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El celibato en la literatura religiosa del siglo XIX

Solange Hibbs-Lissorgues





Para el lector y el investigador que se interesan por la historia de la Iglesia como por la abundante literatura religiosa del siglo XIX, se impone una constatación: la obsesiva presencia de las dificultades y miserias del estado de sacerdocio; las transgresiones del celibato y de la continencia.

Esta cuestión, trascendente para la Iglesia, sólo aparece de manera alusiva en la producción impresa destinada a los fieles en general, y más específicamente a las órdenes religiosas y a los distintos estamentos eclesiásticos. Frente a estas reticencias, abundan las representaciones literarias centradas en las transgresiones del celibato religioso. Sólo a título de ejemplo pueden citarse obras tan fundamentales como La Puchera (1889) de José María de Pereda, La Regenta (1885) de Clarín, Rosalía (1882) y Tormento (1884) de Benito Pérez Galdós.

Dichas novelas, al expresar de manera explícita la represión sexual y afectiva de sacerdotes y clérigos, desvelan la realidad a menudo desgarradora de las pulsiones reprimidas y de los deseos soterrados. Esta producción novelística nos revela así lo que la Iglesia se empeña en ignorar e incluso ocultar con tenaz obstinación. Existe un desfase notable entre la voluntad realista de cierta novelística y la asepsia desencarnada de la literatura religiosa.




Conflicto entre sexualidad y castidad en la novelística española

Desde perspectivas ideológicas distintas, novelistas como José María de Pereda. Clarín y Galdós proponen una penetrante indagación sobre la represión sexual y el asfixiante peso de la institución eclesiástica que se encierra en un silencio dogmático con respecto a la cuestión del celibato.

En La Puchera, novela publicada en 1888, es el personaje del seminarista Marcones, caricaturesco en sus manifestaciones sensuales, enamorado de Inés, la hija del poderoso terrateniente Berrugo, el que concentra todo el malestar sexual que conlleva una total falta de vocación.

Desde su filosofía tradicionalista «jerárquica», José María de Pereda hace una investigación acerca de la maldad sexual que no surge, sin embargo, de unas anomalías sociológicas sino de un postulado previo de moralidad o inmoralidad: Marcones no puede ser más que un mal sacerdote porque se ha metido en la clerecía por aborrecer su condición de campesino.

Para Pereda que desde su ideología cristiana y conservadora considera que hay que aceptar su condición social, no es lícito rebelarse y hay que resignarse. Al escoger la carrera eclesiástica sin tener verdaderas convicciones. Marcones aparece como una especie de tránsfugo, que pone en peligro el orden social:

«Volviendo a Marcos, has de saberte que buscando un modo de ganarse la puchera sin quebrantarse los lomos, discurrió estudiar para cura, después de darle el de su lugar medio curso de latín, y de levantarle el falso testimonio de que entraba por él como dedo por la sortija»1.



Sin embargo, los rasgos esenciales de este personaje reflejan el mal de una época: la indiferencia de la Iglesia con respecto a los problemas afectivos y sexuales que conlleva la imposición del celibato y de la continencia.

Marcones es ambicioso, astuto, rencoroso, de índole colérica, y la predominancia de lo negro refleja a la vez la «suciedad» físico-moral y el estatus clerical, tan aborrecido por el personaje: «gordo, grasiento, mofletudo, con la cabeza rapada, vestido de negro, sucio»2. Tiene una naturaleza robusta, pletórica de fuerzas y de impulsos sexuales. Esta naturaleza pone en entredicho la forzada elección de Marcones:

«desde que ando en esta casa se han despertado en mí sentimientos y fervores que son incompatibles con la serenidad de espíritu y con la castidad de pensamientos que se requieren para el estado eclesiástico. En una palabra, yo no sirvo para sacerdote»3.



Como para muchos jóvenes pobres, de zonas rurales, el sacerdocio hubiera podido ser para Marcones la vía hacia cierta promoción social y económica.

