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San Petersburgo, 20 de enero de 1857.

Mi querido amigo: Cada día me encuentro peor de salud en este clima, y, sin embargo, la curiosidad bastaría a detenerme aquí si el deber no me detuviera. Esta nación es tan digna de estudio, que, a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre ella, aún tiene más que ver y que notar de nunca visto ni oído.

Anteayer, día de Reyes, según el estilo ruso, tuvo lugar la ceremonia de la bendición de las aguas del Neva. Multitud de gente asistió a esta fiesta popular y religiosa. El Cuerpo diplomático, las damas de la Corte y los altos funcionarios vieron la función desde los balcones de Palacio, al lado de sus majestades. No me atrevo a describirla porque no la vi. Un fuerte constipado me detuvo en casa.

He conocido a varios literatos y periodistas rusos, entre ellos a Botkin, que estuvo en España durante todo el año de 1840, y luego ha publicado, en cartas, sus impresiones de viaje. Botkin me mostró su obra sobre España; mas, como está en ruso, no puedo entender una sola palabra. Sólo noté que había, traducido en ella algunos de nuestros antiguos romances, como, por ejemplo, uno de los que relatan la muerte de don Alonso de Aguilar. En la larga conversación que tuve con él observé, asimismo, que era hombre de buen gusto literario y de varia erudición; pero que de las cosas de España, y en especial de nuestra literatura, que fue de lo que más hablamos, sabía poquísimo, disculpándose él de esta ignorancia, en mi entender indisculpable para quien ha estado un año en España, ha escrito un libro sobre España, y dice que sabe el castellano, con decir que nuestros libros no se encuentran en parte alguna. Ello es que ni siquiera sabía el nombre del duque de Rivas, que siendo, como es, el regenerador de nuestra literatura romancesca y uno de los poetas más originales y fecundos que España ha producido, no debiera estar tan olvidado de propios y extraños; y digo olvidado, porque escribiéndose hoy día tantos artículos de crítica sobre obras que muy a menudo están por bajo de la crítica, ni en revistas nacionales ni en revistas extranjeras he visto aún una crítica seria y digna de las obras completas de nuestro duque. Lo menos malo, aunque anterior a la publicación de las obras completas, es un articulejo de Mazade. Yo hablé a Botkin de estas obras completas, y muy singularmente del Don Álvaro, cuyo argumento referí punto por punto, con el mayor primor que pude, y procurando hacer resaltar todas sus bellezas. También le prometí un ejemplar de las mencionadas obras, y espero de la bondad de usted que me lo envíe, o se lo envíe, a la mayor brevedad posible.

Ya creo haber dicho a usted que si el duque de Osuna estuviese autorizado para ofrecer a este Gobierno que los buques rusos serán igualados en España a los de la nación más favorecida, y eximidos, si se puede, del derecho diferencial de bandera, cuyo mínimo es un 20 por 100, aquí nos eximirían enseguida del derecho adicional, que importa 50. Nuestro comercio con Rusia es ya considerable; podrá serlo más cuando se haga bajo bandera española, y merece bien que el arreglo indicado se verifique pronto. Sólo en el puerto de San Petersburgo hemos importado en 1856, 25.758 cajas de azúcar, 2.481 pipas de vino de Jerez, de Málaga y de Benicarló, sin contar los toneles, botellas y otras vasijas que han entrado también con el mismo líquido, y 4.248 barras o galápagos de plomo. El plomo manufacturado creo que no puede entrar aquí, reservándose el Gobierno el derecho de hacer las municiones. Aunque las minas de Altai producen anualmente de 700 a 800 toneladas de este metal, dista mucho esta cantidad de ser bastante para el consumo, y nuestro comercio de plomo podría aumentarse notablemente en este país. Del de vinos no digo nada. Esta gente es aficionadilla a empinar el codo y a tener caliente el estómago, para lo cual no hay como nuestros vinos, a los cuales, más que a ninguno, se les puede aplicar aquello de Dante, de que los mismos rayos del sol se condensan y toman cuerpo en las uvas para que los hombres se lo beban. También han entrado en San Petersburgo, durante el último año, de 200 a 300 pipas y muchas botijas y pipotes de aceite; higos, pasas, limones, naranjas, almendras, cebollas, y otras frutas frescas, secas y en dulce. Cosas de más peso y sustancia, como, verbigracia, jamones de Galicia y de Trevélez ya empiezan ya a apreciarse aquí; pero la importancia es hasta ahora insignificante. Yo, sin embargo, estoy completamente persuadido de que, si algún mercader se aventurase a enviar por aquí los tales jamones y otras golosinas de cerdo, como chorizos, salchichas y embutidos, lo vendería todo a muy alto precio, y aquí se lo manducarían, para hacer boca, en aquella especie de prolegómenos que hay antes de toda comida. Cigarros de la Habana se consumen aquí bastantes, y todos, o los más, deben venir de Hamburgo. Los derechos que adeudan deben ser enormes, a juzgar por lo caro que están los cigarros. El que estoy fumando en este momento me sale por más de tres reales, y no es de los mejores ni de los más gordos. Lo que aquí fuman, por lo general, y lo que hace las delicias de las damas, son los cigarritos de papel, muy cucamente confeccionados, que llaman papirós. El tabaco de que están rellenos estos papirós viene de Turquía, de Egipto, de Persia y del Sur de Rusia, La Besarabia, la Ucrania, la provincia de Saratov y otras producen hasta 49 millones de hectolitros. Ya ve usted cómo, a propósito del comercio de España con San Petersburgo, me he entregado a las más graves reflexiones, y no habrá quien me acuse de insustancial. Con Riga, con Odesa y otros puertos debe ser nuestro comercio más importante aún, pero siempre bajo bandera extranjera. Del Gobierno sólo pende ahora el que no haya obstáculos para que prospere y se haga bajo el pabellón nacional.

Siguen aquí los bailes y otras diversiones, a que somos siempre convidados. Esta gente, amabilísima con el duque, y por él, con nosotros. Han incluido oficialmente al duque en la lista del Cuerpo diplomático, y el duque y su comitiva asisten a todas las funciones de la Corte, ocupando siempre muy preferente lugar.

En estos días no hemos ido a ver ningún establecimiento público, si no se tienen por tales las tiendas, donde hemos visto curiosísimos y ricos productos de la industria rusa y de los pueblos sujetos a su imperio. Allí, puñales, cimitarras y pistolas persas, circasianas y georgianas; tapetes, gorros y babuchas primorosamente bordados; vasos, cajas y otros objetos de malaquita; joyas, que por el arte con que están hechas compiten con las de Mortimer, y que, por la invención y la originalidad, les son superiores; ricas telas de seda, tejidas en Persia y en Georgia, y qué sé yo cuántas cosas más, que sería largo enumerar y muy costoso comprar, aunque algo llevaré siempre para muestra.

A todo esto, sin embargo, no conocemos más que la alta sociedad de Rusia, que indispensablemente se asemeja a la de otros pueblos, e ignoramos lo que éste es, a no llevarnos de ligero o guiarnos por lo que dicen los libros. Yo entiendo, con todo, que los habitantes de la Grande Rusia, que componen el núcleo de este Imperio, y que son más de cuarenta millones, que hablan todos la mismísima lengua, desde el más rico al más pobre y desde el siervo hasta el señor, son ágiles, robustos y sufridos en los trabajos, y ni muy feos ni muy bonitos, aunque tanto su hermosura como su fealdad nos choca más que la que por ahí se usa, porque no está hecha la vista a considerarla, y nos parece más peregrina y maravillosa. Creo, además, que esta gente tiene más entendimiento para las cosas prácticas de la vida que para las altas especulaciones metafísicas; que comprenden mejor lo que ven que lo que oyen, y lo que tocan que lo que ven; que imitan más que inventan, y que son, en el fondo del alma, más sensualistas que espiritualistas. Es tal su entusiasmo y su amor por la patria, que hacen de él una religión, de que el emperador es el ídolo. En cambio, materializan y achican algo la religión, para que quepa dentro de los confines del Imperio. Hay aquí un dios ruso, un dios nacional, como entre los antiguos pueblos de Asia. El pueblo practica más la moral que entiende los misterios del cristianismo. El clero predica poco y es menos activo en su caridad que el clero católico. El clérigo que, como aquí, tiene hijos y mujer, según la carne, se cuida menos de sus hijos espirituales. Los monjes rusos que guardan el celibato se nota que son, por lo general, más instruidos y dévoués. Aquí los clérigos se dejan crecer la barba y la cabellera, y tienen muy respetables cataduras. Algunos hay grandes, hermosos y robustos a maravilla. El ropaje ancho y pomposo que llevan encima les da un aspecto más importante aún. No son tan ignorantes como se ha dado en suponer, y cuentan muy doctos teólogos entre ellos.

Esta gente, como ya he dicho a usted, me parece más sensual que abstrusa, y entiende y se apropia mejor las ideas francesas que las alemanas. Moscú es la Ciudad Santa del vulgo; París, la Ciudad Santa de la civilización, donde tiene fija la vista todo oficialete y toda dama elegante de esta tierra. Por agradar a los gárrulos ciudadanos de Atenas fue Alejandro el macedón contra la Persia y contra la India. Dios sabe lo que podrá hacer algún Alejandro ruso cuando, no por agradar, por espantar a los ciudadanos de París y conseguir que algún francés escriba algún libro en su elogio. La vanidad y presunción de esta gente es inaudita, y entiendo que mira con desprecio a todas las naciones de Europa. Sólo aborrecen de todo corazón a Inglaterra, estimándola en mucho. Se admiran de lo francés, estimándolo acaso menos, pero entendiéndolo mejor y simpatizando con ello. De los turcos hablan aquí peor que Mahoma del tocino. De los persas, de los compatriotas de Hafiz, de Ferdusi y de Saadi, dicen aquí, en confianza, que son sucios, ignorantes, malos soldados y otras cosas que callo. De los austríacos, lo menos que dicen es que son ingratos y falsos como Judas. De Italia, que es un país degenerado y hasta sepultado en la barbarie. Pocos saben aquí que en Italia hay sabios, poetas y artistas. De España creen que hay muchos ladrones, una anarquía completa y ninguna esperanza de que un Gobierno cualquiera se consolide y dure más de uno o dos años. Esto, o más extrañas cosas aún, son las que creen las gentes vulgares, entre las cuales se pueden colocar no pocas de las más cogotudas y autorizadas por su posición. Claro es que en Rusia hay, como en todas partes, personas muy instruidas que piensan de otro modo; pero el sentimiento instintivo es idéntico.

A pesar de este menosprecio de todo lo extranjero, tienen los rusos un ardiente deseo de parecer bien a las naciones extrañas, y nada las aflige y pica más que cualquier satirilla, por ligera que sea. Así es que se muestran afables, serviciales y en extremo políticos y finos, y no hay joya que posean y que no enseñen, ni habilidad de que no hagan gala, ni riqueza que no traten de encubrir. Todo para maravillarnos. Cuando nos dan de comer, parece que dicen: «Quiero que creas y pregones que nunca comiste mejor en tu vida.» Cuando nos reciben en sus casas se diría que exclaman: «Asómbrate, que nunca viste cosa más soberbia en tu vida.» Y cuando nos enseñan cualquier establecimiento público, quisieran tenernos siempre con la boca abierta y perpetuamente henchida de interjecciones de asombro. En fin: cada uno de los príncipes de por aquí puede ser comparado a aquel célebre Abul-Casen, cuya vida y costumbres habrá leído usted, cuando muchacho, en los Mil y un días, y cada individuo de la plebe a un ciudadano de no recuerdo qué tierra, donde se imaginaba que, sólo para iluminarla, salía el sol, y que lo demás del mundo estaba siempre a oscuras. La clase elevada y aristocrática cree, sin embargo, como ya he dicho, que la luz viene de Francia. San Petersburgo es la ventana por donde entra la luz. La censura, que impide la entrada de libros y periódicos non-sanctos, o mancha de negro sus páginas pecaminosas, es crisol donde esta luz sólida se purifica de toda materia demasiado combustible. La lengua francesa es el cristal clarísimo y hermoso y diáfano al través del cual se ve la luz. Es asimismo la línea divisoria entre el caballero y el hombre del vulgo; el medio, sin duda, de que se valen con gusto para que los criados y los siervos no los entiendan cuando hablan y para que no tengan con ellos comunión de ideas. Mas las ideas, buenas y malas, deben ir penetrando, a pesar de todo, porque son de naturaleza sutilísima. Además de esto, ya sabe usted que, por estéril que sea un pueblo, no todas las ideas le vienen de fuera, sino que muchas se engendran y nacen en él, y otras son ingénitas y como existentes desde ab initio. De esto quisiera yo saber algo; pero ¿cómo saberlo sin aprender el ruso? En ruso no sé decir hasta ahora más que no prava, na leva y stoi, «a la derecha, a la izquierda, párate». Leo, sin embargo, algunos autores rusos traducidos en alemán, y un día de éstos le escribiré a Campoamor una larga carta que me pide con noticias de aquí, dándoselas muy circunstanciadas del príncipe de los poetas moscovitas y de sus obras: de Puschkin, que apenas se conoce en Francia.

Entre tanto, tengo que decirle a usted que estas cartas que le escribo, y que están escritas, sobre todo hasta que vi las dos primeras publicadas en los periódicos, sin pararme en respetos, sin atender al estilo y sin imaginar siquiera que pudieran leerse sino por usted y por el señor marqués de Pidal, me han causado un gran disgusto con que hayan sido divulgadas. Acaso yo, aunque no recuerdo bien hasta qué punto, haya tratado de decir en ellas algún chiste a costa del duque y de mí compañero Quiñones. Del duque he hecho también en mis cartas grandísimos y merecidos elogios; pero éstos no se han tenido en cuenta. Sobre Quiñones habré dicho acaso alguna majadería, por hacer reír y sin el menor intento de ofenderle. Mi convicción es que Quiñones es un excelente oficial de Estado Mayor, que no tiene mis gustos, que no se entiende bien conmigo, pero que no tiene ni un pelo de tonto. Si Quiñones fuera tonto, no hubiera yo hecho parodia de ninguna de sus cualidades. Los tontos no me divierten ni para hacer burla de ellos. Jamás he encontrado yo cómico en los tontos sino aquella mínima parte que tienen de discretos. De lo que resulta que, mientras más discreto es un hombre, más tonterías graciosas suele hacer, y yo, que no me creo tonto, he hecho muchísimas en mi vida, y estoy pronto a reírme de mí mismo. Mil veces me he reído de Ligués y de otros mil a quienes creo muy capaces, en esa Primera Secretaría, y nunca jamás me he reído de Biedma ni de otros de que el vulgo se ríe. La risa es un movimiento jubilador y simpático de los nervios, que sólo deben inspirar los amigos o las personas de imaginación y de otras buenas cualidades. Pues qué, ¿no encuentra usted absurdo que una cosa tan humana como la risa, una cosa que nos distingue de los demás animales, porque no le hay irracional que sepa reírse, puede infundírnosla el que lo es de todas veras? Por desgracia, el profanum vulgusno alcanza estás filosofías, y es, además, malintencionado y propenso a malquistar a la gente, y a abultar lo malo y a encubrir lo bueno. A Ligués le escribí una carta poniendo al duque de Osuna actual más alto, aunque, ni con mucho, con tanto ingenio que Quevedo pone a su antepasado. A usted también le he dicho mil encomios de su excelencia. Pues es bien: de esto nadie se ha dado por entendido, ni nadie le ha escrito al duque diciéndole: «Amigo mío, mucho y merecidamente le elogia a usted Valera.» En cambio, a él y a Quiñones le han venido con el chisme de que yo los trato con dureza atroz en mis cartas. El duque no me ha dicho una palabra; pero Quiñones me lo ha dicho, y como ambos se muestran desde entonces, si más fríos y reservados conmigo, más atentos y finos que antes, a la verdad, aseguro a usted que me castigan de ese modo y me tienen avergonzado y contrito. Porque si hubieran sido gente menos seria y formal, ya nos hubiéramos comunicado las bromas, y las bromas hubieran ido ahí sabidas por ellos, y las hubiera habido más a menudo en contra mía, escritas por mí mismo, para que no se dijese que daba lo peor a mi compañero y a mi jefe. Pero, como nada les he dicho ni podía decirles, porque no era en el carácter de ellos y en el modo con que me trataban, ahora imagino que han de creer lo que he hecho: el uno, traición; el otro, traición e ingratitud a la vez. En fin: Dios me lo perdone, y a usted el haber divulgado tanto mis cartas. A quienes no quiero que perdone Dios es a los que al dar el soplo pusieron en ellas más hiel de la que tengo yo en todo mi corazón, por muy amargado que esté y por mucho que se exprima. Estos chismosos me inspiran a veces compasión, y, a pesar de cuanto queda apuntado, también deseo a veces que Dios los perdone. «Perdonadlos, Señor, que no saben lo que se hacen.» ¿Qué pueden ellos comprender de mis teorías sobre la broma y la risa, en que está basada y, por tanto, disculpada mi conducta?

Adiós. Pongame a los pies de su señora y de sus hijas, y créame suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 23 de enero de 1857.

Mi querido amigo: Razones que usted debe adivinar por los antecedentes que tiene, hacen mi permanencia en este país cada día más difícil y menos agradable; y es tanto, sin embargo, lo que este país me agrada y me interesa, que a veces deseo permanecer aquí, estudiar la lengua y la literatura rusas, viajar por todo el Imperio y hasta escudriñar sus más apartadas y desconocidas regiones. Cuando San Petersburgo, pareciéndose, según afirman, aunque no soy yo de esta opinión, a las demás grandes ciudades de Europa, es tan original a mis ojos, ¿qué no serán Kiev, Moscú, Novgorod, el Cáucaso y la Crimea? Mas el hombre propone y Dios dispone, y al cabo habré de resignarme a ver mal y deprisa esta capital, y a dar un rodeo por Moscú antes de volver a esa villa y corte.

Entre tanto, procuro aprovechar el tiempo. Ayer, mientras el señor duque y Quiñones estuvieron en una fábrica de cohetes a lo Congreve, y de otros proyectiles y diabluras por el estilo, yo, que no soy muy docto ni en la balística ni en la pirotecnia, fui a ver el Palacio de Mármol, obra famosa de Rastrelli, y que tiene merecido el nombre que lleva. El gran duque Constantino habita en este palacio cuando está en San Petersburgo, y como el gran duque es un príncipe sabio y artista, el palacio se ha convertido en un museo curiosísimo e instructivo. La escogida biblioteca que contiene pasa de cuarenta mil volúmenes. Hay allí preciosos modelos de barcos, de máquinas de guerra y de otros artificios; multitud de armas ricas de todos los pueblos, y hermosas pinturas y estatuas. Pero lo que más llamó mi atención fue el gabinete donde dicen que ha estudiado el gran duque las lenguas orientales, en las que es muy docto, según afirman. Este gabinete está construido y amueblado según el gusto y la arquitectura de los persas. Los divanes, forrados de más costosas telas que en Teherán puedan tejerse; los muros, cubiertos de mil arabescos prolijos y de sentencias del Corán; lámparas extrañas, de vivísimos colores, penden del techo alicatado; esbeltas y airosas columnas y graciosísimos arcos lo sostienen, y en el centro de la estancia, una torre a manera de pagoda, puesta sobre los lomos de cuatro pequeños elefantes de bronce dorado, derrama copiosa y cristalina lluvia en una redonda y blanca taza de mármol. Al blando murmullo de estas aguas, y en el apartamiento de este encantado lugar, bien se podría entregar uno a la lectura de Chah-Nameh, de Firdusi, o a la difícil interpretación de los poetas y de los filósofos de la India y de la Arabia.

Tiene también el gran duque una sala construida y amueblada al estilo ruso, que, si no tan bonita, es más ligera y más digna de verse, acaso, que el gabinete persa. Dejo de enumerar las columnas de mármol, los jaspes de todos colores, los vasos de porcelana, de malaquita y de bronce, y las demás riquezas que encierra el Palacio de Mármol.

Ayer estuve también en el palacio de la gran duquesa María, y la magnificencia, el buen gusto, la novedad y los tesoros artísticos de este nuevo palacio me hicieron olvidar y casi tener en menos las maravillas del primero. La gran duquesa María posee una riquísima colección de pinturas con que adorna los muros de su vivienda. Los mejores pintores flamencos, antiguos y modernos, han contribuido a enriquecerla. De Murillo hay cuatro originales, sobresaliendo, entre todos, un Divino Pastor. De Velázquez, dos cuadros; y una Virgen, de Morales, que tiene a Cristo, muerto, en sus brazos, y que es una de las más bellas y melancólicas pinturas que un artista despreciador de la hermosura física y enamorado de la espiritual e interna hermosura ha podido concebir jamás. Al mirar el rostro, lívido, desfigurado y horriblemente cubierto de heridas, del Salvador, vuelve uno los ojos con espanto; pero al fijarlos en los de la Madre Dolorosa, se siente en el alma una piedad infinita, y se comprende y se lee en el semblante pálido y desencajado de la Virgen todo lo que su corazón debió de padecer. El efecto que produce este cuadro es tal, que más vale que lo tengan tapado, como lo tienen. Al hombre religioso puede llevarle a considerar con hondo recogimiento el misterio temeroso de la redención; al que no lo sea le debe poner grima. Por lo demás, el cuadro está no en una devota y severa capilla, sino en medio de los más elegantes y voluptuosos salones. Otras pinturas profanas y alegres lo rodean, y parece que la de Morales viene a turbar la fiesta. Psiquis y Cupido se abrazan y se besan no muy lejos de aquel sitio. Las tres Gracias, de Canova, se muestran allí en toda su desnudez y la Magdalena, del mismo autor, aunque contrita y penitente, luce aún todos sus peligrosos y seductores encantos. Graciosos paisajes y mil cuadros de la escuela italiana, entre los cuales los hay de Rafael, de Leonardo de Vinci, de Francia, de Guido Reni y del Veronés, no son tampoco muy devotos, aunque tengan la intención de serlo. Escultores y pintores han procurado a porfía representar la extraordinaria hermosura de la gran duquesa, y no han podido conseguirlo. La gran duquesa es una criatura celestial. Tennerani la ha representado de cuerpo entero, en mármol de Carrara, y éste, a mi ver, es el mejor retrato que hay de su alteza.

Los jardines de invierno de este palacio parecen un sueño de hadas. Yo imaginé que por arte de encantamiento me había trasladado, sin saber cómo a los risueños bosques del Brasil. Arboles y plantas exóticos y olorosas flores cubren aquel recinto; fuentes y cascadas y altos surtidores le dan música y frescura; grutas y peñascos, cierto aspecto rústico y misterioso. Detrás de un lienzo de agua que cae con sonora majestad de una elevada roca, y que vela completamente la entrada de una caverna, se ve algo como las fraguas de los cíclopes o el fuego del infierno; se ve, en fin, la más poética chimenea que hay en el mundo. Después de recorrer los jardines, entramos en los salones donde la gran duquesa suele estar de continuo, y donde tiene sus pinturas favoritas, obras maestras, las más, de la escuela italiana. No sé cómo pintar lo aristocrático de este retiro. Parece la morada del hada Parabanú. Hay allí un gabinetito donde, si yo hubiese entrado solo, acaso hubiera imaginado que todas las ondinas y las peris y las huríes iban a venir en mi busca, y que se iban a animar y a enamorarse de mí las ocho lindas e inocentes muchachas que Gretize ha pintado y que adornan las paredes del mencionado gabinetito. Y dejo en este punto la descripción del palacio de la gran duquesa María, aunque me temo que lo mejor se quede por decir. Tantos primores, ni se pueden ver en un momento ni referir en una carta. Para verlos, me sirvió de cicerone una demoiselle d'honneur de la gran duquesa. Yo estaba tan lisonjeado y tan confuso de este favor, que no sabía cómo agradecerlo. La demoiselle d'honneures la más bachillera y leída demoiselle que he conocido desde que ando por estos mundos. Se diría que es una druidisa o una norma o sibila boreal. Las damas de Calderón no discretearon nunca tanto como ésta discretea; y es, además, un Mezzofante femenino, sin que por eso me atreva yo a decir, ni a imaginar si quiera de ella, lo que de Angélica dijo Ariosto, que

Spesso avca più d'una lingua in bocca.

Anteayer estuve en la Biblioteca pública imperial, que cada día se aumenta y contiene hoy cerca de 700.000 volúmenes. Todo lo vimos a galope y mal, por consiguiente. Para ver bien aquella biblioteca es menester un mes. Hay una gran sala donde están solamente cuantos libros se han escrito sobre Rusia en todas las épocas y en todos los pueblos. Español hay algo, y uno de los bibliotecarios me dijo que hace tiempo que anda buscando y que no puede dar con una comedia que escribió Lope de Vega sobre el falso Demetrio. Otra sala contiene los manuscritos, en número de 20.000: latinos, griegos, árabes, persas, armenios, rusos, polacos, alemanes, franceses y españoles. De los nuestros vi de pasada un libro lleno de cartas autógrafas de Felipe II y la traducción española del Evangelio apócrifo de San Bernabé apóstol, que un tal Juan Maxin tradujo también en italiano. Ignoro si el traductor español supone que este Evangelio se halló en la sepultura y sobre el pecho del apóstol, en la isla de Chipre o en las cuevas del Sacro Monte, cuando se descubrieron allí los huesos de los mártires y primeros evangelizadores de España. Dice el traductor, en su prólogo, que en dichas cuevas se hallaron asimismo los cien consejos o sentencias que dictó la Virgen y que escribió Tesifón, su secretario; la vida, predicación y milagros del Apóstol Santiago; las ocho preguntas de Pedro, y otros libros por este orden. Uno de los bibliotecarios, monsieur Muralt, ha escrito y publicado una descripción en francés de este Evangelio; pero, a la verdad, que deja muchos puntos oscuros, o al menos yo no llego a aclararlos. Así, por ejemplo, yo no sé de cierto si el Evangelio traducido por Juan Maxin es el mismo que traduce el español o es otro, si existe en árabe o en alguna lengua sabia el original del uno o de los dos Evangelios, dado que haya dos, y si el traductor español le inventó o le tradujo con intenciones meramente literarias, o con el fin de seducir a las gentes y de inclinarlas al islamismo, porque el falso evangelista llama a Cristo profeta y no Hijo de Dios, y predice la venida de Mahoma y defiende la circuncisión y la abstinencia de ciertos manjares y bebidas.

Otro día, cuando haya visto yo más detenidamente la biblioteca, le volveré a hablar a usted de ella, si mis cartas no le aburren y a mí no me cansa el escribirlas.

