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- XXII -

Entreacto ruidoso


Los que madrugaron al otro día (y cuenta que en Cumbrales se levanta al alba la gente) vieron que, mientras el sol salía embozado en crespones de escarlata, sobre las lomas del Sur relucía, fulguraba el celaje, como si fuera lago de cristal fundido; lago con islotes de nácar y grumos de oro; a trechos, ondas purpúreas, blancas vedijas inalterables, y rabos de gallo más efímeros, sobrenadando; y por riberas y marco en toda la redondez de este espacio, moles de negras y plomizas nubes amontonadas. Entre una y otra mole, densas brumas cenicientas, valles fantásticos de aquellas raras montañas que se prolongaban, en contrapuestos sentidos, en forma de ásperas cordilleras. En lo más alto del cielo, tenues veladuras rotas; luego el éter purísimo hasta el horizonte del Norte, donde el celaje era cárdeno, mate y estirado, como una inmensa lámina de acero sin bruñir.

El aire era tibio y pesaba tanto sobre el ánimo como sobre el cuerpo; ni una hoja se movía en los árboles, ni una yerba en los campos; la vista y el oído adquirían un alcance prodigioso; las tintas de las montañas, más que calientes, parecían caldeadas; los contornos y relieves flotaban en un ambiente seco y carminoso que, acortando las distancias, engrandecía las moles; y el silbido del pastor y el sonar de las esquilas del ganado, llegaban claros y perceptibles al oído desde los cerros del Mediodía.

Cuando en la Montaña amanece entre estos fenómenos de la naturaleza, todo montañés sabe qué viento va a reinar aquel día; y entonces se llama al espacio brillante rodeado de nubarrones, el agujero del ábrego.

Y por allí salió este caballero, en la ocasión de que se trata, dos horas después de amanecer.

Salió blando, sosegado y apacible, y como de recreo por el campo de sus hazañas, jugueteando con el humo de las chimeneas, las mustias y ya escasas hojas de los árboles, las yerbecillas solitarias de los muros y las sueltas y errabundas pajas de la vega... Lo que haría cualquier cefirillo de tres al cuarto. En Cumbrales no levantaba el polvo de las callejas, ni movía las puertas entornadas, ni siquiera los pliegues de un refajo ni los picos de una muselina.

Así es que el señor cura tocó muy tranquilo a misa mayor, y luego las tres campanadas para los perezosos; y la iglesia se fue llenando de gente que nada temía y sólo se quejaba del «bichorno, poco al consonante de la bajura del mes que iba corriendo».

Con esta tranquilidad en los espíritus y sin alterarse la de la naturaleza, comenzó la misa, gorjeada y solemne.

Pero no había llegado el Credo a la mitad, cuando las chanzas comenzaron a enardecer a la fiera; y la tramó con las ramas tenaces, los matorrales espesos y las ventanas cerradas, que, siquiera, le ofrecían alguna resistencia. Mas si doblegaba a las unas y bamboleaba a los otros, las ventanas no cedían ni le franqueaban el paso.

Tanteole por las buhardillas, donde las había; y se encontró con que las más de ellas tenían los postigos clavados desde que estaban allí; quiso también entrar en la iglesia, y hasta logro apagar los cirios de los primeros tajos; pero le cerraron la puerta apresuradamente. Con estas contrariedades se fue embraveciendo poco a poco, y tornó a las ventanas con propósito de desquiciarlas, metiéndose por las rendijas. Metiose, forcejeó y se hartó de dar bufidos de coraje; pero no logró su intento. En venganza, con las ramas de los frutales de los huertos, azotó las viviendas de sus dueños. Entonces conocieron éstos que la cosa iba de veras; y los que no lo habían hecho todavía, se trancaron por dentro a llave y palanca. Esta actitud equivalía a un reto; y el enemigo, rugiendo amenazas, se retiró a sus antros, como para acabar de pertrecharse. La calma y el silencio volvieron a reinar en la naturaleza; pero por pocos momentos.

Cuando reapareció el monstruo, temblaron hasta los más valientes. Sordos mugidos le precedían; y, a su paso, humillaban los árboles las erguidas copas; alzábase el polvo en remolinos; las puertas se estremecían en sus quiciales, y el día se quedó a media luz parda y traidora. Comenzó la batalla. ¡Qué estruendo!... ¡Qué empuje!... ¡Qué acometidas aquellas! Algunas chimeneas vacilaron, y más de un alero crujió, soltando la carcoma de la vejez al choque de la furia; las puertas más firmes lanzaban gritos de agonía; las podridas ramas de las vetustas higueras saltaban hechas pedazos; en los manzanos tremolaba el muérdago desarraigado, como triste gallardete con que demanda auxilio el desmantelado buque; lloraban escombros las humildes socarreñas sobre sus regazos de ortigas, y chasqueaban y se conmovían los empingorotados tejadillos de las altivas portaladas.

En medio de su ferocidad imponente, el viento tenía caprichos verdaderamente pueriles: recogía las hojas dispersas en solares y callejos, y las arrinconaba donde mejor le parecía, en un solo montón: encrespábale, revolvíale, alzábale del suelo, y en rápido y sonoro remolino subíale muy alto; allí le cernía, le ensanchaba, le encogía, le alargaba, dejábale descender nuevamente; y cuando le tenía en el suelo, dispersaba de un soplo todas las hojas, que desaparecían detrás de los vallados, en los fosos y entre los bardales; volvía a reunirlas al instante sacándolas de sus escondrijos, y tornaba a amontonarlas y a cernerlas, a subirlas y a bajarlas, y a darles libertad otra vez, y otra vez a recogerlas. Con el polvo hacía diabluras: nubes espesas, diáfanas neblinas, mangas y espirales. Desconchaba los lomos de los muros revocados, y desnudaba a los viejos de sus vestiduras de yedra.

