Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.




ArribaAbajoHumoradas

Al señor don Marcelino Menéndez Pelayo



- I -

Ahora que mi queridísimo compañero el sabio por antonomasia, señor Menéndez Pelayo, escribe los fundamentos de una estética ideológica, le dedico estas «humoradas», porque además de satisfacer con esto un sentimiento de mi corazón, tengo el egoísmo de creer que en esta ocasión me defienda, si lo halla justo, de los censores apasionados que de seguro aparecerán, como aparecen siempre que yo me permito poner título nuevo a alguna de mis obras.

Soy el hombre menos afortunado de la tierra para bautizar géneros literarios. Cuando publiqué las «Doloras», el nombre pareció demasiado neológico. Salieron a luz los «Pequeños Poemas» y el título fue muy censurado por razones que nunca he comprendido. El nombre de «Humoradas» ¿parecerá también poco propio?

¿Qué es «humorada»? Un rasgo intencionado. ¿Y «dolora»? Una humorada convertida en drama. ¿Y «pequeño poema»? Una dolora amplificada. De todo esto se deduce que mi modo de pensar será malo; pero, como ya dije alguna otra vez, no se me podrá negar que, por lo menos, es lógico.






- II -

Y como ya nunca quiero ocultar mis pretensiones, aunque estén impregnadas de un poco de orgullo, pasión que tanto detesto, debo decir que, en vez de quemarlas, he recogido estas fruslerías poéticas, para completar con ellas un sistema de poesía que abrace desde el pensamiento aislado hasta el poema. Será imposible que ningún autor de «segundas intenciones» escriba nada que no esté comprendido en el círculo poético que acabo de cerrar con estas ideas volanderas. Es verdad que, además lógico, hay otro, enteramente contrario, que se limita a hacer sobre los asuntos apreciaciones de naturaleza exclusivamente física. Considerados en su esencialidad, no hay más que dos géneros de poesía en el mundo, que son «el de más acá» y «el de más allá» de las cosas.

Yo sé bien que quedan fuera de este círculo poético que yo prefiero, producciones admiradas que encantan a muchas gentes por su misma objetivación e infecundidad. Pero yo que admito, aunque sin entusiasmo, el género que ve en la forma, no el continente, sino el contenido del arte, pido un poco de tolerancia para el que pretende que a la sencillez en la forma se una un poro de malicia en el fondo.

Respeto la admiración que a algunos les produce en las obras de ingenio la delimitación empírica de esas líneas que pueden ser comprendidas por los sentidos corporales del tacto y de la vista, con tal que me permitan reservar mi gusto especial por las reverberaciones que iluminan las sinuosidades del corazón humano y los horizontes que caen del otro lado de la vida material.

Uno de los economistas contemporáneos más notables ha escrito un artículo, muy filosófico titulado: «Lo que se ve y lo que no se ve». Este título mejor que aplicado al comercio de las habichuelas, se podía relacionar con los sistemas poéticos, el viejo y el nuevo; el viejo, que se puede llamar el de «lo que se ve»; y el nuevo, que lo llamaremos el de «lo que no se ve». El viejo no necesita explicación: el nuevo consiste en ver intuitivamente lo que no se alcanza a primera vista; en hacer notar al lector el punto en que las ideas iluminan los hechos, mostrándole el camino que conduce de lo material a lo ultraideal.

No me explico por qué muchos lectores prefieren en el arte lo superficial a lo hondo. Y debo confesar, con mortificación de mi amor propio, que hasta genios que han solido ver la inmensidad en el átomo son refractarios a dejar transparentar en sus producciones las vistas que dan a la región de lo indefinido.






- III -

A un gran poeta extranjero no le pudo hacer comprender mi amigo el señor don Eugenio de Ochoa lo que era una dolora. Extrañándolo yo mucho, decía el señor Castelar que, dadas las cualidades del insigne escritor, él se lo explicaba perfectamente. Otros dos grandes poetas españoles se empeñaron en no querer entender lo que eran doloras, y lo consiguieron. Cuando se publicaron las primeras, sometiéndolas a las reglas de una retórica convenida, y en la cual yo nunca he podido convenir, las fueron dividiendo en epigramas, letrillas, epitafios, etcétera. Estos inmortales distraídos clasificaron las doloras por su contextura externa, sin fijarse en el lazo interno común que las unía en el fondo, que era la intencionalidad.

En el actual momento histórico, ya verá el lector cómo también estas naderías casi epigráficas, todos los retóricos retrospectivos las llaman pareados, cuartetos o quintetos, y acaso, acaso, sólo aleluyas; y, sin fijarse en su carácter intrínseco, rechazan el título de «Humoradas» que yo les doy. Siempre la exterioridad sobreponiéndose a lo esencial. Una dolara puede ser madrigal, epigrama, etc., sin dejar de ser dolora; mientras que no son doloras ninguno de los epigramas y madrigales que conocemos. Lo mismo digo de este nuevo título. Una «humorada», sin dejar de serlo, puede estar, escrita en un pareado, o en un cuarteto, pero no son humoradas la mayor parte de los cuartetos y pareados que se han escrito hasta ahora.

Pero yo, que tengo el honor de dedicar este librito al señor Menéndez Pelayo, a imitación suya, voy, a propósito de estas humoradas, a escribir también un poco de estética trascendental.






- IV -

No quisiera que el lector, al hallarse con estas bagatelas escritas para los álbums y los abanicos de mis amigas, o recogidas de los retazos sobrantes de doloras y poemas, creyese que las he coleccionado como cosas dignas de ver la luz pública.

Los he reunido coleccionándolas hoy con las que he publicado hace tiempo con el nombre de «cantares», porque, además de cumplir los deseos de un apreciable editor que me pedía un libro cualquiera, me propongo rehabilitar con esta publicación, en lo que sea posible, esa poesía, ligera unas veces, intencional otras, pero siempre precisa, escultural y corta, que nuestro eminente poeta el señor don Gaspar Núñez de Arce ha estigmatizado con la expresión desdeñosa de «Suspirillos líricos, de corte y sabor germánicos, exóticos y amanerados». Creo que el pensamiento del señor Núñez de Arce ha sido mal interpretado, pero el hecho es que desde que él lo ha escrito, ciertos críticos a quienes se les puede calificar de sacristanes de «amén», se complacen en llamar «suspirillos germánicos» a toda composición que no se estira hasta ensuciar con las botas la cara de los oyentes. En consecuencia, rebatiendo a los que han entendido mal la expresión de mi ilustre compañero, les diré que esos «suspirillos germánicos» siempre serán los cantos populares de las clases ilustradas.

