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Camille Flammarion (1842-1925) en España: vulgarización científica y poética de la ciencia

Solange Hibbs-Lissorgues

«A estas horas no se habla más que del eclipse y de la cáfila de sabios que se han venido a verlo; sabios entre los cuales descuella Camilo Flammarion. Al decir que descuella, hablo, por supuesto, desde afuera, el sitio que corresponde a un archiprofano. Puede suceder que los otros sabios de la retahíla cuyos nombres resuenan por primera vez en nuestros oídos, atesoren mayor o más sólido caudal de ciencia que el simpático autor de la Pluralidad de los mundos. Flammarion, concedo que es un ingenioso novelista, una especie de Julio Verne del espacio, que pone la astronomía al servicio de la ficción, recuérdese su Lumen. Historia de un cometa. En las narraciones de que consta este libro, se ve de cuerpo entero al ameno vulgarizador, al escritor que posee el don de interesar divirtiendo».

(Pardo Bazán 1900, La Ilustración Artística, 362)



Estas palabras de Emilia Pardo Bazán (1851-1921), en cuya biblioteca constaban obras de Flammarion como La atmósfera: los grandes fenómenos de la naturaleza y Dios en la naturaleza, nos recuerdan el éxito popular de un escritor y científico que se convirtió en uno de los grandes divulgadores del siglo XIX1. También revelan una realidad sobresaliente de la época: a pesar de la progresiva profesionalización y de la especialización de la ciencia, la cultura científica se extendía más allá de los límites marcados por los académicos y las instituciones y se dirigía a públicos muy diversos. En las últimas décadas del siglo, los llamados «vulgarizadores» profesionales desempeñaron una labor notable en el avance de disciplinas científicas como la astronomía y la meteorología. La historia de la vulgarización científica refleja la gran variedad de autores que se dedicaron, a lo largo del siglo XIX, a difundir el conocimiento científico tanto por sus orígenes como por la calidad y la relevancia de sus contribuciones (Corell Doménech, 2013: 164). Este afán divulgador respondía a intereses distintos tanto ideológicos, como personales e intelectuales y resulta complicado definir el estatus profesional del vulgarizador científico. No puede disociarse del contexto cultural e histórico en que se desenvolvía su labor. Precisamente, a lo largo del Ochocientos, los divulgadores, desde distintos niveles de profesionalización, propiciaron nuevas interrelaciones en el complejo mundo de los expertos, profanos y «amateurs», entre lo ortodoxo y lo heterodoxo (Nieto-Galán, 2011: 147).

Camille Flammarion es un ejemplo paradigmático de lo que podría llamarse un anfibio cultural tanto por su papel como mediador entre ámbitos científicos europeos o como vulgarizador científico gracias a una actividad polifacética. Su perfil y su recorrido reflejan el itinerario más o menos ortodoxo al que publicistas o mediadores llegaban. Autodidacto, Flammarion carece de formación científica académica, no tiene títulos oficiales y, en varias ocasiones, se reconoce a sí mismo como al margen de la institución oficial. Es muy revelador en este aspecto su distanciamiento con la ciencia oficial, normativa y matematizada que imperaba en el Observatoire de Paris donde ingresó a los 16 años como alumno astrónomo. Su rechazo al academicismo de Urbain le Verrier (1811-1877), director del Observatorio y especialista de la mecánica celeste se debía a su interés por una ciencia astronómica basada en la observación, de tradición más empírica, explicada e imaginada. Para Flammarion no cabía duda de que este academicismo de la ciencia oficial era el mayor obstáculo a su difusión entre el público. Antes de ser un hombre de ciencia, Flammarion es un humanista que suscribe plenamente al ideal de la divulgación científica definido por François Arago (1786-1853) director del Observatorio astronómico de París entre 1813 y 1846. Republicano convencido, defensor apasionado del progreso científico, Arago había desempeñado un papel relevante en reformas educativas que pretendían acercar el conocimiento a las clases bajas (Nieto-Galán, 2011: 148). Recogió la influencia de Alexander von Humbolt (1769-1859), creador de la revista de divulgación Kosmos y creía en la democratización de la sociedad mediante la divulgación de la ciencia. Los 4 volúmenes de la Astronomía popular, publicados de 1854 a 1857 después de su muerte y que se convirtieron en un notable éxito editorial, constituyen una fuente inagotable de conocimiento para el joven Flammarion y también un ejemplo de esta ciencia al alcance de distintos públicos. El joven divulgador francés adhiere al cometido de lo que podrá llamarse un vulgarizador profesional tal como lo define Arago en el prefecto de su obra: «Yo mantengo que es posible exponer útilmente la astronomía, sin infravalorarla, incluso sin desvalorizarla siquiera de modo que sus altos conceptos sean asequibles a las personas que no conozcan las matemáticas» (La Cotardière, 1994: 58). Dar a conocer sus trabajos fuera de las instituciones oficiales, influir en el público y ofrecerla contemplación física del mundo a la inteligencia de todos son algunas de las metas que se propone el astrólogo francés en un momento histórico y socio-cultural favorable.

La ciudad industrial del XIX propicia una difusión más fluida de los conocimientos. La emergencia de distintos públicos consumidores de estos saberes, la proliferación de publicaciones, revistas, nuevos circuitos de libros, autores y editores cuestionan la estanca y tradicional separación entre una ciencia pura, racional y conforme a la doxa centrada en una élite reducida de protagonistas y la aparición de disciplinas nuevas, de un nuevo corpus de saberes en continua negociación con los agentes sociales (Nieto-Galán, 2013: 29). El caso de Flammarion pone en evidencia los cambios significativos que se retaban produciendo en la concepción de la ciencia, de sus planteamientos epistemológicos y de su legitimación social. Los mismos conceptos de «divulgación», «vulgarización», «experto» y «profano» deben integrarse en el paisaje cultural e histórico del período. La mayoría de estos conceptos se ha ido configurando y reconfigurando a lo largo del tiempo y nos remiten a los distintos protagonistas en juego (creadores y receptores de los conocimientos, públicos consumidores de la ciencia), así como a los múltiples espacios de producción, circulación y producción de estos conocimientos. Distintos historiadores de la ciencia como A. Nieto-Galán, D. Raichvarg y J. Jacques han demostrado cómo la profesionalización de la ciencia y su progresiva especialización a lo largo del siglo XIX crearon una creciente separación entre los expertos y los profanos. Su reflexión sobre los debates y las tensiones entre ciencia ortodoxa y ciencia heterodoxa, que se dirimen a menudo en la esfera pública y suponen una continua negociación entre sus protagonistas, revela hasta qué punto pudieron coexistir intereses y objetivos distintos. Un número importante de profanos o «amateurs» que investigan al margen de la academia y que tienen a su alcance distintas formas de adquirir conocimientos en su área, desempeñan un papel notable en el avance de algunas disciplinas científicas y contribuyen a la democratización y a la vulgarización de los saberes. Coexisten procesos de producción y de difusión diversos y, en este contexto, una determinada ciencia «popular», podía funcionar como una estrategia para captar audiencias distintas y al mismo tiempo se erigía como un contrapoder a la ciencia académica de los profesionales (Nieto-Galán, 2013: 18).

La ciencia y los contrapoderes de la vulgarización

En uno de sus conocidas novelas científicas, Urania, publicada en 1889, Flammarion nos desvela a través de los propósitos de la musa de la astronomía, la perspectiva en la que se sitúa como vulgarizador: «Esta renovación de una ciencia antigua (la astronomía), poco serviría al progreso de la humanidad, si estos sublimes conocimientos que desarrollan el espíritu, inspiran al alma y nos liberan del yugo de las mediocridades sociales permaneciesen encerradas en el reducido círculo de los astrónomos profesionales [...]. Porque de ahora en adelante hay que cambiar el celemín, hay que enarbolar la antorcha, acrecentar su resplandor, para que su brillo se derrame en las plazas públicas, en las calles populosas, y hasta en las encrucijadas porque todos tienen que aprovechar la luz, todos la redaman con ansia» (Raichvarg, 1991: 46)2.

