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Lecturas del Decadentismo en «De sobremesa» de José Asunción Silva

Carolina Sancholuz




I. Introducción: breves notas sobre el Decadentismo en América Latina

Ah, jóvenes que os llamáis decadentes porque mimáis uno o dos gestos de algún poeta raro y exquisito, para ser decadente como los verdaderos decadentes de Francia, hay que saber mucho, que estudiar mucho, que volar mucho.


(Rubén Darío, «Los colores del estandarte»)                


En «Los colores del estandarte»1 Rubén Darío responde con agudeza a la reseña crítica de Paul Groussac2, publicada en La Biblioteca ante la aparición de Los Raros. Entonces Groussac había escrito: «El autor de esta hagiografía literaria es un joven poeta centroamericano que llegó a Buenos Aires, hace tres años, [...] trayéndonos vía Panamá la buena nueva del decadentismo francés» (Groussac, 1896, p. 474). En una operación típicamente dariana, el poeta replica al desafío lanzado y opone a la condición de decadente que se le atribuye la de adelantado, reivindicando el «galicismo mental» que se le recrimina como lo «nuevo» que su arte ha aportado3.

Pero, más allá de la importante discusión estética entre Darío y Groussac en torno a las novedades del Modernismo, me interesa este texto dariano en particular porque permite observar las operaciones de selección, recorte y apropiación que los modernistas realizaron sobre el Decadentismo europeo4:

En Europa conocí a algunos de los llamados decadentes en obra y en persona. Conocí a los buenos y a los extravagantes. Elegí los que me gustaron para el alambique. Vi que los inútiles caían: que los poetas, que los artistas de verdad, se levantaban y la sátira no prevalecía en ellos. Aprendí el son de la siringa de Verlaine y el de sus clavicordios pompadour.


(Darío, 1896, pp. 52-53)                


Darío impone distancias, desmitifica la imagen del artista decadente como «degenerado», a la vez que responde de este modo a Max Nordau5, y promueve la profesionalización de la práctica literaria, como se advierte en el epígrafe inicial de este trabajo. El joven Darío -en 1896 no ha cumplido treinta años, pero ya se destaca como el escritor faro del Modernismo-, se dirige a los más jóvenes aún, a quienes invita a «saber mucho, estudiar mucho, volar mucho» (Darío, 1896, p. 53).

¿Qué artistas vinculados al Decadentismo circularon en América Latina a fines del siglo XIX? ¿Cuáles fueron leídos por nuestros escritores modernistas? ¿Qué escritores modernistas adoptaron la estética decadente en sus propias producciones? Ángel Rama6 se muestra cauteloso al hablar de los «límites» de la capacidad asimiladora de los modelos europeos por parte de los modernistas hispanoamericanos. Destaca el predominio de una «mentalidad aldeana» (Rama, 1985, p. 89), fundada en valores tradicionales que, como una corriente interna, prevaleció frente a propuestas tales como el Decadentismo, que implicaban un enfrentamiento demasiado extremo con estas convicciones. Señala el crítico que:

En cuanto a los riesgosos enmascaramientos del deseo que practicaron los decadentes (Swinburne) y que llenaron de malditismo y de morbidez la literatura finisecular europea, muy poco se trasladó a los latinoamericanos, pues conviene desde ya reconocer que en estas operaciones los modernistas concluyeron revelando una sana, ingenua y provinciana cosmovisión, que testimoniaba, nuevamente, la invencible fuerza de su interna tradición cultural, los límites casi infranqueables que los valores culturales internalizados oponían a cualquier libre incursión por los paraísos artificiales de la época.


(Rama, 1985, p. 89)                


Por su lado Jorge Olivares7 sostiene que muchos modernistas fueron visualizados como decadentes, especialmente por parte de los sectores más tradicionalistas de las sociedades latinoamericanas de fin de siglo, quienes establecieron una suerte de sinonimia entre los términos «decadente» y «afrancesado», en un sentido peyorativo. Estos sectores tradicionalistas objetaron la adopción de la estética decadente en América Latina, fundamentalmente por dos razones. En primer lugar porque la idea del progreso que sostenía el positivismo se enfrentaba al concepto de decadencia, propio de una civilización agotada (podía aplicarse a la civilización europea pero no a la joven América). En segundo lugar porque estos sectores reservaban una función específica al arte, docente, constructiva, moralizante. Olivares recorre las diferentes posiciones de esta polémica que se desarrolla entre los años 1888 y 1905. Destaca como texto inaugural de la cuestión el prólogo de Eduardo de la Barra a Azul... (1888) de Rubén Darío; el famoso texto de Juan de Valera8, donde le atribuye a Darío el citado «galicismo mental»; incluye a José Gil Fortoul, quien enfrenta el carácter de civilización naciente (América) opuesto a civilización en declinio (Europa) y a José E. Rodó, que señala la paradoja de conjugar Decadentismo europeo con aldea americana. Olivares contrapone a estas posiciones las defensas de Manuel Ugarte y Pedro Emilio Coll, entre otros, aclarando que los modernistas en general adoptaron el término «decadente» vaciándolo de sus connotaciones negativas, y usándolo como una bandera y un modo de legitimar su derecho a integrarse al internacionalismo que imperaba en numerosos órdenes de la vida de entonces.

