vez de confesar sus propias culpas, acusan «pecados ajenos como de los maridos, de los hijos, de los criados y demás familia, echando otras la culpa al diablo [...] y aun algunas culpan al mismo Dios que les dio tal genio o inclinación». El Cabildo Eclesiástico certifica que en esa ocasión el Obispo fue tan diáfano, que lo pudieron entender «hasta las mujeres». Y en una aclaración que conviene subrayar, expresa que no se refiere tanto «a las señoras cultivadas con el trato de las gentes cultas», con lo que está reconociendo la existencia de una activa vida de relación en la que participa la mujer, sino a las criadas, esclavas, labradoras o «viudas abtraídas» (aisladas)95.

Inesperadamente encontramos una visión más moderna en el gerundiano fray Antonio Oliver, quien pone el ejemplo de un hombre al que el trato con doña Pulcheria le despierta pensamientos pecaminosos. Lo que corresponde es que él se abstenga de hablarla o de mirarla, «mas no por esto obligaremos a doña Pulcheria a que viva recluida en su casa como hizo Epurina y la beata Eustigia». Sería inicuo que por evitar tentaciones a los hombres obligáramos a las mujeres a vestirse de jerga o a no usar calzado o que estuvieran «encerradas en casa como las moras y las turcas»96.

La moda femenina fue un tema que siempre despertó la atención de los predicadores97, los cuales lo abordan desde la doble perspectiva del lujo desmedido contrario a la modestia cristiana y de la provocación de malos pensamientos.

Malvar y Pinto, el ex obispo de Buenos Aires, condena la ostentación y a las que buscan en «el vestido la mayor pompa aunque sea al precio de no pagar al mercader y artesano»98. Es un lujo ofensivo y que, además, puede llegar a arruinar a las familias cuyas mujeres buscan sobrepasar la galanura que les marcan su rango social y sus posibilidades económicas.

Lo que ocurre -enseña Pantaleón García- es que la mujer tiene una innata propensión a acicalarse, hasta el punto de que aun entre las que parecen instruidas de máximas cristianas son pocas «en las que no ejerce su dominio despótico una moda, un tocado de nueva invención, un peinado, un vestido o un adorno». Y lo que es peor, es que los hombres de la casa, que deberían poner coto a ese imprudente afán por adornarse, no toman medidas, y así vemos que por «la corrupción de nuestro siglo» padres y maridos permiten que sus hijas y esposas se engalanen con desmesura99. Más brevemente el obispo de la Torre expresaba que, a veces, era necesario poner vallas a la «moda, a que son las mujeres muy inclinadas»100.

El otro aspecto que había que considerar era el de algunas modas femeninas capaces de turbar la serenidad de los espíritus masculinos. Fray Juan de Gálvez, examinador sinodal del Obispado de Buenos Aires, da la voz de alarma contra las que profanan el templo con «posturas inmodestas» y «adornos provocativos»101. El peligro se acrecienta en todo el Virreinato a principios del siglo XIX con la adopción de la moda Imperio que resalta las formas femeninas y descubre zonas hasta entonces cubiertas. Matías Terrazas, canónigo de la Catedral de Charcas, denuncia en 1806 no solo el «demasiado lujo» sino las «desnudeces indecentes y las modas provocativas»102.

Aunque las leyes que prohibían vestir ciertas telas a las clases inferiores habían ido perdiendo vigencia con el correr del siglo XVIII, un predicador de la época se limita a atestiguar que «la política se valió de los vestidos para diferenciar los estados»103.

La moda masculina merece mucho menor atención. Apenas encontramos una alusión dicha al pasar sobre el petimetre, esclavo de sus fruslerías104, que más parece la resonancia de algún texto europeo que el reflejo de una realidad vivida.

Dice un anónimo predicador de fines del siglo XVIII que, según la común opinión de los jurisconsultos, el hijo tiene cinco obligaciones con su madre: amor, respeto, alivio, gratitud y obediencia105. Pero suele ocurrir que al llegar a la adolescencia se descuidan algunos de esos deberes, especialmente el de obediencia, y se despiertan fuerzas difíciles de controlar. Al Rector del Colegio de Monserrat de Córdoba, que como tal está en permanente contacto con la juventud, le preocupa el tema y lo aborda en varios de sus sermones. Por una parte, se enorgullece de que sus colegiales estén instruidos en la «historia de los tiempos», que aprendan «la verdadera filosofía» y estén en condiciones de hablar juiciosamente de «las ideas de Platón, de los átomos de Gassendo, de la materia sutil de Cartesio, de las mónadas de Lipniz [sic], de las atracciones de Neuton [sic] y de las entidades de Aristóteles». En el Monserrat se han formado ilustres figuras como «Eugenio López, que comentó las leyes de Indias», obispos celosos, oradores sabios, togados, abogados, asesores, jueces íntegros, gobernadores prudentes y puede afirmarse que desde su fundación «nuestras provincias son otro Areópago de Atenas»106. Pero, por otro lado, esos jóvenes atraviesan una edad que es como la «zona tórrida de las pasiones»107. La juventud, a la que algunos llaman la primavera de la vida, es en realidad «una edad fogosa y ardiente» en la que las «depravadas pasiones comienzan a bramar», es un navío en medio de la tempestad, un «azogue que no se puede fijar, un vino nuevo que hierve con toda su fuerza y un camaleón que toma todo género de figuras»108. Para refrenar tantos extravíos «hay en Monserrat un cepo, cárcel y grillos, y cuando esto no basta es arrojado el joven a la calle», y además la Virgen María vela para que no se extienda el vicio y se entable la virtud y el orden109. El Monserrat es, pues, el lugar donde se preserva al joven «de los peligros de una edad traidora»110.

