Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoDescubrimiento de la circulación de la sangre

«Reverendísimo padre y maestro. Amigo y señor: Raro es el fenómeno literario que vuestra reverendísima me comunica, y no menos curioso que raro. ¿Que es posible que un albéitar español haya sido el primer descubridor de la circulación de la sangre? Parece que no hay que dudar de ello. Escríbeme vuestra reverendísima que un amigo suyo tiene un libro de albeitería, su autor el albéitar Francisco de la Reina, impreso en Burgos, en casa de Felipe de la Junta, el año de 1564, y él mismo vio otro semejante en la Biblioteca Regia; que, sin embargo, es libro raro, y acaso no habrá en España más ejemplares que los dos expresados. Remíteme, pues, vuestra reverendísima, copiado, un pasaje del capítulo XCIV de dicho libro, tan claro, tan decisivo. en orden a la circulación de la sangre, que hace evidente que el expresado Reina la conoció. Aquella cláusula suya: Por manera, que la sangre anda en torno y en rueda por todos los miembros, excluye toda duda.

Veamos ahora si este hombre fue el primero que penetró este precioso movimiento, de que pende absolutamente la vida animal. El inglés Guillermo Harveo se levantó con la fama de dicho, descubrimiento a los principios, o poco después de los principios del siglo pasado, de modo que por algún tiempo a nadie vino el pensamiento de que otro le hubiera precedido en el conocimiento de la circulación. Pero la precedencia de nuestro albéitar respecto del médico inglés es notoria: imprimióse el libro del albéitar el año 1564; Harveo murió el de 1657, en la edad de ochenta años. Conque estaba impreso el libro del albéitar algunos años antes que naciese Harveo.

No sé si muerto ya Harveo, o antes de su muerte, uno u otro médico echaron la especie de que el famoso servita Pedro Pablo Sarpi, bien conocido por su satírica historia del concilio Tridentino, antes que Harveo había descubierto la circulación de la sangre; y esta noticia hizo bastante fortuna en la república literaria. Este religioso, según el Moreri, nació el año de 1552, doce años antes que se imprimiese en Burgos el libro del albéitar La Reina. Nadie soñará que un niño veneciano, antes de llegar a la edad de doce años, supiese tanta anatomía que por ella pudiese rastrear el movimiento circular de la sangre, porque, en efecto, el Sarpi, según se dice, por una delicada observación anatómica arribó a este conocimiento. Y sobre ese, era menester dar antes de los doce años algún tiempo para que la noticia pudiese venir a España.

Otros pensaron hallar la noticia de la circulación en Andrés Cisalpino, famoso médico italiano que fue algo anterior al servita. No era a la verdad repugnante, supuesto el hallazgo de la circulación por Cisalpino, que de él viniese a España la noticia antes que nuestro albéitar escribiese de ella, pues echada la cuenta, el año de 1564, que fue el de la edición de su libro en Burgos, ya Andrés Cisalpino tenía algo más de cuarenta años. Pero esto nada obsta para que a nuestro albéitar se adjudique la primacía del invento. Lo primero, porque los mismos que atribuyen esta gloria a Cisalpino ponen por data de su descubrimiento el año de 1593, esto es, veintinueve años después de la edición del libro del albéitar. Lo segundo, porque aun cuando fuese la invención de Cisalpino anterior a la edición de este libro, ¿quién creerá que ocultándose a todos los médicos que entonces había en España, pues ninguno se halla que toque el punto, sólo a un albéitar llegase la noticia? Lo tercero, porque el pasaje de Cisalpino, de donde se quiere inferir que conoció la circulación, necesita de que la buena intención del que le lee ayude mucho la letra para hallar en él lo que pretende.

Otros pretendieron deslucir a Harveo, diciendo que este adquirió la noticia de la circulación de Fabricio de Aquapendente, célebre médico, cirujano y anatómico italiano, profesor de estas facultades por espacio de cuarenta años en la Universidad de Padua, donde tuvo por oyente a Harveo. Esto, por varias razones, se hace totalmente inverisímil. Mas cuando fuese verdad, perjudicaría al médico inglés, no al albéitar español, que fue no poco anterior a Fabricio.

No ignoro que hubo, y aún hay ahora, quienes quisieron decir, que más ha de veinte siglos conoció Hipócrates el movimiento circular de la sangre. Pero ésta fue una nueva afectación, hija en parte de la supersticiosa veneración de los hipocráticos que quieren que nada haya ignorado su jefe, y en parte de envidia a la gloria de Harveo. El hecho fue, que luego que Harveo publicó el descubrimiento de la circulación, todos o casi todos los médicos de Europa se echaron sobre él, llenándole de injurias, tratando su invento de ilusión y gritando contra esta inaudita novedad como contra una perniciosa herejía filosófica y médica. Harveo probó su novedad con argumentos tan evidentes, que casi todos los médicos se rindieron a ellos: pero entre éstos, algunos y no pocos, ya por amor de la gloria de Hipócrates, ya por desvanecer la de Harveo, no pudiendo ya negar la verdad de la circulación, negaron que esa fuera invento de Harveo, pues ya Hipócrates lo había descubierto; para lo cual produjeron dos o tres lugares de Hipócrates, que exprimiendo a viva fuerza la letra, vanamente quisieron que significasen la circulación.

En el suplemento al cuarto tomo del Teatro Crítico, página 364, en la cita (a), escribí, que en una observación de las actas físico-médicas de la Academia Leopoldina, copiada en las Memorias de Trevoux, del año de 1729, se lee que el célebre Heister, produjo dos pasajes: el primero, de un antiguo escoliador de Eurípides; el segundo, de Plutarco, «en que formalmente se expresa la circulación de la sangre». Pero remirándolo ahora, hallo que realmente Heister no dijo o pretendió tanto; sí sólo que en uno u otro pasaje se leen algunos de los principios anatómicos, de donde se puede inferir la circulación, sin que los autores citados llegasen a conocerla distintamente. Y de Sarpi y Cisalpino tampoco dicen más que esto, los que quisieron hablar a favor suyo, sin faltar enteramente a la verdad.

En la misma parte del suplemento, página 367, en la cita (b), escribí, que el Barón de Leibnitz, en una de sus cartas, citada en las Memorias de Trevoux, del año 1727, afirma como cosa averiguada, que aquel famoso hereje antitrinacio, Miguel Servet, fue el verdadero descubridor de la circulación de la sangre. La relación del Barón de Leibnitz, es como se sigue: «Yo tengo tanto mayor compasión de la infeliz suerte de Servet (Calvino le hizo quemar en Ginebra), cuanto su mérito debía ser extraordinario; pues se ha hallado en nuestros días que tenía un conocimiento de la circulación de la sangre, superior a todo lo que se sabía antes de ella.» Servet fue algo anterior a Cisalpino. Pero como no nos dice Leibnitz hasta qué punto llegó su descubrimiento, es verisímil que aunque alcanzase algo más que los que le precedieron, no excediese a Cisalpino o Sarpi, que le subsiguieron. Lo que se puede asegurar es, que no consta que antes de Harveo algún médico o filósofo haya hablado distintamente de la circulación, con la voz circulación, ni con otra equivalente, a excepción de nuestro albéitar, que claramente dejó escrito que «la sangre anda en torno y rueda por todos los miembros». Y en caso que Servet llegase a otro tanto, como este autor fue español, dentro de España queda siempre la gloria de su descubrimiento de la circulación, y de tal modo queda esa gloria en España por Servet, que, en ningún modo perjudica a la particular del albéitar; pues no pudiendo éste tener noticia del descubrimiento hecho por Servet, que, como insinúa el Barón de Leibnitz, se ignoró hasta muy poco tiempo ha, sólo en fuerza de un ingenio sagacísimo pudo arribar al propio conocimiento. No hubo menester tanta sagacidad Harveo, porque halló la ciencia anatómica mucho más adelantada que estaba en tiempo del albéitar, y sólo por observaciones anatómicas se podría descubrir la circulación.

Pero, ¿no es admirable, padre reverendísimo, que sólo por dos ejemplares del libro del albéitar La Reina, que se salvaron de las injurias del tiempo, se haya conservado la memoria de este feliz descubrimiento, y que sólo por el accidente de tener un amigo de vuestra reverendísima, uno de estos dos ejemplares haya llegado a vuestra reverendísima, y a mí la noticia? Verdaderamente, no hay voces con que ponderar la negligencia, el descuido y aun la insensibilidad de nuestros españoles en orden a todo aquello que puede dar algún lustre al ingenio literario de la nación siendo mucho más reprehensible esta negligencia respecto de los inventos útiles, en todos tiempos tan gloriosos, que los antiguos gentiles elevaran los inventores a la esfera de deidades.

Lo más notable en esto es, que los extranjeros aprecian las riquezas intelectuales que nosotros despreciamos, y tal vez nos venden como suyo lo que nosotros olvidamos, e ignoramos que fue y es nuestro. Buen ejemplar de esto tenemos en el singular sistema de la nutrición por el succo nerveo, inventado por nuestra famosa D.ª Oliva de Sabuco, que olvidado en España, le produjo después, como invento suyo, un autor anglicano. Aún mejor es el de nuestro benedictino fray Pedro Ponce, inventor de la admirable arte de enseñar a hablar los mudos, de que di noticia en el tomo IV del Teatro, discurso XIV, y que parece después se creía producción de Juan Wallis, insigne profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford. Por lo menos, los autores de las Memorias de Trevoux, en el tomo III del año de 170l, página 85, donde hablando de un Tratado que sobre este arte dio a luz en Amsterdam, el año de 1700, Juan Conrado Amman, médico holandés, dicen que ya antes de éste había escrito del mismo arte, y hecho hablar algunos mudos, dicho Wallis, sin memoria de otro alguno, ni en común, ni en particular, tácitamente insinúan que a éste juzgaban ser el primero en la invención y en el uso del arte.

¿Y no pudo suceder con el invento de la circulación lo que sucedió con el del jugo nérveo y el del arte de hablar a los mudos; esto es, que Harveo, hallándole en el libro del albéitar español, se lo apropiase, como otros dos de su nación se apropiaron los otros dos inventos españoles? Que pudo suceder no hay duda, aunque no se podrá sin temeridad afirmar que sucedió.

¿Y qué queja podemos tener los españoles de los extranjeros porque ellos se aprovechen de lo que nosotros abandonamos? Nosotros no debemos quejarnos, y el mundo debe darles las gracias de que se conserve por su diligencia lo que, sin ella, se perdería por nuestra desidia. En el lugar citado de las Memorias de Trevoux se lee que el inglés Wallis y el holandés Amman enseñaron a hablar a muchos mudos. La invención fue del benedictino español, y ese español también enseñó a hablar a algunos. Pero ¿quién en España se aprovechó o aprovecha hoy de este arte? De ninguno tengo noticia. ¿No es esa una lamentable incuria? ¿Y no es aquéllo en los dos extranjeros una laudable aplicación de parte suya?

Creo que no pocos libros, muy buenos, de autores españoles se hubieran perdido, si no los hubieran conservado los extranjeros, que es a cuanto puede llegar nuestra, no diré ya negligencia, sino modorra literaria. Algunos nombra en su Biblioteca don Nicolás Antonio, de los cuales no tuvo noticia sino por autores extranjeros. No ha mucho tiempo que leyendo el tercer tomo del Spectador anglicano, en el discurso XLIX, hallé citado un libro, cuyo título es Examen de ingenios para las ciencias, y su autor Juan Huarte, médico español. Por lo que dice de este libro el escritor inglés, hice juicio de la excelencia de la idea y de la importancia del asunto, y como no tenía otra noticia anterior de él, fui a buscarla en la Biblioteca de D. Nicolás Antonio, como en efecto la hallé, a la página 543 del primer tomo de la Biblioteca nueva, y allí un amplísimo elogio que del libro y del autor hizo Escasio Mayor (escritor, según parece, alemán), que le tradujo en latín, y traducido, le imprimió el año de 1621. Copiaré aquí parte del elogio, trasladado a nuestro idioma: «Me ha parecido, dice Escasio de nuestro Huarte, con gran exceso el más sutil entre los hombres doctos de nuestro siglo, a quien el público debe tributar supremas estimaciones, y que entre los escritores más excelentes, cuanto yo conozco, tiene un gran derecho para ser copiado de todos.»

Como yo, antes de ver la noticia del médico Huarte en el Spectador, no había leído ni oído su nombre, no dejé de extrañar, al ver este grande elogio suyo, que tan tarde llegase a mí la primera noticia de un autor español de tanto mérito, y aun esa primera noticia derivada a mí de un escritor anglicano. Pero cesó después mi admiración, llegando a reconocer que este autor español, al paso que muy famoso entre los extranjeros, casi está enteramente olvidado de los españoles. En el segundo tomo de la Menagiana, de la edición de París del año de 1729, a la página 18, donde, en nombre de monsieur Menage, son censurados de poco eruditos los españoles, hay al fin de la página la nota siguiente, de letra menuda, puesta por el adicionador: «Monsieur Merteud, en su Viaje, dice que en España no es conocido el doctor Huarte ni su libro del Examen de los ingenios».

¿Puede llegar a más nuestra desidia? O por mejor decir, ¿puede llegar a más nuestro oprobio, que el que los mismos extranjeros nos den en rostro con la desestimación de nuestros más escogidos autores? Es verdad que el censor no nombró más que uno, pero el nombrar este solo para confirmar la nota de la poca erudición española, significa mucho; significa que ese es un autor insigne, esclarecido, célebre; y significa, que pues los españoles, siendo suyo y tan grande le tienen olvidado, ¿qué concepto se puede hacer de la erudición de los españoles?

De lo que dice D. Nicolás Antonio, de las pocas ediciones que se hicieron de este libro en España, y de las muchas que se hicieron en las naciones extranjeras, se colige lo mismo con que nos da en rostro el adicionador de la Menagiana. Tres ediciones refiere hechas en España, la última del año de 1640; en los reinos extraños, la última el año de 1663. Y puede conjeturarse que después de la edición española de 1640, no se hizo acá otra, pues a haber alguna más cercana a nuestros tiempos, no estuvieran tan olvidados en España el libro y el autor; como asimismo se puede conjeturar que haciendo los extranjeros tanta estimación de unos y otro, hayan hecho repetidas ediciones sobre la de 1663.

De este y otros ejemplos que pudiera alegar se colige cuán injusta es aquella queja, que a cada paso se oye de la vulgaridad española, de que los extranjeros, envidiosos de la gloria de nuestra nación, procuran deprimirla y oscurecerla cuanto pueden. No hay acusación más ajena de verdad. Protesto que no tengo noticia de algún español ilustre, o por las armas o por las letras, que no se haya visto más elogiado por los autores extranjeros que por nuestros nacionales. Los que procuran deprimir la gloria de los españoles ilustres son los mismos españoles: Invidia haberet in vicino. Pero, padre reverendísimo, dejo un asunto tan odioso, porque si en él se calentase demasiado la pluma, podría derramar alguna sangre en vez de tinta, y concluyo rogando a vuestra reverendísima, que si puede agenciarme el libro del doctor Huarte, en cualquiera de las tres lenguas en que esté traducido, latina, italiana o francesa, me lo procure cuanto antes, pues supongo que en el idioma español y en España será difícil hallarle; y en caso que se pueda conseguir, sólo quien, como vuestra reverendísima, reside en el centro de España, podrá hacer diligencias cicaces para este hallazgo.»


ArribaAbajoNotas

«La idea y asunto del doctor Huarte, en su libro de Examen de ingenios, es, que antes de destinar a los niños o jóvenes a este o el otro estudio particular, se investigue su inclinación y habilidad para ver en qué facultad podía aprovechar más. A cada paso se ven genios rudos para una y agudos para otra. Éste, que es inepto para las letras, es muy apto para las armas, y aquél, que si para las armas como para las letras es inhábil, es un rayo para la mercatura. He leído que el jesuita Cristoforo Clavio, mostrando al empezar sus estudios un ingenio, o obtuso o nada penetrante para la escolástica, un hombre docto en su Compañía, rastreando por algunas señas su capacidad para la matemática, dispuso que se aplicase a la geometría, en que salió tan eminente, que fue venerado de todos como el Euclides de su siglo, y uno de los mayores astrónomos, si no el mayor, de su tiempo. Todo el mundo sabe cuanto su insigne pericia astronómica sirvió a la Iglesia en la reforma del Calendario gregoriano, cuyo ilustre y utilísimo servicio nunca hubiera llegado a lograrle, si los superiores del padre Clavio se hubiesen obstinado en llevarle por el trillado camino de la literatura ordinaria. A nuestro grande héroe Hernán Cortés puso su padre al estudio de las letras, pero él, conociendo que su genio no era para ellas, tomó el rumbo de las armas. ¡Cuánto hubiera perdido España si hubiera seguido el primer destino!

Es, pues, evidente que florecería infinito cualquiera república en que se practicase el proyecto del doctor Huarte de examinar los genios e inclinaciones de sus individuos y aplicarlos a aquello a que fuesen más proporcionados. Creo yo bien que esto no llegará a lograrse, porque los padres, que comunísimamente determinan el destino de los hijos, miran a su interés particular, y no al público.¿Quién hay que no quiera más ver en su familia un eclesiástico, rico que un gran soldado? Pero aunque del libro del doctor Huarte no pueda esperarse la grande reforma que él pretende, podrá ser muy útil para otros efectos, porque siendo el autor de un ingento supremamente sutil y perspicaz, como consta del elogio que hace de él Ascasio Mayor, se debe creer que da unas reglas de especialísima delicadeza para discernir los genios, talentos e inclinaciones de los sujetos. Y este discernimiento es convenientísimo para todos los que gobiernan repúblicas, y aun para cualesquiera particulares, etc.

Sé muy bien que el Expurgatorio manda borrar muchas cláusulas y expresiones de la edición castellana del dicho libro de Huarte, pero esto no debe estorbar que el libro sea apreciable y tenga cosas buenas. Nuestro Señor guarde a vuestra reverendísima muchos años.»






ArribaAbajoSobre la España Sagrada del Rmo. P. M. Fr. Enrique Flórez

«Rmo. P. M.

Amigo y Señor: Este correo no recibí carta de V. Rma. y así no tengo a qué responder. Mas no por eso, me falta que escribir, y en asunto que será muy del agrado de V. Rma. Respecto de una carta, esto poco basta para exordio, y así vamos al caso.

Estos días pasados supe que el señor don Isidoro Gil de Jaz, Regente de esta Real Audiencia de Asturias, tenía unos libros nuevos, intitulados España Sagrada, que su Señoría alababa mucho. No hube menester más informe para desear y solicitar su lectura, porque este Ministro, no sólo tiene altamente calificada la autoridad de su voto en las sentencias legales, mas también es dotado de un bello discernimiento para las críticas. Pedíle, pues, prestados a su Señoría los libros para leerlos y lo primero fue buscar en la frente el nombre del autor. Hallé que éste era el Rmo. P. M. Fr. Enrique Flórez, de la esclarecida orden de San Agustín. «Tate», dije hacia mi capote. «¿El maestro Fr. Enrique Flórez? ¿No es éste aquel padre maestro, que, de comisión del ordinario dio su aprobación a mi segundo tomo de cartas, y una tal aprobación que ella merece para sí misma, por su gracia, discreción y agudezas cuatrocientas mil aprobaciones? ¿No es este mismo aquel que con motivo de dicha aprobación, mi íntimo amigo el Rmo. P. M. Sarmiento, juez en materia de erudición cual sabe todo el mundo, me ponderó como erudito de primera clase y primer orden, especialmente en todo género de antigüedades sagradas y profanas, esto es, en la materia en que aún el ser mediocremente erudito es harto difícil?» El mismo es; porque el nombre, el apellido, la Religión y los títulos honoríficos los mismos son en la frente de estos libros, que en la cabeza de la Aprobación.

