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ArribaAbajoCapítulo VIII

De la llamada escuela neo-católica


I

¿Qué se entiende por neo-catolicismo? Nadie ha dado, que sepamos, una definición seria y razonable. Se abusa de la palabra, y no se la explica; esto puede ser obra de la ignorancia, y puede también ser obra de la malicia. Esclareceremos el punto hasta donde nuestras fuerzas lo permitan.

No hay más que un catolicismo, no hay más que una verdad: el catolicismo, como verdad del cielo, no está sujeto a los períodos de muerte y renovación que son propios de las obras puramente humanas; neo-catolicismo tanto vale como catolicismo nuevo; y tratándose de la verdad absoluta, no hay novedad ni vejez: todo lo que no sea el catolicismo de siempre quod semper, quod ubique, quod ab omnibus, no es catolicismo. Acontece con frecuencia que los enemigos de una institución fuerte y respetable, para llevar a cabo su descrédito, y a ser posible su ruina, no la acometen de frente tal cual es, sino que la revisten de alguna circunstancia odiosa, la desfiguran a fin de que el ataque escandalice menos, pero destruya más. Los enemigos sistemáticos del poder real, jamás en sus diatribas usan de la palabra monarquía; prefieren siempre la de despotismo. ¿Podrá ser que a semejanza de los adversarios de la verdad monárquica, los adversarios de la verdad católica pretendan atacarla bajo el carácter y nombre de neo-catolicismo? Campo muy dilatado ofrece a la sospecha y al temor la saña con que combaten y denuestan una escuela que no se toman el trabajo de examinar; una escuela cuyas doctrinas no exponen y analizan; una escuela, en fin, de que sólo ven brotar hipócritas y malvados, a la manera que los antimonárquicos no conocen más soberanos en sus libros y en sus pláticas que Dionisios de Siracusa, Nerones de Roma y Pedros de Castilla.

La escuela neo-católica es una especie de fénix científico y político, de quien todo el mundo habla y que nadie en el mundo ha visto.

¿Nadie?... Oímos ya que nos preguntan de diversas partes. ¿Nadie ha visto la escuela neo-católica? ¿Nadie ha leído las obras de Maistre de Chateaubriand y de Donoso Cortés? ¿Nadie ha observado la marcha de ciertos políticos? ¿Nadie ha comprendido que sobre los preceptos y verdades de la religión hay quien desea fundar y organizar todo un sistema político? ¿Nadie ha parado mientes en la influencia que al clero dan algunos hombres, y en el empeño que muestran por enfervorizarse a toda hora y aparecer en puntos de autoridad más realistas que el rey, y en puntos de religión más papistas que el pontífice? ¿Y pensáis que esos hombres conforman sus obras con sus palabras, practican lo que predican y adoran lo que ponderan? ¿Pensáis que su objeto es otro que halagar a la crédula multitud y vivir holgadamente a la sombra del árbol de la verdad que jamás cultivaron, y del que tal vez hicieron leña en épocas no remotas de su vida?...

Nada hay más fácil que satisfacer cumplidamente a estas abrumadoras interrogaciones.

Para asegurar que la escuela neo-católica consiste en un grupo de políticos que explota las verdades religiosas en pro de sus intereses puramente mundanos, es de previa e indispensable necesidad probar que esos hombres no sienten lo que dicen; probar que el que una vez erró, no puede volver al camino de la sana doctrina; probar, en fin, que la humanidad es tan mala y depravada, que sólo usa el lenguaje del bien para disfrazar y hacer simpática la repugnante figura del mal; y tal prueba es imposible, absurda y anticristiana; de donde lógicamente se desprende que la escuela neo-católica, según el vulgo nos la describe, tiene por exclusivo fundamento un pecado contra la caridad, un juicio precipitado y malévolo, un agravio al prójimo, a quien debemos amar como a nosotros mismos.

II

La ley de la caridad, la ley de la verdad, que son altísimas leyes de bienestar social, nos mandan creer a nuestros hermanos por lo que dicen; el día en que la palabra humana pierda su eficacia, habrán retrocedido las sociedades desde los últimos términos de la razón ilustrada por la fe, hasta los sombríos confines del instinto. El sistema de no creer la verdad a título de que no la cree el que la predica, es un sistema diabólico, por cuanto goza del privilegio, diabólico también, de no ser aplicado más que a las verdades religiosas. Digamos a un filósofo moderno que Kant no sentía lo que escribió; que Hegel profesa una doctrina diversa de la que en sus libros desenvuelve; que Voltaire amaba al pontificado en el secreto de su alma; que Volney era de labios adentro un perfectísimo creyente; ¿y qué nos responderán los filósofos modernos? Después de una serie de epigramas, nos recordarán quizá que ex abundantia cordis os loquitar. ¿Nos estará por ventura prohibido aplicar a nuestra vez esta máxima de la eterna sabiduría?

Queremos hacer al vulgo una concesión; queremos admitir que haya hombres en quienes la viveza de la fe no corresponda a la elocuencia de las palabras. No somos tan optimistas que neguemos en nuestro siglo y en nuestros días un vicio que es de todos los siglos y de todas las épocas; la hipocresía. Desde el tétrico fariseísmo hasta el jansenismo astuto hay en la historia, no sólo individualidades, sino sectas enteras, que profesando en ciertas doctrinas un rigorismo intransigente, muestran en otras una deplorable laxitud; y a nadie que sepamos había ocurrido hasta ahora fundar toda una escuela sobre la base de un vicio, ya real y efectivo, ya simplemente creado por la calumnia. La verdad es siempre una, la enseñanza evangélica siempre es buena y pura, sean cuyos fueren los labios de donde brote, a la manera que el agua cristalina y limpia no altera su naturaleza y cualidades porque llegue a nosotros en caño de oro, o porque descienda de caño de barro.

Vengamos pues al terreno de la lógica rigorosa: ¿se trata de doctrinas, o se trata de personas? El llamado neo-catolicismo, ¿es o no el conjunto de verdades religiosas y morales que en todo tiempo ha profesado, defendido y predicado la Iglesia católica-apostólica-romana? Los llamados neo-católicos propalan doctrinas nuevas en sí, o nuevas solamente en sus labios? En una palabra, el neo-catolicismo ¿está en la predicación, o está en los predicadores?

No tenemos noticia de que en los libros ni en los escritos de todo género pertenecientes a filósofos y a políticos de los que el vulgo (siempre dispuesto a repetir las voces que no entiende) llama neo-católicos, se contenga ningún nuevo sistema religioso, ni se emitan otras verdades que las recibidas y acatadas por la Iglesia. ¿Por qué, pues, es nuevo (neo) ese catolicismo?

Es preciso hablar con franqueza, ir en busca de la verdad hasta descubrirla, y una vez descubierta, exponerla sin rodeos. Desde el momento en que sonó por primera vez el fatídico nombre de neo-catolicismo, comprendimos (y no fue ningún prodigio de perspicacia) que empezaba a descargar la tempestad formada por los negros vapores del error sobre la verdad católica. Desde luego nos ocurrió esta pregunta sencillísima: son católicos viejos los enemigos de los neo-católicos? Y una triste experiencia nos ha proporcionado el convencimiento de que, tratándose de ese partido imaginario, de esa escuela creado ad hoc por sus propios enemigos, no es lo de neo lo que se combate por ellos; es lo de catolicismo lo que excita sus iras y ocasiona sus ataques. Combatir el catolicismo crudamente, a sangre fría, era empresa arriesgada; que no llega a tal punto en España la negligencia de los gobernantes, ni la tolerancia de las leves; fue preciso disfrazar un poco la víctima para asegurar los golpes: imponer un nombre nuevo, y maltratar la idea antigua. ¿Qué otro objeto pudo tenor la forzada creación de una escuela que debe la existencia al tenaz empeño de sus adversarios?

III

Si se nos dice que el neo-catolicismo es simplemente un partido político como tantos otros que han nacido, y crecido y muerto en el vasto campo de nuestras disensiones intestinas, todavía tendremos un grave cargo que hacer: el cargo de que se emplee un nombre augusto para un objeto baladí; el nombre de una doctrina universal, civilizadora, divina, para expresar una fracción de fracción, una parcialidad de las mil que combaten por los menguados intereses de la tierra, con las armas de la soberbia humana. El todo no puede ni debe confundirse con la parte; y el catolicismo es el magnífico todo, capaz de abarcar y comprender en sí cuantos partidos políticos y formas de gobierno se funden en los principios eternos de autoridad, justicia y orden. El catolicismo es la vida, y vivifica a todo cuanto con él hace alianza.

IV

El llamado neo-catolicismo, ¿es, por ventura, en política el absolutismo? Así parece que lo entiende el vulgo de los hombres políticos; pero el vulgo rara vez tiene razón. Antiquísima es la forma de gobierno absoluto: desde Saúl hasta el actual emperador de Rusia medían algunos siglos y algunas monarquías absolutas; mil y ochocientos años hace que el catolicismo vive, y vive en perfecta armonía con monarquías y con repúblicas, con aristocracias y con oligarquías; diez y nueve siglos han tardado los hombres en averiguar que el catolicismo nuevo es ni más ni menos el absolutismo antiguo. La lógica se pierde en el camino de estas sutilezas, y retrocede entre indignada y rendida.

