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Un capítulo olvidado de Cervantes en América: lo quijotesco finisecular en José Asunción Silva1

Remedios Mataix





América nació para que muriese Don Quijote, o mejor, para hacerlo renacer entero de razón.


José Enrique Rodó                


Con la perspectiva que dan el tiempo y la sucesión de lecturas críticas encontradas, acercarse a la trayectoria vital e intelectual de José Asunción Silva equivale a enfrentarse con una de las más ejemplares manifestaciones de la crisis espiritual que acompaña la transición del siglo XIX al XX, y casi con la personificación perfecta de las tensiones, confluencias, contradicciones y colisiones que fundamentaron el Modernismo en tanto que producto típico del también plural y contradictorio Fin de Siglo hispanoamericano. Con ese escenario de fondo, el «sensitivo» bogotano se erige, no sólo como el hito que divide en dos la historia de la literatura colombiana -hay un antes y un después de Silva- e inaugura su primer capítulo contemporáneo, sino además como símbolo perfecto de los conflictos del idealista frente a la sociedad burguesa: ese choque entre el Poeta y el Mundo que, en su caso, implica tanto lo estrictamente literario (el escritor incomprendido) como lo existencial (el moderno intempestivo) y la quijotesca actividad empresarial y comercial que desarrolló, cuya bancarrota se debió a que en los exquisitos almacenes que regentaba en Bogotá se acumulaban modernos objetos de lujo para los que no había mercado en una sociedad tradicional como la colombiana de entonces.

En Silva confluyen, pues, la figura de un esteta que no encontró lectores para sus textos, ni espíritus afines a su peculiar idealismo, ni clientes para su mercancía excesivamente refinada; aunque también la inversión de ese tópico ha dado pie a la leyenda alternativa: un Silva extravagante, esnob y algo chiflado, cuyo estilo de vida escandalizaba a casi todos, cuya literatura ofendía el buen gusto, y cuyo pertinaz bovarismo/quijotismo en lo literario y en lo filosófico -otra «patología» de época2- chocaba con el sentido común, por lo que no fue la sociedad la que no comprendió al poeta, sino el poeta quien no se integró en la sociedad. Su obra literaria, salvada de un naufragio real y de otros metafóricos pero no menos devastadores, alimentó desde siempre esa doble leyenda que, aun exagerando la distancia entre el autor y su entorno3, acierta en cualquiera de sus versiones al subrayar como conflicto fundamental el desajuste entre la evolución de la morfología espiritual de Silva y la de su contexto; un desajuste que perpetuó la tardía publicación de lo mejor de su obra, treinta años más tarde de haber sido escrita, cuando el marco histórico-literario y el de recepción habían cambiado totalmente. Pero esa obra llevaba inscrita en el centro mismo de su dimensión existencial la marca ambigua de «lo moderno», como lo difundió Baudelaire4, y su pluralidad de incitaciones: los raptos complementarios de inconformismo y abatimiento, de contemplación y energía, y la conciencia escindida de un sujeto poético escéptico y soñador, nostálgico y burlón, sereno y desesperado, atraído simultáneamente por la permanencia y la fugacidad, la trascendencia y el vacío, la plenitud vital y el instinto de muerte. Y por estética y espíritu, cronológica y sensitivamente, el autor compartió con sus compañeros de la primera generación modernista una rigurosa conciencia de artista, cosmopolita y en constante evolución, y una producción poética, narrativa, ensayística y periodística que (como la de Martí, Casal, Darío o Rodó, con los que comparte no pocas afinidades) fue también agente conductor de los nuevos procesos culturales; ésos que, además de configurar el primer gran boom de las letras hispanoamericanas, tramaron nuevos lazos entre España e Hispanoamérica, volvieron lo español extranjero e íntimo a la vez, y propiciaron la «canonización poética de un nuevo santo hispánico del idealismo y la heroicidad moral»5, que proyectó la figura de «nuestro señor don Quijote» como posible redención presente y visión esperanzada de futuro.