He leído en los periódicos españoles no sé qué sobre un ucase imperial, que no me parece que han entendido muy bien. Aquí la aristocracia, esto es, la nobleza, porque una aristocracia en el sentido estricto de la palabra ni la hay ni sería compatible con la autocracia del zar, no estaba llamada exclusivamente a los empleos públicos; antes bien, los empleos públicos son los que daban y dan inmediatamente la nobleza personal a quien los desempeña. En el momento en que un ruso, aunque sea de la familia más humilde, puede vestir un uniforme y ceñir una espada, ya es tan noble como el que más. En el momento en que obtiene el título de consejero, equivalente a brigadier en el Ejército o, por mejor decir, a general, porque brigadieres no hay, ya transmite la nobleza a toda su generación. Antes bastaba ocupar un puesto equivalente al de coronel en el Ejército; y esto es lo que el emperador Alejandro II ha modificado. La causa ha sido que se iba creciendo una numerosísima nobleza de empleados sin rentas y con los humos y el amor a la ociosidad y a la vita buona de la nobleza antigua y rica. También ha modificado el emperador la división de los empleados en tres clases: primera, los que entran a servir con diploma universitario; segunda, los que han estudiado en los colegios, y tercera, los que han estudiado privadamente. Según era un empleado de primera, de segunda o de tercera clase, podía ascender con más o menos prontitud en su carrera, sin que el mérito más extraordinario fuera bastante a quebrantar esta ley. En el día, y de acuerdo con la última disposición del emperador Alejandro, puede elevarse más pronto a los primeros honores el que tiene mérito, aunque no tenga título universitario. La diferencia está sólo ahora en que entra a servir, desde luego, en un empleo de superior categoría el que ha estudiado en alguna Universidad.

La muerte del conde Gregorio Strogonov, del Consejo del Imperio, y uno de los personajes más respetados y queridos de esta Corte y en toda la Rusia, va a desanimar por algún tiempo a la alta sociedad. El conde, por su mucho saber y experiencia, por su amena conversación y por sus elevadas prendas de carácter, era también muy estimado de su majestad. Hoy se hará con gran pompa el entierro del conde, y creo que asistirán en él cuantas personas notables hay en Petersburgo, y el emperador mismo.




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San Petersburgo, 26 de enero de 1857.

Mi querido amigo: Esta carta empieza muy triste; empieza con un entierro: el del conde de Strogonov. Las honras y cantos fúnebres tuvieron lugar en el famoso monasterio de San Alejandro Nevski, fundado por Pedro el Grande, en el mismo sitio en que el santo ruso ganó, en tiempos antiguos, una gran batalla a los suecos. Pedro el Grande, para santificar la nueva ciudad que levantaba, hizo venir a las orillas del Volga los restos del héroe santo y colocarlos allí. Según dicen, el santo no se encontró a gusto en su nueva habitación y se volvió milagrosamente a la antigua; pero el zar le hizo venir de nuevo, rogándole que no se largase otra vez si no quería que sus frailecitos padeciesen el martirio. Desde entonces el santo no se mueve. Verdad que su habitación se torna cada día más agradable. Oro, jaspe, bronce, pinturas y diamantes y perlas adornan la morada del santo. Los más grandes señores del Imperio van a enterrarse allí para hacerle compañía; y les custodian sesenta frailes, tan membrudos, colorados y gigantescos, que más que frailes parecen jayanes. Al verlos se acuerda uno de los sesenta valientes de los más fuertes de Israel que rodeaban el lecho del rey Salomón, todos con la espada sobre el muslo por temor de los rumores de la noche. Estos frailes tienen todos voz de bajo profundos. Hacen de tiples e imitan a los angelitos del cielo una turba de muchachos cuya suerte envidiaría el marqués de Custine. Los trajes y las ceremonias de la iglesia no pueden ser más solemnes y pomposos. Se cuenta que cuando el zar Vladimiro, después de haber tenido un disgustillo con Pernn, se decidió a plantarle y a tomar otro dios para los rusos, los búlgaros, aquellos terribles guerreros que dieron nombre a cierto vicio abominable en muchas lenguas de Europa, trataron de que se hiciera mahometano como ellos; pero la falta de pompa en el culto, la necesaria abstinencia del vino y, sobre todo, la circuncisión, disgustaron a Vladimiro de la religión de Mahoma. Entonces envió a Constantinopla emisarios que volvieron maravillados de la grandeza y suntuosidad que habían visto en el templo que levantó Justiniano a la Eterna Sabiduría. Vladimiro, al oírlos, determinó bautizarse y que se bautizasen sus súbditos, y desde entonces son los rusos cristianos. Hay quien supone que, salvo la pompa del culto, el beber vino y el no circuncidarse han conservado algo de la primera intención y son un tanto cuanto musulmanes. Pero éstas son hablillas necias. Lo cierto e indudable es que, desde que no hay patriarca y el emperador es jefe de la Iglesia, no tiene ésta aquella independencia, ni los clérigos aquella respetabilidad que convendría que tuviesen; pero, en cambio, hay más unidad en todo, y el Gobierno dispone, según sus miras políticas, de un poderoso instrumento. Si los clérigos o frailes de las otras sectas o religiones no andan derechos, se les envía a tomar aires fuera del país, como hicieron pocos años ha con los capuchinos de Georgia, allí establecidos desde mediados del siglo XVII. Los georgianos católicos, ovejas sin pastores, se acogerán probablemente al redil ruso.

Pero volvamos al entierro. Todo el Cuerpo diplomático aquí residente y los magnates y altos dignatarios de esta Corte asistieron de uniforme. El emperador mismo y el gran duque Nicolás le honraron con su presencia. Mientras se cantaron ciertas oraciones, rogando a Dios por el alma del difunto, tuvo cada individuo una vela de cera encendida en la mano. El féretro estaba en medio de la iglesia, sobre un catafalco, al cual se subía por escalones. Le cubría un palio primoroso de terciopelo negro bordado de oro. Los padres le rociaron con agua bendita y le sahumaron con incienso. Uno dijo allí, dirigiéndose a todos nosotros, una infinidad de cosas que no entendí. Terminado el canto, se verificó un acto solemne y conmovedor. Todos los parientes y amigos del difunto, con lágrimas en los ojos o aparentando llevarlas y vestidos de luto riguroso, subieron lentamente hasta tocar el féretro y besaron su cubierta. El féretro, como ya indico, estaba cerrado, y este último beso de eterna despedida en el mundo, se dio al través de la madera. Alrededor del túmulo estaban colocadas, en sendos taburetes, las grandes cruces con que honraba su pecho el conde durante su peregrinación por este valle de lágrimas. Las grandes cruces del conde eran muchas, lo cual para los rusos y entre los rusos es de más importancia que en otro pueblo cualquiera. Para ellos una cruz es la joya


   que sobre el oro del alma
es el más bello realce;

que es lo que en España se pensaba de las cruces en tiempo de Calderón.

Hemos visitado en estos días el nuevo y el antiguo Almirantazgo. En el antiguo hay una multitud de oficinas. El palacio es inmenso. Su biblioteca contiene mapas hidrográficos, historias de viajes y otros libros científicos y atañaderos al oficio de marino. Hay una imprenta, prensas litográficas y prensas para grabar en acero y en cobre. Un depósito hidrográfico donde se venden los libros y los instrumentos necesarios a los navegantes; y una Academia de Arquitectura Naval que, si no estoy equivocado, me parece que no tenemos en España, y es un dolor que no la tengamos, para que los que saliesen de ella construyesen los barcos fuesen responsables de que las maderas estaban sanas y no podridas. En el nuevo Almirantazgo hay varios diques cubiertos, que comunican con el Neva, y donde se pueden construir barcos durante el invierno. Ahora construyen un navío inmenso, de ciento cincuenta cañones. Ya está muy adelantado. Será de vapor, a hélice. El oficial que nos enseñaba todo esto me dijo que las máquinas de vapor se construyen aquí, y que no vienen ni de Bélgica ni de Inglaterra, como yo imaginaba; que durante esta guerra de Crimea han fabricado ellos catorce barcos de vapor, de doscientos cincuenta caballos de fuerza cada uno, y todo hecho aquí, y qué sé yo cuántas cosas más me dijo, que todas, con el debido respeto, se pueden poner en cuarentena. Aquí tratan siempre de dejar a uno espantado, aunque sea a costa de una mentirijuela o de varias.

En cuantos establecimientos visitamos se dispone todo con tiempo para nuestra llegada, como si fuese a representarse una comedia. Aunque nada haya por imprimir, se imprime aquel día; aunque nada haya que grabar, aquel día se graba; aunque nada haya que escribir o que pintar, aquel día se escribe y se pinta, y por dondequiera reina la más grande actividad, buen orden y movimiento. Todo está sahumado y aljofifado como una plata. Pero esto no es de extrañar y sí de agradecer. Lo que yo extraño es que muchos de nuestros cicerones, empleados de los mismos establecimientos, suelen, a veces, no entender lo que nos enseñan, ni aun siquiera levemente.

Las entendederas de los rusos no están, por lo general, muy abiertas, ni creo que sea menester que lo estén. Aquí todo marcha divinamente, sin necesidad de una ilustración muy difundida. Escuelas debe de haber aún de las que fundó Pedro el Grande, donde nadie va a aprender nada. En cambio, los alemanes aprenden, saben y sirven a este país, ya sean súbditos naturales del emperador, ya se hayan puesto a su servicio voluntariamente. Generales, sabios, literatos, médicos, cirujanos, boticarios y hasta panaderos, porque los rusos se asegura que tienen especial afición a mezclar la arena con la harina, para dar más peso al pan, son, en su mejor o mayor parte, de raza germánica. El ruso castizo aborrece al alemán de todo corazón, y quisiera verle ahorcado. Las ninfas movilizadas, o dígase en circulación, son también tudescas. O las rusas son más castas o no tienen arte ni gracia maldita para ejercer el oficio. No es esto decir que no haya cidalisas rusas, pero han de ser de la ínfima clase, que caballeros como yo no visitan. En fin, este punto no lo tengo aun puesto en claro y siento haberlo tocado.

Sentiré que abran aquí esta carta y que la lean. Pero ¿qué hemos de hacer?

Adiós. Su amigo afectísimo y seguro servidor, q. b. s. m.,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 28 de enero de 1857.

Mi querido amigo y jefe: Escritas ya y cerradas mis dos cartas del 25 y del 26, recibí las dos de usted del 13 y del 14, en que se autoriza al señor duque para ofrecer los dos toisones, esto es, para ofrecer el toisón al príncipe Alejandro Gortchakov. Ahora hablará el duque al príncipe, o acaso le haya hablado ya anoche en una tertulia donde yo no asistí por hallarme muy cansado, y creo que habrán decidido o decidirán lo que conviene, que es, en mi entender, que aquí digan darnos desde luego los dos San Andrés y la Santa Catalina, y el Alejandro Nevski para el marqués de Pidal y el Águila Blanca para usted. Estas gracias aparecerán en el Diario de San Petersburgo el día 25 de febrero, tiempo suficiente para que, advertidos ustedes por el correo, y sin necesidad de telégrafo, hagan aparecer el mismo día, en la Gaceta, las gracias correspondientes. Los títulos e insignias para los rusos los traerá don Javier, y Galitzin llevará los títulos e insignias para los españoles. Esta es la composición de lugar que yo hago, y en este sentido quisiera disponerlo todo. Ya estamos instalados en la lindísima casa que, amueblada con gran elegancia, ha alquilado el señor duque por 1.200 rublos mensuales. Hay en ella magníficos salones de baile, hermosa escalera, jardín de invierno al lado del comedor, que parece un precioso patio de Sevilla, con su fuente en medio y un alto surtidor, y flores, y plantas, y frondosos arbustos, que se multiplican en los espejos que forman las paredes, en parte cubiertas de hiedra y otras plantas enredaderas.

La habitación del señor duque es muy espaciosa y confortable. La de la señora, como no hay señora, está desierta; pero no puede ser más cuca y graciosa. Consiste en una serie de estrados, gabinetitos y boudoirs, donde hay muchos vasos de porcelana con flores, muebles cómodos y elegantes, cierto misterio voluptuoso y otras mil cosas y circunstancias apetecibles. La alcoba da sobre el jardín de invierno; quiero decir está al lado, en el mismo piso principal, y parece un nido de amores, según la expresión con que Quiñones se la ha celebrado al duque: expresión que, sin duda, él ha oído a alguien, porque no se le ocurren cosas tan poéticas y mitológicas; así es que la repite en francés, imaginando tal vez que en España y en español no hay más que nidos de chinches o de golondrinas en las casas. Mi cuarto de dormir es también muy bonito: da sobre el jardín y está sobrepuesto al nido de amores. Recibe la luz por el doble techo de cristales que cubre el jardín tantas veces ya mencionado. Tenemos en este segundo piso una multitud de salones a nuestra disposición; una sala con juego de billar y vistas sobre el Neva. Delante de la casa está el puente Nicolás, que es una bella obra en su género, y que une a Vasiliostrov con esta otra parte de la ciudad. En medio del puente se levanta una elegantísima capilla dedicada al santo que le da nombre, y cuya imagen allí se venera y se aparece en un mosaico rico, hecho en San Petersburgo mismo.

Aquí puede uno vivir como el pez en el agua, y sospecho que el duque no dejará San Petersburgo tan aína. Acaso dé bailes, y de seguro dará comidas en esta casa. Acaso haga venir a ella, con cierto recato, a la comedianta francesa que le ha pillado ya doce o trece mil francos, y que no ha logrado aún y logre al cabo. Acaso en el nido de amores se celebre este erótico ayuntamiento y nazca de él un Gironcillo que herede más de la bondad y excelentes prendas del padre que de la tunantería materna. Entonces podremos decir de la comedianta lo que de Mesalina dijo el profano cuando ella se arremangaba las faldas,

ostenditque tuum, generose Britanice, ventrem.

Ya tenemos muchos más amigos, que vienen a comer con el duque a menudo. Todos le aconsejan que dé un baile, y muy particularmente cierta dama que le tiene frito y achicharrado. Da la casualidad de que esta dama es la misma que yo vi por vez primera en Petersburgo, que me causó tanta admiración y que fue causa involuntaria de que me rompiese una espinilla. Su hermosura calmuca sigue asombrandome; pero no me enamora, por dicha mía. Ella no gusta sino de las personas muy empingorotadas; Tolstoi la pretende y no sé hasta qué punto habrá llegado. Pero si el duque quisiera y no fuera tan cándido, la dama plantaría a Tolstoi por él. Ella es mujer de un capitán, y aunque es, así como su esposo, de muy buena familia, no está muy sobrada, si no es de aquellos tesoros naturales que deben ser incomunicables, o al menos introcables.

En medio de estos jolgorios conozco que estoy yo de más, y que maldito lo que hago ni para qué sirvo.

Al duque le seguirán siempre considerando como un gran señor y noble y espléndido caballero; pero no pueden considerarle seriamente como el embajador o el ministro de España en esta Corte. ¿Cómo han de considerarme, pues, a mí como un secretario de una Legación de España que no existe?

Quedarme aquí como amigo del duque y comensal suyo no puede ser, porque el duque no me honra, por desgracia, con su amistad, y yo me fastidio. Por otra parte, yo deseo volver a esa Primera Secretaría, y que usted me emplee en algo de importancia. Yo pondré mis cinco sentidos en hacerlo bien, y espero que usted y el señor marqués de Pidal me querrán más que el duque, a pesar de mis defectos. No me parece que soy tan mala lengua, y creo que del duque mismo he hecho grandes elogios, en cuanto hay en el duque que se pueda elogiar. A este país le he elogiado también más de lo que se merece, y cuando veo mis cartas publicadas me suelo avergonzar de tanto elogio, porque creerán que yo no he visto nada en mi vida. Yo soy muy hiperbólico, como buen español: pero lo soy más en el elogio que en la censura. De Quiñones no he dicho más que cuatro chistes fríos, con la intención de hacer reír sin ofenderle. Si yo fuera capaz de tenerle rencor, se lo podría tener, sin embargo. Si él no hubiese venido, estoy seguro de que el duque y yo estaríamos a partir un piñón; estoy seguro de que el señor duque de Osuna me querría como a un hermano, y hasta el mismo favor y confianza del duque me hubiera granjeado en San Petersburgo mejor acogida en la sociedad, más distinciones y favores de los que me han hecho.

En fin, sea como sea, yo no puedo permanecer aquí más largo tiempo. Mi salud tampoco es la mejor. Estoy mimado en mi casa y aquí ni me sirven, ni me cuidan, ni me preguntan siquiera si me llevan o no me llevan todos los diablos.

Me parece que si me diera alguna enfermedad grave me cuidarían como a un criado de la casa; pero no me atenderían como a un compañero.

Adiós. Pronto nos veremos, porque, a pesar de los inconvenientes del viaje solo, me parece que lo haré al cabo. No puedo dormir bien, me aburro maravillosamente y padezco de los nervios y del estómago. Me desespera que nadie se compadezca de mis males, y soy capaz de hacer la tontería de contárselos a las damas más amigas para que me tengan lástima. Antes de que llegue este extremo, lo mejor será irse y, sobre todo, repito, estando la misión terminada y no teniendo yo aquí motivo oficial de permanencia.

Soy su amigo afectísimo y seguro servidor, q. b. s. m.,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 31 de enero de 1857.

Mi querido amigo: Mañana o pasado tendrá el duque una entrevista con Gortchakov para hablar de lo de las cruces. Ojalá se logre que al marqués y a usted les den el Alejandro Nevski y el Águila Blanca, al mismo tiempo que se den los dos San Andrés.

En una tertulia que anteanoche dio en su casa el príncipe-ministro hablé algo de esto con él, y me dijo, y a lo que parece al duque le dijo lo mismo, que haría lo posible porque se lograra pero que todo dependía del emperador. Debo advertir que las pocas veces que he hablado al príncipe de cosas graves ha sido porque él se ha prestado a ello muy gustoso y me ha llamado a sí. Cuando no, me contento con saludarle cortésmente. No me gusta hacer el entremetido ni asediar a nadie, y conozco muy bien mi posición oficial, tan inferior a la suya. Tiene, además, o finge tener, el príncipe una opinión tan subida de su nación, y deja traslucir, a pesar de su extremada finura, un aire tan cargante de protección y benevolencia por las otras naciones, que no sé cómo no le suelta uno alguna papa de las mayúsculas. Anteanoche me dio a entender, con estilo diplomático, rodeos y delicadezas, que Narváez (y no sé de dónde lo ha sacado) quiere el San Andrés como un balancín para no caerse. En el mismo estilo, aunque más claro, contesté yo, y espero que conteste el duque, si Gortchakov repite semejante tontería, que no había tal cosa, y que si la reina y el pueblo de España quieren a don Ramón, le sostendrán en el Gobierno sin San Andrés, y que si no le quieren, le dejarán sin Gobierno, aunque tenga diez San Andrés: que nosotros deseábamos el cambio de cruces como muestra de la nueva amistad de ambas naciones y monarcas, independientemente de los ministros o del partido que ahora gobierna, y que no será sólo al partido narvaísta a quien darán una prueba de estimación dando a Narváez el cordón de San Andrés, sino a la nación española, al frente de cuyo Gobierno está ahora el duque de Valencia. También le dije que el partido moderado monárquico constitucional no está en el aire, como algunos piensan y es el que tiene porvenir y el que mandará siempre en España; y que un movimiento absolutista exagerado traería consigo pronunciamientos y revueltas efímeras, y como término de ellas, volver las cosas al punto en que estaban; esto es, a don Ramón y a los liberales moderados. En todo convino su excelencia; pero, en tono lastimero, me hizo una observación, a la cual confieso que no se me ocurrió brillante respuesta. «Lástima -exclamó- que el partido moderado no se una y que no se olviden tantas ambiciones e intereses personales o se sacrifiquen al bien general.» La independencia Belga, que es el pasto espiritual político de los repúblicos de aquí, nos hace bastante daño pintando los asuntos de España con los colores más negros. Dije, por último, al príncipe, porque venía a cuento, que a Benckendorv o a Brunov era a quien primero se le había ocurrido y quien primero había hablado del cambio de cruces y que sin estas insinuaciones acaso el Gobierno español no hubiese pensado en ello. El príncipe contestó que no creía que Benckendorv hubiese hablado de tal cambio, y yo le dije que creía que sí.

En toda esta conversación, que duraría tres o cuatro minutos, estuve yo muy humildito, y el príncipe, como siempre, muy repulido y amable. Aunque hable de zanahorias, la echa de hombre profundo; frunce las cejas, hace mohines con la boca, espantosa y fiera como el cráter de un volcán; lanza miradas penetrantes e investigadoras al través de las antiparras, con aquellos ojos vivos y saltones, y hace mil monadas elegantes y aristocráticas con los largos y delgados brazos, con las manos, feas, aunque cuidadas, y con el cuerpo. Yo le miraba atentamente y con gran respeto, y consideraba, allá en mi interior, lo feísimo que es visto a buena luz, de cerca y despacio. Mefistófeles debía de ser por el estilo, cuando andaba de Ceca en Meca con el doctor Fausto.

Por lo demás, esta calidad de imponer, de deslumbrar y cegar es muy común a esta gente. Yo he sido también de los deslumbrados y ciegos en ciertas ocasiones. Aprecian aquí y celebran tanto las cosas propias, que, sin querer, se siente uno llevado por la corriente y como impulsado a elogiarlo todo también. Mis cartas a usted se resienten, a veces, de esta disposición de ánimo. Verdad es que el tener yo un estómago sumamente agradecido ha entrado por mucho en las alabanzas.

Las mujeres están menos dotadas de esta buena o mala calidad, que no sé designar en español sino por medio de un portuguesismo, llamándola impostura; pero hay una señorita, demoiselle d'honneur, que en este punto le echa la zancadilla a todo el género humano. La princesa Dolgoruki, que así se llama, tiene la cara algo tártara, los ojos oblicuos, la nariz respingada y los juanetes prominentes. Su estatura es elevada, y el cuerpo elegante y airoso por todo extremo. Se viste con gran primor y esmero, aunque con afectada sencillez. Hay en todos sus movimientos una majestad amable y dulce que llama la atención y cautiva. La boca denota más ingenio que ternura: todos dicen que tiene maravilloso ingenio, y todos la acatan como si fuera una emperatriz. Yo mismo, aunque extraño a las cosas de por aquí, y todavía ignorante de lo que se supone o refiere, he sentido, al acercarme a esta noble señorita, no sé qué respeto de súbito y no sé qué deseo de entrar en su gracia.

El señor duque sigue con intenciones de quedarse aquí sabe Dios hasta cuándo. Las damas, y todos en general, si algo se puede descubrir aquí de lo que interiormente se siente, están contentos de que quede el duque y de que guste tanto de Rusia. El amor propio nacional es lo único que entre esta gente tiene algo de cándido. No creen en la pronta venida de don Javier, y quieren que el duque se quede hasta que don Javier venga, como una satisfacción del mencionado amor propio. Oficialmente no le pueden considerar al duque como embajador; pero embajador le llaman todos a boca llena en la conversación familiar. No sé, sin embargo, si, a pesar de tener aquí este embajador, se decidirán a enviar a Madrid a Galitzin antes que venga don Javier o antes que sepan que don Javier se ha puesto en camino. Entre tanto, el duque pagará bizarramente los bailes y comidas que le han dado. Estos salones, iluminados en una noche de baile, parecerán encantados y diáfanos. La escalera, el jardín, el salón principal de baile y la inmensa antesala están en comunicación por medio de arcos, cubiertos sólo de grandes cristales. Por ese orden debía de ser el palacio que vio Don Quijote en la cueva de Montesinos y donde Belerma salía en procesión con sus dueñas y el corazón amojamado del señor Durandarte.

Hemos estado en Cronstadt y visitado sus fuertes arsenales; pero ¿qué viaje diabólico no hemos tenido que hacer para ir a Cronstadt? Sabido es que esta ciudad famosa está fundada sobre un islote que cierra y defiende la desembocadura del Neva. El mar intermedio entre San Petersburgo y Cronstadt está cubierto de hielo hasta el mes de abril. Nuestro viaje fue, por consiguiente en trineo, y en trineo descubierto, para poder gozar de toda la novedad del espectáculo, a trueque de que se nos helaran las narices. A las tres leguas de camino, esto es, a la mitad, porque el camino tiene seis, nos reposamos y calentamos un poco en una casa de madera levantada en medio del mar y destinada a este objeto. Luego continuamos la expedición y llegamos a Cronstadt felizmente. La ciudad es muy hermosa, y en verano, cuando está animada por el comercio, contiene más de cincuenta mil habitantes, muchos de los cuales se van con la música a otra parte durante el invierno, y la población queda muy reducida. Hay allí magníficos almacenes y canales hechos de granito, por donde entran los barcos, y, en fin, todas las señales de una gran actividad mercantil y de hallarse uno en el emporio de San Petersburgo y de lo mejor de Rusia. Pero paralizado y muerto como por arte del diablo, sin que pueda nada resucitar hasta la primavera. Pensaba yo, al ver esto, en aquella ciudad paralizada de Las mil y una noches, donde todo está inmóvil, hasta que la princesa afortunada rompe el encanto, dando un beso al bello príncipe dormido, y todo comienza a circular y a agitarse de nuevo; las palomas arrullan, las moscas zumban, la gente anda por las calles, el viento sopla, las mujeres hablan y cantan, y hasta el jefe de la cocina de Palacio, que hacía trescientos años que tenía el pie levantado para darle en el trasero a un pinche, acaba de aplicarle, por último, el por tan largo tiempo dilatado puntapié.