Pero Marcones, como muchos otros, no tiene una verdadera vocación y el desconocimiento previo de los sacrificios exigidos no puede conducir más que a un fracaso. La típica lectio moralis perediana presente en La Puchera no impide que se observe con sagaz mirada las represiones y las neurosis de algunos personajes como el fracasado seminarista.

La religión como vía para acceder al poder y la miseria fisiológica y afectiva que conlleva el estado de sacerdote constituyen uno de los ejes vertebradores de la novela de Clarín. La Regenta. Don Fermín de Pas encarna las frustraciones profundas de un estado escogido por ambición más que por convicción religiosa y personal. Los impulsos y deseos sexuales de Fermín se descubren al lector en la fallida seducción que inicia con Petra en El Vivero, en sus relaciones ambiguas con Teresina y en la manera en que se recrea en la iglesia mirando a una joven de catorce años,

«de torso de mujer, debajo de la falda ajustada se dibujaban los muslos poderosos, macizos, de curvas armoniosas. El magistral con la boca abierta, sin sonreír ya con las agujas de las pupilas erizadas, devoraba a aquella arrogante amazona de la religión»4.


Como en el caso del seminarista Marcones, la robusta constitución física del magistral deja entrever sus irreprimibles pulsiones. Desde el primer capítulo aparecen los rasgos definidores de una fisiología. Fermín tiene «fuego en sus mejillas y en sus ojos dardos»5. La profunda frustración del magistral surge a raíz de su rechazo visceral del estado de sacerdote y de lo que supone como negación de su verdadera naturaleza. La violencia espiritual e incluso física que ejerce, sus arrebatos de ira aumentan a medida que su pasión amorosa se ve imposibilitada por el entorno social y religioso así como por el rechazo de Ana Ozores.

En el caso de Fermín de Pas, la religión no es más que un instrumento de su obsesiva ansia de dominación; una dominación fallida ya que no logra convertirse en «el amo espiritual de la provincia» y no compensada por una vida afectiva normal. Al fin de la novela, Clarín nos ofrece una síntesis de las pasiones y deseos frustrados, de una vida malograda y de una naturaleza reprimida. Al enterarse de la relación adúltera entre Ana y Álvaro, humillado por lo que considera el engaño de la Regenta, Fermín le escribe cartas en

«que rasgaba, lloraba, gemía, imprecaba, deprecaba, rugía, arrullaba; unas veces parecían aquellos regueros tortuosos y estrechos de tinta fina la cloaca de las inmundicias que tenía el magistral en el alma: la soberbia, la ira, la lascivia engañada y sofocada y provocada, salían a borbotones, como podedumbre líquida y espesa»6.



Paradigmática de esta «dolencia» social y fisiológica que puede aquejar a los eclesiásticos es la novela Tormento de Galdós. Por su temperamento fogoso y pecador por instinto, el sacerdote Pedro Polo representa el caso de un hombre alejado de una auténtica vocación eclesiástica y cuyo deterioro moral y físico ilustra el conflicto desgarrador entre naturaleza y continencia. Su relación amorosa con Amparo desvela el ser que verdaderamente es:

«Ya no había parroquia ni cofradía que le encargasen un triste sermón, ni tampoco él, aunque se lo encargaran, tenía ganas de predicarlo, porque sus pocas ideas teológicas que un día extrajo, sin entusiasmo ni calor, de la mina de sus libros, se le había ido de la cabeza, donde parece que estaban desterradas, para volverse a las páginas de que se salieron. Polo, en verdad, no las echaba de menos, ni tuvo intento de volver a cogerlas. Su mente, ávida de la sencillez y rusticidad primitivas, había perdido el molde de aquellos hinchados y vacíos discursos [...]. Era un hombre que no podía prolongar más tiempo la falsificación de su ser, y que corría derecho a reconstituirse en su natural forma y sentido, a restablecer su propio imperio personal, a efectuar la revolución de sí mismo, a derrocar y destruir todo lo que en sí hallara de artificial y postizo»7.



Rechaza la religión, abandona su oficio de sacerdote, dejando el capellanazgo a otro clérigo. Galdós describe el fracaso no sólo de un ser «menos fuerte que sus pasiones» que ha tomado horror a su estado sino también el fracaso de una institución para la que las virtudes de castidad y pureza son más importantes que la autenticidad de una vocación.