Se trata, pues, conforme al origen etimológico de la palabra, de poner al alcance de todos, del «vulgus», conocimientos normalmente reservados a una élite. Si la ciencia debe considerarse como un elemento más de la cultura compartida, hay que encontrar el lenguaje adecuado para transmitir los saberes a sectores sociales distintos.

Flammarion se sitúa en cierta tradición humanista de la Ilustración: la de los gabinetes de historia natural, de los salones científicos, de las enciclopedias. La labor de vulgarización del astrónomo francés refleja los vínculos sutilmente entrelazados entre instrucción y entretenimiento así como las constantes interacciones entre diferentes esferas. Las enseñanzas que saca de la lectura de la obra de Bernard Le Bouyer de Fontenelle (1657-1757), Entretiens sur la pluralité des mondes (1686), estimulan su propio recorrido. Con la publicación de su obra La pluralité des mondes habités en 1862, Flammarion, tal como lo había hecho su ilustre predecesor, rechaza la transmisión jerarquizada de la ciencia. El astrónomo y divulgador francés comparte preocupaciones semejantes a las de sus coetáneos.

El estudio prosopográfico, que no pretendemos profundizar en este trabajo, nos proporciona datos relevantes sobre el perfil de los vulgarizadores de la época. La generación de vulgarizadores que aparece a partir de la década de 1850, refleja la diferencia de procedencia y la diversidad de intereses. Aunque por motivos metodológicos resulta cómodo distinguir dos grandes grupos de divulgadores, el de los científicos académicos para los que la vulgarización no es más que un aspecto secundario de su labor y los vulgarizadores profesionales, que en un momento dado deciden dedicarse a esta tarea, las fronteras entre ambos son difusas. En muchos casos no existe una separación neta entre ciencia, periodismo, literatura e inquietudes literarias y es de notar que el papel de «vulgarizador» está en vías de definición en aquel período.

En Francia, varios factores explican la emergencia y el fortalecimiento de una ciencia «popular» de tradición empírica, supuestamente más democrática por oposición a la ciencia oficial y matematizada. El desarrollo de un periodismo científico alentado por iniciativas como la creación en 1856 del Cercle de la presse scientifique, a la que contribuyeron científicos y médicos, cuya finalidad era dar a conocer avances científicos alejados de la ciencia oficial, brindó nuevas posibilidades de divulgación. Muchas de las publicaciones y revistas que surgen en las últimas décadas del siglo XIX pretenden captar distintos públicos y se ofrecen a «todos aquellos que no pueden, durante su vida profesional, mantenerse al corriente de los avances de la ciencia» (Raichvarg: 126). En general responden a una finalidad utilitaria más que cultural y los títulos de las más conocidas son significativos: Le vulgarisateur universel (1874), Vulgo, organe scientifique populaire (1910), Le Vulgarisateur (1882), La Science universelle (1885-1901), revista dirigida entre otros por Flammarion, La Science populaire (1880-1884), La science pour tous (1856-1888). Algunas de las revistas más longevas y en las que colabora Flammarion son Cosmos, que recibe el impulso de Alexander de Humboldt y que dirige el abad Moigno (1804-1884) y La nature de otro coetáneo de Flammarion, Gaston Tissandier (1843-1899), revista en la que también consta su presencia. Estas revistas reflejan la variedad de los géneros que florecen así como la complementariedad entre texto impreso e iconografía. El afán vulgarizador se expresa en los folletines científicos cuyas características se inspiran en los textos redactados por Jean Macé (1815-1894)3, crónicas más o menos especializadas en un ámbito de las ciencias y de las técnicas que no dejan de recordar la tradición de los almanaques, los comentarios de actualidad como los que ofrece Camille Flammarion en Le petit journal en 1910 a raíz de las inundaciones en Messina o en Je sais tout en la rúbrica «Nature» en la que compadece a los habitantes de la Calabria, asolados por los terremotos (Raichvarg, 1991: 137-138). Es de notar que muchas de estas publicaciones cuentan con la colaboración de los mismos vulgarizadores: la actividad polifacética de corresponsales y autores como Gaston Tissandier, Louis Figuier (1829-1904), Edouard Charton (1807-1890) director de la revista popular Le Magasin pittoresque, Camille Flammarion, es un verdadero acicate para publicaciones que pretenden captar nuevos públicos lectores. En 1863, el mismo Flammarion entra en el comité de redacción de la revista Cosmos en la que contribuye a alimentar secciones sobre astronomía, meteorología, colaboración que se extiende al Anuario que contiene noticias científicas. Gracias a su colaboración con Edouard Charton, aparece como uno de los autores privilegiados de la colección la Bibliothèque des merveilles que se publica a partir de 1862 y que tendrá particular resonancia en España.

La prolífica labor de divulgación de estos hombres, verdaderos profesionales de la vulgarización, se perpetúa mediante conferencias populares, como en el caso del abad Moigno y de Camille Flammarion, dirigidas a audiencias populares y cultas o representaciones de teatro científico con la iniciativa de Tissandier. La representación escenográfica ha sido alentada por el espectáculo técnico y científico de las exposiciones universales, un espectáculo que representa un medio de comunicación con el público: «Además, a través de dibujos, fotografías, material publicitario, o exposiciones, emergían nuevos lugares comunes entre expertos y profanos, nuevo códigos de comunicación en la intersección de distintas culturas. Se desdibujan entonces las fronteras rígidas entre la imagen y el texto científico, así como la distracción nítida entre expositores y visitantes, entre demostradores y espectadores» (Nieto-Galán, 2013: 82).

Flammarion está en plena sintonía con los nuevos medios de comunicación disponibles en aquella época: imágenes, ilustraciones, exposición de objetos científicos4. Esta particular predisposición para integrarse en una dinámica tanto intelectual como comercial se revela en su capacidad para escenificar sus propias actuaciones como conferenciante y divulgador. Buen ejemplo de ello son sus intervenciones en la Association polytechnique, creada en 1830, donde imparte conferencias a partir de 1865. El éxito recogido le anima a organizar cursos de astronomía para un público urbano y burgués en la Société des conférences du boulevard des Capucines. Es de notar que en estas conferencias ubicadas en el nuevo barrio en plena expansión del parisino barrio de la Ópera y a dos pasos del taller de Nadar, artista y fotógrafo vanguardista, Flammarion transforma sus intervenciones en un verdadero espectáculo. Con la ayuda del joven óptico Alfredo Molteni, proyecta de manera inédita imágenes sacadas de su propia obra, Les merveilles célestes, estimulando de este modo la imaginación de su público (La Cotardière 1994: 107-108). La presencia física de Flammarion en eventos de cierto alcance como el eclipse de sol que presencia en 1900 en España, también se convierte en un espectáculo a la vez mundano y científico. En varias crónicas publicadas el mismo año en dos publicaciones de talante diferente, la revista espiritista La Revelación (25 de junio de 1900) y en La Ilustración Artística (4 de junio de 1900) se recalca la fascinación ejercida por estos espectáculos naturales sobre un público cada vez más informado y ávido de conocimientos científicos. Indudablemente, como consta en el elogio de La Ilustración Artística, Flammarion sabe «no sólo subyugar y apasionar a los lectores» sino que también «en presencia de las innumerables maravillas del cielo, sabe comunicarles el entusiasmo que rebosa su alma» (La Ilustración Artística, 1899: 3). De este modo, participa indudablemente al desarrollo de una cultura científica, basada en la curiosidad y la imaginación, alejada de los textos escritos e impresos y de los ámbitos académicos5. La escenificación de Camille Flammarion como personaje conocido se organiza en algunas revistas como La Revelación. Revista espiritista, órgano oficial de la sociedad de estudios psicológicos con la publicación de retratos del sabio francés (La Revelación, 25 de junio de 1900, N.º 6: 1).

Para estos nuevos públicos que emergen a lo largo del siglo como una categoría a veces difusa e incluso ambigua, la prensa de vulgarización científica funciona como un lugar de difusión flexible y democrático de los conocimientos, de debate de ideas y opiniones.

El astrónomo francés es consciente del poder de la prensa como medio de propaganda e influencia y reitera su creencia en la ciencia como motor del progreso social y humano.