En el puerto mercante de Cronstadt hay este invierno, aprisionados por el hielo, cerca de cuatrocientos barcos de todos tamaños y de todas naciones. Por medio de ellos nos paseamos en trineo. De la misma manera vimos la escuadra rusa en ambos puertos militares. Sólo navíos de línea habría acaso treinta. Vimos también un colegio de pilotos para los buques de guerra. Los oficiales de Marina de por aquí deben acaso saber más de maniobras que de preguntar cuál es el punto adonde se encaminan al polo refulgente y las estrellas. Lo cierto es que tienen necesidad de Palinuros, que están aquí más autorizados que los masters en Inglaterra Los diques de Cronstadt son muy hermosos y sólidos, hechos de granito y capaces de contener quince navíos a la vez. Visitamos el fuerte Alejandro, que está a dos kilómetros de distancia del fuerte Pablo, cada uno a un lado, y en medio el canal, por donde sólo hay paso para los buques de alto bordo que quieren entrar en la bahía. Los fuertes Pedro y Kronschelet, algunas baterías construidas últimamente, otras que se están construyendo y el muro que defiende la ciudad por la parte de Occidente, completan estas tremebundas fortificaciones. En el fuerte Pablo hay ciento sesenta y un cañones a lo Paixhans y en el fuerte Alejandro, ciento veintiuno. Cuatro son las galerías, sobrepuestas las unas a las otras, donde estos cañones del fuerte Alejandro están colocados. En los ángulos y puntos más importantes, los cañones son de tanto calibre, que pueden disparar balas y granadas de catorce pulgadas. Cada cañón gira sobre una base semicircular, y la dirección puede cambiarse, por pesado que sea el cañón, con sólo dos hombres y en un instante. Para levantar o bajar la puntería hay también un artificio ingenioso y nuevo e inventado aquí, según dicen, aunque ya no quiero creerlo. La solidez de estos fuertes es maravillosa; pero las galerías me parecen estrechas y bajas, y si llega un día de guerra, en que sea preciso tocar todos aquellos instrumentos, los músicos se han de ahogar con el humo. Por medio de cada galería va un ferrocarril para llevar rápidamente las municiones en un carretoncillo. Hay hornos muy bien ideados y construidos para calentar muchas balas en poco tiempo y dispararlas rojas. Después de haber visto todos estos primores, he conocido, aunque lego y profano en las ciencias militares, que estamos bastante seguros en San Petersburgo, y que es difícil que nadie venga a molestarnos.

Ya empezaba a oscurecer, cuando salimos de Cronstadt, y la noche nos sorprendió en medio de los mares helados. Los caballos que tiraban del trineo del señor duque eran mejores que los nuestros y le sacaron adelante. Los nuestros se apandaron y dijeron que no querían tirar más, Quiñones, el coronel Obrescov y yo imaginábamos ya, y hasta teníamos por cierto, que íbamos a pasar allí la anoche. La nieve formaba un torbellino en el aire y cubría el trineo con una capa de dos cuartas de densidad. Quiñones y yo nos bajamos para empujar el trineo y hacerle salir de allí; pero así que nos vimos metidos en la nieve hasta las rodillas, nos asustamos y nos volvimos a meter en el trineo. Por último, y cuando ya teníamos casi perdida la esperanza y nos íbamos resignando a convertirnos en sorbete, oímos el ruido de un carruaje, llamamos, acudieron, y era una malamente llamada diligencia, que nos tomó consigo, por fortuna. Allí nos encontramos con dos patrones de barco, un inglés y otro holandés, de los que por el hielo están detenidos en Cronstadt, y que iban a San Petersburgo. Pero aún no habían terminado nuestras desgracias, aunque ya estábamos más abrigados y resguardados del aire. La diligencia perdió el camino, porque los palos que, clavados sobre el hielo, lo indican, no podían verse con la nieve, que no cesaba de caer, y con la oscuridad de la noche. Así anduvimos a la ventura tres o cuatro verstas, sin poder orientarnos. Todos temían, aunque ninguno lo confesara, que volcásemos o cayésemos en alguna hendidura de las que abre la mar cuando se hincha y levanta bajo la losa cristalina que la cubre. Al venir, con la claridad del día, habíamos visto algunas de estas hendiduras y ninguno de nosotros estaba dispuesto a hacer el papel de Curcio. Por último, dimos otra vez con los palitroques y con el camino, y, aunque tarde y molidos, llegamos a casa, donde comimos muy bien al lado del jardín artificioso de que ya he hablado a usted y oyendo el apacible murmullo del alto surtidor que hay en su centro.

Basta por hoy de noticias. Suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 2 de febrero de 1857.

Aquí me tiene usted aún, mi querido amigo, con grandes deseos de volver a Madrid, pero sin bastante ánimo para emprender el viaje solo. Entre tanto, lo paso regularmente en esta tierra, donde cada día hay nuevos objetos que llaman mi atención.

Ahora vamos a menudo a las carreras de trineos sobre el Neva, que están muy concurridas siempre. Caballos magníficos, de una raza particular, que llaman aquí trotones, son los que se lucen en estas carreras.

He estado también en las montañas de hielo y he bajado varias veces por ellas con una rapidez maravillosa. El vehículo en que va uno colocado viene a ser como un almohadón de terciopelo, de una tercia de ancho y de una vara de largo, puesto sobre patines o barras de hierro, que se deslizan por aquel bruñido cristal. El que va sentado en el almohadón lleva las piernas en el aire y muy derechas, marcando con ellas la dirección que debe seguir, y las manos forradas de piel para apoyarlas sobre el hielo y enderezar o cambiar el rumbo cuando conviene. El que no sabe dirigir bien uno de estos vehículos y quiere pasearse en ellos, se confía, por lo regular, a uno que ya entiende bien el negocio, se hinca de rodillas detrás de él, procura tenerse derecho y se deja llevar, como yo hice. Quiñones quiso dirigir él mismo, con más valor y empeño que fortuna, y rodó lastimosamente por el hielo, exponiéndose a romperse un brazo o una pierna. Esto me quitó las ganas de meterme yo también a automedonte. Antes de ver yo rodar a Quiñones, y habiendo visto con qué facilidad bajan los ya curtidos en el oficio, imaginé que nada había más fácil, pero cambié de opinión al ver la mala suerte y desairada figura de mi compañero, que es ágil, mientras yo soy un topo.

Estas montañas están bastante lejos de San Petersburgo, en una quinta del barón Stieglitz, rico banquero alemán, que nos ha convidado a ir por allí todos los domingos. Para llegar a la quinta atravesamos un país singularísimo, donde, más que en ninguna parte del mundo, el ingenio y la voluntad el hombre han combatido con la Naturaleza yerta y estéril y han triunfado de ella. San Petersburgo está rodeado de alamedas dilatadísimas y de primorosos jardines; pero donde más se ha esmerado el arte para convertir en un paraíso los desiertos en que hace un siglo sólo vivían los osos y los lobos, ha sido en el delta que forma el río y que, cruzado por varios canales, se divide en islas. La gloriosa emperatriz Catalina II fue la maga que encantó estos lugares, antes espantosos, y les dio la pompa vernal y la animación y hermosura que ahora tienen. La emperatriz levantó un hermoso palacio en aquel desierto inhospitable y al punto la imitaron todos sus favoritos y grandes señores de la Corte. Hoy se ven allí, por dondequiera, multitud de casas de campo, un teatro elegante, ostentosos jardines y ricos y grandes invernáculos, donde se cultivan las más bellas y peregrinas flores. Dentro de tres meses, cuando vuelva la primavera, y traiga la vida consigo; cuando los hielos que cubren el río se separen y bajen con estruendo a perderse en el mar; cuando el olmo, el tilo y el abedul se vistan de nueva verdura y el pino y el roble sacudan de sus copas la corona de nieve, serán un edén aquellos sitios. En estos países del Norte se comprende mejor que en el nuestro todo lo que tiene de grande, de poético y de religioso la vuelta de la primavera: el beso de la princesa extranjera al príncipe dormido; el beso que dan todos los rusos en las mejillas cuando Cristo resucita; el renovado amor a la vida con que el doctor Fausto arroja la copa de veneno, cuando oye el canto de los ángeles que celebran la resurrección. Si yo me quedase aquí hasta la primavera, creo que sería capaz de sentirme inspirado y de componer un flamante Pervigilium Veneris, que haría olvidar el que se atribuye a Galo. Por los demás, y aun sin llegar a entusiasmar y componer versos, hallo yo belleza en este mismo sueño y paralización de la vida. A pesar de que mi organización es muy española, esto es, biliosa y melancólica, he llegado a alemanizar mi espíritu y a transformarme en un optimista completo. Cuando más muchacho era yo un cándido; los años, que no pasan en balde, me van ya transformando en un doctor Pangloss; y si alguna vez la bilis reconcentrada me hace ver las cosas negras y feas, cuando estoy en mi acuerdo, y el espíritu sereno domina al imperfecto organismo, lo hallo todo bien y rebién, y el mal me parece un accidente efímero, y el bien lo sustancial y constante. Entonces soy como los zahoríes y descubro todos los tesoros que hay ocultos en la tierra. Acaso sea una locura ambiciosa de descubrir más tesoros la que nos quita la vista de los ya descubiertos. Acaso los desengañados del mundo, los místicos desesperados y atrabiliarios, sean como aquel derviche que, no contento de las riquezas que descubría después de haberse untado el ojo derecho con la pomada encantada, se untó también el ojo izquierdo, y se quedó ciego. Pero, en fin: más valdría quedarse ciego que ver en todo la fealdad y no ver en nada la hermosura, como a muchos acontece. A éstos se les puede aplicar lo que refiere el cuento popular dinamarqués, que usted habrá oído o leído. Los diablos fabrican un espejo que oculta y turba lo hermoso y muestra a las claras todo lo feo; que hasta transforma en feo lo que es hermoso. Y, no contentos de burlarse de la Naturaleza entera, haciendo su caricatura, se levantan en el aire y van subiendo, subiendo, hasta querer llegar al trono de Dios y ponerle el maldito espejo por delante. Pero mientras más suben, más pesa el espejo, y aunque ellos hacen esfuerzos extraordinarios por sostenerlo, se les escapa al cabo de entre las uñas, y cae con tal violencia sobre la tierra, que se convierte en polvo. Cuando un átomo de este polvo entra ahora en los ojos de cualquier persona, le da la lastimosa facultad de verlo todo feo.

Yo no creo, afortunadamente, tener en mis ojos átomo alguno de este espejo diabólico; y aunque a veces, así de broma y con risa inocente, hago algunas burlas ligerísimas, soy más inclinado a bendecir que a maldecir; y cuando no me duele el estómago ni la cabeza, y aun doliéndome a veces, entono el canto de los tres arcángeles delante del Altísimo; el cántico sereno y magnificador de las cosas todas, que halló Goethe en el santuario de su alma elevada y tranquila. Yo digo con él:


Die unbegreiflich hen Whoerke
sind herrlich wie am ersten Tag.

Todo esto lo digo, en parte, porque se me ha ocurrido decirlo, al considerar lo contento que estoy, en ciertas ocasiones, de haber nacido, aunque no sea más que para gozar por algún tiempo de este variado y esplendente espectáculo del mundo; y en parte para que no me tenga usted por un maldiciente murmurador, y modifique su opinión, con respecto a mí, y crea que soy muy tierno y enamorado de corazón y más dado al elogio y a la glorificación que a la censura y a la sátira. Lo cual no impide que, de cuando en cuando, se ría uno un poco de esto o de aquello, para conservar viva en el alma la virtud de la eutrapelia, de que hay libro escrito en español donde se ponen muy menudamente las chuscadas que hasta los santos han dicho.

Adiós. Expresiones a los amigos, y crea que lo es suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 5 de febrero de 1857.

Cada día, mi querido amigo, siento mayor deseo de volver a la patria, y cada día hallo más difícil el salir de aquí. Esta sociedad tan amable y tan aristocrática, y estas mujeres tan elegantes y tan hermosas, le tienen a uno como embelesado y suspenso, y no hay modo de dejarlas sin hacer un esfuerzo inaudito. Esto me sucede sin que ellas me quieran y sin que se fatiguen en lo más mínimo por agradarme: imagínese usted lo que sucedería si me quisiesen.

También me detienen aquí la curiosidad y el interés vivísimo que las cosas de este país me inspiran. No sé qué daría yo por saber el idioma ruso y poder tratar a la gente menuda de por aquí, y enterarme a fondo de sus costumbres de sus creencias y de sus pensamientos y aspiraciones. Pero cuando llegue yo a aprender el ruso, porque he hecho propósito de aprenderlo, ya no estaré en Rusia, ni acaso tendré probabilidad de volver a Rusia en mi vida. Mis nuevos conocimientos filológicos me servirían, sin embargo, para estudiar una literatura que, aunque casi ignorada en toda la Europa occidental, ni por eso deja de ser rica y promete ser grande con el tiempo. Aquí se nota en el día cierto movimiento literario. Se publican varias revistas (de las que muchas son militares y de los diferentes ministerios), y otras obras periódicas literarias y científicas, cuyo número se eleva a ochenta. Hay, además, cerca de cuarenta diarios políticos oficiales y extraoficiales. De las publicaciones periódicas de más entidad salen algunas en francés, como, por ejemplo, las Memorias de la Academia de Ciencias de San Petersburgo, y muchas en alemán principalmente en Estonia y Curlandia donde hay sociedades de historiógrafos, de arqueólogos y de naturalistas que dan a luz periódicamente sus lucubraciones y descubrimientos. Las literaturas de los pueblos sujetos a este Imperio, aunque no estén tan comprimidas y ahogadas como algunos dicen, no creo que estén muy protegidas tampoco. En Polonia, si bien no hay un digno sucesor de Mickiewicz, descuellan en el día algunos escritores notables, y entre ellos un novelista ingenioso y fecundo, de cuyo nombre no me puedo acordar ahora. Hasta en Georgia se publican dos periódicos literarios en la lengua del país. Finlandia, que se gloria de su antigua y dilatadísima epopeya, que contiene cincuenta runas o cantos, y en ellos toda la cosmogonía y la teogonía, y las hazañas de los dioses y de los héroes, y la historia fabulosa de aquel pueblo, imaginada y cantada acaso antes de que se separase aquel pueblo de sus hermanos los húngaros y los turcos, y de que inmigrase del fondo del Asia; Finlandia, con su famosa Universidad de Helsingfors, fundada por Cristina de Suecia, y con una docta Academia de lengua y literatura patrias, dicen que está ahora muda. El emperador Nicolás, con el intento, a lo que aseguran, de separar completamente a los finlandeses de los suecos, animó a los sabios del país a que escribiesen en lengua fínica y publicasen los antiguos libros; mas cuando vio, en 1848 y 1849, la Revolución y el levantamiento de los húngaros, y las simpatías que los húngaros inspiraban a los finlandeses, dicen que se arrepintió de haber dejado tomar tanto vuelo a la nacionalidad fínica: que receló que pudiese llegar un día en que los ostiacos, los vostiacos, los tscheremises, los samoyedos y otras muchas tribus y gentes, que habitan este Imperio, conociesen que eran de la misma raza y se unirán con sus hermanos de Finlandia contra los rusos; y que entonces ahogó, o comprimió al menos enérgicamente, el desarrollo que iba tomando aquella literatura. Sobre lo que hay de ella publicado discurre largamente Léonzon Le Duc, en su obra sobre Finlandia y en otro librillo titulado Alejandro II. Yo he buscado en vano en estas librerías otros libros sobre la literatura fínica, ya en alemán, ya en francés. Hasta ahora sólo he encontrado y comprado el gran poema del Kalewala, puesto en verso alemán por Schiefner, impreso en Helsingfors en 1852.

En ruso sí que hay libros en abundancia; mas para mí están sellados con siete sellos. Sólo puedo conocer los nombres de los autores y de sus obras, y formar de ellas una ligera idea, por un compendioso diccionario de los escritores rusos, que ha compuesto en alemán el doctor Federico Otto, y que contiene más de seiscientos artículos sobre otros tantos autores. Otro alemán llamado Koenig ha escrito también una obra muy apreciada sobre la literatura rusa; mas no he podido dar con ella. Dicen que aquí está prohibida.

Por lo general, se cree que la literatura rusa comienza ahora; pero si este asunto se considera con más detención, se ve que cuenta siglos de antigüedad y obras notables escritas en los tiempos en que muchas otras literaturas de Europa no habían nacido aún y ni siquiera tenían lengua propia formada en que manifestarse. Esta temprana aparición de la cultura y del ingenio rusos se debe, principalmente al cristianismo y a una de las dos gloriosas naciones, maestras de las gentes, que han tenido, más que ninguna otra, la misión de propagarlo por el mundo y de enseñar al mismo tiempo las ciencias, las artes e ogni virtù che del saper deriva. Los hermanos Metodio y Constantino, griegos de nación, inventaron el alfabeto, perfeccionaron la lengua eslava y tradujeron en esta lengua, de la griega, los salmos, los evangelios y los cantos sagrados de San Juan Damasceno. Después se escribieron y tradujeron en antiguo eslavón otros muchos libros, principalmente espirituales y devotos. Aquella lengua rica y bella murió, sin embargo, como lengua vulgar, y quedó y queda aún como idioma sacerdotal y de la Iglesia. La lengua vernácula se fue, entre tanto, formando, no sin contribuir mucho para ello la perfección y elegancia que había llegado a tener el antiguo eslavón. La invasión y dominación de los tártaros atajó el progreso de los rusos. La soberana y maravillosa luz de la civilización griega siguió, no obstante difundiendo sus rayos sobre Moscú y Kiev, y alumbrando la tormentosa lucha de los rusos contra los tártaros. Vencidos éstos, tomó nuevo brío no sólo la nacionalidad rusa, sino la literatura también; y al cabo, los cuatro grandes emperadores de la casa de Romanov, Pedro el Grande, Catalina II, Alejandro I y Nicolás I, dieron, tanto a la nacionalidad como a la literatura, un impulso, un vigor y unas aspiraciones que nunca antes habían tenido. La mejor y la mayor parte de los autores rusos son contemporáneos o posteriores a Pedro el Grande. Tienen, sin embargo, gran cantidad de libros escritos en la Edad Media, como, por ejemplo, Latopissas o Crónicas, y un poema épico escrito en el siglo XII sobre la expedición del poderoso príncipe Igor Sviatoslavitch contra los Polovtses. De este curioso poema hay traducción alemana, hecha por Serderholm, en 1825, e impresa en Leipzig y Moscú. De los demás autores rusos, antiguos y modernos, y de las canciones o baladas populares que hay aquí, y que corresponden a nuestros romances, espero saber el ruso para hablar con conciencia. Por ahora sólo puedo hablar sin escrúpulo de Puchkin y de Liermontov. Bondenstedt los ha traducido tan bien en verso alemán, que vale tanto como leerlos en ruso. Aquí se cuenta que este Bondenstedt era un tenderillo que estuvo largo tiempo establecido en Moscú y que viajó luego por Georgia y Armenia. Pero, sea como quiera, y aun suponiendo que Bondenstedt fuese tenderillo, la verdad es que ha salido de su tienda transformado en un valiente poeta y en un escritor desenfadado e ingenioso. De ello dan claro testimonio no sólo las mencionadas traducciones, sino sus Mil y un días en oriente, sudescripción de los pueblos del Cáucaso y sus Cantos de Mirza Schaffi, en los cuales parece que reviven Hafiz y Saadí, para celebrar, con la pompa asiática que se merecen la majestad del Ararat, los jardines de Tiflis, las orillas floridas del Quiros, el vino primogénito que allí se bebe y la encantadora hermosura de las compatriotas de Medea, de la sabia reina Tamar y de otras hembras de empuje por el estilo.

De noticias políticas importantes, poco o nada puedo decir a usted, porque aquí se guarda un sigilo incomprensible para nosotros, que estamos acostumbrados a que todo se sepa. Aquí sólo lo que quieren que se sepa es lo que se sabe. Los noticieros tienen que atenerse a menudo a lo que dicen los periódicos de otros países, y, sobre todo, El Norte, de Bruselas, órgano de este Gobierno.

De ferrocarriles se habla algo, aunque no ha sido aún publicado el ucase que determina en qué forma se hacen o se han hecho las concesiones. Parece que el primer ferrocarril de gran importancia que estará concluido es el que unirá esta capital con la del antiguo reino de Polonia. Hasta Dinaburgo está ya terraplenado el suelo, y apenas falta más que poner los carriles. Desde Dinaburgo en adelante no hay nada hecho; pero el terreno es llano, y, salvo los tres puentes sobre el Duina, el Niemen y el Vístula, poco hay que hacer. Este Gobierno garantiza, sin embargo, a los señores Perzire, de París; Hope, de Amsterdam; Baring, de Londres, y Steglitz, de Petersburgo, el cuatro y medio por ciento de interés y el medio por ciento de amortización sobre un capital de setenta y dos millones de rubios de plata, que se supone que gastarán en la empresa. Desde aquí a Moscú ya sabe usted que hay ferrocarril, del que yo pienso aprovecharme dentro de poco. Desde Moscú a Teodosia lo tienen ya contratado los mismos mencionados señores. Se habla asimismo de que otros capitalistas tratan de hacer un camino de hierro de Dinaburgo a Saratov, pasando por Moscú. Cuando esto camino esté hecho, quisiera yo andarlo, tomar en Saratov asiento en un barco de vapor, bajar al Caspio y visitar las regiones que caen al otro lado del Cáucaso, a ver si se me ocurrían versos como los de Mirza Schaffy.

En estos días hemos ido a ver la ciudadela de San Petersburgo; mas después de haber visto los seis mil cañones de Cronstadt y sus ciclópeos muros de granito, esta ciudadela, aunque fuerte y capaz, parece un juego de cartas. Hay, sin embargo, dentro de su recinto, mil curiosidades que mostrar al viajero. La iglesia de la ciudadela es muy bonita, y casi todos los emperadores, emperatrices y príncipes, desde Pedro el Grande hasta Nicolás I, están allí sepultados. Las tumbas son harto modestas para encerrar tan grandes personajes. Verdad es que duermen, sirviéndoles de pabellón y de velo multitud de banderas enemigas, tomadas por los rusos, y que adornan los muros del templo. Allí duermen el último sueño entre las glorias militares de Rusia. En la ciudadela vimos también una gran lancha, en la cual solía pasearse el zar Pedro el Grande por el lago Ladoga, y algunos objetos de marfil y un marco de madera tallada, obras todas del mismo zar. En la ciudadela se halla, por último, la Casa de Moneda, y esto es, sin duda, lo más notable que hay que ver allí. La plata del Altai, que contiene en sí algún oro, y el oro del Altai y del Ural, que contiene en sí mucha plata, se mezclan y funden allí en un horno. Esta mezcla líquida se vierte poco a poco en grandes vasijas llenas de agua fría, la cual, agitada por un hombre con una pala, separa y coagula el metal en granos menudos. Por medio de reactivos químicos se segrega después completamente el oro de la plata, y, por último, el precipitado que resulta de la operación se funde y combina de nuevo con la liga que ha de entrar en la moneda, según la ley. De este último procedimiento salen ya las barras prontas para la acuñación. La parte mecánica de esta gran fábrica de moneda está muy bien montada. Una fuerza motriz de sesenta caballos, producida por el vapor, lo pone todo en movimiento. Poderosos cilindros de acero extienden las barras y las transforman en láminas del grueso que debe tener la moneda. Otros artificios ingeniosos sacan los discos de estas láminas, graban en el canto de cada disco las letras o leyenda que llevan y pesan cada disco, echando a un lado los que tienen más de lo justo, a otro los que tienen menos y en medio los que tienen el peso debido. Para la acuñación hay, por último, infinidad de prensas monetarias, las más fabricadas en Colonia, con muy sutil y moderna invención. Lo que es por falta de trigo no se parará el molino. Las minas de oro de Siberia dicen que un año con otro dan ciento cuarenta millones de reales vellón de nuestra moneda. En los veinticinco años que corren de 1825 a 1851 parece que el Gobierno ruso ha entregado a esta Casa para la fabricación por valor de mil ciento sesenta millones de reales en oro.

En esta Casa de Moneda se fabrican también y se han fabricado muchas medallas de oro, de cobre y de plata. Unas sirven de premio a los que se han distinguido en los colegios y universidades; otras, de recompensa a los servicios prestados a la patria, ya en Crimea, ya en Hungría, ya en Persia, ya en el Cáucaso, ya en otras guerras. Estas medallas se llevan con el pecho. Otras grandes morosamente modeladas, se acunan también en conmemoración de gloriosos acontecimientos. La que recuerda la construcción de este hermoso puente que hay enfrente de casa, sobre el Neva, es bellísima. La de la coronación de Alejandro II no me gusta tanto. Las que verdaderamente roban mi atención por la traza ingeniosísima y perfecto buril con que están hechas son las veinte o veinticinco que inmortalizarían, si la Historia no las hubiese dejado consignadas, las grandes guerras contra el emperador Napoleón I.

Usted, que ha peregrinado tanto o más que yo por tierras extrañas, habrá notado, como yo noto, que en todas se celebran más que en la nuestra las glorias nacionales. Por dondequiera que voy veo no sólo medallas, sino arcos de triunfo, columnas, obeliscos y estatuas de héroes, de sabios, de poetas y de artistas; pero en España se diría que no hubo nunca artistas, ni héroes, ni sabios, ni poetas, porque no se ven ni las medallas, ni las estatuas, ni los obeliscos, ni las columnas que los tienen vivos y encumbrados como faro luminoso en la memoria de los hombres. Moncada dijo va que los españoles habían sido largos en hazañas, cortos en escribirlas, y yo me temo que si no se ponen esas hazañas a los ojos del vulgo, no sólo en papeles, que pocos leen, sino en monumentos que hieran y levanten la imaginación de los más rudos, acabarán los españoles, a pesar del gran ser que Dios les ha dado, por perder la afición a todo lo grande.

Aquí, por el contrario, la emulación y el orgullo nacional suben de punto y se extienden más cada día con el estímulo de los bien ordenados premios. No sólo hay inscripciones y monumentos para los generales y repúblicos, sino hasta para los chicos de la escuela. En muchos colegios se plantifican en el comedor y en el salón de exámenes lápidas que, en letras de oro, rezan el nombre y los merecimientos de los alumnos que más se han distinguido, lo cual es dar en extremo opuesto, aunque menos criticable. Verdad es que los españoles, como de un natural más despierto que el de los rusos, no han menester para obrar de tantos incentivos honoríficos.

Adiós, amigo mío. Esta carta tiene algo de cajón de sastre, que está llena de retazos de todas telas. En otra procuraré guardar mejor la ley de la unidad, que recomiendan los preceptistas. Suyo afectísimo,

J. Valera.

Reservado.- Acabo de recibir la carta de usted de 24 de enero, en que me dice que quiere saber más sobre lo de don Juan el infante. Allá veremos lo que averiguo.

Este Gortchakov es un tártaro astuto y trapalón, como los lugareños de España.




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San Petersburgo, 12 de febrero de 1857.

Mi querido amigo: Fuerza es que hoy implore yo de usted atención y paciencia; porque voy a ser más difuso que lo que tengo por costumbre, y voy a tratar de cosas importantísimas y demasiado altas para mí.