Desde otra perspectiva Galdós plantea esta cuestión en Rosalía, primera novela desarrollada en Madrid con probable fecha de publicación en 1872. Uno de los principales protagonistas, Horacio Reynolds, inglés y protestante, se enamora de Rosalía. Como en otras novelas posteriores, Gloria, e incluso Doña Perfecta, Galdós plantea el problema, tan candente en el momento de sus novelas contemporáneas, de la tolerancia religiosa. En Rosalía, la cuestión de la tolerancia se enfoca no sólo desde religiones distintas sino también en la propia religión e institución católicas. ¿Cuál es la respuesta de la Iglesia ante el problema del celibato y de la vocación sacerdotal? Horacio es un sacerdote protestante y por lo tanto puede contraer matrimonio. Esta situación totalmente inaceptable para un católico es la que aleja a Rosalía de Horacio. Está tan condicionada por los dogmas del catolicismo que a pesar de querer al hombre, Horacio Reynolds, no puede más que rechazar e incluso aborrecer al sacerdote:

«-¡Se casan los clérigos! -exclamó Rosalía con repentino asombro y algo tentada de la risa. -Sí: se casan -contestó Reynolds con mucha gravedad y poniéndose pálido. -Eso sí que es raro, y a la verdad, no me parece bien. ¡Casarse un clérigo! -¿Y por qué no? -dijo Horacio. -¿Por qué no han de tener una familia como todos los hombres? -Eso me parece muy mal... ¡Jesús!... qué sé yo... -añadió Rosalía en un tono y con un gesto que indicaban cierta repugnancia. -Me parece que estos clérigos casados habían de serme muy antipáticos»8.



Represión fisiológica y sexual, represión afectiva son temas que impregnan las páginas de muchas novelas del siglo XIX. Estas novelas, de las que sólo se citaron algunas, constituyen un testimonio realista de una situación ocultada por la Iglesia.




El silencio de la Iglesia frente a las transgresiones del celibato eclesiástico

Esta visión dolorosa y conflictiva del ministerio sacerdotal contrasta con el silencio de la Iglesia frente a posibles transgresiones. Abundan los discursos y reflexiones sobre el ministerio sacerdotal, las guías de conducta para sacerdotes, los directorios de seminarios, los tesoros del sacerdote y los avisos sobre la vocación religiosa, y esta prolífica literatura religiosa está claramente encaminada a prevenir lo que se considera como uno de los mayores peligros: las pasiones y la sexualidad que debilitan la fe.

Frente a esa relativa abundancia de obras muchas veces reeditadas a lo largo del siglo, existen muy pocos testimonios o relatos oficiales con respecto a transgresiones del celibato. Los pocos datos que salen a luz en la segunda mitad del siglo son cartas publicadas por eclesiásticos que renunciaron a su ministerio sacerdotal y alusivas referencias en cierta prensa católica. El caso más sobresaliente en este aspecto es el del padre Jacinto Loyson, que después de abandonar su ministerio se casa y funda la iglesia galicana católica. El padre Loyson publica en 1882 un opúsculo prohibido por la Iglesia en el que se analiza la situación de «cientos de sacerdotes en España que han abjurado el dogma del celibato forzoso y han vuelto hacia Dios y la Naturaleza sus respectos y homenajes desde que se ha proclamado la tolerancia de culto»9.

En este opúsculo, Loyson cita los argumentos científicos que explican cómo «la extrema violencia virtuosa» es una aberración fisiológica responsable de la miseria afectiva y sexual del clero, en general. El testimonio del padre Loyson, sacerdote francés que ejercía su ministerio en la catedral de Nuestra Señora de París, tuvo un eco particular en España ya que su opúsculo se publicó conjuntamente con el testimonio de otro sacerdote español, el padre Bartolomé Gabarro.