Flammarion desempeña un papel especial como periodista en un momento en que se extienden las grandes publicaciones periódicas dedicadas a la divulgación científica. Unas publicaciones cuyas finalidades pueden ser utilitarias o culturales y en las que coexisten géneros distintos como el folletín, al artículo o la crónica. Es el caso de la revista para jóvenes Le Magasin d'éducation et de récréation en la que Flammarion propone sucintas crónicas sobre la astronomía. Quizá el caso más paradigmático de las revistas generales de ciencias y técnicas es la del abate François Moigno, Cosmos. Revue encyclopédique des progrès des sciences, fundada en 1852. Flammarion entra en 1863 en el comité de redacción gracias a A. de Humboldt y se dedica a redactar las secciones sobre astronomía y meteorología. El éxito de sus artículos le brinda nuevas oportunidades: su participación en Le Magasin pittoresque, revista popular dirigida por el conocido abogado Edouard Charton y que tiene una tirada de 80 000 ejemplares semanales. La presencia de las ilustraciones en esta prensa con finalidad vulgarizadora es uno de los alicientes para Flammarion que aprovecha la posibilidad técnica de ilustrar sus contribuciones con mapas de las constelaciones y de los planetas y realiza, de este modo, uno de sus ambiciosos proyectos: constituir progresivamente las bases de un anuario astronómico (La Cotardière, 1994: 98). Mediante esta colaboración con Edouard Charton, el astrónomo francés consigue un lugar privilegiado en la nueva colección de vulgarización científica publicada por la Librairie Hachette en la colección Bibliothèque des merveilles cuyos tomos se venden a dos francos por ejemplar.

En 1882, inicia la publicación de su revista, L'Astronomie que, a finales del siglo, tenía una tirada de 100 000 ejemplares (Nieto-Galán, 2011: 66). En esta revista publicaban aficionados y profesionales entre los que figuraban colaboradores y científicos españoles como José Joaquín Landerer (1841-1922). La imbricación entre estas dos categorías «amateurs» de la astronomía y expertos se ejemplifica con la creación por Flammarion de la Société Astronomique de France que, en 1901, contaba con 1660 asociados en Francia y 2552 en el resto del mundo (Corell Doménech, 2013: 166).

Prensa de divulgación y sociedades de «amateurs»:
Un puente entre la cultura científica francesa y española

El auge de la prensa ilustrada y noticiera brinda nuevos espacios para la divulgación de la ciencia. La diversidad de los formatos y de las publicaciones formaba un entramado social y profesional de colaboradores de distinta procedencia y formación. Gracias a estas redes, la literatura científica (producida por profesionales) y la literatura de vulgarización se integraban en el espacio cultural europeo que se estaba configurando a finales del siglo XIX. Dentro de este espacio común, se producen numerosos intercambios y debates entre científicos profesionales, semi-profesionales como lo atestiguan las frecuentes colaboraciones entre revistas y publicaciones extranjeras. Independientemente de la multiplicación de artículos sacados de obras traducidas especializadas en la vulgarización de la ciencia, se producen colaboraciones profesionales e incluso amistosas entre vulgarizadores científicos tanto en la prensa francesa como española6.

En su novador y apasionante trabajo sobre Científicos, vulgarizadores y periodistas en la prensa española del siglo XIX, María Vicenta Corell Doménech ha mostrado cómo editores, autores y productos editoriales contribuyeron a la divulgación de la ciencia en España durante la Restauración; la divulgación de la ciencia a través de la prensa general y las revistas culturales e ilustradas constituyó uno de los factores que facilitó la maduración del debate intelectual durante este período y condujeron al apoyo institucional y al desarrollo de la actividad científica en las primeras décadas del siglo XX7.

En estas publicaciones cuyo número aumentó de manera considerable durante la Restauración, se fraguó una red de colaboradores a nivel europeo y más precisamente con países como Francia, Inglaterra y Alemania. En España, en las últimas décadas del siglo, se publicaron varias revistas de divulgación científica con el título de La Naturaleza y que estaban inspiradas en revistas francesas como la de Gastón Tissandier, La Nature. En estas publicaciones, como La Naturaleza: revista ilustrada de ciencias y de su aplicación a las artes e industrias (1877-1879), o La Naturaleza, ciencia e industria: revista general de riendas e industrias (1891-1893), se facilitan traducciones y reseñas sobre libros recientes y textos de divulgación de otras revistas. Otra revista que dedicó bastante espacio a trabajos foráneos, traducciones y resúmenes de artículos publicados en el extranjero y con cierta repercusión internacional fue la Revista Europea, fundada en 1847 por el publicista y periodista cubano Tristán Jesús Medina y Sánchez. Esta revista ecléctica reunía a colaboradores de muy diversas tendencias (krausistas, positivistas, conservadores y hasta tradicionalistas) y tuvo una presencia relevante durante la polémica de la ciencia española (Corell Doménech, 2013: 48).

Entre las ilustraciones, destacan La Ilustración Artística de Barcelona con una sección dedicada a la ciencia entre 1882 y 1883 titulada «Crónica científica» firmada por el matemático, ingeniero y famoso dramaturgo (Premio Nobel de literatura en 1904) José Echagaray (1832-1916) y con traducciones y obras de científicos extranjeros como Gastón Tissandier (Corell Doménech, 2013: 57). Precisamente en esta ilustración se dedica un largo artículo a «Camilo Flammarion» en la sección «Figuras contemporáneas». Para La Ilustración Artística no cabe duda de que Flammarion es uno de los más prestigiosos vulgarizadores científicos en Europa y que constituye una referencia insoslayable para la prensa del XIX: «Con razón se ha dicho que no existe en el mundo otro sabio tan universalmente conocido, desde la más humilde choza francesa hasta las antípodas»8.

El encomiástico artículo de esta ilustración demuestra hasta qué punto la divulgación científica propiciada por vulgarizadores como Flammarion podía captar públicos muy diferentes y reforzaba la autoridad de estos semiprofesionales en la esfera pública. Para muchas revistas no especializadas, poner los progresos de la ciencia al alcance de públicos distintos y variados, representaba un verdadero negocio editorial. Gracias a un lenguaje despojado de tecnicismos y capaz de reunir los atractivos de la especulación tanto científica como filosófica y de la poética, la ciencia llegaba a hacer parte de la cultura de los lectores:

«[...] Flammarion tiene un estilo maravilloso, que lo mismo encanta al oído que al pensamiento y nos transporta con frecuencia a trascendentales alturas, de donde volvemos con la sorpresa de haber comprendido fácilmente con toda claridad los más arduos problemas de la ciencia y de la filosofía. [...] Camilo Flammarion une al ardor científico que busca apasionadamente la verdad, el espíritu filosófico que compara y sintetiza y el alma inspirada del poeta. La astronomía es la ciencia que más habla a la imaginación, pero no es fácil hacer comprender a las masas los múltiples fenómenos que se desarrollan en los espacios celestes. Flammarion ha sabido encontrar el lenguaje necesario para subyugar y apasionar a los lectores. En presencia de las innumerables maravillas del cielo, sabe comunicarles el entusiasmo que rebosa de su alma. Esto es lo que constituye su originalidad y explica el asombroso éxito de sus obras»9.


Independientemente del texto, otro estímulo para la imaginación literaria de los lectores es el grabado o la fotografía que acompaña los artículos: en este caso la imagen de un Flammarion absorto en la contemplación del cielo con su telescopio nos recuerda que la ciencia es también un espectáculo, o «ciencia espectacular de la demostración», en el que los objetos desempeñan un papel fundamental, «propiciando la emergencia de nuevos códigos de comunicación en la intersección de diferentes culturas» (Nieto-Galán, 2011: 82).