Supuesto este conocimiento, ya se echa de ver con cuánta ansia entraría yo en la lectura. Pero aun entrando con este conocimiento en la lectura, hallé en ella más de lo que esperaba, porque sobre una erudición de rara amplitud y profundidad, hallé un estilo noble, elegante, puro, igualmente grave, conceptuoso y elevado, que natural, dulce y apacible: un entendimiento claro que consigo lleva la luz que es menester para romper las densas tinieblas de la antigüedad; una crítica fina y delicada, que, en fiel balanza pesa hasta los átomos de las probabilidades; una veracidad tan exacta, que llegaría a pecar de escrupulosa, si en esta virtud cupiera nimiedad; un genio felizmente combinatorio, que hace servir la variedad y aun el encuentro de las noticias al descubrimiento de las verdades; una destreza tal para colocar en orden todas esas noticias, que la multitud queda muy fuera de los riesgos de la confusión.

Más ¿a qué propósito, escribiendo a V. Rma. le represento la excelencia de una obra que supongo ha leído y consiguientemente conocido su valor? No lo hago por informar a V. Rma. de lo que ya sabe, sino por complacerme a mí mismo de lo que acabo de saber. No es esto dar a V. Rma. la noticia, sino satisfacer mi propia inclinación. Explícome. No ignora V. Rma. la náusea, la indignación, la pesadilla, que muchos años ha estoy padeciendo de ver tanto infelices escritos como en este siglo salen de nuestras prensas, que en vez de acreditar en otras naciones la literatura española, la infaman y desacreditan. ¿Qué me sucede, pues? Que cuando en España y de pluma española, sale uno u otro escrito excelente, con la complacencia que me infunden estos, me compenso de la displicencia que me inspiran los otros, mirando los buenos como unos justos vindicadores o restauradores del crédito que hacia los extranjeros nos prestan los malos. De aquí es, que prendado de la hermosura de aquellos, caiga en la flaqueza común de los enamorados, esto es, alabar y realabar opportune, importune, venga o no venga, el objeto que ha inflamado su cariño. Y de que lo haga así con los pocos escritos de alguna perfección, que produce tal cual ingenio español, doy por testigos a todos los que comúnmente me tratan y trataron. No me contento con leer y estimar los buenos libros, cuando ellos son de algo sobresaliente nobleza; me apasiono extremadamente por sus autores y, efecto de esta pasión, es celebrarlos siempre que la ocasión se ofrece, y aún buscando yo la ocasión cuando ella no se me presenta. Así desahogo mi afecto ya que no puedo de otro modo.

Estos días pasados se padeció aquí una horrible tempestad, que hizo grandes daños en mar y tierra; en aquél, sumergiendo muchos navíos y barcos, de suerte que han quedado en estos puertos poquísimos pescadores, y aun esos pocos apenas tienen vasos para la pesca; en la tierra, arrastrando los ríos y arroyos muchísimo ganado de todas especies que se sepultaron en ellos o fueron a sepultarse en el mar vecino. Y ni aún perdonó el ímpetu de la corriente a las bestias más feroces, pues a la playa de Pravia arrojó el río Nalón dos osos, lo que dicen los naturales, nunca se vio.

Estando para firmar y cerrar esta carta, entró en mi celda (favor que muchas veces me hace y que yo le agradezco mucho) el señor don Manuel Verdeja, dignísimo ministro ahora de esta Real Audiencia y antes dignísimo Catedrático Primario de Leyes de Salamanca, y ofreciéndose en la conversación tocar al asunto de esta carta, que gustó de ver, tuve la complacencia de hallarle enteramente de acuerdo con mi dictamen en orden a las prendas del Rmo. P. M. Flórez cuyas obras había leído, y de que, entre otros elogios le oí uno que me cayó muy en gracia: A este autor, me dijo, por su penetración en los puntos más oscuros de la historia, se puede apropiar lo que mucho ha se dijo del famoso Ambrosio de Morales, QUE VEÍA DE NOCHE. Persuádome a que tendrá V. Rma. noticia del bello complejo de prendas de este sujeto, pues lo que suena mucho en Salamanca, no puede menor de oírse en Madrid; de que infiero, que será a V. Rma. muy grato este breve, pero bien expresivo Panegírico de su amigo, porque panegiristas de esta clase nunca sobran.

Nuestro Señor guarde a V. Rma. muchos años, etcétera.»




ArribaAbajoSobre la invención del arte que enseña a hablar a los mudos

«Muy señor mío: Dos recibí de vuestra señoría, divididas en tres correos: la primera con fecha 3 de noviembre; la segunda de 17 del mismo; entrambas, así por la circunstancia del autor, como por el contenido, muy apreciables, y que, como tales, logran en mí una muy sobresaliente estimación. La primera contiene una cabalísima descripción de las dos mayores bestias terrestres, el rinoceronte y el elefante, pudiendo asegurar, que aunque de este segundo adquirí bastantes noticias en muchos autores, en ninguno las hallé tan individuales y exactas como las que en la suya me comunica vuestra señoría y tuve singular complacencia de que la caída del elefante, rompiendo la bóveda del subterráneo y la precaución que después practicaba de pulsar bien el pavimento, para no reincidir en el mismo infortunio, me asegura ser verdad lo que refieren algunos autores, de que en varias partes del Oriente, para coger los elefantes, se usa el estratagema de abrir en las selvas que habitan, unos hoyos bastantemente capaces, los cuales ocultan, sobreponiendo un suelo artificial, semejante al natural de la selva; de modo que llegando incautamente el elefante a pisarlo, en fuerza de su mucho peso se hunde en el hoyo, y allí le aprisionan. Pero se ha observado, que cuando algún elefante tiene habilidad o dicha para salir del hoyo, ya no esperan cogerle, porque arrancando una rama gruesa de algún árbol, y asiéndola con la trompa, con ella va tentando el terreno antes de fijar en él el pie.

Por lo que mira a la dificultad que vuestra señoría me propone en su segunda carta, contra lo que en el cuarto tomo del Teatro crítico, discurso XIV, número 100 y número 101, escribí del arte de enseñar a hablar a los mudos, inventada por nuestro monje fray Pedro Ponce; la dificultad, digo, fundada en la aprobación del maestro fray Antonio Pérez, abad de San Martín de Madrid, al libro de Juan Pablo Bonet, dado a luz el año de 1620, respondo que dicho maestro fray Antonio Pérez, en lo que escribe sobre la materia, en ninguna manera da a entender que el inventor del arte fuese Juan Pablo Bonet, de quien sólo dice que «compuso un libro para enseñar a hablar a los mudos», lo que es verdad, o por lo menos pudo serlo. ¿Pero esto arguye que fuese inventor del arte? No por cierto. Como ni arguye que sea inventor del arte de la música cualquiera que haya compuesto un libro para enseñarla a los que la ignoran Por otra parte, es indiscutible que el inventor del arte de enseñar a hablar a los mudos no fue Juan Pablo Bonet, sino el monje fray Pedro Ponce. Atienda vuestra señoría.

Consta por el testimonio de Ambrosio de Morales y del divino Valles, que este monje supo y ejerció este arte. Pregunto ahora: ¿pudo derivarse la noticia de él, de Juan Pablo Bonet al monje, o pudo el monje aprenderle en el libro que Bonet dio a luz? No. La razón se deduce de un evidente cómputo cronológico. Murió Ambrosio de Morales muchos años antes que Bonet diese su libro a luz; conviene a saber, el año de 1590, como vuestra señoría puede ver en el Diccionario de Moreri (V. Morales, Ambrosio) y en la Biblioteca Nova de D. Nicolás Antonio (V. Ambrosius de Morales); esto es, treinta años antes que saliese a luz el libro de Juan Pablo Bonet, cuya impresión se hizo el año de 1620. Añada vuestra señoría, que Ambrosio de Morales, como consta de don Nicolás Antonio en el lugar citado, concluyó su Historia de España siete años antes de su muerte; esto es, el de 1583, que vienen a ser treinta y siete años antes de la publicación del libro de Bonet.

Del divino Valles no se sabe qué año murió; pero se sabe que su libro Filosofía sacra, donde da noticia del arte y ejercicio de enseñar a hablar a los mudos, del monje fray Pedro Ponce, salió a luz muchos años antes que el libro de Bonet; pues D. Nicolás Antonio, en el primer tomo de su Biblioteca nova (V. Franciscus Vallesius) nos dice, que este libro de Valles fue impreso en León de Francia, el año 1588, esto es, treinta y dos años antes que produjese el suyo Bonet.

Añado, para el mismo, efecto, otro nuevo testimonio de igual fuerza a los dos alegados. Este es de nuestro monje el maestro fray Juan de Castañiza, el cual, en el libro que escribió de la vida de nuestro padre San Benito, dice, que fray Pedro Ponce, monje benedictino, hijo de la casa de San Benito de Sahagún, por su industria y sagacidad, descubrió el arte de enseñar a hablar a los mudos. Este libro del maestro Castañiza, dice D. Nicolás Antonio, en el primer tomo de su Biblioteca nova (V. Fr. Joannes de Castañiza), que se imprimió en Salamanca el año de 1588, esto es, treinta y dos años antes de la impresión del libro de Juan Pablo Bonet.

Ve vuestra señoría cómo más de treinta años antes de dar a luz su libro Juan Pablo Bonet, estaba publicado por tres autores, que el monje Pedro Ponce tenía y ejercía el arte de enseñar a hablar a los mudos. Pero aún hallaremos mucho mayor la anterioridad de Ponce a Bonet, si hacemos reflexión a lo que Ambrosio de Morales refiere de D. Pedro Velasco, uno de los hermanos del Condestable, a quienes enseñó a hablar el monje. Dice que no sólo hablaba la lengua castellana, más también la latina, y no será mucho dar, que necesitase cuatro o cinco años para aprender estas dos lenguas; añádanse éstos a los treinta y siete que pasaron desde la impresión de la historia de Morales hasta la del libro de Bonet. Añádase también el tiempo que pasó desde que don Pedro aprendió las dos lenguas hasta su muerte, que dice Morales le sobrevino a los veinte años de edad, el cual tiempo necesariamente fue algo considerable, por lo que refiere el mismo escritor, que en aquella edad, no sólo sabía las dos lenguas, pero había adquirido noticias de otras muchas cosas; con que computado todo, resulta, que más de cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años antes que Bonet diese a luz su libro, sabía y ejercía el monje el arte. Luego, si de uno a otro se derivó la noticia de él, necesariamente fue de Ponce a Bonet y no de Bonet a Ponce. Por consiguiente, si uno de los dos fue plagiario, lo fue Bonet y no Ponce.

Diráme acaso vuestra señoría, que aunque lo alegado prueba que Ponce no fue plagiario, en ningún modo convence que lo fuese Bonet; porque aunque aquel inventase el arte, pudo no llegar la invención a la noticia de éste; el cual, siendo así, en fuerza de su ingenio discurriría lo mismo que aquel discurrió en fuerza del suyo; y da motivo para pensarlo así lo que dice el maestro fray Antonio Pérez en su aprobación, que el padre Ponce nunca trató de enseñar a otro el arte.

Pero a esto, señor mío, repongo que o el maestro Pérez careció en esta parte de la noticia necesaria, o por el honor del autor, cuyo libro aprobaba artificiosamente, disimuló lo que sabía; porque es cierto que fray Pedro Ponce enseñó el arte a algunos; lo que consta primeramente de lo que dice el maestro Castañiza, el cual, después de referir cómo este monje, no sólo enseña a hablar a los mudos más también a pintar y otras cosas, prosigue así: «Como es buen testigo D. Gaspar de Gurrea, hijo del gobernador de Aragón, discípulo suyo y otros». Consta, lo segundo, de que era imposible enseñar a hablar a los mudos sin manifestarles enteramente el artificio con que esto se logra, pues el modo de conseguirlo es ser ellos ejecutores de todos los preceptos del arte, como comprenderá evidentemente cualquiera que tenga alguna idea de él; y en efecto, Ambrosio de Morales testifica haber visto la respuesta por escrito de don Pedro. Velasco (uno de los hermanos del Condestable a quienes enseñó a hablar el monje), dando noticia en lo que consistía el acto a uno que se lo había preguntado.

Pero ¿quiere vuestra señoría una prueba clara de que Bonet tuvo noticia exacta del descubrimiento del monje, y no hizo más que aprovecharse de él para escribir su libro? Se la daré. Note vuestra señoría que Ambrosio de Morales dice que el monje enseñó a hablar a dos hermanos y una hermana del Condestable, que eran mudos. Note también que Bonet dice de sí, que servía en la casa del Condestable de secretario suyo. Pues a los ojos se viene, que dentro de aquella casa halló todas las noticias necesarias de la teórica y práctica del arte.

Y si he de decir todo lo que siento es para mí muy verisímil que Bonet, no sólo fue plagiario, más también impostor. Él dice, o da entender, que enseñó a hablar a un hermano del Condestable. Constándonos por Ambrosio de Morales que el monje Ponce enseñó a hablar a dos hermanos del Condestable, y que el uno de ellos, llamado D. Pedro murió muy mozo, lo que se hace conjeturar es, que cuando Bonet servía de secretario al Condestable aún vivía el otro, y Bonet se quiso atribuir la enseñanza que aquel caballero había mucho antes debido al monje. Y basta pues el asunto.

Lo que vuestra señoría me dice de las excelsas prendas de su majestad siciliana no es para mí novedad, ya porque por varias partes habían llegado acá las mismas noticias, ya porque desde el año de 28, en que logré el honor de besar la mano a su majestad, infante de España entonces, concebí muy altas esperanzas de lo que habrá de ser algún día, como expresé en la epístola dedicatoria del cuarto tomo del Teatro Crítico, que consagré a su majestad.

Estimo la oferta del libro de Huarte, que ya no necesito, porque ya he cobrado dos ejemplares de él, y realmente es mucho menos de lo que yo pensaba.

Puede vuestra señoría disponer de mi persona, debajo de la persuasión de que con fino afecto deseo servirle. Nuestro Señor guarde a vuestra señoría muchos años. Oviedo y enero, 8 de l75l.»




ArribaAbajoNuevas noticias sobre el asunto de la carta de arriba


ArribaAbajoPrimera adición

«Habiendo sabido el reverendísimo padre maestro, fray Íñigo Ferreras, general hoy de mi religión, que yo tenía escrito algo en prueba de que el monje fray Pedro Ponce fue el verdadero inventor del arte con que se enseña a hablar a los mudos, y constándole también que dicho monje, aunque recibió el hábito y la profesión en el real monasterio de San Benito de Sahagún, lo más de su vida habitó en el de San Salvador de Oña, y en él pasó de la temporal a la eterna, hallándose su reverendísima en este segundo monasterio, que es su casa de profesión, ordenó, que por si acaso yo quería extenderme más en el referido asunto, se me remitiese cualquiera monumento concerniente a él que se hallase en aquel monasterio, y así se ejecutó, remitiéndome los siguientes:

Lo primero, copiada, una partida de un libro antiguo de difuntos del tenor siguiente: Obdormivit in Domino Frater Petrus de Ponce, huius Onniensis domus benefactor, qui inter coeteras virtutes quae in illo maxime fuerant, in hac praecipue floruit, ac celeberrimus toto orbe fuit habitus, scilicet mutos loqui docendi. Obiit anno 1584 in mense Augusto.

Lo segundo, noticia de una escritura, otorgada en el monasterio de Oña, a 24 de agosto de 1578, en testimonio de Juan de Palacios, escribano real de la villa de Oña, en que se enuncia que el padre fray Pedro Ponce, hace, con las licencias necesarias, fundación de una capellanía, con ciertas misas, debajo de tales condiciones, y relacionando los motivos, dice lo siguiente: «Los cuales dichos maravedís yo el dicho fray Pedro Ponce, monje de esta casa de Oña, he adquirido, cortando y cercenando de mis gastos, e por mercedes de señores, de quienes he sido testamentario, e bienes de discípulos que he tenido, a los cuales, con la industria que Dios fue servido de me dar en esta santa casa, por mérito del Señor San Juan Bautista y de nuestro padre San Íñigo, tuve discípulos, que eran sordos y mudos a nativitate, hijos de grandes señores e de personas principales, a quienes mostré hablar, y leer, y escribir, y contar, y a rezar, y ayudar a misa, y saber la doctrina cristiana y saberse por palabra confesar, e algunos latín, e algunos latín y griego, y entender la lengua italiana, y éste vino a ser ordenado e tener oficio y beneficio por la Iglesia y rezar las horas canónicas, y ansí éste y algunos vinieron a saber y entender la filosofía natural y astrología, y otro que sucedía en un mayorazgo e marquesado, y había de seguir la milicia, allende de lo que sabía, según es dicho, fue instruido en jugar de todas armas, e muy especial hombre de a caballo de todas sillas. Sin todo esto, fueron grandes historiadores de historias españolas y extranjeras, e sobre todo, usaron de la doctrina, política y disciplina de que los privó Aristóteles.»

Lo tercero, otra escritura otorgada por fray Pedro Ponce, en testimonio del mismo Juan de Palacios, en que, después del memorial de bienes de que: dispone, supuestas las licencias necesarias, dice que estos le fueron dados por la señora Marquesa de Berlanga y D. Pedro Velasco, su hijo, y por otros príncipes y señores, por las razones que expresa en la escritura antecedente, y luego añade lo siguiente: «E la industria que Dios fue servido de me dar en esta casa, fue por méritos del Señor San Juan Bautista e de nuestro padre San Íñigo», etc.

Últimamente, se me aseguró ser tradición constante en el monasterio de Oña, que dicho padre Ponce fue religioso de vida ejemplarísima, y es común en los monjes de aquel monasterio, cuando hablan de él, nombrarle el venerable fray Pedro Ponce. Confirmación puede ser de esta verdad lo que se expresa en la primera escritura, que, ganando con la enseñanza de su arte tanto caudal, no sólo dedicaba las sobras de su gasto ordinario a obras pías, más aún de ese gasto cercenaba para el mismo fin.

Añado, que siendo cierto que no hay cosa en el mundo que tanto lisonjee la voluntad de los hombres, como la reputación de ser dotados de un ingenio muy alto, y pudiendo el padre Ponce lograr esta fama a favor de la invención de su prodigioso arte, como sin duda se atribuiría ésta a una portentosa perspicacia intelectual, si él no descubriese que la debía a muy diferente causa, es prueba de una singular modestia despojarse o renunciar a tan apetecible honor, atribuyendo su descubrimiento a la gratuita recompensa de su devoción, que dicen era muy grande, a los dos santos, el Bautista y el San Íñigo, abad que fue y patrono que es del gran monasterio de Oña; creencia piadosa y muy connatural a un religioso humilde y modesto.