Esa misma dimensión quijotesca de la obra y la vida de Silva -aunque haya pasado desapercibida hasta ahora entre la crítica- resume buena parte de lo que el autor y su leyenda significan todavía, no es una excepción a esa corriente general de su época por la que el intelectual hispanoamericano reforzó sus afectos y lealtades con lo español a través de nuevas versiones de su agenda temática, y hasta puede decirse que en su caso se vivió doblemente: su breve biografía coincide con uno de los períodos más dinámicos, conflictivos y ricos en cambios políticos, sociales y culturales de la historia de Colombia, en el que suele convenirse que el país entra a participar en algo semejante a la modernidad, y, como burgués y comerciante, Silva disfrutó y sufrió a partes iguales ese proceso, a la vez que, como intelectual, quiso tomarle el pulso en todos sus aspectos; tanto, que está considerado el introductor en Colombia no sólo del modernismo literario o filosófico, sino también del modernismo «social», con sus incursiones en la moda, la publicidad, el cartelismo y el interiorismo modernos, y con su innovadora filosofía empresarial, que quiso llevar el arte al diseño y la producción industrial, en la línea de la Arts & Crafts Society fundada por los prerrafaelitas ingleses.

No hay duda de que su espíritu se debatió entre las obligaciones pragmáticas de sus negocios y su vocación artística antiutilitaria y decididamente identificada con el idealismo finisecular, y lo más apasionante de su obra son precisamente las contradicciones íntimas que muchas de sus páginas reflejan. Sus versos de madurez -El Libro de Versos (1896), Gotas amargas (s. f.)- y su novela De sobremesa (1896) son portavoces privilegiados de ese debate espiritual, y en el proceso por el que ese conflicto vital se convierte en materia literaria, como he dicho antes, es extraordinariamente frecuente y significativo el recurso al universo de Cervantes. Técnicas, perspectivas, procedimientos y propósitos que comúnmente calificamos de «cervantinos» (la ironía moralizante, la parodia de una alegoría, la alegoría desprendida de una parodia) recorren la obra de Silva y ofrecen interesantes perspectivas de lectura para sus textos; a ello se unen las alusiones veladas o citas explícitas al autor español, y la presencia de sus personajes, bien de manera ocasional (como es el caso de Pedro de Urdemalas en El Libro de Versos), o bien asumidos ya como símbolos y metáforas culturales que cifran el universo imaginario de su discurso.

Entre estos personajes-metáfora destacan los procedentes del Quijote, asumidos en una lógica que demuestra que Silva entendió bien sus dimensiones alegóricas: obviamente la pareja protagonista, don Quijote y Sancho, pero también Dulcinea -entendida ya como el producto de «la Fe que crea su objeto», como establecería después Unamuno6- y además otros personajes secundarios, como ese don Pedro Recio Tirteafuera, el «médico insulano y gobernadoresco» (Quijote, II, LV) que somete a Sancho, ya en ejercicio como Gobernador de la Ínsula Barataria, a una dieta imposible de «un ciento de cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo» (II, XLVII), y que se convierte en manos de Silva en el punto de partida para las numerosas caricaturas de «malos médicos» (muy frecuentes también en la obra de Cervantes: recuérdense, entre otras, las de El licenciado Vidriera, El rufián dichoso o La ilustre fregona) que aparecen en su obra como parte de las reflexiones que emprendió el autor en torno a la problemática generada en el contexto finisecular por las colisiones entre el imaginario científico y el estético, y por la disputa entre cientificismo y espiritualismo por la supremacía en los registros simbólicos. Ambos subyacen como códigos antagónicos a la escritura de Silva y convierten sus textos en un producto inequívoco del malestar cultural, el desencanto de la secularización y la sensibilidad de su tiempo (aquélla en la que el positivismo agnóstico y la ideología utilitaria conviven con los primeros y fuertes cuestionamientos de la Ciencia), bien porque plantean el desencuentro entre la ciencia y el progreso, ironizando sobre las promesas incumplidas del positivismo o su incapacidad para desvelar los misterios del hombre, o bien porque reproducen el debate que el Fin de Siglo articuló sobre el sujeto normal y el raro -el bohemio, el esteta, el decadente-, con una coreografía alrededor de la «diferencia» del artista como autoridad cultural en la que discurso médico y discurso estético se superponen, se armonizan o se contrastan en disputa por ese objeto.