¿Tendrá algo el neo-catolicismo de aquella escuela tradicionalista, aniquiladora de la razón, escuela censurada por el Sumo Pontífice Gregorio XVI en una famosa encíclica? En nuestro juicio no debe ser eso el neo-catolicismo, porque multitud de escritores tenidos por neo-católicos hacen la debida justicia a la verdad teológica y filosófica, respetan el rationabile obsequium del Apóstol, y defienden la razón en su legítima esfera, considerándola como el precioso vestíbulo que da entrada al santuario de la fe.

¿El neo-catolicismo es por ventura el ultra-montanismo? En estos tiempos de borrasca científica en que salen a la superficie los sedimentos del fondo, han resucitado las antiguas contiendas de la llamada escuela ultramontana; pero con tan escasa oportunidad y con tan menguada fortuna, que apenas hay escritores verdaderamente graves que se ocupen en semejantes pequeñeces, relegadas como están a la pobre categoría de lugares comunes, muy buenos para canonistas principiantes, pero impropios ya de los razonadores sabios y prudentes.

El ultramontanismo y el regalismo se concebían sin dificultad en aquellas épocas de apogeo para la Iglesia, cuando por circunstancias del momento sus intereses chocaban en algo con los intereses del Estado; cuando la Iglesia representaba un poder magnífico; y por no estar bien determinados los límites entre el sacerdocio y el imperio, se originaban conflictos y se alegaban razones, y se defendían, en fin, con igual ardor los derechos de una y otra potestad; pero cuando todo ha desaparecido; cuando el poder material de la Iglesia ha dejado de existir; cuando después del Concilio de Trento, los concordatos celebrados entre la Santa Sede y los soberanos de Europa han puesto término a los antiguos conflictos; cuando las fronteras del sacerdocio y del imperio están perfectamente deslindadas; cuando la Iglesia por una serie de cesiones se ha despojado de gran parte de los elementos que antes constituían su fuerza física, ¿quién podrá hablar en serio de ultramontanismo y de regalismo? Solamente los exhumadores de muertas doctrinas, especie de arqueólogos del error, pueden confundir el ultramontanismo de aquellos tiempos de la universidad de Bolonia en que se debatía, digámoslo así, el derecho constituyente, con el llamado neo-catolicismo de estos tiempos en que el derecho está constituido, en que ni la escuela ni el nombre tienen ya razón de ser. Hoy la ciencia debe reconocer y confesar que a este y al otro lado de los montes la verdad es verdad, la mentira es mentira, y la razón acaba por tener razón. Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César: he aquí la santa y sabia máxima que conjura las tempestades producidas en el horizonte de la ciencia y de la sociedad por el choque de las ya disueltas escuelas ultramontana y regalista.

Aun en sus tiempos de mayor pujanza el ultramontanismo para nada se refería a las verdades esenciales del dogma católico, ni pretendía añadir verdad alguna: su campo era la disciplina, que era también el campo del regalismo, cuyos partidarios, por el hecho de ser regalistas, ciertamente no eran tenidos por anticatólicos. Si, pues, en la época en que estas escuelas gozaban vida propia y se disputaban la influencia en las aulas, a nadie ocurrió confirmar a una de ellas con el extraño nombre de neo-catolicismo, ¿cómo podrá probarse que hoy resucita aquella escuela con ese extraño nombre, hoy que cabalmente carece de objeto y de toda aplicación?

El llamado neo-catolicismo no pasa, pues, de ser como partido político una quimera, como escuela religiosa un absurdo. El neo-catolicismo es una, entidad moral que no es por sí, sino por cuanto quieren que sea los enemigos del catolicismo. El neo-catolicismo no habla; pero se habla del neo-catolicismo: la única prueba positiva que hay de que exista el llamado neo-catolicismo es la guerra sin tregua que bajo este nombre se hace a la verdad católica.

V

Estudiando atentamente el fenómeno de la gritería promovida con motivo de ese neo-catolicismo que nadie define, que nadie profesa, y nadie acepta, meditando sobre el origen que pueda tener ese partido, escuela, secta o como quiera llamarse, hemos obtenido las siguientes deducciones.

Ha habido un tiempo en España, tiempo no muy lejano de nosotros, en que dominando los vientos que produjeron en Francia la horrible tempestad de 1793, hízose de moda el no creer; moda añeja, de mal gusto, como que viniendo del otro lado de los Pirineos, tardaba en el viaje cuarenta años, plazo en el cual ya las ideas francesas habían sufrido dos o tres evoluciones. ¡Cosa rara! Cuando el catolicismo era proclamado en Francia como única escuela civilizadora; cuando al impulso de escritores como Chateaubriand se verificaba una reacción en pro de las verdades eternas y de las doctrinas de justicia y de orden, en España regía el modelo atrasado, e imperaba una especie de romanticismo de la impiedad, que bien a las claras demostraba el deplorable retroceso en que vivíamos. Y de tal manera gravitaba la tiranía de la moda sobre los hombres del siglo, que hasta los creyentes, faltos de valor y temerosos de pasar por oscurantistas, se disfrazaban de espíritus fuertes, y fingiendo no creer ni practicar hacían causa común con los declarados enemigos del catolicismo.

Duró esta pobre manía algunos años; y la moda empezó a pasar. Las complicaciones interiores y exteriores, el curso de los sucesos y de los tiempos, el gusto por el estudio de las ciencias morales y políticas, el ejemplo de algunos grandes pensadores de Europa y sobre todo la fuerza misma de la verdad, hicieron imposible la continuación de una comedia en que la mitad de los actores no podían ya con el peso de su papel. Suscitáronse cuestiones; fue preciso hablar; fue preciso aparecer ante el mundo con la faz descubierta; afiliarse francamente bajo la bandera del catolicismo, combatido en muchas partes a nombre de la filosofía y de la política, o bajo la bandera de la emancipación religiosa, donde caben todos los errores y todos los absurdos.

Sucedió que muchos incrédulos por debilidad y por moda, pero creyentes en el fondo de su alma, tuvieron el necesario valor para romper con la moda, y alejarse de la farsa por tantos años sostenida No empezaron entonces a creer; empezaron a confesar que habían creído siempre; empezaron a ser sinceros; y los no creyentes que vieron este cambio, sin poder explicárselo, que vieron desertar de sus filas a los campeones quizá más ilustres, gritaron: «deserción, deserción: he ahí los nuevos convertidos; he ahí los nuevos devotos; he ahí los neo-católicos».

Éste es a nuestros ojos el principio genuino, el verdadero origen del llamado neo-catolicismo. Claro está que por una parte el vulgo, y por otra el espíritu de partido que todo lo corrompe y envenena, han dado a aquella palabra una significación arbitraria y a todas luces inexacta, trayendo en mal hora un nombre venerando para descargar sobre él, con pretexto de la política, los golpes más rudos y escandalosos.

VI

Una observación para concluir: conocemos un neo-catolicismo, o más bien un neo-cristianismo, un catolicismo sui generis, contra el cual conviene estar prevenidos y avisados; Consiste esa especie de escuela en invocar a todas horas el Evangelio santo y propagar los errores más funestos; adorar a Jesucristo por cuanto humilde, por cuanto pobre, y hostilizar a su Iglesia y levantarse contra su Vicario sobre la tierra. Este catolicismo no debe en rigor llamarse neo o nuevo, porque es una secta antigua, tan antigua, que se remonta a los tiempos de Juliano. Entonces, como ahora, se decía que los clérigos nada tenían que ver con la sociedad; que los bienes debían quitarse a las Iglesias, para que así los ministros del altar se entregasen con mayor celo al cuidado espiritual de los fieles; entonces, como ahora, se invocaban las sublimes palabras: Regnum meum non est de hoc mundo, y dándoles una interpretación material y torcida, se anteponían como excusa a los atropellos más violentos, a las espoliaciones más crueles. Aquel mentido catolicismo, diabólicamente hipócrita, y otro catolicismo ditirámbico, que hay en la actualidad, a manera del canto engañoso de la sirena, se parecen mucho en sus palabras y en sus obras: no habría inconveniente en llamarle ahora neo-catolicismo, o mejor todavía, pseudocatolicismo. Verdaderamente no conocemos hipocresía más extraña, ni más funesto sistema contra la verdad, ni más horrenda enseñanza para la muchedumbre ineducada. «Hay una casta, dice el mismo Dios en el libro de los Proverbios, que se tiene por pura, y sin embargo no está lavada de manchas; una casta cuyos ojos son altivos y sus párpados alzados a lo alto.» Y en otro libro: «Hay quien se humilla maliciosamente, y sus entrañas están llenas de engaño.» No parece sino que para los espíritus soberbios de nuestra época escribió Isaías estas palabras: «Y dijo el Señor: porque este pueblo se me acerca con su boca y con sus labios me honra; mas su corazón está lejos de mí; y me dieron culto, según mandatos y doctrinas de hombres.» San Pablo, en una de sus Epístolas, asegura que llegarán tiempos en que «apostatarán algunos de la fe, dando oídos a espíritus de error y a doctrinas de demonios, que con hipocresía hablarán mentira, y que tendrán cautivada su conciencia.»