Rubén Darío, por ejemplo, en «Gabriel D'Annunzio. El poeta»9, publicado en la Revista de América (1894) polemiza con un crítico inglés para sostener su defensa del Decadentismo: «[...] jamás ha habido tanta sed de Dios, tanto deseo de penetrar en lo incognoscible y arcano, como en estos tiempos en que han aparecido, mensajeros de una alta victoria, adoradores de un supremo ideal, los grandes artistas que han sido llamados Decadentes» (Darío, 1894, p. 261). Entre los artistas y poetas nombrados por Darío se destacan los nombres de Wagner, Baudelaire, Poe, Huysmans, Verlaine y D'Annunzio. En 1896, en «Los colores del estandarte» mostrará su producción -Los raros- más distante respecto de los decadentes, al afirmar que «no son raros todos los decadentes ni son decadentes todos los raros» (Darío, 1896, p. 55), destacando que la originalidad de Los raros consiste en la mezcla 10de estilos de los escritores y artistas que forman parte de su «alambique» estético y que, al decir de Darío, solo podía darse en América, y más precisamente en la «Buenos Aires-Cosmópolis»11:

Estamos, querido maestro, los poetas jóvenes de la América de la lengua castellana, preparando el camino, porque ha de venir nuestro Walt Whitman indígena, lleno de mundo, saturado de universo, como el del norte cantado tan bellamente por «nuestro Martí» y no sería extraño que apareciese en esta vasta cosmópolis, crisol de almas y razas, en donde vivió Andrade el de la Atlántida simbólica, y apareció este joven salvaje de Lugones, precursor quizá del anunciado por el enigmático y terrible loco montevideano, en su libro profético y espantable.


(Darío, 1896, p. 57)                


La discusión del Decadentismo entre los escritores modernistas revela la necesidad de éstos de integrarse a los debates de la cultura europea, incluso como un modo de revitalizar las literaturas nacionales. Así, en el artículo de Pedro Emilio Coll, «Decadentismo y americanismo»12 de 1901, el autor defiende la presencia de la literatura francesa en el ámbito americano, argumentando que «[...] una moda extranjera que se acepta y se aclimata es porque encuentra terreno propio, porque corresponde a un estado individual o social y porque satisface un gusto que ya existía virtualmente» (Coll, 1901, p. 82). Sostiene que el Decadentismo contribuye en la evolución hacia el «americanismo» literario: se halla lo autóctono a través de lo cosmopolita. También señala el sentido escatológico del término «decadencia», aunque percibe que en América, no obstante, se invierte para «representar la infancia de un arte que no ha abusado del análisis y se complace en el color y en la novedad de las imágenes, en la gracia del ritmo, en la música de las frases, en el perfume de las palabras» (Coll, 1901, p. 85).

La recepción de la estética decadente se difundió entre los escritores hispanoamericanos a través de las numerosas e importantes revistas literarias y culturales que contribuyeron a darle proyección continental al Modernismo. Las páginas de la revista venezolana El Cojo Ilustrado; las mexicanas Azul y, en cierto sentido, su continuadora, la Revista Moderna13; las porteñas El Mercurio de América, La Revista de América y La Biblioteca, entre otras, dieron cabida, a veces de manera distanciada y crítica, a las nuevas posturas estéticas. Es interesante, como ejemplo, el caso de la Revista Moderna que publicó no solo traducciones de poemas, cuentos y artículos críticos extranjeros sino también poesías en su lengua original. Esta revista reivindicó la divisa decadente, sobre todo en los números que corresponden a su primer año, entre los cuales se destaca la publicación de un poema de Juan José Tablada, «Hostias negras», que motivó un escándalo en la sociedad mexicana de aquel entonces (el primer número es de julio de 1898).

Olivares señala que «el argumento más trillado por los tradicionalistas era que los decadentes hispanoamericanos estaban emulando las modas trasatlánticas y que lo que era una legítima preocupación en Europa se convierte en una pose literaria en América» (Olivares, 1980, p. 61). Quiero destacar el concepto de «pose» en el sentido político-cultural que le asigna Sylvia Molloy en su excelente artículo «La política de la pose»14, donde revisa las críticas de las cuales fue objeto el Decadentismo en Hispanoamérica. Subestimada y desdeñada como una estética de la pose desde la perspectiva «tradicionalista» que recoge Olivares15, Molloy resignifica la pose decadente y la considera una «fuerza desestabilizadora», un «gesto político» mediante el cual es posible releer la política cultural de Hispanoamérica a fines del siglo XIX: «En el siglo XIX las culturas se leen como cuerpos [...] A su vez, los cuerpos se leen (y se presentan para ser leídos) como declaraciones culturales» (Molloy, 1994, p. 129). Si la pose se relaciona inmediatamente con el cuerpo, y éste se exhibe como una declaración cultural, la pose se vuelve una estrategia de provocación, que obliga la mirada del otro. «Créese que la juventud americana ha adoptado una pose que no encaja en el vasto escenario del exúbero continente, cuando lo cierto es que los artistas americanos se han por extraño modo identificado a las sensaciones que entrañan las literaturas europeas», reflexionaba Carlos Díaz Dufoo16 refiriéndose al Decadentismo, desde las páginas de la Revista Azul, de la cual era director y redactor junto a Manuel Gutiérrez Nájera. Dufoo señala la transformación de la pose en un signo de identidad propia, «sensibilidad amenazada»17 en muchos casos, otras veces amenazante como advierte Molloy, «sensibilidad americana»18, según Guillermo Sucre, como rasgo característico de la sensibilidad modernista.