De ese ambiente intelectual surgen los numerosos Pedro Recio que pueblan los textos de Silva y que revelan tanto el clima general del que brota el Modernismo en tanto que reacción antipositivista, como las tensiones que generó en el autor la extensión del espíritu y el método cientificistas a otros aspectos de la realidad. Por ejemplo, los protagonistas de los poemas dialogados «El mal del siglo» y «Psicopatía», que, anticipando las tensiones que vertebrarán mudamente su novela De sobremesa, reproducen ese debate de época y su consecuencia espiritual más visible: precisamente ese mal del siglo -una de las grandes líneas para tematizar literariamente la nueva sensibilidad modernista- que afecta a los espíritus refinados y marca su diferencia, elevándolos por encima de un entorno que se considera prosaico, vulgar, materialista, inmerso en las doctrinas utilitarias y ajeno a todo idealismo. Es lo que brinda título y asunto al primero de esos poemas, «El mal del siglo», incluido entre las Gotas amargas, donde las elevadas modulaciones espirituales del sufrimiento de 'El Paciente' (sin duda un artista de Fin de Siglo) son del todo incomprensibles para un entorno inmerso en las doctrinas utilitarias y materialistas, aspecto que personifica 'El Médico' del poema y que parece insinuarse como la verdadera enfermedad del siglo:


El Paciente:


-Doctor, un desaliento de la vida
en lo íntimo de mí se arraiga y nace,
el mal del siglo..., el mismo mal de Werther,
de Rolla, de Manfredo y de Leopardi.
Un cansancio de todo, un absoluto
desprecio por lo humano... un incesante
renegar de lo vil de la existencia
digno de mi maestro Schopenhauer;
un malestar profundo que se aumenta
con todas las torturas del análisis...


El Médico:


-Eso es cuestión de régimen: camine
de mañanita, duerma largo, báñese;
beba bien; coma bien; cuídese mucho:
¡Lo que usted tiene es hambre!...7



Y «Psicopatía» (de El Libro de Versos) redunda en el tema incidiendo esta vez en el destino especialmente amargo del intelectual: en un contexto dominado por el sentido de lo práctico y la moral positivista, personificados en otro médico que esta vez explica a una mujer -criatura a la que supone inmune ante tal virus- la «enfermedad de pensar», el diagnóstico y los planteamientos profilácticos reformulan irónicamente lugares comunes del higienismo positivista en su lucha contra «la perpetuación de los degenerados»:


...En las edades
de bárbaras naciones,
serias autoridades
curaban ese mal dando cicuta,
encerrando al enfermo en las prisiones
o quemándolo vivo... ¡Buen remedio!
Curación decisiva y absoluta
que cortaba de lleno la disputa
y sanaba al paciente... mira el medio,
la profilaxia en fin... Antes; ahora
el mal reviste tantas formas graves,
la invasión se dilata aterradora
y no lo curan polvos ni jarabes;
en vez de prevenirlo los gobiernos
lo riegan y estimulan;
tomos gruesos, revistas y cuadernos
revuelan y circulan
y dispersan el germen homicida...



Los dos poemas replantean, con dolorido sarcasmo, una cuestión reiterada hasta el tópico en el debate cultural de entonces: la de la capacidad o incapacidad de la ciencia para resolver los cruciales problemas existenciales y espirituales del hombre. La conclusión es obvia en ambos, en ambos se bautiza el malestar espiritual resultante con la palabra de época -«el Spleen horrible»-, y en ambos esa típica enfermedad finisecular se entiende ya como el comportamiento expresivo del artista en una sociedad en la que comienza a alienarse: la angustia, el spleen, el ennui son los comportamientos «enfermos» que reaccionan contra la «salud» de una moral que está en tela de juicio8.

Sobre un estrato de ideas similar se articula la poética dual que sostiene toda la obra de Silva, expresiva en una de sus facetas del repudio hacia la visión desacralizadora que creyó inducida por el positivismo agnóstico, experimentado por él como aquello que erosiona el sentido de la existencia, que aplasta al hombre bajo las leyes despiadadas del determinismo biológico, que convierte la fe en un recuerdo nostálgico, y el amor, en la sumisión inconsciente a la voluntad ciega del instinto de supervivencia de la especie (no es otro el universo que articulan sus Gotas amargas); y, en la otra faceta, inseparable y complementaria, reveladora de su adhesión a un contrapunto sacralizador -el que inspira la mayor parte de El Libro de Versos- que, en la órbita general de esa forma mística del esteticismo que fue el Simbolismo, rinde culto al misterio, la belleza anímica, los estados psíquicos, lo suprasensorial y todas aquellas regiones en las que al imperio de lo cuantificable y lo útil se oponen la fuerza de la imaginación y la presencia poderosa de lo oculto, lo inalcanzable mediante procedimientos analíticos. En suma: una antítesis vertebradora del universo poético en que el poeta vuelca sus vivencias íntimas, su tortuoso itinerario espiritual y sus luchas por implantar el espacio sagrado con que oponerse a una realidad cotidiana que se considera hostil, vacía de trascendencia, desprovista de Belleza.

