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ArribaAbajoCapítulo III

El cristianismo como elemento de progreso


I

Discutan, en buen hora los sabios que penetran en la filosofía de la historia si el paganismo romano murió de vejez como árbol sin savia de carcomido tronco y ramas desgajadas, o si en el vigor y lozanía de su existencia vino a cortarla de súbito la doctrina celestial de Jesús, ni más ni menos que destruye el imperio de la noche y ahuyenta sus sombras, el primer rayo del sol que asoma esplendoroso por Oriente.

He aquí una cuestión que a nuestro modo de ver es muy leve o es muy grave: es leve, si tan sólo se refiere al aspecto religioso que el imperio romano ofrecía en los primeros siglos del cristianismo: es grave, si con ella se desea poner en duda la eficacia del Evangelio y atribuir a obra del tiempo lo que es obra de la verdad, obra del cielo. Aun admitida momentáneamente la hipótesis, aun suponiendo que el paganismo romano cayó por su propio peso, la recta razón y el buen criterio pueden exclamar: «¡míseras religiones que caen sin que haya mano sobrenatural que las sostenga: míseras religiones que mueren de vejez como la materia que les sirve de fundamento, como el hombre físico a quien deifican con sus extravíos y sus crímenes!» Una religión que no es más fuerte que el tiempo, que no es perpetuamente joven como la verdad, es una religión fabricada en la tierra, que puede vivir tanto como un monumento de piedra, tanto como las pirámides de Egipto; pero que se derrumba al cabo con la incesante lluvia de las generaciones, con el fuego de los vicios, con los huracanes que desencadena el genio fatal de la revolución.

El paganismo romano murió: luego no era la verdad; porque la verdad es inmortal: y murió el paganismo romano cuando cobraba vida el elemento cristiano, que es la luz: luego el paganismo representaba las tinieblas; y las tinieblas son en efecto viejas, muy viejas; existieron antes que el sol. En este sentido bien puede sostenerse que el paganismo sucumbió helado por la vejez.

II

Al aparecer sobre la tierra el cristianismo, no señala una absoluta innovación en la manera de ser y de sentir y de deber; ideas muy transcendentales del cristianismo preexistieron a la predicación de Jesús. Así como a la idea de Dios hecho hombre y redimiendo a la humanidad en el suplicio preexiste la idea de Dios criador de los cielos y de la tierra, del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, del Dios del mar Rojo y del Sinay, así al Evangelio preceden, los preceptos dados a los patriarcas, y preceden las tablas de la ley, escritas por el dedo de Yhowáh. La luz brotó en el primer día de la creación, y el sol no fue formado y suspendido en el firmamento hasta el día cuarto; de la misma suerte la luz de la revelación comunicada al pueblo de Israel, brilló antes de que apareciera el sol del Evangelio, destinado a iluminar los confines todos de la tierra. El cristianismo no rechaza el Oriente ni el Occidente, no se limita al Occidente ni al Oriente: su divino fundador ha muerto con los brazos extendidos, y el abrazo de la cruz alcanza a los opuestos polos y sirve de lazo a todas las naciones del universo. El antiguo Oriente adoró la suprema unidad, el Occidente la variedad suprema: el panteísmo en la India, el dualismo en Persia, el Politeísmo en Grecia contrastan con el unitarismo teológico del pueblo judaico: todas las mistificaciones indicas, todos los genios persas, todo el Panteón y el Olimpo y el Capitolio de Atenas y de Roma son a los ojos de la filosofía y teología mosaicas, cenizas científicas que deben enterrarse bajo una losa en la cual se graben estas sencillas palabras, primer canto de la primera epopeya del mundo: «In principio creavit Deus caelum et terram.»

El severo monoteísmo hebraico que no admite imagen ni representación de Dios ni de sus obras, para evitar el menor riesgo de idolatría, y el ancho politeísmo de los pueblos paganos, que divinizando la materia cultiva y desarrolla locamente las artes, abren paso a la nueva doctrina, que fundada en la unidad de Dios, no menosprecia la materia ni proscribe las manifestaciones: a la tesis monoteísta oriental y a la antítesis politeísta occidental sucede la síntesis cristiana universal: el catolicismo.

III

Aquellos tres magníficos caracteres, Verdad, Bondad y Belleza, que como en el soberano centro de todas las perfecciones resplandecen en Dios, y comunicándose a la tierra, patentizan a todo instante la gloria del Criador, tan solo en la doctrina católica reciben admirable desarrollo y tienen alta y venturosa aplicación. Los tres magníficos atributos inteligencia, amor, poder, que residen en la humanidad como reflejo de los enunciados caracteres de la divinidad, tan solo en la doctrina católica pueden ser concebidos y explicados en toda su consoladora transcendencia. Las tres grandes virtudes fe, caridad y esperanza que establecen el misterioso contacto de estos atributos y aquellos caracteres, tan solo en la doctrina católica se revelan con toda su hermosura celestial.

La fe, dulce palabra que no se encuentra en el diccionario del paganismo, ilumina la inteligencia, y por el apacible camino del creer conduce al alma al codiciado término del saber. La verdad es la madre de la ciencia; y la verdad es el dogma; y el dogma sólo puede conocerse por la fe: todos los pueblos anteriores a la venida de Jesucristo, excepto el judaico, carecieron de esa luz y palparon las tinieblas del error La duda había sido el funesto patrimonio de la antigüedad, que dominada por la soberbia y el orgullo, rodó perpetuamente como el Sísifo de la mitología de uno en otro abismo, de una en otra negación, de uno en otro absurdo filosófico o teogónico; y rodando estaba cuando la aurora de la verdad brilló sobre el sereno horizonte de Nazareth. El Antiguo Testamento, emblema y figura de un orden maravilloso de acontecimientos que había de cambiar la faz del universo, se explica y cumple y realiza en el Testamento Nuevo.

El gran libro que había atravesado por tantas generaciones flotando, siempre sobre las olas de todas las tempestades sociales, el divino poema en cuyas páginas, como en arca providencial, se salvó del naufragio de las verdades la historia de la humanidad, los escritos, finalmente, de Moisés, de Salomón y de Esdras se abren al mundo, iluminados con el resplandor del Evangelio, y el mundo de la inteligencia cae de rodillas ante aquel soberano monumento de la Verdad, de la Bondad y de la Belleza. La historia aprende imparcialidad, sencillez y concisión en las páginas del Pentateuco: la filosofía, que apenas ha salido de la infancia, y acaricia ora el sensualismo aristotélico, ora el espiritualismo de Platón, se conturba ante el libro de Job, y retrocede avergonzada al deletrear un poco más adelante en el libro de los Proverbios «timor domini principium sapientiae», y halla por último el epitafio de sus ilusiones en las palabras del Eclesiastés: «Vanitas vanitatum et omnia vanitas». La poesía gentílica palidece ante los arrebatados cánticos de Moisés y de Débora: Píndaro y Anacreonte, Horacio y Tibulo son al respecto de David y Salomóm, de Isaías y el ternísimo poeta de los Trenos, como el bronce de los ídolos comparado con el oro: de Ophir: el cristianismo, que abre las puertas del templo de la verdadera filosofía colocando la fe en el tabernáculo, abre también las puertas del templo de la poesía exponiendo a la universal admiración y acatamiento el misterioso libro hebreo donde beben poesía las generaciones de treinta siglos, y beberá la última generación sin que el caudal se disminuya ni una gota, sin que falte ni una letra ni un ápice: aut jota unum aut unus apex.

Es, pues, la Biblia el sagrado depósito de la verdad. El catolicismo explicando la Biblia y venerándola como fundamento de su doctrina salvadora, da un solemne testimonio del origen sobrenatural de que procede, del espíritu de verdad que lo anima y fortifica. Hemos dicho que la verdad conocida por la fe es el dogma, y el dogma es la trama indestructible en que se forma el tejido de las ciencias: confesemos que el catolicismo inaugura una faz, mejor dicho, inaugura la única faz verdadera de las ciencias en sus diversas ramificaciones.

IV

El catolicismo predica la fe y hace de ella una virtud; la fe es destello vivísimo que alumbra la inteligencia; por la fe el hombre alzando la vista se eleva hasta más allá del firmamento; volviendo la vista en derredor se explica multitud de fenómenos que la razón no alcanza. Es preciso no olvidar que la inteligencia, partiendo desde el hombre falible a Dios verdad absoluta, a quien humildemente se somete, es la fe: la inteligencia, partiendo desde sí misma al conocimiento natural de las cosas por la luz de la razón, que ha recibido del mismo Dios, es la ciencia humana. El águila que se cierne en las nubes y mira al sol cara a cara, percibe desde las nubes con admirable perspicuidad los objetos que están a flor de tierra. A mayor caudal de fe, mayor tesoro de ciencia; a mayor tesoro de sana ciencia, mayor viveza en la fe: la mucha filosofía conduce a la religión, ha dicho uno de los primeros pensadores de Europa; la poca filosofía conduce a la impiedad.

El gnosticismo y eclecticismo alejandrinos, postrera manifestación de la filosofía griega, se empequeñecen ante una doctrina que da ancha base, no sólo a las ciencias históricas, sino a las ciencias filosóficas y físicas: los grandes problemas del origen y destino de la humanidad, de la causa primera o poder creador y de la distinción entre el espíritu y la materia, no los había resuelto ni apenas iniciado el mundo pagano: la ciencia católica descorre el velo que oculta esas verdades, y el mundo empieza a aprender.

El panteísmo se había creado un Dios de las mismas proporciones que el mundo, y adorando al mundo creía adorar a Dios; pero Dios criadores infinitamente mayor que todo lo criado; por eso está presente a todo, y todo lo regula y todo lo ordena y todo puede confundirlo con una palabra de sus labios, con un soplo de su boca. El mundo material es círculo muy estrecho para la fe cristiana; si Dios no fuese infinitamente mayor que el mundo, esa celestial corriente del espíritu al cielo, ese vislumbre de la divinidad que penetra en el alma humana formada a su imagen y semejanza, ni tendría digno empleo, ni tendría siquiera razón de ser: el catolicismo no confunde lo criado con el criador: in principio creavit Deus caelum et terram; he aquí una verdad inspirada: he aquí un dogma. La unidad sustancial de Dios, existiendo antes del principio, obrando cuando plugo a su eterna sabiduría e infinita misericordia, y siguiendo desde el principio hasta hoy y hasta la consumación de los siglos la mole universal de lo existente, es el Dios suprema verdad, fuente de todo saber; es el Dios que Adán conoció por la palabra, que los patriarcas adoraron por los prodigios, que los profetas cantaron por la inspiración, que los cristianos conocemos, adoramos y cantamos por la fe. Contra el panteísmo, enseñando que Dios existe en todo, aparece el cristianismo estableciendo que todo existe por Dios: contra el imperio absoluto de la razón, que mira solamente lo que alcanza, y alcanza solamente lo que mira, el imperio de la fe, que, remontándose del mundo de la materia, se eleva hasta la región de lo infinito: contra el horrible martirio del dudar, el consuelo dulcísimo del creer: contra la opresión de la ciencia, esclava como casi todos los que la cultivan, la ordenada y santa emancipación del pensamiento, el glorioso nombre de Maestro aceptado por el Dios-Hombre con preferencia al de Rey y Emperador: contra las tinieblas, la luz; en pos de los errores, la verdad; en pos del caos científico, la esplendorosa imagen del progreso.

V

En Dios existe la suma Bondad; y en el alma humana hay una virtud, la virtud productora de las buenas obras que corresponde a la Bondad como un reflejo, como la fe a la verdad: esta virtud es el amor, que se eleva hasta Dios, y se dilata hacia los hombres. San Juan ha dicho: «Dios es caridad, y quien permanece en caridad, en Dios permanece y Dios en él.» Y San Marcos: «Amar al prójimo como a sí mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios.» Y San Pablo: «El fin del mandamiento es la caridad, de corazón puro, y de buena conciencia y de fe no fingida.» ¿Habéis visto, lectores, en algún libro pagano las dulces palabras de caridad y fraternidad?

Los hombres no van a dividirse ya en libres y esclavos, en patricios y plebeyos, en ricos y pobres: la ciencia, el honor y la felicidad van a estar ya al alcance de todas las condiciones, de todas las esferas sociales: los que mandan reconocerán un poder superior al que ejercen: los que obedecen sabrán cuál es el círculo en que se encierra la obediencia justa: los ricos comprenderán que de Dios viene toda riqueza y que los pobres forman en la tierra la porción escogida, la corte de honor del Rey de los cielos que al terminar su vida mortal no tenía suyo ni sepulcro en que su cuerpo sagrado se depositara: los pobres verán sin envidia la riqueza; porque la resignación es ejecutoria que les franquea el derecho a una herencia que vale más que todo el oro de los magnates, que todo el esplendor de los soberanos: los pueblos de diverso clima dejarán de ser enemigos, porque al parentesco de la sangre, que se descubre apenas resuelto el problema de la unidad de las razas, a la unión en Noé, se agrega la unión en Jesucristo. Si los lazos de la materia podían romperse y desaparecer, los lazos de la gracia son irrompibles. Los corazones que al rayar el alba se elevan al cielo conmovidos de agradecimiento por el beneficio de la luz, pidiendo fuerzas para el trabajo del día, y que a la caída de la tarde oran dando gracias por el sustento recibido y pidiendo reposo para la noche, son corazones hermanos que no se conocieron en el mundo de los filósofos panteístas ni en las aulas de Atenas y Alejandría. Ya no será el matrimonio la sumisión simultánea o sucesiva de las mujeres al poder del hombre; será la unión perpetua, indisoluble, de varón con hembra; será la santa organización de la familia, la feliz garantía de los más altos derechos, la base en fin en que se apoye, como en firmísimo cimiento, el edificio social.

VI

No es posible concebir nada más opuesto a la idea de progreso que la idea del egoísmo: si el progreso es la tendencia constante del hombre hacia el bien que mira más o menos cerca; si es la ascensión continua del espíritu, el egoísmo es la reconcentración de las fuerzas y de los afectos en el interior del alma: por la idea del progreso el hombre se exterioriza, emprende un viaje de dentro afuera; por la idea del egoísmo el hombre se interioriza y emprende el viaje de fuera adentro: el egoísta, creyéndose feliz consigo mismo, encerrando en su yo como un soberano en alcázar de oro, no aspira al perfeccionamiento: las paredes del pecho le sirven de muro: para el egoísta no hay más allá. Así vivió gran parte de la humanidad antes de que el mundo aprendiese lo que es amor en el ejemplo divino y en las palabras del Evangelio.

El amor evangélico, la caridad es, como elemento social, el regulador de las condiciones, el germen fecundo de la moral, sin la que las sociedades no pueden existir. Por el amor que establece la fraternidad en Jesucristo, la autoridad y la obediencia se explican y razonan; se condenan la tiranía y la rebelión. La caridad es la prenda segura de la unión, y la unión es prenda del progreso. La caridad da al que no tiene, enseña al que no sabe, perdona al que ofende, y ama por fin a todos, inclusos los enemigos. Reconozcamos, pues, cómo un paso gigantesco en el camino de la vida social, ese precepto maravilloso, esa virtud emanada del Verbo que es eterna Bondad, esa virtud por la que al horrible aislamiento de los antiguos pueblos sucede la armonía, al egoísmo sucede la abnegación, al hielo de la indiferencia individual el fuego vivificante de un amor puro, inmaterial, animado por el influjo de la Bondad soberana que resplandece más allá del firmamento.

VII

Allí, en el término del amor, brilla también la eterna Belleza, la Belleza absoluta: el espíritu que la vislumbra por la fe, vuela hacia ella por la esperanza, y creando por medio de su poder, no seres, que a tanto no alcanza el hombre, pero sí maneras de ser, relaciones, armonías, da vida al arte. El arte brota del feliz consorcio del creer y del amar, de la fe y de la caridad. Es lo bello, según Platón, el objeto propio del amor. Si no hay religión alguna que enseñe a amar sino la religión cristiana, ¿cuál religión, sino la cristiana, podrá señalar la verdadera fuente de lo bello, el tipo soberano, el bello ideal? «La virtud, dijo San Agustín, es el orden en el amor; y lo bello es el esplendor del orden.» Si pues la idea del orden no ha podido explicarse hasta que la doctrina evangélica iluminó los confines de la inteligencia, ¿cómo ha podido apreciarse antes de esa aurora feliz la naturaleza de lo bello, el esplendor del orden?

El bello ideal no existe en el mundo de los sentidos; está más alto: el alma vuela hacia él, porque Dios en su bondad infinita le ha concedido las alas de la esperanza. Prescindamos de la esperanza, y hemos suprimido el arte: ¿qué otra cosa es sino obra de la esperanza ese poder en cuya virtud el llamado genio de la escultura toma un pedazo de mármol, y comienza a ver el busto que proyecta; el llamado genio de la pintura prepara el lienzo y mira ya la sonrisa de la virgen que va a delinear; el llamado genio de la música empieza a combinar sus notas, y presiente la armonía de su obra; el poeta, por último, no ha comenzado a cantar, y sabe que la inspiración va a descender a su excitada fantasía, y se deleita en la hermosura aún no creada de sus cantos? ¿Quién sino la esperanza, puso la primera piedra en la catedral de Colonia y en el monasterio del Escorial; quién trazó el primer rasgo del Pasmo de Sicilia, quién inspiró a Haydem y Mozart sus melodías dulcísimas, quién guió la mano de Miguel Ángel, quién dictó el primer verso de la inmortal Gierusalemme? La esperanza movida por una voluntad firme, por un amor puro e intenso. La voluntad, se ha dicho con justicia, es la mitad del genio; pero la fe es por lo menos la mitad de la voluntad. El talento es el principio del arte: cierto; pero el amor a lo bello es su condición esencial; más prodigios de arte ha hecho el amor que el talento. El hombre de ciencia necesita cabeza y corazón: el hombre de arte necesita corazón y cabeza.

Los pueblos politeístas que no llegaron a la noción perfecta del amor, materializaron el arte: no comprendieron la unidad suprema, ni por tanto el tipo soberano de la belleza; bajaron la divinidad hasta la tierra; mal pudieron subir la inteligencia ni el corazón hasta los cielos.

Si el racionalismo desechando la fe envenena la ciencia; si el egoísmo excluyendo la caridad representa el suicidio social, el fatalismo oscureciendo la esperanza enrarece el aire donde el arte respira, y ahoga el arte.

El fatalismo, que tiene a menos creer en Dios, y no se avergüenza de creer en el acaso, comienza por negar que el mundo sea una obra armónica creada; continúa desconociendo al Supremo Artista de la creación, y termina por entregar el mundo a la horrible monotonía del quietismo, a la nulidad absoluta del progreso. Es inútil preguntar por las artes en los pueblos donde ha dominado ese sistema, o más bien esa pereza respecto de todos los sistemas execrada por la historia y por la razón con el nombre de fatalismo.