Días ha que ando con el empeño de leer el Catecismo ruso de Filaretes, metropolitano de Moscú. Sé que este catecismo está traducido en alemán; mas no puedo hallarlo en parte alguna. Deseando, con todo, saber algo de la religión de este pueblo, ya que otros viajeros se han ocupado más del Ejército y demás instituciones, dejando a un lado la religión, como cosa indiferente, eché mano, cuando no de obra más fundamental y científica, de un librito de oraciones de esta Iglesia, traducido en francés del eslavón y del griego. Estas oraciones, compuestas las más por los Crisóstomos, Damascenos, Basilios y otros santos padres del Oriente, son de tanta devoción y hermosura, que, naturalmente, me hicieron pensar que ha de ser muy cristiano y piadoso, aunque por desgracia cismático, el pueblo que las reza; y pusieron en mi alma nuevo y más ferviente deseo de conocer a fondo en qué se apartan sus creencias y su culto del culto y las creencias de la Iglesia Católica Romana.

Las frecuentes conversiones de rusos al catolicismo han dado ocasión a algunos escritos de polémica religiosa, entre los aquí considerados como apóstatas y los fieles y celosos defensores de la llamada ortodoxia. De estas controversias, escritas casi siempre en francés, he procurado yo sacar, por lo pronto, alguna luz que sobre dicho punto me iluminase; mas, siendo los que las entablan legos, por lo común, y meros aficionados a la teología, acontece a menudo que, por la poca noticia que tienen de las cosas que tratan, cuando no por la pasión que los ciega, suelen caer en lastimosos errores, defendiendo los unos la Iglesia latina y los otros defendiendo la Iglesia rusa; por manera que para conocer esta última Iglesia, no hay que fiar mucho de lo que dicen algunos de sus improvisados apologistas. Los que se separan de la comunión rusa para entrar en el gremio de la Santa Iglesia Católica son a veces personas de elevada alcurnia, que han recibido una educación completamente francesa y que saben menos que los extranjeros mismos de las cosas de Rusia, así religiosas como profanas; por donde, al acusar la religión primera para justificarse de haberla abandonado, yerran más que aciertan, y ofenden a sus conciudadanos más que los persuaden. Si la desunión de las dos Iglesias, de Occidente y de Oriente, ha de tener dichoso término algún día, lográndose lo que el Concilio de Florencia no pudo lograr no se deberá este milagro a las obras de los tales neófitos, que aquí tienen por renegados. Así, por ejemplo, el libro del griego unido Pizipios sobre la Iglesia Oriental no ha convencido a nadie y ha irritado y exacerbado los ánimos de muchos. Católicos romanos no recién convertidos, sino de antiguo en esta creencia y mejores teólogos que los que últimamente han discutido sobre este particular, son, a mi ver, los que deben persuadir a los rusos a que entren en el gremio de la Iglesia católica, acabando con el cisma que ha siglos la divide, y dándole más completa unidad. Sesenta o setenta millones de griegos cismáticos pueden un día, uniéndose con los latinos, elevar el número de los católicos a cerca de doscientos millones; y si esta unión es posible, más bien ha de verificarse con dulzura y blanda persuasión que no zahiriendo con dureza a la Iglesia de Oriente, como han hecho algunos de los teólogos occidentales.

La última guerra entre Rusia y las al presente más poderosas naciones del oeste de Europa, ha dado ocasión a que ambas religiones, latina y griega, se separasen más la una de la otra. La pretensión de hacer de esta guerra una guerra de principios, siéndolo de intereses, y de querer suponer que de un lado combatía la civilización y de otro la barbarie, en las filas de los unos la libertad y en las de los otros el despotismo, está desprovista de todo fundamento razonable. Pero si de una cuestión, de preponderancia o de dominación en extraños países es absurdo hacer una cuestión de principio de mayor elevación y trascendencia, más absurdo es aún transformarla en cuestión religiosa. Acaso en Rusia se podría comprender que proclamasen la guerra santa. Sus correligionarios, los griegos, estaban oprimidos por los mayores enemigos que ha tenido nunca el hombre cristiano, y contra éstos militaba Rusia, como los polacos con Sobieski y los españoles e italianos con don Juan de Austria militaron en época para nosotros más gloriosa. En cambio, la nación católica que entraba ahora en la lucha se unía con los herejes y peleaba por esos mismos grandes enemigos del hombre cristiano. Ilustres prelados de esta nación declaraban, no obstante, santa esta guerra, como si se tratase de una cruzada contra infieles. ¿Son acaso más conformes con nuestra fe las doctrinas de Lutero y de Calvino, o la sensual y falsa religión de Mahoma, que el símbolo de la Iglesia griega, que no se diferencia del nuestro sino en negar la autoridad del Papa y en suponer que el Espíritu Santo procede sólo del Padre y no igualmente del Padre y del Hijo?

Esta grave injuria hecha a la religión ortodoxa movió aquí el ánimo de un caballero de Moscú, mejor patriota que teólogo, a escribir un opúsculo contra el arzobispo de París, en el cual se muestra tan hostil al catolicismo como al protestantismo y, con celo indiscreto, dice, en defensa de su Iglesia, cosas que su Iglesia misma rechaza: falta común en los seglares que se atreven a hablar de asuntos teológicos, y falta en que yo caeré, quizá, si Dios no me ilumina o me quita el pensamiento de meterme en honduras. Dice, pues, el caballero de Moscú, entre otras cosas, y cito ésta por ser la de mayor escándalo y la que salta más a los ojos, que el conjunto de todos los fieles, místicamente formado por la fe y el amor, tiene en sí una infalibilidad que no está en ninguno de los individuos, ni en la mayoría de ellos, ni en la totalidad tampoco, numéricamente expresada. Esto le sirve para explicar y demostrar, a su modo, el acto de usurpación que, en su entender, ha cometido el Papa, atribuyéndose esta infalibilidad, que, según se deduce de sus palabras, aunque confusas, no está tampoco en los concilios ecuménicos, sino en todo el pueblo cristiano solidariamente, no teniendo fuerza las decisiones de concilio alguno si el pueblo cristiano no las aprueba tácita o expresamente. Pero ¿cómo se manifestará esa autoridad, esa infalibilidad y ese magisterio de la Iglesia, que no está ni en el Papa, ni en los concilios ecuménicos, ni en los patriarcas y prelados, ni en el libre examen de cada uno, sino en todos pro indiviso, a semejanza de la razón impersonal de la plebe, de que nos hablan los demócratas metafísicos, o por el estilo de la Vox populi, vox Dei, del antiguo y desatinado proverbio, contra el cual discurre tan victoriosamente el sabio benedictino, gloria de Galicia? ¿Cómo habla esa abstracción? ¿De qué manera emite su pensamiento y su voluntad soberana? Esto es lo que no sabe decirnos el caballero moscovita. Esto es lo que no aclaran tampoco los hierofantes de la democracia. Ello es lo cierto que del conjunto de los pensamientos particulares de cada individuo y de la aglomeración de las voluntades discordantes de ésta, de aquél y de esotro, jamás se sacará, por más sustracciones, reducciones, simplificaciones y multiplicaciones que se hagan, ese pensamiento o esa volición colectiva, voz única, infalible y perfecta de toda la sociedad.

La autoridad, el magisterio, el archivo sagrado de las tradiciones, de la ciencia teológica que las explica e interpreta, el conocimiento profundo de los dogmas y de los misterios, el asiduo cuidado para la conservación y pureza de la disciplina, y el bien concertado impulso, y la suprema dirección de la energía de la Iglesia, que ha de extenderse por el mundo entero y cobijar con su manto a las naciones; todo esto debe estar confiado a una cabeza visible, a un jefe permanente, a un vicario del mismo Salvador sobre la Tierra. Desechar, por una parte, el libre examen de los protestantes y la necesaria anarquía que trae consigo, y desechar, por otra, esa autoridad y predominio permanente del Padre Santo es destruir la unidad de la Iglesia y, a pesar de esta supuesta voz, siempre callada, reducir la Iglesia a un nulismo completo en pensamiento y en obras. Algo de esto hay, hace siglos, en la Iglesia oriental; donde pocas glorias tienen que oponer a las de nuestros misioneros que han llevado a la India, a China, al Japón y a América la doctrina de Cristo; donde pocas congregaciones se pueden citar que en algo se parezcan a las hermanas de la Caridad, a los sacerdotes regulares que se ocupan en cuidar a los enfermos y a otros mil institutos hospitalarios o científicos y siempre filantrópicos que han nacido y se sustentan en el seno amoroso y fecundo de la santa Iglesia Católica Romana.

No es esto decir que el fuego del amor de Dios y del prójimo no pueda arder en el corazón de los griegos como en el corazón de los latinos, sino que, por carecer de la organización perfecta y de la unidad de fe que nosotros tenemos, aquella virtud divina ni florece aquí ni da los frutos que debiera, y es como un ramo feroz y hermosísimo arrancado con violencia del tronco vivo que le sustentaba y nutría. La catequización y conversión de los paganos y mahometanos de Rusia, no sé por qué, acaso sea una injusticia, pero me parece movida por causas más políticas que religiosas; y veo en ella más coacción que persuasión, más esfuerzo por parte de la autoridad civil que devoción y sacrificio por parte de los apóstoles y sacerdotes. Sin embargo, se citan ejemplos de notables y virtuosos misioneros rusos. Los ostíacos fueron catequizados y bautizados por Teodoro y Juan, santos varones que vivieron en tiempo de Pedro el Grande. En la Siberia meridional empleó últimamente su celo el archimandrita Macario. El obispo de Astracán convierte y bautiza aún muchos calmucos paganos. Varios piadosos misioneros llevan la luz del Evangelio a las soledades boreales de Arkangel y alumbran con ella la mente oscura de los Samoyedos. Y hasta en la extremidad del Imperio, allá en las casi inexploradas regiones de Karatchatka, hay un santo arzobispo que recorre el vasto y frío yermo de su diócesis, procurando infundir la fe de su corazón en los de aquellas gentes rudas y remotas. Pero si tales cosas saben hacer los pastores de esta Iglesia separados de su centro de acción, ¿qué no harían unidos a él e impulsados por el sucesor de San Pedro? La misión que cree tener este pueblo de renovar y fecundar las caducas civilizaciones y sociedades del Asia, ¿no se cumplirían mejor si Roma dirigiese sus pasos, si le guiase la que dominó y civilizó el mundo con la espada primero y después con la cruz y con la palabra? ¿Es tan grande la diferencia entre ambas religiones? ¿Son tan profundos los obstáculos que las separan que nadie pueda allanarlos?

El principal obstáculo a la por muchos suspirada unión de ambas Iglesias es la suprema autoridad del Padre Santo, negada por los orientales, que sólo le conceden una precedencia honorífica sobre los cuatro patriarcas de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén. Cada uno de estos patriarcas, dicen los rusos, gobernó y debió gobernar la Iglesia con completa independencia de los demás; y sólo cuando las circunstancias políticas hicieron que el Occidente sobrepujara al Oriente fue cuando, según ellos, se inventó el nuevo sistema de la autoridad del Sumo Pontífice romano. El Papa, añaden, es sucesor de San Pedro; pero también las sedes episcopales de Alejandría y de Antioquía fueron establecidas por aquel apóstol. Los siete primeros concilios ecuménicos y los escritos de los Santos Padres dan testimonio, dicen los rusos, por último, de que no los griegos, sino los latinos, son los cismáticos. Creo que algún docto teólogo católico debiera contestar nuevamente, y punto por punto, a todos los argumentos de los griegos, reproducidos hoy por los rusos, y rebatir los textos y los hechos que citan, o con otros textos y hechos no menos autorizados, o con una interpretación más recta de los mismos que ellos alegan. Los rusos, por otra parte, debieran abrir los ojos y ponerlos en nuestros gloriosos doctores de los siglos medios; de aquella época que tienen ellos por bárbara y tenebrosa, y en Bernardo, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura; en la cual, siendo la razón humara humilde sierva de la fe y devoto instrumento de la verdad divina, hizo tan maravillosa explicaciones de la revelación, sujetándose, empero, para no extraviarse, y sometiendo su juicio a la autoridad infalible y permanente, que debía y debe siempre guiarla en estas materias.

La teología es una ciencia divina por su objeto, que es Dios; divina por el medio de que se vale, que es la revelación, y humana por el instrumento de que se sirve, que es el humano entendimiento. Pero el entendimiento humano, débil y sujeto al error, si negamos la autoridad permanente que le enfrena y decide sobre sus juicios, caerá en el libre examen y dará rienda suelta a todo viento de vanidad y de herejía. Si, por el contrario, queremos conservar la tradición sin interpretarla, para no caer en el libre examen, ni sujetarnos a autoridad alguna, despojaremos al cristianismo de su vitalidad y pensamiento, a pesar de esa razón impersonal, de esa voz infalible del conjunto de todos los fieles, voz que nunca se oye, ni puede oírse, como lo entiende y supone el caballero de Moscú. Si no hay una autoridad permanente y única, ¿quién guardará puras e ilesas esas tradiciones? ¿Quién evitará que en los mismos libros canónicos se introduzcan novedades y que el sagrado texto se corrompa, y altere? ¿Quién se atreverá a interpretarlo individualmente sin temor de errar y quién, si nadie lo interpreta, verá en él más que una letra incomprensible y sin vida? ¿Cómo dejar, tampoco, a cada patriarca esa autoridad, suprema de su Iglesia, que tiene el Papa en la católica o universal, sin fraccionar y destruir su universalidad o catolicismo?

Acaso resulte de todo lo dicho que haya en la Iglesia rusa cierta paralización de pensamiento. La autoridad, en otro tiempo de los patriarcas, y del Santo Sínodo en el día, es una autoridad conservadora y no de iniciativa. Un concilio ecuménico puede tenerla solamente; y ¿cómo reunirlo sin el concurso de la Iglesia occidental?

A pesar de las celebradas escuelas teológicas de Kiev y de Moscú, no creo que haya tenido esta Iglesia grandes doctores que desenvuelvan la ciencia, en lo que tiene de humano y progresivo. Aquí no han caminado por no extraviarse. La única herejía o secta divide esta Iglesia es la de los staro-versi, los cuales, en vez de innovadores, son conservadores obstinados de ciertos ritos y ceremonias antiguos, que los patriarcas han modificado para dar unidad a la liturgia. El cristianismo se puede asegurar, por tanto, que se ha conservado hasta ahora en Rusia tal como vino de Constantinopla en tiempo de Focio.

Sobre el punto esencialísimo de la procedencia del Espíritu Santo han escrito los rusos muchas obras. Las capitales y de más fama, en que defienden la procedencia del Padre solo, son: la que compuso en Kiev, en el siglo XVI, Adam Zernikav; la que publicó en el siglo XVII, sobre el mismo asunto, Teófanes Procopovich, y el Curso de Teología ortodoxa, recientemente dado a luz por Macario, obispo de Vinnitza.

Suponen los rusos, y esto sería un título de gloria para la Iglesia de España, que los padres de los concilios toledanos, a fin de oponerse a la espantosa herejía de Arrio, que negaba la consustancialidad del Padre y del Hijo, inventaron, con más piedad que conocimiento, la procedencia del Espíritu Santo de aquellas dos divinas personas y no del Padre solo; pero con más fundamento, pudiéramos nosotros decir que esta última doctrina es como un retoño de la misma herejía de Arrio, no extirpada de raíz en la Iglesia de Oriente. De la Iglesia española, añaden los rusos, pasó a Francia este dogma de la procedencia del Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, cuando los franceses, según ellos aseguran, nos conquistaron en tiempo del emperador Carlomagno; y por último, el emperador de Alemania Enrique II hizo que el Papa añadiese al Sínodo la palabra filioque, origen de tantas discusiones. Pero aunque todo esto fuese cierto, y aunque los santos padres de la Iglesia griega no hubiesen explicado y decidido que el Espíritu Santo procede igualmente del Padre y del Hijo, todavía la autoridad infalible de la Iglesia universal podría haberlo declarado dogma católico. Lo que en otro tiempo pudo ser creencia piadosa y fundada en sabio y recto discurso puede llegar a ser dogma en el cual debemos creer todos los buenos cristianos. Así, por ejemplo, la Inmaculada Concepción de María.

Los rusos admiten el purgatorio, aunque nos acusan de materializarlo nosotros demasiado, e inventan o renuevan mil sutilezas de los teólogos del Bajo Imperio para oponerse no a nuestra creencia en el purgatorio, sino a la manera con que suponen que creemos en él.

En los demás puntos esenciales están los rusos de acuerdo con nuestra Iglesia. Ellos impetran la intercesión de los santos con oraciones y promesas; tienen imágenes pintadas, si no de bulto, y en lo sustancial administran los sacramentos como la Iglesia católica, salvo el de la Eucaristía, que reciben bajo las dos especies de pan y vino hasta los mismos legos.

Si no le cansa a usted asunto tan grave o, por mejor decir, si no le disgusta tratado por mí tan someramente, le hablaré en otra carta de la liturgia de esta Iglesia. El gentilhombre de su majestad imperial Andrés Nicolaievich Muraviev ha escrito un libro, en cartas, sobre el ritual de la Iglesia oriental, y de este libro, traducido en alemán por el señor Muralt, bibliotecario de la Imperial de San Petersburgo, puedo valerme para dar una sucinta idea del ritual mencionado.

También quisiera yo apreciar en su justo valor la unión íntima del Estado y de la Iglesia rusos; unión que podría ser útil a las miras políticas si al par que somete y subordina a los prelados y sacerdotes a la potestad civil no les quitase cierta dignidad y prestigio; unión singular, que empieza a prepararse en el momento mismo en que la Iglesia salva al Estado y en que un hijo del gran patriarca patriota, el primero de los Romanov, sube al trono de los zares, y unión que Pedro el Grande lleva a complemento cuando suprime ese mismo patriarcado a que debe su origen y su diadema. Para entender bien este asunto puede ser de gran utilidad una Historia eclesiástica de Rusia, traducida en inglés, de la que escribió en ruso el mismo Muraviev ya citado, el cual alcanza entre sus compatriotas y correligionarios la más alta fama de doctísimo teólogo y de varón virtuoso y discreto.

Yo me hubiera contentado con conocer las obras de este sabio, y nunca me hubiera atrevido a pedir que me presentasen a él con el objeto de hablar de asuntos teológicos, de los cuales poco o nada entiendo: pero una dama, tan amable como devota, viendo el interés que yo tomo por las cosas de la Iglesia, me ha dado una carta de recomendación para Muraviev y he tenido que ir a verle, a pesar de mi fundada timidez y modestia. Por dicha, me he encontrado con un hombre excelente y bondadoso, en el que espero tener un amigo, y con el cual he tenido ya, y no dejaré de tener en adelante, conversaciones muy instructivas y amenas.

Además de las obras que ya he citado, ha escrito Muraviev su Viaje a los santos lugares de Palestina, descripciones de los conventos de la Trinidad, de Rostov, de la Nueva Jerusalén y de Walaan; una historia de los primeros siglos del cristianismo, y un libro sobre la verdad de la Iglesia universal, que hasta ahora sólo está traducido en griego moderno. Este libro, según Muraviev afirma, es su obra más importante, y quisiera él que fuese examinado y refutado punto por punto por los teólogos de Occidente.

En busca de la verdad, como él dice, ha ido Muraviev a Roma, y ha escrito cartas sobre Roma, o mejor diré, contra Roma, permaneciendo fiel a su antigua equivocada creencia. Ahora está escribiendo las Vidas de los santos de la Iglesia rusa. Ha publicado, por último, en lengua francesa, varias refutaciones de puntos en que no está de acuerdo con algunos libros que últimamente han aparecido en Francia, como, por ejemplo, los Estudios filosóficos sobre el cristianismo, de Augusto Nicolás; el Viaje a Oriente, del abate Michon, y La Iglesia y el Imperio romanos en el siglo IV, de Broglie. Muraviev venera la doctrina de estos libros, reconoce y aplaude el mérito de sus autores y se opone sólo a aquellos puntos que, a su ver, ofenden a la Iglesia de Oriente o a los grandes destinos del Imperio griego, de que este Imperio se cree sucesor y vengador acaso.

Pero ya basta por hoy. Suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 18 de febrero de 1857.

Mi querido amigo: Estamos en la época más animada del año y cada noche tenemos ahora dos o tres bailes. Los hay públicos, de máscaras, en el Gran Teatro; de suscripción, en el Club de Comercio y en la Asamblea de la Nobleza, y por convite, en muchas casas particulares, donde no ceso nunca de admirarme de la magnificencia y elegancia con que viven estos señores. Anteayer fue el último baile de la Asamblea de la Nobleza; hubo en él más de mil setecientas personas. El emperador asiste en casi todas estas funciones, habla con las damas y caballeros, mezclándose como un particular cualquiera en medio de los grupos, y baila algunas veces. El alto comercio compite aquí con la alta aristocracia; pero salvo rarísimas excepciones, está separado de ella y forma otra sociedad aparte, no mucho menos brillante que la primera sociedad, aunque no tan superferolítica y exquisita. Estos comerciantes ricos y fastuosos son, por lo común, ingleses y alemanes.

Las damas se visten aquí con tanto primor y riqueza como en París; pero no llevan la exageración de la moda, hasta el extremo que las damas de Francia. Aquí no se ven esos miriñaques monstruosos que por ahí se usan. Tampoco creo que se gasten aquí los relumbrones de similor con que se adornan tanto en España las mujeres, pagando a Francia un enorme tributo por objetos que en realidad no valen nada. La mujer rusa que tiene joyas verdaderas las lleva, y la que no las tiene no las compra de alquimia para engalanarse. El oro se trabaja aquí con tanto gusto y perfección como en Londres, en casa de Mortimer, y las piedras preciosas se montan tan bien o mejor que en Francia; pero todo cuesta doble y triple que en la misma Inglaterra. Cuando las señoras no llevan puestas sus joyas, las tienen colocadas en sus boudoirs, en unos como mostradores o escaparates; usanza que no me hace chispa de gracia, porque es transformar la casa en joyería y manifestar demasiado aprecio por lo que se tiene, y cómico deseo de lucirlo, como niño con zapatos nuevos. Las perlas, los diamantes, las esmeraldas y las turquesas y zafiros son las piedras con que más se adornan aquí las damas. Hasta las señoritas rusas cubren con ellas sus dorados cabellos y candidísimas gargantas, desdeñando la sencillez virginal con que generalmente se visten y aderezan las de otros países.

Pero más aún que el oro y los diamantes, lucen aquí las damas su erudición y su ingenio. Los hombres de España, bien se puede afirmar que saben más que los rusos; pero las mujeres de esta tierra en punto a estudios, les echan la zancadilla a las españolas. Válgame Dios y lo que saben! Señorita hay aquí que habla seis o siete lenguas, que traduce otras tantas y que diserta no sólo de novelas y de versos, sino de religión, de metafísica, de higiene, de pedagogía y hasta de litotricia, si se ofrece. A menudo es cierto que lo trabucan y confunden todo, dando ocasión a que algún estantigua laudator temporis acti, castigatorque minorum, suelte algún dicharacho de mal tono y diga, con Molière o Moratín, que más valdría que supiesen coser o cuidar de la casa. Mas yo, que soy hombre de buen gusto, y defensor y admirador del bello sexo, me entusiasmo hasta de cualquier disparatillo que se le escape y me quedo atónito del desenfado, la gracia y la facilidad con que los dice.

De la afición a las ciencias que tienen aquí las damas nace que sean científicos o literarios muchos de sus juegos y diversiones. El juego que está más de moda es el del secretario. A veces entra uno en una reunión de muchas personas y ya no se espanta del silencio maravilloso que reina en ella. Allí se juega al secretario. La mitad de los concurrentes se han convertido en Edipos, y en esfinges la otra mitad. Todos escriben: unos, preguntas y enigmas, otros respuestas y soluciones. Damas y caballeros hay que jugando a este juego han alcanzado una fama imperecedera. La gloria misma ya adquirida y el afán de acrecentarla les obliga a engolfarse más en las preguntas y respuestas, y se pasan las noches sin dormir en esta especie de gimnástica espiritual que termina a veces a las cuatro de la mañana. Hay también comedias de aficionados y poetas de salón, que escriben casi siempre en francés y siempre improvisan los versos, aunque haya estado arreglándolos durante una semana y combinando sabiamente en ellos a Béranger con Lamartine y con Víctor Hugo.

A veces me escapo de estos elegantes salones y, dejando el bullicio del mundo, me voy a ver a mi amigo Muraviev, que


   Sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido,

que detesta el Carnaval como recuerdo vivo del paganismo y que siempre está empleado en cosas santas. Tiene en su casa un lindísimo oratorio con rarísimas e inestimables imágenes rusas y bizantinas, en las cuales se puede estudiar la historia de la pintura cristiana, tanto en Grecia como en Rusia. Allí hay cuadros que han pertenecido a los Paleólogos y a los Comnenos, en los cuales se ve la transición del arte griego o bizantino al arte italiano; cuadros que se confunden casi, según Muraviev con los de Giotto, Cimabue y el beato Angélico; cuadros, en fin, en que ya se presiente a Rafael, como los discípulos de Virey o de Lamarck presienten en el mono al hombre. El arte, a la verdad, aprisionado en el santuario, sujeto a cierto canon, y obligado a reproducir siempre los mismos tipos y las mismas posturas, no podía hacer aquí grandes progresos, hasta secularizarse, por decirlo así. La pintura sagrada a la antigua es, aun en el día, preferida por los más a la moderna. La belleza de las formas dicen que distrae la atención de las cosas místicas a las materiales y que roba al alma su devoción, infundiendo en ella ideas más o menos pecaminosas.

A pesar de estas dificultades, el arte ha logrado, al cabo, romper los lazos que lo detenían y se ha mostrado en algunos estimables pintores. Escuela de pintura rusa no puede decirse que la haya; pero hay algunos buenos cuadros de pintores rusos que ya pertenecen a la antigua escuela italiana ya imitan las modernas escuelas de Francia y de Alemania. Dicen que hay galerías particulares donde se guardan y se muestran a los curiosos cuadros magníficos de multitud de autores. Yo, por desgracia, no he visto aún ninguna de estas galerías, y los pocos cuadros rusos que he visto en diversos palacios no me han llamado mucho la atención. Sólo los que hay en L'Ermitage me han parecido dignos de ella, y sin duda, por más que digan, deben de ser los mejores cuando están allí. Casi todos los autores de estos cuadros, o viven aún, o han vivido en este siglo. Voy a enumerar aquí sus obras más notables.