Bartolomé Gabarro, destinado a la orden de esculapios desde los 15 años, explica cómo su situación refleja la de tantos otros sacerdotes que no pudieron respetar los votos de pobreza, castidad y obediencia no por falta de fe sino por haber entrado en las órdenes sin vocación. Su carta ilustra el doloroso divorcio que existe para un hombre de fe entre religiosidad, compromiso religioso y el dogma de una institución carente de sensibilidad frente a las verdaderas motivaciones del sacerdocio. Para el antiguo esculapio la responsabilidad de la Iglesia en cuanto a las transgresiones de las reglas impuestas es tanto más condenable porque está informada de ellas. La hipocresía y el silencio son una cosa insoportable que sepulta la miseria fisiológica y moral de muchos hombres.

La publicación de estas cartas y documentos en un período sensible de la historia española no podía menos que preocupar a la Iglesia. La prensa católica, más especialmente la más intransigente como la Revista Popular del padre Félix Sardá y Salvany, denunció una campaña destinada a sus ojos a desprestigiar por completo al clero y a socavar su influencia social. De hecho, la institución eclesiástica tiene motivos para preocuparse. Una de las primeras sacudidas que amenazan los fundamentos del edificio es la revolución del 68 con sus veleidades de instaurar el matrimonio civil y la separación de la Iglesia y del Estado. Aunque estos proyectos no llegan a realizarse, la progresiva secularización de la sociedad española así como el anticlericalismo creciente ponen en tela de juicio las posturas dogmáticas e inamovibles de una institución desprovista de sensibilidad histórica.

Otro motivo de alarma para los estamentos religiosos es el proyecto de decreto de Salmerón, ministro de Gracia y Justicia, en 1873, sobre el matrimonio de clérigos y sacerdotes. Este decreto establecía que, previa renuncia a la religión católica, los eclesiásticos podrían casarse. De haberse llevado a cabo este decreto, se hubiera accedido a una de las reivindicaciones implícitas en numerosos textos y documentos de la época: la aceptación de eclesiásticos seglares cuya vida íntima no hubiera estado reñida con el ministerio sacerdotal.

Esta cuestión tan trascendente para la Iglesia como para el conjunto de los fieles aflora en las crisis religiosas surgidas a lo largo del siglo. La institución eclesiástica se siente desprestigiada ante una opinión pública cada vez más permeable a las corrientes anticlericales. Los valores fundamentales de la cultura católica se ven debilitados y se resquebraja la cohesión de los estamentos eclesiásticos divididos por las polémicas entre sectores distintos del catolicismo español.

Conviene resaltar que tocias las publicaciones religiosas profesionales destinadas a los eclesiásticos en particular afirman su voluntad de defender los intereses del clero y exaltan a un cuerpo social amenazado en sus prerrogativas. El sacerdote, el cura son considerados como mártires de la época, una época que cuestiona la integridad y el comportamiento del clero10.




La rehabilitación moral y social del clero

La preocupación de la Iglesia y de la institución eclesial en torno a la influencia social del clero se centra en la estrecha relación entre el papel social-religioso y el comportamiento individual y, más particularmente, la capacidad de respetar el celibato y las obligadas virtudes de pureza y castidad.

Uno de los representantes de la Iglesia más explícitos sobre esta cuestión fue el apologista catalán Félix Sardá y Salvany. Director de la Revista Popular, influyente cátedra de apologética cristiana y autor de numerosos opúsculos de propaganda católica, este eclesiástico promueve una campaña de rehabilitación del clero y del ministerio sacerdotal.

Ya se han mencionado las tensiones de la época, propicias a un cuestionamiento crítico del papel del clero, y de su integridad. El caso de sacerdotes como el padre Loyson y el padre Gabarro, reveladores de un profundo malestar, refuerza la institución eclesiástica en su voluntad de silenciar lo que considera como una transgresión infamante. Evidentemente no se plantea el problema del celibato dentro de una perspectiva histórica y social. Aunque algunas voces aisladas reclaman que se separe la cuestión del celibato eclesiástico del voto de castidad, y que se tengan en cuenta las dificultades para los eclesiásticos de resolver problemas íntimos para los que no tienen respuestas, la Iglesia católica romana se mantiene en una postura de total dogmatismo. No se evocan oficial y públicamente los casos de abandono del ministerio sacerdotal y los culpables de transgresiones se ven sepultados en un total silencio.