Dos autores de fines de siglo XIX encarnaron la pose decadente en Hispanoamérica: Julián del Casal y José Asunción Silva. En el poeta cubano, la pose se visualizó en su vestimenta, los kimonos japoneses de seda ajustados a su cuerpo enfermo, sus trajes negros que imitaban el atuendo de Charles Baudelaire; su cuarto lleno de chinerías; su vida breve y colmada de penurias económicas pero desafiante en su pose de dandy insular. Admirador y «devorador»19 de la cultura y literaturas francesas de fin de siglo, la contemplación de unos cuadros de Gustave Moreau, a través de láminas fotográficas, inspiraron sus logradas transposiciones plásticas en los sonetos de la sección Mi museo ideal, de su libro Nieve (1892). Su poema «Salomé» no solo remite al cuadro de Moreau, sino a la magnífica descripción que realiza de la misma pintura Jean Des Esseintes, protagonista de A rebours de Huysmans. Como cronista de La Habana Elegante publicó numerosas prosas que dan cuenta de su conocimiento de las producciones literarias europeas, entre las que sobresale el artículo que le dedica al escritor faro del decadentismo, donde se nota una lectura finamente perceptiva y minuciosa de varias obras de Huysmans y en la cual describe sus personajes como «atacados por la fiebre de lo nuevo, de lo raro, de lo desconocido»20. Ciertos tópicos decadentes recorren sus poesías, como el de los «paraísos artificiales» en «La canción de la morfina»; los estados oníricos en «Horridum somnium»; la mujer fatal en el ya citado soneto «Salomé» y en «Elena»; la predilección por lo artificial en su famoso poema «En el campo»; pero sin duda su poema más logrado, en tanto remite y pone en escena la sensibilidad decadente, es «La agonía de Petronio», en el cual, desde una distancia marcadamente parnasiana el sujeto lírico contempla y describe el suicidio y agonía del «bardo decadente»21.

Por su parte José Asunción Silva llevó la pose decadente a un extremo tal con su novela De sobremesa, que no solo los críticos contemporáneos al autor y a la época de aparición de la novela22, sino varios de la nuestra llegaron a (con)fundir en la misma persona al autor José Asunción Silva con el protagonista de la novela, José Fernández Andrade23. La «máscara», el «disfraz» de artista decadente que impregna la personalidad de José Fernández prefiguraba entonces la teatral puesta en escena de la muerte de su autor, según algunos de sus biógrafos que no dejaron, ni ayer ni hoy, de leer la novela en clave autobiográfica. José Asunción Silva se suicidó en la madrugada de un domingo 24 de mayo de 1896, de un tiro en el pecho, en el lugar donde se había hecho dibujar por su médico, la noche anterior, un círculo que indicaba la ubicación exacta del corazón, dejando entreabiertas las páginas del libro que estaba leyendo, El triunfo de la muerte de D'Annunzio. Si, como reflexiona Sylvia Molloy, la pose se vincula al cuerpo en su aspecto material, con sus «connotaciones plásticas», con su «inevitable proyección teatral» (Molloy, 1994, p. 130), el gesto de José Asunción Silva como poseur de su propia muerte torna visible una tensión que recorrió la cultura de fin de siglo hispanoamericana, la reunión de dos fuerzas encontradas aunque no siempre contrarias: el positivismo científico y la novedad estética. Repasemos la escena: el corazón, emblema de la sensibilidad amorosa y también artística, dibujado por el pulso firme de la ciencia, junto al libro de un autor decadente. «Sentimental, sensible, sensitiva» (Darío, 1986, tomo II, p. 11) según la divisa dariana que caracteriza el alma del artista, en el caso de Silva se hace explícita la amenaza que acechaba a la sensibilidad finisecular24.

Sus biógrafos coinciden en señalar que la decisión fatal del escritor obedeció especialmente a las numerosas deudas, en parte heredadas, en parte contraídas por Silva, por su incapacidad para administrar las actividades mercantiles legadas de su padre. A pesar de los apuros económicos que lo acosaban, nunca abandonó su pose de dandy, sus trajes elegantes, la gardenia en el ojal, los zapatos de brillante charol, sus cigarros turcos, el té de Londres. Esta pose, que tanto intriga y subyuga al escritor colombiano Fernando Vallejo en el libro que le dedica a Silva, titulado Chapolas negras25, como una paradoja de exhibir aquello que no se posee y ocultar mediante la máscara la ruina, cobra otro sentido que me interesa destacar como un procedimiento constructivo de la obra De sobremesa. José Asunción Silva exhibe en su novela sus «deudas», ya no financieras, sino literarias, artísticas, estéticas. Podríamos calificarla como una «novela de pose» y, en esta perspectiva, hago míos los conceptos de Sylvia Molloy para caracterizar las «Palabras liminares» darianas: «Texto de pose, sí, en el mejor sentido del término; no porque excluya al lector sino porque mantiene, en todo momento, la pose -la distancia, la teatralidad- de la palabra» (Molloy, 1980, p. 9). Leeremos entonces De sobremesa26 como una «novela teatral», que, desde un ámbito discursivo privado, como el diario íntimo que imita, exhibe sin embargo sus procedimientos, su estructura, sus intertextos, sus modelos, sus elecciones estéticas, hasta los extremos del catálogo, del museo, de la enciclopedia27.