De Ugromov, un cuadro inmenso que representa la toma de Kassan, y otro de igual tamaño, pero, a mi ver, muchísimo mejor, y en el cual lo patriótico del asunto parece que ha inspirado al pintor y le ha ayudado a hacer una obra de mérito. Figura este cuadro el momento más solemne y hermoso de la historia de Rusia. El pueblo y la nobleza, libres ya del yugo polaco gracias al patriotismo del ciudadano de Nijni-Novgorod y a las hazañas de los príncipes Troubetskoy y Pojarskoy y del boyardo Cheremetiev, ofrecen la corona de los zares al hijo dichoso del metropolitano de Rostov, tronco de la dinastía reinante. La tierna madre del elegido del pueblo rehúsa para su hijo honor y mando tan peligrosos en aquellos agitadísimos tiempos. En el rostro hermoso y simpático del joven se lee la lucha interior que traban en su alma la ternura filial, por un lado, y por otro, la ambición y el amor a la patria, que le llaman a grandes destinos. Los magnates le presentan de rodillas la corona y el cetro. El pueblo se prosterna y le aclama. La venerable figura del patriarca de Constantinopla se levanta resplandeciente en medio de todos, y se diría que persuade a la madre a que se separe de su hijo, y a éste a que suba a un trono tan combatido aún y vacilante. En último término se ven los santos muros del monasterio de Hipatiev en Kostronia, donde el zar Miguel había vivido retirado con su madre. Todas las figuras de este cuadro están bien dibujadas; la composición es bellísima, y el colorido es vivo, sin ser chillón.

A Ugromov sigue Bruni, no sé si de origen italiano o italiano establecido en Rusia desde hace mucho tiempo. En su cuadro colosal de La serpiente de bronce en el desierto se ve más al hombre que presume de entendido en el arte que al artista inspirado y valiente. Los enormes peñascos y la falta de vegetación del paisaje y el ancho horizonte que por algunas partes lo limita vagamente, dan alguna idea de la calma y majestad del desierto. La oscuridad melancólica del cielo presta al cuadro algo de sobrenatural y tenebroso. La serpiente de bronce se levanta en medio, sobre una columna. Moisés, pálido y consumido, con la cabellera encrespada y derramando luz de la frente, parece más espectro que criatura humana. Aarón no es mucho más bonito, y anda vestido con un traje muy semejante al que usan por aquí los obispos. Acaso los obispos de por aquí se vistan aún como se vestía Aarón allá en lo antiguo. El resto del cuadro todo es lástimas y miserias, y harto se conoce que la serpiente de bronce no ha empezado aún a poner remedio a tantos males. El saber, por la Historia, que los puso, es lo único que nos tranquiliza. Entre tanto, todo se vuelve niños muertos, uno de ellos de tal modo escorzado, que más parece escuerzo que escorzo; hombres y mujeres que se mueren también, dando gritos y haciendo visajes y contorsiones, y muchas serpentuelas de carne que andan por aquí y por allí, si te pico, si no te pico. El cuadro Hambre, de Aparicio, y este cuadro de la Serpiente, han nacido el uno para el otro y debían hacer juego. Del mismo Bruni hay una Oración del huerto, algo mejor que las serpientes, y una bacante que da de beber a un amorcillo. El amorcillo es lindo de veras, y el cuerpo desnudo de la bacante también lo es; pero la cara, en la cual ha querido el pintor poner algo de pecaminoso, es de balde cara, a pesar de lo rubicundo y mofletudo. La boca, a fuerza de querer ser risueña, pequeñita y fruncida, y a fuerza de estar colocada entre tan redondas y sonrosadas mejillas, no parece boca, sino el antípoda de la boca. Y los ojos, con el empeño de pasar por traviesos y lascivos, son tan diminutos y coloradotes, que tienen trazas, como dicen en Andalucía, de dos puñalaíllas enconás.

El cuadro de verdad notable de la escuela rusa es el de Brulov, que representa el último día de Pompeya. La luz del cielo y la luz rojiza del volcán le iluminan por partes, produciendo efectos maravillosos y magistrales. Los edificios se desploman, y hay allí movimiento, terror y ruido. Las grandes losas de que está la ciudad empedrada se levantan y entrechocan. Los ricos huyen salvando sus joyas; las mujeres, sus hijos. Esclavos fieles conducen en hombros a su señor, anciano. Otros van en carros, y los caballos se espantan y los carros vuelcan. Plinio quiere salvar a su madre o perecer con ella, y este grupo de Plinio con su madre es muy hermoso. Por aquí se ve una mujer muerta, de maravillosa hermosura. Su hijo, inocente y pequeñuelo, la mira tranquilo, como si la creyese dormida. Todo, en fin, está bien entendido, bien dibujado y bien pintado en este cuadro. Lo único que falta, en mi entender, pero ésta no es más que una opinión mía, que peco de descontentadizo, es cierta unidad de acción, cierto punto culminante en torno del cual se agrupen todos aquellos episodios separados de la gran catástrofe. Decir que la gran catástrofe es la deseada unidad de acción no me parece respuesta suficiente, puesto que dicha catástrofe no cabe en pintura y sólo están allí figurados algunos episodios de ella. No sé si me explico, sed intelligenti pauca.

De Aivasovski, pintor de marinas, hay una vista de Sebastopol y otra de Teodosia, muy bellas ambas; pero su cuadro más celebrado, y que sin duda merece serlo, es uno donde no se ve más que mar y cielo y algunos náufragos.Apparent rari nantes7 in gurgite uasto8. El cielo está ya sereno y brillante; la mar continúa aún poderosamente agitada por la pasada tempestad, y la transparencia de las olas, y los reflejos, y el modo con que se quiebra en ellas la luz y las penetra e ilumina, están gentilmente fingidos.

De Ivanov hay varios cuadros, y entre ellos uno muy hermoso de Cristo resucitado que se aparece a la Magdalena. La majestad y belleza etérea del Cristo desnudo, la ligereza graciosa del manto, que le cubre en parte; la dulce expresión de su rostro divino y el asombro y la ternura con que le mira la santa, están sabiamente expresados.

De Schedrin hay algunos paisajes medianos; de Orlovski, cabras, caballos, perros y otros animalitos, que no son cosa mayor; de Voroviev, dos vistas de la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén, bastante regulares; de Kiprensky, varios retratos; de Chebouiev, La Asunción de Nuestra Señora; y, por último, otros cuadros de menos cuenta y de pintores menos famosos.

Ya que hemos vuelto a L'Ermitage para hablar de la pintura rusa, no quiero salir de él sin dar a usted una breve noticia de las estatuas antiguas, griegas y romanas que en él se conservan. La más notable de todas es la Venus llamada de la Táurida, o porque fue hallada en las regiones de este nombre, hoy provincias del Imperio ruso, o porque perteneció a Potemkin y estuvo en su palacio de la Táurida que Catalina la Grande le regaló cuando volvió triunfante del kan y conquistador de Crimea. A esta Venus, como a la más célebre de Milo, le faltan los brazos; pero todo lo demás está bien conservado, y no es inferior en hermosura a la otra ya citada. Tal es mi opinión al menos, salvo el parecer de persona más competente y que haya examinado ambas estatuas con más detenimiento y cuidado. Se sigue a la Venus un Amor atribuido a Praxiteles, aunque creo que este famoso escultor se incomodaría mucho al saber que le atribuían obra de tan corto mérito. Hay cuatro faunos que, según afirman, son copias de otros del mismo escultor griego, y en verdad que pueden pasar por originales mejor que el Cupido, porque los cuatros son hermosos y perfectos. Dos torsos, uno de Venus, otro de Mercurio, muy bellos ambos. Un lindísimo Endimión dormido. Se diría que la casta diva le envía un beso en uno de sus tibios rayos, según lo dichosamente que duerme. Un Apolo con una cabeza que vale un imperio, el cuerpo no es muy allá, los paños que le rodean y cubren las piernas son ligeros y graciosos. Hay, además, un Baco, una Terpsícore, un Hércules saliendo del jardín de las Hespérides, con las manzanas en la mano; una Higia y un Ayax, todos de mármol y que pueden tenerse por obras de buenos artistas griegos; y asimismo infinidad de retratos, entre los cuales de Agripina, de Marco Aurelio, de Antonino Pío, de Faustina, de Plotina, de Arsinoe, etc., etc.

Entre los relieves, que también hay bastantes, debo mencionar uno, a mi ver, precioso, y que recuerda la Égloga VI de Virgilio. Sileno está dormido, con el cántaro de vino al lado. Una linda ninfa le tiñe las sienes con moras. Graciosos satirillos y amores le enlazan el cuerpo rechoncho con cadenas de flores y de hiedra; otros retozan y saltan sobre el asno del dios, que hace también su papel en esta animada escena. Todo se pasa en el seno de un risueño y frondoso bosque, y piensa uno que el dios se va a levantar y, plantando un par de besos en las frescas mejillas de aquella muchacha juguetona, va a inspirarse y a contarnos, con voz que haga bailar a las encinas y brincar de gusto a las piedras y al agua de los arroyos, los hondos misterios de la cosmografía y la historia de las primeras edades del mundo, conservados luego en los santuarios de Samotracia y de Eleusis.

En bronce hay también algunas esculturas antiguas. Son las mejores: un Antinoo en forma de Baco, un Amor dormido y una copia del Hércules farnesio.

Ya ve usted si hay tesoros encerrados en L'Ermitage; pero aún no he dicho a usted la mitad de los que en él se encierran, y aún tendremos que volver a ver varias veces.

Adiós, y créame su afmo. amigo,

J. Valera.

He visto en el Nord, de Bruselas, un artículo sobre España muy bien escrito y favorable al Gobierno. Aquí nos venden la fineza de que son ellos los que hacen que dichos artículos sobre España se publiquen. Yo quisiera saber si en efecto es así y si el corresponsal del Nord en Madrid está pagado por los rusos o por nosotros.

He escrito a usted una infinidad de cartas, de las cuales ni siquiera guardo la fecha en que las escribí ni el asunto de que trataban; pero, como tengo buena memoria, me acuerdo de ellas vagamente, y como ni las veo publicadas en los periódicos ni usted me dice que las recibe, temo que muchas se hayan extraviado. No tengo empeño en que se publiquen en los periódicos; pero quisiera saber que usted las recibe todas. Inútil sería contar cosas si nadie ha de leerlas.

El duque ahora, y no como prematuramente han anunciado los periódicos, va a dar una gran comida. Cuando se dé, contaré a usted pormenores y se podrá hablar de ella en los periódicos.




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San Petersburgo, 23 de febrero de 1857.

Un siglo ha, mi querido amigo, que ni de usted ni de nadie de Madrid recibo carta alguna, si se exceptúa la que recibí anteayer de Mariano Díaz, en la cual me dice, de parte de usted, que es menester que yo permanezca aquí hasta que se me dé orden y salvoconducto para ponerme en franquía. Y aunque yo deseaba largarme, y si no lo he puesto por obra ha sido sólo por temor a ofender a esa superioridad, y aunque supuse, al salir de la coronada villa, que no estaría en las regiones hiperbóreas más que un par de meses, y van para cuatro que vivo en ellas, todavía me conformo obediente, y hasta gustoso, a permanecer, si se quiere, otro par de mesecitos, y me alegro de saber a qué atenerme.

Los males de que yo me quejaba en mis cartas anteriores, si bien no he podido curármelos aún, he llegado al cabo a conocer la causa de ellos, y espero acertar con la medicina y volver a Madrid sano como una manzana y fresco como una rosa de mayo. Lo que yo tenía y tengo aún es cansamiento de tanto baile, falta de alimento espiritual, que el casto Muraviev de una manera, y de otra aún más grata la princesa Delgorouki, que sabe más que la sabia reina Libusa, me darán en adelante: sobra de alimento corporal que corregiré, disminuyendo las dosis, haciendo más ejercicio y buscando los desahogos propios del que está bien nutrido, y necesidad de dormir algo mejor, lo cual vendrá, naturalmente, una vez adoptado el régimen antedicho.

El tiempo de las fiestas y diversiones profanas va a acabar pronto, y en cambio tendremos una Cuaresma muy sosegada y penitente. Lo que es en el día, estamos en la fuga del reholgorio, y no tienen cuento los bailes y comilonas. El sábado último (21 de febrero) dio una el señor duque al príncipe Gortchakov. Asistieron a ella, además de este príncipe, los de Orlov, Dolgorouki, Galitzin, el que va a España, el conde de Adlerberg y otros personajes de la corte de los más cogotudos, y todos los jefes de la misión aquí acreditados, como, por ejemplo, lord Woodehouse, el conde de Morny, el de Esterhazy, e così via discorrendo. El cocinero del duque estuvo inspirado y mereció bien de la Patria, cuya bandera quedó bien puesta gracias a su ingenio y arte.

De sobremesa tuve ocasión de hablar a Gortchakov sobre cierto asunto de reconciliación entre dos altas familias. Le dije que ahí se interesaban mucho en saber lo que aquí se pensaba sobre el caso, y que me habían encargado que, sin hablar de ello con nadie más que con él y con usted, me informase mejor de todo y diese parte. Estuve tan claro con él porque me gusta la claridad y no había para qué estar oscuro. Añadí, por último, como es lo cierto, que yo no sabía palabra de los proyectos que ahí pudiese haber o haber habido; pero que siempre convendría que ustedes supiesen lo que aquí se pensaba, lo cual podría tener grande influencia en cualquiera resolución que se tomase, si es que alguna se tomaba en este punto. El príncipe me repitió entonces lo que ya me había dicho la vez primera, pero advirtiéndome esta vez que en la carta que se escribió a la familia del pretendiente antes de enviar a Benkendorv a España se le prometía apoyarle y trabajar para la reconciliación mencionada. El príncipe me ha dicho, además, que se explicará más detenidamente conmigo dentro de algunos días: tiempo que se toma -son sus palabras- para pensarlo con madurez.

Sobre lo de las cruces diré a usted que, a lo que parece, están ya dados los dos cordones de San Andrés, que llevará Galitzin consigo. Este señor saldrá decididamente para Madrid dentro de poco y llevará en su compañía a la princesa y al conde de Osten-Sacken. Bludov, agregado a la Legación, irá más tarde. El primer secretario se reunirá en París con su jefe, y recogerá, a su paso por Niza, el diploma de la banda de Santa Catalina para la reina, que debe firmar la emperatriz viuda, a quien ha dejado el emperador esta prerrogativa, en vez de hacerla pasar a su augusta Esposa. De las demás cruces no me atrevo hoy a profetizar nada, salvo de una de comendador para Canseco, que, gracias a las gestiones del señor duque, es de creer que se consiga. Ya usted sabrá (lo que es yo no lo sabía hasta que hace poco me lo dijeron, porque en punto a cruces soy ignorantísimo), que al dar la grande de San Andrés, se dan implícitamente todas las de este Imperio, como si estuvieran contenidas en ella. Parece, pues, que con los dos cordones de San Andrés llevará Galitzin para el rey y duque de Valencia las insignias de Alejandro Nevski, de Santa Ana y del Águila Blanca, que se podrán colgar del cuello cuando gustaren.

El duque sigue muy agasajado y todos muestran deseos de que se quede aquí de embajador; los cuales renacen ahora con la esperanza que ha hecho concebir el ver en los periódicos que es probable que nombren a don Javier presidente del Senado. Muchas damas se han empeñado con el duque para que dé un baile. El duque ha estado a punto de ceder y darlo; mas el no tener lacayos de gran librea y toda aquella pompa que conviene y que aquí se usa, le ha hecho desistir de este propósito. No sé, sin embargo, cómo se ha resistido a lo que anteayer le dijo Gortchakov, el cual le aseguró casi, porque, estas cosas no pueden asegurarse por completo, que si daban un baile, su majestad vendría a honrarle con su presencia, lo cual sería notabilísima muestra de favor para un extranjero.

El duque es incansable y no comprendo cómo no se cae muerto de fatiga. No duerme ni reposa; se viste y desnuda seis o siete veces al día, y no hay fiesta en que no se halle ni persona a quien no visite; con lo cual, y con su grande cortesanía y con toda la larga cáfila de sus títulos, se tiene ganada la voluntad de los rusos. Anoche volvió a casa a las tres o las cuatro de la mañana y a las siete o las ocho estaba ya de punta para ir con el emperador a la caza del oso. A pesar de que esta caza, según dicen algunos, es peligrosísima, no temo yo que ningún oso se coma a mi jefe; el riesgo que corre se exagera mucho para darse tono los que a él se aventuran; y, además, que


   Nos perigos grandes, o temor
e maior muitas veces que o perigo.

Lo que yo temo es que el duque, que es tan distraído y tan corto de vista como yo, le vaya a soplar un tiro al emperador o a alguno de sus grandes; pues, como irán cubiertos de pieles, fácilmente podría tomarlos por osos, si ellos se descuidan. A más de los osos, se cazan lobos y dantas en los alrededores de San Petersburgo. La carne del danta es exquisita, sobre todo con salsa picante. Sabido es que la fauna de este Imperio es muy rica; pero, de cuantos bichos aquí se crían, ninguno me ha asombrado más que el bisonte o el uro de Lituania, de los cuales sólo quedan ciento cuarenta en los bosques de Bialoveja, y hay impuestas penas gravísimas al que trate de matarlos. He visto disecado uno de estos uros o zubrs, como aquí se llaman.

Creo que debieran ustedes suscribirse al Journal de Saint-Pétersbourg. Trae, a veces, noticias curiosas sobre este Imperio, que pueden o no copiar otros periódicos, y que convendría que se supiesen en esa Primera Secretaría. Últimamente ha publicado el contrato para hacer los ferrocarriles, con todos los pormenores sobre el particular; una noticia sobre el comercio de Odesa y otra sobre la última feria de Nijni-Novgorod, que recorto y envío adjuntas por si conviniese traducirlas y publicarlas en los periódicos de España.

También me parece que se debían enviar a esta Biblioteca Imperial de San Petersburgo los libros más notables que salgan en España. De aquí no faltaría qué enviar en cambio. Ruego a usted, o, por mejor decir, ruego al duque de Rivas que envíe dos ejemplares de sus Obras completas. Uno para la Biblioteca y otro para Botkin, que traducirá mucho, si no todo. Aquí están va tifos de literatura francesa, y es menester darles otro alimento espiritual.

Adiós. Muchas cosas tengo que decir; mas no hay tiempo por ahora, y temo también aburrirle.

Créame suyo afmo.,

J. Valera.




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San Petersburgo, 28 de febrero de 1857.

Mi querido amigo: No puedo más con tanto baile y tanta diversión, y de veras me alegro de que mañana termine el Carnaval y entremos en la Cuaresma de por aquí, más severa y penitente que la nuestra, según afirman. Entre tanto, hemos tenido días en que no se ha hecho más que bailar por mañana y noche. Las matinées dansantes son aquí preciosas, y estas frescas y sonrosadas hermosuras boreales se epifanizan sin temor a la luz meridiana, y no por eso pierden un quilate de su merecimiento, antes bien, lo acrisolan y le ponen el sello de tan escrupuloso contraste, en particular las jovencitas. De éstas las hay tan lindas, que se las puede comparar a otros tantos capullos entreabiertos. Algunas, y no es encarecimiento desmedido, tienen tan blanco y transparente el cutis, que imaginan los espectadores que ven correr por las venas de ellas el álcali volátil del amor; una sangre sutil y delicada y etérea, como el icor de las deidades del Olimpo. Diomedes no lo hizo brotar más puro de la herida de Afrodita. Las señoras ya jamonas y curtidas se suelen conservar también maravillosamente con estos fríos. Lo único visible que con facilidad se les echa a perder, y, por cierto, que es muy grande lástima, son los dientes; lo cuál proviene, sin duda de tanto confite y tanta chuchería como engullen; porque he notado que son bastante golosas, aunque al tomar se finjan melindrosas. En cuanto a lo invisible o reservado, hay mucho que decir.

El señor duque dio anteayer otra gran comida. En ella estuvieron varios personajes de la Corte y la diplomacia menuda, esto es, los secretarios de Legación. Fue la comida para agasajar a los príncipes de Galitzin que salen para Madrid el martes próximo, si bien tardarán en llegar, porque piensan detenerse en Moscú y París. Además de la princesa, había otras cuatro señoras, ya de respeto, pero de las bien conservadas. A cada una de ellas hizo el duque presente de un precioso ramillete de camelias y de otras flores, si unas bellas, olorosas otras, y todas rarísimas en esta estación y en este clima. La casa, por lo mismo que tiene mucho de teatral y de aparatoso, hace bonito efecto vista de noche e iluminada. La luz de las bujías se quiebra en el agua del alto surtidor, y forma


   quei colori,
onde fa l'arco il sole, y Delia il cinto.

Y tanto muro de cristal trae a la memoria, como ya creo haber dicho a usted otras veces, el estupendo palacio que vio Don Quijote en la famosa cueva de Montesinos.

Pero no es sólo la aristocracia la que se divierte, sino también la plebe, que tienen estos días una como feria en la inmensa plaza que está delante del Palacio de Invierno y del Almirantazgo. En unos pequeños teatros de madera se ven titiriteros, que bailan en la maroma y dan brincos y hacen cabriolas; en otros se muestran serpientes, leones, panteras y otros animales feroces. Por un lado, charlatanes o músicos ambulantes entretienen al vulgo con canciones o con decires de mucha risa para quien los entiende; por otro lado se venden juguetes, frutas y otras golosinas en diferentes tiendas y puestecillos. Aquí hay juegos de sortija y columpio; allí, orquestas y tablados donde baila y se agrupa la gente, y acullá, montañas de hielo, de las que de continuo bajan como flechas los diminutos trineos y los que se aventuran a dirigirlos. Por todas partes, en fin, a pesar del frío y de la nieve, muchos ciudadanos y ciudadanas a pie y en coche. Esta fiesta se parece, aunque en miniatura, a la famosa de Dresde de la Vogeliwiese, a la cual concurre media Alemania, y se regocija en grande con el pretexto de tirar al blanco con la ballesta.

Ayer noche hubo un baile magnifico en casa del embajador de Francia, conde de Morny. Su majestad el emperador le honró con su presencia.

Pero ya basta de diversiones y es justo que volvamos a las cosas santas, que hace días tenemos olvidadas.

Al hablar a usted, en una de mis cartas, de la religión ortodoxa y de las obras de historia eclesiástica y de controversia teológica del señor Muraviev, lo hice tan deprisa y tan someramente, que más era mi carta indicación o preámbulo para tratar después el asunto por extenso y como se merece que no disertación capaz de enterar a nadie sobre asunto tan complicado y tan arduo.

Sólo para el examen del opúsculo de Muraviev, titulado Palabra de la ortodoxia católica al catolicismo romano, se puede escribir un grueso volumen. La Civiltà Cattolica, de Roma, ha criticado ya esta obra del señor Muraviev; pero su libro magistral, La verdad de la iglesia universal, aún no ha sido juzgado y refutado. No seré yo, por cierto, el que lo juzgue y refute, impar congressus Achilli; pero sí podré dar una sumaria relación de lo que contiene. Las palabras son como las cerezas, que se enredan unas en otras y no hay medio de desasirlas y apartarlas sin quebrar el cabo de ellas o el hilo del discurso. Yo toqué ya este punto tan grave de la religión, y ahora me creo obligado a desenvolverlo. Hoy, sin embargo, no iré más allá de lo que he dicho en mi carta mencionada, y me contentaré con hacer algunas rectificaciones y aclaraciones conducentes a poner las cosas en su lugar, y a que se me tenga por hombre concienzudo y que nunca se aparta de la verdad ni discrepa un ápice de ella.

He asegurado que el carácter distintivo de la Iglesia rusa es la paralización, y que ninguna idea nueva y fecunda nace de ella, aunque tampoco ninguna nueva herejía. Pero como esta aserción puede pasar, y es, en efecto, en apariencia contraria a los hechos, será menester que me explique para dejarla a salvo de toda refutación que, fundada en ellos, se me pudiera presentar.

La principal herejía, si herejía puede llamarse lo que más bien es sólo un cisma, es la de los staroversi. Veamos cómo tuvo principio.

Es, pues, de saber que hubo en esta Iglesia, a mediados del siglo XVII, un gran patriarca llamado Nicon, de tan altas aspiraciones y de tanta capacidad, que hubiera llegado a ser el Gregorio VII de Oriente, y lo hubiera reunido todo bajo su poder espiritual si el Oriente hubiese estado dispuesto a unirse.

Pero Nicon fue perseguido, suscitó contra sí la envidia y el rencor de los grandes de la tierra, fue acusado de orgulloso, y murió como Hildebrando, en el destierro, sin lograr, como Hildebrando, el triunfo de su idea. Un gran concilio, en el cual asistieron todos los patriarcas de Alejandría y Antioquía, y consintieron los de Constantinopla y Jerusalén, depuso a Nicon de la silla patriarcal y le condenó duramente. Esto desprestigió al patriarcado y abrió camino para que, poco después, le diese el golpe de gracia el zar Pedro el Grande y se declarase jefe o protector de la Iglesia. La civilización, que hasta entonces había venido del Oriente por medio de la potestad espiritual, empezó desde entonces a venir de Occidente por medio de la potestad civil. El Oriente, oprimido y en gran decadencia, no podía ya dar de sí esa luz civilizadora, y al patriarca Nicon le fue imposible encenderla autonómicamente en el seno mismo de la Iglesia rusa. Lo único que consiguió este sabio y ambicioso patriarca fue la reforma o, mejor diré, la corrección de la liturgia, en la cual se habían introducido grandes errores. Para corregir las faltas que copistas ignorantes habían introducido en los libros de la Iglesia, reunió un concilio, presentó en él los antiguos manuscritos que había en Rusia y otros que hizo venir del monte Atos, y, en vista de tan autorizados documentos, reformó la liturgia o la volvió a su prístino estado, estampándose los libros, según convenía, limpios ya de errores y faltas. Esto fue tenido por muchos, ciegos y partidarios de la rutina, como la innovación más antiortodoxa; y de tan falso concepto nació la secta de los staroversi, que aún se perpetúa. Las más verdaderas y radicales reformas de Pedro el Grande retrajeron aún más a los staroversi de volverse a unir con el resto de la Iglesia; y como una especie de fósil vivo de la antigua raza eslava existen aún estos sectarios, sin querer afeitarse porque Nuestro Señor Jesucristo no se afeitó nunca; persignándose de otro modo que los demás rusos, y llamando Anticristo a Pedro el Grande porque no quería barbas en su Imperio y porque trataba con los alemanes y holandeses. De los staroversi, unos tienen sacerdotes de los que desertan de la Iglesia ortodoxa; otros no tienen sacerdotes por falta de obispos que los consagren, no considerando como tales obispos los de Rusia. El señor Muraviev, en su Historia eclesiástica, refiere con extensión cuanto hay que saber en este punto.