En varios artículos publicados en los momentos de fuerte tensión en las relaciones entre la Iglesia y el gobierno, es decir, en 1873 y en 1876, Sardá y Salvany se dedica a defender y justificar el celibato eclesiástico y el voto de castidad. El sacerdote es un «consejero popular» y desempeña su ministerio en el púlpito y el confesionario, que son instituciones eminentemente sociales. Si el púlpito y el confesionario, son, por lo tanto, los «dos principales instrumentos de moralización, de instrucción y de consuelo para los pueblos», el sacerdote tiene que ser respetabilísimo y mantenerse totalmente alejado de toda tentación y fuente de corrupción11. Evidentemente, como lo reconoce el propio Sardá y Salvany, existe un verdadero divorcio entre el púlpito y el pueblo ya que la institución católica no goza de la misma credibilidad y legitimidad de antes. Este alejamiento con respecto a los dogmas, a la religión institucional y a la institución religiosa no incitan a Sardá y Salvany a plantearla cuestión de un mayor acercamiento del ministerio sacerdotal a las realidades sociales y religiosas de la época. A su juicio, juicio que refleja la cerrazón de la Iglesia, en materia de asuntos tan delicados como la compatibilidad del celibato y la función sacerdotal, la desvalorización del clero se debe al alejamiento del pueblo de la religión y de las instituciones católicas: «mal anda, muy mal nuestra sociedad desde que una parte de ella se divorció del púlpito y del confesionario»12.

Por lo tanto, como lo reconoce el propio Sardá, plantear cuestiones tan delicadas que atañen al sagrado carácter del sacerdote y de su cargo sólo se justifica por las circunstancias especiales que atraviesa la Iglesia. En 1876, otros artículos titulados «Importancia del sacerdocio» reconocen el desprestigio creciente del orden sacerdotal y del celibato eclesiástico. Sardá aborda más explícitamente la cuestión que de manera tan acuciante preocupa a la Iglesia: los «malos sacerdotes» existen y conviene marginar estos casos sacrílegos que no reflejan prácticas extendidas. Una vez más de lo que se trata es de apaciguar temores y conciencias.

«No nos proponemos en estos artículos tratar este punto con toda la extensión de que es susceptible, sino sólo tocarlo bajo cierto punto de vista, algo nuevo y muy a propósito para las actuales circunstancias, tomando ahí motivo para rebatir ciertas máximas y disipar ciertas preocupaciones que la falsa civilización ha popularizado entre las gentes. Porque en efecto, el fruto emponzoñado de las indicadas máximas y preocupaciones ha contagiado de tal manera la sociedad que pocos, muy pocos son los individuos que sientan como han de sentir acerca del estado sacerdotal»13.



El creciente desapego de los fieles con respecto a las sagradas instituciones es una amenaza para la cohesión de los estamentos eclesiásticos. De hecho no pueden negarse las tensiones y conflictos que se producen dentro de la institución:

«si queréis decir que algunos no cumplen con su deber, que con su conducía indigna deshonran el sagrado carácter de que están revestidos, con doler os responderé que esto es verdad en algunos pocos; pero sólo en unos pocos, porque ciertamente la inmensa mayoría cumplen exactamente sus deberes»14.



La civilización moderna con sus incitaciones a la libertad de juicio y de conducta es la única responsable del desprecio del sacerdote, de la doctrina y de la Iglesia. La exaltación del sacerdocio y del celibato suponen una total desvinculación del sacerdote de las cosas terrenales, de la realidad fisiológica: «con la hermosa institución del celibato eclesiástico, al paso que se coloca al sacerdote en un estado sublime, superior a todas las miserias humanas, da también grandes ejemplos de castidad, de modestia y de abnegación a sus semejantes»15.

Para restaurar el carácter sagrado del ministerio sacerdotal se promueve una auténtica pedagogía de la fe destinada tanto a las clases populares como a las «clases llamadas ilustradas». Una pedagogía que se apoya en la revitalización de devociones propicias a legitimar las virtudes de pureza, castidad y continencia. Conviene notar que el auge de estas devociones da lugar a la publicación de una abundante literatura religiosa destinada a los fieles y a los representantes de la Iglesia.