La doctrina evangélica, que condena el racionalismo inculcando la fe, y que rechaza el egoísmo predicando la caridad, destruye el fatalismo haciendo de la esperanza una virtud. La doctrina celestial del Evangelio da al alma un poder magnífico, el poder de la esperanza; y da al genio unas alas sobrenaturales para que vuele al ideal de la Belleza: las alas de la esperanza, ¡Bendiga, pues, el arte, como bendicen las ciencias, como bendicen las sociedades cultas, el espíritu eminentemente progresivo de la doctrina católica!




ArribaAbajoCapítulo IV

De cómo el cristianismo ha realizado el progreso


I

Al terminar el capítulo primero, dijimos «que el último hálito de vida mortal que exhala el Cristo, es soplo de vida que impele a la humanidad por la senda del progreso». Yen efecto, si filosóficamente, a priori, el cristianismo señala el principio de todo progreso científico, artístico y social, históricamente, a posteriori, es demostrable y patente el desarrollo de ese progreso científico, artístico y social por virtud del cristianismo.

San Pablo escribió en su Epístola a los hebreos: «Jesucristo era ayer, y es hoy, y será en los siglos». Jesucristo es el Verbo, y el Verbo era en el principio. Jesucristo, prodigio de amor, murió por los hombres, y quedó entre los hombres por un misterio de amor: al terminar en la tierra su vida de Hombre, dejó en la tierra establecido su reinado de Dios, reinado que durará más que los siglos, reinado contra el cual no triunfarán las armas perpetuamente blandidas de Satanás.

Jesucristo obró prodigios y predicó verdades: las verdades y los prodigios trajeron en derredor de Jesucristo multitud de adoradores, cuyo núcleo formaban los doce humildes discípulos que se había dignado asociar a su obra de portentosa y feliz regeneración.

Jesucristo, antes de morir en la cruz, legó solemnemente el poder de atar y desatar, hizo entrega de la llave de los cielos en uno de sus apóstoles, en el que plugo a su eterna sabiduría; Tu es Petrus, dijo, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam. La congregación de los fieles, regida por San Pedro, es la Iglesia, la mística esposa de Jesús, la esposa a quien ama con sobrehumano amor, la esposa a quien asistirá por los siglos de los siglos: Cristo y su Iglesia son aquellos tiernos y castos esposos, cuyos suspiros de dulce arrobamiento resuenan en el Cantar de los Cantares.

La frase de San Pablo está cumplida: Jesucristo era ayer; en efecto en la eternidad de los designios divinos: Jesucristo es hoy; lo es en efecto en su Iglesia santa: Jesucristo será en los siglos; lo será en efecto, porque contra su Iglesia santa no han de prevalecer las puertas del infierno.

II

La Iglesia, regida invisiblemente por Jesucristo, su divino fundador, y visiblemente por un Vicario suyo, en quien reside la plenitud del poder espiritual, ha cumplido a través de los siglos y a despecho de las vicisitudes con la gran misión de maestra de las sociedades, procurando su salvación en lo eterno por el camino de su mayor perfeccionamiento en lo temporal.

Los gérmenes del progreso científico, artístico y social existían en la doctrina del Salvador: el desarrollo de esos gérmenes, su crecimiento, su florescencia, su fruto, deben buscarse en el campo de la historia, a la luz pura y serena que irradia de la cátedra de San Pedro.

Diez y nueve siglos de antigüedad tiene ese trono, y el huracán de las revoluciones no lo ha derribado; diez y nueve siglos ha que la barca de San Pedro flota en el Océano de la humanidad sin que las horribles oleadas que llaman guerras la hayan nunca sumergido; la navecilla boga, y boga, remada por el espíritu de verdad, llevando por brújula el dedo del Omnipotente, que desde lo alto le señala el derrotero de la gloria.

Esta maravillosa asociación, cuyos poderes se hallan admirablemente distribuidos; esta máquina, cuyas ruedas con tal destreza engranadas jamás alteran el movimiento que quiso darles el Soberano artífice, obra de estudio es para los sabios, siempre fatigados tras de nuevas teorías, y perpetuamente empeñados en el problema perpetuamente viejo de la humana felicidad.

III

Mientras los sabios discuten la naturaleza de la autoridad y las formas como ésta puede aparecer, la Iglesia asienta y practica la única doctrina verdadera acerca de la autoridad, y adopta una forma de organización, una política externa, que no es rigurosamente la monarquía, ni la aristocracia, ni la república, y tiene sin embargo lo bueno de todas esas formas, y evita lo malo que dentro de esas formas pudiera contenerse y con dolorosa frecuencia se contiene: es monarquía, por cuanto el poder reside en uno; es aristocracia, por cuanto a los mejores puestos son llamados los mejores; es democracia por cuanto para todos los puestos, incluso el pontificado, son aptos todos por razón del origen: tiene del absolutismo la centralización; tiene del constitucionalismo la discusión; tiene del republicanismo el sufragio.

Como dentro del orbe católico hay naciones sujetas a todas las enunciadas formas de gobierno, la Iglesia, que es maestra de la verdad, puede enseñar a todas con el ejemplo, mostrando sobre todas acción saludable por lo que se refiere a su sistema orgánico, a su manera de ser. A los reyes enseña la Iglesia con su pontificado electivo que el poder se recibe primero en el mundo, y Dios lo confirma en el cielo; que la elección o la herencia no modifican la naturaleza esencial del poder; una vez aceptado, sometidos una vez los súbditos, el poder es la representación de Dios en la tierra; omnis potestas a Deo: toda potestad viene de Dios; ora llegue por conducto de los que expresamente eligen, ora por la sucesión hereditaria. La Iglesia con sus congregaciones, y sobre todo con sus concilios, ha enseñado a los pueblos desde los rudimentos de los sistemas llamados representativos; les ha enseñado a discutir, a deliberar, y hasta a votar. La Iglesia, elevando a las prelacías, al capelo y aun a la tiara a los hijos del pueblo que de tal honor se hacen dignos por su virtud y sus letras, ha definido y explicado la aristocracia, aniquilando los privilegios de raza que tanta sangre costaron en la Roma de los Césares. La Iglesia, acatando en el último presbítero la misma potestad de consagrar el pan y el vino, que en el Sumo Pontífice, cabeza de la jerarquía; la Iglesia, reconociendo en cada cristiano un súbdito, sea cual fuere su condición, contando el número de almas y jamás apreciando la condición de ciudadanos o extranjeros, de nobles o de plebeyos, de ricos o de pobres, define y explica la democracia, la santa igualdad de los espíritus ante Dios, alterable sólo por la diferencia de las obras y el caudal de los merecimientos.

La Iglesia, legislando, ha dado la norma de legislar. La Iglesia, gobernando con formas no definidas, peculiares, sui generis, con formas que no son las de los poderes temporales, y sin embargo las abarcan todas, ha dado la norma de gobernar.

La Iglesia, ofreciéndonos el espectáculo de un Pontífice que se titula siervo de los siervos, Sumo Sacerdote cuya misa tiene el mismo valor que la misa celebrada por el último presbítero, da a los que mandan una lección solemne para que no se estimen de mejor naturaleza que los subordinados, ni con otra alma diversa favorecidos: la Iglesia, ofreciendo el espectáculo de un Pontífice que recibe la absolución de manos de un ministro que es súbdito suyo en la jerarquía, da un alto testimonio a todos los súbditos de que en serio no hay humillación; pues obedeciendo al poder justo, sea éste espiritual o temporal, obedecemos a Dios, y a Dios todos debemos obediencia, desde el Pontífice Sumo hasta los infelices que se agitan en las postreras capas de la sociedad.

IV

Nunca en sus actos la Iglesia se ha mostrado inconsecuente con su doctrina: condenando la esclavitud, elevó al individuo; santificando el matrimonio, regularizó la familia; declarando obligación de conciencia la sumisión al poder y pecaminosas todas las insubordinaciones, ordenó la sociedad: ponemos a la historia por testigo.

La Iglesia, inspirando el sentimiento de la dignidad humana, dio la clave del progreso; porque la dignidad humana, el valor del hombre como hombre, eran ideas desconocidas del paganismo. La Iglesia no armó el brazo del esclavo contra el Señor, pues ella condena todas las insurrecciones. La Iglesia quiso más bien desarmar el brazo del señor, armado siempre contra el esclavo; pues ella condena todas las opresiones.

La esclavitud no había de abolirse con el triunfo de Espartaco; ha de abolirse con el triunfo de la Cruz: no ha de hacerse el milagro con la fuerza; ha de hacerse con la doctrina; y el milagro se hace. Si comparamos la esclavitud en tiempo de los emperadores cristianos, la esclavitud a contar desde Constantino, con la esclavitud de los tiempos anteriores, aun la del mismo siglo de Augusto, llamado comúnmente siglo de oro, observamos un cambio consolador, un paso felizmente dado en la senda de la justicia y de la razón. El inhumano derecho de vida y muerte ha desaparecido; se acrecientan y facilitan los medios de manumitir; se mejora la condición de los manumitidos; se destruyen, finalmente, piedra por piedra aquellas horribles fronteras que separaban las clases: entre el ciudadano y el imperante, la frontera de la persona al dios; entre el ciudadano y el siervo, la frontera de la persona a la cosa. La predicación y el ejemplo de los cristianos filtrándose, digamos así, en todas las capas sociales, realizan una felicísima regeneración, y cambian en buen hora la faz de la familia, la faz de los pueblos, la faz del mundo.

V

Cuando al ampliar este punto capital de la historia crítica estudiamos los admirables escritos del insigne Balmes, tanto como el espíritu profundo y la vasta erudición de aquel sabio sacerdote, nos maravilla la ingenuidad bondadosísima con que se propone refutar y refuta a Mr. Guizot. Es Mr. Guizot uno de los primeros pensadores de Europa, una de las inteligencias más claras del siglo actual; y sin embargo, en sus tan famosas disquisiciones históricas acerca de la civilización, hace prodigios de ingenio y lleva la sutileza hasta los límites de la inverosimilitud, no ya por negar, sino por amenguar, por oscurecer en lo posible el influjo decisivo que la Iglesia ejerció en la marcha de las sociedades por el camino del verdadero progreso.

El eminente publicista francés no pertenece a la comunión católica: este dato es indispensable para leer con fruto, o mejor dicho, para leer sin riesgo La historia de la civilización: su autor, que en la esfera de lo puramente humano camina por entre los escombros del imperio romano con una seguridad pasmosa, alumbrando los sombríos confines de la historia con la luz de su talento y la antorcha de su crítica, cuando llega a la esfera de lo sobrehumano, cuando en virtud de la ilación lógica sale a su encuentro la doctrina evangélica como elemento civilizador; Mr. Guizot, que se llama cristiano, pero no es católico, distingue entre el cristiano y la Iglesia; señala a la Iglesia constitución posterior al cristianismo, y la considera ya como fuente de una influencia peligrosa y aun perjudicial. Tendía la Iglesia en el siglo V, según Mr. Guizot, «a hacer prevalecer en la sociedad el principio teocrático, a apoderarse del gobierno temporal, a dominar exclusivamente; y cuando tales fines no alcanzaba, se unía con los príncipes temporales, y para compartirlo sostenía su poder absoluto a costa de la libertad de los súbditos.»

En honor de la verdad, antes de que hubiesen salido a la luz de la filosofía y de la historia los pensamientos de Mr. Guizot, se habían lanzado contra la Iglesia inculpaciones de igual y mayor gravedad; pero contestadas todas en la dilatada serie de los siglos, a contar desde los primeros Padres apologistas, no parecía probable que volviesen a surgir, ni aun evocadas con el conjuro de un talento tan poderoso como el de Mr. Guizot.

La Iglesia, a quien se refiere el historiador calvinista, es la Iglesia católica apostólica romana, una y santa, según estaba ya definida en el concilio de Nicea: la Iglesia católica de entonces, que por la no interrumpida sucesión de los Pontífices, por la inquebrantable comunión del dogma, de la fe y del bautismo es la Iglesia católica de hoy; la Iglesia de los diez y nueve siglos, ora la rija un Clemente, ora un Gregorio, ya un León, ya un Bonifacio, ya un Pío; la Iglesia católica de hace mil cuatrocientos años es la Iglesia católica de hace trescientos años, es la de hoy sin cambios esenciales, sin novaciones, sin variedad.

La santa causa del catolicismo es siempre la misma, es inmutable como la verdad; los miembros de la Iglesia reformada no pueden defender hoy la causa del catolicismo, no la pueden defender en fecha alguna: adversarios del pontificado, caerían en inconsecuencia que lastimara su orgullo si reconociesen el influjo, volvamos a repetir, decisivo que el pontificado, como centro de unidad, de saber y de justicia, ejerció en días borrascosos para las sociedades.

Deseando pues, mejor dicho, necesitando según la verdad histórica cantar las glorias del cristianismo, y no pudiendo, a nuestro modo de ver, cantar las glorias de la Iglesia sin inconsecuencia que lastime su orgullo, escritores de la talla de Mr. Guizot han tenido que dividir y desglosar principios que son indivisibles e indesglosables, y penetrar en un laberinto de concesiones y negaciones según hablan del cristianismo o del catolicismo, y perderse por fin en un sistema de argucias y de quimeras que si hace honor a la sutileza de su ingenio, los expone a que un escritor de vasta ciencia y pura ortodoxia, tomando por convencimiento lo que es quizá conveniencia, destruya el laberinto y refute seria y prolijamente esas distinciones, para evitar que induzcan en error, y restablecer la verdad histórica, filosófica y religiosa al ser y punto de que no debió salir. En esta digna tarea entró, y de ella salió coronado por la victoria nuestro profundo pensador Balmes. Si para impugnar a Mr. Guizot hubiese escrito solamente estas palabras: «la Iglesia, cuyo influjo niega el autor es la católica, apostólica, romana, de la cual son enemigas las llamadas iglesias reformadas», habría considerado como redundantes las páginas que consagraba a la materia: la ciencia, sin embargo, agradece en extremo la bondadosísima ingenuidad de Balmes, y nosotros admiramos y bendecimos las redundancias del autor de El protestantismo comparado con el catolicismo. Si Dios, cuyos decretos son siempre adorables, hubiera otorgado al gran filósofo unos años más de vida, habría podido aquella alma grande y generosa dilatarse de gozo al ver al mismo Guizot, a su sabio adversario, defender en 1861 la causa de la justicia y de la verdad, desde el terreno de la filosofía y de la historia, La iglesia y la sociedad cristianas en 1861, por Mr. Guizot, obra notable que aún deberemos citar más de una vez, es, en efecto, una gran protesta de la justicia contra la iniquidad, de la verdad contra el error.

VI

No puede negarse sin negar la historia y sin recusar la irrecusable autoridad de los más doctos escritores, que en el carácter de los pueblos septentrionales, herederos del imperio de Occidente, se descubren rasgos notables de personalismo, de estimación del hombre como hombre, de participación de la mujer en las consideraciones, en los beneficios de la sociedad humana. La mayor pujanza en el combate da mayor excelencia y jerarquía; por manera, que así como en los últimos tiempos del cesarismo es más adorado el hombre cuanto menos hombre es, en las bélicas tribus del Norte vale tanto más el hombre cuanto más hombre se muestra. Y la mujer no es un torpe instrumento de deleite, el bello adorno de la mansión sibarítica, el más precioso de los muebles de recreo; la mujer participa de las fatigas del guerrero, alienta y estimula a la victoria, y comparte más tarde los despojos: la mujer no compra con oro al marido como en el siglo de Augusto; el marido va a dotar a la hembra, y van a establecerse los gananciales, y va a brillar en la madre un destello de la patria potestad. Tales son las consecuencias que el derecho y la sociedad obtienen de esos caracteres de personalismo, de vigor humano, digamos, así, que se descubren en las razas septentrionales, herederas del imperio de Occidente.

Mas no bastaría el talento de Mr. Guizot, no bastarían las sutilezas de todos los filósofos ni el empeño de todos los historiadores para probar que el elemento germánico por sí sólo produjese la gran transformación de los siglos V al VIII. Dado que el mismo insigne publicista francés declara que el sentimiento de la dignidad humana a que nos hemos referido era en los germanos un egoísmo horrible; dado que aquel espíritu de independencia, aquel carácter frío, libre, personalista, ni procedía de una virtud del alma, ni reconocía límite, como que era ni más ni menos una condición orgánica, una reminiscencia de la semisalvaje vida de los bosques; dado finalmente que en el carácter de los invasores sólo existe el germen de lo que después será libertad, dignidad y sociabilidad, ¿dónde buscaremos el calor que desarrolle ese germen, la luz que ilumine al mundo en este período crítico, en esta evolución interesantísima de la existencia universal?

VII

El filósofo autor de la historia de la civilización, y todos los autores de historias y de filosofías, convendrán con nosotros en que el sentimiento germánico, por sí solo no pudo dictar las leyes del Fuero. Juzgo no pudo dar de sí las glorias de Recaredo, las escuelas de la España gótica; no pudo proporcionar a la Italia el espectáculo que Teodelinda le ofreció a fines del siglo VI, ni a los francos el de los tiempos de Clodoveo, ni abrir a los anglosajones las puertas de la verdad cerradas hasta la predicación del gran monje Agustín, el sentimiento germánico por sí sólo jamás hubiera regularizado la familia, suavizado las penas, creado la autoridad sobre anchas bases, excogitado el asilo, ni preparado por último las glorias de Carlo-Magno y de Fernando el Santo.

De arriba viene la luz; busquémosla en la doctrina católica, y la encontraremos.

Homero había dicho que Júpiter quitó a los esclavos la mitad de la mente: si se nos desecha esta autoridad por ser de un poeta y no hacer mucha fe en los grandes juicios de la razón los testimonios de la fantasía, acudiremos a Platón, que se conforma casi totalmente con el dicho del poeta, o nos detendremos en Aristóteles, que establece la existencia de libres y esclavos por naturaleza, no mucho más benévolos fueron en sus escritos con los esclavos los poetas y filósofos de Roma. Ahora bien: si cuando los pueblos del Norte derribaron el imperio había ya muchos años que se predicaba en el mundo la doctrina de la igualdad ante Dios, de la unidad del género humano por la naturaleza en Adán y por la gracia en el bautismo; si en el espacio de dos, tres y aun cuatro siglos se habían repetido las palabras de San Pablo «no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay macho ni hembra, pues todos sois uno en Jesucristo»; si por defender esta celestial doctrina que de frente combatía la crueldad de los tiranos y la diferencia de razas, habían derramado su sangre millares de atletas de la fe; si en comprobación y para irrebatible testimonio de la verdad de esta doctrina había obrado el Cielo prodigios estupendos, ¿cúya será la gloria de la saludable transformación obrada en los siglos V y VI; del sentimiento de independencia de los pueblos germanos o del influjo de la doctrina católica?