Tanto entre los staroversi como entre otros muchos que de un modo ostensible no se apartan de la Iglesia ortodoxa han venido a nacer, si ya no existían desde tiempos remotísimos, varias supersticiones horribles y groseras, que este sabio Gobierno trata de destruir radicalmente, aunque será difícil que lo consiga. Lo dilatado del Imperio y la falta de población de algunas provincias presentan un obstáculo casi insuperable al logro de su deseo y favorecen la conservación y aun la propaganda de esas supersticiones. Son éstas, a mi ver, un retoño del mal desarraigado paganismo de muchas naciones que forman hoy parte del Imperio ruso; paganismo mezclado absurdamente con ideas cristianas mal entendidas.

Hay aquí, por ejemplo, una secta que tiene conciliábulos nocturnos para azotarse, y cuando caen los penitentes en el suelo, derrengados de tanto azote, cometen el pecado llamado de la caída; del cual fácilmente se darán razón los que hayan leído el libro de Maibaumi, De flagorum, usu in re venerea, o conozcan las mañas del filosofastro Juan Jacobo. Otros, por el contrario, imitan a Orígenes y a Ambrosio de Morales; se llaman los scopzi, y dicen que son en número de dieciséis a veinte mil. Como los coribantes, cuyas diabólicas y frenéticas contorsiones, y cuyo estro suicida describen tan vivamente Lucrecio y Catulo en aquellos versos singularísimos de Atis, se mutilan estos desgraciados, y luego se arrepienten cuando ya es tarde. Otros, sin ser pitagóricos, no prometen sólo por cinco años, sino por toda la vida, el no decir palabra; y, en efecto, permanecen mudos, sin que basten los mayores tormentos a hacerles pronunciar una sola sílaba. Hay, por último, algunos que reuniéndose en un aquelarre infame, le cortan un pecho a una doncella, y dividiéndolo en menudos trozos, comulgan con él en un infernal sacramento. Tantum religio potuit suadere malorum! ¡A tal extremo puede conducir a los hombres la superstición y la ignorancia! Reflexión moral que no es nueva, pero que encaja y se ajusta aquí como en el dedo el anillo. De esperar es que el Gobierno y el clero de Rusia reduzcan y traigan a razonable término a todos estos fanáticos, y que asimismo conviertan a la religión cristiana a los paganos y mahometanos que aún hay en el Imperio.

Otro día hablaré a usted del influjo que las doctrinas protestantes, y aun las filosóficas de Alemania, han ejercido aquí entre el vulgo, en el cual, a pesar de los extravíos que quedan apuntados, hay virtudes grandísimas, energía y vigor maravillosos, y la fe en lo por venir y el amor a la patria y la confianza ilimitada en su misión providencial que, por desgracia, nos van faltando a nosotros. Una cultura prestada, es cierto, pero refinadísima y depurada aquí, existe en las clases superiores, donde se conserva como en su propio templo la delicada cortesanía que hubo en otras naciones hace uno o dos siglos; y en el seno del pueblo ruso empieza a nacer y a desarrollarse, pujante, una civilización autonómica, cuyos frutos podrán tener en lo venidero influencia incalculable en el progreso general de la raza humana. Yo soy optimista; mas en esto me debe usted creer: salvo raras excepciones que afean la faz de este Imperio, y que son consiguientes a la situación en que se halla y aun a la decaída condición de todos los mortales, no veo cosa en él que no me lleve a elogiar nuestra propia naturaleza y a exclamar con el gran doctor de Occidente: Magna enim9 quaedam res est homo factus ad imaginem et similitudinem Dei.

Adiós. Le quiere de corazón su amigo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 1 de Marzo de 1857.

Ayer, mi querido amigo, recibí su amabilísima carta del 17, y mucho contento y satisfacción por lo cariñoso que se me muestra en ella.

El duque se aplacó ya conmigo, si es que alguna vez estuvo ofendido y de monos, porque es un señor excelente; y yo, con mi bilis y mi carácter algo desconfiado, y dado a suponer lo peor, soy, sin duda, el que ha imaginado que se apartaba de mí y no me quería. Yo no acudo a tiempo nunca para ir con él, y, naturalmente, se hace acompañar de Quiñones que con toda exactitud y subordinación militar, está siempre pronto en su servicio.

Ya he dicho a usted, y repito ahora, que aquí hay una conspiración en favor del duque, y que el emperador está a la cabeza de los conspiradores. No hay más que ceder y dejarle aquí. Don Javier será presidente del Senado.

La bondad del duque, sus modales de gran señor, su finísimo trato y otras mil excelentes prendas que posee, concurren con su gran nombre y cuantiosos bienes a que le quieran y consideren tanto. Pero por algo entra también el empeño que han formado de casarle con una mujer de por aquí. Acaso lo logren. La princesa Souvaroy hará este milagro. Su excelencia está derretido. Siempre baila con ella el primer rigodón y le regala flores más bellas que las que regaló a las jamonas que el otro día comieron con él. La princesita se lo merece todo. Está en la edad de la perfección completa. Cerca ya de los treinta años. Es simpática, graciosa, bonito cuerpo, dientes como perlas, cosa rara por aquí, y mucho ingenio. A la dulzura y mansedumbre de la paloma creo que junta esta señorita la prudencia de la serpiente, estote prudentes sicut serpentes, como creo que dijo Cristo a sus discípulos, no recuerdo en qué ocasión, porque tampoco estoy muy seguro de si fue Cristo quien lo dijo.

El negocio de la bandera no es tan de clavo pasado como parecía. Quiñones lo va ya ponderando mejor, y a veces dice que convendría que esperásemos a la Legación permanente para hacerlo.

No puede usted imaginarse lo poco amable y lisonjero que es conmigo este señor. Yo siempre he querido estar bien con él, y no lo logro nunca. Cuando vamos con el duque, le dejo ir con el duque. Cuando entramos en algún salón, va él delante y yo a la cola. En la mesa dejo el mejor puesto. En la casa tiene el mejor cuarto; él lo escogió y yo me he contentado con el que me dejaron. Si vienen despachos, los ha de leer. Si habla de cruces o de banderas, ha de meter su cuchara siempre en contra mía. Yo todo lo llevo con paciencia y, sin embargo, este hombre empedernido no me acepta, cuando yo mismo me ofrezco en holocausto. Pero, lo que es más singular aún, Quiñones imagina que soy yo y no él el que le tengo tirria. En fin: no nos entendemos. Hasta el querer yo irme de aquí más ha sido por acabar de ceder el campo que por grande deseo que yo tuviese de irme. Pero él no acaba de comprender que yo no soy ni quiero ser émulo suyo y que maldita la rabia y el encono que tengo contra él. Siempre está hablando mal de los paisanos, de los poetas, de los que escriben en los periódicos, desde que en ellos se publican mis cartas y de los diputados, desde que ha sabido por el duque que yo quiero serlo, aunque en vano, porque el Gobierno, esto es, Nocedal, no quiere que lo sea.

Las ternuras del príncipe de Gortchakov me consuelan algo de los desdenes de Quiñones. El otro día, mientras el duque estaba de caza, me escribió un billetito muy amable, diciéndome eran efectivamente los títulos de Narváez le maréchal Narváez, duc de Valencia, président du Conseil des ministres de sa majesté la reine d'Espagne. Yo contesté que Narváez tenía otros muchos títulos, pero que bastaba mentar éstos, y que sólo tenía que observar que, como la reina es muy piadosa y se complace en que la llamen católica, encajaría bien en este lugar, si esto no se oponía a la religión ortodoxa, el que dijese de sa majesté catholique, en vez de la reine d'Espagne, aunque también este otro título est un grand et beau titre même aujourd'hui, y que bien puede aún una persona estar ancha de llevarle. Vi aquella noche al príncipe en un baile e imaginé que estaba serio conmigo y que acaso en la carta que le escribí había yo dado motivo para ello, por la demasiada familiaridad o por alguna bufonada que había soltado sin querer. Volví, pues, a escribirle, explicando el asunto y dando cuenta de mis recelos. En ambos billetes le decía que no olvidase que había personas que deseaban enterarse de lo que me indicó sobre reconciliación, y como yo no era bastante astuto para sacarle los secretos, como se cuenta que hacen los diplomáticos hábiles, había tomado el camino derecho para que hablase, si lo juzgaba conveniente; y aquí le decía yo que lo era, por estas y aquellas razones; todo solapado para que no entendiera el billete quien no estuviese en autos.

Lo de la imposibilidad de sacarle a él secreto alguno me parece que le gustó de veras. He aquí lo que me contestó enseguida: Je m'empresse de vous rassurer, mon cher monsieur Valera. Vous nous êtes10 à tous une persona gratissima,et je vous prie de continuer à me compter dans le nombre. Je n'ai aucune mémorie d'une circonstance quelconque, qui aie pu vous induire à croire le contraire. Quant aux détails de votre billet, nous en causerons à notre première rencontre11. Aún no hemos hablado de estos pormenores, pero sí me ha hablado Galitzin del asunto y creo que lleva instrucciones para tratarlo ahí. Me ha hecho más preguntas que el catecismo. Por no ser prolijo no pondré sino algunas, y de las respuestas, pocas o ninguna, porque usted las calculará, sobre poco más o menos. «Si el rey consorte gustaría o rabiaría mucho con el arreglo, y qué podría hacer o influir en contra.» «Si la reina lo desea.» «De cómo y por qué, y hasta qué punto tiene don Paquito influjo en Palacio.» «De si no se robustecería mucho el partido del orden en España uniéndose al de don Juan.» «De si sería posible y útil gobernar sin la Constitución.» «De si la Francia vería sin recelo ni oposición a la llamada legitimidad triunfante en España», etc., etc.

En París se detendrá el príncipe unos quince días, ¿Cree usted que acaso trate ya del asunto con don Napoleoncete? ¿O cree usted que se ponga a negociar ahí sin consultarle y pedirle su venia? Aquí están ahora con la Francia a partir un piñón. En fin: allá veremos si otro día Gortchakov o el mismo Galitzin se explican más y a fondo, aunque ya todo se trasluce. Yo, lo único que he dicho es que ustedes desean saber y se interesan mucho por lo que aquí piensan. Lo demás que he añadido han sido opiniones o pareceres míos, que van sobre mi conciencia y que ni a ustedes ni a nadie pueden comprometer.

Adiós. Suyo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 4 de marzo de 1857.

Excelentísimo señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Por mis cartas anteriores, y por los despachos que hoy remite el duque a esa Primera Secretaría, habrá usted visto, mi muy querido amigo, cuánto aprecian y distinguen aquí a mi jefe. Él está muy ancho, y es natural que lo esté. Piensa tener vara alta y hasta cierta jurisdicción en este Imperio, y el otro día estuvo graciosísimo con un rapacallos, que le ha cortado uno de tan aviesa manera, que le ha dejado semicojo para un par de semanas. Era de ver al duque, todo lo furioso que él puede estar, amenazando al torpe pedicuro con enviarlo a Siberia.

Ya tengo por cosa indudable que el duque se quedará aquí de embajador. Cuenta que él no quiere ser menos. En el día, sin tener un derecho positivo a ser considerado como tal, lo es de hecho, por los honores y distinciones que le hacen. En la lista oficial del Cuerpo diplomático, que se publica aquí en francés todos los años, le han puesto inmediatamente después de Morny, y ni al duque le está bien, ni a nosotros nos conviene tampoco, el que, nombrándole ministro plenipotenciario, le pongamos a la cola de mil ministrillos de mala muerte, en que hierve esta Corte imperial de San Petersburgo. Recuerdo muy bien que dije a usted mucho tiempo ha que el duque se quedaría aquí hasta de ministro plenipotenciario; pero esto era cuando tenía perdida toda esperanza de quedarse aquí de otra manera, cuando su pesadilla constante era que le remitiesen ustedes unas credenciales, de cualquier laya que fuesen: y cuando pronosticaba veinte veces al día, con una voz tan lastimera que partía los más empedernidos corazones, una muerte súbita y terrible al pobre don Javier, si, con sus setenta y tres años a cuestas y con todos sus alifafes, se aventuraba a venir a estos helados países. Lo que es ahora, ve el duque el asunto a otra luz más clara y risueña, tiene más presentes en la memoria a todos sus gloriosos progenitores, y no se contenta con menos de ser embajador. Yo entiendo que lo será tan bueno, que ni pintado, ni de encargo, lo fabricarían mejor; y como sé que el duque de Valencia le ha escrito preguntándole si se quedaría aquí con gusto, espero que se quede, y con la mencionada categoría. Don Javier será, por lo pronto, presidente del Senado, y al cabo volverá a Londres, cuando mi amigo don Luis (y digo mi amigo porque, yo lo soy suyo, aunque desgraciado como en todos mis amores), se canse de estar a orillas del Támesis y vuelva a las del Manzanares humilde.

Supongo que si todas estas suposiciones mías salen ciertas, vendrá aquí con las credenciales el señor Caballero, y que el duque podrá presentarlas para principios o mediados de mayo; pedir enseguida una licencia que quiere pedir, o tenerla pedida de antemano, en cuanto sepa que le nombran embajador, y largarse a París y a Madrid, a ver a su majestad la reina y a arreglar sus negocios, regresando aquí dos o tres meses después, con todo el séquito de lacayos conducente a no ser menos en nada que monsieur de Morny, que ésta es otra de las pesadillas del duque, y con toda la pompa y estruendo que se requieren en tal competencia. Caballero, o quien venga de primer secretario de la Embajada, se quedará de encargado de Negocios durante la ausencia del señor duque.

Al duque le han rogado todas las damas, empezando por las más hermosas y las más sabias, que dé un baile, y personas autorizadas le prometieron que el emperador, aun antes que asistiese al de Morny, asistiría en el suyo; mas el duque no ha querido darlo por falta de libreas y de otros mil perfiles que le faltan y que tiene Morny. Éste trasciende a parvenu a media legua, y aunque aquí están con la Francia a partir un piñón, no le perdonan a su representante ese cursilismo, que, por cierto, se hace más de notar por los humos y el entono que gasta su excelencia. Nadie es más demócrata que yo en este sentido. La aristocracia de sangre terminará, a mi ver, en todas partes. La clase media será la soberana, y esta clase media será muy numerosa, mientras más felices e ilustrados vayan siendo los hombres, porque yo creo en el progreso a pie juntillas. La creencia en el progreso es el axioma primigenio y generador de una ciencia sospechada y no creada aún, que se llama Filosofía de la Historia. Estos asertos míos no se oponen por ningún estilo a que haya una nobleza hereditaria. La aristocracia dejará de existir y la nobleza no, como no se castren todos los hombres ilustres que vengan al mundo en lo venidero, porque no es posible evitar que transmitan a sus hijos sus nombres y su gloria. Digo todo esto para que se entienda que yo no desprecio ni odio a los parvenus, ni les tengo envidia por no parvenir yo tanto como ellos, ni les pongo remoquetes, como en los lugares de Andalucía, donde los apellidan Don Juanes Frescos y piojos resucitados. Sé que vale más la adquirida que la heredada nobleza, y veo que la ciencia, la virtud, el valor y el ingenio se van a menudo con los burgueses y plebeyos, y abandonan a los nobles; pero lo que no les abandona, y lo que rara vez adquieren los otros, aunque ya con el progreso del tiempo y con el de la Humanidad, en que creo lo irán adquiriendo también, son los modales elegantes, el trato fino y delicado y la cortesanía y completa apariencia señoril y caballeresca. Un comerciante honrado y trabajador, un sabio, un hombre político virtuoso, tienen cierta majestad santa y venerada, pero no agradable y seductora como la del noble de nacimiento. Morny puede que sea esto último, pero no lo parece, y como le falta la mencionada santa majestad del sabio, del repúblico virtuoso, etc., es a los ojos de cuantos le miran la vera efigie de Robert Macaire subido a mayores. En el baile que el otro día dio, ocurrió un incidente que retrata al vivo su carácter y modo de ser, presumido y cursi al mismo tiempo. Se puso de gran uniforme para recibir al emperador: permaneció de gran uniforme mientras el emperador estuvo en su casa; y apenas el emperador se fue, se fue también a su cuarto monsieur de Morny, se quitó la albarda, y volvió con un modesto frac negro, pero conservando los pantalones de galón, lo cual hacía un efecto extraño. Con que monsieur de Morny se hubiera mudado los pantalones, estaba todo en regla; y más aún con que se hubiera quedado con el uniforme, puesto que allí había personas que oficialmente valen tanto como él y que le llevan a cuestas. Aquí se ha hablado mucho de este cambio de traje de monsieur de Morny; yo no lo reparé siquiera, porque soy muy distraído, y a fuerza de oír hablar del caso, he llegado a enterarme. Esta distracción mía me tiene que dar y me ha dado ya muchos disgustos. No hay cosa que ofenda más a la gente que el que no se repare en lo que hacen; y estoy seguro que, a saberlo todo, monsieur de Morny perdonaría mejor a los que critican sus maniobras de tocador que a mí que no reparé en ellas, ni hubiera advertido nada, aunque hubiese salido de indio bravo.

Dejemos en paz a monsieur de Morny y volvamos a nuestro duque excelente, que es la propia esencia de la cortesía y de la bondadosa pomposidad de los grandes señores. Todo bicho viviente le saquea, y no hay truhán que no sea generoso y hasta magnífico a costa suya. Este Obrescov, que sine ira et studio puedo asegurar a usted que es un cuadrúpedo, y que no le sirve de nada, es de los que más han abusado. En la colección de fotografías, que se ha hecho ya, ha gastado el duque más de mil duros. El fotógrafo, entre tanto, estará brincando de gusto, y los soldados retratados, lo propio. En dos o tres minutos de poses plastiques han ganado más que en un mes de ejercicios, táctica, zurriagazos, kwas y puches negros.

No me parece que el duque sea en todo como el sastre del Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo. En este palacio teatral que habitamos no pueden vivir más que el duque, sus criados, que son otros tantos duques, Quiñones y yo. Ya el señor Diosdado no podrá alojarse aquí. El duque no ha de alquilar otro palacio para que se alojen él y los que vengan más tarde, y así hallo conveniente que ahí se señale habilitación de casa y mesa, igual a la de Londres, a todos los individuos de la futura Embajada. Esta habilitación la pagará el Gobierno. Hablo de esto porque ya he hablado con el duque sobre el particular, y está apuradísimo, sin saber dónde colocar a Diosdado. Si el duque se casa con la nieta del gran Souvarov Italianiski, que así se llama, como Alejandro Nevski, Escipión Africano, etc., tendrá que despedir a todos los diplomáticos menudos que tenga consigo, para dar lugar a su esposa y a las ninfas que la sirvan. Siempre, sin embargo, les dará a todos su mesa; pero más quiere que sea por favor que por obligación del puesto. Los que vengan aquí pueden contar con el pesebre, pero no con cama y vivienda. Yo, entre tanto, estoy como un príncipe, aunque Quiñones, y hasta los criados más notables tienen cuartos mejores que el mío. Yo no vine a escoger por pereza, y ellos escogieron. Sin embargo, estoy que no hay más que pedir, porque, no es prudente ni decoroso que yo pida a los criados que me cuiden algo la ropa para no quedarme en cueros. Me asemejaría entonces a Sancho Panza cuando, en el castillo del otro duque, donde tan elegantemente le trataron, pidió a la dueña doña Rodríguez que tuviese cuidado con el rucio. Esta delicadeza mía, fundada en el recuerdo de Sancho Panza, y mi desidia y distracción, que no consienten que yo me emplee en contar las camisas, las calcetas y los inexprimables, hacen que todo esto vaya desapareciendo rápidamente, o menoscabándose de botones, por tal arte, que hay día que no tengo que ponerme y acudo al Magasin Engliski a comprar todo esto a un precio disparatadiski y arruinatiski. Ya casi hablo el ruso.

Adiós. Póngame a los pies de la señora y señoritas y téngame por muy su amigo,

J. Valera.

El duque está con grandes remordimientos de conciencia por haber aceptado el Alejandro Nevski, teniendo Morny el San Andrés, y no habiendo aceptado el príncipe de Ligne lo que él acepta ahora. Todo se le vuelve pensar qué dirán de esto sus primos y tíos de Alemania, de Italia y de Bélgica, y sus amigos de Londres. Si no hubiera sido porque no quiere desairar al emperador, dice que no hubiera admitido el Alejandro. Ya tenemos para un par de meses con esta conversación. No quería aceptarlo tampoco hasta recibir para usted, el marqués de Pidal y el general Serrano, que pía aún, a lo que sospecho, tres buenas grandes cruces. El duque quería sólo que nos hubiesen dado a nosotros los cencerros que nos han dado y esperar él, sin Gran Cruz, hasta que ustedes tuviesen las suyas.




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San Petersburgo, 5 de marzo de 1877.

Mi muy querido amigo: Estamos en una época tan santa, tan penitente y tan enojosa para los profanos, que, contándome yo en el número de ellos, siento a menudo vehementísimos deseos de largarme. La Cuaresma es aquí terrible. No se ve un alma en las calles, nadie recibe en su casa. Todos están encerrados haciendo penitencia y tratando de elevar el alma a su Creador por medio de oraciones, ayunos y vigilias que mortifiquen y domen bien las carnes. De ésta no comen, a lo que aseguran, porque siempre será lo que Dios quiera; y lo que es de pescado, comen rara vez o casi nunca. Todos los manjares se reducen ahora a hierbecitas más o menos silvestres, miel y harina, que era lo que comían los padres del yermo. El espíritu es el que verdaderamente se nutre y sustenta con muy sabroso pasto espiritual, pasto nacido en el lozano vergel poético de los santos de Oriente, cuyas más hermosas flores son de San Juan Damasceno y de San Andrés de Creta. Estas sagradas poesías, traducidas del griego en el antiguo eslavón, se cantan ahora en las iglesias, al compás de una música sencilla y solemne, como la que yo he descrito a usted en otras cartas.

San Andrés de Creta, famoso en el sexto Concilio de Constantinopla, es quien, principalmente, da en el día alimento a las almas devotas, si bien se leen asimismo, se cantan y se meditan otras mil oraciones, los salmos, los profetas y los libros poéticos y doctrinales del sabio rey Salomón. Pero lo principal repito que es el canon penitencial del compatriota de la hermosísima Ariadna. Allá, en el desierto de Palestina, en una escondida caverna donde vivió apartado de todo humano comercio, y conversando acaso con los espíritus puros, compuso este santo su libro, que por cierto es bellísimo e inspirado, a juzgar por lo poco que yo he leído. Compuso también otro pequeño canon penitencial en honor de aquella magna pecatrix, Santa María Egipciaca que después de haber amado mucho de mala manera, amó como y a quien debe amarse, con ternura infinita, y fue modelo de mujeres penitentes. Este pequeño canon se estudia también mucho en Cuaresma.

Esta primera semana es la más severa de todas, porque no hay ortodoxo, rico o pobre, noble o plebeyo, que no haga en ella examen de conciencia y se prepare a recibir la comunión. Todas las ceremonias, purificaciones y ritos que hay aquí que hacer antes de confesarse y comulgarse son, en verdad, grandes y temerosos, y no lo son menos las oraciones que se rezan en una ocasión tan importante. Entre estas oraciones hay algunas que a un católico romano le parecen extrañas, si no por el pensamiento, por el modo con que el pensamiento está expresado. He aquí, por ejemplo, este pasaje de una de ellas: «Tú, cuya ascensión gloriosa hizo que la carne participase del principio divino y que la llevaste a la derecha del Padre, concédeme hoy, por la comunión de tus santos misterios, el ser admitido a la derecha tuya, entre todos los justos.» No tengo que decir, o que repetir a usted, que aquí comulgan los legos bajo las especies de pan y de vino.

Los teatros están cerrados; mi amigo Muraviev, invisible y sin duda prosternado en su oratorio; y adondequiera que va uno, le dan con la puerta en los hocicos. Para que los profanos hagan también penitencia, además de la que ya hacen con no poder ver a nadie, ha venido el deshielo a poner las calles en un estado lastimoso. A pie no se puede salir, a no querer nadar en un fango negro y nada aromático, y en coche va uno como picado por la tarántula, dando brincos y haciendo contorsiones horribles con el traqueteo y los sacudimientos que causan los baches en que se hunden los carruajes. Las ruedas hacen subir el lodo hasta las nubes y le salpican a uno miserablemente, embadurnándole la cara y convirtiéndole en un etíope si se descuida un poco.

Entre la gente elegante de San Petersburgo, que tiene en el fondo del alma algo de descreída y de volteriana, puede que haya un poco de hipocresía o de fingimiento en las penitencias que hace; pero el pueblo creyente de veras, se da, en efecto, muy malos ratos por amor de Dios. Non est grave -dirán ellos - humanum contemnere solatium, cum adest divinum, y por esto, en estos días, se maceran la carne y se alimentan de tagarninas, como vulgarmente se dice. Verdad que a veces suelen caer en la tentación, y si no comen, beben, y por lo mismo que tienen el estómago vacío, se ponen con facilidad calamocanos en lo mejor de la penitencia. Fuera de estos tropiezos, no dudo yo que la hagan muy grande. Desde que en Rusia se introdujo el cristianismo, viene dando este pueblo gloriosos ejemplos de devoción y de abstinencia. Aun antes de que se introdujera, y aun antes de los tiempos históricos, los ha dado estupendos. Dígalo, si no, Abaris, aquel famoso sabio hiperbóreo que se alimentaba del aire, como los camaleones, y que llegó a ser tan sutilísimo, tan ligero y tan versado en la dinámica, que se montaba en una flecha y transponía a donde se le antojaba con una velocidad de todos los diablos.

Aquí no tienen a menos, antes se glorían de tener algo de asiáticos y de ser el lazo de unión, la síntesis de las dos civilizaciones, asiática y europea. Por lo que tienen de europeos, pretenden poseer el amor y el entendimiento del arte y de la hermosura de la forma de los italianos; la capacidad práctica de los ingleses, y el sprit de los franceses, con toda su ligereza. Por lo que tienen de asiáticos, imaginan que son, o son en efecto, contemplativos, graves, abstinentes y religiosos. Mucho de asiático tienen, sin duda, las sectas fanáticas que aquí hay y de que hablé a usted hace algunos días.