II. La biblioteca y el museo. Escenas de lectura y de arte en De sobremesa

José Fernández, después de buscar en uno de los rincones oscuros del cuarto, donde solo se adivinaba entre la penumbra rojiza la blancura de un ramo de lirios y el contorno de un vaso de bronce y de apagar las luces del candelabro, se sentó cerca de la mesa, y poniendo sobre el terciopelo de la carpeta un libro cerrado, se quedó mirándolo por unos momentos.

Era un grueso volumen28 con esquineras y cerradura de oro opaco. Sobre el fondo de azul esmalte, incrustado en el marroquí negro de la pasta, había tres hojas verdes sobre las cuales revoloteaba una mariposilla con las alas forjadas de diminutos diamantes.

Acomodándose Fernández en el sillón, abrió el libro y después de hojearlo por largo rato leyó así a la luz de la lámpara.


(Silva, 1996, p. 239)                


El grueso volumen que parece hipnotizar la mirada del personaje es su diario íntimo, un libro que es intencionalmente exhibido como un tesoro, descripto como un cofre precioso, un objeto suntuario, ajeno al circuito del mercado, del público, de la imprenta. Unos pocos elegidos, los amigos que acompañan la sobremesa de una opípara cena brindada por José Fernández, serán los receptores del diario, que abandona la fantasía de la privacidad propia del género y el espacio sacralizado donde estaba depositado, para ser leído en voz alta por su propio autor.

De sobremesa, como «novela teatral», expone su carácter autorreferencial, y muestra el centro de producción de la escritura mediante la numerosa mención de las lecturas y la puesta en escena del acto de leer. Así, señala con pertinencia Susana Zanetti29:

Toda la experiencia vital y la subjetividad de José Fernández, narradas en el diario, aparecen mediatizadas por la lectura. Ella es la responsable de que sea poeta, dirige sus sueños y proyectos, así como la elección de sus amantes o prostitutas. Todo acto ocurre, se vincula o se interpreta, se lee realmente, a partir de esa compleja red de lecturas que el libro menciona, comenta, cita o reescribe.


(Zanetti, 1997, p. 139)                


La escena de la lectura con la cual comienza la novela se describe como una ceremonia, un ritual de iniciación para unos pocos elegidos, y se construye como un relato liminar30 que funciona especialmente para delimitar la extensión narrativa del diario de José Fernández. La novela se cierra con la clausura de la lectura del diario, en el mismo lugar donde comenzó y donde se lleva a cabo la sobremesa que da nombre a la novela. Este espacio, por su parte, constituye el marco ideal e idealizado para poner en marcha el ritual de la lectura. Concebido como típico interior modernista, casi un boudoir, decorado con espesos cortinados, iluminado apenas por la luz tenue de velas, los personajes gozan en él del ocio sensual, de los aromas entremezclados de cigarros importados, de las exquisitas bebidas alcohólicas, de los cafés y tés de los más lejanos y exóticos países, quedando fuera del íntimo saloncito cualquier vestigio del mundo real.

Una «conversación artística»31 precede la lectura del diario íntimo. Ella funciona para revelarnos a José Fernández como un poeta cuya vida aparece marcada por la esterilidad creadora32, un artista que no puede producir y que escucha, paciente, los reproches de sus amigos: «Todo lo que has hecho, continuó volviéndose al poeta, todo lo más perfecto de tus poemas es nada, es inferior a lo que tenemos derecho a esperar de ti, los que te conocemos íntimamente, a lo que tú sabes muy bien que puedes hacer. Y sin embargo, hace dos años que no produces una línea...» (Silva, 1996, p. 231), le recrimina el amigo médico, sensato y culto. La larga respuesta de Fernández no se hace esperar: se exhibe en los avatares de los últimos años de su vida narrados en el diario, donde se desnuda no sólo la intimidad del personaje sino también la subjetividad del artista moderno de fin de siglo. Es interesante notar que la novela postula además una imagen de lector ideal, como leemos en las palabras de Fernández cuando explica a sus amigos su concepción de la poesía, muy ligada al simbolismo33: «Es que yo no quiero decir sino sugerir y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista» (Silva, 1996, p. 236, cursivas del autor). El público lector se reduce entonces al grupo de pares, entre los cuales prevalece, a excepción de uno, la sensibilidad propia del artista. Fernández accede a la lectura de su diario instado por sus cuatro amigos, receptores diferentes y diferenciados, motivados por distintas causas pero a quienes la lectura parece producir el mismo efecto de catarsis. El médico, Oscar Sáenz, contrafigura de los médicos positivistas que la novela satiriza, busca en las páginas del diario la solución al enigma de la esterilidad creadora del poeta; el gentleman Cordóvez pretende «desinfectarse» de las «vulgaridades» de la vida cotidiana (Silva, 1996, p. 237) soportadas en una reunión social; Máximo Pérez, aquejado de una enfermedad desconocida, necesita la lectura para reanimarse. En este último personaje la lectura produce una suerte de «efecto Scherezada»; aunque el eje se desplaza de contar a escuchar, la consecuencia es la misma, aplazar lo inevitable, demorar o al menos olvidar la muerte. Juan Rovira, si bien es el primer amigo que pide la lectura del diario, defrauda la imagen del lector artista: se marcha antes de finalizar la lectura del diario; su impaciencia y pragmatismo le impiden esperar el momento propicio donde la lectura empieza a revelar los enigmas que rodean la vida del protagonista.