Esa poesía que algunos llaman «lapidaria», es la más propia para que se graben los pensamientos, no sólo en las piedras, sino en las inteligencias.

Hasta que se halla la forma elíptica que las sintetiza, las epopeyas, las tragedias, los poemas y las crónicas, son creaciones de una utilidad contestada y de una pesadez incontestable.

Una décima de Calderón y unas cuantas frases de Shakespeare suelen ser el resumen de todo su modo de pensar y de sentir. Borrad esta décima y estas frases, y desterraréis del comercio de la vida las grandes epopeyas que más conmueven el corazón y la cabeza de los que sienten y piensan.

Como desgastan los ríos las piedras de su fondo, la marcha del tiempo oxida, descomponiéndolos, los pensamientos de los grandes monumentos literarios, unos por insustanciales, otros por anacrónicos, estos por demasiado solariegos y aquellos por poco característicos; y sólo va dejando, como, ruinas imperecederas de las babilonias artísticas, rápidas inscripciones, relámpagos de ideas, que parecen ecos de las palpitaciones del corazón humano.






- V -

Pero volviendo al asunto principal, me preguntará alguno: ¿Por qué a esas poesías cortas, tristes, risueñas, galantes o satíricas, se las llama «humoradas»? Porque en la mayor parte de esas expansiones de genio abierto, que el vulgo suele llamar salidas de tono, prepondera la tendencia cómico sentimental que se entiende por «humorismo».

Llamo «humoradas» a los pensamientos adolorados, que, por carácter de forma dramática, no se deben incluir entre las doloras.

Y ¿qué es «humorismo»?

Una crítica inconsiderada que cruza a campo traviesa los dominios de la literatura sin el freno de la correspondiente instrucción, a fuerza de oírlo repetir ha adquirido la costumbre de llamarse «escéptico», sin tener en cuenta que el escéptico, ya subjetivo, ya objetivo, ya absoluto, es el que tiene la duda por sistema, y que yo, bien avenido con la vida real, creo en lo único en que se debe creer, que es en las ideas. ¿Qué noción tendrán estos clasificadores de lo que es «escepticismo»? ¿Me llaman escéptico porque yo me suelo reír de cosas que ellos creen que son de llorar? Esto de reírse del dolor propio y del ajeno, más bien se podría llamar estoicismo. Pero como no quiero enfadarme mucho con estos clasificadores, que cogen la ciencia al oído, porque sé que es muy común confundir el escepticismo con el humorismo, y el humorismo con la excentricidad, les diré que es el colmo de la injusticia llamar escéptico a un espiritualista tan exagerado como yo, que cree que lo que hay más natural en el mundo es lo sobrenatural.

Si el escepticismo no cree en lo que dice, el humorismo hasta se ríe de lo que cree, no dejando de creer nada de lo que dice.

¿Qué es humorismo? La composición de situaciones, de ideas, actos o pasiones encontradas. La posición de las cosas en situación antitética que suele hacer reír con tristeza.

César, tapando con sus cenizas el hueco de una pared, y don Quijote volviendo a su casa molido a palos por defender sus ideas mientras su ama y su sobrina, representantes del sentido común, lo reciben cómodamente comiendo pan candeal y haciendo calceta, son dos rasgos de humorismo que, además de hacer reír, llenan los ojos de lágrimas.

La frase «buen humor», genuinamente española, ha creado un género literario, que es sólo peculiar de los ingleses y de los españoles, y en el que mezclando lo alegre con lo trágico, se forma un tejido de luz y sombra a través del cual se ven en perspectiva flageladas las grandezas, y santificadas las miserias, produciendo esta mezcla del llanto y de la risa una sobreexcitación nerviosa de un encanto indefinible.

El humorismo francés es satírico, el italiano burlesco, y el alemán elegíaco. Sólo Cervantes y Shakespeare son los dos tipos del verdadero humorismo, serio, ingenuo y candoroso.

Se ha dicho, que la burla es la retórica del diablo.

Y, efectivamente, debe haber en este género literario algo de intelectual y encantadoramente, diabólico, porque los escritores humoristas tienen sobre los exclusivamente serios, y los totalmente alegres, una superioridad de miras incontestables; pues cuando un escritor sólo se propone hacer reír mucho, suele acabar por hacerse risible, así como cuando un hombre por demasiado serio es tonto, tonto de veras. No hay duda que el humorismo, que es un carnaval reentrante en la cuaresma, parece que domina los asuntos desde más altura, y que se hace superior a nuestras ambiciones y a nuestras finalidades, pintando a la locura con toga de magistrado, y a la muerte con gorro de cascabeles.

El talento que, alegre y tristemente, ve en lo pequeño la imagen de lo grande, y en lo grande el trasunto de lo pequeño, es el titiritero que al son de su tamboril hace bailar grotescamente a todas las pequeñas y grandes figuras humanas, como si fuesen muñecos de resorte; es el tipo que, según una frase vulgar, es capaz «de hacer burla de un entierro»; el inventor, en fin, de la filosófica danza macabra, ese baile de candil dado en los infiernos, y al cual asisten, presididos por la muerte, reyes con gregüescos de payaso, bufones con tiaras, y papas con miriñaques.

Si, como dice Cervantes, el hacer reír es de grandes ingenios, el hacer reír y llorar al mismo tiempo es un don excepcional que sólo ha concedido Dios a él y a Shakespeare, los dos grandes pensadores más humorísticos del mundo.

Y dejo este asunto, sólo indicado por mí, para que el señor Menéndez Pelayo acabe de decirnos con su profundo saber lo que es «humorismo», esa alegría unas veces enternecedora y otras siniestra; esa espada de dos filos que lo mismo mata a los hombres que a las instituciones; ese gran ridículo que convierte en polichinelas a los héroes mirándolos desde la altura del supremo desprecio de las cosas.






- VI -

Pero me he distraído y veo que para unas producciones tan homeopáticas como estas mías, el lector dirá con razón que he escrito una dedicatoria muy pretenciosa y demasiado larga. Por eso, arrepentido de ser tan hablador, concluyo diciendo que, aceptando la definición que da el diccionario de la lengua castellana de la palabra «frase», diciendo -«que: es una locución enérgica con que se significa más de lo que se expresa»,- insisto en creer que las poesías de forma condensada son más apreciables por la dificultad de tener que decir en ellas «más de lo que se expresa». El transcendentalismo en el arte consiste en estas vistas a lo infinito que entreabren las frases cortas de algunos autores de arranques proféticos. No me puedo consolar del tiempo que pierden algunos lectores devorando a autores insustanciales que, al ocuparse en lo particular, jamás dejan entre renglones sobreentendido lo general.