Reducido el argumento a esta fórmula clara y concreta, la conciencia pública ha dictado ya su fallo; pero entiéndase que al hacer justicia a la doctrina católica, la conciencia pública no ha querido ni podido negar que el sentimiento de dignidad, el rasgo de personalismo que caracteriza a las razas del Norte, sirvió de mucho, fue una disposición favorable, un excelente germen para que de lleno obrase el espíritu de verdad, de caridad y de santo progreso encarnado en la Iglesia de Jesucristo.

Nosotros, que justamente nos enorgullecemos con nuestra legislación de los primeros siglos, con nuestra magnífica y envidiada colección canónico-gótica; nosotros, que miramos como estrellas en el campo de la historia los nombres de Recaredo, San Isidoro y San Leandro; nosotros, que sabemos lo que eran, lo que representaban, lo que alcanzaban en punto a costumbres y civilización los bárbaros invasores de nuestra patria, podemos, mejor que ningún otro pueblo, contestar a Mr. Guizot y a cuantos autores prefieran en mucho o en poco sutilizar las conjeturas históricas, a reconocer y confesar paladinamente el decisivo influjo de la doctrina católica; podemos contestar con testimonios elocuentes con magníficos monumentos, que son a la vez timbres gloriosos e indestructibles de nuestra nacionalidad.

VIII

Si comparamos las nupcias de los antiguos tiempos con el matrimonio católico, con el matrimonio sacramento, salta a la vista que la idea de familia en toda su belleza, en toda su consoladora perpetuidad, pertenece a la doctrina evangélica.

Las fórmulas de la confarreación, de la coempción y del uso desaparecen; el repudio con todas sus amargas consecuencias, el concubinato con todos sus horrores son condenados y proscritos. Un hombre libre dice a una mujer libre también que la quiere por esposa; la mujer acepta y expresa su consentimiento: un sacerdote oye estas palabras y bendice la unión, y el sacramento queda realizado; y ni todo el poder de la tierra basta para quebrantar la invisible cadena que une aquellos corazones, para destruir la identidad perpetua que entre ellos se establece; aquel hombre y aquella mujer son ya carne una y hueso uno, como dice la Escritura; Dios los ha unido, y quod Deus conjunxit homo non separet.

Aquí sí que está reconocido el gran principio de la dignidad humana, la autonomía la buena y legítima acepción de la palabra: bien puede el hombre ser un rey y la mujer una infeliz campesina; el pronunciado ante el ministro del Señor los iguala y los confunde: ¿qué importa para los efectos del sacramento que el uno sea rey y la otra una infeliz campesina? Allí hay dos almas de idénticos atributos, a igual precio redimidas, de los mismos derechos dotadas.

El matrimonio católico es la gran prueba de la altura a que llega en el mundo moderno la importancia personal; la decisión espontánea del individuo crea un lazo sobrenatural, indestructible, que transciende más allá del sepulcro, que asegura la consistencia de las familias y el orden de la sociedad. Establecido el amor puro y casto como base del matrimonio, y reconocido éste como fundamento de la familia y elemento constitutivo de la sociedad, vendrá a resultar que la sociedad católica está basada en un fondo de amor, a diferencia de todas las sociedades que han existido y existen sobre la faz de la tierra.

El amor en las sociedades católicas se extiende y agranda en ondulaciones como las aguas del mar: los esposos son el centro: la familia es la primera ondulación; el pueblo es la segunda; sigue la patria; más adelante la humanidad entera.

La Iglesia, maestra de las verdades, dispensadora de las gracias y depositaria del poder, ha recurrido en todas las épocas difíciles, en todos los momentos supremos, primero a los tesoros del amor que al depósito de las armas: volvemos a invocar el testimonio de la historia.

IX

La Edad media, con ser el período más difícil de la historia, es el más traído en lengua de los oradores y en pluma de los escritores; de donde resulta que al menos en sus caracteres generales y sobresalientes es conocida por todos, esa variada y notabilísima serie de siglos, especie de sueño vertiginoso de la humanidad. Cierto es también que pocos períodos de la historia aparecen más calumniados y desfigurados, ya por el espíritu de parcialidad que a sabiendas desfigura y calumnia, ya por el anhelo inmoderado de fallar en las grandes cuestiones históricas y filosóficas, sin el necesario caudal de conocimientos, y sin el poderoso auxilio de una crítica severa.

Durante los siglos medios no parece sino que la idea de autoridad vaga perdida en la atmósfera; y como de ella se ha alejado casi por completo la luz de la ciencia, no aciertan a fijar la idea de autoridad aquellas generaciones intrépidas que viven entre el combate y los azares. El edificio se ha hundido: la sociedad es un inmenso montón de escombros: el poder yace subdividido en mil partículas; atraviesa por un período de análisis. El feudalismo domina en gran parte de Europa: es una necesidad de los tiempos. A la esclavitud de la persona ha reemplazado la esclavitud de la cosa: malas son todas las esclavitudes, pero esta segunda es menos cruel que la primera; y si hay enemigos que arrojar, si hay invasores que resistir, el apego a la tierra acrecentará el amor patrio, o si se quiere el amor de localidad; pero los enemigos serán arrojados, y con ayuda de Dios y del valor, aunque dure siete siglos la invasión, ya lucirá la aurora del siglo XV, y se alzará la cruz sobre los muros de Granada.

¡Horrible período el de los siglos medios! Es un inmenso cuadro de desolación, alumbrado por una sola luz: la luz del catolicismo. ¿Qué hubiera sido del señor feudal si la Iglesia no hubiera repetido a los vasallos la obligación de obedecer? ¿Qué hubiera sido de los vasallos si la Iglesia no hubiera predicado a los señores la igualdad de condiciones y el mérito de la gran virtud de la caridad? ¿Qué hubieran sido las ciencias y las artes y los monumentos todos de la historia y de la literatura, si la Iglesia no hubiera constantemente alentado el estudio, propagado las copias, y constituídose por fin en la fideicomisaria del mundo antiguo para comunicar al mundo moderno el gran legado de la clásica sabiduría? ¡Eterna gratitud y alabanza a los monjes de la Edad media, tesoreros de la ilustración de treinta siglos! ¡Un recuerdo siquiera para los monasterios de aquel turbulento período, gigantescos relicarios de la ciencia!

La Iglesia abre escuelas donde enseñar la virtud y las letras, y abre los templos donde sea Dios adorado, y encuentren asilo el menesteroso y el perseguido: y crea las órdenes militares, congregaciones de héroes del cielo y de la tierra, que así oran y se extasían, como defienden el castillo de Calatrava y desbaratan las huestes sarracenas. El Vicario de Jesucristo alza su voz de paz, y las guerras fratricidas se suspenden; pronuncia su fallo en justicia, y cesan las disensiones de los poderosos. En medio de espantosa tempestad que envolvía al mundo, en medio de las olas que con soberbio empuje se alzaban amenazando de todos lados una horrible inundación, la cátedra de San Pedro es roca inexpugnable a cuyos pies la tempestad se estrella y las olas embravecidas se convierten en manso remolino.

X

Pero las horas de la noche pasan; se aleja la borrasca, y el día amanece en el horizonte de la inteligencia. Las cruzadas han abierto al Occidente las puertas del Oriente: el edificio comienza a levantarse. Las moléculas del poder se unen por cierta fuerza de cohesión desconocida: llega el período de la síntesis; brotan las monarquías. También se han unido las moléculas del mundo de la poesía, y ha brotado la Divina comedia. El arte ha tomado cuerpo en la catedral de Colonia. Para el Derecho nace un Alfonso el Sabio, para la Teología nace un Santo Tomás de Aquino; Bolonia, Salamanca y París erigen palacios a la ciencia. ¿Qué fuera del derecho civil de los pueblos si la Iglesia no les hubiese dado a copiar su jurisprudencia? ¿Qué del derecho romano si la Iglesia no hubiera conservado los códices? ¿Qué de las bellas letras si el clero no hubiera salvado los manuscritos de las lenguas sabias? La influencia del sentimiento cristiano en las artes, en las costumbres, en la forma de ser de la sociedad, durante la época del renacimiento, se revela de una manera tan admirable, que basta ver los lienzos que decoran nuestras antiguas catedrales, la arquitectura severa, las torres gallardas cuya aguja se pierde en las alturas; oír el canto religioso, grave y pausado, cuya misteriosa armonía conmueve el alma; basta considerar con imparcial criterio los monumentos literarios donde aparece la mujer como objeto de respetuosa consideración, el honor como ley suprema de hijosdalgo, la beneficencia como principal empresa de caballeros; basta observar repetimos, estos rasgos característicos para convencerse del influjo que el catolicismo ejerció en el progreso de los pueblos al terminar la funesta peregrinación de la Edad media.

XI

Era muy de temer que reemplazando al feudalismo la monarquía compacta, sucediese la tiranía única a la tiranía múltiple; que el rey fuese ni más ni menos un señor feudal con multitud de vasallos y gran extensión de tierras; pero la Iglesia aparece siempre como el feliz elemento conservador, como el centro de gravedad adonde propende el péndulo de la justicia agitado y puesto en oscilación por el contrario impulso de las pasiones humanas.

El cuerpo social de Europa robustecido, vigoroso, ofrece en el siglo XVI los síntomas de una funesta erupción. Aquellas fuerzas atléticas que hubieran podido emplearse en vencer y civilizar el Asia, el África y la recién descubierta América; aquellos tesoros, que sembrados en paz hubiesen producido incalculables frutos de prosperidad; aquélla energía científica, que aplicada a la investigación hubiese abierto nuevos mundos a la inteligencia, todo se malogró en las sangrientas guerras de religión: la energía científica tuvo principal empleo en defender las verdades del catolicismo; los tesoros se consumieron en soldados y en fortalezas; el vigor atlético se reconcentró en los campos de batalla. Nunca la reforma protestante, ese aborto del orgullo humano, será tratada con la dureza que merece, no ya solamente bajo el aspecto de los errores religiosos, sino como obstáculo al progreso de Europa.

Las glorias de la Iglesia católica en este período, ni por sus más enconados enemigos pueden negarse: un ilustre francés, Bossuet, y un ilustre español, Balmes, se han encargado de perpetuarlas; mas para nosotros, aunque profundamente respetamos a los escritores citados, hay un testimonio que se levanta sobre la esfera de lo humano, testimonio que acredita y resume toda la ciencia y todas las condiciones del santo valor que atesoraba la Iglesia: nos referimos al concilio de Trento. La Iglesia, que ama la publicidad y la discusión prudente, se reúne en Asamblea universal, y a la vista del mundo delibera y define, declara, ratifica, reforma y anatematiza: los más sabios doctores de la tierra, los obispos más ilustres de la cristiandad, responden de esa manera solemne a los atrevidos novadores. Yen tanto corre el siglo clásico de la protección a las ciencias y a las artes, el siglo de León X: un canónigo de Polonia, Copérnico, y un físico de Italia, Galileo, echan a rodar el mundo sobre su eje y arrojan los astros en un espacio sin fin. La revolución de la esfera celeste se verifica en la esfera de la filosofía: Descartes y Leibnitz están para venir; el gran Bacon prepara su camino. Escritores ascéticos como Santa Teresa de Jesús y el venerable Dávila; historiadores como Mariana y Solís; poetas como Herrera y Calderón; teólogos como Suárez y Melchor Cano; juristas como Covarrubias y Gregorio López; pintores como el de Urbino y Velázquez y Murillo; militares como Gonzalo y Paredes; he aquí el cuadro que ofrece Europa, y señaladamente nuestra España, en la época de las guerras de religión y del concilio de Trento. Que no nos hablen, por Dios, del Santo Oficio los eternos aduladores del libre examen: el Santo Oficio en los siglos XVI y XVII, como institución política antes que religiosa, y como recurso contra la invasión del protestantismo en España, merecerá siempre bien de la historia, por más que en momentos de un celo exagerado molestase a Galileo y procediera contra Fr. Luis de León. ¿A cuántos inocentes no han tenido en las cárceles y llevado al patíbulo los partidos políticos de nuestros días?...

XII

Al período del protestantismo militante sucedió con no muy larga tregua el período de filosofismo. La semilla del libre examen produjo al cabo su fruto: la sangrienta despedida del siglo XVIII no se olvidará nunca en los fastos de la humanidad. En el trastorno de los elementos sociales, en el frenesí de las pasiones, solamente la Iglesia permanece serena fulminando censuras contra los sacrílegos y orando por los pecadores.

No se necesita la doble vista de la fe; basta la simple vista de una mediana inteligencia para comprender que en el catolicismo, que en el pontificado, que es su centro, hay algo, de sobrehumano, hay asistencia de un poder que está más alto que los poderes de la tierra. La barca que diez y nueve siglos hace flota sobre el piélago de las revoluciones; esa barca que en los días de la actual generación fue traída por un violento huracán desde Roma a Fontainebleau, y más tarde desde Roma a Gaeta, y siempre tornó serena al punto de salida, ¿por qué brazo invisible va remada, o qué fuerza superior impele el débil brazo del anciano que la rema? Han caído tronos; se han desmembrado imperios: en nuestros mismos días se han hundido y elevado dinastías, y solamente el trono de San Pedro permanece inmóvil siempre sobre el nivel de las sociedades, siempre a la cabeza de la razonable marcha del espíritu. Ahora mismo la tribulación rodea el trono de San Pedro; y el venerable y santo sacerdote que lo ocupa, tiende las manos al cielo y repite las palabras de David: Quare fremuerunt gentes et populi meditati sunt inania? Y la tempestad sigue rugiendo, y los espíritus malignos siguen confabulándose contra el Señor y contra su Cristo; pero el Profeta-Rey lo ha dicho también: Qui habitat in caelis irridebit eos et dominus subsannabit eos. Los espíritus malignos no ven que por la Iglesia pelea un poder superior a las intrigas y a los cañones rayados.

Mucho saben los hombres del siglo; pero la Iglesia sabe siempre más. Grandes solemnidades celebran los pueblos por los adelantos de la industria; pero la Iglesia preside esas solemnidades. Se multiplican los ferrocarriles; pero no se inauguran sin que la Iglesia los bendiga. Grandes conquistas se alcanzan en los remotos climas donde impera la barbarie; pero cuando entran los soldados, ya han abierto el camino los misioneros, y marcado con su sangre las etapas de la gloria inmarcesible. Grande importancia logran el derecho internacional y los hombres de la diplomacia; pero en casi toda Europa es presidido el cuerpo diplomático por el Prelado que representa a la Santa Sede. Mucho se progresa en artes; pero el Gobierno de los países cultos pensiona a los jóvenes más distinguidos para que vayan a aprender en Roma.

Así ha realizado y realiza el catolicismo su gran misión de progreso.




ArribaAbajoCapítulo V

El pontificado y la revolución


I

Un hombre eminente, gloria del púlpito de la cátedra; un sabio dominico, cuya reciente pérdida llora la Francia y llora el catolicismo, escribía en 1836 estas magníficas palabras:

«La Iglesia universal, destinada a sufrir todas las vicisitudes de los tiempos, necesitaba una fuerza que mantuviese en ella la triple unidad de vida, de inteligencia y de amor que había recibido de su Fundador divino; pues no basta haber recibido, es preciso conservar. Si Jesucristo hubiera permanecido sobre la tierra en forma visible, Él mismo hubiera sido la fuerza que todo lo ligase, el centro de donde partieran y adonde convergieran, para volver a esparcirse, todos los rayos de la unidad. Pero Jesucristo en sus altos designios quiso no inmortalizar su presencia sensible entre nosotros, antes bien dejarnos oculta su Persona bajo símbolos de vida y encerrada su palabra en la Tradición y en la Escritura; y como estos sagrados objetos no puedan defenderse a sí propios contra la división, hízose indispensable un depositario único y permanente que fuera el órgano supremo de la palabra evangélica, y la fuente inviolable de la comunicación universal: hízose indispensable que Jesucristo, siendo siempre desde el cielo el lazo misterioso de su iglesia, tuviera en este mundo, un Vicario que fuese en ella lazo visible, oráculo vivo, unidad madre y maestra. Era éste el mayor de los milagros; y a la verdad, de todos los acontecimientos superiores al hombre de que está llena la historia del cristianismo, no hay uno que ofrezca más ancho campo a la meditación; no hay uno en que más se muestre el brazo del Omnipotente.

»¿Cómo colocar en medio del mundo, para ser en él jefe de una religión única, y de una sociedad propagada por todas partes, a un hombre sin defensa, a un anciano que ha de verse tanto más amenazado cuanto mayores sean los crecimientos de la Iglesia, y mayores por consiguiente la envidia de los príncipes y el odio de los enemigos? ¿Cómo cifrar la suerte de la religión en una sola cabeza, que el primer soldado que llegue puede cortar, o que un halago del imperante puede trastornar y seducir? ¿Cómo salvar esta preciosa cabeza de tantas pasiones como han de conjurarse contra ella; cómo salvarla de la impiedad, del cisma, de la herejía, de las guerras, de la mudanza infinita de los imperios y de las opiniones, del azar, en fin de los tiempos futuros que un día u otro todo lo cambia y todo lo destruye? ¿Qué se hicieron los patriarcas de Constantinopla, los metropolitanos de Moscow, los califas musulmanes? Los que aprecian esta dificultad con el sólo conocimiento de los hombres y de las cosas de su tiempo, la hallarán considerable; los que la examinen a la luz de la historia, verán con asombro que la dificultad está vencida.

»El Vicario de Dios, el Pontífice supremo de la Iglesia católica, el padre de los reyes y de los pueblos, el sucesor de Pedro, vive, y levanta entre los hombres su frente cargada con una triple corona y con el peso sagrado de dieciocho siglos: las naciones le envían embajadores a su corte; él envía sus ministros a toda criatura, y hasta a lugares que todavía carecen de nombre. Cuando dirige la mirada desde las ventanas de su palacio, su vista descubre el más ilustre horizonte del mundo, la tierra pisada por los romanos, la ciudad que construyeron con los despojos del universo, el centro de todas las cosas bajo sus dos formas principales, la materia y el espíritu, el centro por donde han pasado todos los pueblos, donde han venido todas las glorias, hacia donde han peregrinado, al menos desde lejos, todas las inteligencias cultivadas, la tumba de los mártires y de los apóstoles, el concilio de todos los soberanos ¡ROMA! y cuando el Pontífice extiende sus manos para bendecirla juntamente con el mundo todo (urbi et orbi) que es de ella inseparable, puede asegurar de sí lo que jamás podrá asegurar soberano alguno de la tierra, a saber: que no ha construido, ni conquistado, ni recibido su ciudad; antes bien él es para su ciudad la vida íntima y perseverante; es para ella como la sangre en el cuerpo humano. El derecho no puede ir más lejos que una generación continuada que haría del parricidio un suicidio...