El significado general que atribuye Silva a los dos protagonistas cervantinos asumidos en su obra como personajes-metáfora es del todo congruente con esa dualidad que desdobló su sensibilidad en un registro descreído y otro sacralizador, además de serlo con la interpretación más frecuente del Quijote a través de los siglos: la que ve en el quijotismo o lo quijotesco el símbolo de un estilo espiritualista, en el sanchopancismo la alegoría de otro que le es contrario, y señala en la novela de Cervantes la historia de esa lucha eterna que, quizá desde el principio de los tiempos, trabaron dos maneras contradictorias de ser, de sentir, de pensar, de vivir: espiritualismo y materialismo. Su resemantización o adaptación al contexto de Fin de Siglo -en el que confluyen y colisionan las diferentes versiones decimonónicas de idealismo y pragmatismo- no requería demasiada elaboración, y la que emprende Silva opone a la Realidad sanchopancista el Ideal quijotesco, a la Razón pequeñoburguesa la Locura estética, y a la lógica y los dictados del sentido común, la Voluntad y el Deseo. Es una lectura «romántica» que perduraría entre los modernistas posteriores y que sin ninguna duda es enmarcable, si todavía no en las dualidades noventayochistas indicadoras de los valores «espirituales» de la cultura hispánica frente al modelo pragmático, materialista y calibanesco del mundo anglosajón, sí de lleno en la polémica finisecular entre dos modelos de vida, que es la que subyace a esas otras dualidades, posteriores a la muerte de Silva y al conflicto hispano-norteamericano de 1898: el modelo idealista, en concordancia con las últimas corrientes del pensamiento finisecular que orientaban una concepción espiritualista de la vida y el arte, y el modelo pragmático-utilitario, heredado del positivismo decimonónico y contra el que reaccionaba esa sensibilidad Fin de Siglo que reaccionó también contra el Realismo, el Naturalismo, el Parnasianismo e incluso el artificioso y descreído Decadentismo, pues, en general, reaccionaba contra todas las formas de arte social, científico, objetivo y desacralizado de la segunda mitad del siglo XIX.

En ese contexto, la recuperación del Ideal quijotesco que emprende Silva, lo define, sobre todo, como un antipragmatismo (o anti-sanchopancismo) radical, en la misma línea del que está en la génesis de los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes de Montalvo («¿Quién no divisa aquí las dos naturalezas del género humano puestas en ese contraste que es el símbolo de la guerra perpetua del espíritu y los sentidos, del pensamiento y la materia?»9), y se plantea en su obra con modulaciones necesariamente diferentes -pero en absoluto contradictorias- a las de las proyecciones del quijotismo sobre los posteriores discursos de identidad hispanoamericanos de comienzos del siglo XX; entre otros muchos, los de Rubén Darío reafirmando en el culto a nuestro señor don Quijote el «arraigado idealismo» y la «pasión por lo elevado y heroico»10, o los de José Enrique Rodó, condensando en las alegorías de Ariel el punto más alto de la misma euforia idealista y cifrando en la grandeza de don Quijote, «maestro en la locura razonable y la sublime cordura»11, tanto un modelo de vida para la joven América como el antídoto contra un mundo dominado por «gentes cuerdas y chiquitas»12.

Todo ese idealismo, lo quijotesco finisecular, se plantea en Silva (como en Martí, otro de los que tampoco pudo ver, aunque las previera, esas repercusiones culturales del conflicto del 98, pero al que no en vano se llamó «Quijote cubano» que «compendía lo espiritual eterno y lo ideal español»13) como una necesidad general de época, un contrapeso imprescindible frente al nuevo racionalismo al que oponerse, el positivismo finisecular, y produce en su obra el despliegue simultáneo de una poética ambivalente que ilumina una de las problemáticas estéticas y filosóficas más importantes de su tiempo: los modos de resolver la contradicción fundamental, la que se establece entre lo Ideal y lo Real. De ese conflicto arquetípico entre idealismo y vida práctica, entre quijotismo y sanchopancismo (o entre el artista y el hombre de negocios), que en gran medida Silva encarnó, hay varios documentos excepcionales en la obra del autor (además de los que trataré luego, poemas como «Puntos de vista», «Filosofías», «Sus dos mesas», «Luz de luna», «Psicoterapéutica», «Necedad yanqui», crónicas como «Cosas de Bogotá», ensayos como «El paraguas del padre León», o notas literarias como «Crítica ligera» e «Higiene del periodismo»), pues la íntima sustancia ideológica que la recorre puede cifrarse en una generosa protesta contra el espíritu del siglo burgués, el progreso deshumanizado y sus premisas básicas, esencialmente materialistas y, por tanto, ajenas a los anhelos del espíritu. Es lo que se proclama inconfundiblemente en su carta-manifiesto dirigida a la pintora Rosa Ponce de