Pero mi guerra declarada al género ampuloso y superficial veo que me vuelve a distraer haciéndome gárrulo, machacón y acaso injusto.

El arte en general, la poesía en particular, ganan en intención lo que pierden en extensión.

Suprimid algunas frases inspiradas de la historia, y las guerras de la antigua Grecia quedarán reducidas a unos pequeños altercados de patanes de lugar, y la revolución francesa a una orgía de caníbales.

El ingenioso escritor don Felipe Picatoste ha escrito un libro, tan ameno como profundo, «sobre las frases célebres», y en él ha probado de una manera evidente que es una tendencia del espíritu humano la de ir condensando los pensamientos, desde los poemas hasta los refranes y desde los refranes hasta las frases.

No hay nada sublime que no sea breve. Cuando se acabe el mundo, ¿qué quedará de nuestras agitaciones, deseos, esperanzas, ambiciones y temores? Nada, o casi nada. De todas nuestras habladurías sólo quedarán cuatro frases célebres, hasta que algún Homero sideral, señalando con el dedo el vacío que deje el mundo en el espacio, reduzca las cuatro expresiones que flotarán sobre el lugar del planeta extinto, a una sola frase parecida a ésta: «¡Allí fue Troya!»

CAMPOAMOR






ArribaAbajoPrimera parte


   La niña es la mujer que respetamos,
y la mujer la niña que engañamos.




   Según creen los amantes,
las flores valen más que los diamantes.
Mas ven que al extinguirse los amores,
valen más los diamantes que las flores.




   Al pintarte el amor que por ti siento,
suelo mentir, pero no sé que miento.




   Te sueles confesar con tu conciencia,
y te absuelves después sin penitencia.




   Ser fiel, siempre que quieres, es tu lema;
pero tú ¿quieres siempre? He aquí el problema.




   Aunque el amor suele morir de hartura,
lo que nunca se hastía es la ternura.




   Algún día, a pesar de tus encantos,
te matará otro a ti cual tú me matas,
que, en materia de ingratos y de ingratas,
venimos a salir tantas a tantos.




   No te ablandes oyendo sus acentos,
que el diablo en ocasiones
acalora los buenos sentimientos
para hacer cometer malas acciones.




   Aunque tú por modestia no lo creas,
las flores en tu sien parecen feas.




   Todo, en amor es triste;
mas, triste y todo, es lo mejor que existe.




   Hay quien pasa la vida
en ese eterno juego
de hacer caer a la mujer, y luego
rehabilitar a la mujer caída.




   Te vas a confesar, y el cura dice
que a ti, en vez de absolverte, te bendice.




   Si la codicia de pedir es mucha,
el hombre reza pero Dios no escucha.




   El amor es un himno permanente
que, después que enmudece el que lo canta
otra nueva garganta
lo vuelve a repetir eternamente.




   Miré... pero no he visto en parte alguna
ir del brazo la dicha y la fortuna.




   Cual todas, tú pretendes, como Elena,
ser amada por bella y no por buena.




    Ese ilustre mortal lleno de hastío
era pobre al nacer; mas, rico ahora,
mirando a su palacio, siente frío;
¡cuando se acuerda de su choza, llora.




   Te vi una sola vez, pero mi mente
te estará contemplando eternamente.




   Purifica el olor de la opulencia
cuando huele a tomillo la indigencia.




   Te casaste y... ¿lo ves? Ya te decía
que no iguala al afán con que se ansía
la dicha que se alcanza;
por ardiente que sea la esperanza,
al convertirla en realidad es fría.




   Tengo, Amalia, un secreto aquí escondido
que me hará enloquecer:
escúchale...más cerca...así...al oído...
«Aunque soy ya tan viejo, has de saber...».




   Es tu historia en mi vida entremezclada
una sombra, en la sombra condensada.




   Cuando oigo tus acentos
se vuelven mis ideas sentimientos.
   Si no quieres tu paz ver alterada,
cree mucho en Dios, y en las mujeres nada.




   ¿Por qué amé a aquella pérfida? Lo ignoro.
La esperanza es infiel y yo la adoro.




   Al decirte hoy adiós, Hortensia mía,
permite a mi amistad que te declare
que, como el hijo de Sión decía:
«De mí me olvide yo, si te olvidare».




   La música es el cielo prometido.
Cuando un pintor retrata a un elegido,
lo envuelve en nubes de oro,
y lo pinta subiendo embebecido
oyendo de los ángeles el coro.




   Tu discreción es tanta,
que en ti, lo más bello, es lo que encanta.




   Más que cuestión de suelo,
es la mujer una cuestión de cielo.




   Vive, niña, advertida,
que el que ama tiene cerca la locura,
y que acaba muy pronto con la vida
la fuerza de una idea en calentura.




¡Qué formas de belleza soberana
modela Dios en la escultura humana!




   Se asombra con muchísima inocencia
de cosas que aprendió por experiencia.




   Resígnate a morir, viejo amor mío:
no se hace atrás un río,
ni vuelve a ser presente lo pasado.
Y no hay nada más frío
que el cráter de un volcán, si está apagado.




   Es la fea graciosa
mil veces más terrible que una hermosa.




   Se matan los humanos,
en implacable guerra,
por la gloria de ser, en mar y en tierra,
devorados por peces y gusanos.




Borgias, cual tú, tan puras y apacibles;
pues juzgo, como hay Dios, menos temibles
las Borgias del puñal y del veneno.




   Como todo es igual, siempre he tenido
un pesar verdadero
por el tiempo preciso que he perdido,
por no haber conocido
que el que ve un corazón ve el mundo entero.




   ¡Belén! Para el amor no hay imposibles.
Lo mismo que las palmas,
a veces nuestras almas
se encarnan a distancias increíbles.




   Te morirías por él, pero es lo cierto
que pasó tiempo y tiempo, y no te has muerto.




   No insultes el pudor en mi presencia,
porque sabes reír con inocencia;
porque, si no, mi intrépida mirada
te dejará clavada
en la trémula cruz de tu conciencia.




   Ya no leo ni escribo más historia
que ver a mi niñez con mi memoria.