Si no son estos los tiempos a que San Pablo se refería, convengamos en que los caracteres de la moderna propaganda anti-católica, en el seno del catolicismo, tienen muchos puntos de contacto con aquella predicción, pues pocas veces la soberbia ha logrado mayores triunfos, ni el error ha contado con tantos y tan ardorosos partidarios.

Si la llamada escuela neo-católica fuese el absolutismo, poco tendría que temer de ella la sociedad: el absolutismo es una doctrina política, y su esfera no se extiende a ciertos intereses vitales para los pueblos y para las familias. Si la llamada escuela neo-católica fuera el ultramontanismo, poco debiera importar; pues las cuestiones entre ultramontanos y regalistas quedan ya relegadas a las aulas de Derecho. Si la llamada escuela neo-católica fuese una entidad real y verdadera, poco podría influir, por cualquier lado que se la considerase, en los destinos de las sociedades modernas. No así la escuela pseudo-cristiana, que mira la religión como un sistema apreciable; que con las frases más dulces predica las negaciones más horrendas; secta de escribas y fariseos de quienes dijo San Mateo: «Sois semejantes a los sepulcros blanqueados, que parecen de fuera hermosos a los hombres, y dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad. Así también vosotros, de fuera os mostráis en verdad justos a los hombres; mas de dentro estáis llenos de iniquidad y de hipocresía.» Contra esta malhadada escuela, que es enemiga de toda autoridad, empezando por la de los hombres y concluyendo por la de Dios, han de encaminarse las ciencias morales y políticas para asegurar sobre la tierra el imperio de la verdad, de la bondad y de la belleza.




ArribaAbajoCapítulo IX

La fe.- El dogma.- Las ciencias


I

He aquí un dilema cuya fuerza no intentará negar el audaz racionalismo de nuestros días: o el hombre nace, crece y muere en la tierra como una planta que piensa, y sin más relaciones ni más responsabilidad moral, sin más transcendencia que la de las otras plantas que no piensan, o el hombre tiene sobre la tierra un alto destino que cumplir, y sus acciones transcienden a otra esfera; más claro: o no hay en el hombre más que polvo que vuelve al polvo, o hay en el hombre algo impalpable, indestructible, inmortal; o brilla o no brilla en el alma, que ahora dicen los filósofos el yo humano, aquel lumen vultus domini cantado por el poeta de los siglos.

Si el hombre es tierra y nada más que tierra, que no lo divinicen los racionalistas; si en el hombre hay algo inmortal que lo asemeja con su Criador, ese algo ha menester de un alimento que no es el pan: non in solo pane vivit homo.

El alma humana ilustre desterrada que espera en el mundo el término de su peregrinación, no puede considerarse solitaria y aislada, sin comunicaciones con la patria de donde viene y por la cual suspira. La ciudad del mundo está muy lejos de la ciudad de Dios: la vista de los mortales ni alcanza a descubrir las maravillas eternas, el collado magnífico de la Santidad; pero el alma católica recibe un resplandor inexplicable; una ráfaga luminosa rasga el velo que oculta aquellas maravillas, y el alma se inunda en gozo purísimo, reconoce toda su grandeza: se realiza el misterio de la fe.

Dios en su infinita sabiduría, y en su bondad también infinita, hizo merced al género humano de ciertas verdades capitales, ya grabándolas en el corazón del hombre, ya dictándolas en sus santos Testamentos, ya comunicándolas por la tradición y por el infalible conducto de su Iglesia: las almas que yacen en tinieblas y en angustiosa soledad cerradas al resplandor de lo alto, no creen esas verdades, porque a esas verdades no alcanza la vista de la materia: ¡desdichados los que no ven sino con los ojos de la materia! Para las almas sin fe no hay creencias, no hay verdades, no hay dogma.

El hombre que dirige hacia arriba la vista y ve, tiene fe: el hombre que dirige la vista en derredor suyo y ve, tiene ciencia.

II

¿Es posible la ceguera absoluta del alma, la carencia completa de fe?

Es preciso volver al dilema propuesto: o hay o no hay inteligencia en el hombre: si no la hay, debe ser considerado el hombre como el rey destronado del mundo animal: el león le aventaja en fuerza, y el águila en ligereza. Admitida la inteligencia, hasta por el más obstinado escepticismo hay que admitir que la verdad constituye la perfección, el estado de reposo, el bienestar de la inteligencia: el error no existe por sí; no es algo positivo; como el frío es la ausencia del calórico, el error es la negación de la verdad; es un estado anormal de la inteligencia, es una verdadera desgracia moral; no puede, pues, el error ser alimento del alma; es por el contrario una enfermedad del alma causada por la falta del alimento sano de la verdad.

La duda ha de considerarse como otra gran desgracia del orden intelectual y moral. No puede concebirse nada más desconsolador que la duda: los que dudan por sistema no tienen como dice Lacordaire, ni la paz de la ignorancia, ni siquiera la paz del error: ven demasiado para no saber, y ven poco para conocer. La duda es una horrible angustia del alma. El pirronismo nos parecerá siempre un cuartel de inválidos de la religión y de la filosofía.

Volvamos a la verdad. Balmes la define diciendo que es la realidad de las cosas; pero esta definición, consignada en el primer capítulo de El criterio, no basta a nuestro propósito. ¿Y qué se entiende por realidad de las cosas? Llegaríamos tal vez a una petición de principio si intentásemos analizar estas palabras.

La verdad no es solamente el mundo real y visible: la verdad es lo que es: y el ser, como dice un gran filósofo católico de nuestros días, es la unidad absoluta, eterna, infinita, pluralidad sin divisiones, océano sin playas, centro sin circunferencia: ego sum qui sum, escribió Dios en las páginas del Antiguo Testamento: ego sum veritas ha escrito en las del Testamento Nuevo. Dios es la verdad absoluta, la afirmación suprema; por eso pudo decir Donoso Cortés que posee la verdad política el que conoce las leyes a que están sujetos los gobiernos; posee la verdad social el que conoce las leyes a que están sujetas las sociedades humanas: conoce estas leyes el que conoce a Dios; conoce a Dios el que oye lo que Él afirma de sí y cree lo mismo que oye; y como la Teología es la ciencia que tiene por objeto estas afirmaciones, dedujo el ilustre pensador que toda afirmación relativa a la sociedad o al gobierno supone una afirmación relativa a Dios; o lo que es lo mismo, que toda verdad política o social se convierte forzosamente en una verdad teológica.

No creemos que hay necesidad de ir tan adelante en las deducciones para probar que en Dios está el centro de la verdad absoluta, centro del cual parten los rayos que hiriendo la inteligencia humana producen la luz, y merced a la luz el conocimiento de la verdad; y de verdad en verdad, las series de verdades que se llaman ciencias.

Preguntó Pilatos a Jesucristo diez y ocho siglos hace «¿Quid est veritas?» y sin esperar la respuesta salió de la estancia; todas las escuelas anticatólicas, señaladamente el racionalismo, están haciendo igual pregunta sin tener paciencia ni humildad para escuchar la respuesta. La multitud de libros que diariamente brota de las prensas extranjeras y aun de las nacionales; la ardiente y nunca terminada polémica filosófica y religiosa; la lucha del periodismo la inquietud de los gobiernos, la zozobra de las sociedades, ¿qué otra cosa son sino un grito desesperado del siglo XIX que pregunta a sus políticos y a sus filósofos, a sus literatos y a sus artistas, quid est veritas, decidme qué es la verdad, dónde está la verdad, yo necesito a toda costa conocer la verdad y seguirla, porque tanta mentira me ahoga, porque tanta duda me aniquila?

La agitación febril que domina los cerebros, la incertidumbre que por do quiera reina, ocasionan un movimiento científico en la generación actual, pero movimiento raro, anómalo, parecido al de un reloj descompuesto que adelanta y atrasa sin obedecer a la ley mecánica a que el artífice lo sujetó. Los hombres de hoy apenas tienen tiempo para pensar, porque lo necesitan todo para escribir; mejor dicho, hoy pensamos escribiendo, y así la mayor parte de los libros que salen a luz parecen borradores inconexos de verdades y de mentiras, de aciertos y desaciertos, y a veces de bellezas y de absurdos: puede asegurarse que hoy el mundo científico va y vuelve, corre y se fatiga, anda y desanda, no como quien busca un término fijo y codiciado, sino como quien busca algo que ha perdido y no encuentra: lo que busca el mundo científico es precisamente la verdad: y no ha de encontrarla ínterin no traiga en su auxilio la luz esplendorosa de la fe.

III

-No imaginamos nosotros, como algunos escritores demasiado tétricos, que la fe está perdida en la generación actual; creemos más bien que la fe está amortiguada; despertarla, es la principal empresa del filósofo católico. Mejor que llorar sin consuelo sobre las ruinas de la fe, como Jeremías sobre las ruinas de la ciudad santa, es combatir por la causa de la verdad, que no está perdida, sino maltratada, como los Macabeos por la independencia y gloria de Israel.