En el presente trabajo sólo se aludirá de manera breve al culto mariano de interés por haber sido uno de los cultos más populares del siglo XIX. Conoció un auge especial gracias a la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción por Pío XII en 1854. Anteriormente, en 1847, el Papa había conferido mediante un breve pontifical el estatuto de archicofradía a la Asociación La Corte de María que celebraba las devociones mañanas del mes de mayo. Este culto basado en los valores de pureza y de perfección virginal fue de particular importancia en las congregaciones y órdenes femeninas. El culto de la Virgen recordaba en cada momento la obligación de virginidad y castidad a la que se veían sometidas hermanas y monjas. Si la cuestión del celibato masculino surgió con dolorosa realidad en el siglo XIX tampoco puede menospreciarse el peso del voto de castidad para las mujeres.

El arraigo del culto mariano propició otro culto muy popular vinculado a la legitimación, por parte de la Iglesia, del celibato eclesiástico. Si María simboliza el ideal de la mujer católica, José y María simbolizan la perfección del matrimonio cristiano; la unión del espíritu y del corazón borra los vínculos carnales. La virginidad de San José es uno de los atributos de más valor en esta devoción. Se dedica el mes de marzo a este santo y se promueve la difusión del culto desde 1802. El culto, muy favorecido por Pío IX, tiene mucho éxito en Francia, donde el padre José Huguet le dedica una obra que alcanzó tiradas considerables: El mes de marzo consagrado a San Juan José como abogado para alcanzar una muerte semejante a la suya (1866). En España se dan a conocer las iniciativas francesas gracias al eclesiástico José María Rodríguez, miembro de la orden de los Hermanos de la Merced. Promueve la publicación El propagador de la devoción a San José, boletín mensual de la Asociación espiritual de devotos del Glorioso Patriarca que tira a 12.000 ejemplares anuales.

Dicha publicación, que sale en 1868 y sigue vigente hasta 1948, recoge todos los esfuerzos emprendidos en la segunda mitad del siglo XIX para rehabilitar el sacerdocio y el celibato eclesiástico. Se exaltan los valores de pureza y continencia considerados imprescindibles en una sociedad cada vez más secularizada y tolerante en materia de libertad religiosa y libertades individuales.




Legitimación del celibato eclesiástico en la literatura religiosa

Estos esfuerzos también se plasman en una abundante literatura religiosa profesional difundida en seminarios y órdenes religiosas. Se trata de una literatura pedagógica que tuvo tiradas significativas y bastante diversificada. Esta prolífica producción de reflexiones, guías, avisos, manuales sobre el ministerio sacerdotal se centra en la cuestión del celibato eclesiástico. Redactadas por eclesiásticos, constituyen una apología de la castidad y pureza y las advertencias que contienen acerca de los escollos en el camino de la virtud reflejan los temores de la Iglesia.

Gran parte de estas obras adhieren a las prescripciones morales del napolitano Alfonso de Liguori (1696-1878), fundador de la Congregación de los Redentoristas. Su Directorio de seminarios, el tema del homo apostolicus representan una fuente de inspiración para los apologistas católicos del siglo XIX. Entre las numerosas obras suyas reeditadas en España se destaca Reloj de la pasión o sea reflexiones afectuosas sobre los padecimientos de Nuestro Señor Jesucristo (1854) en la que se pone el acento sobre el sacrificio y los padecimientos del hijo de Dios. En esta obra, como en el Directorio..., dedica varios capítulos al tema del celibato eclesiástico, auténtico camino de purificación que separa al sacerdote de todas las contingencias terrenales. La continencia debe convertirse en una segunda naturaleza y borrar todas las pasiones y pulsiones.