La Ilustración Nacional, revista literaria científica y artística, publicada en Madrid en las últimas décadas del siglo y en el siglo XX, también hace especial mención de algunas publicaciones científicas en su sección bibliográfica. En agosto de 1900, dedica un anuncio a la Biblioteca de la espiritista editorial La Irradiación «que se propone ilustrar a las clases populares» con algunas obras de Flammarion y folletos de divulgación «que se expenden respectivamente, a 3 y 2,50 pesetas o a 25 céntimos»10. Como lo demuestra este anuncio para obras de Flammarion, entre las que destacan Creencias en el fin del mundo, Origen del hombre y de la mujer, Curiosidades sidéreas y ¿Qué es el cielo?, la vulgarización científica se había convertido en un negocio rentable tanto para las casas editoriales como para la prensa y las revistas. La extraordinaria popularidad de Flammarion cuyas obras están al alcance de todas las clases sociales mediante ediciones asequibles, alimenta las columnas de El Íbero, revista quincenal que anuncia la salida de la obra Creencia en el fin del mundo a través de las edades (1906)11.

Independientemente de la existencia de un mercado dedicado a la divulgación científica con publicaciones especializadas, la noticia y el artículo científico se extendieron a la prensa cotidiana, especialmente a la que tenía tiradas considerables (Nieto-Galán, 2011: 64). En determinadas publicaciones como El Imparcial (1867) o La Vanguardia (1896), la ciencia tiene una presencia más estable con crónicas o secciones especiales: en los Lunes literarios de El Imparcial (1874) se presentaban ciertos temas científicos y La Vanguardia inaugura a partir de 1896, la sección «Noticias científicas firmada por el astrónomo Josep Comas Solà (1868-1937), de gran popularidad y que se mantuvo en el periódico durante treinta años (Nieto-Galán, 2011: 65). La Ilustración Española y Americana (1869-1905), siguiendo los pasos de las revistas ilustradas europeas, trataba temas relacionados con la técnica y las ciencias y dedicó una sección fija a estas cuestiones con colaboradores que eran científicos y vulgarizadores. De 1870 a 1876, ofrecía a sus lectores «La revista científica», firmada por el ingeniero de minas Emilio Hudin (1829-1904), muy influido por Louis Figuier, «buen conocedor del movimiento científico europeo y con aspiraciones a convertirse en vulgarizador de la ciencia» (Corell Doménech, 2013: 118).

En esta Ilustración, en la que coexisten distintos formatos y estilos literarios desde el artículo científico, la novela, la leyenda, la noticia o la poesía, se instauran nuevas modalidades de recepción de la literatura científica y priman el propósito pedagógico, la lectura placentera y la imaginación. La divulgación se difunde a distintos niveles y los lectores accedían a cada uno de ellos según sus intereses y formación científica (Corell Doménech, 2013: 118). La divulgación científica adquiere carta de naturaleza gracias a secciones fijas como la «Revista científica» o la «Revista científica e industrial», que constituye una miscelánea sobre novedades técnicas y científicas.

No es de extrañar, por lo tanto, que figuras tan representativas de la vulgarización científica como la de Camille Flammarion tuviesen tanta notoriedad en ilustraciones como La Ilustración Española y Americana en la que algunos colaboradores fijos cultivaron simultáneamente tres facetas distintas: la del científico, la del «amateur» semiprofesional y la del vulgarizados Este perfil híbrido es el de colaboradores como José Joaquín Landerer (1841-1922) que «representaba un Flammarion español para La Ilustración Española y Americana [...]; como el popular astrónomo francés, publicaba sus propias investigaciones, ilustraciones y fotografías y proporcionaba a los aficionados de la astronomía, las claves de sus observaciones con un estilo poético que, en ocasiones, rayaba en misticismo» (Corell Doménech, 2013: 213)12.

Landerer compartía muchos puntos comunes con Flammarion: gran aficionado a la ciencia, autodidacta como él ya que realiza sus primeras observaciones desde muy joven, lleva a cabo sus observaciones e investigaciones en toda Europa y llega a formar parte de la comunidad científica a través de sociedades científicas internacionales. Mantuvo una relación estrecha con Francia donde residió dos años y con científicos franceses, entre otros con el abate Moigno con el que tuvo una relación asidua (Corell Doménech, 2013: 210). Este divulgador español había conseguido ocupar una posición privilegiada en la red de publicaciones semiprofesionales y de vulgarización gracias a sus contactos con científicos extranjeros y más particularmente franceses: Pierre Jules César Janssen (1824-1907), astrofísico y director del Observatorio de Meudon. Sus contribuciones, que tratan del sol y de las manchas solares, se difunden en conocidas revistas dedicadas a la astronomía como el Bulletin de la Société Astronomique de France. Desde 1872 y hasta 1910, es uno de los colaboradores destacados de La Ilustración Española y Americana (LIEA) en la que vierte artículos sobre astronomía óptica y eventos astronómicos. También compartía una relación profesional y de amistad con Flammarion en cuya revista L'Astronomie publicó varios trabajos e ingresa como miembro, en 1888, en la Société Astronomique de France creada por el propio Camille Flammarion13.

A pesar de diferencias con Flammarion debido a su militantismo católico, Landerer compartía su visión espiritual de la ciencia (Corell Doménech, 2013: 240). Otras divergencias de índole científica suscitaron polémicas en la misma prensa en 1882 y en 1885 con motivo de la observación de un cometa y del origen de los resplandores rojizos. Lo que nos interesa en este caso es la resonancia que tuvieron temas relacionados con la astronomía, una ciencia que provocó un enorme interés en las últimas décadas del siglo probablemente debido a la coincidencia de varios eventos astronómicos que se pudieron ver de manera excepcional desde España. Los eclipses de sol de 1900,1905 y 1912 dieron lugar a una intensa publicidad desde revistas de índole distinta y tanto Landerer como Flammarion asistieron personalmente a un espectáculo que atrajo a astrónomos del mundo entero.

En esta red internacional formada por vulgarizadores y científicos aficionados y en la que se intercambiaban contactos y materiales, no puede pasar desapercibida la figura del republicano y astrónomo José Genaro Monti (-1914) también activo colaborador de LIEA14. Autodidacta como Landerer, no estuvo ligado a una institución científica determinada y asumió plenamente su misión de vulgarizador científico en la prensa pero también mediante otras actividades y ejemplifica el carácter polifacético de autores que desempeñaban distintos papeles: literato, periodista, científico semi-profesional, traductor...

Su cometido como divulgador científico es indisociable de su labor de traducción; la publicación en 1879 de la segunda versión española de la obra de Flammarion Las tierras del cielo no es anodina. El éxito del astrónomo francés justifica la traducción casi inmediata de sus obras como fue el caso de Las tierras del cielo en una editorial prestigiosa como la de Gaspar Roig. José Genaro Monti buscaba, como muchos de sus coetáneos, el reconocimiento social mediante una actividad ecléctica que supone la divulgación en revistas generalistas y artículos en la prensa pero también gracias a la traducción de obras científicas15.

Una ciencia más «popular», más democrática basada en la tradición empírica por oposición a la ciencia reglada y académica constituye un formidable aliciente para las editoriales que convirtieron la divulgación de la ciencia en un preciado producto de consumo: «la ciencia al alcance de todos, bibliotecas de maravillas, novelas de ciencia ficción, mundos reales o imaginarios ocupaban páginas y páginas dé libros, revistas y de la prensa asequibles a amplios sectores de la población» (Nieto-Galán 2011: 80).

Vulgarización científica y negocio editorial

José Genaro Monti había publicado la traducción de Las tierras del cielo en una de las editoriales de más prestigio en España, la imprenta Gaspar y Roig creada por los catalanes José Gaspar Maristany y José Roig Olivera en Madrid, en 1845. La editorial que se denominó Gaspar Hermanos a partir de 1872 y Gaspar Editores en 1874, después del fallecimiento de José Roig, fue dirigida por los dos hermanos José y Fernando Gaspar Maiystani hasta 1879 (Corell Doménech, 2013: 62-63). Gaspar Editores privilegiaba diversos formatos y géneros que llegaban a públicos diversos. La popularización de la ciencia había favorecido un entorno editorial muy favorable y Gaspar Editores supo aprovecharlo para desatraillar un amplio mercado de lectores de ciencia. Entre las numerosas obras de Jules Verne (1825-1905) y de autores extranjeros como Buffon (1710-1788), figuraban las obras de Camille Flammarion: El cielo y la tierra. Astronomía Popular, traducidas por el mismo José Genaro Monti16.