Tras estos juegos y aquellas violencias, que no eran más que un tanteo de fuerzas y un ensayo de batalla, las tablas dejaron de estremecerse y las rendijas de silbar; callaron los gemidos de los árboles, y sólo se oyó un rumor, a modo de jadeo, hacia la vega, como si sobre ella y los montes vecinos se hubiera tendido el monstruo a descansar. De vez en cuando se agitaban un poco las ramas, y el polvo y las esparcidas hojas se revolvían en el suelo. Diríase entonces que tenían cara las viviendas y los muros y los árboles, y que en ellas se pintaba el dolor de lo pasado y el espanto de lo que aún les esperaba. ¡Qué acongojado aspecto ofrecían aquellas casas con los ojos cerrados, y aquellos árboles contraídos y tiritando!

La tregua fue breve, y la embestida que le siguió, con el estruendo de cien batallas, espantosa.

En algunos embates parecía el viento macizo, y entonces resonaban sus golpes como cañonazos; y cada golpe de éstos producía un desastre: lo firme oscilaba, lo vacilante caía; las tejas se encrespaban, hervían en los tejados, como si diablillos danzaran debajo de ellas; y en la casa donde la puerta saltaba de sus pernos, barría el huracán muebles y vasares; y al buscar salida por la cumbre, removía las tablas del desván y derrengaba los cabrios. ¡Con qué astucia rastreaba los suelos y husmeaba los hogares, buscando una chispa que llevarse al pajar para regalarse con el espectáculo de un incendio!

No había punto en el lugar donde la furia no metiera su cabeza, y con la cabeza las garras, y con las garras el azote. Por eso todo era estrago y fragor en torno suyo. Silbaba furioso en huecos y rendijas; bufaba en los arbustos; bramaba en los callejones, y en las arboledas rugía; y, en ocasiones, hasta las campanas lanzaban solas desacordes sonidos, con pavor de los fieles que se guarecían en la iglesia.

A lo lejos, un rumor incesante, como el del mar cercano en noche tormentosa; aquí, el crujir de la rama desgajada o del tronco que se quiebra; allí, el estruendo de la pared que se derrumba, o el zumbido del bardal que se agita desesperado y extiende sus greñas espinosas, buscando de qué asirse para que no le arranquen de la tierra que le nutre; y como complemento del cuadro, una luz tétrica y sulfúrea iluminándole; la atmósfera, sofocante y enrarecida, sin sus alegres y naturales pobladores, ocultos a la sazón Dios sabe dónde, llena de objetos raros e inconexos: tallos de maíz, hojas maceradas, polvo, astillas..., y guijarros.

Con frecuencia terminan estos huracanes con una virazón rápida al Noroeste, o galerna: remedio mucho peor que la enfermedad; pues si no llega a ésta la fuerza del empuje, la aventaja en estragos, por el agua demoledora que trae consigo; pero cuando el Sur es estacional, como en el caso de que se trata aquí, concluyen sus furores por cansancio, y el silencio y la inmovilidad reemplazan al fragoso desconcierto.

Tal sucedió en Cumbrales al rayar el mediodía. ¡Qué triste cuadro contemplaron entonces los ojos! El Campo de la Iglesia y las corraladas estaban cubiertos de menudo escombro, ramas, cascos y hojarasca. No había árbol en el pueblo sin quebraduras o cicatrices; algunos arrancados de cuajo; otros, hendidos; los arbustos, lacios, desgreñados y con el follaje en esqueleto... Pero cuando la gente fue abriendo poco a poco las puertas de sus hogares, y salió de la iglesia la que en ella había estado encerrada, ¡válgame Dios, qué aspavientos los suyos y qué puestos en razón eran! Por de pronto, cada uno se echó a examinar los propios quebrantos, y luego a compararlos con los del vecino. Y aconteció lo que siempre que se reparten desventuras: cayeron las mayores sobre los que podían menos; por lo que se llevó don Valentín el premio gordo de esta desastrosa lotería. Ninguna casa fue tan castigada como la suya: perdió la chimenea, medio alero, una ventana y la cerradura del estragal, amén de alcanzarle su parte, y no pequeña, del común revoltijo de los tejados.

Es sabido que la mitad del vecindario de Rinconeda estuvo contemplando el desastre de Cumbrales, durante la furia del huracán, agazapado al socaire del cerro adyacente, y aún se afirma que palmoteaba aquella gente levantisca cada vez que un árbol se tronchaba o caía una chimenea. Esto se corrió por Cumbrales a la hora de calmarse el viento; y fortuna fue que se tomara por cierta la noticia, pues con la indignación que produjo en el lugar, se mató la pesadumbre que cada cual sentía por los recientes descalabros.

-¡No les faltaba más -decían todas las bocas de Cumbrales- que venir esta tarde a provocarnos! Pues ¡como vengan!...

Y jurando echar hasta las asaduras en el trance, volcaron todos la puchera mal sazonada; y con el último bocado entre los dientes, subiose cada cual a su tejado a reparar lo más perentorio, por si la turbonada que se iba formando hacia el Saliente, acababa en aguaceros antes de la noche.