El que dijere «yo no tengo fe, ni quiero tenerla, yo no creo ni quiero creer», miente, se engaña a sí mismo: esos desdichados que niegan a Dios y se ríen del dogma, son capaces de creer a una gitana aventurera, o de tomar en serio una historia de duendes y de vestiglos. No hay un solo mortal que no crea, dado que esté en el pleno goce de las potencias del alma; no hay, pues, necesidad de formar, sino de reformar el instinto de credulidad: no hay que infundirlo; hay que educarlo; hay que encaminarlo al bien; hay que nutrir las inteligencias con el alimento de la verdad.

Dios no niega la inteligencia a los malvados: hay hombres que se resisten a creer las verdades dogmáticas, el orden sobrenatural de la religión, y que sin embargo hacen descubrimientos en las ciencias humanas, y brillan en ellos con singular fortuna; cierto. No puede darse un mayor enemigo de Dios que Satanás; y Satanás sabe: su ciencia es de perdición, de tinieblas; pero sabe: así muchos mortales que militan bajo las banderas de ese rey de las tinieblas adelantan maravillosamente en las ciencias, y fascinan a la multitud con el doloroso ejemplo de cómo pueden ser compatibles con el marasmo de la fe los vuelos de la inteligencia. Probaremos a explicar este fenómeno.

Es preciso distinguir entre el hombre de ciencia y el hombre sabio: el cerebro de un hombre sin fe católica puede ser un gran depósito de ciencia: la facultad de aprender es independiente de la obligación de creer; pero la idea de sabio lleva consigo la idea de un conocimiento perfecto, la continencia del espíritu en los justos límites de la razón ilustrada por la luz de lo alto, la humildad de corazón, la rectitud en el juicio y la firmeza en la verdad. «En alma malévola no entrará la sabiduría», ha dicho el mismo Dios; y no ha dicho «no entrará la ciencia».

Pero los hombres de ciencia que hacen alardes de escepticismo o de ateísmo, ¿deberán ser creídos en este punto bajo su palabra? El vulgo nos presentará tal vez esta objeción: «yo conozco muchos filósofos que no admiten la revelación, ni la autoridad de la Iglesia, ni la eternidad de las penas, y pasan por grandes filósofos, y escriben obras, y el mundo los acata por su talento: yo conozco físicos y matemáticos que no se cuidan de la Trinidad ni hacen vida de católicos, y sin embargo inventan muy buenas máquinas y construyen ferrocarriles admirables: yo conozco por último banqueros y hacendistas que no creen en más vida que la presente, y aun en ésta creen con ciertas restricciones, y sin embargo hacen habilísimos cálculos y muy diestras jugadas que les proporcionan cuantiosos resultados». ¿No es verdad que dice esto el vulgo todos los días y a todas horas? Procuraremos contestar.

No es cierto que no crean absolutamente en nada, ni esos filósofos, ni esos físicos, ni esos banqueros. El filósofo, o no filosofa, o admite por necesidad algunas verdades; la negación no puede servirle para establecer la razón de las cosas: creerá siquiera en el yo humano; siquiera aceptará el cogito ergo sum: el físico, claro está que tiene que fundar sus descubrimientos sobre las inmutables leyes de la naturaleza: el banquero no ha de aventurar sus capitales sin conocer el camino que llevan y el término a que pueden llegar: es decir, que aun tratándose de incrédulos, el filósofo cree en la supremacía del yo; el físico cree en las leyes de los cuerpos; el banquero cree en las ventajas del negocio: resulta, pues, que creen todos y todavía resulta más: que tienen todos fe; el filósofo racionalista, en la razón humana; el físico materialista, en la materia; el banquero, en la operación. Y no es una fe tibia y endeble, sino ardiente y vigorosa; y porque el filósofo y el físico y el banquero emplean toda su fe en el respectivo objeto mencionado, y porque destierran de su cabeza y de su corazón toda idea y todo afecto que no halague sus instintos, y porque se adoran a sí mismos adorando sus propias obras, y esta adoración les basta, por eso cabalmente aparentan negar verdades que no han considerado, y rechazar doctrinas que les parecen aborrecibles, porque están en un lenguaje que no comprenden, y señalan un punto adonde no alcanza su alma, aplanada bajo el poder de los sentidos y presa en el estrecho recinto de la materia.

Saber (scire) es adquirir conocimientos, acumular doctrinas: ser verdadero sabio (sapere ad sobrietatem) es ordenar las doctrinas, regularizar los conocimientos, y encaminar unos y otras al fin más saludable y fecundo: la ciencia enorgullece (sciencia inflat), y es soberbia y audaz; la sabiduría vivifica, y es humilde y sencilla, como que tiene por principio el temor de Dios (initium sapientiae timor Domini). Así, pues, indudablemente hay ciencia en los tres tipos que hemos presentado como objeción del vulgo: los tres saben: el filósofo hacer sofismas, el físico hacer máquinas, el banquero hacer riquezas; pero esta ciencia está muy lejos de ser sabiduría. En todos tiempos ha reconocido la Iglesia católica las radicales diferencias entre los sabios según la carne y los sabios según el espíritu, entre la falsa ciencia que conduce a los hombres al desvanecimiento, y a veces a la desesperación, y la verdadera sabiduría que les proporciona las delectaciones más puras y es fuente perenne de consuelos. El Apóstol Santiago, en su Epístola III, distingue la sabiduría que, no viene de lo alto y es terrena, material y diabólica, de aquella otra sabiduría que de arriba procede y es ante todo púdica, y amiga de la paz, modesta, equitativa, susceptible de todo bien, llena de misericordia y fecunda en frutos de obras buenas.

IV

Se ha dicho, y con exactitud, que el principio de la razón humana es un axioma; y que el más allá que columbra la razón humana, aquel espacio inmenso que, cae al otro lado de las fronteras de la inteligencia, es un misterio: ahora bien; ni el axioma se demuestra, porque no ha menester demostración, ni se demuestra el misterio, porque su naturaleza es la de ser indemostrable: divaga, pues, el racionalismo entre un axioma y un misterio, sin rumbo fijo, sin principio generador: «dadme una palanca y un punto de apoyo y moveré el universo», cuentan que dijo Arquímedes: ínterin el filósofo no tenía palanca y punto de apoyo, no intente mover el mundo de las ideas: el punto de apoyo que pedía el gran matemático debía estar colocado por necesidad fuera del universo; el punto de apoyo de que ha menester el filósofo, por precisión tiene que estar fuera y a distancia de su propia razón. El filósofo analiza, examina y explica, y sube de verdad en verdad hasta llegar a un término del cual no puede pasar, ni más ni menos que el aeronauta que se eleva en el espacio hasta tocar en capas de aire que sus pulmones no pueden respirar; cuando esto sucede, el aeronauta abre la válvula y desciende en busca de mejor atmósfera; el filósofo, que es a su vez un intrépido aeronauta del pensamiento, cuando llega a esas alturas en que la razón no respira bien, en vez de bajar, forcejea y lucha, y por más que hace no puede penetrar en la región de las verdades primeras: no quiere convencerse de que si las verdades primeras fueran demostrables dejarían de ser primeras porque supondrían otras anteriores que sirviesen a su comprobación: termina, pues, el axioma, y comienza el misterio. Un cuerpo abandonado en el espacio cae irremisiblemente buscando el centro de la tierra: la Física llama a este fenómeno ley de la gravedad. ¿Y cómo se explica la gravedad? Se explica por la ley de atracción de los cuerpos. ¿Y cómo se explica la ley de atracción de los cuerpos? No se explica, es un misterio: el Legislador dio al mundo la ley, pero en sus designios inescrutables se reservó la razón de la ley: es un decreto sin preámbulo.

Digan cuanto quieran los materialistas, no es posible que el alma humana prescinda del misterio: no sostendremos que en el alma humana haya una facultad ad hoc, que llaman algunos pensadores la facultad del misterio; pero si sostendremos que allí donde acaba la razón, no acaban las aspiraciones del alma, y estas aspiraciones del alma que se mueve hacia una esfera, que está más alta que la esfera en que la razón se agita, esta propensión al misterio, esta creencia intuitiva en algo que la razón no alcanza, constituyen un importante fenómeno psicológico que puede estudiarse en todas las épocas de la historia de la humanidad.

V

Dios, autor sapientísimo de todas las cosas, no se ha dignado comunicarlas todas al hombre; dotándolo liberalmente con los medios de conocer, con las facultades preciosas de aprender y agrandar la órbita de sus conocimientos, ha querido sin embargo que en la tierra tenga límite esa concesión, y ha dicho a la inteligencia humana, como al Océano: «de aquí no pasarás»; y a la manera que el Océano se agita, se alborota, levanta montañas gigantescas de olas, y produce espantosas tempestades, así la inteligencia de los soberbios, al tocar el confín señalado por el dedo de Dios, se revuelve, se agita, blasfema, niega y se desespera; mas ni el Océano con sus tempestades rebasa el límite trazado, ni el orgullo con sus locuras logra arrollar el misterioso velo de lo infinito: ese velo no se levanta para el alma ínterin está presa en la cárcel de la materia; el día en que, como dice con soberana belleza el Eclesiastés, rompa la cuerda de plata y se suelte la venda de oro, y se corra la garrucha al pozo y llegue el hombre a la casa de su paradero desde este valle donde todo es vanidad de vanidades y aflicción de espíritu, aquel día será el de la grande claridad para el alma justa, que todo lo verá como es en sí, y descubrirá el primer principio de las cosas, y bañada en los resplandores de la santidad, gozará con goce infinito y se alegrará con alegría inextinguible.