   La desgracia es precisa
para grabar los hechos de la historia.
O se escribe con sangre nuestra gloria
o la borra al pasar cualquiera brisa.




   Bien merezco, Mariana, la fortuna
de escribir en este álbum el primero,
porque sin duda alguna
soy el que más y el que mejor te quiero.




   A todo ser creado
le gusta, como a Dios, ser muy amado.




   Procura hacer, para apoyar la frente,
un blanco cabezal de la conciencia.
Para poder dormir tranquilamente
no hay un opio mejor que la inocencia.




   Sé firme en esperar, que de este modo
algo le llega al que lo espera todo.




   Poniéndose y quitándose alfileres,
hacen sitios de Troya las mujeres.




   Al campo voy como a mi hogar primero,
pues, al ir desde el valle hasta el otero
de distancia en distancia,
el olor a tomillo y a romero
me recuerdan las dichas de mi infancia.




   Le eres fiel, mas ya cuenta cierta historia
que entre él y tú se acuesta otra memoria.




   ¡Necio soy! Con inútiles medidas
te quise sorprender, mas tú eres de esas
que para ser de pronto sorprendidas
se preparan con tiempo las sorpresas.




   El amor a los niños y a las flores
son amores tan dignos de los cielos,
que son tal vez los únicos amores
que nunca dan a los amantes celos.




   Los mortales son siempre los mortales.
Y en el mar y en la tierra cerca o lejos
los juegos de los niños son iguales,
como lo son los sueños de los viejos.




   Se jura amar una existencia entera,
y en un día no más se ama y olvida.
Y ¿cómo remediarlo? Así es la vida,
y jamás ha de ser de otra manera.




   ¡Igualdad y miseria! Como todo,
cuando Dios creó el sol, lo hizo de lodo.




   Egoísta y falaz, siempre he creído
que el velo te pondrás de desposada
tan pura como el día en que has nacido;
mas pura con el alma desflorada.




   Conocerás, lector, por tu inocencia,
que allí donde hay amor, no hay inocencia.




   Deja que mi ternura
te cuente mis amores,
porque soy, cuando miro tu hermosura
un árbol carcomido que echa flores.




   ¿Qué es de tu amor? -No sé. Le di mi mano
a aquel objeto de las ansias mías;
pero a los pocos días
dejó de ser mi esposo, y pasó a hermano.




   Se oye a los seres que nos son queridos
poniendo hasta en los ojos los oídos.




   La amé el año pasado,
y hace ya un siglo, o dos, que la he olvidado.




   Háblame más...y más...que tus acentos
me saquen de este abismo;
el día en que no salga de mí mismo
se me van a comer los pensamientos.




   Aunque te admiro tanto,
perdona, Clara Lengo,
si, temiendo afligirte, no te canto;
porque, a la edad que tengo,
lo que empieza en canción acaba en llanto.




   En lo ideal mecida,
el llamarte a las cosas de la vida
es inútil empeño;
para ti el despertar, o estar dormida,
es dejar el delirio por el sueño.




   Sé que al morir, para alcanzar la gloria,
limpió su corazón de tu memoria.




   Alegría y tristeza,
suelen ser un error de perspectiva,
sobre todo al juntarse en la cabeza
con los sueños de abajo los de arriba.




   Ten siempre con un manto
velados tus encantos poderosos,
porque, en cosas de encantos misteriosos,
perdido va el misterio ¡adiós encanto!




   Hay quien es, aunque alegre y casquivana,
por cálculo más casta que Diana.




   Conforme el hombre avanza
de la vida en el áspero camino,
lleva siempre a su lado la esperanza,
mas tiene siempre enfrente a su destino.




   Ya sé, ya sé que con formal empeño
soñaste en resistir, pero fue un sueño.




   Renovando mis tiernas emociones,
me han probado, tus quince primaveras
que son nuestras postreras ilusiones
iguales en frescura a las primeras.




   Como oye hablar del hecho hasta el abuso,
llama un cura al amor «el vicio al uso».




   Jamás mujer alguna
ha salido del todo de la cuna.




   Al dar este abanico aire al semblante,
tal vez pueda templar, Eugenia mía,
esa alma delirante
que no tuvo en la vida un solo amante
ni vivió sin amar un solo día.




   Preguntas ¿qué es amor? Es un deseo
en parte terrenal y en parte santo:
lo que no sé expresar cuando te canto;
lo que yo sé sentir cuando te veo.




   Recibe, hermosa Gloria,
este retrato mío.
Tú has dejado en mi vida una memoria
más blanca que la estela de un navío.




   Aunque es la infiel más pecadora que Eva,
no se preocupa de ello;
pues cree que ha de ir al cielo porque lleva
la Virgen del Pilar colgada al cuello.




   Busca en todo rivales tu mirada;
y recuerdan tus celos
un marino en el mar con sus gemelos
que siempre está mirando, y no ve nada.




   La amo poco, es verdad. Mi alma rendida,
¿a quién dirás que adora?
A la muerte, la sola poseedora
de todos los descansos de la vida.




   Deja que miren mi vejez cansada
esos ojos risueños,
pues echa, sin quererlo, tu mirada
un revoque al palacio de mis sueños.




   La conciencia, al final de nuestra vida,
sólo es un laberinto sin salida.




   El amor que más quiere,
como no viva en la abstinencia, muere.




   ¿Qué placer hay tras el amor primero?
La devoción, que es nuestro amor postrero.




   Las almas muy sinceras,
confundiendo mentiras y verdades,
después que hacen de sueños realidades,
elevan realidades a quimeras.




   Ayer le enajenabas con tu acento;
pero hoy ya le constipas con tu aliento.




   ¡Sufre! ¡Sufre! ¡Traidora que abomino!
Tu vida al lado de él es un camino
que conduce al infierno.
¡Ya ves que muchas veces el destino
adelanta los juicios del Eterno!




   Le dieron una flor, y ahora nos cuenta
que su alma enamorada
tan sólo se alimenta
del olor de una rosa disecada.




   Me suelo preguntar, de dudas lleno:
-¿Son mejores los buenos, o los justos?
Y la elección va en gustos;
yo doy todos los justos por un bueno.




   Sabiendo mi virtud ¿por qué te extraña,
que me encuentre, a mi edad, alegre y sano.
De remiendo en remiendo una cabaña
vive más que Pompeya y Herculano.




   En cuanto a castidad, todo la espanta:
ve un espejo y se oculta la garganta.




   Teme a las ilusiones;
que es peor la ilusión que las pasiones.