Portocarrero14, donde el autor recuerda la conversación con la señora, en el curso de una reunión de comerciantes en la que no se oían otros temas que los obligados, y confiesa el placer que sintió al encontrar una sensibilidad afín a la suya:

...Usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel moneda que pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros; de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo [...] Usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos. Déjelos que nos llamen chiflados, que se burlen de nuestra inocente manía. Ya ve usted cómo al cabo de los años nosotros adoramos con más fervor lo que queríamos entonces, y ellos han perdido sus ilusiones. Ríase usted de ellos, señora, si su bondad inefable se lo permite, y, si no, compadézcalos. Los dos hemos escogido de la vida la mejor parte, la parte del ideal.



Frente a ese mundo de espíritus prácticos rechazado, la actitud poética actúa, bien sustituyéndolo por otro, idealizado, que consigue abolir las frustraciones historicistas y temporales, o bien diseccionándolo crítica e irónicamente, a través del análisis de los conflictos, profanaciones y desilusiones que se derivan de él, como ilustra uno de los muchos alter ego quijotescos del autor, el protagonista de «Lentes ajenos» y «Cápsulas» (ambos de Gotas amargas), que vive sumergido en las fantasías irrealizables de un bovarismo crónico hasta que, enfermo de lecturas, de tisis, de amores frustrados «a lo Lamartine», «a lo Dumas», «a lo Flaubert», «a lo Zola», y exhausto tras los encontronazos constantes con la prosaica realidad, acaba con su vida de un modo tragicómico:


...Desencantado de la vida,
filósofo sutil,
a Leopardi leyó y a Schopenhauer,
y, en un rato de spleen,
se curó para siempre con las cápsulas
de plomo de un fusil.



De esas tensiones se hacen eco también ejemplarmente otras muchas Gotas amargas, como el poema «Futura», donde todo ese cuestionamiento irónico de la sociedad y la moral positivistas (sanchopancistas, en términos de Silva) proyecta sus efectos amargos -los mismos que contribuyeron a definir la cosmovisión finisecular en términos pesimistas o nihilistas- sobre los pronósticos de futuro: el poeta imagina un fastuoso evento en Francfort, en el siglo XXIV, en el que el alcalde de la ciudad pronuncia un encendido discurso y descubre un monumento que representa el triunfo de una nueva religión:


...Eterna gloria a su divisa,
eterna gloria al redentor
que con su ejemplo y sus palabras
el idealismo desterró.
Salud al genio sobrehumano
cuyo evangelio derramó
de este planeta por los ámbitos
la postrera revelación.
[...]
Ha cuatro siglos los hombres
lo proclaman único Dios.
Su imagen ved, su noble imagen,
su imagen ved...



Y la estatua que aparece a continuación en lugar de la esperada funciona como una irónica proclamación de la «enfermedad de la civilización», de la crisis de la modernidad, entendida ya como esa «trascendencia vacía» de la que hablará Heidegger15:


...Un gran telón
se va corriendo poco a poco
del pedestal alrededor,
y la estatua de Sancho Panza
ventripotente y bonachón,
perfila el contorno de bronce
sobre el cielo ya sin color...



Después del triunfo de tan peculiar sanchopancismo, que confluye con una lectura nietzscheana y aniquilacionista de la modernidad, el poema desemboca en el «atentado de nihilistas» que pone fin al texto con «una súbita explosión/ de picrato de melinita» con la que «vuelan estatua y orador». Tal fantasía apocalíptica, que encuentra su fundamento filosófico en el pensamiento de Nietzsche («Sancho Panza dice: si los hombres sienten demasiado las tristezas, se vuelven bestias»16) y que alcanzará su formulación más acabada en De sobremesa, refleja bien los elementos operantes en el imaginario filosófico del Fin de Siglo, que hacen confluir en el concepto de sanchopancismo que maneja Silva tres acepciones del término: la «realista», la utilitarista y la escéptica; o, lo que es lo mismo, las que lo acuñan como concepto finisecular que designa la crisis espiritual de la época incluyendo entre las causas de esa crisis las consecuencias nefastas de la secularización positivista: la pérdida del fundamento trascendente del Orden (del estado, de la sociedad, del individuo) y la destrucción de los ideales, valores y principios que se habían tenido como válidos.