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- XXIII -

Griegos y troyanos


Continuaban la calma sofocante y el cielo cargado de nubes como peñascos, con unas intermitencias de sol que levantaba ampollas; los desperfectos del Sur, en tejados y cerrajas, iban poco a poco reparándose, y hasta se consolaban las gentes, unas a la fuerza y otras como podían; pero no se olvidaba un punto la anunciada invasión de los de Rinconeda; y hacia el camino de Rinconeda miraban todos los ojos de Cumbrales desde huertas, callejas y tejados, y a voces de Rinconeda sonaban todos los rumores en los oídos de la gente de arriba. Odiosa era siempre una provocación semejante... ¡Pero en aquel día!... ¡Después de las devastaciones del huracán, apenas encalmado!...

-¡Pues como vengan!

Y esto decían todas las bocas de Cumbrales.

Pero subieron Cerojas y Lambieta al campanario con otros camaradas que lo tenían por costumbre; hartáronse de repicar a vísperas..., y nada. Tachirense luego las tres campanadas al rosario; acudió la gente; llegó el señor cura; redole y hasta echó su poco de plática sobre la paz y concordia entre los pueblos cristianos; acabose la piadosa tarea, que duró tres cuartos de hora..., y nada. Desocupose la iglesia; quedáronse en el porche, murmurando, las mujerucas a ese manjar aficionadas; agrupáronse de cuatro en cuatro, a la sombra de las tapias fronteras al corro del baile, las viejas, acurrucadas en el suelo, a jugar el ochavo a la brisca o al mayor punto; avanzó la gente moza; resonaron las panderetas recién templadas; arrimáronse al calorcillo del baile muchos de los mozos aficionados, y los restantes, entre los que estaban Pablo y Nisco, entraron en la bolera; sentáronse los viejos mirones en las paredillas; oyose la voz alegre de las cantadoras acometer la tarea con la tradicional y obligada copla


Para espenzar a cantar.
Licencia tengo pedida,
Al señor cura, primero.
Y a la señora Josticia.

Dio principio también el baile; rifaban ya las viejas sobre si se vio o no se vio, si se hizo o no se hizo la prohibida seña del as o del tres del palo del triunfo; alzose regocijada gritería en el corro de bolos por haber hecho Nisco un emboque a la segunda bolada; correteaban Bodoques por aquí, Lergato por allí y Lambieta por el otro lado, reclutando muchachos para jugar a la cachurra en la mies, silbando unas veces, voceando otras y estorbando siempre..., en fin, que el corro, lleno, como quien dice, de bote en bote, se había normalizado ya..., y nada. Los de Rinconeda no venían, y los de Cumbrales llegaron a no pensar en ellos: como que el cura se fue a rezar vísperas, y el alcalde a dormir un rato.

Así estaban los ánimos cuando se presentó Cabra a todo correr por el camino alto de Rinconeda.

-¡Ahí vienen! -gritó cerca del corro de bolos.

Produjo la noticia mucha efervescencia en hombres y mujeres; tanta, que los juegos cesaron y el baile se suspendió.

-¡Eso es una cobardía! -gritó un mozo encaramándose en la pared de la bolera y dirigiéndose a los dos corros- ¡Si vienen, que vengan! ¿Pensáis que vos van a comer? Pus lo que hagan haremos... Yo, por mi parte.

Gustó la arenga, aprobose, serenáronse los espíritus y continuaron los juegos y el baile, interrumpidos más por curiosidad que por miedo, a mi entender.

En esto, apareció el enemigo en la ancha calleja por donde había venido Cabra. Era una muchedumbre de hombres y mujeres: como una romería que se trasladara de un punto a otro. Provocación como ella no se conocía en la historia del odio tradicional entre ambos pueblos. Uno a uno, tres a tres, ocho a ocho, hasta doce a doce, se había pegado infinidad de veces los de Rinconeda con los de Cumbrales, allí en Rinconeda y en todas las romerías en que se habían encontrado, porque esto era de necesidad; pero invadir un pueblo entero al otro pueblo, con premeditación y a sangre fría, pasaba con mucho la raya de todas las previsiones.

Venían delante una ringlera de mozas, dos de ellas con panderetas, y traían en medio a Chiscón con ramos en el sombrero y en los ojales de la chaqueta, y un gran lazo de cintas en la pechera de la camisa. Parecía un buey destinado al sacrificio en el ara de un dios pagano. Esto ya era un dato para creer que la función era de desagravio, y en honor del Hércules de Rinconeda. El cual traía un palo, de los de pegar, debajo del brazo: otro dato; y también lo era el verse algunos garrotes más entre la turba, toda de gente moza, que seguía a la primera fila. Si esto no era venir en son de guerra, dijéralo el más lerdo. Pero se notó que abundaban mucho las mujeres en aquella tropa, y que no todos los hombres eran igualmente temibles; se echó una ojeada al corro de bolos y al Campo de la Iglesia, y se vio que, llegado el caso, podía librarse la batalla con buen éxito. Por supuesto que las mozas de Cumbrales, al ver la actitud provocativa de las de Rinconeda, no acababan de hacerse cruces con los dedos. «¡Mosconazas!... ¡Tarasconas!...». ¡Cómo las ponían, entre cruz y cruz! Pero lo que acabó de elevar la indignación a su colmo, fue ver al Sevillano entre los invasores... ¡Con ellos venía el Opas, el don Julián de Cumbrales!