Al leer algo sobre estas sectas, o al oír hablar de ellas, cree uno que son antiquísimas; restos acaso de las herejías orientales de los primeros siglos de la Iglesia, o de las supersticiones paganas de la Siria, de la Caldea, de la Persia y del Extremo Oriente. Por un lado acuden a la memoria Orígenes, San Simeón Estilita y San Hilarión, que no comía más que un higo por semana, y por otro, los sacerdotes de Cibeles, las purificaciones de los teurgos y hasta las mortificaciones espantosas de los penitentes del Indostán, las cuales, al menos en poesía, acaban de cuando en cuando de un modo risueño. Creen los brahmines que por medio de la penitencia vencen a los dioses inferiores y se acercan a la omnipotencia de la santa Trimurti. Indra y todas las deidades atmosféricas se cancelan con esto, y para impedir al brahmín que triunfe y haga milagros de mayor cuantía le mandan una ninfa aérea, que a duras penas se puede imaginar más hermosa, la cual aparta al santo de la penitencia, pero le da, en cambio, una numerosa y masculina sucesión, casi toda de héroes, y en número a veces de sesenta u ochenta mil, los cuales forman un ejército invencible, someten al poder de su papá todo lo descubierto de la Tierra, bajan a los profundos infiernos sin dárseles un comino de las tortugas y de los elefantes monstruosos que le guardan y sostienen el mundo, y hacen, por último, tantas otras bizarrías e insolencias, que Siva se incomoda, da un ligero resoplido con las narices y los reduce todos a cenizas, sin que queden apenas de estas cenizas para llenar un medio celemín. Acontece en otras ocasiones que en el país donde el brahmín hace penitencia no llueve ni gota, porque Indra no quiere que llueva. El rey consulta entonces a los astrólogos y aseguran que si no ponen remedio a tanto mal les cortará a todos la cabeza. Los astrólogos, al oír esto, se tienden panza arriba delante del trono y dicen que no lloverá hasta que la hija del rey, que ha de ser por fuerza de lo más perfecto y acabado que haya en el mundo, y doncella además, se vaya a la gruta del penitente y le seduzca. Dicho y hecho, la infantita hace un lío de su ropa, echa a andar, se planta en el desierto en un dos por tres, y no por ciento; se pone de veinticinco alfileres en cuanto llega cerca de la ermita, alborota y saca de sus casillas al santo varón, y cuando le tiene ya bien seducido, empieza a llover a mares y se consuela la tierra y las plantas todas reverdecen y dan flores. Apenas escampa algo, se vienen los dos a la Corte, de donde salen a recibirlos con grande aparato, música y palio, se casan, y el rey se muere de gusto y el penitente reina luego tan bien como si fuera oficio que pronto se aprende o como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.

Usted dispense esta digresión indostánica, porque he refrescado ideas y tengo atiborrados los sesos de cosas de por allá desde que he trabado amistad y he tenido coloquios con un docto orientalista de por aquí llamado Kassovich, el cual sabe más sánscrito que Kalidassa. Tiene éste (Kassovich, se entiende) un puesto en la Biblioteca Imperial, y cuida en ella del salón dedicado a la Etnografía. Sabido es que esta ciencia debe más a la Rusia y a la España que a ninguna otra nación, y que en ambas se puede decir que se creó a la vez, como cuerpo de doctrina: ahí, por los trabajos de Hervás y Panduro; aquí, por la protección de Catalina II. Desde entonces se cultiva con éxito en Rusia, y los rusos han contribuido grandemente al conocimiento, sobre todo, de las lenguas del Asia. Los nombres de Adelung, Pallas, Klaproth, Senkofski, Chischkov y tantos otros lo acreditan.

Hay en este salón de la Biblioteca, donde asiste Kassovich, infinidad de gramáticas y diccionarios de todas las lenguas; cuantas traducciones y ediciones se han hecho hasta ahora de libros sánscritos, persas, chinos y árabes, y una colección de Biblias, Nuevos Testamentos y Salterios, curiosa y completísima. Los hay hasta en lengua cheremisa, morduana, lapona, chamástica, fínica, estónica, tártara y baskira, traducidos y publicados aquí. Entre las Biblias poliglotas luce la Complutense, la primera que se publicó, gloria de Cisneros. De traducciones en castellano, poquísimas, salvo algunas parciales hechas por judíos, y que son curiosas de veras. No he visto aquí la célebre de Ferrara.

De cuando en cuando hago alguna nueva visita a L'Ermitage. La última vez que estuve en él vi las obras, de los escultores modernos extranjeros que hay allí reunidas, y que me confirmaron en la idea que tengo, tiempo ha, de que la escultura vale más en nuestro siglo que la pintura. Dar por razón de esto que nuestro siglo es materialista y que la escultura es más material que la pintura me parece poco acertado. En primer lugar, nuestro siglo no es más materialista que otro cualquiera, y en segundo lugar, entiendo que sólo vulgarmente y considerando las cosas por el bulto que hacen se puede decir que la escultura es más material que la pintura. Buena pintura puede darse que sea una mera y fiel imitación de la Naturaleza; buena escultura, no. En ella debe lo ideal entrar siempre por mucho. Un Teniers escultor sería un muñequero. Si el escultor imita la forma, es para producir con esta ocasión la belleza, y la belleza existe en el alma del escultor y en la del perito que considera su obra, independientemente de la forma sensible que en la obra reviste. Esta es sólo el vehículo por medio del cual transmite el escultor su idea a quien es capaz de comprenderla; esto es, al que la tiene en sí; porque digo mal en decir que la transmite; no la transmite, sino que la despierta. Si no tiene usted en su alma toda la hermosura del Apolo, jamás comprenderá usted su hermosura. Por eso ha dicho Plotino que sólo los hermosos comprenden a los hermosos.

La hermosura toma ya en la mente humana ciertas formas que se llaman tipos ideales y que son como la regla y el crisol con que medimos y depuramos la imperfecta y confusa hermosura de las cosas visibles. Si el tipo ideal de la Venus no hubiera estado preconcebido en la mente de Praxiteles. Praxiteles ni hubiera sabido distinguir, depurar y fundir en una todas las bellezas incompletas y esparcidas de las muchachas griegas que tuvieron la honra de servirle de modelo. Yo no creo, como Gioberti y otros, que es una preeminencia de la música y de la arquitectura el no haber menester la imitación para crear la belleza. La misma preeminencia tendría entonces el que pinta o esculpe un arabesco u otro capricho de ornamentación. ¿Qué importa que la forma exista en la Naturaleza, si la idea, que está para el vulgo como escondida en la forma, sale de la mente humana y viene a ella de la divina?

Digo todo esto, acaso sin venir aquí a propósito, primero, porque la ociosidad es madre de todos los vicios, y como hoy no tengo nada que hacer, he dado en el peor de ellos, scribendi12 cacoethes, y segundo, porque estoy harto de oír acusar a los griegos de que divinizaron la materia y de que materializaron el pensamiento. El pensamiento de Dios se materializó también y salió el Universo de la nada. El que inventó la palabra, ya fuese hombre, ya demonio, si es que la palabra no es creación divina, materializó también el pensamiento; y más le materializó el que detuvo, fijándola en letras, la palabra veloz que antes huía.

Las mejores estatuas que hay en L'Ermitage, de escultores extranjeros, parece como que vienen en apoyo de mi opinión, ya que la idea helénica que representan es una de las más espirituales y metafísicas que han llegado jamás a envolverse en un mytho: la fábula de Psiquis y Cupido. Si yo tuviese tiempo, paciencia y la serenidad de espíritu conveniente para filosofar, había de tomar la fábula tal como la escribió Apuleyo, y hacer un comentario de ella que sería más sutil que cuanto sobre amor escribieron León Hebreo y Fonseca, y que podría intitularse La filosofía de la voluntad, de todos los misterios del amor y del libre albedrío. Una estampa, copiando la estatua de Tenerani, que figura a Psiquis abandonada del Amor y deseosa de volar hacia él, sin que sus leves alas de mariposa le basten a levantarse de la tierra, había de ir en el frontispicio de la obra.

Además de esta maravillosa creación de Tenerani, hay un grupo de Psiquis y Cupido, de Canova, también hermosísimo. Del mismo autor, un Paris, y un Genio de la muerte,lleno de dulzura, de esperanza y de belleza. De Tenerani, Amor y Venus. De Predier, Venus y el amor que llora. De Wolv, una Amazona. De Dupía, La muerte de Abel. De Falconet, un Amor que impone silencio. De Bienaimé, una Bacante y una Diana. Y, por último, otra Diana, de Houdon, muy de notar, a más del primor con que está hecha, por ser el retrato de la célebre condesa Du Barry. Hay, además, otras varias obras, que dejo de apuntar por ser de menos importancia y mérito.

Adiós. Suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 12 de marzo de 1857.

Mi muy querido amigo: Pasada ya la primera semana de Cuaresma, en la cual la gente se prepara aquí a recibir y recibe, por lo común, los Santos Sacramentos, cede un tanto aquella severidad mística de que hablé a usted en una de mis cartas anteriores, y aunque no volvemos a tener bailes, ni comedias, ni óperas, tenemos, en cambio, raouts, palabra que ignoro de qué lengua ha salido, o si es en un todo de nuevo cuño e invención caprichosa; aunque, para ser tal, es bastante fea, y no le alabo el gusto a quien la inventó. Tenemos, asimismo (cosa extraña, no consintiéndose óperas ni comedias), cuadros vivos, o dígase posturas plásticas, como aquí las llaman, donde las más lindas y desenvueltas histrionisas y bailadoras lucen sus encantos, no solo fingiendo con arte dedáleo pasajes de las Sagradas Escrituras, sino lances mitológicos de los más profanos. Hay, por último, conciertos religiosos, donde los sochantres y los niños de coro, de que ya he hablado a usted tantas veces, entonan los sublimes cánticos al Altísimo. Aun durante la primera semana de Cuaresma, se han reunido los buenos ortodoxos de la aristocracia a rezar juntos en ésta o en esotra capilla del palacio de alguna gran señora, que tiene excelentes músicos a sueldo y cuanto se requiere para que la fiesta sea tan magnífica y agradable como devota. Aquí acusan al vulgo de los católicos de que, no entendiendo el latín, no entiende tampoco las palabras que pronuncian los sacerdotes en el templo, y no toma parte ni se une a ellos, levantando armónicamente la voz y el corazón al Cielo. Aquí, a lo que afirman, entienden el eslavón hasta los más rudos, y todos unen su plegaria a la del sacerdote, con inteligencia completa de lo que el sacerdote dice.

Fácil es contestar a este argumento contra el uso del latín, y más si se contesta a los cristianos de la Iglesia oriental, que se sirven también de un idioma muerto, comprendiendo, sin duda, como nosotros comprendemos, que un dogma inmutable y eterno debe enunciarse solemnemente, con fórmulas que también lo sean, y no en una lengua vernáculo, sujeta a perpetuas modificaciones. Además de esto, parece más digno y decoroso el que los altos misterios y las cosas santas se digan en una lengua no usada por el vulgo, que no con las palabras mismas que el vulgo emplea de continuo para las cosas más profanas y ruines. Si circunstancias eventuales hacen que el eslavón se asemeje al ruso, y la lengua de los Evangelios y de los cantos de iglesia griegos, cuando no la de Demóstenes, al moderno románico, y el georgiano antiguo al que hoy día se habla, esto no destruye en manera alguna la validez del razonamiento que ellos y nosotros hacemos, y que nos lleva igualmente a usar en la iglesia de un idioma que no se emplea ya en la conversación familiar. Pero nosotros tenemos aún una razón más, que ellos no tienen: la universalidad del idioma latino. Entre los orientales se emplean diferentes lenguas, según las distintas nacionalidades. Entre los católicos hay unidad hasta en el habla, y se diría que en el seno de nuestra madre la Iglesia hasta la pena de Babel ha sido perdonada.

Por estos discursos contra los católicos, y por otros, que suelo oír aquí a menudo, noto que en cierta clase de la sociedad hay alguna tendencia al protestantismo. Francia ejerce un influjo visible y superficial; Alemania empieza a creer que también lo ejerce, aunque de un modo más recóndito y profundo. Un libro francés lo entienden todos, lo cual puede ser alabanza o censura, según se interprete, y según el caso en que se diga. Un libro alemán tiene, por lo común, más que estudiar y arredra, a los aficionados a la lectura. Pero las ideas de los alemanes suelen ser tan sutiles y penetrantes, que se escapan del libro en que están encerradas, como de los libros de conjuros del mágico Bayalarde se escaparon los diablos: se mezclan con el aire que se respira y se introducen, sin saber cómo, en las inteligencias. Alemania, además, está más cerca de este Imperio; algunos de las provincias de este Imperio son alemanas; y hasta en Crimea y Siberia hay colonos alemanes que han traído a Rusia su actividad y su pensamiento. Comerciantes, médicos, boticarios, panaderos y otra multitud de artesanos de toda laya suelen ser de raza germánica. La mitad, por lo menos, de cuantos se emplean en las ciencias y en la literatura son de la misma raza. Se origina de aquí que, sin desearlo, sin percibirlo siquiera, y detestando cordialmente a los alemanes, se alemaniza algo el pueblo ruso, adoptando a veces lo bueno y en ciertas ocasiones tomando lo peor de sus civilizadores y disimulados maestros. No tan disimulados, sin embargo, que a veces no les haya costado carísimo el magisterio. Sirva de ejemplo Koulmann, quemado vivo a fines del siglo XVII por predicar las doctrinas de Jacobo Boehme.

En efecto, desde aquella época empezaron a entrar en Rusia, con la civilización alemana, las herejías, la teología y la filosofía alemanas del protestantismo. La antigua civilización griega, trasplantada a Rusia con la religión de Cristo, desde fines del siglo X, dio aun entonces razón de sí, combatiendo las nuevas herejías. Los dos hermanos Lichondi, naturales de las islas Jónicas, escribieron en contra de estas peligrosas novedades. Desde entonces se puede decir que hay dos tendencias contrarias entre las personas doctas en teología. La escuela de Kiev representa la tendencia antigua y estudia las obras de los Santos Padres, por donde se acerca al catolicismo. La escuela de Moscú principia a dedicarse al estudio de los doctores del protestantismo germánico.

Desde mucho tiempo ha, ciertas doctrinas de Alemania, así teológicas como filosóficas, al través de mil sutilezas y nebulosidades, y pasando por un racionalismo más o menos patente, vienen a parar al cabo, como último término, en el panteísmo o en el egoteísmo; ateísmo menos franco y comprensible, aunque más sabio y bien deducido que el de los materialistas. Llegada la ciencia, por errados caminos, a un extremo tan lastimoso, concluye por fuerza con todo progreso ideal, y sólo da cabida al progreso materia, cuando no salta del industrialismo al socialismo y acaba por atajar también este menos importante progreso. Sin embargo, como todas las ideas visibles e invisibles, reales e ideales, si esta expresión se me consiente, están enlazadas por un lazo maravilloso y armónico, hasta el propio progreso material, completo y perfecto, es inconcebible sin el progreso ideal, para el cual se ha menester un tipo ideal perfectísimo, que esté fuera de nosotros, y al cual procuremos aproximarnos de continuo. Por eso, Proudhon, en su famoso libro de Las contradicciones económicas, no creyendo en Dios, y creyendo en la perfectibilidad humana, ha comenzado por hallar en sí la mayor parte de las contradicciones filosóficas, y para salvarla provisionalmente y seguir adelante, ha establecido la hipótesis de que hay un Dios. Esto prueba que hasta para Proudhon es inexplicable e inconciliable la perfectibilidad humana con el ateísmo, a pesar de aquel precepto, si ingenioso, sofístico, de que debemos reconstruir dentro de nosotros nuestro propio ideal.

El concepto de este propio ideal no se desenvuelve dentro de nosotros, sino que viene de fuera. Por eso se perfecciona y magnifica y va creciendo con el andar de los siglos, como una perpetua revelación de Dios. Negado éste, ¿de dónde dimana y viene a nosotros ese concepto y su progresivo desarrollo? La razón colectiva, el alma suprema, la energía impersonal, que hoy no tiene conciencia de sí y que mañana la tiene, que hoy se conoce a medias y se pone por modelo, y mañana se conoce mejor y aumenta la perfección a que debe aspirarse, sin tocar nunca a lo infinito y a lo absoluto, no bastan a explicar este fenómeno, que nace de lo absoluto e infinito. Todo lo bueno, todo lo hermoso y todo lo verdadero que hoy no existe en nuestra alma y mañana aparece en ella, no nace allí como desenvolviéndose, sino que viene de fuera; no de una abstracción, sino de una persona; no de un ser único que nos absorbe, sino de un ser uno que nos comprende y nos crea. Este ser, a semejanza de la columna de fuego que alumbraba y guiaba a los israelitas durante la noche, nos alumbra y nos guía de continuo. ¿Adónde iremos sin que nos guíe y alumbre? Los pueblos que no ven esta luz, o la ven malamente, se extravían o se separan. Los pueblos que la niegan o quieren hallarla dentro de sí, se estacionan también. La doctrina de los letrados chinos se parece al moderno egoteísmo de los alemanes. Por más que se cubran estas doctrinas de tinieblas metafísicas, siempre se ocultará la nada en el fondo, y de la nada, nada puede sacarse.

Raras ideas de éstas tienen curso entre la gente aristocrática o estudiosa de por aquí. Más se sabe de ello en España, aunque pocos conocen los libros alemanes sino por traducciones. Lo que aquí es singularísimo es que muchas de esas ideas, venidas de Alemania, se hayan introducido, no por escrito, sino de palabra; no entre los letrados, sino entre la gente más ignorante y más humilde; no, por último, a manera de filosofía, sino a manera de secta religiosa. Entre las varias sectas de este género, la más extraña es la de los dugoborzi, o combatientes espirituales. Esta secta ha seguido, paralelamente, las mismas evoluciones que el racionalismo de los protestantes de Alemania, de donde ha nacido. En tiempo de Catalina II eran los dugoborzi una especie de protestantes algo místicos y racionalistas a la vez. Después, confundiendo la verdad revelada con la verdad que sólo por la razón se nos hace patente, y aplicando a lo sagrado la misma máxima que sobre lo profano he dicho yo en esta carta, y que con respecto a lo profano solamente quiero que se entienda, imaginaron una revelación continua de las verdades religiosas. Dijeron luego que el Cristo ideal es el que perpetuamente nos salva, e imaginaron también una redención perpetua. Más tarde, este Cristo ideal volvió a encarnarse, según ellos, en uno de su secta, que formó una especie de falansterio o armonía como la de Owen. Dieron enseguida un paso más, y supusieron que el Cristo ha transmigrado de cuerpo en cuerpo, desde que por vez primera vino al mundo hasta nuestros días. Y, por último, llegaron al extremo de suponer que todo hombre es Cristo, es el Verbo Divino encarnado, es Dios mismo. La identidad de la naturaleza humana y de la naturaleza divina fue tenida por indudable. Entonces, los dugoborzi colocaron sobre sus altares a un hermoso mancebo y adoraron en él al Verbo, como los revolucionarios de Francia a la diosa Razón; y, como los revolucionarios de Francia, cometieron mil crímenes, si aquéllos para defender sus doctrinas, éstos para cubrir las suyas con el velo del misterio. Dicen que los dugoborzi asesinaron a cientos a sus parciales, porque habían revelado algunos de sus ritos, ceremonias o creencias. El Gobierno ruso los persiguió con energía, y hoy, los que quedan y no se han convertido, andan dispersos por todo el Imperio. Asombra, verdaderamente, que ideas tan alambicadas como las de esta secta hubiesen podido entrar en la cabeza de unos pobres y rudos campesinos, que son los que generalmente la siguieron, sin que se hable de ninguna persona de cuenta que estuviese en ella afiliada.

He vuelto a ver varias veces al doctor Muraviev, que ayer me llevó consigo a oír la misa de San Gregorio Magno, que llaman de los dones presantificados. La oímos en la capilla del conde Cheremetiev, uno de los más poderosos magnates de Rusia, que tiene ciento cincuenta mil siervos y tierra en proporción. Su palacio es magnífico. Hermosos cuadros, italianos y flamencos, adornan las paredes. El oratorio es un tesoro de imágenes bizantinas, cubiertas de oro, plata y piedras preciosas. Allí hay vestiduras sacerdotales bordadas de perlas, rubíes y esmeraldas. Ochenta cantores de todas edades alaban al Señor en la capilla. El pan y el vino estaban consagrados desde el domingo, y no se consagraban en esta misa. No se cantó evangelio; pero el presbítero salió del sanctasanctórum, o como quiera llamarse, y presentó una luz, símbolo de la luz divina. Todos se echaron por tierra, y yo con ellos, cuando se presentó esta luz. A cada paso había que hincarse de rodillas y dar con la frente contra el polvo. Hubo una ocasión en que tres niños de coro vinieron a ponerse delante del iconostasio y entonaron un cántico maravilloso de hermosura, cántico venido de Grecia, patria de lo hermoso. Era el cántico de los tres mancebos de Babilonia, que estaban en el horno sin arder. El coro respondía, figurando los ángeles que confortan a los tres mancebos. Todo esto tenía algo de dramático y mucho de poético y solemne. Pero el momento más solemne y conmovedor fue cuando se abrieron de repente las puertas del iconostasio, y mientras el coro decía, con muy hermosa música: «Ya bajan los espíritus del cielo, y están con nosotros, aunque invisibles, y toman parte en el sagrado sacrificio», el sacerdote se adelantó con paso majestuoso y pausado, la barba luenga, la cabellera flotante, el ropaje talar, y trayendo en las manos el cáliz con el pan y el vino. En aquel momento, según dice San Juan en el Apocalipsis, cayeron todos como muertos a los pies del sacerdote; él puso el cáliz sobre su cabeza, y así lo presentó a los fieles. Se cantaron, asimismo, una muy tierna oración de San Efrén, el padre siríaco; muchas letanías y un himno a la Virgen. Después que comulgó el sacerdote, nos repartieron a todo el antídoto o pan bendito. Yo tomé un par de pedazos, y no me supieron mal, ya sea porque la bendición los hace más sabrosos que de ordinario, ya porque estaba en ayunas.

Adiós. Esta carta va llena de borrones; pero no tengo tiempo ni paciencia para copiarla.

Créame suyo afmo.,

J. Valera.




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San Petersburgo, 20 de marzo de 1857.

Mi querido amigo: Aún seguimos viendo las curiosidades de esta gran capital; pero tan pausadamente, que me temo que no concluyamos nunca. Los encantos de la sociedad elegante, muy animada en los raouts, a pesar de la Cuaresma, nos distraen mucho de aquellas instructivas excursiones.

Últimamente hemos ido, sin embargo, a visitar la Academia de Ciencias, fundada en 1725, y que posee un curioso gabinete de Historia Natural. Lo más notable que allí hay son los aerolitos, los fósiles y algunas otras producciones, tanto minerales como de la fauna de este Imperio, que difícilmente pueden hallarse en otros gabinetes. Si los aerolitos son verdaderamente asteroides, como afirman los doctos, y yo creo, fuerza es confesar, o ya que Micromegas era un embustero, y que en las estrellas y planetas no tienen los cuerpos más propiedades que en este mundo sublunar, o ya que, por no tener nosotros más que la miseria de cinco sentidos, no podemos percibir sino poquísimas de sus propiedades. Ello es que a la vista, y aun analizados químicamente, no presentan los aerolitos nada de extraño o peregrino a nuestro globo, predominando en ellos el hierro y el níquel. Acaso lo demás se nos escape, porque yo tengo por cierto que ni de las cosas mismas que vemos de diario, conocemos más que lo fenomenal y no lo sustancial e importante; y lo fenomenal lo percibimos sólo de cinco maneras, pudiéndolo percibir de cuarenta si tuviéramos cuarenta sentidos. Los sabios se han calentado la cabeza para averiguar cómo podría ser un sentido nuevo, y jamás han podido concebirlo; aunque bien se puede asegurar que, si lo tuviéramos, la creación entera se duplicaría para nosotros, y las nuevas y desconocidas impresiones que recibiríamos no cabrían en las lenguas que ahora se usan, y, o serían inefables, o nos moverían a hablar, acaso de repente, nuevos y más perfectos idiomas, ya que por medio del sentido nuevo no nos pudiésemos entender de otra manera mejor y más íntima que con la palabra. Gran cosa sería si algo de esto se lograse; pero ¡cuánto no habría aún que pedir! Las quejas de algunos filosofastros contra la ciencia, que destruye la imaginación, son infundadas. Por más campo que descubra la ciencia, siempre quedará para la imaginación un campo tan vasto como el universo mundo comparado con este pliego de papel. Si independientemente, esto es, saltando por encima de los sentidos, pudiésemos llegar a la Naturaleza y comprenderla, siempre la comprenderíamos dentro de las formas del entendimiento y de una manera incompleta y subjetiva. El entendimiento no puede libertarse de sus formas sin aniquilarse. Sus formas son las categorías, la ciencia humana, las matemáticas, el entendimiento mismo. Por eso los que quieren escudriñar más hondamente el misterio de las cosas, aniquilan el entendimiento, se entregan a Dios o al diablo, y se hacen místicos o brujos. Misticismo, brujería, milagros, visiones y duendes hay, hubo y seguirá habiendo mientras haya hombres; y es tonto y presumido quien niega todas estas cosas y me parece que, por ejemplo, para ver los duendes, no ha de ser menester un sentido más, sino tener muy aguzado o perspicaz alguno de los que ya tenemos, y singularmente la vista o el oído; por donde creo a pie juntillas que el padre Fuente de la Peña trató con los duendes, e inspirado por ellos escribió su famoso libro El ente dilucidado.

Tales reflexiones, y otras que callo por no ser prolijo, se me ocurrieron al ver los aerolitos, y al no descubrir en ellos, por más que me volvía todo ojos, sino un pedazo de mineral como otro cualquiera. El mayor de estos aerolitos no es tan grande como el que cayó en Egospotamos, según refiere Tucídides; pero ya tiene, sin duda alguna, sus dos varas y media de bojeo, y es redondo como una pelota.

Los mamuts son mayúsculos de veras, y no hay elefante que no sea al lado de ellos un gorgojo. Algunos conservan la piel y los pelos; porque también en tener pelos se diferencian de los elefantes.