Estas noticias, comunicadas del monasterio de Oña, que se podían dar autenticadas, siempre que sea menester, constituyen, con los testimonios de los autores que he citado en el cuerpo de la carta, un globo de pruebas sobre el asunto, impenetrable a toda réplica y inaccesible a toda solución.»




ArribaAbajoSegunda adición

«A los fines del siglo pasado parecieron dos hombres muy señalados y felices en el uso del arte de dar loquela a los mudos. Uno fue Juan Wallis, célebre filósofo y matemático inglés; el otro, Juan Conrado Amman, médico suizo, establecido en Holanda. Uno y otro escribieron, dando noticia de las reglas del arte, sin que uno a otro se debiesen la comunicación de ellas, y uno y otro las practicaron felizmente con muchos mudos. Escribió, primero Wallis; pero se dice, que cuando monsieur Amman vio o supo del escrito de Wallis, ya había enseñado a hablar a seis mudos. Y aun se añade que Wallis confesaba que Amman poseía el arte con más perfección que él. Así lo escriben los diaristas de Treboux, en el tomo III de sus Memorias del año 1701, donde dan un extracto del escrito de monsieur Amman, compendiando las reglas del arte que en él publicó este autor.

Este escrito de monsieur Amman, cuyo título es Disertatio de loquela, se reimprimió en Amsterdam el año de 48, con el motivo que voy a decir: En ese año, o poco antes, arribó a París un portugués llamado D. Juan Pereira, el cual publicó de aquella corte, y aún parece que luego empezó a probarlo con la experiencia, que poseía el arte de hacer hablar a los mudos.

La primera noticia que tuve de este fenómeno literario debí a D. José Ignacio de Torres, español, natural de Valencia, sujeto de admirables prendas, que está ejerciendo la medicina en París con singular aplauso, el cual se ha extendido a otras naciones; de modo que logró ser consultado sobre asuntos importantísimos de la facultad médica por algunos príncipes extranjeros, y gratificado nobilísimamente por ellos. Este sujeto, en carta que me escribió habrá como año y medio, entre otras noticias estimables que me daba en ella, me participó la que acabo de referir en la forma siguiente:

«A riesgo de enfadar a vuestra señoría con esta larguísima carta, determino, por si aún no lo sabe, participarle como la alta idea que vuestra señoría exhibe (Teatro crítico, tomo IV, discurso XIV), sobre la arte de hacer hablar a los mudos, produjo en el ingenio español D. Juan Pereira el deseo de cultivarla, y la gloria de poseerla actualmente en grado muy sublime. Un mudo de mucha distinción, a quien ha enseñado a hablar, ha llenado de tanta admiración la Real Academia de Ciencias, que su majestad Cristianísima ha querido dar a toda su corte el gusto de ver semejante prodigio. En cuya ocurrencia se admiró tanto la facilidad con que el mudo responde a cuanto se le pregunta, como la gran capacidad de su maestro español, a quien ha mandado su majestad gratificar, y no se duda que pensionará cuando le nombre para la cátedra que se trata ya de fundar en el Colegio Real de Francia, de enseñar a hablar a los mudos. Este establecimiento es glorioso a nuestra nación y especialmente a vuestra señoría, pues el mismo D. Juan de Pereira asegura, que jamás hubiera pensado en semejante cosa, si hallándose en Cádiz, no hubiera, por mera casualidad leído el cuarto tomo del Teatro crítico.»

No faltará acaso quien sospeche que algo de amor propio me ha interesado en trasladar literalmente este pasaje, por lo que expresa la última cláusula. Pero realmente no es así, sino que esa misma cláusula es importante para la discusión de una duda concerniente al arte de monsieur Pereira, de que se tratará abajo.

La segunda noticia del mismo hecho hallé en el primer tomo de las Memorias de Treboux del año de 48, artículo VIII. La tercera tuve de D. Enrique Gómez Suárez, residente en Amsterdam, en carta que recibí suya, sobre varias especies contenidas en mis escritos, con fecha de 1º de Marzo del presente año de 52, en la cual me dice lo siguiente:

«En orden al arte de hacer hablar a los mudos, me parece que vuestra señoría no tiene noticia de lo que pasa actualmente en París. Un judío portugués, llamado Pereira, o sea que tuviese noticia del padre Ponce, o que leyese el Teatro, o de otra cualquiera manera, él se avisó de enseñar a hablar a un mudo, y cuando ya lo tuvo a medio camino, lo presentó a la Real Academia, por intermisión del académico monsieur de la Condamine. Los señores que componen dicha Academia manifestaron su grande admiración en las grandes alabanzas que le prodigaron, animándolo a la continuación, lo que hizo con tan feliz suceso, que al fin de algunos meses, los comisarios de dicha Academia lo presentaron al Rey, el cual le preguntó varias cosas, ya por acciones, ya por escrito, a las cuales respondió muy bien, y habiendo hecho un cumplimiento, se despidió. El monarca quedó tan satisfecho, que hizo a dicho Pereira una pensión anual de 800 libras. Esto fue a la entrada de este invierno; ahora tiene dos, que ya empiezan a hablar. Todo lo tengo de original propio y de monsieur de la Condamine, que lo comunicó al secretario de mi tertulia, con quien se corresponde.»

Es cierto que leí con mucho gusto las referidas especies, por su curiosa amenidad en este género de literatura, pero de leerlas me resultó igual disgusto, conjeturando por ellas cuán ignorado o cuán olvidado está en las naciones, que nuestro monje Fray Pedro Ponce fue el verdadero inventor del arte de enseñar a hablar los mudos. Es verdad que no ignoran esto los señores Torres y Suárez, que me escribieron de París y Amsterdam, pero lo saben únicamente por el cuarto tomo del Teatro crítico donde lo leyeron. Esto no me admira en dos particulares, que si manejan algunos libros, serán los de tal o tal determinada facultad. Pero debo extrañar la omisión de esta noticia en los autores de las Memorias de Trevoux, los cuales constituyen una sociedad bastante numerosa de hombres doctos, cuyo destino los precisa a la lectura de todo género de autores, facultades y asuntos. Las obras de los autores que dan noticia del descubrimiento de nuestro Ponce, esto es, la Historia de Ambrosio de Morales, Filosofía sacra de Valles, y la Biblioteca hispana de D. Nicolás Antonio, por la grande estimación que han merecido a todas las naciones, son comunísimas en sus grandes bibliotecas, con que se representa difícil, que todos aquellos eruditos ignorasen que el padre Ponce fue inventor del arte de enseñar la loquela a los mudos. Por otra parte, tratando de este arte con bastante extensión en dos partes de su dilatada obra, la primera, dándoles para ello ocasión los dos maestros de ella Wallis y Amman, y la segunda, el portugués Pereira, el asunto los llamaba naturalmente a dar noticia, si la tuviesen, de ser el primer inventor de este arte el monje español. Y uno y otro se hace extrañar igualmente, o el que ignorasen la especie, o el que sabiéndola, la omitiesen. Sin embargo, parece cierto lo primero, pues dan el nombre de nuevo método al arte que ejercían Wallis y Amman, lo que no harían si supiesen por los tres autores referidos, que ese mismo método tenía ya más de ciento treinta años de antigüedad. Digo ese mismo método, porque la exposición que hacen del arte de Wallis y Amman los autores de las Memorias, es la misma que hacen de la de Ponce los tres autores españoles.

Pero no parece cierta esta identidad en cuanto al portugués Pereira, por cuanto éste publica en París, como consta de los autores de las Memorias, que su método de enseñar es diverso del que practicaban Wallis y Amman, y que se le debe únicamente a la fuerza de su ingenio; como también se nos asegura en las Memorias, que no quiere descubrir el método particular que ha inventado. No obstante, ciertas reflexiones que voy a proponer son capaces de retardar algo el asenso a uno y otro. A lo primero, que el mismo Pereira confiesa (así me lo escribe de París D. José Ignacio Torres) que el pensamiento de discurrir sobre el arte, le vino con ocasión de leer en Cádiz lo que yo escribí en el cuarto tomo del Teatro crítico, del descubrimiento que hizo Ponce. Y cómo en la misma parte manifiesto yo sumariamente el método de que usaba Ponce, se hace sumamente verisímil que Pereira caminase por el camino que yo hallé abierto, excusando la arduidad de romper otro nuevo; aunque es verdad que siempre le quedaba largo campo en que ejercitar su ingenio, si había de formar todas las reglas del arte sobre el fundamento que le prestaba aquella breve noticia. Mas D. Enrique Suárez escribe, que el mudo ya enseñado que presentaron al rey Cristianísimo, respondió muy bien a varias preguntas que se le hicieron, ya por acciones, ya por escrito. Nótese el ya por escrito. Si entendía lo escrito, parece que mediante la escritura le había instruido Pereira en la loquela. ¿Y no era ese mismo el método de que usaban Ponce, Wallis y Amman?

También se hace algo difícil lo segundo; esto es, que Pereira pudiese ocultar o hacer impenetrable su método de enseñar; porque sea este el que se fuere, parece imposible esconderle a los mismos a quienes se enseña, pues lo están viendo y tocando, y no tendrá mucha dificultad negociar con alguno de ellos que revele el secreto.

Puede ser que el orgullo del genio nacional influya algo en la jactancia de monsieur Pereira sobre su particular invento, mayormente cuando habla con alguna desestimación del arte y habilidad de monsieur Ammam, llegando a dudar, equivalencia de negar, que haya logrado con ella los grandes efectos que refiere, siendo así, que este cita por ellos la ciudad de Harlen, con sus magistrados, y aún toda la Holanda, sin que desde el año de 1701 en que imprimió su disertación De loquela, hasta el de 48, que se reimprimió en Amsterdam, haya padecido contradicción alguna a las experiencias que alega. Así nos lo aseguran los autores de las Memorias alegadas, de cuya relación, sin violencia se puede colegir, que habiéndose sabido en Holanda el ruido que hacía en París monsieur Pereira con su arte, reimprimieron allí la disertación de Amman, para mostrar que el portugués no era más que copista del suizo, y picado aquel de que le quisiesen despojar de la gloria de inventor, hizo y hace lo que puede por acreditarse a sí y desacreditar a Amman. Mas a la verdad, entre tanto que no publica su método como publicó Amman el suyo, duda que logre el intento.

Sea lo que fuere de esto, lo que se ve es, que de París a Amsterdam y de Amsterdam a París se están cañoneando sobre quién es el inventor del arte, sin que nadie se acuerde de Fray Pedro Ponce, que lo fue indispensablemente. Conque, esto viene a ser el caso mismo de la circulación de la sangre, que descubrió un albéitar español, llamado Francisco de la Reina, y después, autores de varias naciones se han andado quebrando las cabezas sobre si el descubridor fue Cisalpino, Aquapendente, el servita Pedro Sarpi, Miguel Servet o Harveo, sin la más leve memoria de nuestro albéitar. Pero ¿quién tiene la culpa de este olvido de los extranjeros, sino el olvido y inatención de los mismos españoles, que miran con indiferencia, algunos con ojeriza, gran parte de lo que es gloria literaria de su nación?»






ArribaAbajoRespondiendo a una consulta sobre el proyecto de una Historia General de Ciencias y Artes

«Muy señor mío: Aún no del todo convalecido de una penosa fluxión que padecí estos días y me hizo retardar la respuesta a la carta de V. S., digo que recibí esta con singular estimación, por lo mucho que V. S. me honra en ella, suponiéndolo mera liberalidad al mérito que no tengo; en cuya cuenta entra también el considerarme apto para satisfacer a V. S. sobre la consulta que me hace en orden al gran Proyecto Literario que ha concebido de Historia General de Ciencias y Artes, y en que cuanto yo puedo hacer, es representar a V. S. la arduidad de la empresa.

Ésta, señor Conde, no es obra para un hombre sólo, ni para tres, cuatro o cinco, sino para muchos, y estos muy versados en las Facultades de cuya historia se intenta, uno en cada una, aunque podía hallarse tal o tal sujeto que cómodamente abarque tres o cuatro. No sería menester tanto, si hubiese historias particulares de todas esas facultades. Digo que no sería menester tanto. Pero siempre sería menester mucho, porque para extractar la historia particular de cualquiera Facultad, aunque no se requiere un perfecto conocimiento de ello, es necesario mucho más que aquello que se llama tintura.

En esto padecen, no pocos, un engaño notable; y es que, aunque no hayan estudiado ésta o aquélla Facultad, juzgan que con tener libros de ella y aplicarse a su lectura, podrán suplir esta falta, por lo menos para imponerse en algunos puntos particulares cuya inteligencia desean. Si uno de éstos se introduce a escribir (como en efecto se introducen algunos) ¿qué absurdos no da a la prensa? Piensa el pobre que copia fielmente lo que leyó en el libro y lo que escribe es diversísimo de lo que leyó. Esto procede, ya de que la inteligencia de una especie pende del conocimiento de otras de la misma Facultad, las cuales él enteramente ignora; ya de que el autor en quien lee, habla debajo de alguna suposición, y él toma, como absoluto, lo que en el libro es hipotético, ya porque de arriba viene derivada alguna restricción que él no leyó, o de que no se hizo cargo, ya de que tomó algún término en la significación que tiene en el uso común y no en la que tiene dentro de aquella Facultad, ya de otros principios que es excusado enumerar.

Ya por estos principios, ya por aquellos, ya por los otros, ¡qué monstruosidades y cuántas he visto salir a luz de las plumas de algunos de estos aventureros de la República Literaria! De Virgilio se dijo que sacaba oro del informe o rudo plomo de Eunio, u otra materia, que no es menester nombrar ahora, más vil que el plomo o la escoria. Mas, estos escritores, sin vocación, sin ingenio, sin estudio, como alquimistas al revés, el oro que encuentran en los libros transforman en hierro, en plomo, en escoria.

No niego yo que hay sujetos capaces de imponerse muy bien en una u otra Facultad, y aun poseerlas ventajosamente, sin voz viva de maestro mediante el mero auxilio de los libros: pero éstos son:

...Pauci, quos aequus amavit Jupiter.

Son muy pocos, son raros. Pero son muchos aquellos entre quienes cada uno piensa de sí mismo que es uno de esos raros. De aquí viene verse tratados, o de intento o por incidencia, asuntos de que ni aun una superficial inteligencia tenían sus Autores y, por consiguiente, vertidos en ellos errores crasísimos. Y aun esos pocos que son capaces de instruirse solamente por los libros en esta o aquella Facultad, es menester que por los mismos libros tengan estudio metódico, empezando por los principios, tomando de ellos el hilo a las consecuencias inmediatas de ellos; de estas a las mediatas, distinguiendo con cuidado lo cierto de lo solamente probable, etc. Es verdad que aquellos a quienes Dios dotó de un entendimiento claro y reflexivo, no necesitan de que otro les haga esta advertencia. Ellos la sacan de su propio fondo. Y los que tienen tan cortos talentos que por sí mismos no advierten esto, poco o nada adelantarán, aunque se dediquen a estudiar metódicamente por los libros.

Pase esto por digresión; y volviendo al propósito, digo que aun fuera de lo mucho que V. S. podía hacer por sí misma, habrá en la Corte sujetos bastantes para extractar muy bien las historias que haya escritas de muchas Ciencias y Artes, ya que no de todas. ¿Pero querrán todos los que son hábiles para ello dedicarse a ese trabajo? Mucho lo dificulto. Unos estarán empleados en otras tareas, que considerarán más útiles para sus personas. Otros se hallarán ligados de obligaciones o Políticas o Morales que les impedirán trabajar para la imprenta. Otros tendrán otros obstáculos.

Aun vencida esta dificultad, si es posible vencerla, resta la de encontrar los libros necesarios para esa gran colección. Yo pienso que son pocos los que hay de Historias particulares de Ciencias y Artes. O por lo menos son pocos los que han llegado a mi noticia. No obstante apuntaré a V. S. lo poco que se me fuere ocurriendo conducente a su propósito.

Para la historia de la Filosofía hay en los dos tomos que escribió el inglés Tomás Stanley, debajo de este mismo título, cuanto se puede desear de la filosofía antigua. Para continuar desde allí la historia hasta nuestros tiempos hallará V. s. muchos materiales en varios discursos del Teatro Crítico, v. gr. Guerras Filosóficas, El gran magisterio de la experiencia, Mérito y Fortuna de Aristóteles, etc.

Pueden conducir al mismo asunto los tres libritos del Padre Regnault, cuyo título es Origen antiguo de la Física moderna.

La historia de la medicina escribió Daniel Leclero, docto médico de Ginebra. Es verdad que no se extiende más que hasta Galeno, pero hizo después un Plan de continuación hasta nuestros tiempos que puede servir de mucho. Y algo hay conducente en mi discurso sobre la medicina.

Para la historia de la Geometría, Aritmética, Astronomía y otras ciencias Matemáticas, hay mucho en el Tratado Proemial De Progressu Matheseos et Illustribus Matoematicis que estampó el padre Dechales en el primer tomo de su Mundo Matemático.

De la Música se puede formar historia casi completa de los muchos materiales que hay para ella en la Historia y Memorias de la Academia Real de las Inscripciones y bellas letras. En el tomo undécimo que es índice de los diez precedentes, v. Musique, verá V. s. notados todos los lugares donde hay dichos materiales.

Los Coloquios sobre la vida y obras de los más excelentes pintores antiguos y modernos que compuso el señor Andrés Felibien, dan muchas noticias conducentes a la Historia de la Pintura, como para la de la Arquitectura, la Colección histórica que hizo Juan Francisco Felibien, hijo del referido, de la vida y obras de los más célebres Arquitectos.

Finalmente, en defecto de historias formadas, indicaré a V. s. tres fuentes copiosas de noticias para la historia de Ciencias y Artes, que son el Theatrum Vitae Humanae de Lorenzo Beyerlink, las Memorias de Trevoux y los tres tomos últimos de la Historia Antigua de Monsieur Rollin. En el primero no, hay sino buscar por orden alfabético el nombre de la Facultad de quien se desean las noticias, y debajo de él se hallarán. V. gr.: Quiere V. s. noticias conducentes para la historia de la jurisprudencia. En el cuarto tomo, página 748, verá el título Jus. Jurisprudencia, y consiguientes a él trece hojas llenas de especies pertenecientes a esta Ciencia. Es verdad que el autor de esta dilatada obra suele ser poco exacto: defecto común a los que toman por su cuenta muy abultadas colecciones.

Las Memorias de Trevoux contribuirán con grandes y más seguros socorros para el asunto; grandes, porque ésta dilatada obra fue y está dedicada a ese fin, y así le pusieron y ponen sus autores el título de Memorias para la Historia de las Ciencias y Bellas Artes; más seguros, por la mejor crítica y más ciencia de los Autores; porque como son muchos los que trabajan asociados en esta obra, dividiendo entre sí los asuntos, abarca cada uno sólo aquello que es proporcionado a su estudio, inteligencia y comprensión.