La gloria vale poco ante la historia;
pero ¿vale algo más lo que no es gloria?




   Tiene este abanico el don
de dar el viento ligero
todo acento de pasión:
por eso oculto un «te quiero»
que siento en mi corazón.




   Una sola mirada, si no es pura,
en mujer a una niña transfigura.




   Las Gracias fueron tres, sin duda alguna:
pero, desde hoy, el que lo diga miente.
Las Gracias eran tres antiguamente:
después que ésta nació ya no hay más que una.




   Mártir en lo pasado, ya inclemente
aspira a ser verdugo en lo presente.




   ¡Falsa! Al hablarme, una ilación extraña,
me trae a la memoria
que a mí sólo me engaña
cuando me dice la verdad, la historia.




   ¡Ay! Como el cielo te ha dado
gracia, juventud y amor,
cuando te veo a mi lado
parece que Dios ya ha echado
sobre mi tumba una flor.




   Siempre es para vosotras peligroso
un ánimo aguerrido
y un uniforme hermoso.
El fausto militar ¡sexo precioso!,
siempre ha sido y será tu prometido.




   ¿Es sueño, o realidad, lo que he vivido?
No lo sé; pues yo que hablo, no estoy cierto
si, al juzgarme despierto, estoy dormido
o al creerme dormido estoy despierto.




   ¡Qué bien has aprendido en tu provecho
que ser mala es un cálculo mal hecho!




   He amado a esa mujer de tal manera
que no me volví loco, porque lo era.




   Tal vez hallar consiga
a mis grandes errores un consuelo,
viendo que, a veces, por bondad del cielo,
el rayo que va a un rey, da en una hormiga.




   Yo suelo con tu nombre, niña hermosa,
por más que el curso de mi edad avanza,
hacer mi alma dichosa.
¡Sabe tan bien el pan de la esperanza,
que ya no me alimento de otra cosa!




   Tus ojos, con que el alma nos sondeas,
son dos soles que alumbran con ideas.




   En novelas de amor, el sentimiento
tiende a empezar por el final del cuento.




   No le gusta el placer sin violencia;
y por eso ya cree la desgraciada
que ni es pasión, ni es nada,
el amor que no turba la conciencia.




   Tan grande es tu virtud, que estoy seguro
que es verdad lo que dicen muchas gentes,
que a fuerza de ser puro
se mueren con tu aliento las serpientes.




   Aspiré a verte un día;
pero después de verte,
como dijo Jesús, Dolores mía,
«mi alma quedó triste hasta la muerte».




   Lleva el bien del palacio a la cabaña
cual la inmortal «Santa Isabel de Hungría»;
y, puesta en los altares, algún día
la llamarán «Santa Isabel de España».




   Dejando al tiempo que ande,
y viviendo en un éxtasis risueño,
como decía Calderón el Grande,
voy tomando la vida como un sueño.




   Al darme la postrera despedida,
me lanzó una mirada
que en el pecho clavada
la llevé todo el resto de mi vida.




   ¡Es un sueño de amor su triste historia!
Nació; fue amable, candorosa y bella.
Amó; reinó; murió; se abrió la gloria
entró, y el cielo se cerró tras ella.




   ¡Feliz si en tu semblante aun ve tu esposo
la materia en estado luminoso!




    Hay seres con el alma más pesada
que el barro vil sobre que va encarnada.




   Te sobra corazón, y, siempre amante,
aplicas a otras cosas el sobrante.




   ¿Por qué se olvidaría la Escritura
de hablarnos de los tristes por hartura?




   No hay mujer que no sea,
al huir de algún hombre, Galatea.




   Merced a tus encantos sobrehumanos
no pueden retratarte los pintores,
porque, al ver de tu cara los primores,
el pincel se les cae de las manos.




   Odiando el matrimonio
¿te casas? Pues mejor para el demonio.




   Con tal que yo lo crea,
¿qué importa que lo cierto no lo sea?




   Nos da la Iglesia el inmortal consuelo
de que el bueno al morir «nace en el cielo».




   Cuanta es mayor por ti mi idolatría,
tanto más admirarte necesito,
pues halla al contemplarte el alma mía,
cuando escucha tu acento, la alegría;
cuando mira a tus ojos, lo infinito.




   No llores y hazte cargo
que esa prenda querida
al dejar esta vida
pasó de un sueño corto a un sueño largo.




   ¡Dichoso ser! ¡Muere con el consuelo
de pensar que morir es ir al cielo!




¿Pues no quiere que crea
que vio en Valencia una hortelana fea?




   Ahora que a hablar de su virtud comienza,
yo me cubro el semblante,
porque me da vergüenza
de pensar lo que pienso en este instante.




   La que ama un ideal, y sube...y sube...
suele morir ahorcada de una nube.




   Quise un día pintarte, en mi embeleso,
Blanca, este fuego que en mis venas arde;
mas callé, porque vi que para eso
o yo nací muy pronto, o tú muy tarde.




   Convirtiendo en virtud la hipocresía
y ajustando las leyes a su gusto,
como muchos fanáticos de hoy día,
para ser más bribón finge ser justo.




   Mientras de unirme a ti se acerca el día,
tu amor recuerdo y tu virtud imito;
tu virtud que era inmensa, madre mía,
y tu amor maternal, que era infinito.




   Pues que tanto te admira
el saber de los viejos,
voy a darte el mejor de los consejos:
cree sólo esta verdad: «Todo es mentira».




   No olvides que a Dios plugo
curar con un deseo otro deseo.
Mata el verdugo al reo
y al verdugo después otro verdugo.




   El corazón hacia los veinte abriles
suele creer con el más vivo anhelo
que es dueño universal de esos pensiles
cerrados por la bóveda del cielo.




   Odia esa ciencia material que enseña
que el que muere es feliz, duerme y no sueña.




   Para él la simetría es la belleza
aunque corte a las cosas la cabeza.




   Es mi fe tan cumplida,
que adoro a Dios, aunque me dio la vida.




   Odio a esa infiel; mas durarán mis sañas
hasta el día feliz en que me llame,
pues cuando toca a ellas esa infame
siempre le abren las puertas mis entrañas.




   Nunca tendrán utilidad alguna,
sin el amor, la ciencia y la fortuna.




   Mientras ya me dan pena
el oro y los diamantes,
envidio esos instantes
en que van, agachándose en la arena,
a coger caracoles dos amantes.




   Yo creo, al contemplarte tan hermosa,
que hasta serías en Atenas diosa.