Si consultamos las falsas religiones de la antigüedad, si fijamos la vista en la India, en la Persia, en Egipto, en la misma Grecia, tenida por cuna de las ciencias y emporio de toda una civilización, hallamos una espesa niebla de misterios que casi toca la superficie de la tierra, y envuelve en obscuridad todas las inteligencias y rodea de tribulación todos los espíritus. Estaba reservado a la verdad católica, sol esplendoroso del orden intelectual y moral, alzar aquellas nieblas, purificar la atmósfera y traer luz a las inteligencias y calma a los corazones. El catolicismo tiene, pues, sus misterios, pero los tiene altos; altos como las nubes que se pierden en la inmensidad de los cielos, no bajos como las nieblas que prolongan indefinidamente el reinado de la noche. Todo lo que el misterio se ha remontado por obra del catolicismo, otro tanto ha ganado de espacio la inteligencia, otro tanto se han extendido los límites de la humana razón. En las remotas edades los misterios más ridículos gravitaban sobre las cabezas; diez y nueve siglos hace que el dogma augusto preside desde lo más alto y envía raudales de luz sobre, las inteligencias que se humillan y creen, como que es astro que ilumina los magníficos y dilatados horizontes de la ciencia verdadera.

Mucho supieron Aristóteles y Platón; grandes principios sentaron; su genio los condujo a transcendentales descubrimientos psicológicos e ideológicos: resumamos en ellos toda la filosofía de la culta Grecia, toda la filosofía del mundo antiguo. ¿En qué consiste que las obras de Aristóteles y Platón no valen tanto como el diminuto catecismo del P. Ripalda, y valen infinitamente menos que la primera página del Evangelio de San Juan? Consiste en que las obras de los grandes filósofos griegos se levantan penosamente sobre el nivel de la tierra, el sólo espacio que deja claro la niebla de los falsos misterios, mientras la gran filosofía católica se remonta con las alas de la fe hasta las alturas donde irradia el foco de las verdades; consiste en que aquellos genios de la antigüedad carecían de conocimientos que sólo el catolicismo ha traído para dicha de los pueblos y para base de las ciencias, señaladamente de las políticas y morales. La idea del pecado y de la rehabilitación, de la enfermedad del alma humana y de los medios de evitar sus estragos: la noción de la gracia y de la Providencia, de la igualdad ante Dios, de la autoridad, de la obediencia, de los premios y de los castigos, del origen y destino del hombre, y por tanto, del origen y destino de las sociedades, son puntos luminosos en el campo de la ciencia: prescindamos de ellos, y la ciencia se convierte en caos; y si andando a tientas por el negro laberinto se da por acaso con alguna verdad, tendremos a Platón escribiendo de la unidad de Dios y de la inmortalidad del alma; es decir, tendremos al más grande de los filósofos deletreando trabajosamente, el rótulo de un libro que lee de corrido y aun sabe de memoria el más pequeño de los católicos.

VI

Muchos dicen: «yo creo en las celestiales máximas del Evangelio: me encanta aquella pureza, aquella ternura, aquella santidad en los consejos y en los preceptos: creo que el mundo sería feliz si cumpliera exactamente las saludables prescripciones evangélicas: creo que el libro de la moral católica es el gran libro de Política; pero, ¿qué necesidad hay de creer en los dogmas torturando la razón, y obligándola a que acepte lo que no alcanza, y a que asienta con lo que no comprende?» ¡Infelices! Cuando discurren de este modo, quieren engañarse a sí propios; quieren acallar el grito del alma que pide luz y verdad; no advierten que admitir y alabar la moral católica y negar la fe católica, es un contrasentido manifiesto. Supongamos un jardín labrado con exquisito esmero; crecen en él los árboles cargados de ricos frutos; embalsaman su ambiente las flores más delicadas; todo es allí belleza: las fuentes que surgen formando vistosos juegos; las cascadas artificiales que roban a las naturales su imponente majestad; las sombrías enramadas donde anidan millares de avecillas; todo es allí poético, todo es admirable. Un hombre que de repente se encontrara en tan delicioso lugar, aun cuando en él no oyera más ruido que el de las fuentes, ni viera otros seres vivos que los tiernos habitadores de la enramada, imaginaría, creería, afirmaría que aquellos portentos no eran fruto de la casualidad; que aquellas estatuas de alabastro no habían brotado del seno de la tierra; que aquellos jeroglíficos, formados en el suelo con flores de mil matices; que aquellos tazones de mármol, de donde se precipita el espumoso torrente de las cascadas, obra eran de la inteligencia, y acaso obra maestra de muy renombrado artista. Prescindamos del artista, y la obra no existe; ni los árboles crecen por naturaleza en líneas, paralelas y abriendo calles, ni las flores de los prados formando medallones o caprichosos dibujos, ni las fuentes de la montaña recogen su caudal en vasos tallados, ni lo vierten por caños de plata. Ahora bien: creer en la hermosura de ese jardín porque se la ve, y no creer en la existencia del jardinero porque no se le ve, sería un absurdo; pues un absurdo parecido es creer en la belleza de la moral católica porque se la ve y se la palpa, y no creer en la verdad de los dogmas porque esa verdad no puede ser vista ni palpada. Sin el artista no existirían los primores del jardín; sin los dogmas no existirían las grandezas de la moral.

La moral católica es lo bueno, es lo óptimo; es lo bueno y lo óptimo, porque en efecto lo es en sí; porque es conforme a la verdad eterna, a la justicia eterna, a las leyes inmutables del bien; dicen perfectamente los que esto dicen; mas si con esto quieren de mostrar que esa moral puede ser considerada con independencia del dogma se equivocan; y de que se equivocan, ponemos por testigos a los cuarenta siglos que precedieron a la era cristiana. Son conformes a la verdad eterna, a la justicia eterna, y a las leyes inmutables del bien, el amor al prójimo, la obediencia a los poderes constituidos, el perdón de los agravios, la piedad con el débil, la fraternidad, en fin, de todos los hijos de Adán; y sin embargo estas nociones tan sencillas no fueron conocidas del mundo antiguo; y no fueron conocidas ni aun de los mayores filósofos: los siete sabios de Grecia no las sospecharon siquiera hasta que la verdad católica brilló; hasta que el Dios Hombre, nacido en la pobreza de un establo, y los humildes pescadores del mar de Galilea predicaron y enseñaron, y renovaron la faz de la tierra, cuarenta siglos habían corrido; y las gentes, a excepción de la hebrea, tinieblas y sólo tinieblas habían palpado. Pueblos que tenían poetas como Homero, y filósofos como Aristóteles, creían en la diferencia de libres y esclavos por naturaleza. El imperio romano, síntesis de todas las grandezas y de todas las miserias de cuarenta siglos, rebajó la dignidad del hombre a la condición de cosa; y a los rebaños de ganado mayor y ganado menor que habían constituido la riqueza de los antiguos patriarcas, añadió los rebaños de siervos, objeto infortunado de todas las ferocidades y de todas las execraciones.

Cuando llegó el reinado de la fe, cuando el dogma brilló y la luz se hizo, y las tinieblas se ahuyentaron, la moral comenzó a arraigarse, a vigorizarse, a dar al género humano el fruto sabroso de la justicia y la sombra bienhechora de la paz. Cuando el hijo fue enviado por el Padre que está en los cielos, bautizó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero; cuando el Hijo nacido de madre virgen espiró en la cruz con muerte afrentosa, y bajó al seno de Abraham, y resucitó, y se transfiguró, consumada ya la obra de la redención y asegurada en la tierra la perpetuidad de su Iglesia en la cabeza de Pedro, empezó el mundo a creer; y cuando el mundo empezó a creer en esos misterios adorables, fue cuando empezó a cumplir los preceptos y consejos en que estriban el bienestar social y la ventura eterna. Los mismos labios inerrables que dijeron: «amaos», dijeron «creed». No hay mejor manera de creer en AQUEL que nos manda, que obrar fielmente lo que nos manda; por eso viene a ser la moral fe práctica: por eso la fe sin obras es fe muerta: por eso la moral católica no puede ser considerada con independencia de la fe; por eso los que, dicen: «yo admiro, yo venero la moral evangélica, pero no puedo vencer a mi razón a que crea en lo que no comprende», no saben lo que dicen ni conocen quizá el valor de los términos que emplean. ¿Quién les ha dicho que su razón lo debe alcanzar todo? Hubiérase predicado en Grecia en los tiempos de mayor desarrollo científico la igualdad de condiciones; hubiérase dicho en la corte de los Césares, que el alma de Augusto era igual a la del último esclavo de los destinados al circo, y nadie hubiera comprendido tal lenguaje, y la razón de aquellos filósofos que yacía en tinieblas y en sombras de muerte se hubiera rebelado contra doctrina semejante.