La publicación de determinadas obras por la editorial Gaspar y Roig es una garantía de éxito como lo atestigua la relación comercial privilegiada entre Flammarion y Roig. En una carta inédita, con fecha del 18 de octubre de 1876, Flammarion expresa su agradecimiento a uno de los hermanos Roig por el encomiástico artículo biográfico que había publicado y confiesa su preocupación por no tener noticias del envío de algunas de sus obras al rey Alfonso XIII. Los términos de la carta reflejan la confianza que tiene el científico francés con Gaspar y Roig al pedirle noticias acerca de una posible decoración entregada por la corte de España. Es muy probable que las numerosas y especiales relaciones de los hermanos Gaspar y Roig con el entorno político-cultural de la época tuviesen un especial interés para Flammarion cuyas obras beneficiaban de una difusión inmediata en España como en el caso de Las tierras del cielo que se tradujeron a medida que Camille Flammarion redactaba la obra. Esta colaboración estaba respaldada por los vínculos del establecimiento de los hermanos Roig con el mundo editorial francés. Las distintas peticiones contenidas en esta misiva indican explícitamente las preocupaciones del científico francés por los ingresos económicos y el prestigio social que podían granjearle las traducciones de sus obras (Hibbs, 2015: 205)17.

Otras editoriales como Montaner y Simón, que también habían centrado su producción en obras de carácter científico, publicaron obras de Flammarion. La versión española de La atmósfera por Manuel Aranda salió en 1876 y la misma traducción revisada por Norberto Font en 190218. Si el Manual del librero hispano-americano consta de un número impresionante de editoras que difundieron la obra traducida de Camille Flammarion en España y en América Latina, tres establecimientos se destacan: la casa editorial Maucci Hermanos e hijos que distribuía las obras de su catálogo en América Latina gracias a la Biblioteca de la Vida Editorial, la imprenta y librería de P. Juan Oliveres, editor e impresor de su Majestad, y la mencionada editorial de los Hermanos Gaspar y Roig. Entre las editoriales que regularmente proponían obras del vulgarizador francés, mencionemos la editorial espiritista La Irradiación que tenía vínculos con su homóloga francesa Didier et Cíe dirigida por el espiritista francés Pierre Paul Didier, la editorial Vda. de Charles Bouret, afincada en París (Maison d'Edition Bouret) y México, el establecimiento Jané Hermanos en Barcelona, cuya Biblioteca científica se dedicó a la difusión y divulgación de obras científicas19.

Estas editoriales contaban con traductores regulares e incluso conocidos como fue el caso de Nemesio Fernández Cuesta (1818-1893) que tradujo varias obras para Gaspar y Roig o Antonio López Llasera y Luis Obiols que trabajaban para Maucci. Varios factores influyeron en la extraordinaria difusión de las obras del vulgarizador francés: el carácter novador de la obra publicada, lo que implicaba plazos relativamente cortos para la traducción, el prestigio del traductor y los circuitos de distribución.

No deja de ser significativo que algunos de los «traductores» más habituales de las obras de Flammarion tuviesen afinidades con el vulgarizador francés. Es el caso de Manual Aranda y Sanjuan (1845-1900), traductor de Historia del cielo, publicado en su versión española en 1874 en la colección «Tesoro de autores ilustres o colección selecta y económica de las mejoras obras antiguas y modernas nacionales y extranjeras», bajo la dirección de Antonio Bernes de las Casas, rector de la Universidad de Barcelona y difundida por la librería de Juan Oliveres, editor e impresor conocido. Amigo de otros científicos e ingenieros como José Casa Barbosa, este ingeniero de formación y traductor profesional se interesó por la obra de Gastón Tissandier (Conferencias de un sabio: pláticas sobre la ciencia, 1881), la obra de Jules Vente que tradujo en gran parte en la década de 1870, obras de Louis Figuier (Después de la muerte o la vida fritura según la ciencia, 1873) así como por producciones de la ciencia heterodoxa como la obra de Auguste Debay (1802-1890) que vertió al castellano, a partir de la sétima edición francesa, el estudio titulado Los misterios del sueño y del magnetismo o fisiología anecdótica del somnambulismo natural y magnético: sueños proféticos, éxtasis, visiones publicado en 1874 por Juan Oliveres. Su interés por la literatura y por el periodismo reflejan los intereses múltiples e incluso eclécticos de estos «mediadores» culturales que se situaban en la intersección de actividades distintas pero complementarias. Fue director de 1892 a 1893 de El Museo de la Juventud, publicación semanal dedicada a la infancia, adolescencia y familia, y desempeñó un papel relevante en la difusión de obras clásicas de la literatura universal con sus traducciones de la obra Luis de Camoens (1524-1580), Los Lusiadas (1874) en la editorial de Jaime Jepús y de Alphonse de Lamartine (1790-1869), La caída de un ángel (1883). Otro autor-traductor cuya polifacética obra refleja su atracción por cuestiones de actualidad como la ciencia y la historia, es Nemesio Fernández Cuesta. Este lexicógrafo, periodista, escritor y hombre político es uno de los traductores habituales de la editorial Maucci Hermanos e Hijos con varias traducciones de la obra de Flammarion: tres versiones sucesivas de Las maravillas celestes (1875, 1880 y 1920) y la traducción de Lumen. Historia de un cometa en 1874. En la vertiente más literaria no pueden dejar de mencionarse sus traducciones de la obra de Jules Verne y las de grandes obras históricas como la Historia Universal de Cesar Cantú (1804-1895). Nemesio Fernández Cuesta ilustra perfectamente el papel de mediador cultural cuyas actividades y facetas se entremezclan y se influyen entre sí constantemente (García Bascuñana 2015: 117)20.

Quisiéramos mencionar a otro traductor regular y profesional, muy comprometido con la editorial Maucci y que dio a conocer una de las obras más ejemplares de Flammarion en cuanto a su visión armonista entre ciencia y creencia. Luis Obiols, escritor y autor de algunas novelas como Vivir muriendo (1897), difunde de manera asidua las obras de novelistas franceses como Ponson du Terrail y de autores inmersos en la llamada ciencia heterodoxa: mencionemos la traducción de la obra de Xavier Pailloux, El magnetismo, el espiritismo y la posesión (1872). Se dedica a la traducción de varias obras de Flammarion como La pluralidad de mundos habitados para la editorial Maucci. Nos limitaremos a mencionar más en detalle la versión española, publicada por Maucci de la obra del conocido científico y químico Humphry Davy (1778-1829), Los últimos días de un filósofo. Diálogos sobre la naturaleza, las ciencias, las metamorfosis de la tierra y del cielo, la humanidad, el alma y la vida eterna21.

Flammarion había traducido esta obra del inglés en 1883 ya que representaba aquella lectura «no solamente un cuadro trazado por mano maestra del progreso de las ciencias modernas y de las miras superiores sobre las leyes de la Naturaleza [...], sino una correspondencia secreta con mis ideas más íntimas sobre el aspecto intelectual de la creación» (Davy, 1885: 9). La traducción de esta obra cobra especial relevancia ya que el prólogo de Flammarion en la versión francesa traducida del inglés refleja sus convicciones éticas y pedagógicas. Para el vulgarizador francés se trata de una obra ejemplar ya que contiene interrogaciones sobre «las más profundas cuestiones de la ciencia y de la filosofía» y confirma sus «ideas más íntimas sobre el aspecto intelectual de la creación» (Davy, 1885: 9). En un momento en el que se enfrentan varias teorías sobre la creación y la evolución de la Tierra y de las especies, Flammarion reafirma con firmeza sus críticas a lo que llama un materialismo descarnado que se limita «a las manifestaciones de la materia bruta» (Flammarion, 1900: 74). Recoge en su prólogo a la traducción de la obra de Davy las ideas expresadas en otros volúmenes como Dios en la naturaleza, que tuvo un inmenso éxito en Francia por el rechazo explícito a las ideas de Büchner y Darwin22.