El diario de José Fernández se inicia con la lectura y reescritura de un diario ajeno, el de María Bashkirtseff34, y a partir de las críticas opuestas que realizan del mismo Max Nordau y Maurice Barrés:

La lectura de dos libros que son como una perfecta antítesis de comprensión intuitiva y de incomprensión sistemática del Arte y de la vida, me ha absorbido en estos días: forman el primero mil páginas de pedantescas elucubraciones seudocientíficas, que intituló Degeneración un doctor alemán, Max Nordau, y el segundo, los dos volúmenes del diario, del alma escrita, de María Bashkirtseff, la dulcísima rusa muerta en París, de genio y de tisis, a los veinticuatro años, en un hotel de la calle de Prony.


(Silva, 1996, pp. 239-240)                


Fernández, lector voraz, contrapone las dos lecturas sobre la artista rusa; desestima a Max Nordau («grotesco doctor alemán») y sus clasificaciones que patologizan al arte, y elige a Barrés, de quien traduce el epíteto con el cual nombra a la rusa «Notre -Dame qui n'êtes jamais satisfaite» («Nuestra Señora del Perpetuo Deseo», en la traducción de José Fernández)35. La reescritura del diario de la joven artista rusa le permite a Fernández construir una autoimagen que es también una réplica de su subjetividad, hipersensible, feminizada, por momentos pasiva. Como ella tiene el afán de saberlo todo, fascinándose por variados campos del saber: arte, literatura, filosofía, ciencia, idiomas; ambos viven acosados por enfermedades y una atmósfera de muerte, aunque, mientras María sufre de tisis, las enfermedades que aquejan a Fernández son de índole nerviosa y psicológica. Los dos construyen una autoimagen del artista incomprendido por la sociedad, y en ambos confluyen los vínculos entre el arte y el amor36. Si José Fernández lee el diario de la rusa como un espejo de su «alma escrita», su propio diario íntimo revela además otros avatares, los del cuerpo, escritos en los caracteres y huellas de una sexualidad desequilibrada entre los extremos del derroche y la continencia.

Podríamos afirmar que los personajes femeninos de la novela de Silva, sin excepción, carecen de subjetividad, y, como veremos en el caso de Helena, aparecen tan desrealizados que resulta imposible acceder a su existencia misma. Por un lado reproducen en su configuración dos modelos o estereotipos que Hans Hinterhäuser describe muy bien en su libro Fin de siglo. Figuras y mitos37: la «mujer fatal» en la cual se subraya el carácter destructivo de su pasión, y su contrafigura, la «mujer ángel», frágil, etérea, espiritualizada. No nos interesa tanto reproducir aquí la representación de esta dicotomía en la novela, tema que fue objeto de análisis de varios de los estudios críticos citados en las notas (Picón Garfield, Meyer-Minnemann, Hinterhäuser, Aníbal González), sino señalar que la construcción de lo femenino aparece marcadamente mediatizada por operaciones de lectura que abarcan muy especialmente el campo literario y pictórico de fines de siglo. Así, por ejemplo, en la historia de la prostituta Lelia Orloff leemos un microrrelato de carácter naturalista, donde la referencia a Naná de Emile Zola no pasa desapercibida:

Se llamaba María Legendre, el otro era el nombre de guerra. El padre y la madre vivían en una callejuela de Batignolles, él, zapatero de viejo, brutal y alcoholizado; ella, una pobre mujer, delgaducha, pálida, de aire enfermizo, a quien sacudía el marido cada vez que bebía más de lo necesario. Criaban dos hijas más, insignificantes.[...] ¿pero de dónde diablos había sacado aquella aristocracia de los nervios, más rara quizás que las de la sangre y la inteligencia, ella la hija de un zapatero mugriento?... Enigma insoluble.