El modo de usar dichas Memorias es recurrir a la tabla que hay al fin de cada año, donde en distintas divisiones se coloca el índice de todos los escritos de que se dio noticia en los cuatro tomos pertenecientes a aquel año, poniendo las distintas materias debajo de los títulos correspondientes, v. gr. debajo del título Medicina se citan en sus respectivos lugares los libros pertenecientes a esta facultad de que se hizo crisis o extracto en aquellos cuatro tomos; lo mismo debajo de los títulos Poesía, Música, etc,

En los tres tomos últimos de la Historia Antigua de M. Rollin tendrá V. s. un servicio muy pronto, porque en ellos trata el autor de varias Ciencias y Artes, apuntando el progreso que han tenido desde la antigüedad hasta nuestros tiempos. Es autor muy exacto, claro y de bello juicio, aunque en esta materia no da muchos materiales, porque procede muy compendiariamente.

En caso que con los auxilios indicados y otros que ocurrirán, agregándose sujetos aptos y en suficiente número para la obra, considere V. s. asequible su proyecto, le exhortaré no obstante, que no comprenda en él la Sagrada Teología, a menos que de su Historia se cargue algún teólogo muy docto y de gran extensión en esta Facultad. De otro modo, es próximo el peligro de caer en innumerables y crasísimos errores. Esto por las razones que apunté arriba. Piensa el que no es profesor que copia lo que leyó en el libro, y en vez de una doctrina muy buena, estampa un desatino.

Yo tuve algunos años ha, el pensamiento de escribir la Historia de la Teología, pero habiéndolo comunicado a algunas personas, cuyo juicio me era y es más respetable, me disuadieron de él, representándome que en España había mucha mayor necesidad de Literatura mixta, cuyo rumbo había yo tomado, destinada a desengañar de varias opiniones erradas que reinan en nuestra región y aún en otras, que de Historia Teológica. A esto se añadió considerar que el plan que yo me había formado para esta historia, se extendía a una tal amplitud, que era muy verisímil me faltase la vida o las fuerzas para concluirla; porque había de comprender, no sólo la Teología natural, dogmática, escolástica, y moral, más también la que abusivamente se llama Teología; esto es, la errónea, en que se incluyen la heretical y gentílica antigua y moderna: tres campos vastísimos, y uno de ellos, esto es, el de la Teología gentílica antigua, cubierto de innumerables oscuridades.

Espero que V. s. me avise si da algún principio a la ejecución de su proyecto y con qué circunstancias, en cuya vista es posible suministre a V. s. algunas noticias o reflexiones conducentes a su prosecución, deseando complacer a V. s. en esto y en todo lo demás que quiera ordenarme. Nuestro Señor guarde a V. s. muchos años. Oviedo.»




ArribaAbajoNoticia curiosa relativa a un punto de la carta antecedente

Dije en ella que son pocos los que sin voz viva de maestro, mediante sólo el auxilio de los libros, pueden llegar a poseer ventajosamente esta o aquella facultad. Ahora digo, que entre esos pocos ocupa un lugar muy distinguido cierto doctísimo inglés moderno, de quien se da noticia en las Memorias de Trevoux del año de 1732, página 109, mediante una carta que escribió un miembro de la Sociedad regia de Londres, a uno de los Diaristas de Trevoux. La carta traducida es como se sigue:

«Un grande genio supera todas las incomodidades de la fortuna, del nacimiento, de la educación. Monsieur Stone es un raro ejemplo de esta verdad. Hijo de un hortelano del duque de Argile, llegó a la edad de diez y ocho años sin saber leer. Su padre no era capaz de enseñarle su oficio con aquel modo elevado que hace la cultura de huertos y campos una parte muy útil y noble de la Física.

Habiendo, por casualidad, un doméstico enseñado a leer al joven Stone, nada más fue necesario para hacer explicarse y salir a luz la rara fuerza de su genio. Él se aplicó, él estudió, él arribó a la inteligencia de la más sublime geometría y del cálculo sin maestro, sin conductor, sin otro guía que su propio entendimiento.

A la edad de veintiocho años ya había hecho todos estos progresos, sin que nadie lo entendiere y aun se puede decir, sin entender él mismo los prodigios que pasaban en él, esto es, sin presumir que otro cualquiera no adelantaría lo mismo que él aplicándose del mismo modo.

Milord el duque de Argile, que junto a todas las virtudes militares y a todas las cualidades propias de un héroe, poseía un conocimiento universal de todo lo que puede adornar y perfeccionar el entendimiento de un hombre de su clase, paseándose un día en su huerta, vio sobre la hierba el famoso libro de los Principios matemáticos de la Filosofía natural, del caballero Newton, en latín; y llamando a alguno para que lo recogiese y llevase a su biblioteca, acudió al punto el joven hortelano diciendo que aquel libro era suyo. -¿Cómo tuyo? -replicó el duque ¿Pues sabes tú la Geometría? ¿Entiendes el latín? ¿Y, sobre todo, entiendes a Newton? -Algo de todo eso entiendo, respondió Stone con un aire de sencillez, procedido de la profunda ignorancia de sus propios talentos y del exceso de su saber.

Sorprendido el duque lo examinó, proponiéndole varias cuestiones, a que Stone dio respuestas tan claras, tan adecuadas y decisivas, que admirado el Milord le preguntó cómo había arribado a saber tanto.

-Señor -respondió Stone- ha diez años que un doméstico de la casa de V. s. me enseñó a leer; sucedió ver después hacer una obra de Arquitectura en vuestro Palacio; noté que el Arquitecto usaba una regla y un compás y que calculaba; y preguntando yo qué era aquello y de qué servía, vine a saber que hay una Ciencia que se llama Aritmética, otra que se llama Geometría y en general el uso que tienen estas ciencias. Compré, pues, lo primero, un libro de Aritmética y aprendí esta facultad; luego libros de Geometría y la aprendí también. Vine a saber después que había buenos libras de estas dos facultades en latín. Compré un Diccionario y aprendí la lengua latina. Supe también que había bellos libros de la misma facultad en francés. Compré un Diccionario de esta lengua, y la aprendí. Vea aquí, Señor, todo lo que he hecho; y a mí me parece que para aprender cuanto se quiera, no es menester conocer más que las veinticuatro letras del alfabeto.

Hechizado de esta relación el duque, sacó al nuevo geómetra de la oscuridad en que estaba, dándote un empleo en que podía subsistir muy honradamente y le dejaría todo el lugar necesario, para sus estudios y especulaciones. Descubrió en él igual excelencia de genio para la Música, para la Pintura, para la Arquitectura y otras Ciencias.

El resto de la Carta sobre los grandes elogios al soberano ingenio de Mons. Stone, por el cual hizo muchos nuevos descubrimientos en la más sublime Geometría, añade, que bien lejos de engreírse con la satisfacción de sus raros talentos, éste es un hombre de una sencillez, candor y modestia admirables.

Lo que en esta carta se dice del duque de Argile, nada tiene de raro en Inglaterra, donde los nobles de todas clases cultivan las letras mucho más que en Francia, ni en Italia, ni otra parte alguna del mundo, lo que puedo asegurar por haberlo leído en Autores franceses de la mejor nota.»




ArribaAbajoResponde el autor a un tertulio que deseaba saber su dictamen en la cuestión de si en la prenda del ingenio exceden unas naciones a otras.

«Muy señor mío: Es muy propio de tertulia, y aún de una formal Academia, el asunto que V. md. participa haberse tratado en la que frecuenta; esto es, si en el ingenio o habilidad intelectual hay exceso de unas naciones a otras, y, en caso de haber desigualdad, a cuál o cuales se deba adjudicar la preferencia. Duda es esta que me ha ocurrido algunas veces, pero pasé por ella ligerísimamente, haciendo poquísima reflexión, hasta ahora, que V. md., proponiéndome la materia como por vía de consulta, me ha excitado a meditar algo seriamente sobre ella. La cuestión consta, como se ve, de dos partes. Y en cuanto a la primera, parece ser se da por asentada, hablando en general, aquella desigualdad, pues la suponen necesariamente los mismos que discrepan sobre conceder la ventaja a esta o aquella nación, como asimismo los que califican ésta o aquella de sutil o de grosera. Los antiguos, comúnmente, reputaban los griegos por los más perspicaces de todas las naciones y, al mismo tiempo, dentro de la misma Grecia hacían una notable excepción en perjuicio de la Beocia, a quienes capitulaban de rudísimos, de donde procedió el injurioso sarcasmo de Sus Boeotica, por ser esta inmunda bestia una de las más torpes que hay en la amplísima prole de los irracionales.

Entre los modernos suponen la misma desigualdad, ya los muchos que a la propia nación conceden la ventaja, ya los pocos que, desnudos de pasión, la atribuyen a otra distinta, v. gr., unos a la inglesa, otros a la francesa, otros a la italiana, no faltando tampoco votos a favor de la española. En lo propio convienen los que notan de ingenios pesados los de algunas naciones, en que padecen, más que otros, los Holandeses, Alemanes y Suizos. A los primeros, ya les viene de la antigüedad la expresión injuriosa de Auris Batava. De la Alemania dudó el discreto padre Bouhours, si era capaz de producir algún bello espíritu. Y el cardenal Du-Perron, hablando del jesuita Gretsero, decía que para un alemán tenía bastante entendimiento. Ya se ve lo que significa esto. En orden a los Suizos fue muy celebrado el dicho del mariscal de Cramont, jefe de especial reputación en los reinados de Luis XIII y Luis XIV. Disputábase en una conversación cuál de los brutos, por la perspicacia o sagacidad, era más parecido al hombre, y después que uno votó por el perro, otro por el caballo, otro por el elefante, etc., cerró la plana el mariscal con este fallo:

Sienta cada uno como quisiere. Yo digo que el animal más parecido al hombre es el Suizo.

Lo que yo siento es que en esto se habla con más preocupación que validez. Y empezando por la Beocia, en aquella provincia nacieron Plutarco, uno de los mayores genios que tuvo la antigüedad, y el gran poeta Píndaro, a quien una mujer de la misma Beocia, la admirable Corina, disputó el principado de los poetas líricos, que no pudo cuestionarle poeta alguno de otra nación. Dícese que le venció en algunos certámenes, aunque no faltan quienes atribuyen este triunfo, más a su hermosura que a su ingenio.

La Holanda produjo excelentísimos gigantes literarios. Testigos: un Erasmo y un Grocio, en todo lo que es inconexo con la Religión. Un Cristiano Hughenio, en Filosofía y Matemática, y aquel que ya todo el mundo llama el gran Boerhave en Medicina.

La Alemania, en nuestros días, tuvo al incomparable Sajón, Gofredo Guillermo, barón de Leibnitz, a quien los Diaristas de Trevoux, no obstante la diversidad de Religión, apellidaron el Legislador de las Ciencias, y con razón, pues apenas hubo alguna parte de ellas en que no fuese eminentísimo y en que no hiciese nuevos descubrimientos. Otros muchos grandes hombres produjo Alemania, como los Reuclinos, los Tritemios, los Clavios, los Kleperos, los Kirquerios; pero ninguno me ocurre que a la vista de este gigante no parezca pigmeo.

Por los Suizos hablen los dos Bernullis, de Basilea, Jacobo y Juan, tan profundos matemáticos, que con otros tres contemporáneos, uno francés, otro inglés y otro alemán, hicieron clase aparte, superior a todos los demás de esta profesión, que florecieron en aquel tiempo. Agréguese a éstos, otro Bernulli, Nicolás, hijo de Juan, de quien en el Suplemento, de Moreri, del año 35, se lee, que de ocho años hablaba, sobre la lengua nativa, la francesa, la flamenca, la alemana y la latina. Y hoy es un gran ornamento de la imperial Academia de Petresburg, adonde fue llamado como profesor ilustre de las matemáticas.

Mas porque como de los Suizos sólo he nombrado ingenios celebrados en la profesión matemática, podrá alguno discurrir en aquella nación alguna particular disposición genial, que únicamente los tiene aptos para las Facultades pertenecientes a esta línea. El cardenal Palavicino nos muestra en la persona del maldito heresiarca Ulrico Zuinglio, un Suizo de ingenio potentísimo para todas las Ciencias: Obscuro natus genere in Helvetia, sed ingenio aptissimo ad omnes disciplinas addiscendas. Y por lo que mira especialmente a las artes Política y Militar, ¿cómo se puede negar un gran conocimiento de ellas, por lo menos de la primera, a una nación poco numerosa, que, no obstante estar colocada entre dos poderosísimas, y, sin embargo de sus domésticas discordias en asunto de Religión, está conservando su libertad más ha de cuatro siglos?

Si se me dijere que de cada una de las cuatro regiones expresadas, he nombrado pocos ingenios, responderé, que ingenios de la estatura de los que he nombrado, en ninguna parte hay muchos. Y el que pretenda lo contrario, señálelos. Es verdad, que si se da estimación a algunos catálogos impresos de escritores de éste y aquél reino que andan por el mundo, y a los magníficos elogios con que los exaltan los que formaron esos Catálogos, se hallará que cada uno de esos reinos produjo un gran número de gigantes literarios, porque el catálogo de cada reino es obra de un natural del mismo reino, y cada uno habla de su patria como el payo que decía que el campanario de su aldea era mejor que la Giralda de Sevilla. Yo vi algunos de esos Catálogos, y en ellos altamente elogiados, sujetos, a quienes por sus escritos, muy a satisfacción, había tomado la medida, y conocido por ella que su estatura no excedía la medida ordinaria y muy ordinaria. Pero los que leen algunos de estos Catálogos, sin más noticia de los elogiados que las que les ministra el mismo Catálogo, dirán asombrados lo que los mentirosos exploradores de la tierra de Canaán: Ibi vidimus monstra quaedam filiorum Enac de genere giganteo, quibus comparati quasi locustae videbamur. Siendo tan falsa la literatura gigantesca de aquellos autores, como la corpulencia gigantesca de los Cananeos, que nada excedía a la de las regiones vecinas.

De modo, que el que leyere esos varios Catálogos, determinado a juzgar por su informe los sujetos, hallará que no hay provincia, por pequeña que sea, que en jurisprudencia no haya producido dieciocho o veinte Covarrubias; en Teología, otros tantos Suárez; en Historia, otros tantos Zuritas; en la predicación, otros tantos Vieyra; etcétera. Las de tales escritos, más parecen representaciones cómicas que narraciones serias. Representaciones cómicas digo, porque como en éstas un hombre ordinario representa un héroe, en aquellos escritos se hace que, un muy mediano literato, figure un sabio de primera clase y primer orden.

Realmente, vuelvo a decir, los muy ilustres y agigantados ingenios, en cualquiera reinos son raros. Es así que esta raridad puede ser mayor o menor en unos reinos que en otros, y acaso no habrá nación o naciones tan infelices, que no parezca en ellas alguno de esta clase. Que no parezca, digo, pues el que no le haya no puede saberse. ¡Cuántos talentos insignes que pasmarían al mundo, si salieran al teatro, quedan escondidos, porque su pobreza, o la de su patria, u otra circunstancia adversa les negó las ocasiones de manifestarse!

¿Y qué sé yo si el concepto común de que unas naciones son más ingeniosas que otras, procede, en gran parte, de que muy comúnmente se equivocan el ingenio con la ciencia y la rudeza con la ignorancia? Si en una nación no hay estudios, ni públicos, ni particulares, y falta en ella toda cultura, como en casi todas las de la África y la América, la voz común declara por rudos sus habitadores, como al contrario, los naturales de provincias, donde hay socorro abundante de todo género de literatura y enseñanza de las buenas artes, son reputados por muy hábiles. Uno y otro, sin bastante fundamento. Los griegos tan orgullosos a un tiempo con su saber, que trataban de bárbaros a todos los demás habitadores del mundo, hoy pueden ser tratados de bárbaros de aquellas mismas naciones a quienes llamaban bárbaros ellos. Transmigraron las Escuelas y las ocasiones de su uso, de la Grecia a otros reinos; con ellas transmigró de aquella gente a otras la reputación de hábiles para las Ciencias y las Artes.

¿Y qué estimación tenían tampoco los ingenios griegos en aquel tiempo anterior, en que ya los sacerdotes griegos, ya los magos orientales se juzgaban únicos depositarios de las ciencias? De modo que éstas, por varios accidentes, fueron rodando de unas naciones a otras, sin inmutarse el temperamento de cada una: aquel temperamento, digo, a que se atribuye el que sean más o menos hábiles los que nacen debajo de tal o tal clima. Con que subsiste siempre en un punto mismo la habilidad nativa, aunque con una desigualdad grande en las oportunidades para hacerla fructificar.

Pocos años ha eran tenidos los Moscovitas por gente sumamente estúpida y brutal, que conservaba toda la barbarie, y, aun acaso con algún aumento, de sus antiguos progenitores los escitas. Hoy florece entre ellos el estudio de la Filosofía, Matemática, Política, Arte militar, las liberales y mecánicas, sin que las cualidades del terreno o la atmósfera sean otras de las que eran antes; debiéndose mudanza tan prodigiosa únicamente al accidente feliz de lograr aquel imperio un monarca de habilidad, celo y aplicación. En otras naciones septentrionales se puede notar la misma variación, aunque con movimiento mucho más tardo. ¿Qué semejanza hay de los suecos y dinamarqueses de estos tiempos a aquellas fieras que, con el nombre de Godos, Vándalos y Alanos, vinieron del norte a desolar nuestras provincias?

Estas reflexiones me hacen ahora vacilar en el concepto que antes tenía, de que cierta nación es superior en la penetración intelectual a todas las demás del resto de Europa. ¿Mas qué inconveniente habrá en que la nombre? Hablo de la Anglicana. Por lo que mira a los ingleses modernos, hay una razón visible para que entre ellos haya hombres más sobresalientes en las Ciencias naturales que en otra nación alguna, sin exceder a las demás en el ingenio, que es ser mayor o más común la aplicación al estudio. Monsieur Rollin, tan conocido en el mundo por las muchas y bellas historias que escribió, con algún dolor confiesa que dicha aplicación reina con grande exceso en Inglaterra, respecto de la Francia, lo cual conoció, en que habiendo tratado muchos gentilhombres, viajeros de aquella nación, apenas vio alguno que no fuese adornado de bellas noticias en alguna o algunas facultades. Y por otra parte, tengo entendido que muchos de los milordes o señorazos principales, si no los más, tienen excelentes bibliotecas de que se aprovechan y permiten aprovecharse a otros. Así puede muy bien suceder que, sin exceso particular en los nativos talentos, logre la Gran Bretaña sujetos más instruídos en las Ciencias y Artes, que otras naciones; al modo que una tierra, sin más copia o mejor calidad de jugo nutricio que otra, produce más y mejores frutos, sólo por el exceso del cultivo. A que se debe añadir, que es más fácil hallarse entre cuatro mil que entre dos mil que se apliquen, cuatro sobresalientes ingenios.

Es verdad que la Inglaterra ha mostrado no pocos genios tan altos o de tan superior nota, que ha movido a algunos literatos de otras naciones a concederle alguna ventaja genial sobre las demás. Heideggero, autor alemán, reconoció en los ingleses un genio más sutil que en las demás naciones. El gran Fontenelle (de quien se puede asegurar que ninguno estuvo más proporcionado que él para decidir en esta materia), aunque en ninguna parte dice con expresión esto mismo, en muchas habla con tal énfasis de los ingenios anglicanos, que sin violencia alguna se le puede atribuir la propia opinión. Y es muy de notar que son muchos los autores franceses que, no obstante la notoria emulación de las dos naciones, dan por sentada en la inglesa una mayor penetración y profundidad en el pensar, reservando para sí la gloria de explicarse mejor; y no puede negarse que en esto segundo son muy superiores los franceses a aquellos vecinos suyos, por lo que ya vino a hacerse como adagio lo de concepto inglés en pluma francesa.