Silva no dejó de percibir esas pérdidas y diluciones de puntos de referencia como exigencias urgentes de búsqueda de un Ideal destinado a saciar la sed espiritual que el hombre ha demostrado en todos los tiempos y que en el suyo había sido exacerbada por el triunfo del positivismo agnóstico. Personificó ese proceso, en buena parte, su propia peripecia biográfica, pero en su obra lo hizo ejemplarmente el protagonista de su única novela, De sobremesa: José Fernández de Andrade, otro de los alter ego quijotescos del autor hacia cuyo complejo mundo interior se desplaza el interés narrativo, aparece dibujado como personaje llegado a un punto de civilización extremo, con el consecuente rechazo violento de los valores e instituciones de la sociedad burguesa, y con la también consecuente escisión espiritual entre la creencia y la duda, la virtud y el vicio. Está, en suma, hecho de espíritu y de materia, con panza de Sancho y corazón de Quijote, y en él se alternan las dos actitudes que esos personajes-metáfora simbolizan: la del romántico que cree en lo sublime y en la comprensión intuitiva, y la del pragmático que requiere de lo útil y lo sistemático. Une a esas «mórbidas duplicidades de conciencia» las excentricidades y la compleja sexualidad propias del héroe decadentista, que son siempre parte de un procedimiento por el que disfruta y rechaza al mismo tiempo la sociedad de su época, pero que Fernández vive como una trágica disociación de su personalidad, «entre la crápula y el ascetismo», como él dice.

Tales características lo atenazan a una profunda y dolorosa ambivalencia, articulada también entre lo quijotesco de sus aspiraciones estéticas, amorosas y existenciales (incluido un «gran plan» en persecución de la más perfecta utopía política, al que hace aún más digno dedicar un inútil derroche de fuerzas empleadas en algo que no ampara la lógica, sino la imaginación), y una especie de síndrome sanchopancista que lo aqueja a menudo y lo hace caer en los abismos de la abulia, en la flojedad de espíritu, en el egoísmo más compacto o en el más inconmovible sentido de lo práctico (todas sus facetas crapulosas, egocéntricas o calculadas y utilitarias en que la novela se detiene). José Fernández es, por todo ello, un modelo acabado de «víctima de la modernidad» en el que parte de la crítica quiso ver una réplica exacta de Silva, el poeta de final suicida y de una sensibilidad torturada que ya sus contemporáneos bautizaron como «método perverso»17 o «sadismo intelectual»18. Pero el autor no quiso darle a su personaje el final que sí se dio a sí mismo, quizá porque, como diría Unamuno a propósito del Quijote, «es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca»19, o quizá porque quiso advertir por anticipado contra la persistente tendencia a leer su novela como una autobiografía.

Esa tendencia, hay que reconocerlo, es alentada por el propio texto, a través de sus alusiones a circunstancias, datos, hechos y lugares documentables en las biografías del autor, pero a la vez es subvertida por la distancia irónica con la que, en ocasiones muy significativas, el narrador omnisciente contempla al narrador-protagonista, lo que invita a considerar por lo menos como relativos los puntos de vista del personaje, y permite una dimensión de lectura «quijotesca» de sus peripecias y su variable état d'âme. Porque una firme posibilidad, sorprendentemente olvidada, es el carácter paródico de la novela; la posibilidad de que Silva, entre los múltiples ingredientes de la opípara «digestión cultural» que celebra en su sobremesa20, incluyera una parodia de la novela decadentista clásica y que, por ello, siguiera sus esquemas. Mi hipótesis es que, como su venerado Cervantes, al que cita varias veces en el texto, Silva se apropia tanto del contenido como del estilo del objeto parodiado: el discurso introspectivo general de esos libros, sus personajes prototípicos, su encadenamiento de excentricidades, hastíos y quimeras, y crea situaciones análogas a las de esas novelas, en las que se habla como en ellas y en las que los tópicos decadentistas se invisten de humor, unas veces ligero, otras corrosivo y casi siempre alegórico.