El hombre piensa y siente y obra a lo hombre: Dios piensa y siente y obra como Dios. ¿Quién le ha dicho al hombre, finito, enfermo, imperfecto y terrenal, que debe comprender el lenguaje de la inteligencia infinita, de la sabiduría eterna, la ciencia del cielo? Creer en la moral católica y no creer en los dogmas, es creer en la luz y en el calor y no creer en el sol; creer en los arroyos y no creer en las fuentes; creer en el fruto y no creer en el árbol y no creer en las raíces que están ocultas, y por las cuales el tronco y las ramas se nutren y se vigorizan. Exigir en el cristianismo, dice un gran filósofo moderno, una penetración en sus dogmas que se extienda más allá de la esfera de su actividad moral, sería admitir que su Autor obró como los hombres, que nunca pueden todo lo que quieren ni realizan todo lo que conciben. Pero si el cristianismo se resiste a esta asimilación; si por un carácter que le es propio nada tiene en sus dogmas que no esté enlazado con su moral; y siguiendo el radio de su actividad se ve que se extiende tanto como el de su concepción y que ésta no se desenvuelve sino en estrecha relación con aquella, y que, en una palabra, estas dos están perfectamente adecuadas, debemos convenir en que su obra, es divina, y que solo por una ilusión de nuestra miseria y vanidad vacilamos en reconocerlo.

VII

En los negocios humanos, sea cualquiera su naturaleza, el primer requisito que ha de buscarse y atenderse, es la buena fe. He aquí una especie de axioma que el vulgo repite y que encierra un tesoro de recta y saludable filosofía. La ciencia, que es uno de los negocios humanos más trascendentales, también necesita buena fe. Quizá en esto no se ha pensado con el debido detenimiento: quizá se atribuye a otras causas más remotas lo que es simplemente obra de la mala fe científica. Uno de los más terribles castigos que Dios puede enviar sobre los pueblos que quiere perder, es una invasión de sabios de mala fe; peores mil veces que los ignorantes, convierten la ciencia en arma de iniquidad: en sus personas ofuscadas por la soberbia, la ciencia se maltrata a sí propia, se suicida; muerta la ciencia para el bien, pronto se torna en corrupción y hediondez, en polvo y en miseria. Hay multitud de sabios según la carne, que no son sino sepulcros blanqueados donde se encierran las cenizas de una ciencia criminal, criminal como los suicidas. Esos sabios sin fe, enemigos formidables de la humanidad, son quizá ministros de la eterna justicia, como lo fueron un tiempo los tiranos; como lo son en todos los siglos el rayo y las inundaciones, la enfermedad y la muerte.




ArribaAbajoCapítulo X

Progreso científico


I

Axiomas: tanto como el hombre se aparta de la verdad, tanto menos científico se hace. Tanto como el hombre se aparta de la fe, otro tanto se aleja de la verdad.

El hombre de ciencia necesita creer: los soberbios que no creen en Dios, creen en los otros hombres; los escépticos que no creen en Dios ni en los otros hombres, creen en sí mismos. La creencia en si propio encierra el espíritu en un círculo de hierro, donde todo es oscuridad y confusión; la creencia ciega en los demás hombres, encadena el espíritu y lo reduce a la triste condición de un cautivo sin rescate; la creencia en Dios y en las verdades católicas abre a los ojos del espíritu horizontes magníficos, los magníficos horizontes de la ciencia.

No puede asegurarse que la razón humana busca fatal y necesariamente el error: no es cierto, por fortuna, que entre la razón humana y la verdad hay un odio invencible; tanto valdría proclamar el imperio de Satanás. En castigo del pecado, la mente humana quedó, herida y enferma en sus dones naturales, pero no muerta, ni ciega, ni postrada de todo punto para el bien: esta mente enferma y mal herida, envenenada desde el principio del mundo con el fruto del árbol de la ciencia, se vivifica con los auxilios de la gracia, se vigoriza con el calor de las eternas verdades, y en sus horas de lucidez produce maravillas como la Ciudad de Dios, y la Suma teológica, y el libro De la imitación de Cristo.

Es preciso huir de todas las exageraciones: más meritorio que clamar contra la razón humana y protestar contra ella como principio de todo mal y raíz de toda desgracia, es consagrarse al mejoramiento de la razón, a educar las inteligencias para la verdad y los corazones para el bien dentro de las vías católicas, únicas que conducen a término seguro y venturoso. Es preciso no aborrecer a la humanidad con ese aborrecimiento sañudo que muestran algunos intransigentes tradicionalistas: el hombre sigue siendo imagen y semejanza del Criador. Verdad es que el hombre desobedeció primero a su Dios, y luego lo desconoció, y por último lo crucificó; pero grande es el amor de Dios hacia el hombre cuando, para borrar tamaños crímenes y rescatarlo del poder del infierno, tomó naturaleza humana el poderoso Señor de los cielos y de todo lo criado; y bajó a la tierra a satisfacer a la justicia infinita, con satisfacción también infinita; y consumó en cruz afrentosa el misterio de los siglos.

No es lo mismo aborrecer a la humanidad que aborrecer los errores de la humanidad: lo primero es un desvarío funesto; lo segundo es una consecuencia necesaria de premisas rigurosamente lógicas. La verdad no puede amalgamarse con el error; entre la verdad y el error hay un antagonismo profundo, una repugnancia invencible. Aborrezcamos el error con aquel santo aborrecimiento que tiene el bien al mal, el orden a la confusión, la luz a las tinieblas, lo justo a lo inicuo, lo bello a lo deforme.

II

La razón humana es desde el principio del mundo víctima de una enfermedad horrible. Quiere volar y no puede, porque un peso tenaz oprime sus alas: quiere penetrar con la vista en la región de lo infinito y no puede, porque una nube densa se interpone. Cuando los primeros padres, felices e inocentes, gozaban las delicias del Paraíso, el espíritu tentador disparó un tiro mortal a la cabeza de la mujer, y la mujer y el hombre sintieron sus estragos; no les dijo «seréis más ricos, ni seréis más bellos, ni seréis más poderosos»: les dijo: «seréis como Dios, conocedores del bien y el mal». No era, pues, la riqueza, ni la hermosura, ni el poder, el veneno que había de inficionar al humano linaje desde la primera hasta las últimas generaciones; era el deseo inmoderado de saber; era la insensata aspiración a igualarse con la Divinidad omnisciente. La soberbia que en el cielo había producido la primera rebelión, ocasionó en la tierra la primera y perdurable catástrofe.

La razón humana, ávida de saber, inquiere y sabe; atesora noticias, y las reduce a sistema: aprende ideas, y las ordena: pretende establecer principios, y los establece: se empeña en deducir consecuencias, y las deduce; pero busca dentro de sí el fundamento de los primeros principios; pero registra en su yo el secreto de las verdades primitivas, y se afana inútilmente; y el espíritu tentador que la acecha como en el Paraíso a la primera madre, le dice astutamente: «¿Conque no te es dado penetrar en los misterios de la ciencia?» Y a poco le añade: «no tengas miedo: tú eres hecha a imagen de Dios, y tu alcance es infinito como el de Dios; lo que tú no comprendas, es absurdo en sí: niégalo». Y la pobre razón humana, seducida por el demonio invisible, orgullo, como Eva por el demonio visible, serpiente, primero busca, y luego vacila, y por último niega: extraviada en el camino de las abstracciones, buscando a Dios y sin encontrar a Dios, o se diviniza a sí propia, o diviniza todo cuanto ven los ojos de la materia. El racionalismo y el panteísmo son dos hijos gemelos del orgullo humano, nacidos, no ayer, no en el cerebro de Hegel ni en el de Spinosa, sino en fechas muy remotas: son dos niños muy viejos a quienes no deja crecer ni prosperar el vicio original que llevan en su sangre.

En épocas determinadas, y una de ellas es la actual, esos niños seculares se muestran más impacientes, más afanosos; parece que recobran nueva vida y que adquieren más vigor, son alegrías del momento; fosforescencias de la juventud. Hoy Alemania difunde con particular amor esos sistemas; Francia los copia, y el resto de Europa los acoge. Veamos lo que hay en esto de grave y de transcendental.

Verdaderamente es una gran ciencia la filosofía de la historia; si se estudiara con imparcial criterio y ánimo sereno esa gran ciencia, sufriría golpes de muerte el imperio del error. Ella nos dice que en varias ocasiones se ha levantado en medio de la humanidad un espíritu de examen y de análisis, una especie de desasosiego intelectual, una inquietud científica que ha conducido a los hombres a grandes alturas, pero también grandes abismos. Es de notar que cuantas veces se ha despertado con estrépito y arranques desacostumbrados el espíritu de análisis, ha escogido como objeto predilecto las verdades católicas, que son a la vez principios fundamentales de la sociedad; es decir, cuantas veces el espíritu humano, inspirado por la soberbia, especialmente en estos últimos siglos, ha querido pasar revista a los ejércitos que combaten en los dilatados campos del error, y a los que defienden los caminos de la verdad, siempre ha sido para alentar a los primeros, y para predicar la deserción a los segundos. El espíritu de soberbia, constituido en tribunal por su propia autoridad, se ha complacido en desglosar y, en rebatir, y en rasgar el libro de las verdades, no el libro de los errores: los siglos todos de las grandes herejías dan testimonio en pro de esta opinión. Cuando se habla de libre examen y se proclama la excelencia del análisis en todas las esferas, la filosofía católica debe vestirse de medio luto; en cambio no hay absurdo filosófico que no pueda deba vestir de gala.