»¿Quién ha fundado todos los grandes imperios? La guerra, seguida de la victoria y de la posesión; es decir, la violencia sancionada por el tiempo. Si por el contrario buscáis el origen de la soberanía temporal de la Santa Sede, veréis que ha dependido de cuatro circunstancias, concurrentes a la vez, sin que previsión alguna hubiera bastado para reunirlas, ni para producirlas siquiera aisladamente, salvo la última: estas cuatro circunstancias son: la decadencia del imperio de Oriente, que no podía defender a Roma contra los bárbaros; la ambición de los reyes lombardos que la querían unir a su corona; la protección sucesiva de dos grandes hombres, Pepino y Carlomagno; y el amor que todos los habitantes de Roma profesaban al Soberano Pontífice, de quien se reputaban hijos, no sólo por razón de su dignidad, sino en pago de sus grandes beneficios. Por virtud de estas cuatro circunstancias, los Papas libraron a Roma de los restos de un poder que por su propio peso se derrumbaba; la arrancaron a la dominación inevitable de los bárbaros, y tuvieron la gloria, al fundar su propio Estado, de no ser culpables de injusticia, antes al contrario, de asegurar la salvación de su patria.

»Ahora bien: ¿qué costó a los Papas un tan memorable suceso? ¿Por fortuna habían ellos desmembrado el imperio de Oriente, llamado a los lombardos hacia Italia, o dado el ser a Pepino y Carlomagno? No. ¿Qué les costó, pues, aquella tan maravillosa transformación? Les había costado ochocientos años de pacífico vivir en orden y justicia. Tranquilos sobre los designios del Altísimo, contentos con su pan y sus deberes de cada día, habían vivido pobres y muerto mártires por espacio de tres siglos: sacados de las Catacumbas por Constantino, enriquecidos por la piedad de los fieles y de los emperadores, sus deseos eran sencillos, su alma humilde y fuerte, sus manos pródigas del bien: amenazados muchas veces, presos, desterrados, asesinados, habían sostenido con su majestad la confusión del bajo imperio, abatido las herejías, escrito para su siglo páginas que llegarían a los venideros, dejando obrar al tiempo, seguros de que el tiempo sería en su favor, puesto que va de la eternidad a la eternidad. Por último, un día en San Pedro de Roma, y entre universales aclamaciones, pudo el Pontífice poner, sin temor y sin crimen, la corona de los Césares sobre la frente de un héroe, cuyo nombre y cuya grandeza irán perpetuamente unidos; sobre la frente de Carlomagno, el primer fundador, después de los Papas, de la unidad occidental y europea, por cuanto fue el fundador de la libertad pontificia.»

Así escribía veinticinco años hace el gran Lacordaire: y al cabo de esos veinticinco años un hombre político de los que más han intervenido en los destinos de la Europa moderna, el mismo ilustre académico que en 1860 daba la bienvenida en la Academia francesa al sabio dominico de Soréze, Mr. Guizot, miembro de la llamada Iglesia protestante, dirigía a los revolucionarios del mundo, en su libro ya citado, esta elocuente lección:

«Llenando, y para llenar su misión religiosa, ejerciendo, y para ejercer su potestad espiritual, el Pontificado ha tenido necesidad, absoluta necesidad de independencia, y de un cierto grado de autoridad material: y lo alcanzó en efecto, primero en Roma, luego a la inmediación de Roma, después en otros puntos de Italia, y sucesivamente bajo títulos diversos; primero como magistratura municipal, luego como propiedad territorial y en virtud de poder político inherente entonces a la propiedad, después a título de soberanía plena y directa. El territorio y el gobierno han venido, pues, al Pontificado como un apéndice natural y un apoyo necesario de su gran poder religioso y a medida que este poder se desarrollaba. Las donaciones de Pepino y de Carlomagno fueron tan sólo uno de los principales incidentes de aquel desarrollo a la vez espiritual y temporal, comenzado muy a tiempo, y secundado así por el instinto de los pueblos, como por la munificencia de los reyes. Por el concepto de jefe de la Iglesia, y por serlo realmente, es por lo que llegó el Pontífice a ser soberano de un Estado.

»Realizada así por el curso natural de las cosas y por la fuerza de las circunstancias, la unión de los dos poderes en el Pontífice produjo un resultado natural también, aunque imprevisto: estableció y ha hecho prevalecer en todos los países la distinción de esos mismos poderes. Es preciso, dijo M. Odilon Barrot en la Asamblea legislativa, que los dos poderes se confundan en el Estado romano, para que se separen en el resto del mundo. Muchos siglos antes que M. Odilon Barrot, el instinto de las sociedades cristianas y el interés general de la civilización habían pronunciado la misma frase. Como soberano temporal, el Pontífice no era temible para nadie, y sin embargo su soberanía temporal es una gran prenda de su independencia y de su autoridad moral. El igual de los reyes en dignidad, sin ser su rival en dominación, podía defenderá toda hora la dignidad y los derechos del orden espiritual, verdadero origen y verdadera base de su poder. Que los Papas hayan abusado de esta situación, ahora para crear obstáculos, ahora para proteger a los soberanos con quienes estaban en guerra o en alianza, ningún hombre ilustrado lo puede negar, y los amantes del derecho, de todos los derechos, deben ser los primeros en reconocerlo; pero no es menos cierto que sólo al abrigo de esta pequeña soberanía temporal ha podido el Pontificado proclamar y sostener en Europa la diferencia esencial de la Iglesia y del Estado, la distinción de las dos sociedades, de los dos poderes, de sus dominios y de sus derechos mutuos. Este hecho, en el que estriban la salvación y el honor de la civilización moderna, debe su nacimiento y apoyo al doble carácter del Pontificado, y compensa ampliamente los abusos que de su doble imperio hayan podido hacer los Papas.

»¿Qué sucede hoy? Al gran hecho histórico que se ha mantenido a través de tantos siglos y de tantas vicisitudes, se opone un sistema; se afirma en principio; no solamente la distinción, la separación general, sino la absoluta incompatibilidad, cualesquiera que sean el tiempo, la forma y la medida de la Iglesia y del Estado, del poder espiritual y del poder temporal; y en lógica rigorosa, por seguir a todo trance las consecuencias de este principio, hay espíritus muy ilustrados que olvidan la historia, hombres muy de bien que menosprecian el derecho de gentes, liberales que mutilan la libertad.

»No desdeño en suerte alguna los sistemas y la lógica; son brillantes y saludables ejercicios en que el espíritu humano despliega, para investigación de la verdad, su fuerza y vigor; pero cuando un sistema llega a tales consecuencias, cuando exige sacrificios tales empiezo a desconfiar del sistema y rechazo sus pretensiones de verdad absoluta y de dominación universal. Aquellos vigorosos y atrevidos pensadores, no lo son quizá bastante; es preciso ir más lejos por el camino en que se colocan; es preciso reconocer que en el Pontificado el poder espiritual y el poder temporal están unidos íntimamente, son necesarios el uno al otro, y deben subsistir o caer juntos; es preciso repetir muy alto que al atacar y amenguar el poder temporal del Papa, se ataca y se amengua también su poder espiritual; es decir, se ataca a la Iglesia católica. Es preciso proclamar la necesidad y el derecho de poner fin a esta gran destrucción revolucionaria, como los absolutistas republicanos proclaman el derecho y necesidad de abolir todo reinado, todo poder no elegido por el pueblo, siquiera en ello hayan de padecer el derecho de gentes y la libertad. Y para asegurarse contra tales sacrificios, es preciso creer y proclamar que el tiempo por venir compensará las iniquidades y las tribulaciones que al tiempo presente afligen.»

Así habla un filósofo que ciertamente no será tachado de fanático en pro del catolicismo; aunque sea, como es en efecto, un tanto arriesgada la proposición relativa a la intimidad de los dos poderes, que juntos deben subsistir o caer; aunque para los católicos no es admisible, siquiera con el carácter de dato non concesso, el fin y término del poder, espiritual, por más mudanzas y riesgos que pueda traer sobre el temporal la iniquidad de los hombres, siempre será digna de estimación y elogio una tan noble y enérgica defensa del Pontificado; así habla porque la verdad tiene más poder que todos los errores, y porque únicamente es propio de espíritus vulgares cerrar las puertas al convencimiento, tan sólo porque el convencimiento ha de lastimar el orgullo, nube de perdición donde tiene su trono Satanás.

II

La época actual es una de las más difíciles y calamitosas que registra la historia del Pontificado. En esta historia que es, puede decirse, la de la civilización europea, hay páginas verdaderamente fúnebres; porque el espíritu de insubordinación y rebeldía no es un mal de ayer, sino una calamidad que, más o menos, en todos los siglos ha dejado sentir su maligno influjo, y ocasionado a la humanidad horribles amarguras y trastornos.

La autoridad es el objeto constante de los odios demagógicos y de las acometidas revolucionarias: y siendo el Pontificado centro de autoridad, y punto culminante en la esfera del orden y del gobierno, atrae sobre sí como inmenso pararrayos del edificio social, el abrasado aliento de las tempestades que forman en lo alto las emanaciones incesantes de la soberbia y de la injusticia y de la insensatez humanas.

Cuando los anarquistas del mundo quieren destruir la autoridad de la familia y romper quizá los lazos de ciudadanos, comienzan por negar la autoridad de los gobiernos constituidos; y como entre los gobiernos constituidos tiene el de Roma el privilegio de excitar con mayor fuerza las iras de los anarquistas del mundo, siempre comienza en Roma la cadena de sus negaciones: y no parte de más arriba esta cadena, porque para los enemigos declarados de las sociedades humanas nada existe más arriba de lo visible, si se exceptúa su orgullo.

Estudiando con la debida atención los sucesos que pasan a nuestra vista, se observa que el espíritu revolucionario, que siempre es el mismo, por cuanto pro cede del mismo principio y se dirige al mismo fin, toma ahora caminos diversos y se reviste con formas no conocidas en los siglos anteriores: he aquí el progreso. Antes de ahora se declaraba guerra al Pontífice, se perseguía a la Iglesia, se cometían en fin, las injusticias más atroces; pero se hacía en son de guerra y desde campo abierto y por enemigos desembozados. Hoy no hay franqueza para tanto, aunque haya intención para más; y acontece que, ya bajo el pretexto del consejo, ya con el carácter de exigencias de los tiempos, se irrogan a la autoridad pontificia ofensas graves, y se pretende tomar con una mano la del Pontífice para besarla reverentemente, y limar con la otra, pero con lima sorda y rápida, el cetro augusto que diez siglos hace quebrantó la cabeza del monstruo de la barbarie. Ahora hay una secta de revolucionarios devotos, especie de hipócritas del error, que erigiéndose en amigos tutores y maestros de la Santa Sede quisieran despojarla suavemente de sus derechos y acompañarla con toda cortesía hasta las puertas de Jerusalén.

III

La soberanía temporal es el gran argumento de los adversarios de la Santa Sede: los que consideran esta soberanía como perjudicial y aun funesta para el sucesor de los apóstoles y Vicario de Jesucristo, serían verdaderamente mucho más tiernos y más papistas que los Pontífices mismos que no han advertido esos perjuicios, y mejores católicos que todos los obispos del mundo que se declaran en favor de aquella soberanía, si no se descubriese en sus palabras cierto parecido con las que empleaba el emperador Juliano para despojar las iglesias, y reducir a los clérigos a la condición más triste. Los que combaten la soberanía temporal del Papa como obstáculo a la unidad de Italia, saben sin duda, pero lo callan, que para la unidad de Italia hay obstáculos mayores que la Roma de los Pontífices. ¿Qué quiere decir la unidad de Italia? ¿Quiere decir el agrupamiento de todas las provincias bajo un solo cetro o en una sola república? He aquí un problema perpetuamente debatido y perpetuamente nuevo. La unidad de Italia no puede lograrse sin la previa unión de todos los italianos; y al punto ocurre preguntar: ¿son homogéneos en carácter, en inclinaciones, en hábitos, en historia, todos los modernos habitadores de la Italia? No habrá un sólo testigo que deponga en favor de esta homogeneidad. Si ésta no existe, no hay para qué hablar de unidad italiana; hablemos más propiamente de confusión italiana. Y no se diga, por Dios, que todos los que piden libertad en la hermosa lengua del Dante deben ser unos y constituir propia y exclusiva nacionalidad; pues en virtud de tal principio, Rusia reclamaría la absorción de su vasto territorio de todos los países donde se hable lengua esclavona; Prusia quizá pretendería la unidad alemana; y quién sabe si algún monarca de Occidente extendería su mirada codiciosa por los pueblos de raza latina.

Es fenómeno bien singular, que mientras ciertos políticos miran con indiferencia la unidad alemana, la unidad ibérica y algunas otras unidades europeas; más todavía, que mientras abogan por la desunión de ciertos Estados de Europa, se conmueven y se desesperan porque Italia no se unifica. ¿Cuál es el secreto de este interés tan vivo y de este empeño tan tenaz? Es una especie de secreto a voces: la suspirada unidad de Italia no puede alcanzarse sin el destronamiento del augusto sacerdote que mora en el Vaticano.

IV

No vamos a formular la historia ni la defensa de la soberanía temporal del Papa: en el transcurso de once siglos se han escrito acerca de esta cuestión millares de volúmenes: cuatro años hace que en ella se emplean los primeros pensadores de Europa; el episcopado de todo el mundo católico ha emitido su opinión; el mismo Pontífice acaba de hablar. ¿Qué podríamos añadir nosotros? Verdad es que tampoco los adversarios del poder temporal añaden hoy una sola idea a las ya consignadas en el espacio de once siglos, y recapituladas con satánica complacencia en estos cuatro últimos años.

Nosotros no creemos que vale más ni menos el supremo poder espiritual del Pontífice porque lleve o no la frágil corona de oro, como dicen sus enemigos. El poder espiritual permanece y ha de permanecer siempre idéntico, siempre inquebrantable: por eso es inútil todo conato en contrario. Los judíos no conciben al Mesías sino envuelto en nubes y hablando la voz del trueno: esto dicen los revolucionarios para indicar que los hijos sumisos de la Iglesia, defensores de la soberanía pontificia, se dejan deslumbrar por la materia y por los signos exteriores de la grandeza mundana. ¡Mísero argumento! Los judíos son muy carnales, muy apegados a las mezquinas glorias de la tierra; y los revolucionarios, para apartar de nosotros toda sospecha de judaísmo, hacen la caridad de quitar al Pontífice esas pompas mundanas, y llevan la abnegación hasta el punto de cargar con ellas. Los amantes del Pontificado no tenemos entrañas, si no bendecimos a esos mártires que recogen la miseria de los tronos y la de las frágiles coronas, sólo para que no nos parezcamos a los judíos. Exactamente lo mismo procedió Juliano el apóstata: la Iglesia, dijo, no debe pensar más que en la gloria eterna; y le quitó los bienes para aligerarla de cuidados temporales. Juliano es el prototipo de los filántropos modernos. JESUCRISTO, hijo de artesano, compañero de los pobres, condenó el grosero materialismo, y abatió la vanidad y la soberbia: dicen bien los demócratas que tal dicen; pero JESUCRISTO, como Dios, consustancial con su eterno PADRE, y como hombre, nieto de DAVID, vástago de reyes, echó los cimientos de la autoridad desconocida hasta entonces, enseñó a obedecer sin bajeza y a mandar sin despotismo. Dejó instituida su Iglesia, y como cabeza visible de ella dejó un Vicario, al cual dio potestad para atar y desatar, al cual declaró piedra angular de un edificio que ha de resistir a los cataclismos y sobrevivir a los tiempos. Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam: esto es lo cierto, lo irrebatible, lo dogmático: nadie que sepamos ha pretendido elevar a dogma la otra cuestión temporal; la reyedad pontificia.

V

El poder temporal del Pontífice no es coetáneo de la Iglesia; ¿ni cómo había de serlo si la Iglesia nació rodeada de enemigos, dio sus primeros pasos entre horribles tribulaciones, y selló su doctrina con la sangre de mártires innumerables? En el siglo IV, prólogo de los grandes siglos del cristianismo, entra la Iglesia en la vida pública del imperio y de la humanidad; Tertuliano había dudado si los Césares llegarían a ser cristianos o si los cristianos llegarían a ser Césares, y por de pronto se realizó la primera parte. Había a la sazón dos grandes jerarquías, dos poderes: el Pontificado y el imperio; el catolicismo y el cesarismo vivían en divorcio y en hostilidad; esta hostilidad era contraria a los altos fines del Regulador Supremo; era una subversión del orden. JESUCRISTO al fundar la sociedad universal de las almas no quiso destruir las sociedades civiles; antes bien, quiso mejorarlas, garantizarlas y fortificarlas; gratia non destruit, sed perficit naturam: el catolicismo es la verdad, y en la verdad todo es armonía: así, pues, tan luego como la verdad fue abriéndose camino en los espíritus y la sana doctrina se propagó, fueron aproximándose la Iglesia y el Estado; se encontraron y se tendieron cordialmente la mano. Los dos grandes poderes, el poder espiritual, catolicismo, y el poder material, cesarismo, sentaron como base de su alianza su respectiva distinción y legitimidad, y reconocieron su mutua jerarquía; pero el jefe del imperio, alma al fin rescatada por JESUCRISTO, se confesó de sus pecados y recibió absolución a los pies de un sacerdote, súbdito suyo en el orden civil. A partir de este siglo, la historia de la Iglesia es la historia del episcopado: en San Atanasio y Eusebio de Nicomedia, en el episcopado católico y el episcopado cortesano, como dice un gran crítico, se resumen las vicisitudes del cristianismo y del imperio: desde Eusebio hasta Focio median cinco siglos. La preferencia dada al episcopado cortesano produjo sus efectos inevitables, el sofisma y la muerte. El bajo imperio, que tenía a Constantinopla por capital, tuvo a Mahoma por término.

¿Qué hizo en tanto el episcopado apostólico, qué hizo el pontificado? Los concilios hablan por nosotros: la historia es más elocuente que todos nuestros elogios. Pero entonces, dirán los espíritus revolucionarios, obraba prodigios el pontificado, porque no tenía la frágil corona de oro: es verdad que no la tenía, porque entonces había en el mundo muy pocas coronas de rey; pasaba Europa por una crisis suprema; el colosal imperio de los Césares había caído, y de sus ruinas brotaban naciones: la estatua de Nabucodonosor se había quebrado al choque de la piedra cortada en el monte del Señor. Las nuevas monarquías van a formarse y robustecerse: no está lejano el imperio de Occidente. Amanecen días de tribulación para la Italia: los pueblos entregados a la anarquía, desamparados de los grandes, piden protección al siervo de los siervos, al Pontífice de Roma; hállanla solícita, paternal y constante; y aquí se descubre el principio de la autoridad temporal, robustecida y agrandada por Pepino y Carlomagno.