Liguori fue una de las referencias más habituales a lo largo del siglo XIX. Su influencia es patente en las populares obras del padre Antonio María Claret y Clará. Entre las obras más dignas de interés, conviene citar primero El colegial o seminarista teórica y prácticamente instruido. Obra utilísima o más bien necesaria para los jóvenes de nuestros días que siguen la carrera eclesiástica (1861), Este manual que tuvo seis ediciones, de 1861 a 1894, responde también a la necesidad de legitimar plenamente al ministerio sacerdotal y su más preciado atributo: la «virtud angelical de la castidad». El padre Claret no deja de poner en guardia a los futuros seminaristas: el camino para alcanzar el sacerdocio es largo y la responsabilidad de los prelados es notable. A ellos incumbe el deber, recuerda Antonio María Claret, de advertir que «perpetuamente han de guardar castidad».

Verdadera segunda naturaleza, la virtud del ordenando tiene que comprobarse desde el momento en que decide ser sacerdote. Castidad y virginidad son un requisito imprescindible para entrar en las órdenes: «porque el orden sagrado obliga a guardar perpetua castidad y ¿cómo se puede comprometer a guardar castidad perpetuamente hasta la muerte aquel que no la haya ensayado hasta aquí?»16 Para el padre Claret, celibato eclesiástico, virginidad y continencia no pueden disociarse y, si justifica el discurso oficial de la Iglesia católica romana mediante argumentos históricos, considera que los «malos sacerdotes»' son los únicos responsables de sus actos: «Si hay vocaciones falsas proviene de la avaricia y ambición de los seglares, y no de la disciplina eclesiástica»17. Estas palabras son una crítica explícita de los que escogen el sacerdocio como una vía para la promoción social y el sagrado ministerio implica una total renuncia «en conocimiento de causa». Antonio María Claret, como todos los apologistas católicos, no propone a los eclesiásticos más que dos medios preventivos contra las posibles flaquezas de la naturaleza humana, es decir, la gracia y múltiples ocupaciones, que suponen una constante dedicación: «Cuando un joven toma el estado eclesiástico con verdadera vocación, tiene dos ventajas muy graneles que por sí solas le hacen casto: la primera es la gracia de la vocación [...]; la segunda ventaja es que las ocupaciones de su santo ministerio le absorben de tal manera el tiempo, que no tiene lugar para pecar»18.

Además, sugiere Antonio María Claret, sólo los célibes pueden estar enteramente y siempre consagrados al servicio de Dios ya que si estuviesen casados «¿cómo podrían dejar a su esposa y familia para asistir a los extraños?». La castidad, por lo tanto, no sólo es asunto de gracia sino también un asunto eminentemente práctico como lo revelan las recomendaciones del padre Claret para conservarse casto.

Una auténtica terapéutica de la castidad se ofrece a los ordenandos: es interesante notar que en el capítulo XXII de su obra titulado «De los medios de que te has de valer para conservarte casto», la vocación al estado sólo ocupa un renglón. Entre los numerosos medios preconizados, figuran los que implican un alejamiento de la vida social y mundana. El padre Claret no especifica cuáles pueden ser «las ocasiones y peligros de pecar». Es de notar la referencia a la castidad de San José y las explícitas alusiones al peligro que constituyen las mujeres cuya presencia pecadora se menciona en toda la literatura religiosa de la época. Mortificación, oración, devoción a María y a San José y sufrimiento constante constituyen el camino por excelencia hacia la perfección del estado eclesiástico: «El sacerdote debe imitar a Jesús; ha de sufrir, como hombre desterrado en este valle de lágrimas [...]. Ha de sufrir, sin limitación de lugares, personas, tiempos, ni penas, ni dolores; sin querer bajar de la cruz hasta consumar el sacrificio»19.

El especial peligro que representa la compañía de las mujeres se evoca en términos aún más sugerentes en otra conocida obra del padre Claret: Avisos a un sacerdote que acaba de hacer los ejercicios de San Ignacio a fin de conservar el fuego que el divino espíritu haya encendido en su corazón. Este interesante opúsculo publicado en 1847 también alcanzó numerosas reediciones y refleja, desde el punto de vista de un eclesiástico católico, las dificultades humanas y naturales de los célibes descritas con realismo crítico en la novelística previamente aludida.