Pasó la procesión por delante de la bolera, cantando las mozas y con una en cada brazo Chiscón, y llegó al Campo de la Iglesia, donde hizo alto y relinchó de firme. Pablo dejó entonces de jugar y se encaramó en la paredilla, mirando hacia allá. Estaba algo pálido y muy nervioso. Nisco no apartaba de él la vista, y la gente de la bolera miraba tan pronto a Nisco como a Pablo. Ya nadie sabía allí cuántos bolos iban hechos, ni a quién le tocaba birlar. En esto, cesó también el baile, porque Chiscón se empeñó en que habían de sentarse las cantadoras de Rinconeda donde estaban las de Cumbrales. Oyéronse voces de riña. Chiscón, después de dejar sentadas a sus cantadoras junto a las del pueblo (pues éstas no quisieron levantarse y él no cometió la descortesía de obligarlas a hacerlo), volviose a colocar a los suyos en el mismo terreno en que acababan de bailar, y aún estaban, los de Cumbrales. Con esto creció el vocerío, y Pablo bajó de la paredilla; llegose a las cantadoras de Rinconeda y las preguntó secamente:

-¿Venís de guerra?

-De paz venimos, -respondieron las mozas.

-Pues no toquéis entonces, que tocando están quienes deben, y corro hay aquí para que bailen todos, si de divertirse en paz se trata.

-¡A tocar se va! -dijo en esto, un mozo de Rinconeda, mirando airado a las dos mozas increpadas por Pablo.

Las dos mozas se dispusieron de nuevo a tocar.

-¡Pues no se toca! -dijo Pablo, blanco de ira.

Y hablando así, arrancó las dos panderetas de las manos en que estaban, y rompió los parches sobre sus rodillas.

¡Cristo mío, la que en seguida se armó allí! Pero Pablo, que ya la esperaba, porque de un modo o de otro tenía que venir, con las rotas panderetas en las manos, la cabeza erguida, la boca entreabierta, el pecho anhelante y lívida la tez, examinó el campo con una mirada rápida, y la clavó firme sobre Chiscón que corría hacia él, apartando la gente, como el oso los matorrales. Estremeciose el joven un momento, arrojó los aros, dio dos pasos hacia el gigante que podía desbaratarle entre sus brazos de roble, y le recibió con una puñada en la jeta, y tal puntapié en la barriga, que el oso lanzó un bramido y necesitó todas sus fuerzas bestiales para no desplomarse, como torre socavada. Nisco, que no había perdido de vista a Pablo, en cuanto le vio enfrente de Chiscón saltó como un corzo desde la bolera al campo, sin tocar la paredilla, y voló hacia su amigo; pero le salió al encuentro un valentón del otro pueblo, y fuéronse a las manos. Creció con esto la bulla; saltaron detrás de Nisco los jugadores de bolos; salieron los hombres que estaban en la taberna; encontráronse con otros del bando enemigo, y la lucha se trabó en todas partes con la prontitud con que se inflama un reguero de pólvora. Acudieron al vocerío las mujerucas del portal de la iglesia, y las viejas que jugaban a la brisca, y los muchachos que correteaban por las inmediaciones, y se llenó de gente el campo, desde el corro de bolos hasta el extremo opuesto.

Toda aquella masa, al principio inquieta, nerviosa y movediza, fue enrareciéndose poco a poco, aquietándose y buscando los puntos más elevados y menos peligrosos, mientras los combatientes, en grupos enmarañados, forcejeaban, iban, venían, se bamboleaban, alzábanse y se agachaban; de manera que todo este conjunto de actores y espectadores parecía embravecido torrente encajonado de pronto entre recios e insuperables muros.

Ya no se oían voces allí, ni amenazas, ni se veía el garrote describiendo rápidas curvas en el aire, porque (justo es declararlo) los de Rinconeda arrojaron los suyos cuando vieron inermes a los de Cumbrales; no brillaba, ni brilló antes, el acero homicida, porque esta arma vil no se conoce en los honrados campos montañeses, si algún descastado no la usa a traición, muy raras veces. Sólo se percibían sordos ronquidos, jadeos de la respiración, desgarraduras de camisas y, de vez en cuando, un cuajjj despatarrado, como odre henchido que revienta de pronto: era que un luchador caía de espaldas en el suelo, debajo de su adversario; el cual no abusaba de la ventaja adquirida: no hería a su enemigo, ni siquiera le golpeaba en sitio peligroso; conformábase con tenerle allí como crucificado, y con responder a sus ronquidos y amenazas con sordos y mortificantes improperios; alguna vez se oía también el estampido ronco de un puñetazo sobre un esternón de acero... Y poco o nada más se oía; porque, cuanto a los espectadores, ni se movían ni chistaban: allí se estaban todos con los ojos encandilados y el color de la muerte en el semblante; los muchachos, royéndose las yemas de los dedos; las mujeres, con la boca abierta, y los viejos, dando mandíbula con mandíbula.

Harto claro se vio que las mozas de Rinconeda no contaron con todo lo que estaba pasando, al ir a Cumbrales como fueron; y por verse tan claro en la sorpresa y dolor que mostraban, no cayeron sobre ellas las hembras de Cumbrales y se libró de ser un verdadero campo de Agramante aquel Campo de la Iglesia.