No están, pues, identificados por el origen el poder espiritual y el temporal de los Papas: son inútiles los esfuerzos que se hagan para demostrarlo, porque es una verdad que nadie niega; probar que la reyedad pontificia no es dogma de fe, es perder el tiempo, porque nadie ha sostenido la afirmativa. Pío IX acaba de pronunciar en ocasión solemne estas palabras: «La Santa Sede no sostiene como dogma de fe el poder temporal; pero declara que el poder temporal es necesario e indispensable, mientras dure este orden establecido por Dios, para sostener la independencia del poder espiritual». Cierto que contra esta soberanía se alzaron en la edad media Arnaldo de Brescia y Rienzi: cierto que el eclipse de Avignon duró largo espacio de tiempo; cierto que Gregorio VII murió en destierro, y Clemente VII sufrió duro cautiverio, y Pío VII vio su corona de Príncipe rodar en el suelo: he aquí las vicisitudes del trono temporal en la serie de más de mil años; pero ¿hay algún trono en Europa que en un solo siglo no haya sufrido tantas y más vicisitudes que el trono pontificio en diez? En ochenta años se han vertido en Francia arroyos de sangre, se han ensayado varios sistemas de gobierno, y han acaecido cambios radicales; y a nadie ocurre la idea de que ese trono se suprima para evitar que otro Francisco I caiga prisionero en Pavía, que otra Convención sacrifique a otro monarca, que otro Consulado produzca otro absolutismo, que otras barricadas construyan otra república, y que esa república se resuelva en otro imperio.

Los que combaten el poder temporal del Pontífice no ignoran que combaten el trono más antiguo de Europa; el que ha visto erigirse todos o casi todos los poderes; el que ha dado calor y desarrollo a todos los elementos civilizadores; el que ha recibido los homenajes de todo el mundo culto; el único trono cuya conquista no ha costado sangre y horrores; el único que no ofrece en la serie de los siglos los desastres de sucesiones reñidas, minoridades turbulentas, regencias desdichadas ni imprevistas abdicaciones: bien saben los que combaten el poder temporal del Pontífice que ese poder se funda en bases muy sólidas, y puede exhibir ante el tribunal de la historia títulos de altísimo origen y de no interrumpida legitimidad; bien saben los enemigos del rey de Roma que en el terreno de la historia, del derecho y de la razón, son vencidos sin remedio; bien saben que en todas las lenguas del mundo se acaba de escribir la defensa de ese trono, formando muchos volúmenes, y que esos volúmenes son y han de ser un gran monumento consagrado por el siglo XIX a la causa de la verdad, de la justicia y de la civilización. Y a pesar de que saben todo esto, la idea de un sacerdote-rey no cabe en su cerebro. ¿Será lo de rey, o será lo de sacerdote, lo que tan poderosamente despierta en ciertos espíritus las iras contra el Pontificado...?

En tanto el Pontífice-Rey, sin ejércitos formidables que lo defiendan, sin aparatos militares que lo protejan, sin otras armas que la palabra, sin otro escudo que la justicia, contiene y para a los poderosos que avanzan en su camino: ego constitutus sum rex, dice con el Profeta, y los poderosos vacilan y meditan, y no se atreven a llegar. ¿Qué mejor prueba de que en la silla de San Pedro hay algo más que un anciano sin ejércitos, sin navíos y sin tesoros?

VI

Luchar los hombres con el Pontificado equivale a luchar el tiempo con la eternidad: creemos con Lacordaire que la Santa Sede, a semejanza de todas las grandes obras y de todos los grandes genios, podrá vivir insultada entre su gloria que fue y su gloria que será, como JESUCRISTO crucificado en medio de los tiempos, entre el día de la creación y el día del juicio; pero el triunfo está garantido por una promesa infalible; y si es axioma del mundo que nunca falta la palabra de los reyes, es axioma del cielo que no ha de faltar nunca la palabra de Dios.

Los impugnadores de la soberanía temporal del Pontífice acostumbran a proceder en su empresa por uno de estos dos caminos, o declarando francamente que aborrecen el principado civil, o pretextando que aspiran a asegurarlo: el objeto viene a ser el mismo; la cuestión es de habilidad y de formas: los primeros traen el uniforme de hombres del progreso a todo trance, los segundos escriben en su escudo «católicos sinceros»: unos y otros pretenden despojar al Pontífice de sus Estados; aquéllos porque no debe ser rey; éstos para que lo sea en toda regla; no hay más diferencia sino que los primeros le quitan la corona, y los segundos le quitan los súbditos; el efecto es el mismo: unos y otros son revolucionarios; éstos segundos escandalizan menos, pero perjudican más. El exquisito perfeccionamiento, la habilidad suprema, la síntesis científica de esta escuela, se halla en el folleto publicado en París a fines de 1859 con el título de El Papa y el Congreso. Produjo admirable sensación en toda Europa, y con justicia; que de admirar es y será siempre el empeño de probar que una cosa puede existir en teoría y no puede existir en la práctica, cuando esa cosa no es abstracta ni ideal, sino real, positiva, tangible, y de tanto bulto como un reino. El Pontífice debe ser independiente; debe ser soberano temporal de su territorio. El Pontífice no puede seguir con la soberanía temporal: debe perder su territorio; estas dos proposiciones se deducían de aquel celebérrimo escrito, y todavía hay quien juzga que aquel escrito es la sentencia definitiva dictada sobre el gran proceso seguido entre la revolución y la autoridad con asombro del catolicismo; y todavía hay quien juzga que aquel escrito debe considerarse como el programa de lo que sucederá.

No es posible hallar, ni quizá concebir, mayor templanza y hasta mayor belleza en los accidentes exteriores, ni más transcendencia y gravedad en el fondo; parece paradoja, y no lo es; el gran esfuerzo de talento y de seductora sofistería que se descubre en el folleto, no tiene otro fin que circunscribir a un rincón los Estados pontificios: arrinconar al soberano de Roma a título de interés y decisión por el mayor brillo del catolicismo.

¿Pero esto es posible, es justo, es conveniente?

Admitida y demostrada la necesidad del poder temporal del Papa bajo el doble concepto del interés religioso y del orden político europeo, ¿cuál será ese poder? -pregunta el autor del folleto- ¿Cómo la autoridad católica, fundada sobre el dogma, podrá conciliarse con la autoridad convencional, fundada en las costumbres públicas, los intereses humanos y las necesidades sociales? ¿Cómo el Papa será a la vez Pontífice y Rey? ¿Cómo el hombre del Evangelio que perdona, será el hombre de la ley que castiga? ¿Cómo el jefe de la Iglesia que excomulga a los herejes, puede ser el jefe del Estado que proteja la libertad de conciencia?

A la verdad estas preguntas son de tan fácil contestación, que no parece verosímil que la ignore quien razona y escribe como en el folleto consta. El Papa será a un tiempo mismo Pontífice y Rey, porque el derecho divino y el humano están a su favor, porque no hay un sólo texto que contradiga ni debilite esa dualidad de potestades, ya que el autor tuvo el buen gusto de no traer en su auxilio las palabras regnum meum non esit de hoc mundo, texto obligado de todos los antipapistas principiantes. El Papa será Pontífice y Rey cumpliendo su alta misión, porque así lo quiere la justicia y lo sanciona la historia; porque como dice Leibnitz, los Papas ejercen su autoridad durante muchos siglos con asentimiento universal y con universal aplauso; porque como dice el protestante Toux, el gran poderío de la Iglesia salvó a España de la barbarie; porque como dice Voltaire, si los emperadores de Alemania hubiesen prevalecido, los Pontífices no hubieran sido más que capellanes suyos y hubiera caído sobre Italia la más dura servidumbre. El Papa será simultáneamente Pontífice y Rey, porque con gran dificultad ejercería su misión de Pontífice, si no tuviera la independencia de Rey. Como asegura el autor del folleto, anticipándose a sí propio la respuesta, «si el Papa no fuera soberano independiente sería francés, austriaco, español o italiano, y el título de su nacionalidad le quitaría el carácter de su Pontificado universal.» Estas palabras del folleto nos recuerdan otras de Napoleón I, citadas por Thiers en la Historia del Consulado y del Imperio: «el Pontificado, custodio de la unidad católica, decía Napoleón, es una institución admirable: se tilda al Papa de ser un soberano extranjero; lo es en efecto, y por ello hay que dar gracias a Dios. ¿Habría una autoridad posible en el propio país junto al gobierno del Estado? Amalgamada con el gobierno, esa autoridad se convertiría en un despotismo sultánico; separada, hostil quizá, produciría una rivalidad espantosa, intolerable. El Papa está fuera de París, y así conviene; no está en Madrid ni en Viena, y por eso acatamos sin obstáculo su potestad espiritual. Es, pues, una dicha que resida fuera de cada nación, y que residiendo fuera de cada una, no se halle en ninguna de las rivales; que habite en su antigua Roma, lejos del poder de los emperadores de Alemania y del de los reyes de España y Francia». Por estas frases, que parecen escritas para hoy, se descubre que Napoleón I y el autor del folleto de 1859 están de acuerdo en este punto; las palabras de ambos parece que tienen cierto aire de familia.

«¿Cómo el hombre del Evangelio que perdona será el hombre de la ley que castiga?» De los términos antitéticos de esta pregunta parece deducirse que el derecho de castigar no es un derecho muy evangélico, y esto, en fuerza de ser absurdo, no ha menester prolija impugnación. El premio y el castigo son precisamente las dos manifestaciones solemnes de la justicia; y el hombre del Evangelio dejaría de cumplir con la justicia, que es muy evangélica, si dejara de castigar las infracciones: el hombre del Evangelio tiene perfecto poder y no se concibe poder perfecto sin el derecho de castigar. El castigo justo no es un mal que se impone a determinados individuos; esto es mirarlo bajo su aspecto material, mezquino y odioso; el castigo justo es un bien que se hace a la sociedad. El hombre del Evangelio puede prestar ese bien, y si dejara de prestarlo a sabiendas, dejarla de ser hombre del Evangelio.

«¿Cómo el jefe de la Iglesia que excomulga a los herejes, puede ser el jefe del Estado que proteja la libertad de conciencia?» En los Estados pontificios no hay libertad de conciencia propiamente dicha. Expulsados los judíos de los países católicos, errantes y sin abrigo en parte alguna, les abrió las puertas de su territorio el más benigno de los soberanos. Roma dio y da albergue a los judíos, señalándoles barrios, y limitando a un acto de generosa hospitalidad lo que se califica de libertad de conciencia. Se concibe sin esfuerzo alguno que el Pontífice que condena la herejía y excomulga a los herejes, sea el rey benévolo que libre de la persecución y de la muerte a los proscritos y fugitivos hijos de Israel. ¿Por ventura ese Rey y ese Pontífice no es el hombre del Evangelio, el Vicario de AQUEL que murió por todos?

El doble carácter de hombre del Evangelio que perdona, y hombre de ley que castiga, constituye para ciertos políticos obcecados un problema de tan difícil solución, que no es posible hallarla en las formas usuales del gobierno de los pueblos: el autor del folleto propone, sin embargo, una solución, y hay multitud de hombres de Estado que la aceptan y la aplauden, a saber: que sea el poder del Papa un poder nada más que paternal; que se asemeje ese poder a una familia mejor que a un Estado; que se limite mucho su territorio: «cuanto más pequeño sea el territorio, más grande será el soberano».

Verdaderamente es original la solución del problema: cuanto menos en número sean los súbditos del Papa, tantos más grados de amor alcanzarán a cada uno. Habrá un rey cuya única ocupación sea pensar que lo es, unos súbditos que en un día de emigración pueden destronar de hecho al soberano. Cuanto más tierra se quite del hoyo, tanto más grande se hace la sepultura.

La pequeñez del territorio, contrastando con la magnitud del imperante, es una bella figura retórica: si en vez de ser figura retórica fuera un axioma político, podría creerse que el rey de Cerdeña irá empequeñeciendo a medida que se acrecientan sus dominios, y que el Czar de Rusia sería mucho más grande hombre de Estado si presidiese la república de San Marino.

Por sutilezas que se aduzcan, y maravillas de ingenio que se empleen, no podrá nunca demostrarse que la soberanía del Pontífice-Rey sobre unos pocos súbditos será más paternal que tratándose de mayor número; pues esto, además de suponer que no es apto para gobernar civilmente a un millón de individuos quien gobierna espiritualmente a doscientos millones de católicos, podría dar a entender que el amor, como las cosas materiales, corresponde a mucho si se distribuye entre pocos: y ninguna de estas apreciaciones es exacta; la dirección espiritual es inmensamente más difícil que la política: en el corazón de un buen padre hay amor para todos los hijos, aunque sean numerosos, y en el corazón de un buen monarca, amor para todos los súbditos, aunque sean incontables como las arenas del mar.

Reconocen, pues, los políticos de Europa que adhieren sus opiniones a las consignadas en el folleto de 1859, el principado civil del soberano Pontífice. ¿Y cómo no reconocerlo? Pero insisten demasiado en recordar los tratados de 1815; y como esta observación envuelve la de que un Congreso de París puede bien derogar lo establecido en un Congreso, de Viena, advertiremos que en Viena no se adjudicó al Pontífice el dominio temporal de sus Estados, sino que se le devolvió: no fue un acto de gracia; fue un acto de justicia. Los católicos sinceros no niegan al Pontífice (¿y cómo habían de negarlo?) su derecho a reivindicar las provincias separadas de su obediencia por una rebelión contra todo principio legal; pero niegan la conveniencia religiosa de tal reivindicación. ¿Qué importa, dicen, al prestigio, a la dignidad y a la grandeza del Soberano Pontífice las leguas cuadradas que comprendan sus Estados? ¿Necesita acaso el territorio para ser amado y venerado? ¿Por ventura sus bendiciones y su enseñanza no son la manifestación más poderosa de su derecho? ¿Y por ventura no bendice y enseña al mundo entero? La cuestión no estriba en que gobierne muchos o pocos hombres; lo esencial es que tenga bastantes súbditos para ser independiente, y que no tenga demasiados para ser arrastrado por las corrientes impetuosas de pasiones, intereses y novedades que se produce en todas partes donde hay aglomeraciones considerables. Esto dicen los católicos sinceros; y a fe que no puede darse un tono más respetuoso, ni un aconsejar más reverente y humilde; pero detrás de estas frases tan respetuosas y de estos consejos tan reverentes, se descubre el propósito de declarar imposible la soberanía del Pontífice, tan pronto por temor de que sea reaccionario, como por temor de que sea revolucionario. ¿Acabarán de ponerse de acuerdo consigo mismos los católicos sinceros? En un punto convienen todos, y es en la benignidad y dulzura de la dominación temporal del Papa; y siendo así, ¿por qué en bien de los mismos rebelados no ha de traérseles al camino de la obediencia y de la sumisión? ¿Se ha de permitir que, ciegos en su error, prefieran la anarquía en que viven al orden en que debieran vivir?

Llegará un día, quizá no lejano, en que Europa no pueda ver queja rebelión crea derechos y altera el mapa, sin meditar seriamente en las consecuencias de estos hechos: dícese con verdad que diez que gritan producen más ruido que mil que callan; y es preciso no hacer la causa de los que gritan con mengua de la justicia, y violencia de los que callan. Si todos los pueblos que en la serie de los siglos se han rebelado contra el poder establecido hubiesen de haber logrado sus intentos; si con la esperanza de que los hechos consumados se sancionan, sacudieran el yugo del gobierno legítimo todos los pueblos que con ese yugo se encuentran mal avenidos, ni habría derecho público ni sociedad posible. La misma Inglaterra, tan amante de lo que ahora se llama principio de las nacionalidades, condenaría una exageración autonómica, cuyos efectos fueran sin duda desbaratar sociedades constituidas y reposadas, para crear casi siempre agrupaciones turbulentas e inseguras.

¿Quién debe traer la Romanía a la obediencia legítima? En nuestro juicio un Congreso europeo lo decidirá: la historia de Francia en este punto no puede ser más brillante: siendo república, apagó el incendio revolucionario en la ciudad eterna; siendo imperio, ve que la revolución cunde en los Estados pontificios: parece que el camino está trazado. Pero hoy no es el interés de Francia el único excitado en esta gran cuestión; se halla excitado el de todos los países católicos, y todos contribuirán a la gran obra. Roma en las presentes circunstancias recibirá beneficio de todos, porque a todos lo ha dispensado en otros tiempos, a la manera del Océano, de quien son tributarios, y en cuyo seno confluyen los ríos, porque es a la vez el padre de sus aguas.

El Soberano Pontífice no puede hoy ceder, porque no es dueño de sus dominios; es depositario de un patrimonio que transmitirá íntegro al sucesor en la silla de San Pedro: no con la fortaleza de la debilidad, como muchos dicen, sino con la fortaleza de la justicia, los Pontífices han resistido siempre. Pudieron los obispos ingleses, dice un gran sabio, entregar la Iglesia católica a Enrique VIII, y los de Suecia a Gustavo Wasa, y los de Rusia a Pedro I: muchos sacerdotes han sucumbido al temor o a la esperanza; jamás un Pontífice romano. No está lejana la historia de Pío VII: las cenizas de Pío VII reposan en el recinto de San Pedro, y las de Napoleón hallaron triste sepultura en una roca del Atlántico: he aquí una de las solemnes ocasiones en que el tiempo se encuentra con la eternidad.

VII

Combatiendo la permanencia de la Santa Sede en Roma, escribía en una ocasión el más elocuente de los oradores demócratas de nuestra patria estas poéticas frases acerca de la ciudad eterna:

«Roma, vestal sagrada que guardó el fuego de la vida humana; Roma, gran conquistadora, que ató a su carro de triunfo todas las razas: Roma artista, que unió el eco de la lira de Grecia con el acento del arpa de Oriente; Roma inspirada maga que fue arrojando en el misterioso círculo de su panteón todos los dioses y todos los símbolos religiosos creados por la inquieta actividad humana; Roma, reina de las gentes, que ungió con el óleo del derecho todos los códigos, y dio la forma de su hogar a la familia, la forma de su municipio a los pueblos, la forma de su arquitectura a los templos, la eterna forma de su palabra a las ideas; Roma, que durante el último término de la historia antigua amasó con la sangre vertida en sus mil batallas el nuevo cuerpo de la nueva humanidad, que había de recibir de la palabra cristiana un nuevo espíritu...»

Estas mismas poéticas frases, ligeramente comentadas, serán el primer argumento contra la soñada traslación de la cátedra santa a Jerusalén.