   Una vieja muy fea, me decía:
«En cuanto a la virtud, creo en la mía».




   Toda cosa es nacida
para tener un trágico destino,
y girar y girar en remolino
en torno del sepulcro: ésta es la vida.




   Como los quieras complacer a tantos,
a millares tendrás los desencantos.




   ¡Cuántas horas felices y tranquilas
pasará de ti enfrente,
el que pueda vivir eternamente
asomado al balcón de tus pupilas!




   Esa fue tan coqueta, tan coqueta,
que era, excepto en matarse, una Julieta.




   ¡Feliz, quien como un canto del camino
se deja ir y venir por el destino!




   Eres, Julia, tan bella, que estoy cierto
que ve en tu rostro el que a tu lado pasa
el manantial que Agar vio en el desierto
cuando fue despedida de su casa.




   Toda mujer en el amor postrero,
se rebaja cada año un año entero.




    Como te amaba tanto,
el curso se torció de mi destino;
pues iba para santo,
y después que te vi, perdí el camino.




   No hay experiencia ni saber que impida
el tener desengaños:
yo haré pronto cien años
y no he hecho más que errar toda mi vida.




   Cual la hormiga, juntamos el dinero,
y luego... esparce Dios el hormiguero.




   De la mujer, cual tú, que nada espera,
amando, a falta de hombres, cualquier cosa,
como el ave simbólica y famosa
el corazón arde en su propia hoguera.




   ¡Quién de su pecho desterrar pudiera
la duda, nuestra eterna compañera!




   Es buena, pues se duerme como un leño,
y al irse la virtud se lleva el sueño.




   Fue causa de mis muchos desencantos,
una asceta instruida,
que aprendió por la vida de los santos
las cosas menos santas de la vida.




   Nunca me hallo sin fausto ni dinero,
porque veo en la sombra lo que quiero.




   Tu amor ardiente y tierno,
es tan puro además, que será eterno.




   Sólo la edad me explica con certeza
por qué un alma constante, cual la mía,
escuchando una idéntica armonía,
de lo mismo que hoy saca la tristeza,
sacaba en otro tiempo la alegría.




   Prohíbeles tu amor con tus desdenes.
Sin frutos prohibidos no hay Edenes.




   Pinchando a sus rivales,
te escribe con la espada madrigales.




   Que no pidas, Manuela, te suplico,
a mi edad madrigales ni consejos,
porque sé que detrás del abanico
os burláis las mujeres de los viejos.




   Vas cambiando de amor todos los años;
mas no cambias jamás de desengaños.




   Si a comprender aspiras
la ciencia de las puras realidades,
hallarás que de todas las verdades,
la mitad, por lo menos, son mentiras.




    El pobre está seguro que su perro
ha de formar su séquito en su entierro.




   Voy sembrando esperanzas por los vientos
y recojo después remordimientos.




   Esa mujer tan bella,
fue por mí tan querida
que alguna vez, para morir por ella,
tan sólo me faltó perder la vida.




   Aun tengo confianza
de que Dios me dará la fe perdida.
¡Bien haya el que ha inventado la esperanza
que es la muerte el principio de otra vida!




   Cuando halla algún buen mozo que le agrada
¡qué bien se suele hacer la deslumbrada!




   ¡Pensando en los adioses de aquel día
en llanto me deshago!
¡No puede describirte el alma mía
los cien siglos de horror de un día aciago!




   Si en amar soy prudente,
es porque, escarmentado,
para obrar con cordura en lo presente,
tengo puesto un oído en lo pasado.




   Contra esa infiel que con rubor se aleja,
porque un día mató mis esperanzas,
tomé la más atroz de las venganzas
dejándola morir de fea y vieja.




   Sí, aunque tierna y vivaz, aun eres pura,
no olvides el consejo que te ofrece
esta eterna verdad de la Escritura:
«Todo el que ama el peligro en él perece».




   Al mostrar a esta niña encantadora,
suele decir su madre embebecida:
«Aquí tenéis la Aurora
de los días más bellos de mi vida».




   Pocas veces te vi, pero no olvido
que yo te amé como no amó Macías,
y que fue la pasión que te he tenido
un amor inmortal de cuatro días.




   Por no ser natural hace, cuando ama,
de cada paso de comedia un drama.




   Cual tú, Méndez Leal, busqué afanado
una gloria fingida,
para saber al fin, desengañado,
que no hay más dicha que ésta en nuestra vida:
nacer, vivir, amar, ser olvidado.




   Yo sé quién, de una dicha que no alcanza,
va bebiendo en tus ojos la esperanza.




   Si te casas, Inés, ten por seguro
que todo novio es un traidor futuro.




   Ya, al pretender ser tierno
sale del pecho mío
un aliento más frío
que una ráfaga de aire del invierno.




   La cuna y el altar son dos moradas
donde viven las madres prosternadas.




   A todo va la inmensidad unida;
si entre el ser y no ser media un instante,
tiene el punto presente de la vida
un infinito atrás y otro delante.




   De esa antigua coqueta la hermosura
las ganas me quitó de hacerme cura.




   A ti, ducha en amor, ya te da risa
una loca de atar como Eloísa.




   El que sufre, lo mismo que el que adora,
creen que todo en el mundo, o quiere, o llora.




   Tanto aumenta la gloria su estatura,
que a ese genio gigante
le llamarán «el grande» allá en la altura
Shakespeare, Ariosto, Calderón y Dante.




   Aunque ve que le engañan con frecuencia,
no se quiere curar de su inocencia.




   En su primera confesión, a Pura
ya no le dio la absolución el cura.






Para una inclusa


   Si, al pasar el umbral de la existencia,
ves que no encuentras a tu madre allí,
bendiciendo la causa de su ausencia,
llama a esta puerta y la hallarás aquí.




   Desde que te ha sufrido
ya no me extraña tanto
que, como Job el santo,
maldiga el hombre el día en que ha nacido.




   No rechaces tus sueños, hija mía;
sin la ilusión, el mundo ¿qué sería?




   ¡Oh, Isabel! ¡Cuántas veces a hurtadillas
a través de estas pérfidas varillas
con tus pupilas de ternura llenas,
a algún hombre feliz, de ti adorado,
lo mirarás apenas,
por temor de mirarle demasiado!




   Ya sabes que aunque tanto te he querido
cuando eras una pobre verdadera,
después que fuiste altiva y heredera
te honré con un desprecio merecido.




   Siempre vuela mi mente
a buscar el Edén de tus amores
como constantemente
se vuelven hacia el sol algunas flores.