La parodia de los libros de caballerías fue ocasión o motivo para la creación de la fábula del Quijote, que muy pronto se alzó sobre tal representación. De un modo análogo, la dimensión quijotesca de la novela de Silva ofrece interesantes posibilidades de lectura, no sólo por las características del protagonista o porque su entorno familiar y «bienpensante» (como el de don Quijote) le advierte sobre la peligrosidad de sus aficiones y sus lecturas «perniciosas», sino también porque la protagonista femenina, Helena, como la Dama de los Pensamientos del personaje cervantino, es el símbolo del Ideal que, partiendo de un ser real (una campesina del Toboso; una dama apenas entrevista en un hotel), se convierte en el producto creado por una fe -es «la última creencia y la última esperanza», dice Fernández- y se configura imaginariamente como la compañera platónica que participa de los propios sueños y es dinamizadora, redentora y solidaria de ellos. En esa figura de Helena, cuyo estatuto en la novela es el de una alegoría filosófica codificada estéticamente, encarna Silva (como hizo don Quijote) la consecución de un ideal estético, ético y vital que, en mi opinión, tiene como función sostener la alternativa idealista que el texto opone al ideario del hastío propio del primer Decadentismo, que es el que el autor pudo llegar a conocer. Con esa múltiple dimensión simbólica, el personaje ingresa en la novela para ofrecer el contrapunto a otros modelos de feminidad que deambulan por ella (un gesto inequívocamente finisecular, pero también una frecuente estrategia cervantina: el desdoblamiento y complementariedad de los personajes femeninos)21, y para personificar el estímulo principal de la vida del protagonista, la búsqueda del Ideal -de lo que el insistente azul de sus pupilas resulta un indicio suficientemente explícito-, en sus tres niveles: el espiritual, el estético y el existencial. Por eso, el hallazgo de la tumba de la joven, en lugar de reforzar el profundo hueco existencial, la «oquedad de un hijo del siglo» en que Fernández dice hallarse sumido, funciona como contrapeso idealista de la extenuación espiritual propia del Decadentismo: aunque Helena ha muerto y ése es el desenlace de su búsqueda por parte de Fernández (una búsqueda que es moderna precisamente porque es fallida), 'muerte' no es la palabra exacta, pues un ser dotado con todos los atributos de lo trascendente no puede experimentar esa circunstancia terrenal. El protagonista termina su diario consagrándola exclamativamente como símbolo trascendente de Todo:

¿Muerta tú? ¡Jamás! No, tú no puedes morir. Tal vez no hayas existido nunca y seas sólo un sueño luminoso de mi espíritu; pero eres un sueño más real que eso que los hombres llaman la Realidad.



Pero Fernández bien podría haber cerrado su parlamento con aquella sentencia rotunda de don Quijote en que Cervantes resumió la consistencia espiritualista de su personaje y su afán por impulsar la realización de ideales «dorados» en una edad «de hierro»: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible» (Quijote, II, XVII), porque Silva -como Sancho al final de la fábula cervantina, que intenta renovar en el moribundo caballero andante todo el quijotismo desplegado en la obra- no consiente que el ideal se extinga, se resiste a dejarlo morir y establece el espiritualismo en Fernández como sustancia vital y motor de su existir, en un desenlace que afirma lo que su desaparición amenazaría con negar.

Entre esos muchos gestos cervantinos de la novela puede incluirse además los abundantes guiños intertextuales, la práctica del texto dentro del texto (el manuscrito de Cide Hamete; la reproducción del diario íntimo de Fernández), o la discutida forma de presentación del «caso» José Fernández, cuya «locura» no puede sino despertar la simpatía de un lector llevado a participar empáticamente de las sensaciones, las emociones y los sueños que mueven al protagonista desde el que se contempla y se padece el mundo. También las numerosas estrategias que permiten al autor entrar y salir fugaz pero constantemente de su propio libro recuerdan a las de Cervantes; por ejemplo, el descubrimiento, para asombro del lector, de que los personajes de De sobremesa han leído la obra literaria de Fernández -que coincide hasta en los títulos citados con la de Silva- y no escatiman juicios elogiosos sobre ella y su espiritualismo militante: recuérdese que también los personajes de la Segunda Parte del Quijote han leído la Primera Parte y hasta la imitación del libro que ha escrito un rival, y tampoco escatiman juicios literarios favorables hacia el autor que los creó.