(Silva, 1996, pp. 253-254)                


Estigmatizada como lo otro en tanto «enigma insoluble» la prostituta ejerce a la vez sobre Fernández la atracción del abismo y el repudio puritano. Se la describe en términos de la mitología literaria al compararla con Circe porque «cambia los hombres en cerdos» (Silva, 1996, p. 255), lo cual acentúa su carácter de mujer fatal, su presencia perturbadoramente sexualizada. De hecho este «embrutecimiento» del protagonista recorre un doble camino: Fernández abandona primero los libros38, la lectura, el arte, la cultura y deviene un otro, se barbariza, cuando en un arranque de violencia intenta matar a la Orloff. En un segundo episodio con otra prostituta39, que reproduce especularmente al primero, la sexualidad desbordada se transforma en agresión cuando Fernández intenta ahorcar a la amante en la cama. Las dos escenas trabajan la tensión entre la transgresión (representación del cuerpo sexualizado y sus desvíos) y la experiencia de sus límites. José Fernández enuncia la incapacidad de abordar el lesbianismo de Lelia, y la reflexión sobre esta incapacidad se centra en la distancia entre la literatura y la vida, distancias que en todo momento el personaje intenta aproximar, e incluso anular, infructuosamente, a través de la escritura de su diario y la multiplicación de citas y referencias literarias:

Ahora analizo fríamente. ¿Por qué cometí esa brutalidad digna de carretero e intenté un asesinato de que me salvó el tamaño del puñal que es más bien una joya que un arma, yo el libertino curioso de los pecados raros que he tratado de ver en la vida real, con voluptuoso diletandismo, las más extrañas prácticas, inventadas por la depravación humana, yo el poeta de las decadencias que ha cantado a Safo la lesbiana y los amores de Adriano y Antinoo en estrofas cinceladas como piedras preciosas?


(Silva, 1996, p. 256, el subrayado es mío)                


El relato de las aventuras amorosas del «poeta de las decadencias», como se autopercibe Fernández, aparece bajo la estela del poema dariano «Divagación», muy especialmente el verso que dice «Ámame así, fatal, cosmopolita» (Darío, 1986, p. 187), ya que traza a través de las mujeres (la norteamericana, la italiana, la alemana, la de su tierra natal) una variada «geografía erótica»40 donde apela, una vez más, a la mediación del arte y la literatura. En el episodio con la amante norteamericana, quien conoce y recita los poemas de Fernández traducidos al inglés, la poesía pierde el lugar sacralizado que parecía poseer en las páginas iniciales de la novela y la representación de la lectura se materializa como instrumento de seducción: «Más versos, más paso..., me dijo con expresión acariciadora, acercando a mi mejilla ardiente la suya fría y aterciopelada y embriagándome con su olor a pan fresco y a claveles húmedos. Le dije las estrofas que pintan los grupos de palomas blancas sobre el altar de Cypris...» (Silva, 1996, p. 331). Con la amante alemana «que tiene la carnadura de las Venus del Ticiano y está exenta de todo prejuicio, [...] la lectora de Hauptman y de Germán Bahr» (Silva, 1996, p. 339). Fernández adopta la máscara del nihilista y cita, para seducirla, frases de Nietzsche. Con la amante italiana, muestra la máscara decadentista d'annunziana y la escena amorosa se inicia también a través del artilugio de la biblioteca compartida: «So pretexto de amor al arte pagano y de mi entusiasmo por los poetas modernos de Italia, habíamos tenido en los últimos tiempos conversaciones indecidiblemente libertinas» (Silva, 1996, p. 340). Consuelo, la amante de su tierra natal, es, según la mirada del narrador la más adorable porque «[...] no ha leído, a Dios gracias, ningún libro que le haya quitado del alma el perfume de la sencillez» (Silva, 1996, p. 344), reproduciendo el estereotipo femenino de la bella iletrada. Sin embargo la estrategia de seducción de Fernández apuesta a recrear, mediante el lenguaje de las flores41, una escena amorosa de adolescencia de ambos en Colombia, que, a la luz de sus recuerdos se construye con la mediación literaria del Romanticismo: «Nueve años antes, casi niños ella y yo, una tarde deliciosa, una tarde del trópico [...] yo diciéndole que la adoraba, recitándole estrofas del Idilio de Núñez de Arce, y sintiéndome el Pablo de aquella Virginia vestida de muselina blanca...» (Silva, 1996, p. 338). La escena de lectura remite también -tal vez un homenaje- a la novela María (1867) de su coterráneo Jorge Isaacs, no solo por la recurrencia al lenguaje de las flores tan presente en los vínculos entre Efraín y María sino también por la importante presencia de Paul et Virginie del Abate Saint-Pierre.

Finalmente el conjunto de las amantes queda condensado bajo la clásica referencia a Dalila, figura mítica que hace las veces de femme fatal por sus artimañas castradoras. Tanto ellas, como ya dijimos, aun sin alcanzar el espesor requerido para pensarlas como personajes, como así también las prostitutas, encarnan la contrafigura de la mujer ángel, Helena, la amada ideal y fantasmática que solo puede ser concebida a través del imaginario de las vírgenes prerrafaelistas. La primera visión que Fernández tiene de Helena le recuerda «el retrato de una princesita hecho por van Dyck, que está en el museo de la Haya»; mientras la examina con avidez compara sus manos «dos manecitas largas y pálidas de dedos afilados como los de Ana de Austria en el retrato de Rubens» para finalmente destacar su perfil «ingenuo y puro como el de una virgen de Fra Angélico» (Silva, 1996, pp. 270-271), pintor predilecto de la Hermandad de los Prerrafaelistas, cuya estética reivindicaron los decadentistas franceses e ingleses. Si antes habíamos desplegado a través de la multiplicación de las citas literarias el tópico de la biblioteca, a través de la figura de Helena la novela exhibe su «museo ideal».