Pero entre los autores franceses merece alguna consideración particular el P. Renato Rapin, no sólo por ser un crítico muy celebrado de los de su nación y aún de otras, más también porque siendo así que su mucha religiosidad es natural de inclinarse a mirar con ceño la audacia del genio inglés, tan intrépido en atropellar las máximas más seguras en que estriba la Religión, no por eso dejó de hacer justicia a ese mismo genio en cuanto a su penetración y profundidad filosófica, pues en sus Reflexiones sobre la Filosofía, sect. 18, después de confesar en general esa ventaja de la penetración anglicana en aquellas voces: Los ingleses por la profundidad del genio que es ordinaria en su nación, etc.; hablando en particular de los filósofos de espíritu original entre los modernos, sólo halla uno en Francia, que es Descartes; otro en Italia, que es Galileo, pero en Inglaterra reconoció hasta tres, Bacon, Hobbes y Boyle.

¿Qué dixera el P. Rapin si hubiera alcanzado aquel asombro de los ingenios, aquel que con vuelo más que de águila se remontaba a las celestes esferas y con perspicacia más que de lince parece que penetraba hasta la profundidad de los abismos? Mucho más que todo esto significa el nombre del gran Newton. De los tres nombrados por el P. Rapin, no he visto a Hobbes, ni cosa alguna suya. Sé que es celebrado por su agudeza, pero también sé que es detestado por su impiedad: hombre que quiso quitar la deidad al Rey del Cielo, para constituir deidades los reyes de la tierra, no reconociendo otras leyes divinas o humanas que el mero arbitrio de los príncipes.

Bacon y Boyle fueron filósofos originales y profundos; más profundo y más original que los dos, Newton. A Bacon, descubriendo la naturaleza el atrio de su magnífico palacio, puso a su vista las puertas por donde se podía entrar a los cuartos interiores, y él dio noticia al mundo de uno y otro en sus dos célebres obras: Novum organum scientiarum, y De Augmentis scientiarum. A Boyle entregó la llave de una de las principales puertas por donde entró al salón de la Anatomía de los cuerpos inanimados. A Newton dio una antorcha de vivísima luz, con que pudo registrar amplísimos espacios de aquel grande edificio, en quienes todos los filósofos anteriores nada habían visto, sino tinieblas.

Otros sujetos muy insignes pudiera nombrar de Inglaterra, pero tales, que tengan sus equivalentes otras naciones. Fuera de que mi instituto no es sacar al teatro cualesquiera hombres grandes, si sólo aquellos pocos

Qui ob facta ingentia possunt

Vere homines et semi-dei, heroesque vocari.

Palingen. in Crapic.

Sin embargo de lo dicho, la razón alegada antes de la mayor aplicación de la nación inglesa al cultivo de las letras, siempre subsiste para hacer dudar si a ella, más que alguna particular disposición nativa, debe los gigantes de extraordinaria estatura que he señalado. A que se puede añadir, para mantener la misma duda, que el genio inglés más intrépido y resuelto que el de otras naciones, contribuye mucho al crédito y esplendor de sus ingenios. Es cierto que de dos ingenios iguales, pero uno muy tímido, otro animoso, resplandecerá más el segundo, no sólo en la conversación, en que la audacia es la mayor ventaja de todas para el lucimiento, pero aun en los escritos, en los cuales el tímido, aunque en muchos asuntos sea capaz de levantarse sobre el modo común de pensar o discurrir de los demás hombres, varios riesgos que medita en fiar a la pluma ideas particulares, se la hacen contener dentro de unos límites tan angostos que, tal vez, el que pudiera aspirar a la gloria de autor original, por sus miedos queda metido entre la innumerable turba de los vulgares escritores; al contrario, el animoso que no recela dar las velas al viento, aunque prevea los peligros del golfo, logra, dando a luz los pensamientos que le sugiere su genio elevado, ser conocido y estimado de los hombres de inteligencia por lo que es. Así se puede decir que en las empresas científicas, como en las militares, el valor concurre con el entendimiento a hacer los héroes, o por lo menos a que sean conocidos por tales los que realmente lo son.

Pero ve V. md. nada que de esta última reflexión mía resulta un argumento de paridad a favor de la común opinión que a diferentes naciones reparte desiguales ingenios. Si los ingleses son más animosos que los naturales de otros reinos, luego el valor es mayor o menor en diferentes climas, lo cual, sin duda, proviene de la diversidad de los temperamentos. Ahora, pues, según la sentencia más corriente, que no admite desigualdad entitativa en las almas, también de la diversidad de los temperamentos proviene la desigualdad de los ingenios: en diversas naciones hay diversos temperamentos (lo cual no sólo se colige de la desigualdad en el valor, más también en varias propiedades geniales, que no se puede negar nacen del temperamento, pues una nación es más activa, otra más perezosa; una más ardiente, otra más moderada; una más abierta como la francesa, otra más circunspecta como la española; una más sencilla como la flamenca, otra más cauta como la italiana, etc.). Luego también hay en naciones diferentes ingenios desiguales.

Si he de decir la verdad, no me ocurre solución tan expedita a este argumento, que no admita réplicas sobre réplicas; y como esto me haría alargar mucho, tengo por más oportuno eludir su fuerza, balanceándole con otro argumento en contra, tomado de la experiencia. Yo vivo desde mi adolescencia en una República (la de mi Religión), donde sin cesar se está tomando con bastante exactitud la medida a los talentos de sus individuos, para confiarles los empleos literarios o excluirlos de ellos. Y aun después de conferidos, dan frecuente materia a los coloquios familiares las noticias de los que desempeñan mejor su obligación, y descubren más o menos talento en los ejercicios de su profesión, de modo que por grados se está ajustando cada día el valor de la habilidad intelectual de cada uno. En sesenta y un años, o algo más, que ha que vivo en esta República, he visto concurrir en ella innumerables sujetos de todas las provincias de nuestra monarquía, de modo que pude tantear bastantísimamente la igualdad o desigualdad de los naturales de ella en el asunto de la cuestión; pero protesto, que aunque este objeto me llamó el pensamiento varias veces, nunca reconocí alguna ventaja de unas a otras, sin embargo que en los naturales de estas provincias se nota comúnmente bastante diversidad de genios. Luego no hay consecuencia de esta a la desigualdad de ingenios.

He razonado lo que, sin orden preconcebido antes, sucesivamente me fue ocurrido por una y otra parte. Y ahora se me representa que oigo a V. md. preguntar: ¿en qué quedamos? A que respondo, que no me atrevo a dar la sentencia, pero me conformaré con lo que V. md. resuelva, o con lo que resolviere su tertulia, si en alguna sesión suya se volviese a tocar el mismo punto.

Si acaso V. md. hiciese el reparo de que no hago particular mención de la nación española sobre el asunto de ésta, a que parece debía conducirme el afecto debido a la nación, le satisfago remitiéndole al Discurso XIV del IV tomo del Teatro Crítico, donde me extendí sobre esta materia, de modo que nada tengo, que añadir a lo que allí he escrito. Nuestro Señor guarde a V. md., etc.»


ArribaAbajoNota sobre la carta antecedente

«La que he dicho en ella que, en igualdad de entendimientos, los animosos son más capaces de producir escritos ingeniosos y brillantes que los tímidos, pide una advertencia muy importante. La máxima tomada en general es verdadera, porque el tímido, no atreviéndose a salir del camino carretero, ¿qué ha de decir sino lo que antes dijeron otros muchos? Podrá tener algunos pensamientos altos, nobles, exquisitos, pero en su entendimiento quedarán escondidos y negados a la pública luz desde que nacen, o, por mejor decir, condenados a no nacer, pues nunca salen del seno materno, donde no lograron otro ser que aquel que les dio la concepción. El animoso, no dudando llevar el concepto al parto, porque no le aterran los peligros a que le expone, con un pensamiento singular y sublime ilustra a un mismo tiempo su pluma y la materia en que la emplea.

Pero lo primero se ha de considerar que esta animosidad nunca se debe extender a más que las ciencias puramente naturales, y aún en éstas, es menester gran comprensión para demarcar con exactitud los límites, porque tal vez una novedad filosófica trae en sí envuelta una monstruosidad teológica, o, diciéndolo de otro modo, lo que en la ciencia natural parece un nuevo feliz parto, respecto de lo sobrenatural, no es más que un triste lamentable aborto. La misma Inglaterra, cuyos ingenios he celebrado en la carta, de dos siglos a esta parte, nos ha mostrado con hartos ejemplos a cuán horribles precipicios están expuestas las plumas nimiamente intrépidas.»






ArribaAbajoDe los filósofos materialistas

«Muy señor mío: Díceme V. S. que habiendo leído la Gaceta de Madrid de 28 de marzo del presente año de 52, y en ella el edicto del señor arzobispo de París contra las Conclusiones que en la Sorbona defendió el día 18 de Febrero del mismo año el bachiller Juan Martín de Prada, entre muchas cualificaciones con que declara la perniciosidad de algunas de dichas Conclusiones, notó la de favorables a la impiedad de los filósofos materialistas. Notó, dice V. S. esta calificación porque, habiendo leído muchos Catálogos de proposiciones condenadas, ya por los soberanos pontífices, ya por los Santos Tribunales de Roma y de España, en ninguno halló otra semejante, lo que le excitó un vivo deseo de saber qué significa la expresión de Filósofos materialistas, o qué nueva casta de filósofos es esta, haciéndome a este fin la honra de servirse de mí para su explicación, lo que ejecutaré lo menos mal que me sea posible.

La casta de los filósofos materialistas no es nueva, antes muy antigua, sin que esa antigüedad sirva para calificación de su nobleza, siendo la más ruin de todas, ya porque pretende envilecer el alma racional, degradándola de su espiritualidad, ya porque conduce derechamente al ateísmo. Digo que es muy antigua, pues Aristóteles atribuye la opinión del materialismo del alma a alguno de los filósofos que le precedieron, como a Demócrito, Leucipo y parte de los pitagóricos. Pero no sé con qué justicia incluye entre ellos a su maestro Platón, imputándole la sentencia de que el alma se compone de los cuatro elementos, para lo cual le cita en el Timeo, pues yo puedo asegurar que ni en el Timeo ni en otro alguno de los libros de Platón vi vestigio de este sentir, antes, por lo común, habla muy dignamente del alma, reconociendo en ella cierta especial participación de la naturaleza divina.

La opinión que Aristóteles atribuye a Platón es reconocida comúnmente en Galeno, pues lo mismo es constituir el alma en la Harmonía de las cuatro primeras cualidades, como la constituía Galeno, que componerla de los cuatro elementos.

Mas si entre los antiguos hubo uno u otro filósofo que afirmase la corporeidad del alma, parece que entre los modernos creció considerablemente el número de los sectarios de este delirio, a quienes se da el nombre de materialistas, pues no admiten sustancia alguna que no sea material o corpórea. Yo ningún autor he visto de los que sostienen tan pernicioso dogma, y ojalá ninguno aparezca por acá jamás. Pero sí varios autores extranjeros amargamente se quejan de que esa impía doctrina tiene bastante séquito, por lo menos en Inglaterra. Tomás Hobbes, ingenio muy celebrado en aquella nación, todos asienten que en sus libros la procuró establecer. Juan Locke, a quien algunos hacen príncipe de los metafísicos de estos últimos tiempos, parece debe agregársele, aunque acaso no se explicó muy claramente. ¿Pero qué quiere decir el que no repugnan algunos grados de inteligencia en una piedra? Para este desbarro le vi citado en buenos autores.

El edicto del arzobispo de París suficientemente da a entender que el partido de los materialistas es algo numeroso; pero mucho más claramente lo expresa el del obispo de Montalván, a que dieron ocasión también las Conclusiones del Bachiller Prada o Prades (este segundo, pienso que es su verdadero apellido), y se lee en nuestra Gaceta de Madrid de 18 de Abril. Nótense estas palabras suyas: Hasta aquí, el infierno había vertido su veneno, por decirlo así, gota a gota. El día de hoy ya son raudales de errores y de impiedad, que tiran nada menos que a sumergir la Fe, la Religión, las Virtudes, la Iglesia, la Subordinación, las Leyes y la Razón. En los siglos pasados se veían nacer sectas que impugnaban algunos dogmas, pero respetaban cierto número de otros. Estaba reservado para el nuestro el ver a la impiedad formar un sistema que los derribe todos de una vez, que executase todos los vicios y que por abrirse un camino más ancho y más tranquilo, aparte de nosotros el temor de los tormentos eternos, no dando otro término al hombre que el sepulcro; que no pudiendo resistir a la evidencia la confesión de la existencia de Dios, no le representa sino como un ser insensible a las injurias que le hace el hombre..., que bajando al hombre a la condición de los brutos, no le atribuye más que un alma material y le reduce a la vergonzosa necesidad de buscar siempre lo que más lisonjea su amor propio, que confundiendo todos los estados y todas las clases, trata la subordinación de derecho bárbaro, la obediencia de debilidad y el principado de tiranía.

Esta es la filosofía del materialismo universal (que ese nombre veo dan algunos modernos a esta especie de diabólica secta) y que, como dije arriba, derechamente conduce al ateísmo, o, por mejor decir, en sí mismo le envuelve, pues aunque la voz ateísta o ateo significa hombre que niega a Dios la existencia, equivalencia suya es negarle la providencia, y para el efecto de inducir los hombres a vivir como brutos, igual o poco menor fuerza tiene lo uno que lo otro, pues quitado enteramente el temor de la deidad respecto del castigo, ¿qué freno queda al hombre para retraerle de aquellos delitos que puede o espera ocultar a los demás hombres? Esto, y nada más, soñaba el ateísmo de Epicuro, el cual dejaba a los idólatras contemporáneos en el respeto de sus mentidas deidades, y a las deidades en la posesión de sus templos y sus cultos; mas ni el respeto, ni el culto, por el motivo del bien que podían esperar de su favor, o el mal que podían temer de su enojo, si sólo del homenaje que era justo rendir a la excelencia superior de su divina naturaleza.

Puede ser que la confesión de la existencia de la Deidad fuese en Epicuro y sea en los modernos que con él niegan la Providencia una simulación hipócrita, a fin de cortar o minorar, ya el odio, ya la pena que merece la impiedad de su doctrina. En los antiguos gentiles consta que era muy común la tolerancia de cualquier dogma, aunque fuese perjudicial a las costumbres, como no contradijese el culto exterior que tributaban a los ídolos. Así no inquietaban a los pitagóricos, aunque abiertamente trataban de fabulosas las penas infernales, como nos refiere Ovidio, poniendo en la boca del mismo Pitágoras este decisivo fallo:


«O genus attonitum gelidae formidine mortis,
Quid Styga, quid tenebras et nomina vana timetis,
Materiem vatum, falsique pericula mundi?»

Al poeta Lucrecio tampoco le hicieron causa los romanos, aunque descubiertamente escribió la mortalidad del alma. A Plinio el mayor, no sólo le pasaron lo mismo, mas le miraron como personaje digno de la pública estimación. Entrambos fueron epicuristas y los materialistas de estos tiempos no son otra cosa. De ese dogma procede, como secuela suya, toda la abominable doctrina que el señor obispo de Montalván expone en su edicto. Suponiendo el alma material, se sigue que es mortal. Si es mortal, no hay para ella más vida que la presente: luego tampoco, extinguida ésta, la amenaza algún castigo por obrar mal o le incita algún premio para obrar bien. Y ve aquí suelto el freno a todas las pasiones: porque ¿qué pueden temer de un Dios (en caso que le admitan), que no tiene jurisdicción alguna sobre ellos, en llegando una muerte que los reduce al estado de la nada? Del temor de un castigo temporal (sobre considerarse éste leve caso) los libra la experiencia de tantos facinerosos felices. Conque en caso que reconozcan la existencia de Dios se hacen la cuenta de que es (como dice aquel prelado) un Dios insensible, a quien ni los obsequios obligan, ni las injurias enojan. Este es todo el sistema de los materialistas modernos.

Lo que añade Mons. de Montalván que los filósofos materialistas condenan todo principado por tiránico, puede ser consecuencia o conjetura deducida de otras doctrinas suyas, no siendo verisímil que ellos lo publiquen ni de palabra ni por escrito, porque nadie ignora que no hay príncipe alguno que en sus Estados sufra tal herejía. Tomás Hobbes fue materialista, pero lejos de anular el derecho de los príncipes, le amplificaba sin límite alguno, pretendiendo que le tenían para ser obedecidos en cuanto los inspirase su capricho, sin respeto a ley o razón alguna. Esto era consiguiente a su desatinado sistema de que no hay de hombres a hombres otro derecho alguno que el que da la superioridad de la fuerza; y así, muy contra la máxima de suponer tiranos a todos los legítimos príncipes, cualificaba legítimos príncipes a todos los tiranos.

Pero ve aquí V. S. que siendo un hecho constante que hay tales filósofos materialistas en el mundo, parece, por otra parte, difícil asentir, no sólo al hecho, más aún a la posibilidad. Si se dijese de los Hotentotes de la África, de los salvajes de la Canadá, o de los bárbaros de la Siberia, que algunos entre ellos, y aun todos, no levantando el pensamiento a otros objetos que a los que les presentan directamente los sentidos, imaginan que no hay en el mundo otros entes que los que perciben por ellos, no sería muy arduo dar asenso a la noticia. Pero que en las naciones europeas, acaso las más cultas, haya quienes excluyan del universo toda sustancia inmaterial, y en la que es pura y meramente corpórea contemplen capacidad para sentir, pensar, discurrir, cómo siente, piensa y discurre la que llamamos alma racional, parece increíble. Aumenta la dificultad el que la opinión del materialismo universal se supone, no, sólo en gente ignorante y ruda, más aún en filósofos de acreditada agudeza, cuales fueron los dos ingleses Hobbes y Locke. ¿Cómo éstos pudieron llegar a concebir que una sustancia, que es solitariamente materia, entiende y discurre? Mas ni aun prevé, oye, huele, etc. A la materia déjesele su extensión, su divisibilidad, su impenetrabilidad, su movilidad, su blandura o dureza, su crasicie o tenuidad, etc. Pero todo género de conocimiento, percepción o sensación, ¿quién no ve que es extrañísimo a la idea que tenemos de la materia? Diré a V. S. cómo se allana esta dificultad.

Las opiniones más extravagantes caben en dos especies de entendimientos colocados en extremos muy distantes: en los muy torpes y en los nimiamente agudos. En los primeros, porque no perciben los argumentos que demuestran la falsedad de ellas; en los segundos, porque siendo las facultades absolutamente invencibles, temerariamente presumen superarlas. La razón humana, considerada en diferentes individuos, tiene los tres estados de la fruta: en unos es verde, en otros madura, en otros pasada. O no se llame esta última pasada, sino propasada; la de enmedio está en el temple debido: la primera no llega a esa raya, y la tercera, no acertando a fijarse en ella, se arroja adonde el salto es precipicio. Esto se verifica principalmente en los heresiarcas. Fueron principiantes en los estudios, como los demás que se aplican a las letras. Eran entonces fruta verde. Llegaron a imponerse en la doctrina sana: fruta madura. Quisieron pasar adelante: fruta pasada. En estas dos extremidades opuestas fructifican las semillas de los errores.