   Te advierto, ángel caído,
que ya has perdido en la opinión las alas,
y que el olor de santidad que exhalas
ya sólo lo percibe tu marido.




   ¿Quién puede ser dichoso ni en la gloria
si allí existe del mundo la memoria?




   Las niñas más juiciosas y más puras
al llegar la razón hacen locuras.




   ¿Me quieres? Le pregunta, y ya la esposa
dice «sí», mas pensando en otra cosa.




   Cayó; y al mes siguiente
ya era un frío deber su amor ardiente.




   Aunque huir de ella intento,
no sé lo que me pasa,
porque yo voy donde me lleva el viento,
y el viento siempre sopla hacia su casa.




   Agita tu abanico muy aprisa
y verás como el céfiro ligero
se cuenta muchas veces, María Luisa,
lo mucho, pero mucho, que te quiero.




   No pretendas mi cantar,
Isabella-Roma, oír.
¿Por qué quieres ver llorar
hoy que te toca reír?




   ¡Es la esencia mejor de la belleza
el olor sin olor de la limpieza!




   Canta el aire, en sus trovas misteriosas,
las penas y alegrías de las cosas.




   Su padre, que era un topo,
la juzgaba inocente todavía,
cuando yo averigüé que ya entendía
la moral de las fábulas de Esopo.




   Por ser tan instruida,
ya entre ella y su niñez media una vida.




   Ama con furia y odia con tal ira,
que clava sus ideas cuando mira.




   A esa ética feliz la va matando
la fiebre que ha cogido
durmiendo horas enteras y soñando
a la sombra del árbol prohibido.




   ¡Oh! ¡Qué cosas tan tiernas te diría,
al contarte, Enriqueta, mis pesares,
si esta alma, que es tan tuya como mía,
estuviese en la edad en que tenía
el ardor del Cantar de los Cantares!




   Espera con gran fe, Pepita bella,
que el hombre fiel que ha de llamarte esposa,
haciéndote dichosa,
en ti desmentirá la frase aquella
de -¡Ay, infeliz de la que nace hermosa!




   En cuanto al bien y al mal, nada hay lejano;
todo se halla al alcance de la mano.




   No escribo versos aquí
porque mí nombre recuerdes,
sino para que te acuerdes
que yo me acuerdo de ti.




   Sensible, débil, religiosa y vana,
eres en todo una verdad humana.




   Cierra el joyero, Inés, ponte una rosa,
que una bella está bien con cualquier cosa.




   La vida es un bostezo continuado,
pues al rico y al pobre, a juicio mío,
les hace bostezar, según su estado,
pobres el hambre, y ricos el hastío.




   En materia de flores y de amores
estoy por los amores y las flores.




   Teme más al ardor de sus sentidos
y a su propia bondad, que a diez bandidos.




   La que está como tú, Paca adorada,
del arte enamorada,
discurre de este modo:
«La gloria, que no es nada,
sobrevive al dinero, que lo es todo».




   Yo soy un estudiante
que, cuando sé que me aman, sé bastante.




   Su gracia de ángel pasará a la historia,
pues al ver de su risa los fulgores,
la copian encantados los pintores
para hacer las rompientes de la gloria.




   A mis ruegos el céfiro sonoro
contándote estará toda tu vida
lo que dijo un autor a su querida:
«¡Maldito, sea yo si no te adoro!».




   Tu comercio de amor naturalista
no gira más que letras a la vista.




   Me recuerdan tu ingenio y tu alegría
la primera mujer del alma mía.




   ¡Cuánta diablura te diría, cuánta,
si tú, en vez de mujer, no fuses santa!




   Nuestra alma ve, de admiración suspensa,
que el campo todo el Criador inciensa,
y juzga con encanto verdadero
que es una orquesta inmensa
la gran palpitación del mundo entero.




   Por burlarse tal vez de lo que es santo,
creo que fue el demonio
quien llamó al matrimonio
la noble institución del desencanto.




   En guerra y en amor es lo primero
el dinero, el dinero y el dinero.




   La más sabia, Rosario, es la que aúna
al amor con los bienes de fortuna;
que si el dulce no es malo,
ni aun en cuenta de palo,
es natural que sea
servido en copa de oro, miel hiblea.




   Al verte aborrecida,
notaras, recordando cierta cosa,
que a todas nuestras faltas en la vida
las liga una cadena misteriosa.




   De una mujer como Virginia, honrada,
lo mejor que hay que hablar es no hablar nada.




   Imita a aquella nueva Galatea,
pues, al ver que algún hombre la subyuga,
para no ser vencida, siempre emplea
la gran estratagema de la fuga.




   Los padres son tan buenos,
que hasta el menos iluso
anhela para yerno un noble ruso,
o un príncipe italiano por lo menos.




   La mujer, cuando olvida, es que aun aprecia.
El hombre que perdona es que desprecia.




   Me atrae tanto el cielo,
que extraño alguna vez cómo no vuelo.




   Tan grande fue, que ante él todo es pequeño,
«un delito el nacer», «la vida un sueño».




   Si como el héroe de la Mancha, antaño
realicé por tu amor grandes hazañas,
hoy, sentado a la sombra de un castaño,
pensando mucho en ti, como castañas.




   No temas de mi amor nada imprudente;
sólo se ama a las santas santamente.




   Se casó ayer, y hoy por cualquiera cosa
apuesta la cabeza de su esposa.




   Es tan casta que ignora, de seguro,
que hay algo de hez en el amor más puro.




   Después que nos han hecho
viejos la edad y tristes la experiencia,
llevamos dos infiernos en el pecho,
que son el corazón y la conciencia.




   En mí, cada mirada que me lanzas
se deshace en millones de esperanzas.






Los terremotos


   Si esperamos en Dios con calma honrada,
premiará nuestra fe su providencia.
¿Qué es el temblor de nuestro globo? Nada
al lado del temblor de la conciencia.




   Colma nuestros deseos,
librando nuestra patria, ¡cielo santo!
de estos días de espanto
en que rezan a solas los ateos.




   Aunque el hombre se aterra
al ver temblar bajo sus pies el suelo
¿quién sabe si en el cielo
será ordenar el trastornar la tierra?




   Conmueve de placer nuestras entrañas
al ver que consolando ajenos males,
ya la piedad, desde las casas reales
a barrer la miseria a las cabañas.




   -¿Qué haremos cuando el cielo
casas y templos con fragor derriba?
¿Qué haremos, preguntáis, almas de hielo?
¡Tener fe en la justicia de allá arriba!