Si un luchador, al levantar la cabeza, mostraba la faz ensangrentada, alzábase en los contornos un rumor de espanto y de indignación al mismo tiempo; y entonces alguna voz clamaba por la Justicia. ¡La Justicia! ¡A buena puerta se llamaba! Tres concejales, el pedáneo y el alguacil estaban enredados en lo más recio de la pelea, brega que brega, no para poner paz, sino porque eran ellos de Cumbrales y los otros de Rinconeda; el juez municipal, que al empezar la batalla se hallaba en la taberna (cuya puerta trancó por dentro Resquemín, dicho sea de paso, en cuanto quedó desocupada), se escondió en el pajar..., con el sobrante de la jarra que tenía entre manos; y, cuanto al alcalde Juanguirle, ya sabemos que se fue a dormir la siesta poco después de salir del rosario.

A todo esto, los plúmbeos nubarrones se iban desmoronando en el cielo, y extendían su zona tormentosa, cárdena y fulgurante, hasta la misma senda que recorría el sol en su descenso; y cuando un rayo de él lograba rasgar los apretados celajes y caía sobre los entrelazados grupos de combatientes, relucía el sudor en los tostados rostros manchados de sangre y medio ocultos bajo las greñas desgajadas de la cabeza; y cual si aquel rayo, calcinante y duro, fuera aguijón que les desgarrara las carnes, embravecíanse más los luchadores allí donde el cansancio parecía rendirlos, y volvía la batalla a comenzar, lenta, tenaz y quejumbrosa.

Ya sabemos dónde luchaban Pablo y Chiscón; que éste era grande y forzudo, y cómo recibió su primera embestida el valeroso mozo de Cumbrales, que si no era tan fuerte como su enemigo, tenía, en cambio, la agilidad de la corza y el temple del acero. Así saltaba, hería y se cimbreaba. Eran los dos luchadores el ariete poderoso y la espada toledana. Huir de los brazos hercúleos de Chiscón, era todo el cuidado de Pablo; y entre tanto, golpe y más golpe sobre el gigante. Reponíase éste apenas del aturdimiento que le causaba un puñetazo en la boca, y ya tenía otro más recio en las narices; con lo que el salvaje, poco acostumbrado a aquel género de lucha, bramaba de ira; y bramando, esgrimía las aspas de su cuerpo, y cuanto más las agitaba, más se perdían sus derrotes en el espacio, más se quebrantaban sus bríos y más espesos caían sobre su cara, llena ya de flemones, ensangrentada y biliosa, los golpes de su ágil adversario. Pero necesitaba éste terminar de algún modo aquella lucha desigual y expuesta, y tras ese fin andaba rato hacía. No bastaba aturdir al atleta; era preciso derribarle, vencerle. Al cabo, logró plantarle un par de puñetazos entre mejilla y ceja; y con esto y otro puntapié hacia el estómago al humillar el bruto la cerviz, quedose éste como Polifemo cuando Ulises le metió por el ojo el estacón ardiendo. Entonces se abalanzó Pablo a su cuello de toro; hizo allí presa con las manos, que tenazas parecían; sacudiole dos veces, y a la tercera, combinada con un hábil empuje de la rodilla, acaldó en el suelo al valentón de Rinconeda. Fragor produjo esta caída; pero no por el choque de las armas, como cuando caían los héroes de la Iliada, sino por el peso de la mole y el crujir de los pulmones y costillas. Cayó el gigante con el rostro amoratado y medio palmo de lengua fuera de la boca, porque Pablo, sin aflojar la tenaza de sus dedos, se encaramó a su gusto sobre el derribado coloso.

No muy lejos de Pablo andaba Nisco, que tampoco peleaba al uso de la tierra, como su adversario quería; es decir, pecho a pecho y brazo a brazo, con variantes de zarpada y mordisco, sino a puñetazo seco y a rempujón pelado; mas no procedía así porque su contrario fuera más fuerte que él, pues allá se andaban en brío y en tamaño, sino porque en el hijo de Juanguirle obraban la vanidad y la presunción lo que en Pablo la necesidad aquel día. Es de saberse que hasta para luchar a muerte era vanidoso y presumido el demonio del muchacho aquél. Así se le veía rechazar a su enemigo con un golpe seguro y meditado, y aprovechar la breve tregua para atusarse el pelo y acomodar el sombrero en la cabeza. Sus brazos, antes de herir con el puño, describían en el aire elegantes rúbricas, y no tomó actitud su cuerpo que no fuera estudiada. Parecía un gladiador romano. Estaba un poco pálido y se sonreía mirando a las muchachas que le contemplaban. Otras veces recibía con las manos la embestida del enemigo; le sujetaba por los brazos, le zarandeaba un poco, y después le despedía seis pasos atrás; y vuelta a componerse el vestido, a colocarse el sombrero, a sacudirse el polvo de las perneras, y a sonreír a las muchachas, entre las que estaba Catalina a tres varas de él, anhelosa, conmovida y siguiendo con la vista, y en la vista el alma, todos sus ademanes y valentías.

Cuando una sonrisa de las de Nisco era para ella, parecía decirle la gallarda moza con los ojos: «¡Ánimo, valiente!, que en cuanto las fuerzas y la serenidad te falten, aquí estoy yo para morir a tu lado defendiendo tu vida». ¡Era digno de estudio y de admiración aquel bravo mozo! En su cara risueña, y mientras se acicalaba, entre embestida y sopapo, se leían claramente estos pensamientos:

-«No quiero mal a este enemigo; no tengo empeño en causarle daño; peleo con él porque soy de Cumbrales y él es de Rinconeda, y para que vea que ni le temo ni es capaz de vencerme..., pero que no me toque en el pelo de la ropa. ¡Eso sí que no lo tolero yo!».