Otra dificultad ocurre en orden a los filósofos materialistas, que también pide explicación. Vaya que hayan llegado algunos hombres a dar asenso a una opinión tan monstruosa, porque finalmente no hay delirio de que no sea capaz la imperfección del humano entendimiento. ¿Pero qué motivo pueden tener para proferirlo hacia afuera? De los dos edictos de los señores Arzobispo de París y Obispo de Montalván se colige que son muchos los que han dado a conocer que están en tan erróneo dictamen. Creo que no en todos interviene el mismo motivo, sino diverso en distintos sujetos. En algunos procederá de una intemperancia genial que los impele a hablar todo lo que piensan: gente en quien hay un camino tan resbaladizo de la imaginación a la lengua, que al más leve descuido se precipitan por él las especies. En otros, la ambición de adquirir con opiniones extravagantes la fama de ingeniosos, como que el pensar al revés de los demás hombres, pende de discurrir más altamente que todos ellos. Otros, llevando su ambición por muy diferente rumbo, pensarán en extender su opinión, de modo que, llegando a hacer un gran número de sectarios, formen con ellos una conspiración o liga, dirigida a fabricarse una alta fortuna, como se cuenta del caballero Borri que intentaba con la expansión de sus errores hacerse dueño del Estado de Milán.

Pero hablando especialmente del error del materialisino universal, u otro cualquiera que envuelva o conduzca derechamente al Ateísmo, en los que procuran extenderle juzga que interviene comúnmente otro motivo más oculto, o, digámoslo así, misterioso. Y para explicarle, supongo que no hay hombre alguno, que (a no estar enteramente loco o fatuo) dé asenso irme a alguno de esos impíos dogmas que sueltan la rienda a todas las pasiones humanas, verbigracia, el que afirma que nuestra alma es mortal (consecuencia forzosa del materialismo universal); el que niega la existencia de la providencia; el que sólo destina al pecado grave una pena temporal, a que se puede añadir el que extingue enteramente la libertad, poniendo las acciones humanas como efectos inevitables de una necesidad fatal, y el que niega a esas mismas acciones toda moralidad que las constituye buenas o malas; digo que ninguno, no siendo demente o insensato, dará asenso firme y resuelto a alguno de esos errores. Podrá dudar, podrá opinar, podrá titubear, pero asentir con firmeza es imposible, porque mil consideraciones obvias le estorban el paso para llegar a ese término. Nunca podrá borrar enteramente los vestigios de la doctrina en que le han educado; y esos vestigios, estampados en la memoria, creo habrán de conturbarle, ya que no sean capaces de detenerle. La mayor y mejor parte del género humano, que ve contra sí, no puede menos de ocasionarle muchos recelos, mayormente viendo entre esa multitud algunos a quienes reconoce dotados de un buen entendimiento. El riesgo de errar en una materia de la suprema importancia que no puede dejar de presentársele muchas veces, le inducirá, a cada paso, a más y más cavilaciones, que, encontrándose unas con otras, no le permitirán firmar el pie en cosa alguna. Últimamente, y sobre todo, aquella comparación espantosa de lo que va a ganar si acierta, con lo que aventura, si yerra; esto es, en lo primero, el lograr por pocos años aquellos míseros y harto inciertos deleites a que le inclinan sus pasiones; y, en lo segundo, el padecer horribles tormentos por todos los siglos de los siglos. Esta espantosa comparación, digo, que equivale a la más rigurosa demostración matemática, para persuadir la fuga del precipicio a cualquiera a quien se presenta, ¿permitirá a su discurso algún reposo? Parece que no puede ser.

Pues con todo pretenden estos voluntarios ciegos hallar contra sus inevitables inquietudes un remedio que puedo llamar o narcótico o soporífero, porque el beneficio que esperan de él, es el que los adormezca, de modo que la amenaza del daño no perturbe su sosiego. ¿Y qué remedio es éste? Extender, si es posible, por todo el mundo su error, porque presienten que cuando llegue el caso de tener a la multitud de su parte, fácilmente convendrán en que no es error, sino verdad, aquello en que concuerda la multitud, siéndole entonces muy natural la reflexión de que los argumentos que a tanto mundo persuadieron, v. gr., la no existencia de Dios, no pueden dejar de ser bien fuertes, aunque antes estuviese poco satisfecho de su eficacia.

Este es el motivo oculto que yo discurro en esta gente perdida, que no oculta su impiedad. Y es verisímil que él mismo indujese a sus peregrinaciones antiapostólicas al famoso ateísta Lucilio Vanini, que por tal fue quemado en Tolosa de Francia el año de 1609, después de vaguear por Italia, Alemania, Holanda, Flandes, Inglaterra y parte de la Francia, a fin de hacer muchos prosélitos de su impiedad. Aunque juzgo poco verisímil lo que él declaró a los jueces, de que a un mismo tiempo habían salido de Nápoles con él otros once, y esparcídose por varias tierras con el mismo designio. Si ello hubiese sido así, con toda propiedad se podrían llamar aquellos doce el Apostolado de Satanás. He ejecutado lo que V. S. se sirvió de ordenarme, y estoy pronto a obedecer con igual puntualidad otro cualquier precepto de V. S. a quien guarde nuestro Señor, etc.»




ArribaAbajoDanse algunos documentos importantes a un eclesiástico

«Muy señor mío: Recibo con una muy particular complacencia la noticia que V. md. me comunica, de haber logrado, por el favor del Rey, la posesión de ese rico Arcedianato, de que le doy la norabuena, y al mismo tiempo las gracias, de que me haya considerado, por mi afecto a su persona, merecedor del gozo que me ocasiona un tan agradable aviso. Mas por lo mismo que miro este favor, no como efecto de su urbanidad, sino de su benevolencia, me contemplo obligado a corresponderle, no con meras expresiones de cortesanía, sino con algún servicio de tal cual importancia. Mas ¿qué servicio puede V. md. esperar de mí? Aquel único que no excede el limitadísimo poder de la inválida senectud; aquel que si algunas veces se estima como útil, muchas se huye como tedioso.

Yo no dejo de temer que en esta inclinación que tenemos los ancianos a dar consejos, se mezcle algo de ambición. Acaso cuando ya ninguna otra cosa podemos esperar del mundo, por esta vía solicitamos su respeto. Acaso miramos como un género de obediencia aquella docilidad con que otros se rinden a nuestras persuasiones para lisonjearnos, como que tenemos en ella un imaginario dominio. Desdicha es de la humanidad, que aun colocada en el umbral de la muerte, halla algo que anime su esperanza debajo de la Luna. Lo que se ve a cada paso, es que procuramos desengañar a otros sin desengañarnos a nosotros mismos. Lo peor es que, en algunos, el hábito de inculcar frecuentemente en sus conversaciones las más austeras máximas de la moralidad, en vez de provenir del santo deseo de inspirar a otros una depurada virtud, viene a ser efecto de aquella tétrica y desapacible, que de ordinario domina la vejez. ¿Y qué sé yo si la impotencia de gozar ya los caducos bienes de la tierra, excita en algunos viejos un ínvido desabrimiento contra los que aún se hallan en estado de desfrutarlos?

Yo pudiera alegar a mi favor, para ponerme fuera de la atribución de estos viciosos motivos, que estando en edad bastantemente robusta, tomé el arriesgado empleo de dar consejos y desengaños, y esto, no a uno u otro particular sólo, sino a todo el orbe de la tierra. Pero valga o no este alegato, yo, íntimamente asegurado de mi buena intención, haré en esta carta lo que hice en otras muchas, y, verisímilmente, con más fruto que en algunas de ellas, de lo que me esperanza la buena índole de V. md. Como quiera, atienda V. md. como eclesiástico mozo los consejos de un eclesiástico viejo, que esto no le gusta ejecutar después lo que más sea de su gusto.

V. md. hasta ahora ha vivido sin sistema, y ya es menester formar alguno. Los jóvenes son comúnmente en su modo de obrar, conducidos por una imaginación vaga, sin secuela de unas acciones a otras y aún algo más adelante de la juventud suele suceder esto a los que no habiendo fijado su fortuna, ponen la mira a formarse algún establecimiento cómodo, porque, ya la variedad de las ocurrencias, ya la perplejidad en la elección de los medios para arribar al fin que se han propuesto, traen el alma errante de unos pensamientos a otros, y a la inconexión de los pensamientos es consiguiente que sean también inconexas las operaciones. No se sigue rumbo alguno, o sólo se sigue aquel que de un momento a otro determina la variedad del viento.

Si V. md. hasta ahora, como es natural, se halló en ese estado de fluctuación, ahora ya es otra cosa. Es menester determinar orden en el modo de vivir. ¿Pero adónde voy yo con este preámbulo? ¿A proponerle a V. md. una prolija serie de documentos, comprensiva de todas las obligaciones de su estado? No, señor. No es mi ánimo ese. A un punto particular he de ceñirme; al más propio de la situación presente de V. md., al que a los principios más ocupa el pensamiento de los que acaban de recibir algún rico beneficio eclesiástico, y aun a los que se lisonjean con las próximas esperanzas de conseguirle, acaso desde los primeros pasos de la pretensión. ¿Qué hemos de hacer de esta renta? ¿Cómo se ha de emplear? Es lo primero que ocurre. Y apenas puede ocurrir otro asunto digno de mayor consideración; porque su importancia es respectiva a una y otra vida, la temporal y la eterna, y es infinito lo que se aventura en una deliberación errada.

Tres objetos se presentan desde luego a la elección, dos extremos y un medio: de los dos extremos uno es la avaricia, otro la prodigalidad o gasto superfluo. A la avaricia es preciso que V. md. desde ahora atienda con el más vigilante cuidado a cerrarle todas las puertas y ventanas del alma porque si una vez se entra en ella, no saldrá jamás. Esta es una dolencia que resiste toda cura. No porque los doctores de la medicina espiritual no perciban remedios para ella, como para las demás pasiones viciosas. Pero sucede en la avaricia lo que en algunas de las enfermedades corporales. Para todas se hallan recetas en los libros médicos, y algunas recomendables como muy eficaces. Pero llegando a la experiencia, se ve que hay enfermedades que se burlan de los más aplaudidos remedios, cuya eficacia preconizan los autores y falsifican los efectos. Por lo que dijo el sincero Sydenan: Aegroti curantur in libris et moriuntur in lectis.

Esto propio experimentamos en el vicio de la avaricia. Contémplese un avariento lleno de oro en la última senectud, o, lo que viene a ser lo mismo, en los umbrales del sepulcro. Añádase que no tiene herederos forzosos. ¿Quién no se persuadirá a que representándole a ese hombre, ya que él no se lo represente a sí mismo, que una muy pequeña porción del dinero que tiene amontonado en sus cofres, basta para sustentarle con mucho regalo lo poco que le resta de vida; que todo lo demás es superfluo; que en vez de ser alivio, es peso que le carga el cuidado, sin producirle alguna utilidad esa fatiga; que para la vida temporal que ya se está acabando, de nada sirve guardarlo, y para la eterna, que muy presto empezará y no se acabará jamás, puede aprovechar infinitamente, bien expendido; que no puede faltar a su palabra quien le prometió; que repartido a pobres le reproducirá ciento por uno, y entre los pobres puede y aun debe contar, si los tiene, parientes necesitados; que de ese modo pone su rico caudal en cobro, libre de toda contingencia de latrocinio, para hallarle muy luego con creces, que exceden todo guarismo en el Cielo? ¿Quién no se persuadirá, vuelvo a decir, a que tales representaciones, que no admiten repuesta, han de convencer a este hombre; que estas verdades, aplicadas al alma, han de curarles su espiritual dolencia? El remedio, mirado en la teórica, parece infalible.

Pero en la práctica, ¡oh Santo Dios! Apenas en todo un siglo, habiendo tantos avarientos, se ven dos enfermos curados con él. Sé de algunos ejemplares que ponen horror. Llega la última enfermedad, la cual va creciendo poco a poco, aprietan los dolores, se temen las resultas, avisa el médico del peligro. Pero, entretanto, haeret lateri lethalis arundo. Siempre, entretanto, lo que da más ejercicio al cuidado es el guardado tesoro. Llega a verse desahuciado. Ni aun ese terrible fallo es poderoso a arrancarle del corazón la fatal espina. Más piensa en sus doblones, que en sus pecados. Aun estando tan cerca de dar la cuenta de éstos, más cuenta tiene de aquellos. Se confiesa, sin embargo; recibe el Viático y aun la Extrema-Unción; pero todo con una distracción grande del entendimiento hacia su recogido caudal. Ni las más patéticas exhortaciones pueden desencadenar su voluntad de aquel objeto, que lo fue de su amor toda la vida. Aun en las últimas angustias se lleva éste una gran parte de los suspiros.

Así muere un avariento. ¿Qué será de él? Poco lo dudo y mucho lo temo. Mayormente cuando es ciertísimo que la excesiva ansia de adquirir y conservar, rara o ninguna vez deja de traer consigo, algunos graves perjuicios del prójimo, que sólo por medio de la restitución se pueden reparar y nunca se reparan. ¿Quién hay que conversando bastantemente el mundo, no sepa algunos casos atroces de moribundos obstinados en no restituir, aun conociendo la obligación? Esto en los usureros es cosa de cada día. Por eso nuestro célebre Quevedo, que estampó muchas excelentes moralidades, aderezadas con el condimento de graciosísimos chistes, pinta a Plutón reprendiendo muy severamente a un ministro suyo, porque después de haber conseguido con sus sugestiones que un hombre hiciese algunos hurtos, asistió continuamente a su lado para impedir que restituyese, dando en la reprensión de uno a todos los demás ministros infernales, la magistral advertencia de que en logrando que un hombre haga el robo, es superflua toda nueva tentación para que restituya, y así, no perdiendo el tiempo en tan inútil negociación, fuesen a emplear su habilidad en otra parte.

Aunque es sentencia común que todas las pasiones ciegan, acaso bastaría decir que acortan, debilitan más o menos la vista, reservando la perfecta ceguera para la avaricia. Por lo menos, la turbación de la vista que ocasionan las demás, comúnmente se minora algo con el tiempo; lo que la avaricia causa va creciendo cada día, hasta caer el avariento en la proximidad de la muerte en una oscuridad total semejante a las de lañas tinieblas egipciacas que la escritura dice se podían palpar, ¿no es palpable la ceguera de aquél que tanto más desea, cuanto menos puede vivir?, ¿no es aún más palpable la de aquél, que puesto en la última extremidad se resuelve a ser eternamente infeliz, por un bien que no puede ya gozar? Pues aún otra ceguera más palpable descubro en tal cual avaro. Ya se han visto algunos que a la hora de la muerte se cerraron en callar a todo el mundo adonde tenían escondido su tesoro. ¿Y esto por qué? Discurro que imaginaban que no pasando a otro poseedor, aún quedaba en alguna manera debajo de su dominio. No es la mayor corrupción de la potencia visiva aquella que quita ver los objetos reales, sino la que hace ver los que no tienen realidad alguna. En las tinieblas egipciacas en que el sagrado texto del Éxodo dice que no se velan unos a otros, ni aun cada uno a su propio hermano: nemo vidit fratrem suum; en el libro de la Sabiduría se lee que veían espectros y fantasmas que no tenían existencia a realidad alguna, como explica S. Buenaventura y Dionisio Cartujano. Esta segunda era, por ser una ceguera positiva, mayor que la primera que sólo era privativa. Y tal es la de aquellos avarientos que en la ocultación eterna de su tesoro ven en sí mismos los restos de un dominio también eterno, como que la imposibilidad de que otro le posea los mantienen, en algún modo, en la posesión que gozaron hasta entonces.

Acaso V. md. al leer todo lo que sobre este punto llevo escrito, contempla superfluamente empleado el tiempo que he gastado en representarle los peligros de un vicio a que su genio no descubre la más leve propensión, antes bien, su proceder y modo de vivir hasta ahora, ha manifestado no poca al extremo opuesto. Pero ni yo me fío en esa experiencia, ni V. md. se debe fiar, porque hay otra experiencia harto común que debe inducir en los dos una gran desconfianza de la particular de V. md. Son infinitos los ejemplares de sujetos que mientras tenían pocos reales, los expendían con desordenada perfección, y logrando después algún caudal considerable, se iban con tanto tiento en el gasto, mayor y mayor cada día, al paso que el caudal iba creciendo, que al fin pararon en una sórdida avaricia los que antes eran notados del vicio de la prodigalidad. V. md. hasta ahora tenía muy cortos emolumentos, los cuales derramaba hasta carecer, a veces, de lo necesario. Ahora ya los goza muy considerables. ¿Qué sabemos lo que será ahora? ¿Qué dificultad hay en que V. md. sea uno de aquellos muchos de que acabo de hablar?

No negaré a V. md. que lo que en este asunto persuade la experiencia, se representa arduo a la razón. Porque, ¿cómo es posible que quien fácilmente derrama aquello que pueda hacerle falta, halle dificultad en desprenderse de lo que le sobra? Pero un ilustre ejemplo para la física, me servirá para allanar la arduidad de esta paradoja moral.

Nadie ignora que siendo iguales en todas las demás circunstancias dos imanes, aquel atraería más el hierro, que fuere de mayor magnitud. De modo, que el que pese ocho libras tendrá doblada fuerza atractiva que el de cuatro, y el de cuatro que el de dos. Y el gran Newton que en todos los cuerpos halló cierta especie de virtud magnética recíproca de unos a otros, en todos encontró verificada constantemente la regla de que la atracción es proporcionada a su magnitud. El grande atrae mucho; cuanto mayor, más. El pequeño atrae poco; cuanto menor, menos.

Pues ahora, señor mío, el oro es el imán del corazón humano. Él es su conocido atractivo. Luego es natural que se experimente en él respecto del corazón humano, lo que en el imán respecto del hierro, que mucho oro le atraiga fuertemente y poco oro débilmente: por consiguiente, que el corazón se desprenda o desprenda de sí con facilidad el poco oro, y halle gran dificultad en desprenderle cuando le aprisiona una cantidad considerable.

Crea V. md. que ésta más es identidad que similitud, y en lo mismo que en la comparación representa de expresión metafórica, incluye una delicada pero realísima filosofía. ¿Cuál es ésta?, que naturalmente, siendo iguales en todo el resto, lo grande en cada género nos aprisiona más que lo pequeño. Con mucho mayor deleite miramos un gran templo que una pequeña iglesia, aunque construida según las mismas reglas y con la misma especie de materiales; una dilatada huerta, que un breve huertecillo; un espacioso río, que un pobre arroyo. Y no es menester buscar para esto otra razón, sino que tenemos hecho de este modo el corazón y el ánimo.