No somos enemigos del análisis, pues tanto valdría ser enemigos de la ciencia; pero lo queremos razonable, contenido en sus justos límites; lo queremos como recurso de la verdad, no como recurso contra la verdad.

Hoy pasa el espíritu humano por uno de los vértigos más tremendos de que puede dar cuenta la historia de las edades. Según dice el vulgo de los sabios, la ciencia se ha secularizado. ¿Qué significa esta secularización de la ciencia? ¿Significa acaso que la ciencia era antes patrimonio del clero, y es ahora patrimonio de los seglares? ¿Significa que la ciencia, vinculada antes en pocos, se ha repartido ahora en la multitud por un fenómeno que pudiéramos llamar de desamortización científica? No es fácil adivinar el alcance y transcendencia de aquella frase tan usada por el vulgo de los sabios: una cosa puede asegurarse, y es, que desde el momento en que la ciencia se torna seglar, deja de ser sacerdocio y cuando la ciencia deja de ser un sacerdocio, empieza a ser un azote.

III

La ciencia se difunde, se propaga, penetra en todas las clases, llega a casi todas las inteligencias. La maravillosa facilidad de las comunicaciones entre las gentes por medio de las vías férreas, y entre las ideas por me dio de la imprenta, contribuye a hacer más rápido y activo el comercio científico; esto es verdad. Centenares de libros salen a luz cada año; no parece sino que todo el que sabe leer está obligado a demostrar que sabe también escribir; y a tal punto crece el número de autores de libros que, pues hacer libros tanto vale como erigirse en maestro de la multitud, es ya el número de los maestros inmensamente mayor que el de los discípulos. Nuestros mayores pasaban el primer tercio de su vida aprendiendo en las escuelas; el segundo tercio estudiando en su retiro; y allá en los últimos años, cuando las ideas germinaban y se multiplicaban en su cabeza, coronada con la doble corona de la sabiduría y de las canas, se atrevían a consignar y publicar el fruto de sus desvelos. Hoy acontece todo lo contrario: el estudio de las aulas es ligero; el estudio privado es, por lo común, frívolo; el ansia de escribir no admite espera: consecuencia de escribir mucho es que haya mucho que leer; consecuencia de leer mucho es que no quede tiempo para meditar; consecuencia del no meditar es casi siempre el escribir: y he aquí como el inmoderado escribir de nuestros días es a la vez causa y efecto de un mal que ofrece síntomas alarmantes. Un gran orador contemporáneo pregunta: ¿qué hubiera sido necesario a muchos autores para hacer un libro menos? Y responde: saber una verdad más: y muchos siglos antes que este orador insigne, había escrito Séneca esta admirable sentencia: puto multos ad sapientiam potuisse pervenire, nisi se jam crederent pervenisse.

La ciencia se generaliza; es decir, todos ponen sus manos en la ciencia; todos queremos saber algo de todo; y querer saber algo de todo es, como dijo Pascal, no saber el todo de nada.

La superficialidad científica de que necesariamente ha de resentirse una generación que vive al vapor y que apenas tiene tiempo de desflorar los ramos más frondosos del saber humano, trae por consecuencia, tratándose de la filosofía en sus vastas aplicaciones, los errores más crasos, y por tanto el retroceso más desdichado.

A la fuerza centrífuga del orgullo, ahora como nunca excitado, ha de oponerse la fuerza centrípeta de la ciencia, sólidamente aprendida y generosamente profesada. Los vapores de la vanidad, el humo idolátrico de la razón no se contienen y sujetan sino con el freno de la fe. En los espíritus soberbios la fe y la poca ciencia no se amalgaman: la poca ciencia dice: «exáltate», y la fe dice: «humíllate»; y para los espíritus soberbios es mucho más fácil la exaltación que la humildad. Resulta, pues, que una gran parte de los sabios de nuestros días, con la prisa que se dan a ejercer su profesión, no pueden detenerse a pedir fe, ni a creer en las verdades que están más altas; para su viaje alrededor de las lisonjas humanas no necesitan tantos preparativos ni tan prolijos recursos: la razón basta; lo que no quepa en la razón no debe viajar, debe quedarse en tierra como cargamento inútil. ¿Y qué resulta de semejante proceder? Muy sencillo: la razón humana, por sí sola, sirve para dividir, no para unir. La inerrabilidad de la razón universal, sostenida por Lamennais, es una de las herejías más inútiles que conocemos: el supuesto de la razón universal será perpetuamente un triste problema de las ciencias filosóficas. No hay nada que divida y separe a los hombres como el orgullo: el orgullo levanta una muralla entre cada dos hombres. No hay nada que una e identifique a los mortales como la humildad: la humildad borra las fronteras que entre los mortales ha podido levantar la pasión.

Cuando los filósofos rompen el freno de la fe y desaparece por tanto el contrapeso de la vanidad, la razón se eleva, y se pierde; la ciencia se convierte en acertijo, y el pensamiento se evapora y se desvanece, según la expresión de S. Pablo.

IV

Las ciencias filosóficas hablan hoy a manera de dialecto alemán que los profanos no entendemos: dicen que es el dialecto de la ciencia: sea en hora buena. Nada más lejos de nuestro propósito que menospreciar lo que constituye el encanto de inteligencias privilegiadas. Varones insignes se consagran al estudio de esa filosofía etérea, especie de gnosticismo de los tiempos modernos, y tal vez encontrarán en ella algo de serio y de transcendental cuando no vuelven paso atrás desde el instante en que dan vista al nebuloso campo de las más nebulosas especulaciones.

Si el refinamiento de las palabras y la sutileza de los conceptos son signos característicos de decadencia, anuncian el bajo imperio de la literatura, bien pudiera decirse que el germanismo filosófico, ahora dominante, disfraz gongorino de los pensamientos más claros y a veces de las verdades más triviales, revela un deplorable decaimiento de los estudios filosóficos. Pero queremos suponer que no es así; queremos suponer que la extravagancia de la nomenclatura es una belleza de primer orden, es el dialecto de los sabios; queremos prescindir de la forma y pensar algo en el fondo. Esta filosofía, a veces espiritualista hasta la evaporación, a veces materialista hasta el absurdo, es una ciencia muy alta, muy grandiosa, muy transcendental: convenido; ¿pero es católica? ¿Reconoce y acata todo aquello que la Iglesia católica, maestra suprema de la verdad, tiene establecido y sancionado? ¿Sí, o no? ¿Si el actual germanismo filosófico es católico, la cuestión se convertirá en cuestión de formas y de nombres? Si el germanismo filosófico no es católico, sino protestante como sus autores, escéptico como algunos de sus maestros y enemigo de la verdad revelada, como casi todos, entonces deberemos hacer alto y dirigir un recuerdo a los apóstoles de la flamante doctrina. Difícilmente puede inventarse ya un sistema en materias filosóficas; difícilmente puede aparecer un error nuevo, un error no combatido en la serie de los siglos. Quisiéramos que los filósofos filo-germánicos de nuestros días se preparasen antes de volar a ese sublime abstracto que forma sus delicias, ya que no con una confesión general y un acto de humilde adhesión a los artículos de la fe cristiana, con el estudio detenido e imparcial de la historia de las herejías, a contar desde el siglo I de la Iglesia al XIX, desde Simón Mago a Proudhon, y con un viaje científico por las obras de los Santos Padres y de los filósofos católicos desde San Pablo hasta Augusto Nicolás. Con esta preparación, tal vez diesen por andado todo el camino que se proponen recorrer: tal vez se convencieran de que su filosofía tan ponderada es aquella misma filosofía que San Bernardo definió: «arte de buscar la verdad sin encontrarla jamás».

Acontece a algunos autores noveles de comedias, que no hubieran acometido tal o cual obra, para no tocar siquiera en la esfera de la medianía, si hubieran sabido que otro autor de la antigüedad desenvolvió el mismo pensamiento producido por una obra quizá memorable en la historia del ingenio; de esta misma suerte algunos filósofos modernos, principalmente los que sin examen y solo atraídos por la curiosidad, militan en las filas del germanismo, se avergonzarían si cuando se juzgan los filósofos-novadores del siglo XIX, se hallasen con que su puesto verdadero está entre los comparsas aplaudidores de tal o cual heresiarca de los siglos medios. Hacemos a la cabeza y al corazón de nuestros filósofos-poetas la justicia de creer que no han meditado bastante en este riesgo, y que obedecen al influjo de una ráfaga maligna cuando dejan la claridad de la filosofía católica que tiene resplandores del cielo, por el caos de la razón independiente y soberana; ¡triste soberana ceñida con corona de tinieblas!