Roma, la vestal sagrada que guardó el fuego de la vida humana, había de ser con el tiempo, y fue y será la vestal sagrada que guarde el misterioso fuego de la vida espiritual. Roma, la gran conquistadora que ató a su carro de triunfo todas las razas, había de ser y fue y será la gran conquistadora, que no ya a nombre de las razas, sino a nombre de la santa unidad creada por el catolicismo, llame a todos sin diferencia de origen, ni de sexo, ni de condición: venite ad me omnes. Roma artista, que unió el eco de la lira de Grecia con el acento del arpa de Oriente, había de ser y fue y será la gran maestra y guardadora de la belleza que uniendo en feliz armonía la idea de Oriente y la forma de Occidente, da vida a la estética, y abre a las artes inmensos y desconocidos horizontes. Roma, inspirada maga que fue arrojando en el misterioso círculo de su panteón todos los dioses y todos los símbolos religiosos creados por la inquieta actividad humana, había de ser y es la destinada a providencial depósito de la doctrina que ahuyentó los falsos dioses y deshizo los símbolos paganos, como el sol ahuyenta con su luz las tinieblas y derrite con su calor la nieve de las montañas. Roma, reina de las gentes que ungió con el óleo del derecho todos los códigos y dio la forma de su hogar a la familia, la forma de su municipio a los pueblos, la forma de su arquitectura a los templos, la eterna forma de su palabra a las ideas, había de ser y es la reina de las ciencias, la santa cátedra de las verdades eternas, sin las cuales los códigos no existirían, ni sería posible la familia, ni las nociones del deber regularían la marcha de las sociedades, ni las altísimas ideas de Dios y humanidad se explicarían en la gran palabra, en el VERBO, que era en el principio y por quien son desde el principio todas las cosas. Roma, que durante el último término de la historia antigua amasó con la sangre vertida en sus mil batallas el nuevo cuerpo de la nueva humanidad que había de recibir de la palabra cristiana un nuevo espíritu, era en los destinos de la Providencia la señalada para realizar la obra; y la nueva humanidad brotó; no humanidad nueva por razón de la carne, que UNO es el género humano en Adán y UNO en Noé; sino nueva por razón de la gracia; no nuevo el cuerpo, sino renovado el espíritu.

Si pues había en el mundo una gran ciudad que tales timbres contaba, ¿qué más pudo hacer el cristianismo en medio de su pobreza, de sus persecuciones, de su explícito anatema a lo entonces existente, de su predicación vigorosa contra la sensualidad que roía las entrañas del imperio, contra el ciego despotismo que subvertía la idea del mando, contra la imprudente rebelión que trastornaba la idea de obediencia; qué más pudo hacer que dirigirse desde juego a la ciudad de las maravillas, a la que encerraba en su seno todos los dioses, y allí, pobre y abatido, declarar batalla contra todos los dioses y vencerlos, oponerse a los vicios de los hombres, propagar la verdad, y lavar con la sangre de sus mártires aquel suelo manchado por la abominación? Y el cristianismo, que convirtió la vestal del fuego de la vida en vestal del fuego del espíritu, la Roma depositaria de todos los dioses y desconocedora de Dios, en adoradora del Dios verdadero; la Reina de las gentes por obra de sus legiones, en reina de los espíritus por obra de su doctrina; la Roma de los siervos sacrificados como cosa, en la Roma de los pobres elevados a la dignidad de hermanos de JESUCRISTO; la Roma del concubinato y del repudio, en la Roma del matrimonio; la Roma de los perpetuos rencores, en la Roma de la caridad evangélica: el cristianismo que tales portentos obró tomando posesión de la residencia misma de los Césares, de la cabeza del mundo, sin más armas que la palabra, sin más aparato que la cruz, ¿podrá ser en justicia despojado del primero y más brillante y decisivo de sus trofeos? No sabemos cuál espectáculo sería más digno de fijar la consideración de los sabios, si San Pedro en Roma bajo Nerón, o Pío IX combatido a nombre del catolicismo, y a nombre del catolicismo desterrado a Jerusalén.

Decir que Jerusalén es para los modernos católicos no romanos un tema de bellísimas imágenes y de brillantes rasgos de imaginación, fuera hablar de lo excusado. Contemplan aquellos campos sombríos, aquella ciudad solitaria; oyen el monótono rumor del torrente Cedrón; aspiran el aroma de los campos de Nazareth; comprenden el misterio de las brisas en que se mece la palma de Cadés; recorren los venerandos sitios de la pasión, aquellas gloriosas etapas del cielo, marcadas con la sangre del Cordero; respiran en fin aquella atmósfera de santidad; y su corazón se dilata y exclaman llenos de entusiasmo: «ésta es la mansión del Pontífice; aquí deseamos ver al Padre de los cristianos.»

Un poco de calma, y la razón se abrirá camino entre las nebulosidades de la fantasía. Los católicos no romanos atribuyen a la ciudad de Jerusalén un destino exclusivamente religioso; pero es un destino religioso que conviene determinar. Para el estudio de la humanidad en sus grandes relaciones religiosas y sociales, es preciso dividir los pueblos en dos grupos: pueblos anteriores al cristianismo, que caen al otro lado de la Cruz, y pueblos que caen a la vertiente acá del Calvario: reina en los primeros, por punto general, como ya hemos tenido ocasión de decir, el politeísmo; mas hay uno que es providencial depositario de la verdad, que adora al Dios único, pueblo escogido por el Eterno para instrumento de inmensas maravillas; la patria de este pueblo es el Asia; su gobierno, también queda ya indicado, varía desde el patriarcado a la teocracia; de la teocracia a los jueces; de los jueces a los Reyes. La capital y corte de esta monarquía es Jerusalén, la ciudad de los misterios, la ciudad de las profecías: allí edificó Salomón el templo: allí se realizaron sucesos que imprimen honda huella en la manera de ser del universo. Allí cerca está el Calvario: desde allí se abrieron a la humanidad las puertas de la gloria. El pueblo hebreo, por decreto de la sabia Omnipotencia quedó desde entonces, no aniquilado, sino disperso. La misión del pueblo hebreo no está cumplida: convertido en perdurable huésped del género humano, sirve de testimonio vivo a los profetas. La misión de la ciudad santa tampoco está cumplida; solitaria, triste, convertida, puede decirse, en un inmenso montón de ruinas, realiza trascendentales vaticinios: Jeremías la vio y la lloró en el mísero abatimiento en que yace hoy: diez y ocho veces ha presenciado su ruina el pueblo hebreo, y todavía ese pueblo ora con los ojos vueltos a Sión: el misterio de los israelitas, extranjeros en su propio suelo, y el misterio de la ciudad se identifican. Jerusalén es el gran monumento de la idea religiosa; el camino de Sinay a Jerusalén fue humedecido con las lágrimas de los profetas: el camino de Jerusalén a Roma fue regado con sangre de los mártires. Reedificar hoy el templo de Jerusalén para convertirlo en el gran centro del catolicismo y en silla del Supremo Pastor, sería poner las manos en una obra cuyo plazo no ha llegado todavía. Si de la tesis oriental y de la antítesis occidental resultó la magnífica síntesis romana, a qué fin el empeño de desglosar lo que los siglos han engranado? ¿A qué fin contrariar las leyes de la historia, en cuyas páginas aparece la ciudad de Roma como destinada a muy altos misterios, como destinada a símbolo constante de una idea contra la cual es impotente el genio de la revolución? ¿A qué fin quitar a Europa un calor que al huir la dejaría sin vitalidad, y no llevaría la vitalidad al Asia?

VIII

El Papa, dice la revolución, no puede permanecer en Roma; el Papa en Roma impide la unidad italiana. ¿Pero de qué unidad italiana no habla la revolución? ¿Están ya en feliz inteligencia Nápoles y el Piamonte, Toscana y Venecia, los conquistadores y los conquistados, los monárquicos y los republicanos? ¿Ha llegado el caso de que todas las provincias italianas se acerquen, se estrechen las manos, y sólo aparezcan interrumpidas por el territorio que el Pontífice gobierna? ¿A nombre de qué unidad se declara imposible la permanencia del Papa? ¿Y es este el respeto que se profesa a la independencia de los pueblos, y es esta la manera de entender la autonomía? La unidad de Italia, tal como nos la van describiendo algunos de sus adoradores, se parece mucho a los eternos sueños de ambición con que eternamente están maltratando la veneranda memoria de Gregorio VII y de Inocencio III.

El Papa, que, según los antirromanos, no puede permanecer en Roma, tampoco puede ir a ninguna extraña nación: no hay otro recurso sino que vaya a Jerusalén: es el único modo de garantizar su independencia. Los antirromanos no hallan en Roma al Pontífice todo lo independiente que fuera de apetecer; pero al despedirlo para Jerusalén tal vez no recuerdan que no son una, ni dos, sino varias y no todas católicas, las naciones que se disputan aquellos santos lugares: comprendemos que estas consideraciones son de escasa monta, si se las compara con la conveniencia de que la Santa Sede salga de Europa en premio de haber sembrado y desarrollado en Europa los gérmenes de la civilización. Ni se crea que los adversarios de Roma hacen cuestión de gabinete que sea Jerusalén la residencia precisa del Pontífice; tampoco repugnarían Antioquía, ni Constantinopla, ni alguna ciudad del Indostán: al cabo, todo lo más que puede ocurrir es que Europa se hiciera protestante, y los Pontífices recibieran el martirio allá en tierra de drusos, o de turcos, o de indios; la palma del mártir dice muy bien con el báculo del Pastor. Prueba de que los adversarios de Roma no están muy lejos de declarar cuestión libre la cuestión de la residencia pontificia (no fijándola, por supuesto, en Europa), es que cuidan de encarecer la idea de que la localidad no es dogma de fe.

En efecto, no es dogma de fe la localidad; pero nadie ignora que por providencial disposición San Pedro fue a Roma, y allí se veneran sus huesos y los de San Pablo; y allí se estableció la Cátedra: Santa, y allí se llevaron las más preciosas reliquias de la cristiandad; y allí se erigió, en fin, el gran centro de la doctrina católica sobre las ruinas del que había sido centro de la doctrina pagana: San Pedro en su primera Epístola aplica a Roma el nombre figurado de Babilonia: salutat vos Ecclesia quae est in Babilone: San Juan en el Apocalipsis la designa más de una vez con el mismo nombre, caracterizándola de un modo que sólo a ella puede convenir, pues habla de su imperio sobre todos los pueblos, de su crueldad para con los cristianos y de las siete colinas sobre que descansa. El destino providencial de Roma, la grandeza de la doctrina católica brillando en la ciudad misma que había sido centro y escuela de todos los errores, el contraste elocuentísimo que forma en la serie de los siglos la Roma de los Pontífices con la Roma de los Césares y de los héroes, son verdades que nadie desconoce, que todos acatan, que la Escritura y la tradición y la historia presentan como irrebatibles.

«Pero Roma, nos dice el orador ya citado, tuvo una gloriosa vida bajo el paganismo. En sus cenizas se siente palpitar el corazón de sus héroes; en sus ruinas se ven flotar las sombras de sus dioses; en sus tumbas se oyen gemir las antiguas generaciones; en sus árboles murmurar los antiguos genios de las selvas; en sus auras y sus fuentes sonar el cántico sensual, ardoroso de sus primitivos poetas; y al pie de sus altares aún brilla el bajorrelieve en que el cincel antiguo dejaba el Fauno entre flores o la Náyade en su concha; concierto de recuerdos que con sus profanas armonías turba al creyente que va a buscar en Roma el bálsamo tan solo de la verdad religiosa».

Tranquilícense los poetas católicos antirromanos: diez y nueve siglos de verdad han desgastado ya los relieves de la mentira pagana: esa palpitación de los héroes, y esas sombras de los dioses, y los genios de las selvas y las fuentes, y el dibujo del Fauno y de la Náyade trastornan ya muy pocos cerebros, y estamos por asegurar que no arrebatan un sólo espíritu a la comunión católica: ¿habría por ventura quien prefiriera semejantes niñerías de Náyades y Faunos a los admirables cuadros que allí ostenta, el arte cristiano, a las edificantes imágenes, a las magníficas esculturas, y sobre todo a las sombrías Catacumbas donde el peregrino se abisma y todo viajero se inclina con respeto? Épocas ha habido en la historia de la humanidad y del arte, a contar desde los primeros siglos de la Iglesia, en que las corrientes del gusto han propendido al paganismo, de un modo más o menos alarmante; épocas en que la mitología ha llamado hacia sí la atención de la muchedumbre de los sabios y de los artistas; en que han recibido, por último, un culto exagerado los modelos de la Grecia politeísta y de la Roma gentil; y sin embargo, ni en esas épocas siquiera ha turbado al creyente, peregrino en la ciudad eterna, las profanas armonías del paganismo. La Roma católica, que no es enemiga de la belleza, antes bien la favorece y fomenta; la Roma católica, que noblemente ha aceptado y protegido todo cuanto no se opone a las verdades eternas y a la moral purísima de la doctrina cristiana, conserva los monumentos del arte antiguo sin temer su silenciosa influencia, los conserva con esmero para bien y legítimo progreso de las ciencias estéticas en la moderna Europa. Hay, pues, quienes afectan tener miedo a la sombra del paganismo que puede vagar por Roma, y no afectan tenerlo a la realidad de la barbarie que vaga por Asia y acaba de ensangrentar las montañas del Líbano y las orillas del Jordán. Mediten entre uno y otro peligro, y hallarán el segundo más grave y más imponente.

De la calidad de Roma antigua se quiere hoy deducir que no es residencia conveniente para el Pontificado; y San León Magno en un magnífico sermón pronunciado sobre la tumba de San Pedro, dedujo de la misma calidad una consecuencia enteramente contraria: «esta ciudad, decía aquel gran Papa, que dominó a casi todas las gentes, fue a su vez, dominada por los errores de casi todas las gentes; cuanto más tenazmente había sido ligada por el diablo, tanto más admirablemente fue rescatada por Cristo». Y el poeta cristiano Próspero escribía en los tiempos de San Agustín:


Sedes Roma Petri quae pastoralis honore
Facta caput mundo quidquid non possidet armis.
Retigione tenet.

El vulgo, que es depositario de grandes verdades prácticas, sostiene y repite como un proverbio secular que ESTÁ BIEN SAN PEDRO EN ROMA. No olvidemos nunca este proverbio del vulgo.




ArribaAbajoCapítulo VI

El pontificado y la civilización moderna


I

Mr. Guizot en su última obra, más de una vez citada en este libro, escribe para terminar el capítulo de La unidad italiana estas notables palabras.

«A nombre de la unidad italiana acomete el Piamonte mucho más que la conquista de los reinos y el destronamiento de los reyes: acomete la empresa de cambiar todo el régimen de la Iglesia católica y su situación en el mundo entero, destronando el Pontificado.»

Y más adelante, en el capítulo siguiente, añade:

«Para lograr su objeto, el Piamonte está condenado a hollar el derecho de gentes, despojando al Papa de los Estados de que el Papa es soberano, como huella los derechos de la libertad religiosa, trastornando la constitución de la Iglesia católica, cuyo jefe es el Pontífice.»

No mucho antes, en el capítulo «La Iglesia católica y la libertad», había sentado estas incontestables razones:

«Nadie ignora que, aparte los dogmas religiosos, hay dos hechos esenciales que caracterizan la organización y la situación de la Iglesia católica: tiene esta Iglesia un jefe general y único a quien reconocen todos los católicos reunidos o dispersos en los varios países del mundo: este jefe es al mismo tiempo príncipe espiritual del catolicismo entero, y príncipe temporal de un pequeñísimo Estado europeo y con tal motivo se suscita hoy un gran debate: pretenden unos que la unión de estos dos caracteres no es necesaria al Pontificado, el cual puede conservar su poder espiritual sin poseer soberanía alguna temporal; y sostienen otros la necesidad de la soberanía temporal para el libre y seguro ejercicio de la potestad espiritual. No entro ahora en esta cuestión, ni examino aquí el sistema de gobierno de la Iglesia católica: me propongo tan sólo defender su libertad y su derecho a la libertad. El doble carácter de los Pontífices es un hecho consagrado por los siglos, desenvuelto y mantenido a través de todas las vicisitudes, de todas las luchas, de todas las persecuciones del cristianismo. Este hecho no constituye toda la fe católica; pero es en sí la Iglesia católica misma. ¡Y se cree posible poner manos violentas sobre este punto, y alterarlo a placer, y aun destruirlo sin atentar contra la libertad religiosa de los católicos! ¡Se quiere despojar al jefe espiritual de la Iglesia de un carácter y de un poder que la Iglesia mira, al cabo de los siglos, como garantía de su independencia, y aún se pretende probar que con tal despojo no se maniata ni se mutila el catolicismo! Más aún: se sostiene que la Iglesia católica nunca ha sido libre, y ahora va a serlo: ¡la Iglesia libre es el principio que se proclama en nombre del Estado al punto mismo en que el Estado quita a la Iglesia su constitución y su casa!

No puedo creer que en hombres superiores quepa una hipocresía cínica y risible, y admito por tanto que Mr. Cavour, pues él lo ha dicho y sus amigos lo atestiguan, ha querido y creído pronunciar algo de serio y formal al consignar Iglesia libre en Estado libre como programa de su política. Si en su tarea de conquistar y constituir el reino de Italia no hubiese hecho, como sucedió en los diversos Estados-Unidos de la república americana, más que proclamar la absoluta separación del Estado y de la Iglesia, dejando por otra parte a la Iglesia católica tal como la encontraba establecida y en posesión de sus antiguas instituciones, hubiera tenido algún derecho para usar aquel lenguaje: pero proclamar la Iglesia católica libre, cuando rompiendo por todo se la invade para arrebatarle su territorio, burlarse de sus tradiciones y trastornar sus fundamentos, es un ejemplo como no conozco otro en la historia, de la irreflexión vanidosa y tiránica en que pueden caer los talentos más eminentes cuando se abandonan a la embriaguez de la ambición y del éxito.»

Bien se descubre por estas palabras, y a la vez por el tono en que aparecen todos los ataques y censuras contra el principado civil de la Santa Sede, que la guerra, la implacable guerra de la revolución no se dirige sencillamente a derribar el trono del rey de Roma, sino a destruir el poder del Pontífice Sumo: los revolucionarios se han delatado a sí propios. La historia responde por nosotros.

II

Pío IX inauguró su Pontificado haciendo, benignamente concesiones a tenor de las necesidades, pronunciando sublimes palabras de perdón y olvido, inspirando amor reverente a todas las naciones, consuelo a todas las familias y alegría a todos los corazones. Príncipe italiano, poseedor del trono más antiguo de Europa, del trono a cuya sombra habían triunfado en no remotas edades los destinos de la civilización, fue el primero y más enérgico promovedor de la verdadera prosperidad de Italia; abrigaba nobilísimos pensamientos en pro de aquel pueblo tan grande en su historia y hoy tan desdichado. Pío IX hizo saludables reformas en la gobernación de los Estados pontificios, organizó convenientemente los poderes, dio pasos importantes en la tan deseada secularización de los cargos públicos, creó las Consultas, otorgó, en fin, prudentes franquicias que hubieran dado ópimos frutos, a no mediar el turbulento espíritu revolucionario que, a título de avaricia de libertades y de expansión hacia el progreso indefinido, quiso más, y más todavía; y quiso tanto, que llegó hasta la República, ensangrentando las calles de Roma y obligando al Vicario de Jesucristo a buscar asilo para su sagrada persona en la roca de Gaeta.