Entre las obras de Flammarion consideradas como «éxitos de venta» y que incentivaron el oportunismo comercial de editoriales como Maucci, mencionemos Las Maravillas celestes (Les Merveilles célestes) del joven autor francés. Dicha obra que se publicó con el poético subtítulo de Lectures du soir, había sido el primer número de la Bibliothèque des merveilles creada en 1865 por Louis Hachette (1800-1864). Esta biblioteca, que ofrecía a sus lectores pequeños volúmenes de dos francos y que trataba una gran variedad de temas relacionados con la naturaleza, proponía formatos asequibles a todo tipo de público (Cotardière, 1994: 99). Con la difusión de esta obrita, en la que se mezclaban reflexiones científicas y descripciones poéticas, Flammarion consiguió el reconocimiento público y editorial que había de convertirte en uno de los grandes vulgarizadores del siglo. Las obras de la Biblioteca de las maravillas figuran en la oferta de la editorial Maucci con cuatro traducciones distintas: la primera en 1866 de Eduardo Corona Martínez, dos del conocido Nemesio Fernández Cuesta (1875 y 1880) y una traducción más tardía en 1920 de la última edición francesa por Antonio López Llasera. En todos los casos es de notar que la traducción se publica casi inmediatamente después de la salida de la obra original y que se encargan las traducciones a personalidades conocidas del mundo literario, político y cultural como en el caso de Nemesio Fernández Cuesta que había realizado un incalculable número de traducciones tanto de obras literarias como científicas. La cuidadosa elección por establecimientos con cierto renombre de los traductores, responde sin duda a su preocupación por mantener la relación privilegiada que tienen con autores como Flammarion cuyas obras representan una sustancial contribución para el negocio editorial (Hibbs, 2015: 205).

Otro éxito popular de Flammarion que tuvo más de 6 traducciones y se difundió simultáneamente en distintas editoriales fue una de sus primeras obras, La pluralité des mondes habités (1862) cuyas fuentes de inspiración eran, entre otras, los Entretiens sur la pluralité des mondes (1724) de Fontenelle (1657-1757).

Se emprendieron varias traducciones de esta obra popular, que iba por la séptima edición francesa en 1866, en diferentes establecimientos editoriales: cabe mencionar la traducción de E. Corona Martínez, las de Nemesio Fernández Cuesta y de Antonio López Llasera que se publicaron desde 1866 y hasta 1920. La mayoría de las veces, la traducción no viene acompañada por un prólogo del traductor salvo en el caso de la traducción de 1866 para las editoriales Durán y Bailly-Baillière de José Moreno y Baylén como tendremos ocasión de comentar más adelante.

Si Flammarion recogió en esta obra la especulación sobre la posible existencia de vida en otros planetas siguiendo la tradición establecida desde el siglo XVII por el propio Fontenelle, no puede desconocerse la enorme influencia que tuvieron en aquellos años para el joven vulgarizador el descubrimiento y el acercamiento a las teorías espiritistas. El interés por prácticas heterodoxas como el espiritismo, el somnambulismo, la mediumnimidad debe apreciarse a la luz de las tensiones entre ciencia y religión, ciencia y espiritualismo y de los intentos de reconciliación entre un materialismo científico subordinando el espíritu a la materia y la dogmática ortodoxia religiosa totalmente reacia a toda explicación científica.

Para la redacción de La pluralidad de los mundos habitados, Flammarion se había dedicado a innumerables lecturas y consultas de documentos de toda índole. Una de las obras que tuvo una repercusión considerable fue el Libro de los espíritus del espiritista Allan Kardec. A partir de 1861, Flammarion acudía a la Société parisienne des études psychiques creada por Allan Kardec. El descubrimiento del espiritismo refuerza las convicciones del joven autor de La pluralidad de los mundos habitados: el estudio de la naturaleza es indisociable de la exploración de la inteligencia del universo bajo todas sus formas y existe un vínculo entre la astronomía y el espiritismo (Cotardière, 1994: 69). La atracción del joven autor francés por las ciencias heterodoxas y ocultas se plasma en un libro publicado en el año 1862, Los habitantes de otro mundo. Revelaciones de ultratumba, publicado en su versión española por la editorial Maucci Hermanos e Hijos. La hipótesis de la posibilidad de entablar un contacto con los difuntos mediante un médium cuestionaba la ciencia académica y sus límites; en el caso de Flammarion el interés apasionado que demostraba por algunas prácticas heterodoxas puede explicarse por su rechazo del materialismo científico y del radicalismo de la Iglesia católica. Precisamente la divulgación científica permitía este puente entre «una filosofía espiritualista de la ciencia» y «el conocimiento positivo del universo» (Flammarion 1870: 9). La contemplación de las maravillas de la naturaleza como lo explica Flammarion en Contemplaciones científicas publicado en España en 1874 por la editorial Gaspar y Roig, justifica esta religión de la ciencia, que no separa a Dios de la naturaleza:

«Las obras de la naturaleza se hallan unidas entre sí por un lazo invisible, como las diferentes notas de una partición. [...] El universo no es tan sólo un inmenso mecanismo cuyos resortes se mueven ciegamente: es un poema y una doctrina. [...] Y al penetrar en el augusto santuario de la verdad, no nos asombre sentimos conmovidos alguna vez ante las inesperadas revelaciones que puede ofrecer a nuestro pensamiento el ser invisible que se esconde en el misterio de las cosas».

(1874: V-VII)23



El prólogo de José Moreno y Baylén de la traducción española publicada en 1866 por Bailly-Baillière refleja la entusiasta adhesión del traductor a esta posible reconciliación entre ciencia y religión y su voluntad de poner la obra al alcance de todos los públicos, ya que «La pluralidad de los mundos es una obra a la vez científica, filosófica y religiosa, de la mayor importancia» (Moreno y Baylén, 1866: 4). J. Moreno y Baylén, que ha perdido a su esposa después de 6 años de matrimonio, «busca en el plácido centelleo de las estrellas [...] la sonrisa de la esperanza» (1866: XII). Comparte con Flammarion cierta exaltación mística ante el espectáculo «de las maravillas de la naturaleza», una naturaleza cuyo misterio no puede explicarse sólo de manera racional y matemática: «Si todo lo que nos rodea, si el espectáculo del universo físico, si las maravillas de la creación entera no fuesen suficientes para establecer sólidamente en nuestra alma la idea de la existencia [...] bastaría fijar la vista en la inteligencia del hombre, en la ciencia, resultado de sus trabajos y de sus raciocinios, independientemente de la materia y de sus efectos, para reconocer el soplo divino, la emanación de Dios [...]» (Moreno y Baylén, 1866: VIII). La observación de la naturaleza, de los astros, la astronomía popular al alcance de todos y que se expresan con «místico lenguaje» son un «bálsamo» que mitiga las tensiones entre ciencia y religión (Moreno y Baylén, 1866: VIII).

Las simpatías de Flammarion por prácticas heterodoxas como el espiritismo, su intento por conciliar visiones contrapuestas en un momento de fuerte polarización ideológica con respecto a la ciencia tuvieron consecuencias palpables en la traducción y difusión de algunas de sus obras en España. Citemos uno de los casos más paradigmáticos, la novela Lumen. Narraciones del infinito, un texto de ficción con muchas intersecciones entre ciencia y literatura, que se tradujo y publicó en la década de 1870 en editoriales distintas. La traducción de José Pastor de la Roca, puesta al alcance del público en 1873 por la librería del impresor y editor Juan Oliveres, orienta explícitamente la finalidad de la obra al subtitularla «Conferencia espiritual de Ultratumba». La misma organización del texto responde a esta intencionalidad ya que se presenta como un «coloquio místico» que demuestra que Flammarion es un apóstol de la religión universal y un prosélito del espiritismo «de reconocido saber y virtud» (Pastor de la Roca, 1873: VII). El prólogo constituye una ardorosa defensa de las teorías espiritistas, y un vibrante elogio del autor de Lumen ya que esta obra «de delicada interpretación en su forma y en sus tendencias magistralmente disfrazadas, de una índole especialísima por su espíritu y por su letra [...] es más grande acaso por lo que sobreentiende que por lo que dice» (Pastor de la Roca, 1873: XIV). Como lector privilegiado, el traductor ha captado las intenciones de un Flammarion todavía muy implicado en los ámbitos espiritistas de la época y que cultiva un género híbrido en el que confluyen elementos científicos (la cuestión de la distancia inter-estelaria), elementos ficcionales y narrativos que de cierto modo participan de la literatura de ciencia ficción (el alma de un simple mortal viaja de planeta en planeta hasta el momento en que llega a la estrella Capella, donde residen las almas de los muertos). La narración se organiza en base a un diálogo entre el alma del muerto (Lumen o «luz») y un ser vivo Quaerens («el que pregunta»)24. Notemos que los textos de Flammarion relacionados con el espiritismo y las fuerzas sobrenaturales ejercieron una indudable fascinación sobre varios autores españoles entre los que se encuentran Pío Baroja y Emilia Pardo Bazán25.