Como en todas las obras prescriptivas de la época lo que tiene especial importancia es salvaguardar la legitimidad del ministerio eclesiástico y de la misión social del sacerdote. La abundante producción del padre Claret, dirigida a sacerdotes y clérigos, intenta abarcar todas las situaciones en las que peligra el ministerio y, caso inédito en este tipo de literatura, ser asequible mediante un lenguaje sencillo.

Otro apologista cuya obra tuvo mucha resonancia en cuanto a la cuestión del celibato eclesiástico es el padre Mach, autor del Tesoro del sacerdote o repertorio de las principales cosas que ha de saber y practicar (1866). El padre José Mach, misionero de la Compañía de Jesús, publicó varias guías y reflexiones para sacerdotes. Sólo se cita esta obra por ser una de las más populares en el siglo XIX y de constante referencia. El lenguaje y el contenido fueron, sin lugar a dudas, una fuente de inspiración para novelistas como Galdós y Clarín20.

El Tesoro... propone reflexiones sobre la excelencia del sacerdocio, las obligaciones y cualidades de sacerdotes, recomendaciones sobre su gobierno material y espiritual. Si el padre Mach insiste sobre la difícil condición del sacerdote y deja entender, aunque de manera muy alusiva, que puede haber «caídas», pinta con tintes dramáticos los efectos del «pecado de impureza». La frecuencia de las advertencias y la tonalidad apocalíptica del discurso constituyen un testimonio significativo de las dificultades que podían existir21.

En el Discurso sobre el ministerio sacerdotal o reflexiones sobre la excelencia, los peligros, las gracias y las ventajas de este santo ministerio, opúsculo anónimo publicado en Barcelona en la década de los setenta, se subrayan los peligros del oficio y se sugieren las situaciones más difíciles. El celibato eclesiástico es un auténtico via crucis para el que se necesitan cada vez más advertencias y precauciones.

Otras obras que conocieron varias reediciones reflejan la gravedad del problema del celibato eclesiástico. Esta literatura religiosa, muy leída y difundida tanto a través de bibliotecas y editoriales católicas como mediante una prensa especializada y destinada a órdenes masculinas y femeninas, sólo es la parte más visible de una cuestión que merece investigaciones más profundizadas, especialmente en otras fuentes documentales como actas de juicios eclesiásticos o correspondencia diocesana, por sólo citar algunas.






Bibliografía

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  • —— Cartas a un sacerdote, Barcelona, Tipografía Católica, 1893.
  • CLARET Y CLARÁ, Antonio María, Avisos a un sacerdote que acaba de hacer los ejercicios de San Ignacio a fin de conservar el fuego que el divino espíritu haya encendido en su corazón, Barcelona, Imprenta de los Herederos de la Viuda Pía, 1847.
  • —— El colegial o seminarista teórica y prácticamente instruido, Barcelona, Imprenta de Pablo Riera, 1861.
  • CLARÍN, Leopoldo Alas, La Regenta, Madrid, Alianza Editorial, prólogo de Juan Cueto, 1966.
  • HIBBS SOLANGE, «La presse du clergé en Espagne (1850-1905)»; en Les élites et la presse en Espagne et en Amérique Latine des Lumières à la seconde guerre mondiale, Madrid, Bordeaux, Aix-en-Provence, Casa de Velázquez, Maison des Pays Ibériques, Université de Provence, 2001, pp. 211-228.
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  • MIRANDA, Soledad, Religión y clero en la gran novela española, del siglo XIX, Madrid. Ediciones Pegaso, 1982.
  • ORTEGA, José; CARENAS, Francisco, La figura del sacerdote en la moderna narrativa española, Caracas-Madrid, Casuz Editores, 1975.
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  • —— Tormento. Madrid, Ediciones Aguilar, 1980.
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  • —— «El púlpito y el confesionario», VII, Revista Popular, 12/4/1873, pp. 173-174.
  • —— «Importancia del sacerdocio», I, Revista Popular, 11/3/1876, pp. 163-164.
  • —— «Importancia del sacerdocio», II, Revista Popular, 24/3/1876. pp. 195-196.
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