Al fin apareció por el lado de la Iglesia el bueno de Juanguirle, a quien había ido a despertar Cerojas. Subió a lo más alto de la peña, recorrió con la vista azorada el campo de batalla, y se llevó ambas manos a al cabeza; luego pateó y se lamentó y se mesó las greñas. Algunos espectadores se le acercaron encareciéndole la necesidad de que la lucha terminase; y la digna autoridad, sin hacer caso de consejos que no necesitaba, alzo el sombrero hasta donde alcanzaba su diestra, bien estirado el brazo después de ponerse sobre las puntas de los pies, y grito así, con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Alto!... ¡A la Josticia!... ¡A la Ley!... ¡A la Costitución!... ¡Al mesmo Dios, si a mano viene; que, a falta de otro mejor, a la presente su vicario soy en este lugar!... ¡Ténganse, digo, los de Cumbrales!... ¡Respeten mi autoridad los de Rinconeda!... O si no... ¡Voto al chápiro verde!...

Como si callara. Volvió a patear el digno alcalde, y cambió de sitio, y tornó a mesarse los pelos. Dos mozos de Rinconeda, que no habían hallado con quien pelear, o no lo habían intentado con gran empeño, le miraban de hito en hito.

-¡A la Ley!... ¡A la Costitución!... ¡A la Josticia! -volvió a gritar Juanguirle.

-¡A la Josticia!. ¡A la Costitución!... ¡A la Ley! -repitieron algunas personas consternadas, recomendando así a los combatientes las amonestaciones de la autoridad.

La misma desobediencia.

-¡A mí los de josticia! -insistió el alcalde, gritando-: ¡A mí los que estén por el sosiego!... ¡Déjalo ya, Bastián!... ¡Suelta tu parte, Braulio!... ¡Debajo le tienes!... ¡Sin camisa y machucado está!... ¿Qué más quieres?... ¿Qué más queréis los de Cumbrales por esta vez?... ¿No me oís?... ¿No vos entregáis?... ¡Voto a briosbaco y balillo, que se han de acordar de mí los peces de Rinconeda! ¡Ellos son los rebeldes a la autoridad!... ¡A la Ley!... ¡A la Costitución!... ¡Viva Cumbrales!

Oído esto por los dos de Rinconeda, dijo uno de ellos al alcalde, encarándose a él y tirando al suelo al mismo tiempo la chaqueta que tenía echada sobre el hombro izquierdo:

-¡Pus nos futramos en Cumbrales, en la ley y en usted que la representa!

-¡Hola, chafandín pomposo! -replicole Juanguirle, volviéndose al atrevido y echando el sombrero hacia el cogote, con un movimiento rápido de su cabeza- ¿Conque todo eso sois capaces de hacer?... Pues mírate tú, hombre: paso lo de mi persona, y no riñamos por lo de la ley; ¡pero relative a lo de Cumbrales, mereciera ser yo de Rinconeda si no me pagaras el agravio!

Y con esto se fue sobre el mozo, y le alumbró dos sopapos.

Contestó el de Rinconeda; quiso ayudarle el que le acompañaba; impidióselo un espectador de Cumbrales, y agarráronse también los dos; con lo que se animó bastante por aquel lado el campo de batalla.

Al mismo tiempo llegó don Valentín a todo correr, con los pábilos erizados, la gruesa caña al hombro y el sombrero bamboleándosele en la cabeza. Acometió valeroso al primer grupo, y no pudo desenredarle; acometió al segundo, y lo mismo; buscó de varios modos el cabo de aquella enmarañada madeja, y no dio con él. Al último, subiose a la altura donde había predicado el alcalde, y desde allí gritó:

-¡Nacionales!..., digo ¡convecinos!... ¡Es una mala vergüenza que mientras el perjuro amenaza vuestros hogares, malgastéis las fuerzas que la patria y la libertad os reclaman, en destrozaros como bestias enfurecidas!... ¡Convecinos!..., basta de saña inútil..., de valor estéril... ¡Guardadlo en vuestros corazones para el enemigo común!... ¡Daos el fraternal abrazo..., y seguidme después!... ¡Yo os llevaré a la victoria!... ¡Yo os devolveré a vuestros hogares, coronados de laurel!... ¡Os lo aseguro yo!... ¡Yo, que vencí en Luchana!

Mientras así hablaba don Valentín, llegó por el extremo opuesto don Pedro Mortera buscando a su hijo.

-¡Pablo! -gritó con voz de trueno, cuando estuvo junto a él- ¡Qué haces!

Y Pablo, como movido por un resorte, incorporose de un brinco al oír la voz que le llamaba, y dócil acudió a ella; pero sin perder de vista a Chiscón, que, al librarse del suplicio en que le había tenido como clavado el valiente joven, se alzaba a duras penas, derrengado y maltrecho, con la faz cárdena y monstruosa. Sentía el vencimiento como una afrenta, y más pensaba en meterse donde no le viera nadie, que en buscar un desquite en buena ley; en buena ley, porque es de advertir que el coloso de Rinconeda no era traidor ni capaz de una villanía, aunque, por efecto de su rudeza, no se ahogara con escrúpulos de otro género; era, en suma, de los que querían, llegado el caso.


«Jugar en injusto juego:
pero jugar lealmente».