La primera aparición de Helena se configura mediante un objeto de contemplación, un cuadro; la segunda y última vez que Fernández ve a la jovencita la descripción del encuentro se carga de fuertes connotaciones místicas y la adolescente aparece como sombra, visión, estampa religiosa:

De repente al levantar la cabeza para ver el cielo al través de los árboles que extendían contra él las masas negras de sus ramazones, vi iluminado en la fachada, uno de los balcones del segundo piso, con los cristales abiertos, y las cortinas blancas caídas. Una larga sombra de mujer como envuelta en un manto que le cayera de la cabeza sobre los hombros, se destacaba confusa sobre la blancura de niebla del transparente. Era Ella; [...] Volviéndole las espaldas, caminó de frente la silueta negra y larga, como la de una virgen de Fra Angélico, llegó al balcón y con la cabeza alzada hacia el cielo, levantó la mano derecha a la altura de los ojos, trazando con ella levemente una cruz en la sombra, mientras que la izquierda arrojaba con fuerza algo que atravesó el espacio, y vino a caer a mis pies -blanco como una paloma- sobre el suelo sombrío. Era un gran ramo de flores, que regó pálidos pétalos en el espacio oscuro al cruzarlo y rebotó al tocar la tierra...


(Silva, 1996, pp. 274-275)                


La escena, trabajada mediante un procedimiento predilecto de los modernistas, la trasposición de arte, remeda un cuadro, en el cual resaltan los claroscuros, los contrastes simbólicos entre lo alto (el balcón donde se halla Helena y más allá el cielo) y lo bajo (los pies de Fernández, el suelo), las metonimias (la blanca paloma que es Helena, el suelo sombrío que es la conciencia plagada de remordimientos de Fernández); el estatismo solo alterado por los movimientos de la señal de la cruz y el rasante vuelo del ramo.

La aparición de Helena provoca en Fernández efectos de índole somática -se desvanece-, que difuminan peligrosamente los límites entre el deseo amoroso y la pulsión de muerte: «Hondo estremecimiento de religioso temor me sacudió la carne, corrió por mis espaldas un escalofrío sutil y como si me hubiera tocado la muerte, caí desfallecido sobre el banco de piedra» (Silva, 1996, p. 275). La historia de la búsqueda de Helena, como la fugitive beauté del poema de Baudelaire, «A une passante», parece resumirse en el verso que interroga: «Ne te verrai-je plus que que dans l´éternité?»42. Desde esta perspectiva la joven emblematizaría para Fernández otras búsquedas, estéticas, ideales, de valores que el arte, como nueva religión en un fin de siglo caracterizado por la secularización43, podría albergar. Así lo sostiene Aníbal González, quien describe el «culto a Helena» por parte del protagonista de la novela como «el culto de la ficción, del Arte (así, con mayúscula). En última instancia, en medio del desengaño que se evidencia en el texto frente a los fenómenos de la sociedad, la política y las relaciones humanas, solo se salva la religión del arte» (González, 1987, p. 111). Sin embargo, la muerte de Helena entraña también la pérdida de esta posibilidad «salvadora» del arte, al vaciar de sentido el culto, que pasa entonces a desempeñar una función vicaria, transformándose en «arte vaciado en el museo y el fetiche» como subraya Susana Zanetti (Zanetti, 1997, p. 140).

Sabemos que luego de estos dos fugaces encuentros con la joven a quien acompaña su padre en un hotel de Ginebra, Fernández solo accede nuevamente a ella a través de la ensoñación, por momentos cargada de connotaciones místicas, la evocación melancólica, y a través de una imagen, un cuadro que, muy significativamente no reproduce la figura de Helena sino la de su madre, idéntica a ella. El cuadro es propiedad de un médico inglés, Sir John Rivington, a quien Fernández consulta por sus achaques nerviosos cada vez más frecuentes y en quien deposita su confianza por tratarse del «gran médico que ha consagrado sus últimos años a la psicología experimental y a la psicofísica» (Silva, 1996, p. 283). Rivington44 a su vez regala a su paciente una copia del cuadro45, reproduciendo una cadena de mediaciones y copias de copias cuya significación, estrechamente vinculada a la pérdida de la función salvadora del arte, querría explorar.