Por supuesto, otros muchos escritores han jugado esos juegos, pero los de Silva coinciden con los de Cervantes también en encontrar su fundamento en la puesta en evidencia de la artificiosidad del modelo literario en que se sostiene su obra, hasta elaborar lo que resulta ser una especie de parodia de la alegoría que pudiera conllevar aquél. En el caso de De sobremesa ese modelo es la novela decadentista finisecular y el ejercicio paródico es del todo coincidente con otras muchas de las propuestas y prácticas de su autor, que convendría recordar también al interpretar algunos de los fragmentos de la novela, deliberadamente retóricos y afectados, que, sin embargo, se han celebrado hasta convertirse en clásicos de antología, olvidando la posibilidad de que fueran atinadas parodias del lenguaje cultista, rebuscado y altisonante de algunos (malos) modernistas, sobre los que Silva, por las mismas fechas en que componía su novela, satirizaba en su famosa «Sinfonía color de fresa con leche» (1894) y en sus «Crónicas bogotanas de Mary Bell» (1891-1892). En general, el desarrollo de la historia básica en De sobremesa está en gran parte determinado por la parodia continua y directa de las primeras novelas decadentistas europeas, de las que poco a poco se va emancipando Silva, como le ocurrió a Cervantes, a medida que se enamora de su personaje, que en los primeros capítulos es poco menos que la caricatura de un decadente, pero va desplegando gradualmente su rico contenido alegórico, y se pule y ennoblece hasta adquirir la plenitud estética y vital. Y esa alegoría -también como en el Quijote, que retrató críticamente la vida española a comienzos del siglo XVII- es portadora de un mensaje regenerador de registros idealistas y espiritualistas orientado, en mi opinión, a contrarrestar los efectos del Decadentismo, su descreimiento, su pesimismo y su spleen, y a corregir, a la vez, el generalizado sanchopancismo del rumbo social. En ello consiste precisamente la curación del mal del siglo que padece, de modo genuinamente finisecular, José Fernández.

«Tú vas soñando siempre en alguna Dulcinea, como el caballero de la triste figura -resume el primo Monteverde a Fernández-; yo soy más práctico. Los dos somos del mismo árbol, los Andrade aquellos, ¿oyes?, con dos injertos diferentes: tú de Don Quijote, yo de Sancho; tú andas peleando con los molinos, soltando a los prisioneros, vistiéndote con el yelmo de Mambrino y buscando a Merlín el encantador... Dime que no vives leyendo libros de caballerías». Con su peculiar don Quijote finisecular rebautizado José Fernández de Andrade y elevado como personaje-símbolo sobre la línea de defensa contra el positivismo y el espíritu científico, por un lado, y el ennui decadentista por el otro, el modernista existencial que fue Silva se imaginó a sí mismo mantenedor de una cultura «quijotesca» capaz de reparar el deterioro espiritual del hombre moderno, que incluía la creencia en el Ideal «hecho renacer entero de razón», como dijo Rodó, y anticipaba la intuición de Unamuno que enlazaba el Quijote y América en función de la «filosofía quijotesca» congénita de la segunda22. A José Fernández la proyección novelesca de tal filosofía le abre las puertas de una redención que redunda en aquella canonización poética de un nuevo santo hispánico de que habló Pedro Salinas, y ésa era una fe que cumplía además el requisito de autorreferencialidad propio de la Modernidad: descalificado el recurso a lo divino con aquella emblemática «muerte de dios» que resumía la experiencia moderna de nulidad radical de los ideales y valores heredados, y que proclamaban por igual las nuevas filosofías y el materialismo de raíz positivista, el quijotismo y la religión del Arte desplazan a la religión tradicional y ofrecen nuevos símbolos polivalentes con que oponer lo ideal a lo real, la exaltación lírica al signo prosaico de los tiempos, y la esperanza espiritualista al hastiado pesimismo del decadente. El modernismo del autor (literario, filosófico, vital) pudo así dejar de rendir cuentas a la racionalidad burguesa de la época, sin caer tampoco en la apatía moral y afectivamente inerte que él asoció con el Decadentismo, pues a sus ojos conllevaba la pérdida de valores atávicos indispensables tan sencillos como el amor, la ilusión o la creencia en algo. Tampoco a Silva pudieron quitarle los encantandores más que la ventura; el esfuerzo y el ánimo quijotescos perduraron en su obra.





 
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