No creyó don Pedro Mortera cumplido su deber con tener a Pablo apaciguado y junto a sí: quiso también pronunciar el quos ego de su respetabilidad indiscutible sobre aquel mar embravecido. Pronunciole más de una vez, pero no adelantó nada. Este fracaso amilanó a los angustiados espectadores; y más se amilanaron cuando vieron tan desobedecido como don Pedro, al señor cura, que llegó inmediatamente.

-¡Esto es obra del mismo demonio! -dijo entonces una voz desconsolada.

¡Del mismo demonio!... No necesitaron oír más cuatro sujetos de los desocupados, para ponerse de acuerdo en un instante y echar a correr hacia la casuca de la Rámila.

En tanto, don Pedro Mortera, que acababa de ver a Nisco, se dirigía a él llamándole a la paz; a lo que el mozo respondió con una sonrisa, después de pegar un bofetón a su contrario. Volvía otra vez la cara hacia éste, cuando una piedra le hirió en la frente y le tendió de espaldas, sin decir Jesús. No se supo cuál fue primero, si la pedrada, la caída del herido, no en el suelo, sino en los brazos de Catalina, o el lanzar ésta un grito como si la hubieran atravesado el corazón de una puñalada.

Vio que la sangre fluía en abundancia de la herida, y pensó volverse loca.

-¡Muérame yo! -gritaba, haciendo trizas su delantal y su pañuelo para cerrar aquella brecha por donde creía ver escaparse la existencia del valiente mozo- ¡Mate Dios cien veces al traidor que te ha herido!... ¡Mate otras tantas al bruto que amañó esta guerra; pero que no te mate a ti, que vales el mundo entero!... ¡Virgen María de los Dolores! ¡La mejor vela te ofrezco con la promesa de no bailar más en mi vida, si la de él conservas, aunque yo jamás la goce!

Uníase a estos gritos el vocear del contrario de Nisco, negando toda participación en la felonía; chispeaban los ojos de Pablo buscando entre la muchedumbre algo que delatara al delincuente; ordenaba don Pedro lo más acertado para bien del herido; acudían gentes aterradas a su lado; y mientras esto acontecía y se buscaba a Juanguirle entre los combatientes, las tintas de los celajes iban enfriándose; desleíanse los nubarrones, cual si sobre ellos anduvieran manos gigantescas con esfuminos colosales; una cortina gris, húmeda y deshilada, como trapo sucio, se corrió sobre los picos más altos del horizonte; brilló debajo de ella la luz sulfúrea del relámpago, y comenzaron a caer lentas, grandes y acompasadas gotas de lluvia, que levantaban polvo y sonaban en él como si fueran de plomo derretido.




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- XXIV -

Deus ex machina


Corrían, corrían los cuatro sujetos hacia casa de la bruja, y en un periquete llegaron allá. Sin detenerse a llamar a la puerta, abriéronla de un empellón, y vieron a la Rámila acurrucada junto al llar de la cocina, soplando unos carbones a los cuales estaba arrimando un pucherete cubierto con un casco de teja.

-¡Allí tiene el unto! -pensaron los cuatro, al reparar en el puchero.

La vieja se volvió hacia ellos y se estremeció. Ni aun en son de paz entraba allí nadie que no le armara guerra. ¡Qué intenciones no llevarían aquellos hombres que atropellaban su casa en ademán airado!

-¡La gente se está matando! -dijo uno sin acercarse mucho a la Rámila, porque su miedo supersticioso podía más que el mal intento que le conducía.

-¿Qué gente? -preguntó la vieja temblando.

-La de Cumbrales.

-¿En dónde?

-En el Campo de la Iglesia.

-¿Por qué?

-Porque vinieron los de Rinconeda, acometieron, y se respondió como era debido.

-¿Y por qué no vais a separarlos?

-Allá estuvimos, pero no podemos.

-¡Muy en su punto traéis la ropa para haber hecho cosa mayor! ¿Y la Josticia?

-Panza arriba lo más de ella, y el alcalde en mucho apuro.

-¿Por qué no se hace respetar?

-Porque primero es lo otro: pa eso es de Cumbrales.

-Y vusotros, ¿de dónde sois entonces?

-¿Por qué es la pregunta?

-Porque debierais estar ayudando a los vuestros, y no escondidos como liebres en este ujero.

-Se ha convenido allá, en vista de que ni la Josticia ni el señor cura ni don Valentín ni don Pedro Mortera pueden con aquello, en que andan en el ajo manos que no son vistas de ojos corporales... Y a eso venimos.

-¿A qué?

-A que vaya a deshacerlo el mesmo demonio que lo amañó.

La pobre anciana, que había cobrado algunas fuerzas de espíritu en el recelo que mostraban los cuatro invasores, que permanecían agrupados cerca del que con forzada valentía llevaba la voz, desalentose mucho al oír la última respuesta de éste y al notar cierta resolución en la actitud de los otros tres. Intentó, sin embargo, sacar el posible partido del miedo que inspiraba su mala fama, y preguntó al hombre que hablaba, con sus remedos de hechicera de teatro:

-Y ¿quién es ese demonio?

-Usté lo es.

-¿Yo?... Pedazo de bruto, si yo fuera el demonio, ¿no estuvierais ya asados los cuatro, en pena del mal querer que aquí vos trae?

Miráronse los hombres nada seguros de estar en lo cierto, y hasta recelosos de que aquel supuesto demonio, si le apuraban mucho, hiciera lo que hasta entonces no había hecho, sabe Dios por qué consideración. Uno de ellos, acaso el más bruto, se aventuró a decir:

-No alcanza tanto el poder de usté, aunque mucho sea para hacer mal.