Ya es tiempo de pasar al otro extremo vicioso, diametralmente opuesto al de la avaricia, el de la Prodigalidad, hacia el cual contemplo a V. md. más peligroso, ya por la mayor propensión de índole hacia esta parte, ya porque a los ojos de muchos (y es verisímil que V. md. sea uno de ellos) es frecuente esconderse este vicio debajo de la especiosa apariencia de virtud. Suele llamarse generosidad, bizarría, hombría de bien, honradez, magnanimidad, y nada de esto es ni puede ser. Sería (quiero decirlo así) el Hirco-Cervo de la moralidad, juntarse en una misma acción las dos opuestas esencias del vicio y la virtud, aun más diversa una de otra que la cervina y la caprina. La virtud es oro, y el vicio nunca puede llegar a ser ni aun oropel. ¿Qué digo oropel? Ni estaño, plomo o hierro: le haría una gran merced quien le llamase escoria de la vida humana, siendo sólo la fétida podredumbre de la naturaleza racional.

Y reduciéndome de estas generalidades a lo que tiene de particular el vicio de que empecé a hablar, mostraré a V. md. que el de la prodigalidad, en vez de incluir algo de honradez, tiene mucho de ruindad y vileza. Atienda V. md. La riqueza o abundancia de bienes temporales es una dádiva de Dios, un favor que nos hace el dueño soberano de todo. Dígame V. md. Si un príncipe, si un gran señor, sin otro impulso más que el de una pura benevolencia, le regalase a V. md. con una alhaja reputada en el mundo como preciosa, y V. md. desdeñosamente la arrojase en la calle, o sin otro motivo más que el de un nuevo antojo se deshiciese de ella, dándola al primero que se pusiese a su vista, ¿qué nombre darían los hombres y V. md. mismo a este modo de proceder? ¿No confesaría que ésta era una desatención grosera, respecto del príncipe a quien debía aquel favor, una ingratitud villana, un procedimiento torpe, indigno de todo hombre bien nacido? Pues, señor mío, ¿qué otra cosa hace el que habiendo recibido riquezas de mano de Dios, las expende, las derrama, las disipa, por un mero capricho y sin motivo alguno justo? ¿No es ésta una desatención desdeñosa, un claro, o por lo menos tácito desprecio del beneficio que le hizo su dueño soberano? ¿Y ésta se llama honradez? ¿Ésta es bizarría? ¿Ésta es generosidad? Raro es el diccionario de los hombres, cuando en él se destinan las voces a tan extraños significados.

Pero señor mío, aún nos falta en la materia lo más desabrido, aunque también para la persona a quien escribo lo más importante del desengaño. El ruin proceder con Dios, de que he hablado, se verifica en todos los ricos, de cualquier estado o condición que sean, si no usan racional y honestamente de la riqueza. ¡Qué será si contraemos el asunto a los eclesiásticos!

Yo no pienso proponer a V. md. las opiniones más rígidas o austeras que hay sobre gasto ilícito de los eclesiásticos, si sólo una doctrina en que es preciso convengan todos los teólogos, o en que ya están convencidos, a excepción de uno u otro particular, que por lo mismo de ser uno u otro particular, o poquísimos contra muchísimos, ninguna seguridad pueden dar a quien sinceramente desea salvarse.

Convienen todos los teólogos, en que los eclesiásticos, de las rentas que perciben de sus beneficios, todo lo que sobra de su decente o congrua sustentación, deben expenderlo en beneficio de los pobres u otros usos píos. Norabuena que esa obligación no sea de justicia, sino de caridad y religión; por consiguiente, no cumpliendo con ella, no quede obligado a la restitución. Pero si esa obligación es grave, como todos sientan que lo es, de modo que peca mortalmente el eclesiástico, que además de sacar de su beneficio lo que es menester para su congrua sustentación, expende alguna cantidad notable en usos profanos, del mismo modo le puede llevar el diablo por faltar a esta obligación de caridad, que si ella fuere de justicia.

La dificultad está en señalar los límites de la congrua sustentación, o la cantidad de réditos necesaria para ella. Dícese que esto se ha de regular atendiendo a varias circunstancias, como a la costumbre de la región, a la cantidad de la renta, a la calidad y grado de la persona. Y sobre esto se añade que la congrua sustentación tiene su latitud, de modo, que aun en identidad de las tres circunstancias expresadas, sin salir de la esfera de lo lícito, caben en ella, como en el valor de las cosas precio-estimables los tres grados de ínfima, media y suprema.

Pero veo que todo esto es muy vago y deja la materia en una indeterminación suma; de modo, que como en ninguna de las cuatro cosas expresadas se puede señalar punto fijo, un eclesiástico, de genio gastador, añadiendo algo, aunque poco en cada una de ellas, tendrá en el cúmulo de esas adiciones, cuanto ha menester para vivir con la mayor esplendidez. V. gr. añada una octava parte en cada una: esas cuatro octavas partes juntas ya, dejan a su despótico arbitrio la mitad más de lo que pide la congrua sustentación, puesta en sus justos límites. La partida sola de la costumbre, deja una amplitud grande que cada uno podrá adaptar a su genio como quisiere; pues en la multitud, v. gr. de mil eclesiásticos, habrá algunos que en igualdad de renta gasten una tercera o cuarta parte, o acaso mitad más que otros.

Ya se ve que esta materia no es capaz de calcularse con exactitud matemática, pero creo admite alguna regla prudencial que acorte mucho aquel espacioso campo, en que puede dilatarse cuanto quiera cada individuo, o, por lo menos, pasar mucho del término justo, sin que alguna objeción pueda convencerle de que excede de él. Yo me aventuro a proponer a V. md. la regla que se sigue, algo esperanzado de que ha de lograr la aprobación de las personas de buen juicio a quienes se comunique. Todo eclesiástico debe hacer alguna rebaja sensible en su gasto, de aquel que comúnmente hace con su persona un lego de renta igual a la suya.

No me parece que esta regla pueda improbarse por capítulo alguno. Quién podrá negar que los eclesiásticos están obligados a ser más modestos en todo su porte que los legos, v. gr. en el vestido, en la mesa, en los adornos de casa, en todos los demás muebles, etc. Esto pide la humildad cristiana que debe resplandecer más en los ministros de la Iglesia que en los individuos del siglo. Esto pide también la calidad de los beneficios que gozan; porque ¿quién no ve que es mucho más disonante emplear en superfluidades los bienes de la Iglesia que los profanos? Y, finalmente, la obligación de la limosna, que nadie niega ser mayor, que proceda de este o aquel principio en los eclesiásticos que en los legos, los precisa, por consecuencia forzosa, a estrecharse más en los gastos de la persona.

La rebaja de que hablo, debe ser bastantemente sensible. Lo uno, porque no siéndolo, no podemos asegurarnos de que hay rebaja. Lo otro, porque si es casi imperceptible, se debe reputar como si no fuera, según el axioma de los juristas: Parum pro nihilo reputatur .

La regla establecida no puede tacharse de muy estrecha. Las mismas razones con que acabo de probar que es razonable, convencen que no es rígida. Tampoco la juzgo laxa, aun no rebajando más de lo preciso, para dejar algo desiguales uno y otro gasto. Aunque si alguno la tuviere por tal, no opondré a su opinión otra cosa, sino que la mucha estrechez en la reforma de costumbres suelen hacer inútil la buena intención de los reformadores, siendo sumamente arduo traer de golpe los hombres del extremo de la relajación al de una apurada austeridad.

Acaso me propondrá V. md. la objeción de que como no se puede tomar la medida a la costumbre en orden al gasto de los eclesiásticos, por la gran discrepancia que hay en esta materia de unos a otros, la cual me movió a condenar como impracticable la regla de la costumbre, tampoco se podrá poner la mira para hacer la rebaja que propongo, en la costumbre de los legos, porque también en estos, entre los de una misma esfera, hay en cuanto a gastar una notable diferencia de unos a otros. Pero respondo que esa diferencia es mucho menor en los legos que en los eclesiásticos. Cotéjense dentro de un mismo reino los caballeros que tienen, por ejemplo, dos mil ducados de renta, con los eclesiásticos que gozan otro tanto. Entre aquellos, uno u otro, raro se hallará notado, o de muy disipador o de muy mezquino. Pero entre éstos son muchos los que se ponen ya en uno ya en otro extremo; unos que se dan a la pompa, a la magnificencia, al excesivo regalo; otros, por el contrario, a quienes la ansia de atesorar estrecha nimiamente en el gasto. Yo, por lo menos, así lo he observado. Y no es difícil descubrir el principio de donde viene esta desigualdad.

Pero si los eclesiásticos deben moderarse más en sus gastos personales que los legos de igual renta, ¿qué diremos de aquellos que no sólo afectan igualar la pompa de éstos, ms excederla? ¿De aquellos que hacen vanidad de tener mejores caballos, más opíparas mesas, más preciosos muebles, más brillantes habitaciones, vestir más ricos paños, etcétera? ¿Qué es esto sino hacer vanidad de lo que les había de causar confusión? Así lo sentía el grande Agustino, cuando decía que se avergonzaría de usar algo rica vestidura. Fateor enim vobis, de pretiosa veste erubesco. Uso de la autoridad de San Agustín, porque no fue de los más significados censores, antes seguía aquel medio correspondiente a su soberana prudencia, diciendo de él su historiador Posidio, que su vestido, su calzado, su lecho, ni eran vistosos, ni tampoco muy viles: vec nitida nimium, nec abjeta plurimum, porque juzgaba que ni uno ni otro extremo era decente a su estado de Obispo.

El mismo Posidio añade que en la mesa usaba de cucharas de plata, pero todas las demás partes de lo que se llama vajilla eran, o de mármol, o de madera. Debía ser entonces muy raro el vidrio en la África.

¿Qué diría hoy el Santo si viese eclesiásticos muy inferiores al orden episcopal, ostentar en sus lechos ricas colchas, preciosas colgaduras, mucho encaje en las almohadas, mucha sutil holanda en sábanas y camisas, y a proporción todo lo demás, sin que se avergüencen de ello, antes haciendo vanidad? ¿No es cosa insufrible ver a un párroco o a otro eclesiástico, también muy inferior al orden episcopal, sacar jactanciosamente la caja de oro en un corrillo para dar tabaco y la muestra de oro para ver qué hora es? ¡Oh, cuánto celebraría yo que en tales casos se hallase presente un varón de celo apostólico, para representar al desvanecido eclesiástico, que en el tabaco contemplase que había de ser polvo, como él, algún día, y por el reloj se acordase de aquella hora en que le harían cargo de haber expendido en aquellas preciosidades lo que debiera emplear en socorrer a los pobres!

Con harto dolor lo digo. En una de las provincias más míseras de España, donde hay infinitos pobres, no por ser holgazanes los naturales, sino porque el trabajo de sus manos está tan pensionado que no alcanza a ganarles el precioso sustento, el lujo de los eclesiásticos tengo entendido es mayor que en otras provincias más opulentas, o menos necesitadas. ¡Qué pompa! ¡Qué adorno! ¡Qué magnificencia! ¡Qué abundancia de todo! Pero el mayor desorden es el de los convites. Digo que es común, si no en toda la provincia, en algunas partes de ella, el que los párrocos, no sólo instituyen suntuosísimos banquetes para gran número de convidados el día del santo de su nombre y del santo patrono de su iglesia, más que cada uno de estos convites dura tres días, y que el número de los platos es el que bastaría para la mesa de un embajador, en la función de celebrar el cumpleaños de su príncipe.

¿Con qué modalidad se puede salvar esto? Recurren a que es costumbre. Vano recurso, porque para que la costumbre justifique una acción, es menester, dicen los canonistas, que tenga aquella racionabilidad que exige la imposición de una ley, que es, por lo menos, racionabilidad negativa; esto es, que ya que no se vea razón positiva que la autorice, tampoco se encuentre razón positiva que la condene. No una razón sola, dos muy poderosas, reprueban esta costumbre: una es la sobriedad, templanza y moderación debida al estado eclesiástico; otra, que no se pueda extender en superfluidades lo que excede en congrua satisfacción.

Aun cuando esos excesos no sean contra el derecho natural o divino (para mí es probabilísimo que lo son, mayormente en los párrocos), no por eso costumbre alguna basta a justificarlos. Sin esa oposición al derecho divino puede una costumbre ser de tal naturaleza, que nunca pueda perder la cualidad de corruptela, ni, por consiguiente, la mancha de ilícita. Y aunque no todos los autores explican de un modo qué es lo que constituye una costumbre en esta cualidad, siempre me pareció la mejor explicación por más clara y más comprensiva, la de los que dicen que siempre que algún acto es tan disonante a la razón, que por más que se haya generalizado su uso, nunca pierde esa disonancia, se debe cualificar de corruptela. Pues, aun cuando la costumbre de esos ostentosos convitones se hubiese extendido a reinos enteros, y durase por espacio de algunos siglos, ¿cómo podría jamás dejar de ser gravemente disonante a la razón el que los bienes eclesiásticos se expendiesen en ellos?

Añado que ni podrán esos párrocos alegar costumbre tan generalmente introducida que pueda disculpar tales excesos. ¿Por ventura no hay en la misma provincia algunos que lo condenan o por lo menos no los practican? Me atrevo a asegurar que los que son verdaderamente doctos, raro o ninguno caerá en ellos. Digo de los que son verdaderamente doctos, y no se me dé a esta expresión algún sentido odioso. Yo supongo que todos los que ejercen las funciones de párrocos están dotados de toda la doctrina necesaria para instruir a sus parroquianos y administrarles los Santos Sacramentos. Pero, al mismo tiempo, supongo que no serán muchos los que estén versados en los principios del Derecho Natural, Divino y Canónico, por donde se debe decidir la presente cuestión. Estos son los que llamo verdaderamente doctos y los que, aunque sea muy corto el número, reclamando con la práctica contraria contra la costumbre introducida, la dejan totalmente inválida y sin fuerza para autorizar a aquel depravado uso.

Aun cuando no tuvieran contra él más que el ejemplo de los señores obispos, bastaría para abrirles los ojos y hacerles ver que la costumbre que alegan, está totalmente desautorizada. Es cierto que el orden episcopal, como de verdaderos príncipes de la Iglesia, admite mucho mayor ensanche en los gastos domésticos que el de los eclesiásticos inferiores. Con todo, rarísimo obispo se hallará, acaso ninguno, que en los gastos domésticos expenda cantidad igual a aquella que comúnmente emplean en ellos los legos que perciben iguales rentas. Y si hay alguno que lo haga, no pienso haya teólogo que le absuelva de pecado grave.

Acaso alguno para los convites, me querrá alegar por los obispos el ejemplo del grande arzobispo de Milán, San Ambrosio, de quien Paulino, escritor de su vida dice que tenía varias veces por convidado a su mesa al conde Argobastes, famoso caudillo del imperio romano en aquel tiempo, y Sulpicio Severo que no pocas veces hacía este cortejo a los Cónsules y Prefectos de la provincia; lo que no es creíble hiciese, sin que la esplendidez de la mesa correspondiese al carácter de tan altos señores.

Pero respondo lo primero, oponiendo al ejemplo de San Ambrosio el de San Agustín, San Basilio y San Juan Crisóstomo, nada inferiores, ni en doctrina, ni en piedad, al Santo Arzobispo de Milán; de los cuales consta por varios autores que usaban una estrecha frugalidad en sus mesas. Opongo también el ejemplo de San Martín Turonense, de quien refiere Sulpicio Severo que alegando el Prefecto Crescencio la cortesana práctica de San Ambrosio para que le recibiese por huésped en su monasterio, no quiso convenir en ello aquel insigne prelado.

Respondo lo segundo, que San Ambrosio se halló sin duda en circunstancias en que conoció convenir al servicio de Dios y bien de la Iglesia el cortejo que hizo a aquellos magnates. Esto lo persuade eficazmente, no sólo su alta santidad, más también el particular carácter de su espíritu, muy superior a todos aquellos respetos humanos que inclinan a complacer y obsequiar a los poderosos del mundo, como se vio en el valor heroico con que al emperador Teodosio estorbó la entrada de la Iglesia por la mortandad ejecutada en Tesalónica, y en la generosa intrepidez de dar en rostro con su inicuo proceder a Máximo, poseedor de una gran parte del imperio romano, separándose de su comunión y de la de los obispos que comunicaban con él.

Coincide con la práctica de San Ambrosio la del santo arzobispo hamburgués Wano, de quien dice el cardenal Baronio, que haciendo algunos presentes a los ferocísimos reyes del Norte, los halló propicios cuanto quiso a favor de su iglesia.

En vano querrán pretextar algunos eclesiásticos los regalos y convites que hacen a los señores, con el ejemplo de estos dos Santos Obispos, si no se hallan en las circunstancias que ellos, y mucho menos si no obran con el espíritu y fin con que ellos obraron. La regla comunísima que siguieron casi todos los santos prelados y pastores que tuvo la Iglesia, es la contraria, esto es, expender únicamente en los pobres todo lo que sobra de su razonable sustento, dejando a los ricos que gocen de los bienes que Dios les dio , pues tienen bastantísimo con ellos.

Con cuya ocasión me parece conveniente advertir aquí, que se engañan torpemente no pocas veces los eclesiásticos, que con sus bizarrías piensan lograr la gracia de los poderosos del siglo. Son muchas las ocasiones en que, por ese medio, lejos de conseguir su estimación, incurren en su desprecio. Son recibidos sus obsequios con muy buena cara, y correspondidos con encarecidos ofrecimientos de sus buenos oficios para cuanto dependa de su poder. Pero entretanto los obsequiados, si son algo advertidos, no dejan de considerar si el obsequiante excede en el cortejo de lo que permite su estado, si la mira que tiene en él es algún interés personal y, por tanto, incapaz de justificar la acción; si aquellas muestras de generosidad, para poder atribuirse a buen fin, están acompañadas de las demás virtudes propias de un eclesiástico; si bizarrea sólo por el fin de ganar la reputación de caballeroso; lo que será una soberana simpleza, si pretende ese crédito a expensas de caudal ajeno, v. gr. del de una comunidad fiada a su gobierno, pues nadie ignora que los bienes ajenos los más ruines son los más pródigos, y hay quienes no sacando jamás un cuarto de la faltriquera para dar a un pobre, a puñados sacan los doblones del arca común para que sirvan a sus antojos.

Lo que yo por lo común he visto es que los que mandan el mundo, mucho mayor y más sólido aprecio hacen de un sacerdote recogido, humilde, modesto, que de su poco o mucho caudal corta lo que buenamente puede para socorrer a necesitados, sin pensar en lo que el mundo neciamente apellida bizarrías, y en todo lo demás cumple exactamente con sus obligaciones, que de estos eclesiásticos espléndidos, magníficos, ostentosos y que, si se ofrece la ocasión, mucho más atienden a la humilde súplica de aquél para favorecerle o para favorecer algún tercero por quien pide, que a las repetidas recomendaciones de esotros.

Divinamente a este intento San Jerónimo, escribiendo a Nepociano: Debes evitar (le dice), los convites de los seculares y principalmente de aquellos que están hinchados con los honores que gozan. Es cosa torpe que delante de las puertas de un sacerdote de Cristo estén de guardia los lictores de los cónsules y el gobernador de la provincia coma con más regalo en tu casa que en su palacio. Si tomas para esto el pretexto de suplicarle por algunos miserables, créeme, que antes preferirá para este efecto a un sacerdote modesto, que a un eclesiástico rico, y más respeto tributará a la virtud de aquél que a lo opulencia de éste.