   Debe el bueno sentir que tiembla el suelo
como el justo de Horacio, con firmeza,
y ver también que se desploma el cielo
sin inclinar siquiera la cabeza.




   ¿Nadie sabe, mortales,
por qué cuarteando el globo nos castiga
ese gran Dios para quien son iguales
los destinos del hombre y de la hormiga?




   Cuando se abre la tierra estremecida,
el bueno reza, se resigna y muere;
que es el único sabio en esta vida
el que sabe querer lo que Dios quiere.




   En cuestiones de amores
soy de los amadores
que, al odio y al amor no interrumpido,
hallan más divertida
esta rueda incesante de la vida:
amor, odio, desprecio y luego olvido.




   Porque amaste en tres años a tres hombres
¿te juzgas una infiel? No, vida mía.
El amor se transforma y no varía;
un mismo amor puede tener mil nombres.




   ¿Por qué quieres saber, Ana querida,
en qué vive mi espíritu ocupado?
Después que mi cariño has despreciado,
me ocupo sólo en despreciar la vida.




   Gracias a ti, he caído
en el horrible estado
de olvidar cuanto puedo lo pasado,
y despreciar después cuanto no olvido.




   Quiero morir contigo, si el destino
nos ha de conducir a aquel infierno
en que, unidos en raudo torbellino,
se dan «Paolo» y «Francesca» el beso eterno.




   Te vi una vez, Elia fascinadora,
y amé una eternidad en una hora.




   Cuando yo con el alma te quería,
¿quién presumir pudiera
que a despreciar ¡infame!, llegaría
en ti y por ti la humanidad entera?




   No doy los tristes pensamientos míos
por tus sueños ligeros y rosados,
porque, a cráneos vacíos,
prefiero corazones disecados.




   El amor es un mal, pero es el caso
que siempre será un hecho verdadero,
que la pasión que volvió loco al Tasso,
hará perder el juicio al mundo entero.




   Te abanicas con gracia, y te suplico
que tengas muy en cuenta
que puede levantar un abanico,
con el aire más dulce, una tormenta.




   Mueve, por Dios, con tu abanico el viento,
porque sé, niña bella,
que sus brisas, mezcladas con tu aliento
de nuevo encenderán mi extinta estrella.




   Los muchos que deliran
por esos ojos bellos
suelen decirnos de ellos
que les oyen hablar cuando nos miran.




   Ya no sé en qué consiste
que al verte tan feliz me siento triste.




   Siento la mala suerte
el único destino que es posible,
como decía el Tasso, fuera horrible
la vida sin el premio de la muerte.




   ¿Me preguntas, Luz Mont, lo que es dolora?
-Es lo que vemos desde el puerto ahora:
mientras resiste un bote al mar bravío,
con el casco al revés se hunde un navío.




   Voy a decirte una verdad y es ésta:
«No vale nuestra vida lo que cuesta».




   Ya sabrás, como, yo, Carmen querida,
que el amor sólo acaba con la vida;
pues con la edad se aumenta
de la pasión la llama,
y a los sesenta se ama
sesenta veces más que a los cuarenta.




   ¿Dices, que te he olvidado?
Amante desleal, pierde cuidado.
Es mi amor tan eterno,
que ya empiezo a temer que, enamorado,
por ir donde tú irás, iré al infierno.




   ¡Ay, cuánto te amaría
si hoy fuese el que era cuando Dios quería!




   Emplea tu ternura
más bien en la bondad que en la hermosura.
Sírvate de gobierno
que es un necio galán, buena figura,
un emplasto vulgar para uso externo.




   ¡La ocasión! Nadie sabe adonde lleva,
el poder de la sombra de un manzano,
cuando se pone, cual se puso a Eva,
la manzana al alcance de la mano.




   Yo sé de alguno que ama,
y es incrédulo en Dios, y cree en su dama.




   En mi duda interior, siempre he admirado
la fe de esos creyentes
que juzgan, inocentes,
que por librar del lodo su calzado,
la Providencia, servicial, ha echado
las aguas por debajo de los puentes.




   Te casarás, y acaso al otro día
verás tu pecho de amargura lleno.
¿Qué quieres, hija mía?
Si una copa de amor es ambrosía,
dos copas de placer son un veneno.




   Esclavos, aprended que en la existencia
puede más que la fuerza la paciencia.




   En vano su memoria
quiero dar al olvido,
aunque hoy es una santa cuya historia
llenaría de escándalo a un bandido.




   Lo mismo que hace con los sueños míos,
irá el tiempo robando tus quimeras:
sin más que andar, los ríos
acaban por llevarse las riberas.




   Siento mucho decirte, Ana adorada,
que es vano nuestro empeño
de ver una esperanza realizada,
que el alma acalorada
todo en el mundo lo convierte en sueño,
lo que es igual a reducirlo a nada.




   Nada en el mundo alcanza
a apagar el ardor de los sentidos.
Mil deseos cumplidos
no igualan al placer de una esperanza.




   Enriqueta, estoy cierto
que el Dios del cielo me dará su gloria
si al saber que ya he muerto
rezas tú un «Padrenuestro» a mi memoria.




   Aunque me he de morir, lo haré sin miedo,
pues no suelo creer en lo increíble,
y soy un pecador que nunca puedo
pensar que es Dios bueno un Dios terrible.




   Mirándote a mi lado
he admirado, he sentido y he pensado:
lo que prueba, Joaquina,
que tu ser hechicero
es la imagen divina
de lo bueno, lo bello y verdadero.




   Aseguran mujeres de experiencia
que, si ellas saben algo, es por curiosas,
pero que nunca pasará su ciencia
de deletrear las cartas amorosas.




   Siempre aspira a cambiar el hombre ciego
la suerte propia por la suerte extraña,
soñando en el palacio y la cabaña
el labriego que es rey y el rey labriego.




   El pensamiento mío
purifica en tu imagen mis ardores,
como se vuelve néctar el rocío
metido en las corolas de las flores.




   La rueda de la vida, ídolo mío,
es querer y olvidar. ¡Jesús, qué hastío!




   Lengua de Dios, la poesía es cosa
que oye siempre cual música enojosa
mucho hombre superior en lo mediano;
y en cambio escucha con placer la prosa,
que es la jerga animal del ser humano.




   ¿Oyes, Concha, los céfiros alados
que agita tu abanico en derredor?
Pues todos son suspiros o recados
que te manda al oído.