Este capítulo sería prolijo, y este libro interminable, si hubiésemos de formar el paralelismo entre las herejías antiguas y las modernas; basta asegurar que en el fondo son idénticas; varían en la manifestación, en la forma de que se revisten, en el idioma que hablan: quizá se distinguen en que las herejías de los pasados siglos eran más francas, más directas, más decididas que las del actual: en cambio eran más fácilmente rebatibles. Ni se entienda que consideramos herética la filosofía moderna, en términos absolutos: consideramos herética aquella filosofía que no reconozca la fe y las verdades católicas como base y fundamento de toda ciencia. Respetamos hasta el umbral de la veneración aquella filosofía que acatando los principios eternos, y humillándose ante la verdad revelada, presta impulso a todas las aspiraciones lícitas del pensamiento, y proporciona al espíritu las dulces expansiones de la ciencia. Cultivemos todos esta filosofía, y determinaremos un grande y fecundo progreso en el seno de las sociedades; la filosofía herética, esto es, la triste negación, el error sombrío, el estéril orgullo, el sopor del alma; ¿qué progreso pueden determinar, qué bienes pueden traer? Todos los magníficos escritos, todos los preciados volúmenes de esa filosofía son reconcentraciones de tinieblas, en medio de las cuales se deja ver un instante cierto resplandor siniestro: la son risa de Satanás gozándose en su obra de perdición.

La generación actual lee con avidez tantos y tantos libros como produce la desastrosa fiebre filosófica, y en la mayor parte de esos libros no aprende la generación actual ni a creer, ni a dudar siquiera; no aprende sino a maldecir; a maldecir de una razón que con creerse soberana y diosa, tiene limitado su imperio y finita su comprensión; a maldecir de una ciencia tan áspera y desabrida que no abre las puertas de la esperanza, ni ve más allá de la muerte sino un abismo, un horrendo vacío, una noche perpetua.

Y cuando las ciencias abstractas toman esta tendencia desconsoladora; cuando amortiguada la luz de la fe los espíritus no se levantan a las sublimes especulaciones del pensamiento; cuando la mirada no se dirige a la serena región de lo supernatural, por consecuencia necesaria, la actividad humana se emplea en lo tangible, en lo útil para la vida del cuerpo, en lo material; y de aquí el gran desarrollo de los estudios de aplicación; de aquí el gran cultivo de las ciencias naturales; de aquí el vuelo de la industria; de aquí la preponderancia de los intereses materiales.

V

El verdadero progreso científico no consiste en granizadas de libros ni en diluvios de palabras; consiste en las silenciosas meditaciones, en los profundos estudios, de donde brota al cabo de los años una verdad llueva, un pensamiento grande, una enseñanza fecunda. Las ciencias filosóficas no pueden prosperar en las épocas de agitación y de febril arrebato. Se escribe, se discute, se alborota; pero no se progresa; se pelea sin tregua; y para pelear se toman y esgrimen todas las armas, aun las de hechura antigua, aun las arrinconadas en los museos de la ciencia; de esta suerte no hay error viejo que dejen en paz los sabios nuevos; no hay teoría que no resucite; no hay abuso que no comparezca en este pavoroso Josafat de la inteligencia.

A la verdad, abundan en nuestra España las cátedras donde se enseñan las ciencias inorales y políticas; pero ¿cuál es el fruto que producen? La juventud acude a esas aulas, acude frecuentemente sin la preparación necesaria; el ruido de fuera le impide meditar y abstraerse cual conviene, y sucede que en la ebullición de las sustancias filosóficas, la juventud superficial toma tan sólo la espuma, y ostenta luego una ciencia ampulosa que sería la desesperación de los verdaderos filósofos si en ello parasen mientes. Los verdaderos filósofos deben considerar que este rumbo infeliz dado a los estudios filosóficos es quizá más funesto que la ignorancia misma. Y si hoy el mal aparece con síntomas, aunque alarmantes, no de una gravedad irremediable, adviertan que mañana quizá sea tarde para aplicar el remedio. Y adviertan juntamente que en el extravío de las inteligencias, no sólo peligran los intereses científicos, siempre dignos del mayor respeto, sino los intereses sociales en todas las esferas; el reposo de los pueblos, la buena organización de las familias, la dignidad del individuo.

El error quizá más grave en que caen los jóvenes que se dedican a las ciencias filosóficas, consiste en la creencia diabólica de que el hombre es tanto más hombre, cuanto más desde lo sobrenatural; precisamente ha de entenderse todo lo contrario: el hombre es tanto más hombre, tanto más noble, tanto más progresivo, tanto menos materia, cuan to más crea en lo sobrenatural. O la idea del progreso se refiere a un orden espiritual, elevado y grande, o a un orden material, mezquino y miserable: si el progreso es la expansión del espíritu en sublimes regiones adonde no llega el polvo de la tierra, resultará que los más terribles enemigos del progreso son aquellos pretendidos filósofos para quienes no hay más allá de la razón humana; para quienes no hay más ciencia posible que la ciencia que cabe en el funesto yo. Y son tan inconsecuentes hasta en su orgullo los que profesan esa ciencia tan limitada, que avergonzándose quizá de creer en Dios y en los misterios de la fe, no se avergüenzan de adorar a otros hombres que con el nombre de Locke, Schelling, Hegel o Krausse, son para ellos divinidades que han levantado la humanidad, y redimido el pensamiento humano. ¡Desdichadas ciencias filosóficas cuando este rumbo toman la inteligencia y el corazón de los jóvenes! ¡Desdichada sociedad cuando la juventud se contagia de escepticismo!

VI

No así las ciencias físicas y de aplicación material: cuando los hombres ven en la tierra además de la tierra el cielo; cuando la peregrinación por el mundo se convierte en posesión del mundo, el progreso material se realiza; cuando la humanidad sacude el yugo del espíritu, cae irremisiblemente bajo el yugo de la carne. No quiere esto decir que el progreso en ambas esferas sea incompatible; quiere decir, que cuando los hombres emplean toda su actividad en elevarse físicamente, corren gravísimo riesgo de degradarse moralmente; porque la actividad ha de compartirse en justa proporción, y no han de desarrollarse unos intereses a expensas de los otros.

«Resumiendo el hombre en su organismo prodigioso (dice elocuentemente el P. Félix) todos los reinos de la naturaleza colocados debajo de él, entra por virtud de su razón en el orden de las inteligencias que se elevan sobre él. Unión personal de la materia y del espíritu; el último en la jerarquía de las inteligencias, y el primero en la jerarquía de los cuerpos, es el hombre el medianero viviente de estos dos mundos que van a unirse y compendiarse en él. En el corazón humano, centro del hombre, van a tocarse los dos planos de la creación como en la frontera común de los espíritus y de los cuerpos: el uno sube por grados, a través de los reinos de la naturaleza material, de la nada hasta el hombre; el otro desarrollándose de jerarquía en jerarquía en el mundo de los espíritus, sube, del hombre hasta Dios, centro infinito de todos los seres cuyo progreso es tender y elevarse hacía Él según la medida de la perfección con que se dignó dotarlos. He aquí el hombre; helo aquí tal como se nos muestra en medio de la creación, con su doble sustancia: por un lado tocando la tierra; por el otro buscando el cielo; por el primero mirando lo finito, por el segundo contemplando lo infinito; por el primero inclinado hacia la nada y próximo a caer otra vez en ella; por el segundo aspirando hacia Dios y anhelando poseerle. Una vez admitida esta noción de la vida humana, es fácil entender por dónde el hombre se eleva y por donde desciende. Por su primera faz el hombre sube, porque mira a lo alto; y es grande, y aspira siempre a mayor grandeza. Y consiste en que por aquel lado toca lo inmenso, lo eterno, lo divino; y, tiene la intuición de lo verdadero, la contemplación de lo bello, y la aspiración de lo bueno; por aquel lado es eminentemente progresivo.»

Pero el progreso no es entendido así en la sociedad moderna: para ella el progreso tiene otra significación; es el dominio absoluto en la materia; es el poder del hombre sobre las cosas, la tiranía del hombre sobre la naturaleza.

La sociedad moderna declara guerra a todas las fronteras: acomete las empresas más gigantescas en el orden material; horada las montañas; baja al fondo de los mares; borra las distancias; hace volar la expresión del pensamiento a través de los montes y de las zonas y de los hemisferios; construye cañones de fabuloso alcance; y luego viste las naves con vestidura de hierro para hacerlas invulnerables; y al punto inventa una bala monstruo que penetre y destruya el hierro de las naves; y así de máquina en máquina, de aparato en aparato, la sociedad moderna convierte a las cuestiones de mecánica, de industria, de comodidad y de lujo toda su actividad, y aun toda su adoración. Ahora mismo, cuando escribimos estas líneas, el mundo culto fija su mirada en Londres: la gran exposición que allí se verifica es un tributo que la sociedad paga a los adelantos materiales; es la solemne coronación del hombre por el hombre; es la gran fiesta de las ciencias físicas y de todas las obras de las manos: ¿cuándo se hacen las grandes fiestas de las ciencias morales y de todas las obras de la inteligencia alumbrada por la fe?