Ahora que mi queridísimo compañero el sabio
por antonomasia, señor Menéndez Pelayo, escribe
los fundamentos de una estética ideológica,
le dedico estas «humoradas», porque además de satisfacer
con esto un sentimiento de mi corazón, tengo el egoísmo
de creer que en esta ocasión me defienda, si lo halla
justo, de los censores apasionados que de seguro aparecerán,
como aparecen siempre que yo me permito poner título
nuevo a alguna de mis obras.
Soy el hombre menos afortunado
de la tierra para bautizar géneros literarios. Cuando
publiqué las «Doloras», el nombre pareció demasiado
neológico. Salieron a luz los «Pequeños Poemas»
y el título fue muy censurado por razones que nunca
he comprendido. El nombre de «Humoradas» ¿parecerá
también poco propio?
¿Qué es «humorada»? Un
rasgo intencionado. ¿Y «dolora»? Una humorada convertida
en drama. ¿Y «pequeño poema»? Una dolora amplificada.
De todo esto se deduce que mi modo de pensar será
malo; pero, como ya dije alguna otra vez, no se me podrá
negar que, por lo menos, es lógico.
- II -
Y como ya nunca quiero ocultar mis pretensiones, aunque
estén impregnadas de un poco de orgullo, pasión
que tanto detesto, debo decir que, en vez de quemarlas, he
recogido estas fruslerías poéticas, para completar
con ellas un sistema de poesía que abrace desde el
pensamiento aislado hasta el poema. Será imposible
que ningún autor de «segundas intenciones» escriba
nada que no esté comprendido en el círculo
poético que acabo de cerrar con estas ideas volanderas.
Es verdad que, además lógico, hay otro, enteramente
contrario, que se limita a hacer sobre los asuntos apreciaciones
de naturaleza exclusivamente física. Considerados
en su esencialidad, no hay más que dos géneros
de poesía en el mundo, que son «el de más acá»
y «el de más allá» de las cosas.
Yo sé
bien que quedan fuera de este círculo poético
que yo prefiero, producciones admiradas que encantan a muchas
gentes por su misma objetivación e infecundidad. Pero
yo que admito, aunque sin entusiasmo, el género que
ve en la forma, no el continente, sino el contenido del arte,
pido un poco de tolerancia para el que pretende que a la
sencillez en la forma se una un poro de malicia en el fondo.
Respeto la admiración que a algunos les produce en
las obras de ingenio la delimitación empírica
de esas líneas que pueden ser comprendidas por los
sentidos corporales del tacto y de la vista, con tal que
me permitan reservar mi gusto especial por las reverberaciones
que iluminan las sinuosidades del corazón humano y
los horizontes que caen del otro lado de la vida material.
Uno de los economistas contemporáneos más
notables ha escrito un artículo, muy filosófico
titulado: «Lo que se ve y lo que no se ve». Este título
mejor que aplicado al comercio de las habichuelas, se podía
relacionar con los sistemas poéticos, el viejo y el
nuevo; el viejo, que se puede llamar el de «lo que se ve»;
y el nuevo, que lo llamaremos el de «lo que no se ve». El
viejo no necesita explicación: el nuevo consiste en
ver intuitivamente lo que no se alcanza a primera vista;
en hacer notar al lector el punto en que las ideas iluminan
los hechos, mostrándole el camino que conduce de lo
material a lo ultraideal.
No me explico por qué muchos
lectores prefieren en el arte lo superficial a lo hondo.
Y debo confesar, con mortificación de mi amor propio,
que hasta genios que han solido ver la inmensidad en el átomo
son refractarios a dejar transparentar en sus producciones
las vistas que dan a la región de lo indefinido.
- III -
A un gran poeta extranjero no le pudo
hacer comprender mi amigo el señor don Eugenio de
Ochoa lo que era una dolora. Extrañándolo yo
mucho, decía el señor Castelar que, dadas las
cualidades del insigne escritor, él se lo explicaba
perfectamente. Otros dos grandes poetas españoles
se empeñaron en no querer entender lo que eran doloras,
y lo consiguieron. Cuando se publicaron las primeras, sometiéndolas
a las reglas de una retórica convenida, y en la cual
yo nunca he podido convenir, las fueron dividiendo en epigramas,
letrillas, epitafios, etcétera. Estos inmortales distraídos
clasificaron las doloras por su contextura externa, sin fijarse
en el lazo interno común que las unía en el
fondo, que era la intencionalidad.
En el actual momento
histórico, ya verá el lector cómo también
estas naderías casi epigráficas, todos los
retóricos retrospectivos las llaman pareados, cuartetos
o quintetos, y acaso, acaso, sólo aleluyas; y, sin
fijarse en su carácter intrínseco, rechazan
el título de «Humoradas» que yo les doy. Siempre la
exterioridad sobreponiéndose a lo esencial. Una dolara
puede ser madrigal, epigrama, etc., sin dejar de ser dolora;
mientras que no son doloras ninguno de los epigramas y madrigales
que conocemos. Lo mismo digo de este nuevo título.