El cuadro alimenta la idolatría que Fernández profesa por Helena y refuerza la imposibilidad por parte del poeta de separar la realidad de Helena de su representación, como se advierte en las citas anteriores que describen a la joven en términos pictóricos. La factura de la pintura se vincula a la estética prerrafaelista por la cual los decadentistas sentían una particular afinidad por la artificiosidad del arte que ambas corrientes compartían. Como se percibe en la nota al pie que describe el cuadro se insiste en un modo de representación casi hiperrealista por los detalles (por ejemplo la vegetación copiada con la minuciosidad de un botánico) aunque el efecto logrado es el de la pose tiesa y sumamente artificiosa. El lema del cuadro está tomado del Canto XXX de La divina comedia de Dante Alighieri, y en varias ocasiones el narrador compara a su amada ideal con Beatrice. Como destaca Aníbal González el cuadro que le envía Rivington, copia de un cuadro anterior de la madre de Helena, es un empobrecido símbolo donde la semejanza de Helena y su madre invierten46 la relación genealógica y «paradójicamente es su madre la que termina siendo una copia de Helena» (González, 1987, p. 100).

Sin embargo esta referencia a la copia no es la única que se advierte en la novela, ya que la copia aparece como un modo de adquisición pero también de sustitución de objetos de arte, como se observa en la descripción de la casa natal de Fernández, en Colombia, donde el lujo de la decoración (cristalería, porcelana china, alfombras y tapices aterciopelados) se combina con la presencia de imitaciones: «[...] sonreía con expresión bonachona, la cabeza de un burgomaestre flamenco, copiada de Rembrandt» (Silva, 1996, p. 229, el subrayado es mío). Y, en el marco inicial de la novela, rodeado de sus amigos, Fernández confiesa el principio creativo de su obra poética, la asimilación y la imitación:

[...] de un lluvioso otoño pasado en el campo leyendo a Leopardi y a Antero de Quental, salió la serie de sonetos que llamé después Las almas muertas; en los Días diáfanos cualquier lector inteligente adivina la influencia de los místicos españoles del siglo XVI, y mi obra maestra, los tales Poemas de la carne, que forman parte de los Cantos del más allá, que me han valido la admiración de los críticos de tres al cuarto, y cuatro o seis imitadores grotescos, ¿qué otra cosa son sino una tentativa mediocre para decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos Baudelaire y Rosseti, Verlaine y Swinburne?


(Silva, 1996, p. 232)                


Si bien la cita parece contraponer dos valoraciones del principio de la imitación, habría un servilismo imitativo, el de los «imitadores grotescos» y una imitación selectiva y asimilativa, que nos recuerda las palabras darianas de «Los colores del estandarte»: «Qui pourrais-je imiter pour être original?» (Darío, 1896, p. 52); sin embargo la imitación en la novela de Silva parece acentuar la pérdida, resumida en el sintagma «tentativa mediocre» (Silva, 1996, p. 232), pérdida que se asienta en una dificultad lingüística, en la incapacidad de la traducción «para decir en nuestro idioma» (Silva, 1996, p. 232) la sensibilidad simbolista y decadentista.

¿Es José Fernández una réplica latinoamericana del héroe decadente Jean Des Esseintes de la novela de Huysmans47? ¿De sobremesa se puede leer como una «tentativa mediocre» y autoconciente de recrear en nuestro continente la estética decadentista? Si bien José Asunción Silva despliega en su novela varios de los tópicos que hacen al imaginario decadente48, -entre ellos la sensibilidad exacerbada del artista, el sentimiento de tedio, la abulia, la pasividad, los desvíos sexuales como la necrofilia, los estados alucinatorios y las ensoñaciones mediante el uso de drogas, la búsqueda de lo artificial, el misticismo mezclado con el erotismo-, exhibe también los límites de la asimilación. Mediante las continuas alusiones y reflexiones sobre la copia, la máscara, la pose, la teatralidad, la intertextualidad, De sobremesa expone de manera autorreferencial los modos de apropiación de las estéticas europeas finiseculares y señala a través de las imágenes del acopio, de la biblioteca atiborrada, del museo, los riesgos que entraña la saturación. Como explica Aníbal González, Silva demuestra mediante su novela y sobre todo a través de su protagonista que «intentar producir un arte nuevo a partir de una síntesis de las formas artísticas del pasado es un proyecto solipsista que soprepasa las fuerzas del yo y tan sólo lleva a una suerte de indigestión cultural, a un cólico artístico, que conduce luego a la parálisis, al quietismo y quizás al final a la muerte del espíritu» (González, 1997, p. 246). Susana Zanetti advierte también que en la novela de Silva «la lectura como castración alcanza aquí una de las representaciones más altas de la literatura latinoamericana» (Zanetti, 1997, pp. 140-141).

En 1896, año en que el Modernismo impone su estética de la potencia creadora mediante el triunfo dariano de Prosas profanas, la novela de Silva, fechada en ese mismo año, parece exponer la búsqueda de la belleza ligada a la muerte. Frente al vitalismo erótico de los poemas darianos de Prosas profanas, De sobremesa muestra en cambio que «la contemplación de la belleza suprema, lejos de promover la plenitud vital, actúa como una suerte de filtro o veneno que ocasiona la parálisis» (González, 1997, p. 243). Prosas profanas, Los raros y De sobremesa, por nombrar solo algunas de las obras más destacadas de aquel año, demuestran también la variedad, heterogeneidad y eclecticismo que caracterizó al Modernismo finisecular, como el «alambique» del cual hablaba Darío que permitió la mezcla, la convivencia y la asimilación heterogénea de lo diverso.





 
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