Las aves y los cuadrúpedos de especies vivas están muy mal disecados, por lo común; pero hay de ellos grande copia. Allí vi el onagro, o asno selvático, y el djiggetai de la Mongolia, primer bosquejo que hizo la Naturaleza antes de producir el caballo. Allí, el bisonte de Lituania, el auroch del Cáucaso, el argalí, y otra infinidad de cabras, y linces, y osos, y rengíferos, y ciervos, y dantas. De los animales que principalmente se crían en Siberia, y que dan las hermosísimas pieles con que se cubren y abrigan las damas y elegantes caballeros, vi allí los más preciosos: la marta cibelina, el armiño y el zorro negro. De pájaros dicen que se conocen en Rusia siete mil familias o especies. Los cantores no son muchos: pero sí lo son los de presa. Búhos, buitres, halcones y águilas era cosa de nunca acabar lo que vi; descollando entre todos un búho, blanco como la leche, y de un tamaño colosal, y el águila dorada, que adiestran los kirguises para cazar con ellas lobos y gacelas. Durante las fiestas de la coronación de Alejandro II vinieron a Moscú kirguises con águilas para que el emperador y sus cortesanos cazaran de aquel modo, y las águilas son tan enormes y poderosas, que basta tener en cuenta la natural exageración de los orientales para concebir que estas águilas abultadas por esta exageración, son el roco, que tanto papel hace en las historias de La lámpara maravillosa y de Simbad el Marino. Vi allí también el eider, de la Nueva Zeulia, que produce el edredón, y muchas clases de perdices, tórtolas y palomas. Las palomas no se comen por aquí, ni nadie se atreve a matarlas, de lo que infiero que las que están allí disecadas morirían de muerte natural. Aquí las palomas infunden mucho respeto, porque el Espíritu Santo tomó la figura de paloma; y así es que anidan a bandadas por esas calles, y están tan domésticas, que a veces se le paran a uno en los hombros o en la cabeza. De esto no me burlo, antes lo creo muy poético, y me hace recordar la idea que tiene la gente andaluza de las golondrinas, venerándolas hasta cierto punto, por la persuasión en que está de que ellas le sacaron a Cristo las espinas que se le habían clavado en las sienes.

Ya ve usted que no toco aquí más que los objetos de Rusia, y de éstos los más raros, porque poner por escrito cuanto vi en el Museo, en las dos horas que allí estuve, sería negocio de muchas horas más. Sabios viajeros alemanes y moscovitas han enriquecido este Museo, dejando en él cuanto traían coleccionado, de vuelta de sus viajes; así es que hasta de las tierras más lejanas hay abundantes producciones, en particular del Brasil. La colección de monos, de mariposas, de insectos y de colibríes es muy buena. Colibríes acaso haya de ciento veinte especies; verdad es que las especies de colibríes pasan de trescientas; al menos así lo afirma quien lo entiende.

Hay, además, en este Museo, muchos zoófitos, y conchas y caracoles; y, entre las conchas, la que produce un hilo sedoso con que se agarra a las peñas. Este hilo se teje, y he visto aquí guantes y calcetas hechos con él, lo cual yo no sabía sino por los libros y por haber leído en no recuerdo qué crónica, que el famoso califa Harun-al-Raschid le sirvió de presente al emperador de Constantinopla un par de guantes de este hilo. Algunos, de vuelta de Filipinas, han traído a España un hilo semejante o idéntico, producto de una concha. En fin: acaso con el tiempo se llegue a tejer algo más precioso que la seda, que el nipi y que la lana de Cachemira. En el Brasil he visto arañas que hacen sus telas de una sustancia consistente, suave y tan linda, que dan tentaciones de vestirse de telarañas.

Después de haber visto la Escuela de Minas, no llama la atención la parte de mineralogía que hay en este gabinete; pero siempre renueva, si no aumenta, la alta opinión que uno tiene de la riqueza de este país dilatadísimo, en mármoles, jaspes, piedras y metales más o menos preciosos. El diamante, el topacio, las esmeraldas, el ópalo, el granate, la calcedonia, el ágata, el ónice y el crisólito, se dan en este Imperio. En fin: grandes tesoros, guardados en los tiempos primitivos por aquella Caballería diabólica y ojiúnica de los Arimaspes, y hoy por gente no menos terrible, aunque ni con mucho tan fea.

La Academia de Ciencias tiene también su gran biblioteca, su monetario y una colección de 12.000 libros chinos, y de dos o tres mil en lengua tibetana. De todo esto, poquísimo se conoce aún en Europa, al menos que yo sepa. Aquí, sin embargo, se ocupan mucho de las cosas asiáticas, principalmente desde los tiempos de Catalina II; mas no se ocupan tanto de las literaturas cuanto de las políticas. En el Ministerio de Negocios Extranjeros hay una sección numerosísima que se emplea en ellas de continuo. No sé lo que hará, porque aquí hay más sigilo que en parte alguna. Para saber de política hay que recurrir a los periódicos de otros países y echar a volar la imaginación, como hacen dichos periódicos. Yo no aplaudo ni vitupero esto de callar tanto las cosas y de aguardar o aparentar tanto misterio, si bien me doy a sospechar que el misterio político, sobre todo, oculta a menudo la nada y que, por consiguiente, es útil para ocultarla y para que piense la gente, después de mil penosas vacilaciones, que hay dos diabluras donde no hay más que viento. Esta doctrina del misterio encubridor de la negación es el axioma primordial de la diplomacia. Con callarse consigue uno no pocas veces que le digan lo que imaginan que uno piensa y se calla. De esta suerte se llega a saber lo que debe uno pensar y callarse. No digo yo por eso que todos los pensamientos que aquí se ponen por obra vienen de fuera a enredarse en este misterio, que es como una red de cazar pensamientos; pero aunque así fuese, ya sería un pensamiento, y no chico, el haber inventado esta red para cazar los ajenos. El conde de Nesselrode nunca pensó cosa alguna mediana por sí mismo, pero en el día es otra cosa; Gortchakov es un águila. Todos los rusos lo dicen, si bien es cierto que no hay emperador reinante ni ministro imperante que no pase aquí por un portento. En los que caen o mueren se desquitan estas alabanzas con sobra de sátiras y recriminaciones. Exactamente como entre los egipcios el juicio de los muertos.

En fin, y volviendo a los libros tibetanos y chinos, diré que los primeros han de ser los más traducidos del chino o del sánscrito por los sectarios de Buda. En cuanto a los segundos, se debe creer que contendrán mil inauditos tesoros. Lástima es que en España no se formen también colecciones de estos libros y no se dedique alguien a interpretarlos, sin dejar a los extranjeros toda la gloria. No parece sino que San Francisco Javier no fue español, ni el padre Navarrete el primero que dio circunstanciada noticia de la secta de los letrados. Pero buena tontería es aconsejar que se estudie el chino cuando apenas se estudian el árabe y el hebreo, y dejamos a Dozy que nos enmiende la plana, y a los alemanes que traduzcan y comenten a los poetas y filósofos rabinos españoles, sin que nosotros tomemos carta en el juego. Siempre me está zumbando en los oídos aquel dicho de Scalígero: aliquid13Lusitani docti, pauci vero Hispani; y como no soy ni presumo ser de estos pocos, reprendo con más desahogo, a ver si los que hay vuelven por nuestra fama: porque es menester que se entienda que de nuestra antigua literatura se hace gran caso en el extranjero, en Alemania sobre todo; de la moderna no se hace gran caso, y de la ciencia profana, antigua y moderna, poquísimo o ninguno. Guizot, para quien, a pesar de ser hereje, era Donoso Cortés tan pródigo de elogios, dice que la España no cuenta para nada en la historia de la civilización, y de una plumada nos la borra y desaparece. Dios se lo pague.

En fin: ya basta por hoy, y no derogarle que dé a usted paciencia para leer los cartapacios de su amigo,

J. Valera.

Parte reservada.- El duque está fuera de sí de desesperación porque no llegan los toisones. No se atreve a mirar a Gortchakov cara a cara, temiendo que le diga: «Caín, ¿qué has hecho de los toisones?» Teme que ustedes no quieran mandarlos porque no van de aquí cruces para ustedes, y esto le tiene apuradísimo. Nunca vi inquietud semejante, sino cuando don Francisco Martínez de la Rosa esperaba al ejército español que debía venir, y no venía, a socorrer al Papa. En pie sobre un peñasco, y tendiendo los brazos y la vista a los mares, asemejaba a una Ariadna macho, según la describe Catulo. Por Dios, envíen ustedes pronto los toisones, si no quieren que haya una catástrofe. Acaso yo me tengo en parte la culpa con haber pintado con sobrada malicia las bellaquerías de Gortchakov y la bondad de mi jefe. Pero Gortchakov se ha conducido de modo que no se puede formular queja contra él. Por otra parte, el cambio está ya hecho, y limitándonos al cambio, se sale bien. Los San Andrés se estiman aquí mucho, y además van preñados de otras condecoraciones; todo esto lo digo porque, de puro oír al duque lamentarse y dar por cierto que ustedes no envían los toisones, hay momentos en que supongo que esto sea posible, y me asusto. Entonces, en vez de enviar gente a Siberia, como casi hemos estado haciendo hasta aquí, sabe Dios si seremos nosotros los enviados.




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San Petersburgo, 24 de marzo de 1857.

Excelentísimo señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Muy querido amigo y jefe: Esta es la cuarta epístola que me pongo a escribir a usted hoy. Tres llevo ya escritas y rasgadas. Tan aburrido y alterado estoy y tan mal dicho me sale lo que quiero decir a usted. Pero éste es el último ensayo, y salga como saliere. Causa de mi mal humor y desesperación es el mal humor y desesperación del señor duque porque no vienen los toisones y la banda. Todo esto se ha ofrecido ya aquí oficialmente, y creo que sin un grandísimo escándalo no pueda dejar de venir. Galitzin salió de Moscú y estará ya en París; mas no irá a Madrid si antes no sabe que Diosdado viene de camino para Rusia. Los rusos son harto presumidos y no se adelantarán a llevar a Madrid sus dos collares y su banda si no saben que llega ya el presente para ellos. Usted dirá, y con razón, que los españoles no debemos ser menos presumidos que los rusos.

Pues bien: que salga de Madrid Diosdado, que vea a Galitzin en París, que averigüe qué día estará en ésa y que para el mismo día esté él en San Petersburgo. Por lo demás, el cambio está ya hecho: banda por banda y dos toisones por dos collares de San Andrés. Harto sé que en el cambio debiera haberse incluido por lo menos al marqués de Pidal, condecorándole con el Alejandro Nevski; pero ¿qué hacer, si ya no se hizo? Peor sería el remedio que el mal de que nos quejamos. Si ha habido torpeza en esto, écheseme la culpa y hágase de mí lo que se quiera; mas, por Dios, que vengan los collares, quiero decir, los toisones.

Yo, que soy suspicaz y bilioso, podré acusar a Gortchakov de doblez y compararle al fiel de fechos de mi lugar; pero con el señor duque de Osuna, con la persona oficial,vulpes ad14 personam tragicam, este tunante de Gortchakov se ha conducido por tal manera, que nada hay que echarle en cara oficialmente. La informalidad estará ahora en nosotros si no vienen los toisones y la banda.

Asimismo, se ha de notar que el señor duque de Osuna disputó mucho antes de ceder, y cedió creyendo que no había otro medio de obtener para el duque de Valencia lo que se deseaba, porque aquí dan a sus condecoraciones más importancia para los extraños que para los propios, hasta por compromiso, porque, habiendo dado poco a los franceses, no querían encelarlos u ofenderlos dándonos a nosotros más. Añadiré que, prescindiendo, ya que es preciso prescindir, de la falta que se ha cometido en no contar en el cambio al señor ministro de Estado, el cambio es muy igual. Yo soy más español que nadie, y creo que el toisón, ¿qué digo el toisón?, la cruz más pequeña de Isabel la Católica, debería valer más que todos los Vladimiros, Alejandros, Andreses y Anas de Rusia; pero el caso es que toisones se dan muchos a príncipes y personajes particulares extranjeros, y San Andrés, apenas hay más que uno dado a extranjeros: el que recibió este Robert Macaire o Morny; pero Morny representaba a Francia, la nación que estos bárbaros sebívoros tratan de remedar en todo y a la que tienen en más.

Considerando esto, y en vista de las cartas del duque de Valencia al de Osuna, y que el de Osuna me ha mostrado, mostrándose el duque de Valencia contentísimo y satisfecho de tener el San Andrés, llegué a persuadirme al cabo de que en hacer el cambio habíamos hecho una gran cosa y echado en buen lance. Error de que no salí hasta ver la carta del señor marqués de Pidal de 25 de febrero último. Dispense usted lo desaliñado de la mía. No estoy de humor de escribir, y escribo como por fuerza. Repito que no hay más remedio que enviar los toisones. Si no se envían, el duque y yo vamos a Siberia, en lugar del rapacallos iluso, como diría un periodista español, y Quiñones va al Cáucaso a estudiar las vertientes de las aguas de soldado raso del Estado Menor.

El Gortchakov de Varsovia, como pájaro de mal agüero, ha venido por aquí más feo, si cabe, que le dejé por allá y más sabio de resultas de los estudios que ha hecho en la biblioteca de su palacio. Mademoiselle de Théric sigue poniéndose los calzoncillos. Veremos si entra el verano, se los quita y abre camino al ceguezuelo dios.

Me parece que, si vienen los toisones, Gortchakov, con el gozo de colgárselo, ha de hacer lo demás que se desea, y hasta ha de suprimir el 50 por 100 diferencial, sin que nosotros suprimamos nada. Tengo la cabeza hecha una bomba, y no sé lo que digo. Quisiera convertirme en toisones y darme al duque para que el duque me diera a Gortchakov y descansase, y Gortchakov me colgase de su cuello de cigüeña y me llevase a ver a la princesa Kotchoubey e hiciésemos rabiar en grande a Esterhazy, que no tiene toisón. Creo que si vienen los toisones, Gortchakov, dará un ucase para que mademoiselle Théric se quite los calzoncillos. Por Dios, y sin broma. Nadie está menos para broma que yo lo estoy. Por Dios, mi querido amigo, usted tiene mucho tacto y entendimiento y conocerá a las claras que aquí hemos hecho una majadería, pero irremediable. No puede usted imaginarse lo avergonzado que estoy de no haber salido bien de este negocio; mas ya no hay más que enviar los toisones y la banda. Gortchakov dará luego lo demás, y ustedes seguirán enviando a su debido tiempo las otras dos o tres grandes cruces. He recibido las obras de mi duque ingrato, que no me paga lo mucho que le quiero, y se las entregaré a Botkin cuando vuelva de Moscú, donde se halla ahora. Quien ha venido de Moscú, y a quien veo y trato, por carta que Mérimée me dio para él, es al bibliófilo y poeta faceto Sobolevski, que es un don Serafín Estébanez Calderón de por aquí. Habla el español, ha estado en España y conoce a Serafinito y a Gayangos, y con Gallardo tuvo un coloquio bibliófilo de tres días con sus noches en las soledades de la Alberquilla. Tiene Sobolevski multitud de libros de los más raros, españoles, sobre todo de cosas de América y Asia. Como no pocos bibliófilos, conoce más títulos de libros que lo que en ellos se contiene. Es hombre de ingenio, aunque pesado en el hablar y algo extravagante. A mí me divierte, sin embargo, y además me servirá de mucho para ver bien los manuscritos españoles de la Biblioteca Imperial y copiar o hacer copiar lo interesante. Dice él que hay aquí una famosa comedia de Calderón, desconocida en España, y que Hartzenbusch no mienta en su catálogo. La copiaremos también, aunque, por no tener aquí el Calderón de Rivadeneyra, no podré cerciorarme de si es cierto lo que Sobolevski dice. Hay también la dificultad de que una misma comedia suele encontrarse con diversos títulos.

En fin: volviendo a los toisones, yo entiendo que el cambio no es desventajoso para España. Conozco que el señor marqués de Pidal, como ministro de Estado de su majestad, y aunque no dé importancia a las cruces, debe de estar quejoso de Gortchakov y de nosotros, y espero que todo se enmiende, si cabe enmienda, dándole en adelante el Alejandro y no habiéndoselo dado desde luego. Entre tanto, es absolutamente necesario que vengan los toisones y la banda. El duque y yo haremos luego lo demás. Tolstoi, que es ministro adjunto, esto es, un segundo ministro de Negocios Extranjeros, con voto y asiento en el Consejo, quiere un Carlos III, y creo que se logre acaso un Alejandro Nevski en cambio. Mil veces le dije a Gortchakov y a Gerebsov, antes que el primer cambio se hiciera, que sin dos cruces para el señor marqués y para usted nada se haría. Después se ha hecho, y ya no hay remedio. ¿A qué echarle la culpa a nadie? Echemela usted a mí si le parece. Harto la tengo encima; porque los dos toisones, los apuros del duque, hasta cierto punto motivados, y la cólera el señor marqués de Pidal, justa y justísima, pesan sobre mí como una pesadilla.

Adiós. Su amigo y servidor, que besa su mano,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 26 de marzo de 1857.

Mi querido amigo: Aquí me tiene usted aún; pero ya con las más decididas ganas de largarme, a pesar de tutte le curiosità, y a pesar de tutte le rarità que me dejo por ver en este Imperio. Los mismos rusos no pueden extrañar este deseo, pues le sienten bien, y de tal modo; que no hay boyardo ni boyarda, ni príncipe, ni princesa, que si logra verse con algunos cuartos y con licencia imperial, no trasponga para París esta primavera.


Wie wird sich dorten die civilizirem
die ganze Russia, und amusiren!

San Petersburgo se quedará desierto. Los vapores están tomados para uno o dos meses, desde que rompan y liquiden los hielos que cubren el Báltico. Yo, cuando me vaya, tendré, probablemente, que irme por tierra, aunque esté ya abierta la navegación.

En estos días he ido a ver las caballerizas de la Casa Imperial, donde hay más de dos mil caballos de tiro y de silla, todos magníficos. Unos son de pura raza árabe; otros, ingleses; otros, tártaros; otros, de los que crían los cosacos del Don. Estos, más que otros, se parecen a los antiguos caballos españoles, como acaso Guadalcázar los tenga aún en sus dehesas de las cercanías de Córdoba, y como Velázquez los retrata en sus cuadros y Céspedes en sus versos. En fin: hasta tienen la cabeza acarnerada. Los caballos trotones, que así se llaman por lo bien y rápidamente que trotan, tienen, asimismo, muy hermosa estampa, y provienen del caballo árabe cruzado con el dinamarqués, el holandés o el inglés, resultando de aquí tres diferencias de la misma especie. Las caballerizas están con mucho lujo y aseo, y hay empleados en ellas muchísimos caballerizos, albéitares, herradores, palafreneros, espoliques y mozos de cuadra.

Vimos igualmente los coches de gala que salieron en la coronación de este emperador, y que pasan de cuarenta, dorados todos y con mucha pedrería falsa, y cariátides, y ángeles, coronas, cetros, genios y otros monigotes y figuras simbólicas hechas de talla en la madera. Algunos de estos coches, que son del tiempo de la gran emperatriz Catalina, están cubiertos de lindísimas figuras de Watteau.

Hemos ido, por último, a los dos arsenales. En el uno funden cañones, y en un momento fundieron cuatro en nuestra presencia. Hay ahí, además, una multitud de máquinas que, movidas por vapor, hacen las cureñas, ruedas y demás perejiles de que ha menester el cañón para ser portátil. Los fusiles no se fabrican aquí. La fábrica más notable está en Tula. En el otro arsenal están almacenados y muy puestos en orden unos sesenta u ochenta mil de ellos, en buen estado. Asimismo se ven allí cañones, banderas y otros trofeos tomados a los franceses en la retirada de Napoleón I, a los suecos en Poltava y a los turcos y a los persas en diferentes guerras que con ellos han tenido los rusos. Hay, por último, trajes, espadas, sombreros y otras prendas de todos los emperadores y emperatrices de la casa Romanov, y una colección de estandartes de todos los Gobiernos de este Imperio, los cuales, cubiertos de crespón, salen a relucir en el entierro de los zares, llevados por sendos enlutados que, a caballo y con armaduras pavoneadas, van, de dos en dos, acompañando al augusto difunto.

Creo haber ya dicho a usted que el literato Sobolevski, para quien tenía yo una carta de Mérimée, ha venido aquí de Moscú, y que, por medio de la mencionada carta, he hecho conocimiento con él, y he encontrado, con agradable sorpresa, que es un antiguo amigo de mis amigos de España, Gayangos y Serafín Calderón le conocen mucho, y con Gallardo tuvo Sobolevski un coloquio, que duró tres días y tres noches, en las soledades de la Alberquilla. No hay, pues, que decir que Sobolevski es un furibundo bibliófilo y que sabe de libros viejos más que quien los inventó. Sobre los bibliófilos de España ha escrito en francés una serie de artículos. Tiene, según me ha dicho, una biblioteca española de lo más raro, sobre todo en punto a las cosas de Asia y América, a romanceros y cancioneros. Aquí alcanza una fama grandísima de poeta faceto, y sus coplas, que rara vez se imprimen, corren de boca en boca con universal regocijo. Es grande aficionado de los españoles, y singularmente de las costumbres andaluzas, bailes, tonadas, toros y demás majezas y bizarrías. La segunda vez que estuve a verle se me plantó delante con el calañés de medio lado y una chupa con más caireles y cabetes de plata que estrellas hay en el cielo. Pronuncia muy bien la jota y canta la aragonesa y las playeras; ha conocido a todas las mozas crudas de Sevilla y de Triana; ha comido pescado en casa de Lacambra, y no ha quedado biblioteca, ni monumento, ni figón que no haya visitado en nuestra tierra. Piensa volver por ahí y copiar en Simancas cuanto atañe a las relaciones entre España y Rusia, que comenzaron a fines del siglo XVII, según él dice, por un embajador ruso que fue a Madrid en tiempo de Carlos II.

Adiós. Suyo afmo.,

J. Valera.




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San Petersburgo, 27 de marzo de 1857.

Excelentísimo señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Mi querido amigo y jefe: La tardanza en el envío de las condecoraciones para esta familia imperial y para el príncipe ministro, y el haber éste traslucido o, mejor diré, visto a las claras, así por los despachos telegráficos que el duque ha escrito, como por los que han contestado ustedes, que no es involuntaria la tardanza, han concurrido, aunque parezca cosa extraña, a que la señora princesa de Galitzin, que ya iba camino de España, caiga enferma en Dresde, y se quede allí con su esposo hasta que su salud mejore. Así me lo dijo anoche el mismo Gortchakov, que sólo para esto se acercó a hablarme, que mal disimula su enojo. Dio anoche el príncipe una tertulia magna, a la cual asistieron las personas más empingorotadas de la Corte, en número de trescientas, por lo menos; el príncipe de Mecklemburgo, que es un bendito, y el propio imperante y autócrata. Estaba Gortchakov con la banda de la Legión de Honor, que acababa de recibir de Francia, y se pavoneaba muy orondo con tantas glorias, mostrando cada vez más abiertamente el favor de que goza y la importantísima posición que ocupa. Él nos ha dicho que es el Narváez de este Imperio. Ahora, pues, enviado ya el San Andrés para el de España, menester será que venga pronto, para el de Rusia, la insigne Orden del Toisón de Oro. A lo hecho, pecho, y pelillos a la mar. Harto sé que el primer secretario de Estado debió entrar en el cambio; mas ¿qué hacer si ya no entró? Échenme la culpa y manden esos toisones, quare inquietum est cor ducis, donec15 requiescat in eos.

De lo pasado no quiero hablar más, porque no tiene remedio; pero de lo presente y de lo futuro diré que quizá sean cavilaciones mías y sobrada malicia el sospechar que no largarán aquí grandes cruces para el señor marqués, usted y Serrano. Ahora creo que si llegan los toisones habrá grandes cruces, como debe haberlas, para ustedes dos; si no, para nadie más. Entre tanto, nunca menos que ahora es ocasión de exigirlas, cuando al hacer el trueque no se exigieron. Vengan los toisones y ellas se caerán de su propio peso, como brevas maduras. Tolstoi no tendrá a mal que le den una, y, por tenerla, hará que el emperador, que es muy su amigo y del cual era como mentor cuando siendo príncipe heredero, peregrinaba, por tierras de cristianos, haga lo que conviene y es justo.

Tanto con el duque como con el amigo Quiñones continúo teniendo muy mala opinión, y ahora recelan que yo tengo la culpa de que los toisones no vengan. Yo no sé si usted ha leído al señor marqués las cartas mías, ni sé tampoco si he dicho en ellas lo contrario de lo que quería decir; pero mi intención y mi deseo han sido, una vez hecho el cambio, que vengan los toisones y la banda. Las que yo no quería que viniesen eran las otras grandes cruces, no dando aquí las correspondientes, al menos por ahora. Ignoro asimismo si, de haber sido yo y no el duque quien tuvo con Gortchakov la última conferencia, se hubiera cerrado el trato como quedó cerrado, dejándome imponer por dicho señor y seducir por sus lisonjas, o si me hubiera resistido. Sólo sé que aconsejé al duque que resistiese, y si no lo hizo no sólo fue parte en esta flaqueza la impostura de Gortchakov, sino las cartas, documentos y advertencias que el señor duque había recibido, y en los cuales se le prevenía que lo esencial era obtener para el señor duque de Valencia la gran cruz de San Andrés. Digo impostura de Gortchakov en el sentido portugués, pues él se ha conducido por tal arte, que no hay que acusarle de ella en otro sentido.

Debo advertir a usted, aunque ya es tarde, si antes no lo he advertido, que mis cartas, que más valiera que se hubiesen limitado a hablar de L'Ermitage y de otras cosas por el estilo, no han sido nunca escritas con intención de desacreditar al duque como embajador, y que aún deseo que se quede como tal en esta Corte. Si yo he dicho tonterías y burletas a propósito del duque, por las cuales se podía brujulear que su excelencia no es un gerifalte, me parece que esta creencia de gerifaltería les era a ustedes notoria en el parto, antes del parto y después del parto de esta Misión extraordinaria, para mí tan preñada de desazones; y entiendo que no vine, con mi mala lengua, a revelar ninguna cosa inaudita y recóndita. Yo soy el que ahora y antes y siempre me acusaré y me acuso de no haber sabido dirigir toda esta tramoya, a pesar del coronel, a pesar de don Antonio y otros que han escrito al duque en contra mía, y


   A pesar de Paladino
y de los moros de España.

Ello es que me consideran como un monstruo de ingratitud, que se me echan en cara, poco disimuladamente, los favores, y que se me dice, veinte veces al día: «Yo no sirvo por dinero; yo no tengo necesidad de servir a nadie para que no confíen en mí y oigan a otros que critican mis actos, etcétera, etc.» En fin, querido Cueto: yo me declaro justiciable del acto de concesión de los toisones; yo sirvo por dinero y soy más sensible y vulnerable a la cólera de los jefes; hagan ustedes en mí un ejemplo, o por lo que he escrito de más, o por lo que he hecho de menos; pero remitan esos toisones, por las ánimas benditas del Purgatorio, entre las cuales se cuenta, mientras no aporten, su desdichado amigo,

J. Valera.

No dudo que sabrá usted, por los periódicos, que Francia negocia un tratado de comercio con Rusia. Acaso esperen aquí la reforma de los aranceles para celebrarlo definitivamente. Entre tanto, ni a la nota remitiendo la circular sobre Méjico, ni a la otra nota sobre el arreglo comercial nos han contestado. El duque cree, y con razón que no se hará el arreglo mientras no vengan los toisones.



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