Pero como nada violento es durable, y como el orbe católico no podía permanecer indiferente a vista de la embriaguez revolucionaria que dominaba ciertos espíritus italianos, la causa de la justicia comenzó a llamar hacia sí las simpatías de los pueblos, y el Soberano Pontífice fue restituido en su trono; y la República romana desapareció, dejando tras sí como único recuerdo la indignación de los pechos honrados y el luto de innumerables familias.

De entonces acá el Pontificado ha tenido nuevos días de prueba, y a la vez nuevos motivos de exaltación y de consuelo. Aquel germen revolucionario comprimido en 1848, se movía sordamente y se desarrollaba en el fondo de una sociedad sobreexcitada de un modo lamentable por la ambición extranjera. Bajo los pretextos más triviales, con audacia inconcebible, a la mitad de un siglo que se precia de civilizado y de progresivo hasta los umbrales del endiosamiento, el territorio del Sumo Pontífice ha sido atacado, invadido, usurpado, sin piedad: la Santa Sede y su principado civil han sido objeto de los ataques más duros, de las calumnias más horribles: y Pío IX no ha tenido sino palabras de perdón para los unos, palabras de severa verdad para los otros, y oraciones para todos. Sin ejércitos que enviar al combate, sin riquezas de que disponer, sin alianzas formidables que lo protejan, solo, anciano, debilitado por los años y más aún por las amarguras, levantando las manos hacia Aquél en cuyo nombre gobierna la Iglesia, «non possumus» ha dicho a los revolucionarios; y los revolucionarios no se han atrevido a acercar su bandera al recinto en donde mora ese anciano a quien llaman padre doscientos millones de católicos.

El Pontífice, durante las calamitosas circunstancias porque Italia y Europa entera atraviesan, ha dirigido al orbe cristiano su voz solemne en diversas ocasiones, y ¡cuánta diferencia entre el lenguaje del Pontífice soberano y el de los diplomáticos del mundo! Si se compara la santa ingenuidad que rebosa en las palabras de Pío IX, con la insidiosa doblez que por lo común distingue los escritos de los ambiciosos que atacan su poder, la conciencia pública dará su fallo inclinándose al lado en donde ve brillar los caracteres de la verdad. Vivos, y a la universal expectación están los documentos que han salido de algunas cancillerías de Europa, a contar desde la paz de Villafranca: la serie de sus fechas será un día dato muy seguro para tejer la historia del más horrible atentado que registra la abigarrada historia del siglo XIX, que a sí propio se titula siglo de la civilización.

La Cátedra de San Pedro, de la cual irradió para los pueblos la luz de la verdadera civilización, predica hoy las máximas de siempre, las verdades que constituyen el fondo del catolicismo y la base de todo derecho; que no está el progreso ni consiste el brillo de la civilización en proclamar máximas nuevas, sino en observar y cumplir fielmente las antiguas, las eternas, las que proceden de la boca del mismo Dios.

Los políticos de Europa con su deplorable sagacidad, con su propósito de engañarse a sí propios, creyendo tal vez engañar a los demás, aparecen muy pequeños cuando se les compara en su conducta y en sus palabras con la Santa Sede; a cuyo vigoroso raciocinio, a cuyo severo acento sólo pueden aquellos oponer la pagada gritería de las muchedumbres o el estruendo inhumano de los cañones, última y suprema razón de los tiempos modernos. ¿Cuántas veces ha variado de plan la política sarda? ¿Cuántas veces ha variado la política francesa? Comenzó la guerra, se trabó, se ensangrentó, se hizo la paz en Villafranca, se firmó un arreglo en Zurich. El Piamonte se contentaba con la Lombardía; se dio por satisfecho. Armose una expedición pirática contra Sicilia: Dios y el mundo saben cómo y por quién y bajo qué auspicios: se alzó un grito de reprobación contra semejante atropello del derecho a la faz de Europa, contra semejante retroceso a la barbarie en plena luz de la civilización. Cerdeña protestó de su respeto a la jurisprudencia internacional: cundió la invasión: el espíritu revolucionario obtuvo el triunfo: Dios y el mundo saben cómo; y el Piamonte, sin escrúpulos de ninguna especie, aceptó de manos del conquistador, cuya expedición había censurado, la corona que, momentos antes ceñía un rey legítimo y aliado fiel y deudo cariñoso. Nueva faz tomaron entonces los escritos de la cancillería sarda: a cada acto de usurpación, a cada nuevo insulto al derecho y a la legitimidad, nueva nota, nueva circular, todas inconexas, y algunas contradictorias. En tanto el segundo imperio francés, luchando con el deseo de aparecer consecuente para la obra de la unificación italiana, y el temor a complicaciones difíciles y los respetos a la Inglaterra; fluctuando entre afectos tan diversos, ha tenido que decir y desdecir, afirmar y negar, halagar a la revolución y amenazarla, alarmar los sentimientos católicos y tranquilizarlos: a tal necesidad lo ha conducido su fatal destino. Sus notas de cancillería, sus discursos oficiales y semi-oficiales han sido expresión exacta de esta incertidumbre, de esta falsa posición que Francia será sin duda la primera en lamentar.

En tanto el Soberano Pontífice, firme, indestructible en su derecho, tranquilo en la verdad que su causa simboliza, habla un mismo lenguaje, predica idéntica doctrina, sean cualesquiera las circunstancias que le rodean: nunca la pasión se descubre en sus palabras; jamás el odio aparece en sus alocuciones. Se necesitaría estar ciego como lo están los revolucionarios para desconocer que hay una fuerza maravillosa y sobrenatural en que se apoya el trono más antiguo de Europa, el trono del anciano sacerdote que llama hijos a doscientos millones de católicos. Ni creemos que los mismos revolucionarios dejarán de comprenderlo así: al ver cómo se han derrumbado los tronos de Italia; al ver cómo la fuerza ha conseguido triunfar por un momento sobre la legitimidad, y al contemplar cómo se mantiene el único trono que todavía no ha consentido en transigir con la revolución, el único que no ha dictado concesiones ni aun en los instantes supremos, seguramente que vislumbrarán, por obcecados que estén, algo de superior y misterioso, que no se explica por las cábalas de la diplomacia ni por los razonamientos del periodismo.

III

La Santa Sede, dicen los revolucionarios, se ha declarado enemiga de la civilización moderna, y en prueba de ello, léase la alocución pronunciada por Pío IX en el Consistorio secreto de 18 de Marzo de 1861: aceptando el reto, vamos a transcribir los párrafos de tan notable documento, que se refieren a la civilización. Dicen así:

«Hemos preguntado a los que nos incitan a estrechar en bien de la religión, la mano que nos tiende la civilización moderna, si los hechos son de tal naturaleza que puedan inducir al Vicario de Jesucristo sobre la tierra, al que ha recibido la misión de mantener incólume la pureza de su doctrina celestial y de alimentar a los corderos y a las ovejas con la misma doctrina y confirmarlos en ella, a hacer alianza, sin grave peligro para su conciencia y sin grandísimo escándalo de todos, con la sociedad moderna cuya obra ha causado tantos males, que nunca pueden ser bastante lamentados, y que ha promulgado tantos principios, tantas opiniones detestables, y tantos errores abiertamente opuestos a la doctrina de la religión católica.

»Entre los hechos que se han realizado, nadie ignora cuán completamente desgarrados se hallan los convenios más solemnes entre la Sede apostólica y los Soberanos, como ha sucedido en Nápoles. En esta Asamblea en que os halláis reunidos en gran número, Venerables Hermanos, lamentamos más y más tan triste estado de cosas, y clamamos contra él con todas nuestras fuerzas, como hemos ya protestado contra semejantes atentados y violencias.

»Esta civilización moderna, mientras favorece cultos extraños al católico, y hasta admite a los infieles a los más altos cargos de la República y cierra a sus hijos las puertas de las iglesias católicas, se revuelve contra las familias religiosas, contra las instituciones fundadas para dirigir las escuelas católicas, contra muchos eclesiásticos de todas jerarquías, varones revestidos de alta dignidad, de los que no pocos gimen en el destierro o en la prisión, contra seglares distinguidos que adictos a Nos y a la Santa Sede defienden ardientemente la causa de la religión y de la justicia: esta civilización, mientras fomenta y protege institutos y personas no católicas, despoja a la Iglesia católica de sus legítimas propiedades, y se esfuerza por todos los medios para disminuir la saludable eficacia de la Iglesia. Mientras otorga amplia libertad a las palabras y a los escritos que combaten a la Iglesia o a sus sinceros adictos, y mientras anima, alimenta y ayuda la licencia, se muestra cauta y moderada por extremo en reprender y reprimir las violencias cometidas contra los que publican buenos escritos, y guarda para éstos toda severidad cuando juzga que han traspasado, por levemente que sea, los límites de la moderación.

»En estas circunstancias, ¿puede el Pontífice Romano tender una mano amiga a la civilización y unirse con ella por un pacto de alianza y de concordia? Dése a cada cosa su verdadero nombre, y la Santa Sede aparecerá siempre fiel a sus principios. La Santa Sede ha sido en todo tiempo el patrono y protector de la verdadera civilización: y todos los monumentos de la historia atestiguan y prueban elocuentemente que siempre ha llevado hasta a las tierras más remotas y salvajes del universo la verdadera suavidad de costumbres, la verdadera sabiduría y la verdadera disciplina.

»Pero como bajo el nombre de civilización se quiere entender un sistema combinado a propósito para enflaquecer y aun quizá para destruir a la Iglesia de Jesucristo, jamás la Santa Sede y el Pontífice Romano podrán aliarse con semejante civilización: ¿qué tiene que ver, cómo exclama el Apóstol, la justicia con la iniquidad, y qué consorcio puede haber entre la luz y las tinieblas, ni qué unión cabe entre Jesucristo y Belial?»

Éstas son las palabras de la alocución: únicamente torciéndolas y retorciéndolas y violentándolas de un modo horrible, han podido deducir los adversarios de la Santa Sede que en ellas se encierra un anatema contra la civilización moderna. ¡Tarea ingrata y desconsoladora la de los adversarios a quienes la triste ley de la enemistad obliga a fingir agravios y a rastrear insultos hasta en las frases más inocentes, hasta en los actos más sencillos! ¿Qué descubren los revolucionarios de todos los países en la alocución de que se trata; qué descubren contra la ciencia, contra la justicia, contra los intereses de Europa? La pasión es ciega y funesta consejera: reflexionen los enemigos de la Santa Sede, y den tregua a sus iras, siquiera por un momento.

Séanos lícito prescindir de aquellos políticos que confundiendo lastimosamente el Pontificado católico con el principado civil, han creído que la Iglesia excomulga a todos los que aceptan la civilización moderna, y que por tanto ningún liberal puede postrarse ya ante el Soberano Pontífice. Esta argumentación y esta literatura pertenecen al género terrible, y se destruyen por sus propias fuerzas: el género goza de muy escaso crédito aun entre el vulgo impresionable y dado a los golpes de efecto: las escuelas protestantes dicen lo mismo con menos aparato; cualquier párvulo de Inglaterra sabe de memoria relaciones más precisas contra la Iglesia católica.

Nuestros razonamientos se dirigen a aquellos políticos que sin profesar doctrinas protestantes de un modo tan absoluto, creen de buena fe o afectan creer, que la Santa Sede declara la civilización moderna incompatible con el catolicismo. ¿Es esto exacto? ¿Ha hecho tal declaración la Santa Sede? Acontece en esta cuestión, como en casi todas las que se agitan en el torbellino inmenso de la política, que con tanto blasonar los hombres de independencia intelectual y de culto a la razón privada, y de autonomía, casi todos se dejan llevar irreflexivamente por donde va el más audaz o el más malicioso; por manera que en estos tiempos en que se tiene por antigualla confinante con la estolidez jurare in verba magistri, se toma por cosa natural y puesta en orden repetir lo que han dicho los demás, aceptar muchos lo que ocurrió a uno, siempre que la opinión de ese uno halague nuestros instintos, y a veces tienda como a justificar nuestra injusticia. Hubo un periódico extranjero que, apenas leída muy a la ligera la alocución pontificia, definió ex cathedra que era un tejido de censuras contra la civilización moderna; que su espíritu y su letra podían considerarse como una ruptura entre la idea del Pontificado y la idea del progreso, que era, por último, un documento propio de la Edad media, con lo cual quedaba dicho todo; y tan cierto es que quedaba todo dicho, que no añadiendo gran cosa los demás escritores que en Europa impugnaron la alocución. ¿Se tomarían el trabajo de leerla en su original latino todos los susodichos escritores?

Es ocurrencia verdaderamente original suponer al Pontificado en lucha con la civilización. Se necesita desconocer la historia, o cerrar los ojos de propósito, para caer en semejante error. ¿Qué sería de la civilización, si el Pontificado no la hubiera favorecido en todos tiempos?

Pero sucede que a la manera que en estos días de universal trastorno se han subvertido los principios, han degenerado también las palabras; pues no parece sino que para hacer más completa la semejanza de los soberbios operarios de la Babel moderna con los audaces constructores de la antigua, Dios ha permitido confundir el lenguaje en términos de que ya vamos desconociendo cada cual el habla de nuestro hermano. ¿Quién sabe lo que entenderán por civilización los enemigos de la Santa Sede? De seguro la Santa Sede la interpreta en su genuino y verdadero sentido; no confunde la noble, la sana, la fecunda civilización que enaltece a los pueblos y hace honrosa su memoria, con el miserable imperio de las pasiones humanas que vuelve a los pueblos esclavos de la materia y los guía al más triste y oscuro escepticismo.

Pío IX, que como Pontífice está en la cumbre, y preside los destinos religiosos de centenares de millones de católicos, y como rey, siquiera sea de Estados insignificantes, es la más venerable y simpática figura que se descubre en el cuadro de la dolorosa historia moderna, no rechaza la civilización, antes la ama tiernamente; pues ama tiernamente la justicia, única base en que puede descansar la civilización. Dese a cada cosa su nombre genuino, y la Santa Sede aparecerá conteste con sus principios de siempre: «vera rebus vocabula restituantur, et haec Sancta Sedes sibi semper constabit.»

IV

El Pontífice no ha condenado en absoluto la llamada civilización moderna. Pío IX ha dicho que si cambiando todos los términos de la buena lógica y perdiendo las vías del buen sentido, se entiende por civilización el atropello de los derechos más santos, la subversión de los principios fundamentales, el desquiciamiento de la autoridad, la ruina de la idea de obediencia, el abuso, en fin, en todas sus múltiples manifestaciones, esa civilización es dañina y aborrecible. La civilización que derriba tronos, borra fronteras, rasga tratados, conculca derechos, santifica crímenes, y trastorna todas las nociones de lo justo y de lo injusto, es tan bárbara civilización que a gloria puede tenerse el rechazarla. No procedieron con menos seso los pueblos en los días de su infancia, en las épocas de tinieblas, en las edades que llaman de hierro los historiadores.

Esta civilización que se complace en practicar lo contrario de lo que predica; esta civilización que truena contra la ferocidad de pasados siglos porque sometía la justicia a la fuerza, y hoy a título de hechos consumados, acepta las obras de la fuerza contra la justicia; esta civilización que en teoría ensalza la humildad y la pobreza y el desprendimiento, y en la práctica destruye y aniquila a los que no se pueden defender; esta civilización que pide tolerancia para todos y persigue de muerte a los que juzga adversarios; esta civilización que acaricia a los enemigos de la Iglesia y maltrata y encarcela a los sacerdotes católicos; esta civilización que promueve una guerra para defender la integridad del moribundo imperio turco, y otra guerra para quitar su corona a cuatro soberanos legítimos, y para arrebatar a la Santa Sede su patrimonio secular; esta civilización, capaz de alterar el equilibrio europeo, si el embajador de un país es menospreciado en otro, y que ve impasible consumarse la serie de atropellos más inauditos, los atentados más sacrílegos que recuerda la sangrienta historia de las usurpaciones; esta civilización que predica la abnegación y practica el egoísmo; que ensalza la autoridad y rinde culto a la fuerza; esta civilización cuya idea antitética no es la idea de barbarie sino la de razón, justicia y derecho; esta civilización de los cañones rayados contra la legitimidad, no puede ser bendecida, ni elogiada, ni reconocida siquiera por la Santa Sede, que es centro de verdad y de justicia y maestra de las sociedades en la dilatada serie de los siglos: esta civilización es la que Pío IX rechaza, y a fe que una vez descrita con sus verdaderos colores, no habrá ni un solo político que la defienda; ni los mismos revolucionarios teóricos se atreverán a sostener que semejante desquiciamiento pueda llamarse civilización, ni que civilización semejante pueda ser aceptada no ya por el Soberano Pontífice, pero ni por el último y menos avisado de los conservadores de Europa.

V

Hemos dicho que el Pontífice con gran justicia se lamenta de que se dé el nombre de civilización a un sistema, que mientras proclama determinados principios, aplica al catolicismo principios absolutamente contrarios. Y ocurre preguntar: ¿rechaza el Soberano Pontífice esos principios determinados que proclama la civilización? Nada dice en este sentido: el Soberano Pontífice los anuncia históricamente; mas por cuanto respecto al catolicismo piensa y obra en contrario la civilización moderna, por esto afirma el Padre Santo que es enemiga de los sagrados intereses de la Iglesia.

Se dirá tal vez: si el Pontífice no expresa claramente su opinión acerca de estos principios, ¿se entenderá que los admite, o se juzgará más bien que los rechaza? En nuestro concepto es preciso distinguir: el tecnicismo oportuna e inoportunamente empleado de tolerancia, libertad, despreocupación, etcétera, símbolo de ciertas escuelas que no brillan seguramente por la congruencia de sus obras con sus palabras, no puede ser admitido en teoría por la Iglesia sin grandes precauciones, y sin examen muy prolijo. Esos llamados principios deben su origen o van encaminados a la tolerancia teórica en cosas de religión, y nadie ignora que esta tolerancia no se conforma con la verdad absoluta que es esencia del catolicismo. Pero prácticamente la Iglesia y el Pontificado pueden vivir y viven estando en vigor aquellos principios, como se prueba con el ejemplo de la América Septentrional, de Bélgica, de Francia y de otros países del mundo civilizado.