Lumen es un ejemplo esclarecedor de esta literatura híbrida en la que se entremezclan arranques místicos, efusiones poéticas, reflexiones filosóficas y datos con credibilidad científica. Esta confluencia de elementos diversos facilita la transformación ideológica y lingüística de la novela en el momento de la traducción. La versión más «ortodoxa» publicada en 1874 por la editorial Gaspar y Roig quiere ser más aceptable para un público que no adhiere al espiritismo. También pretende restaurar un justo equilibrio entre las efusiones espiritistas subyacentes y la credibilidad científica del vulgarizador que legitima las manifestaciones naturales inéditas con argumentos científicos: «Se ha tachado de místico mi razonamiento que nada tiene por cierto de fantástico, ni de novelesco sino que por el contrario encierra todo él una novedad científica, un hecho puramente físico, demostrable y demostrado e indiscutible, y que es tan positivo como la caída de un aerolito o el movimiento de una bola de cañón» (Flammarion, 1874: 86). En este caso, el traductor, Nemesio Fernández Cuesta, privilegia el subtítulo «narraciones del infinito» y nunca emplea el término de «revelación» presente en la versión de Pastor de la Roca. En ambas versiones, el mensaje más importante para un público de lectores es que, en medio de las fuerzas físicas y activas que rigen el mundo, hay un Dios «desconocido, en quien residen los principios supremos de la verdad, de la belleza y del bien» (Flammarion 1874: 26). Sin lugar a dudas había que hacer coincidir los intereses sociales y económicos con los valores culturales dominantes y favorecer la publicación de obras en las que las visiones heterodoxa y ortodoxa de la ciencia eran equidistantes.

El propio Camille Flammarion se preocupó por introducir en obras más tardías las debidas matizaciones ideológicas y culturales que convenían para preservar su legitimidad científica. La publicación de una segunda parte en 1907 de Las fuerzas naturales desconocidas tenía por finalidad neutralizar la polémica que se había producido en Francia y en España con su primer opúsculo en 1865. La instrumentalización de esta primera obra, claramente a favor de las teorías espiritistas, conllevaba el riesgo de reducir la audiencia de la que disfrutaba Flammarion. En 1908, salió a la calle la versión española en la editorial Maucci Hermanos e Hijos. Se trata de un recorrido minucioso de Flammarion por los derroteros de la llamada ciencia heterodoxa y de una síntesis de sus convicciones como vulgarizador «ilustrado» y de reconocido prestigio26.

Flammarion que sabía apreciar las sutiles relaciones de poder entre «profanos» y académicos de la ciencia, insiste sobre la evolución de su postura con respecto a las décadas de 1864 cuando empezaba a adquirir cierta notoriedad. Le interesa ante todo aparecer como un vulgarizador y científico independiente y con una visión útil, social y desinteresada de la ciencia:

«El asunto contemplado en estas páginas ha hecho también grandes progresos de cuarenta años acá... Se trata siempre de fuerzas desconocidas por estudiar, y esas fuerzas no pueden ser sino de orden natural, porque la naturaleza comprende el universo entero y no hay nada fuera de ella. No se me oculta por cierto que este libro provocará discusiones y objeciones legítimas y que no podrá satisfacer sino a los investigadores independientes. En efecto, nada tan raro en nuestro planeta como la independencia y la absoluta independencia de espíritu. Nada más raro que la verdadera curiosidad desligada de todo interés personal».

(Flammarion, 1908: 8)



La publicación de esta obra en 1908 se produce en un momento especial en cuanto al desarrollo de ciertas ciencias como la psicología por la que se interesa cada vez más Flammarion. La investigación sobre la psique y la mente, constituía una vía de salida oportuna para alejarse de las especulaciones espiritistas. Como lo subraya Nieto-Galán al referirse a la coexistencia de ámbitos científicos ortodoxo y heterodoxo, «[...] en cualquier época, los límites entre la ciencia y la "pseudociencia", entre la ciencia considerada ortodoxa y las prácticas supuestamente heterodoxas son el resultado de complejos mecanismos de negociación entre los propios protagonistas» (2011: 127).

La obra de vulgarización Flammarion en España generó espacios importantes de influencia. Las intersecciones entre lo ortodoxo (observación y datos astronómicos) y lo heterodoxo (interés sincero pero evolutivo por pseudociencias como el espiritismo) favorecieron, en buena medida, cierta instrumentalización de su obra y de sus experimentos27.

Dicha instrumentalización revela cómo la divulgación se había convertido en un arma poderosa, en un espacio público donde se enfrentaban intereses y estrategias divergentes. Resulta difícil en estas condiciones separar de manera tajante las posiciones ideológicas, los compromisos sociales y culturales, las convicciones éticas. En el caso de Flammarion, una de las razones de su éxito tanto en Francia como en España, fue su capacidad en disolver las fronteras rígidas entre categorías y géneros, en «democratizar» los saberes.

La ciencia como misión social y compromiso pedagógico

En su prólogo a la traducción española de Viajes aéreos. Impresiones y estudios de 1881, el político demócrata y matemático Manuel Becerra y Bermúdez (1820-1896), miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, nos da la clave del éxito de Flammarion en España. En un momento en que se deploran los males endémicos de los que sufren la industria y la ciencia españolas, intelectuales y políticos como Manuel Becerra insisten en la idea de que el conocimiento, la educación y la democratización de los saberes sacarán a España de su aislamiento y de su retraso. El prólogo a la obra del vulgarizador francés es el espacio idóneo para compartir con los lectores la fe entusiasta en el progreso humano y social derivado del conocimiento y de la popularización de la ciencia: «La ciencia se democratiza y deja de ser aquella matrona respetable, sí, pero de una gravedad tal que sólo ofrecía sus sonrisas a un cortísimo número de inteligencias escogidas, únicas y exclusivamente dedicadas a su culto» (Becerra, 1881: VI).

El saber de los profesionales y expertos no puede estar separado de manera rígida del pueblo y la democratización de la cultura científica supone conocimientos al alcance de todas las clases sociales. Por ello, resulta tan imprescindible, según Manuel Becerra, que se «divulguen y hagan públicos los misterios que anteriormente se hallaban escondidos en la parte más recóndita de su templo» (Becerra, 1881: VII). Estas exigencias dotan de una total legitimidad a autores y divulgadores como Flammarion cuyos esfuerzos voluntaristas y compartidos con vulgarizadores de otros países estimula el avance social, moral y político indisociable del conocimiento técnico y científico. El cometido de Flammarion ha sido «propagar», «vulgarizar» y sus trabajos «han resultado provechosos para la cultura social [...]» y sus experiencias, basadas en la observación «de grandísima utilidad tanto para la riqueza y el bienestar de los pueblos como para las reformas sociales» (Becerra, 1881: XV). Como muchos intelectuales progresistas de su época, Becerra considera que el progreso científico y el desarrollo de las naciones son indisociables. Si bien parte del programa del sexenio revolucionario en España pretende impulsar la enseñanza popular y reconoce la utilidad social de la ciencia, el «pueblo español, por circunstancias extraordinarias y lamentables, se ha quedado retrasado de otros más dichosos» (Becerra, 1881: XVII). El ideal progresista por el que aboga el académico español es el que Flammarion reivindica a lo largo de muchas de sus obras. La vulgarización es una misión social y la ciencia experimental no está reñida con la reflexión filosófica y las aspiraciones espirituales. En la introducción a la traducción de la obra del científico inglés Humphry Davy, Flammarion recuerda a los lectores que la ciencia, motor del progreso, enaltece la parte espiritual de todo ser humano y aboga por una filosofía espiritualista de la ciencia: «[...] el valor humano no está constituido, no por el cañón, ni por el oro, sino únicamente por la inteligencia, por la aplicación de la razón, educada en el progreso de las almas» (Flammarion, 1885: 20). Más allá de una fascinación, a veces romántica ante la naturaleza y sus manifestaciones más espectaculares, se trata de compaginar la observación empírica, la ciencia experimental y la síntesis intelectual. Para Flammarion, la vulgarización científica supone el reconocimiento social de un grupo autónomo de intelectuales, tal como lo explica en Las fuerzas naturales desconocidas: «No podemos mantenernos en un justo medio entre la negación que todo lo rechaza y la credulidad que todo lo acepta. [...] Estudiemos entonces, con la convicción que toda investigación sincera es útil a la humanidad» (1908: 9-10).