Una «humorada», sin dejar de serlo, puede estar, escrita
en un pareado, o en un cuarteto, pero no son humoradas la
mayor parte de los cuartetos y pareados que se han escrito
hasta ahora.
Pero yo, que tengo el honor de dedicar este
librito al señor Menéndez Pelayo, a imitación
suya, voy, a propósito de estas humoradas, a escribir
también un poco de estética trascendental.
- IV -
No quisiera que el lector, al hallarse
con estas bagatelas escritas para los álbums y los
abanicos de mis amigas, o recogidas de los retazos sobrantes
de doloras y poemas, creyese que las he coleccionado como
cosas dignas de ver la luz pública.
Los he reunido
coleccionándolas hoy con las que he publicado hace
tiempo con el nombre de «cantares», porque, además
de cumplir los deseos de un apreciable editor que me pedía
un libro cualquiera, me propongo rehabilitar con esta publicación,
en lo que sea posible, esa poesía, ligera unas veces,
intencional otras, pero siempre precisa, escultural y corta,
que nuestro eminente poeta el señor don Gaspar Núñez
de Arce ha estigmatizado con la expresión desdeñosa
de «Suspirillos líricos, de corte y sabor germánicos,
exóticos y amanerados». Creo que el pensamiento del
señor Núñez de Arce ha sido mal interpretado,
pero el hecho es que desde que él lo ha escrito, ciertos
críticos a quienes se les puede calificar de sacristanes
de «amén», se complacen en llamar «suspirillos germánicos»
a toda composición que no se estira hasta ensuciar
con las botas la cara de los oyentes. En consecuencia, rebatiendo
a los que han entendido mal la expresión de mi ilustre
compañero, les diré que esos «suspirillos germánicos»
siempre serán los cantos populares de las clases ilustradas.
Esa poesía que algunos llaman «lapidaria», es la
más propia para que se graben los pensamientos, no
sólo en las piedras, sino en las inteligencias.
Hasta
que se halla la forma elíptica que las sintetiza,
las epopeyas, las tragedias, los poemas y las crónicas,
son creaciones de una utilidad contestada y de una pesadez
incontestable.
Una décima de Calderón y unas
cuantas frases de Shakespeare suelen ser el resumen de todo
su modo de pensar y de sentir. Borrad esta décima
y estas frases, y desterraréis del comercio de la
vida las grandes epopeyas que más conmueven el corazón
y la cabeza de los que sienten y piensan.
Como desgastan
los ríos las piedras de su fondo, la marcha del tiempo
oxida, descomponiéndolos, los pensamientos de los
grandes monumentos literarios, unos por insustanciales, otros
por anacrónicos, estos por demasiado solariegos y
aquellos por poco característicos; y sólo va
dejando, como, ruinas imperecederas de las babilonias artísticas,
rápidas inscripciones, relámpagos de ideas,
que parecen ecos de las palpitaciones del corazón
humano.
- V -
Pero volviendo al asunto principal,
me preguntará alguno: ¿Por qué a esas poesías
cortas, tristes, risueñas, galantes o satíricas,
se las llama «humoradas»? Porque en la mayor parte de esas
expansiones de genio abierto, que el vulgo suele llamar salidas
de tono, prepondera la tendencia cómico sentimental
que se entiende por «humorismo».
Llamo «humoradas» a los
pensamientos adolorados, que, por carácter de forma
dramática, no se deben incluir entre las doloras.
Y ¿qué es «humorismo»?
Una crítica inconsiderada
que cruza a campo traviesa los dominios de la literatura
sin el freno de la correspondiente instrucción, a
fuerza de oírlo repetir ha adquirido la costumbre
de llamarse «escéptico», sin tener en cuenta que el
escéptico, ya subjetivo, ya objetivo, ya absoluto,
es el que tiene la duda por sistema, y que yo, bien avenido
con la vida real, creo en lo único en que se debe
creer, que es en las ideas. ¿Qué noción tendrán
estos clasificadores de lo que es «escepticismo»? ¿Me llaman
escéptico porque yo me suelo reír de cosas
que ellos creen que son de llorar? Esto de reírse
del dolor propio y del ajeno, más bien se podría
llamar estoicismo. Pero como no quiero enfadarme mucho con
estos clasificadores, que cogen la ciencia al oído,
porque sé que es muy común confundir el escepticismo
con el humorismo, y el humorismo con la excentricidad, les
diré que es el colmo de la injusticia llamar escéptico
a un espiritualista tan exagerado como yo, que cree que lo
que hay más natural en el mundo es lo sobrenatural.
Si el escepticismo no cree en lo que dice, el humorismo
hasta se ríe de lo que cree, no dejando de creer nada
de lo que dice.
¿Qué es humorismo? La composición
de situaciones, de ideas, actos o pasiones encontradas. La
posición de las cosas en situación antitética
que suele hacer reír con tristeza.