En parecida posición, el deán Funes considera que cuando el corazón despierta a la vanidad y los placeres es cuando la buena educación debe venir a calmar el «torbellino de deseos que la agitan»111.

Partiendo de la misma base de que la juventud es edad que requiere contención, el obispo San Alberto elogia la pragmática sobre matrimonio de hijos de familia que opone «barreras de interés y castigo a la libertad y pasión amorosa de los hijos»112.

La sociabilidad del siglo XVIII aumenta las oportunidades de relacionarse hombres y mujeres: visitas, tertulias, convites, bailes, juego, teatro, dan motivo a una vinculación más fluida y natural pero también despiertan la desconfianza de quienes creen que pueden ser fuente de pecado113.

En Córdoba un franciscano considera que «para evitar mil sinsabores» sería conveniente que los hombres se separaran de la sociedad para enclaustrarse, pero reconoce que no todos tienen vocación y que «los hombres deben vivir entre los hombres» pues la naturaleza ha grabado en nuestro corazón «la inclinación de comunicarnos y tratarnos movidos por el parentesco, la amistad, los negocios, o la urbanidad». Lo malo es que por el trato humano «el curioso visita para saberlo todo, el murmurador para despedazar el honor de su hermano, el melancólico para llamarlo todo al juicio de su criterio atrabiliario. Yo no hallo en las conversaciones de los hombres sino pasiones que conspiran para formar aquel gran laberinto de ceremonias, charlatanerías, murmuraciones, envidias, celos, novedades y modas en que rebosa el mundo». Ya que no podemos evitar las visitas, debemos tratar de santificarlas con conversaciones espirituales, con humildad, con la caridad para visitar a los inferiores sin ceñirnos al «trato de personas elevadas por su nacimiento, por sus empleos o por su mérito», superando así la tendencia a que el rico menosprecie al pobre y el noble al plebeyo114.

Algún sermón de la misma época concentra su interés en las «murmuraciones y burlas» que ocupan muchas veces conversaciones en un siglo en el que son tales los excesos y extravíos, que se propende a perdonar todo menos la virtud y la inocencia115. Otro sermón advierte que la murmuración se ha hecho tan familiar que parece que fuera el alma del trato humano sin la cual se vuelve insulsa e insípida toda conversación y es el pan ordinario de toda charla, con la diferencia de que el pan termina por hartarnos mientras que el murmurador nunca se cansa de murmurar. Y como para impedir que sus palabras resbalen sobre su auditorio, espeta acusadoramente a sus oyentes que es «bien difícil que estéis exentos de un vicio tan común»116.

También el ex obispo de Buenos Aires Malvar, puesto a caracterizar a los tibios e indiferentes, expresa que se complacen en conversar con aquellos que con sus sales «provocan la risa o excitan la concupiscencia o denigran la fama o se burlan de la virtud» o dedican su tiempo a la lectura de novelas o al juego117.

Más arriba hemos mencionado lo ocurrido con los bailes. Algo parecido se planteó con el teatro. En 1783 el franciscano Casimiro Ibarrola predicó en la Catedral contra las comedias y sostuvo que tanto los actores como los espectadores y las autoridades que las permitiesen quedaban excomulgados. No conocemos el sermón de Ibarrola pero sí la reacción del virrey Vértiz, que, sintiéndose atacado en su autoridad, se dirigió al P. Provincial para exigir una pública retractación118. Un año después, fray José Costa predicó «contra las representaciones teatrales valiéndose de los más duros epítetos», lo que dio origen a una queja de Francisco de Paula Sanz y a un expediente hoy perdido119. Trenti Rocamora comenta acertadamente que los sermones de ambos frailes no fueron óbice para el desarrollo teatral porteño en lo cual no tuvo poca parte la enérgica intervención de la autoridad virreinal.

Ignoramos hasta qué punto los predicadores consiguieron su objetivo de reformar la vida de los fieles, pero los que sí obtuvieron fue el efecto no buscado de reflejar costumbres, vicios, valoraciones de su época, constituyendo así una fuente que el historiador hará bien en utilizar para confrontar y matizar lo que sepa por otras vías.





 
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