El Pontificado, pues, no se declara enemigo de la civilización moderna, ni pasa de una candidez deplorable el deseo que manifiestan los revolucionarios de enseñar a la Santa Sede cuál es el camino que debe seguir, cuáles son las máximas que debe proclamar. ¿Por ventura los revolucionarios amarán a la Iglesia católica más que el Vicario de Jesucristo, dispuesto siempre a sacrificar todo, incluso la vida, por el bien de sus hijos, y la incolumidad del sacrosanto depósito que le está confiado?

Suponed por un momento, diremos a los declamadores anticatólicos, suponed por un momento destruida la Iglesia y abolido el Pontificado, y ya podéis preparar el epitafio de la civilización. ¿Sabéis, espíritus revolucionarios de todos los países, por qué no morirá la civilización? ¿Porque la Iglesia católica tiene su perpetuidad garantida por promesa infalible; porque el Pontificado es luz vivísima que alumbrará como hasta aquí todos los ámbitos del mundo sin que logren extinguir la los torbellinos del orgullo humano, ni apagarla los huracanes de la revolución.

Los dolorosos acontecimientos que el Pontífice deploraba en su alocución de Marzo de 1861, y que deplora todavía; la manera irreverente, dura y violenta como la revolución se conduce en materias religiosas; el espíritu de hostilidad que los que a sí propios se titulan apóstoles de la civilización muestran, no ya contra el principado civil de la Santa Sede, sino contra el poder espiritual, cuya perpetuidad está garantida por promesa de lo alto, hacen de todo punto imposible que la Iglesia, directa ni indirectamente, coopere a tan infeliz empresa. Pero aparte esto, la Iglesia no combate lo que haya de bueno, de justo, de noble y de benéfico en la civilización moderna; antes bien protege, anima y sanciona todo cuanto determine un verdadero progreso en las ciencias, en las artes, en la industria; todo cuanto propenda a mejorar la condición presente, a exaltar el espíritu sobre la materia, a elevar más y más a la humanidad en el nivel de lo verdadero y de lo bueno y de lo bello. El lema del Pontificado ha sido, y es, y será siempre el de San Pablo: «Quaecumque vera, quaecumque pudica, quaecumque justa, quaecumque sancta, quaecumque amabilia, quaecumque bonae famae, si qua virtus, si qua laus disciplinae, haec cogitote».

No detesta el Pontífice el progreso bien entendido, antes lo aplaude: no se opone a las conquistas de la ciencia, antes las saluda no combate la sólida sabiduría ni la ilustrada experiencia de los siglos, antes bien considera una y otra como elementos poderosos de la verdadera civilización. La Iglesia, que sabiamente conservó de la antigua sociedad pagana lo que era compatible con los eternos principios de justicia y equidad, ¿había de desdeñar dentro de las sociedades cristianas todo aquello que tiende a su mejoramiento y perfección? A mejorar y perfeccionar vino la ley evangélica, no a destruir; ella trajo la luz y el calor a cuyo influjo se desarrollarán los gérmenes de la civilización, siempre amparada, protegida y alimentada por el cristianismo.

Pero hay en nuestros tiempos una triste confusión en las palabras; las cosas no se designan con su verdadero nombre, y se llama luz a las tinieblas, y error a la verdad, y ciencia a la horrible turbación de los entendimientos, y progreso a la estéril inquietud de los espíritus.

El Pontificado boga contra la corriente, dicen los hombres del siglo: he aquí una proposición calumniosa en sus intentos, y tal vez exacta en sus términos: ¿de cuál corriente se trata, de la corriente de la iniquidad que todo lo invade y atropella y destruye? Cierto: contra esa corriente boga el Pontificado, y quiebra la impetuosidad de sus aguas, y se opone a la consumación de sus estragos; pero si se trata de la corriente mansa y apacible de la civilización que fecunda y no arrasa, que fertiliza y no destruye, ¿quién será capaz de decir, sin rasgar la historia, que el Pontificado, o más claro, que el catolicismo ha puesto jamás obstáculos a esa corriente?

VI

Los adversarios de la Santa Sede, persistiendo siempre en su propósito y en su hostilidad, han formulado y formulan el cargo de que el rey de Roma es un soberano absoluto, maestro y sostén del absolutismo europeo. Bien saben nuestros lectores que este ataque pertenece al ya conocido género terrible, y es propio tan sólo para hacer efecto en los exaltados vulgares. El autor del folleto El Papa y el Congreso, conociendo sin duda que en tal forma es demasiado crudo y aun grotesco el argumento, lo renueva y reforma en sus accidentes exteriores con rara habilidad, le quita la aspereza original, y lo ofrece a la culta Europa envuelto en las frases más delicadas y corteses.

«Un gran Estado, dice, supone ciertas exigencias que el Pontífice no puede satisfacer: un gran Estado quiere vivir políticamente, perfeccionar sus instituciones, participar del movimiento general de las ideas, aprovecharse de la trasformación del tiempo, de las conquistas de la ciencia, de los progresos del espíritu humano. ¡El Papa no podrá hacerlo! Sus leyes estarán encadenadas por el dogma, y su actividad se verá paralizada por la tradición; su patriotismo será condenado por la fe: ¡sería preciso que se resignase a la inmovilidad, o que se arrastrase hasta la revolución! El mundo caminará, y lo dejará atrás.»

El procedimiento no puede ser más hipócrita: tiene el inconveniente de que también está gastado; de que pertenece al repertorio de los ataques hábiles dirigidos a la corte romana desde el siglo XVI: declamaciones vagas que sólo consiguen hacer impresión por un momento en espíritus demasiado bondadosos o en inteligencias no muy bien preparadas con el estudio de la historia y con el conocimiento de los hechos contemporáneos. Sería preferible que tales declamaciones se tradujeran en censuras concretas, de actualidad, y en este género de controversia algo se lograría en favor de la verdad y de la justicia.

Las reformas introducidas en los Estados de la Iglesia por Pío IX son la prueba más elocuente contra la acusación de los políticos a quienes nos referimos. En 1850 se establecieron en Roma los Ministerios de Interior, Gracia y Justicia, Hacienda, Guerra y Comercio, que comprende también la agricultura, la industria, las bellas artes y las obras públicas: se determinaron las funciones de estos centros administrativos, y se nombró un Consejo de Estado: a estas medidas siguieron otras organizando la administración de las provincias y de los ayuntamientos, creando consejos provinciales y municipales, en cuya manera de ser entra por mucho la elección del pueblo, y proclamando el principio de la admisión de los legos a todos los empleos públicos, inclusos cuatro de aquellos ministerios. Pío IX desde su advenimiento al poder ha exigido la publicación de presupuestos: en su época se han reformado los aranceles, y regularizado las rentas que antes monopolizaba una casa privilegiada, y héchose grandes trabajos en la redacción de Códigos civil y criminal. Las líneas telegráfico-eléctricas que se extienden de Roma a Bolonia, Terracina, Ancona, Ferrara, Foligno, Pessaro, Mazerata y otros puntos; los caminos de hierro concedidos o en construcción entre las ciudades más importantes del Estado; la marina mercante, que se desarrollaba de una manera notable, todo demuestra que el dogma no encadena las leyes romanas, que la tradición no paraliza la actividad, que la fe no condena el patriotismo, que si el mundo camina, el Pontificado no se queda.

Para que el Pontificado no se quede detrás del mundo, desean sin duda ciertos políticos que se desembarace del peso de los Estados temporales, y se limite a la ciudad de Roma: ésta fue la tesis principal del folleto; para hacerla simpática el autor a los ojos de la Europa, formó un bellísimo dibujo de lo que sería en tal caso la ciudad eterna; «pueblo que no tendrá representación nacional, ni ejército, ni prensa, ni magistratura; pueblo para el cual no habrá otros recursos que la contemplación, las artes, el culto de los grandes recuerdos y la oración; será un gobierno de reposo y de recogimiento, una especie de oasis adonde no llegarán las pasiones y los intereses de la política, y que no tendrá más que las dulces y tranquilas perspectivas del mundo espiritual. ¿No es cierto, lectores, que esta pintura literalmente reproducida, difiere de la que en el capítulo precedente hacía de la misma Roma otro escritor adversario del principado civil?

Verdaderamente es notable la contradicción. Pero, ¿qué es sino un tejido de contradicciones toda la lógica revolucionaria?

VII

Fijémonos, aunque ligeramente, en la Roma y en el Pontífice que el folleto bosqueja, y obtendremos un convento sin clausura, de cenobitas de ambos sexos, guardado por un augusto alcaide con tiara: Roma llegaría a ser un monumento arqueológico de la cristiandad, un monumento conservado a las orillas del Tíber, y que se asomarían a contemplar las generaciones por la cordillera de los Apeninos, por las riberas del Mediterráneo, por la montaña Soracte, las del Norte, y las del Mediodía, por las bellas colinas de Castelgandolfo, Fraschatti y la Colonna: la hermosa Italia, que extiende sus dos brazos hacia el África y el Asia, ofreciendo a los viajeros de Occidente el golfo en que reposa Génova, y a los peregrinos de Oriente el golfo de donde brota Venecia, la hermosa Italia sería siempre un gran cuerpo acéfalo; pues Roma, su cabeza, quedaba destinada a oasis de la oración, a relicario de las llaves del cielo. Por misericordia divina, la ciudad eterna no se halla hoy en poder de sublevados, ni ausente de ella como trece años hace el sucesor de San Pedro: a ocurrir esta desgracia, es posible que los políticos centralizados del poder temporal, por respetar el hecho consumado prescindieran de ese rincón de tierra ilustrado por los más grandes recuerdos de la historia, y se adhiriesen a la opinión defendida por sus compañeros de catolicismo sincero, según la cual, la Santa Sede tiene su natural asiento en las solitarias márgenes del Jordán, en el recinto de la abatida Jerusalén.

Los residentes en la ciudad pontificia, a cambio del honor de ser cives romani, transigirán con la tarea impuesta de la oración y con la renuncia solemne a ser soldados, oradores y hombres de Estado. No podrá negarse que esto envuelve una especie de privación de oficios no muy bien avenida con el espíritu expansivo de que se quiere hacer alarde y con el amor al progreso en todo y para todo. Al despedirse el mundo en su marcha triunfal, no solamente se deja detrás al Pontificado, sino también a unos millares de individuos que no tienen más motivo para quedar en la estación que el ser cives romani, ¡la mayor dignidad de los hombres veinte siglos hace! Para completar el cuadro del folleto, encerremos la ciudad de Roma en un cerco de sauces y cipreses.

El non possumus que el Pontífice ha pronunciado, creen los políticos de hoy que puede comprometer y compromete la suerte de Italia y la paz europea: pero esos políticos se equivocan: lo que compromete la suerte de Italia y la paz de Europa es el desatentado espíritu revolucionario, cuyo influjo gravita con horrorosa pesadumbre sobre todos los países. Parece mentira, dice con justicia un filósofo, que hoy que se acortan las distancias, que los pueblos se acercan, que la humanidad que, cuarenta siglos hace se despidió en las llanuras de Sennar, se congrega y da cita para levantar la Babel de la reunión, como antes había levantado la Babel de la dispersión; parece mentira que hoy las guerras sean más frecuentes, los trastornos se sucedan, las revoluciones se alteren cada día la faz de las sociedades, y la civilización sea azotada y escarnecida por los mismos que pretenden exaltarla.

VIII

El Pontificado debe transigir con las ideas del siglo: esta es una bella frase que se escapa de todos los labios y que pocas inteligencias se cuidan de explicar y esclarecer. ¿Cuáles son las ideas del siglo? ¿Este siglo, tiene ideas propias? Así han de plantearse las cuestiones, en vez de emplear el tiempo y la actividad en estéril gimnasia de palabras.

Para nosotros es indudable que este siglo tiene ideas de justicia, de la justicia de todos los siglos, ideas de engrandecimiento científico y artístico, ideas de recta y saludable gobernación: todas estas ideas acepta, acoge y favorece el Pontificado; hay de ello innumerables testimonios, y no hay la más leve prueba en contrario; pero si se quiere que la Santa Sede aplauda los movimientos populares que casi siempre toman por blanco de sus tiros la autoridad constituida; que santifique las usurpaciones y asienta con los que perturban la Europa y socavan los cimientos de las sociedades, se quiere un imposible; en este sentido el Pontificado no transige con las ideas del siglo.

Vaya de una vez el argumento máximo: los Papas son enemigos de la libertad. Queremos suponer que se trata de la libertad política considerada a toda la altura de la ciencia del derecho público; no de la libertad de gritar por las calles y de promover motines, como generalmente la entienden las masas ineducadas; pues bien: la verdadera, la genuina, la noble libertad política, cuyos amantes son los liberales honrados, los liberales en la sana acepción de la palabra, ni está reñida con el Pontificado, ni tiene hacia el Pontificado más que motivos de eterno agradecimiento. Siendo la moral cristiana, la escuela única donde se aprenden las nociones de la autoridad sin tiranía y de la obediencia sin servidumbre, en vano se intentará presentar, no ya como rivales, pero ni siquiera como poco simpáticas, a la Iglesia Católica y la libertad política.

Y es ciertamente una gran lección en que apenas se medita, que aquellos que más blasonan de liberales, y más desvío muestran respecto del Pontificado, sean los que por dar quizá escasa importancia al elemento católico, que es el primero y más seguro elemento de gobierno, se ven en la dura precisión de acudir a los toscos recursos de la fuerza, a multiplicar la policía, y a poner los más altos intereses de la sociedad bajo la exclusiva protección de las bayonetas; esto es, a ser lo menos liberales posible, a sofocarla libertad política en la red de hierro de los llamados medios de gobierno. No hay nada más fácil que denominarse liberal, y nada más difícil que saber serlo. «Yo amo la libertad del pensamiento, y la libertad de la tribuna, y la libertad de asociación, y todas las libertades; yo soy liberal, y aborrezco la teocracia, y la tiranía, y el absolutismo, y las tinieblas y la reacción»: así dicen muchos en Europa; y en fuerza de decirlo se lo creen que los eleve la suerte o la desgracia a las regiones del poder; que los convierta en depositarios de la autoridad; ¿qué sucede? Que la libertad del pensamiento comienza a serles molesta; que la libertad de la tribuna acaba por hacérseles insoportable; que la libertad de asociación ofrece mil peligros; en fin, que para evitar el extravío de las libertades, esto es, que para defenderse y defender al país contra sus propias doctrinas, tienen tal vez que aumentar la policía, y exigir mayores quintas y comprar algunos cañones: y las pobres muchedumbres, ineducadas se quedan; y las felicidades ofrecidas, en ofrecimiento; y la moral en baja; y las oleadas del pueblo en alza; y la libertad en los labios, y sólo en los labios; y los enemigos de la Iglesia en el festín; y el Pontificado en el huerto de las olivas.

IX

La Iglesia aborrece todas las tiranías: tiranos han sido los que en la serie de los siglos han hecho guerra implacable a la Iglesia.

Ella condena a los poderosos que abusan de su poder, y a los ricos que abusan de sus riquezas, y a los sabios que abusan de su saber; ella protege a los débiles con especial interés, y socorre a los pobres con maternal ternura, y enseña a los ignorantes con inextinguible amor; acepta todas las formas de gobierno, es decir, todas las manifestaciones justas del mando y de la obediencia; con todos los sistemas lealmente practicados puede vivir en perfecta armonía, y a todos sirve admirablemente con su ejemplo, y en todos influye con la verdad y pureza de sus máximas.

A los que declaran al Pontificado enemigo de los modernos adelantos de la industria, responde el Sumo Pontífice haciendo al alambre eléctrico mensajero de sus palabras de bendición, fomentando las obras públicas de sus Estados, y fiando su sagrada persona al impulso del vapor.

Persuadido estaba el gobierno pontificio de la conveniencia de introducir saludables reformas, cuando las acometió con vigorosa iniciativa: el giro torcido con que a tan noble conducta correspondieron los italianos, vino a terminar en la desastrosa República que ensangrentó las calles de la capital y armó el puñal del asesino; se dirá: ¿por qué el Pontífice no acomete de nuevo las reformas? La respuesta es muy sencilla: porque el espíritu revolucionario, mejor diremos, el Piamonte ayudado por los enemigos de la Iglesia, valiéndose de públicas y secretas sugestiones, ha creado en Italia una especie de contradicción deplorable y deplorada entre los intereses nacionales y el Pontificado. ¿Podrá nadie negar que desde 1849 el Piamonte, por virtud de sus leyes y sus repetidas vejaciones al episcopado y al clero, se ha puesto en ardiente lucha con la Santa Sede? ¿Y no es igualmente cierto que cuantos de entonces acá deseaban reformas en los Estados del Papa, alababan y enaltecían la conducta del Piamonte? En semejante situación no hay por qué extrañarse de que Pío IX resista a la idea de reformas indicadas por enemigos del Pontificado, y complicadas con evidentes y funestísimas tendencias anticatólicas.

El divorcio que se quiere establecer entre Roma e Italia es verdaderamente una gran desgracia, como es una gran verdad que ni Roma ni Italia asegurarán su paz ínterin no cese el divorcio; pero estúdiense los hechos con espíritu imparcial, depóngase toda pasión política al emitir juicio acerca de los causantes de tal separación, y no habrá uno sólo de cuantos hombres pensadores tiene Europa que atribuya la culpa a Pío IX. Nadie ignora, en efecto, que la ambición sarda por una parte, y la propaganda de los protestantes por otra, y el oro de los judíos a su vez, han creado una situación gravísima en que, no ya la soberanía pontificia es atacada, sino el Pontificado mismo horriblemente combatido.

La idea de una gran monarquía italiana, poderosa rival de las naciones europeas de primer orden, señoreando en los políticos que forman la corte de Turín, y guiando todos sus actos, a contar desde la guerra de Oriente y aun antes, han hecho que poco a poco la casa de Saboya, olvidando las más gloriosas tradiciones, vaya colocándose enfrente de los tronos legítimos de Italia, y lo que es por extremo doloroso, enfrente del trono pontificio, el más antiguo, el más indisputable, el más venerando de todos. Para lograr sus fines, el Piamonte ha tenido que echarse en brazos de la revolución; y en brazos de la revolución camina meses hace a merced de los rencorosos enemigos de la Santa Sede.

¿Cuáles son las consecuencias de semejante desgracia? Que en la revuelta Italia se multiplican las sociedades y las escuelas reformistas; que al frente de estas sociedades se colocan los caudillos de la revolución política; que la guerra toma un matiz religioso muy pronunciado, y que el protestantismo convierte en su pro la sobreexcitación de los ánimos, el imperio de las pasiones, y sobre todo la ignorancia de las turbulentas muchedumbres, halagando a los corifeos, ebrios de orgullo, y atizando el fuego de la soberbia y de la rebelión con mentidas promesas y con indignas calumnias. En tanto el astuto judaísmo aprovecha a su vez, y sobre seguro la locura revolucionaria.