Esto no es disuadirnos todo género de obsequio hacia los poderosos. Se les ha de prestar, siempre que la falta de él justamente se pueda reputar incivilidad. Ni hemos de buscar las ocasiones de cortejarlos, ni huirlas cuando las ocasiones nos buscan a nosotros. Aquellos a quienes, o el esplendor de la cuna, o la autoridad del puesto, constituyó en grado superior al común de los hombres, son acreedores al respeto de éstos. De Dios, a quien deben la altura en que se hallan, desciende originariamente esa obligación. Pero ese respeto se ha de contener dentro de aquellos límites, en que ni perjudique a la dignidad del sacerdocio, ni al cumplimiento de alguna otra deuda aneja a ese estado. En el trato político tanto debe huir el eclesiástico de indecoroso abatimiento, como del orgullo arrogante. Ni túmido, ni tímido ha de mostrar su genio. Pide su porte gravedad, pero alejada de todo resabio de presunción.

Mas vuelvo a las expensas, que siendo el principal o único asunto que me he propuesto en esta carta, insensiblemente empezaba ya a desviarme de él. Y volviendo a él, digo que habiendo representado a V. md. la indispensable deuda de huir los dos extremos viciosos, la sórdida avaricia y la inconsiderada profusión, visto está que ha de caminar por el medio colocado entre uno y otro. Pero no olvide V. md. esta advertencia consiguiente a lo que dije arriba, que el que es medio para un caballero lego, no lo es para un caballero eclesiástico. De diverso modo ha de tomar éste que aquel la medida para ponerse en el medio o para decirlo con más exactitud, no una sola, sino dos medidas ha de tomar, la una para arreglar sus gastos personales, la otra para tantear sus expensas con los pobres. Y son tan diversas una de otra, que en la primera es virtud acercarse a las estrecheces de la miseria y en la segunda tocar los confines de la prodigalidad.

Yo aseguro a V. md. que siguiendo este camino, no sólo logrará los agrados del cielo, más también las estimaciones del mundo. No está la virtud tan desvalida entre los hombres como comúnmente se dice. No son muchos los que la practican. Pero se compensa esto ventajosamente con que todos la veneran. El más relajado, el más abandonado a los desórdenes del apetito, le rinde este apreciable tributo. El mismo ídolo Dagon se postra delante del Arca del Testamento. Quiero decir: esos mismos, que reciben las adoraciones de los mortales, adoran a los que sólo adoran a Dios. Hace el mundo lo que se dice de algunas mujeres; no ama a quien le ama sino a quien le desprecia. La reverencia, que se da a la virtud, es culto del corazón. La que se presta a la pompa mundana es homenaje que rinden los ojos las manos, la lengua; en una palabra, no el alma sino el cuerpo. Es, sin comparación, mayor el número de hipócritas en los devotos de los hombres que los que representan serlo, respecto a Dios. Entre estos hay bastantes de aquellos; casi toda la devoción es hipocresía.

No digo yo esto por excitar a V. md. el amor a la perfección digna de su estado con el fin de lograr la estimación mundana. (Ya no sería ese un amor muy limpio.) Sí sólo por apartar de sus ojos un vano espectro, un fantasma, que aterrando a no pocos eclesiásticos, los aparta de la senda que debieran seguir. Éste es la aprensión de que los desestimen si no tienen aquel porte espléndido, que ven en otros poseedores de no mayor renta que la suya.

Ese temor es justo, y la desestimación será razonable, si se estrechan en el porte sólo con el fin de atesorar. Pero si cercenan de los gastos personales por tener más que expender en los pobres, por eso mismo serán estimadísimos; y tanto más cuanto más se estrechen.

Sin embargo, que hacia esta parte me parece justo poner una limitación; esto es, que la estrechez no sea tal que cercene de la decencia precisa del vestido.

En un punto hay dos extremos que evitar: la gala y la inmundicia; el torpe desaseo y el aseo demasiado; un traje rústico y un hábito rico. Uno y otro da en rostro a los que lo miran, y uno y otro es ajeno de la gravedad modesta, propia de un eclesiástico. El primer defecto hace su trato tedioso; el segundo funda hacia la costumbre un nada favorable concepto. Y aún subiendo éste a cierto grado, que luego expresaré, puede granjearle, en vez de una común estimación, un desprecio universal. Atienda V. md. a lo que voy a decir, y con ello concluyo. ¿Quiere V. md. saber cuál es el animal más ridículo y contentible que hay en el mundo? Yo se lo diré. Un eclesiástico petimetre. Dios le libre a V. md. de caer en tal oprobio, y le guarde muchos años. Oviedo, etcétera.»




ArribaAbajoA cierto amigo que le reprendió porque no daba a luz muchas cartas laudatorias que suponía haber recibido.

«Muy señor mío: La reconvención que V. md. me hace en la suya, que acabo de recibir, me ha sido hecha por otros muchos en diferentes tiempos, ya de palabra, ya por escrito. Supone V. md. que desde que empecé a mostrarme al público en cualidad de escritor, habría recibido sucesivamente tantas cartas gratulatorias o laudatorias de mis obras que podría formarse de ellas un justo volumen, igual, por lo menos, en el cuerpo a cualquiera de los que produje hasta ahora, y, sobre esta suposición, extraña que no haya dado a luz estas cartas, o incorporadas en un tomo, o disgregadas en algunos de los impresos, como hicieron otros muchos autores.

Es así, señor mío, que las cartas que he recibido sobre el asunto expresado fueron tantas que podrían llenar, no sólo un justo volumen, más aún tres o cuatro. Pero dígame V. md. por vida suya, ¿qué utilidad resultaría al público de la lectura de tales cartas? ¿qué interés tiene éste en que estos o aquéllos aprueben mis tareas? Dirá V. md. como apasionado mío, que soy interesado yo mismo, o es interesada mi gloria, en que se vea que son muchos los que me aplauden, mayormente si estos están bastantemente autorizados para hacer juicio sobre los asuntos de mis escritos. Pero esto, en buen romance, sería pretender una gloria verdadera por medio de una vanagloria, porque, bien mirado, ¿qué más tiene de jactancia reprensible el alabarme yo a mí mismo, que ostentar por medio de la imprenta las alabanzas que me dan otros?

No ignoro que otros autores de sobresaliente mérito y conocida modestia lo hicieron. Pero debo discurrir que los movieron algunas particulares razones que en mí no militan. ¿Qué sé yo si a ello fueron impelidos por algún irresistible precepto? ¿qué sé yo si por docilidad de genio se dejaron vencer de importunos ruegos de algunos amigos suyos?

El célebre marqués de Santa Cruz que sacrificó su vida a su celo en la infeliz batalla de Orán, entre muchas ilustres virtudes de que era adornado este nobilísimo caballero poseía en grado superior la de la modestia, de modo que no se le oyó jamás una palabra en que exprimiese algún concepto de su mérito, mas ni oyó con agrado alabanza alguna que le tributasen en su presencia; antes discretamente repelía el elogio, procurando persuadir eficazmente que era muy propasado. Este caballero dio a luz no pocas cartas gratulatorias en que algunos distinguidos personajes recomendaban como utilísimas sus nunca bastante alabadas Reflexiones militares. ¿Quién sin temeridad podrá juzgar de un hombre tan modesto, que esto fue efecto del amor propio o de alguna especie de vanagloria? Lo que yo creo y debe creer todo el mundo es que, o fue obligado a ello de sus amigos, no pudiendo su afectuoso corazón negarles esta complacencia, o impelido de la persuasión de sujetos, por su altura tan respetables que le pareció deber mirar la persuasión como mandato, o del celoso amor de su patria, a quien quería inclinar al estudio útil de sus escritos, mostrándole la estimación que de ellas hacían los extranjeros, o, lo que es más cierto, intervinieron todos tres motivos juntos. Yo sólo tuve el de la sugestión de los amigos, pero no me pareció deber hacerme éste mucha fuerza, no interesándose en la publicación de dichas cartas la utilidad pública, que yo no podía esperar de la lectura de unos escritos que sólo contenían mis aplausos, los cuales, por otra parte, cuando yo había ya empezado a experimentar las iras de la envidia, temía encendiese más la de algunos émulos que tuviesen los elogios por verdaderos que por falsos.

Esto segundo es lo más común. Por lo menos los que saben señalar el precio justo a las cosas, comprenden muy bien que los aplausos que se rinden a un escritor en cartas dirigidas al mismo, valen mucho menos de lo que suenan. ¡Cuántas de estas dicta la adulación a pesar del dictamen opuesto! Sin que obste a ello el que no se descubra interés que lo frecuente; ¿porque quién puede asegurar que no interviene algún recóndito? Ni es menester que haya interés sensible. Hay quienes son aduladores por genio y no tienen en adular otro fin que satisfacer la propia inclinación. Lo peor es que si yo imprimiese las cartas, los más mirarían los elogios en sus autores no más que como lisonja, y en mí el imprimirlas condenarían como jactancia. Y esto es cuanto sobre este asunto tengo que responder a V. md. cuya vida guarde Dios, etc.»




ArribaEl estudio no da entendimiento

«Muy señor mío: Veo lo que V. md. me dice, con bastante desconsuelo, de que empieza a perder las esperanzas que le habían dado, de que el sobrino puesto en el estudio de la Filosofía, con el ejercicio de la disputa y con el comercio de la gente racional que hay en la ciudad adonde se le ha transferido, se le mejorase el discurso que hasta ahora se manifestaba algo torpe, lo que se atribuía a falta de cultivo, siendo poco o ninguno el que podía obtener, ni con el estudio de la Gramática, ni con el trato de la gente que hay en su pueblo que apenas es algo más que aldea. Pero concluida ya la Lógica y entrado en la Metafísica, habíéndole traído V. md. a su casa, para gozar de alguna diversión en las próximas fiestas de Navidad, nada halla en su entendimiento más de lo que antes era, pues ni ve que en los asuntos que se ofrecen a la conversación discierna mejor los objetos, ni forme más acertados dictámenes, ni perciba con más claridad lo que oye, o pruebe mejor lo que piensa, o responda mejor a lo que se le opone.

Insinúa V. md. que ha extrañado esto como cosa no pensada. Pero yo estoy muy lejos de extrañarla, aunque he oído mil veces esa cantilena, de que el estudio, acompañado del ejercicio de disputas sobre las cuestiones lógicas y metafísicas que se agitan en los cursos de Artes, afilan, sutilizan o adelgazan los entendimientos, de modo que parece adquieren un nuevo ser. No, señor mío. El estudio, los libros, los maestros, no hacen ingenioso al que no lo era. Entendimiento sólo Dios le da. Como es el único agente que cría las almas, es el único que les reparte en determinado grado la actividad de las potencias. Lo que dijo Cristo, que nadie, por más que cavile sobre ello, puede añadir un codo más a su estatura corpórea, se verifica también de la estatura intelectual. Yo toda mi vida he conversado con gente destinada a las letras. A muchos que alcancé principiantes, traté también largamente cuando ya tenían muchos años de estudios. Y nada más penetración o agudeza percibí en ellos en el segundo estado que en el primero.

Así, señor mío, que, por sí solas, las noticias que se adquieren con el estudio, hacen en el entendimiento lo que los tapices o pinturas, que decoran el aspecto sin mejorar el edificio, o lo que los anillos con que se engalana una dama, que dan lucimiento a la mano, sin blanquear más la tez o articular mejor su organización.

Mas diré a V. md. Conocí y traté por espacio de tres años a un profesor de teología escolástica y moral, muy aplicado al estudio, pero con tan ninguna utilidad suya, que aún le dañaba su mucha aplicación, porque cuanto más estudiaba, menos sabía. Es hecho ciertísimo, aunque a V. md. parezca increíble, y aunque solo lo observé en un sujeto, no dudo suceda lo mismo a otros en quienes se junte el mucho estudio con una limitada comprensión, sin que sea muy oculto el principio de donde esto pende. V. md. habrá notado, o por lo menos oído, que digieren o actúan mal el alimento aquellos sujetos que comen más cantidad que la que es proporcionada a la actividad de su estómago. Lo mismo, pues, que a los estómagos débiles con el exceso de los manjares, sucede a las débiles o cortas capacidades con la multitud de especies intelectuales que son el alimento de las almas. Pueden digerir algunas pocas, pero siendo muchas, de su imperfecta cocción resulta una masa confusa, rudis indigestaque moles, en que no aparece idea bien distinta de objeto alguno.

Esto acaece aún cuando la multitud de especies pertenece a una misma facultad. Es preciso que la confusión sea mayor, cuando tocan a facultades distintas. Así, los genios muy limitados, si llegan a enterarse de su estrechez, lo que pocas veces sucede, no deben extender su estudio más que a una sola, se entiende a aquella a que fueron destinados desde la adolescencia o la que más halaga su inclinación; porque sobre el inconveniente de la confusión que ocasiona el amontonar en la mente variedad de especies heterogéneas, hay el riesgo de que queriendo agregar a la facultad que fue el primer objeto de su aplicación, las noticias de otra diversa, suceda al que lo emprende lo que se refiere del Vizcaíno que trasladado de su tierra a Castilla, olvidó la lengua vizcaína y no aprendió la castellana.

De lo que llevo dicho que el estudio no añade algunos grados de perspicacia al entendimiento, o algún incremento de actividad, fuera de aquella determinada medida que en su producción le dio el autor de la Naturaleza, no se infiere que los entendimientos o almas de los hombres sean en su intrínseca o entitativa perfección individual, desiguales. Algunos filósofos lo sintieron así, pero sin fundamento bastante, siendo ciertamente insuficiente el que pensaron hallar en la mucha desigualdad con que explican su facultad intelectiva distintos hombres. Es, sin duda, que en la vista intelectual se representan tan diversos tales hombres de tales, como en la corpórea las águilas de los topos. Mas para esto no es menester suponer desigualdad intrínseca en las almas, sí solo diversidad en la organización o temperie de los cuerpos.

La prueba concluyente de esta verdad es la diferencia que un mismo hombre de un día a otro, y aun tal vez de una hora a otra, experimenta en el ejercicio de la facultad intelectiva. El que ayer se hallaba torpe para discurrir, hoy discurre con expedición. El que ayer encontraba los objetos circundados de nieblas, hoy los tiene patentes a sus ojos. El alma, el entendimiento de este hombre, intrínsecamente los mismos son, sin la más leve variedad, hoy que ayer; sólo puede haber intervenido alguna inmutación, o en la temperie de los humores, o en la organización insensible de las partes. Digo de la organización insensible, porque la sensible no se altera con esa facilidad de un día para otro, ni acaso la diversidad que hay en orden a ella en distintos hombres, los desiguala en el uso de las facultades mentales. Así, aun cuando, la textura, tamaño, color y temperatura de las partes internas correspondiese al de las externas, siempre sería vanísima la pretendida ciencia de los fisonomistas. La falencia de las señales que se toman de las facciones del rostro y extremidades de los miembros, para colegir de ellas las buenas o malas cualidades del ánimo, es visible a cada paso. Y el mismo juicio se debe hacer de cualesquiera observaciones sobre la disposición de las entrañas. Por lo menos, los profesores de la ciencia anatómica hasta ahora nada nos han dicho de que los que tienen conformado de tal o tal modo el corazón, el hígado, el bazo, la sangre más o menos disuelta, las fibras más o menos elásticas, de mayor o menor amplitud los vasos, etc., sean más o menos ingeniosos.

Sólo podrá acaso hacer alguna excepción en esta materia, el mayor o menor volumen del cerebro. La razón es, por qué convienen los anatómicos en que, como ya noto en otra parte, es mayor el cerebro del hombre que el de todos los demás animales, aun comprendiendo aquellos cuya magnitud excede mucho la de nuestro cuerpo, pues llegan a decir, que pesa tanto un cerebro humano, como los de dos bueyes. Mas para que esto probase algo, sería menester mostrarnos juntamente, por medio de las observaciones anatómicas, que dentro de la misma especie humana los hombres más ingeniosos tienen mayor cerebro que los rudos, lo que no pienso se haya averiguado. Lo que ciertamente está averiguado es que los niños, dentro del claustro materno, tienen mucho mayor cerebro, como también mayor cabeza, a proporción de la magnitud del todo, que los adultos, y, tanto mayor, cuanto más cercanos al tiempo de la generación. Sin embargo, aquel es un estado de perfecta fatuidad actual.

En cuanto a la magnitud de la cabeza, Aristóteles, en el libro de Fisonomía, atribuye mejor juicio a los que la tienen grande; pero en el de los Problemas, Sect. 30, al contrario, a los de cabeza pequeña. Y en las Memorias de Trevoux del año de 53 se refiere, que en el de 1627 en la Escuela de la Facultad Médica de París se defendió la tesis filosófica, de que los de cabeza pequeña son prudentísimos. Acaso el que propuso esta tesis no tuvo otro motivo que haber hallado la misma en los Problemas de Aristóteles. Lo que yo juzgo es, que cualquiera que se meta a decidir algo en esta materia, no hará más que hablar a tientas, o lo único que ha de decidir, es que nada se puede decidir.

Pero volviendo al asunto del sobrino de V. md. del cual fue resbalando insensiblemente la pluma hacia puntos de una erudición filosófica que podría excusarse en esta carta; aunque pienso que V. md. no la despreciará, como quien por lo mucho que me favorece, da alguna estimación a las más inútiles producciones de mi pluma, digo que no sé por qué se muestra tan condolido de que ese muchacho no descubra algunos grados de agudeza, cuando supongo que nunca puso la mira a lograr en él un sujeto distinguido en la república literaria, sí solo a que él logre alguna razonable conveniencia por el camino del estado eclesiástico, y para eso no ha menester mucha ciencia. Sin ella podrá ser cura, podrá ser prebendado, podrá ser obispo. Mas digo, sin ella podrá ser un buen cura, un muy estimable eclesiástico y un excelente obispo. Todo esto podrá ser un medianito canonista o teólogo moral, adornado de buenas costumbres, intención recta, prudente conducta.

Mas si V. md. por su buen gusto, y por el amor que tiene a su sobrino, no sólo le desea una buena conveniencia, más también el aplauso de sabio, la realidad de este mérito pide un entendimiento sobresaliente, un ingenio penetrante, y ya llevo dicho arriba que éste sólo Dios le da, no el estudio, la aplicación, los libros o los maestros. Dije la realidad del mérito de sabio, que la opinión de tal, sin mucho entendimiento se puede conseguir, porque hay en esta materia un quid pro quo, cuya receta sé yo y se la comunicaré a V. md. Compónese dicha receta de los ingredientes que se siguen. Lo primero, una feliz memoria en que se puedan almacenar muchas noticias literarias. Lo segundo, una constante aplicación a recoger multitud de éstas. Lo tercero, una abundante verbosidad. Y, finalmente, una buena dosis de audacia o satisfacción de sí mismo, de modo que suceda lo que sucediere, no se corte ni acobarde jamás, que sea en actos públicos, ni en conversaciones privadas. Yo he observado la eficacia de esta receta en algunos sujetos, que con el uso de ella pasaron entre la multitud por hombres muy ingeniosos y doctos, sin tener más que una inteligencia superficialísima de lo mismo que con mucho afán habían mandado a la memoria. Si el sobrino de V. md. pudiese acomodarse a practicar la misma, logrará V. md. en él cuanto desea. Nuestro Señor le conserve y conserve también a V. md. muchos años, etcétera.