Poetización de la ciencia

Si Flammarion, como otros vulgarizadores científicos de su época, hablaba de una astronomía popular según una epistemología propia, había que buscar un lenguaje que fuese más que la adaptación más o menos literaria del discurso de los expertos (Nieto-Galán, 2011: 157). Este lenguaje en el que pueden hermanarse los intereses de la sensibilidad estética y los de las novedades científicas, agiliza la representación del concepto y estimula la imaginación porque «al pensador toca esforzarse en apreciar el fondo de la melodía, al mismo tiempo que el motivo de su observación particular» (Flammarion, 1874: V). Para captar el interés de un público cada vez más amplio y diverso, no se podían encerrar los datos y los conceptos científicos en una lengua enigmática u opaca. Poesía y ciencia no están forzosamente alejadas: «No creemos que existe el supuesto antagonismo entre la ciencia y la poesía. La poesía es quien anima a la ciencia; y ésta es a su vez el gran manantial de toda inspiración poética. Asociemos sin temor las realidades de la naturaleza a las inspiraciones artísticas y poéticas» (Flammarion, 1874: VIII).

La valoración del arte, como exigencia estética, se nutre de la sensibilidad y de la inteligencia. Si la ciencia, y más particularmente la astronomía, facilitan la contemplación de la naturaleza, se trata para el vulgarizador y los lectores de compartir el sentimiento de belleza ante la naturaleza. Las incitaciones de Flammarion a sus lectores para que la contemplación y el descubrimiento sean estéticos y espirituales son recurrentes. La filosofía espiritualista de la ciencia que impregna las obras del científico francés supone una relación íntima entre sentimiento e inteligencia, aspiraciones elevadas y «progreso de las almas». Para Flammarion, la observación del espectáculo del cielo transmite un mensaje de paz, y revela el profundo vínculo entre armonía natural y armonía social. En obras como La ciencia (1909), propone a sus lectores una inmersión a la vez estética y espiritual mediante la contemplación «del cielo del horizonte de París durante el invierno»: «Hemos supuesto, querido lector, que tendrás algún interés en conocer los astros, y que tu gusto elevado siente afición hacia las cosas celestes. Partiendo de esta suposición, se puede creer que, durante estas noches privilegiadas, alzarás alguna vez los ojos al cielo» (Flammarion, 1909: 95).

En otras ocasiones recurre a alegorías y metáforas que convierten sus textos científicos en prosa poética, en lírica efusión. En las primeras páginas de Contemplaciones científicas dedicadas a la luz, la evocación de un fenómeno física y científicamente comprobado, confiere una dimensión misteriosa a uno de los descubrimientos de la ciencia positiva: «Su poder se extiende visible e indiscutible desde las regiones más remotas del espacio infinito; desde las pálidas nebulosas y las lejanas estrellas hasta la atmósfera que baña la superficie terrestre, hasta las modestas flores de los campos, que se inclinan temblorosas al sentir la caricia de la mañana. Es ella el verdadero punto colocado entre el cielo y la tierra, y el único lazo que nos pone en comunicación con otros mundos» (Flammarion, 1874: 8-9).

Las fronteras entre ciencia y literatura se disuelven dejando sitio para una mayor capacidad de irradiación en el imaginario. Un ejemplo de esta porosidad entre escritura ficcional y poética y discurso científico es el que nos brinda Flammarion en algunas de sus novelas como Lumen, Urania y Stella cuyo estilo difiere bastante poco de sus textos de divulgación. En la versión española de Estela, publicada por la Librería de la Vda. de Charles Bouret en 1897, el prólogo del autor nos indica que se trata del relato de la vida de un joven científico ejemplar «que poseía en grado sumo la fuerza moral e intelectual; que se había consagrado especialmente al estudio del cielo y al estudio de la Astronomía» (Flammarion, 1897: V). En este caso la fábula cobra una dimensión autobiográfica y se entremezclan en el relato las referencias a la astronomía y a la «filosofía religiosa del joven científico». En el texto de ficción titulado Urania (1889), se presenta al universo a través de los ojos de un joven (probablemente el propio Flammarion) transportado al espacio por Urania, joven y bella musa de la astronomía. Este texto o novela que según algunos críticos es «una combinación de elementos autobiográficos, de ideas utópicas y de postulados feministas» (Nieto-Galán, 2011: 78) fue una de las más exitosas de Flammarion probablemente por su evidente poder de sugestión y por coincidir con el gusto de la época por lo que ya podía llamarse literatura de ficción28.

En Lumen, la fábula se centra en la historia de un cometa «uno de los más bellos, por no decir el más magnífico de nuestro sistema [...] que despliega ante las miradas estupefactas del observador las magnificencias de su aparición tan embellecida» (Flammarion, 1875a: 255-256). Las metáforas a las que recurre el autor tejen un territorio semántico en el que predominan la luz y todas sus variaciones, símbolo de la vida. El cometa o «astro cabelludo» recorre espacios infinitos en los que el sol es el eje central de toda atracción, de la vida universal: «[...] el astro cabelludo invierte en su marcha acelerada un millón de leguas por minuto, remóntase hasta los confines del reino planetario y atraviesa las órbitas de todos los mundos. Colocado de frente al radiante sol coronado de una diadema luminosa, debilita progresivamente su vuelo a medida que se va alejando de él» (Flammarion, 1875a: 255-256).

El sistema planetario descrito por Flammarion se convierte en un relato anovelado en el que el cometa y el sol participan de una misma relación amorosa: «Sin embargo, a tan enorme distancia, el sol la llama todavía y reconoce ella su voz: vuélvese entonces hacia él, y desde las alturas polares cae sobre la elíptica, evitando cuidadosamente la especie de red que Júpiter y Saturno tienden a su tránsito: aumenta visiblemente su viveza, acrece, se hace inmensa, prodigiosa, ardiente como el deseo, y ved entonces cómo se precipita de nuevo sobre el sol, centro de las atracciones planetarias [...]» (Flammarion, 1875a: 257).

La visión sideral que ofrece el científico a sus lectores se despliega como un inmenso paisaje atravesado por ruidos y movimientos que se funden en esta energía universal. Es de notar cómo las sinestesias y el mismo ritmo del texto suscitan estas imágenes visuales y poéticas a la vez. El ser humano, como observador no es más que un elemento más de esta gran sinfonía: «en medio de este cuadro de contemplaciones generales del universo, amigo mío, no es menos notable la solidaridad armónica que une el mundo espiritual con el mundo físico» (Flammarion, 1875a: 144).

La naturaleza es fuente de observación, de reflexión y de conocimiento pero también es una experiencia estética. La contemplación de la naturaleza, y más particularmente de los espacios lejanos e infinitos, se convierte en una fuente de goce estético y espiritual, en una búsqueda de lo trascendental como reacción ante un materialismo positivista y reductor. Por lo tanto en el mundo científico pueden converger la filosofía, la observación experimental, la espiritualidad y el arte. La ciencia no puede ser una metafísica inaccesible a las investigaciones humanas, ni una «materialización absoluta de todas las cosas» (Flammarion, 1910: 13): «la contemplación, la observación del mundo exterior deben enseñamos lo que somos [...], la gran unidad con quien debemos ponemos en relación para conocer el verdadero rango que ocupamos en la naturaleza» (Flammarion, 1866: 7).

Bibliografía

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