César,
tapando con sus cenizas el hueco de una pared, y don Quijote
volviendo a su casa molido a palos por defender sus ideas
mientras su ama y su sobrina, representantes del sentido
común, lo reciben cómodamente comiendo pan
candeal y haciendo calceta, son dos rasgos de humorismo que,
además de hacer reír, llenan los ojos de lágrimas.
La frase «buen humor», genuinamente española, ha
creado un género literario, que es sólo peculiar
de los ingleses y de los españoles, y en el que mezclando
lo alegre con lo trágico, se forma un tejido de luz
y sombra a través del cual se ven en perspectiva flageladas
las grandezas, y santificadas las miserias, produciendo esta
mezcla del llanto y de la risa una sobreexcitación
nerviosa de un encanto indefinible.
El humorismo francés
es satírico, el italiano burlesco, y el alemán
elegíaco. Sólo Cervantes y Shakespeare son
los dos tipos del verdadero humorismo, serio, ingenuo y candoroso.
Se ha dicho, que la burla es la retórica del diablo.
Y, efectivamente, debe haber en este género literario
algo de intelectual y encantadoramente, diabólico,
porque los escritores humoristas tienen sobre los exclusivamente
serios, y los totalmente alegres, una superioridad de miras
incontestables; pues cuando un escritor sólo se propone
hacer reír mucho, suele acabar por hacerse risible,
así como cuando un hombre por demasiado serio es tonto,
tonto de veras. No hay duda que el humorismo, que es un carnaval
reentrante en la cuaresma, parece que domina los asuntos
desde más altura, y que se hace superior a nuestras
ambiciones y a nuestras finalidades, pintando a la locura
con toga de magistrado, y a la muerte con gorro de cascabeles.
El talento que, alegre y tristemente, ve en lo pequeño
la imagen de lo grande, y en lo grande el trasunto de lo
pequeño, es el titiritero que al son de su tamboril
hace bailar grotescamente a todas las pequeñas y grandes
figuras humanas, como si fuesen muñecos de resorte;
es el tipo que, según una frase vulgar, es capaz «de
hacer burla de un entierro»; el inventor, en fin, de la filosófica
danza macabra, ese baile de candil dado en los infiernos,
y al cual asisten, presididos por la muerte, reyes con gregüescos
de payaso, bufones con tiaras, y papas con miriñaques.
Si, como dice Cervantes, el hacer reír es de grandes
ingenios, el hacer reír y llorar al mismo tiempo es
un don excepcional que sólo ha concedido Dios a él
y a Shakespeare, los dos grandes pensadores más humorísticos
del mundo.
Y dejo este asunto, sólo indicado por
mí, para que el señor Menéndez Pelayo
acabe de decirnos con su profundo saber lo que es «humorismo»,
esa alegría unas veces enternecedora y otras siniestra;
esa espada de dos filos que lo mismo mata a los hombres que
a las instituciones; ese gran ridículo que convierte
en polichinelas a los héroes mirándolos desde
la altura del supremo desprecio de las cosas.
- VI -
Pero me he distraído y veo que para unas producciones
tan homeopáticas como estas mías, el lector
dirá con razón que he escrito una dedicatoria
muy pretenciosa y demasiado larga. Por eso, arrepentido de
ser tan hablador, concluyo diciendo que, aceptando la definición
que da el diccionario de la lengua castellana de la palabra
«frase», diciendo -«que: es una locución enérgica
con que se significa más de lo que se expresa»,- insisto
en creer que las poesías de forma condensada son más
apreciables por la dificultad de tener que decir en ellas
«más de lo que se expresa». El transcendentalismo
en el arte consiste en estas vistas a lo infinito que entreabren
las frases cortas de algunos autores de arranques proféticos.
No me puedo consolar del tiempo que pierden algunos lectores
devorando a autores insustanciales que, al ocuparse en lo
particular, jamás dejan entre renglones sobreentendido
lo general.
Pero mi guerra declarada al género ampuloso
y superficial veo que me vuelve a distraer haciéndome
gárrulo, machacón y acaso injusto.
El arte
en general, la poesía en particular, ganan en intención
lo que pierden en extensión.
Suprimid algunas frases
inspiradas de la historia, y las guerras de la antigua Grecia
quedarán reducidas a unos pequeños altercados
de patanes de lugar, y la revolución francesa a una
orgía de caníbales.
El ingenioso escritor
don Felipe Picatoste ha escrito un libro, tan ameno como
profundo, «sobre las frases célebres», y en él
ha probado de una manera evidente que es una tendencia del
espíritu humano la de ir condensando los pensamientos,
desde los poemas hasta los refranes y desde los refranes
hasta las frases.
No hay nada sublime que no sea breve.
Cuando se acabe el mundo, ¿qué quedará de nuestras
agitaciones, deseos, esperanzas, ambiciones y temores? Nada,
o casi nada. De todas nuestras habladurías sólo
quedarán cuatro frases célebres, hasta que
algún Homero sideral, señalando con el dedo
el vacío que deje el mundo en el espacio, reduzca
las cuatro expresiones que flotarán sobre el lugar
del planeta extinto, a una sola frase parecida a ésta:
«¡Allí fue Troya!»