-Pues entonces, almas de Dios, ¿a qué venís aquí?

-A que vaya usté a deshacer aquello.

-¿Cómo he de deshacerlo?

-Con el conjuro que mejor le cuadre.

-¡Jesús me valga! -clamó entonces la pobre vieja- ¿Por qué me habrá nacido a mí esta fama tan negra y desdichada?

Probó la exclamación que la Rámila perdía terreno; envalentonáronse los otros al notarlo; acercáronse más a ella, y gritó uno en tono amenazante y descompuesto:

-¡Pronto, que pa luego es tarde!

-¡Pero, hijo, si yo no puedo hacer lo que queréis!

-¡Por buenas o por malas!

-¡Que soy una pobre mujer sin ventura, que nunca mal le hice a nadie!

-¡Echarla mano!

-¡Por los clavos de Jesús!...

-¡Llevémosla arrastrando, si por sus pies no va!

-¡Miraime de rodillas pidiéndovos misericordia!

Cuando decía esto la infeliz, ya tenía encima las manazas de dos hombres que tiraban de ella y se disponían a arrastrarla.

-No hay remedio -pensó entonces entre angustias mortales: -o arrastrada aquí si me resisto, o arrastrada allá si voy y aquello no se calma... ¡La muerte de todas maneras!

El apego a la miserable vida la inspiró un recurso.

-Dejaime un instante, que yo pueda hablar, -dijo a los dos verdugos.

Aflojaron éstos los dedazos, y habló así la Rámila, sentada en el suelo, con los mechones grises sobre la faz amarillenta y afilada, y el mísero jubón desabrochado y roto, obra todo de aquellos bárbaros:

-¿Creéis de veras que yo soy bruja?

-Como nos hemos de morir, -la contestaron.

-¿Y estáis seguros de que mi poder basta para poner en paz a los que riñen en el Campo de la Iglesia?

-Como lo estamos de que usté fue quien armó esa guerra.

-¿Armela desde allá?

-No, desde aquí mesmo, porque de aquí no ha salido esta tarde, por las trazas.

Esa es la verdad, hijos míos. Dios me mate si de esta choza he salido desde que vine de misa esta mañana. Pues desde aquí tiene que ser el conjuro. Dejaime que le haga, y dirvos vusotros. Yo vos aseguro que cuando allá lleguéis, todo estará en paz.

-¡Pamemas por salvar el pellejo!

-¡Es que si no vos vais, aunque me quitéis aquí la vida aquello no acabará!

-¿Y si se nos engaña con la promesa?

Si vos engaño, almas de Dios, con volver acá y hacerme trizas, está la deuda finiquita. ¡A bien que naide vos ha de pedir cuentas de la fechuría!

Se miraron otra vez los cuatro, como en consulta, y entendiéronse con los ojos. Uno de ellos tomó la voz de los demás y habló así:

-Trato hecho: si al llegar al Campo de la Iglesia nusotros no está la gente en paz, llame usted a Pateta que la socorra, porque no le queda otro santo que la ampare contra la ira de todo el pueblo.

Dicho esto, salieron a buen paso. La lluvia, hasta entonces contenida, comenzaba a formalizarse; los achubascados celajes se extendían en todas direcciones, y el aire refrescaba. Sin levantarse del suelo, dio la Rámila gracias a Dios por haberla sacado con vida del primer trance, y discurrió el modo de conjurar el último y el más grave. Incorporose después; se aliñó lo mejor que pudo; se echó otro refajo sobre la cabeza, cubrió con ceniza la mortecina lumbre, y salió de la choza. ¿A dónde? Adonde hubiera un poco de caridad; a casa de don Pedro Mortera; a la del señor cura..., a esconderse donde no la delataran si, al llegar los cuatro forajidos al Campo de la Iglesia, la batalla no se concluía.

Trancado estaba la puerta por fuera, cuando la lluvia espesó de tal modo, que la anciana tuvo necesidad de volverse a la choza mientras aquello pasaba. Pero el aguacero continuaba espesando a toda prisa; y espesando, espesando sin cesar, acortábanse los horizontes; dejaron de verse todas las montañas; después todos los montes; después los cerros; después los confines de la vega; luego la vega misma; después la iglesia, y los árboles, y las casas..., y, en fin, todo menos la braña y los cercados más próximos a la choza. Cada hondonada era un lago; cada roderón un torrente. Mirando al cielo, parecía que de él bajaban líquidos cables, gruesos y apiñados; ensordecía el ruido de aquella inmensa cascada, y el agua que rebotaba al llegar al suelo la que vertían las nubes, era otra lluvia hacia arriba, contra la que no hay defensa fuera del techado. Pero hasta entonces llovía sereno y a plomo; gustaba ver aquellos chorros infinitos cayendo rápidos, sonoros e incesantes, como gusta y entretiene en el silencio de la noche la llama del hogar lamiendo las negras paredes de la chimenea.

De pronto hubo una virazón al Noroeste; rugió el vendaval arisco; llevose por delante el diluvio; azotó con él muros y terrenos; revolcó las copas de los bardales en las charcas de las callejas; tumbó cuanto el sur de la mañana había dejado vacilante y removido; la noche anticipó media hora su venida; y la Rámila, tranquila por entonces, cerró por dentro la puerta de su choza, volvió a atizar la lumbre y se acurrucó junto a la llama sin quitarse el refajo de encima de los hombros, porque empezaba a sentirse el primer frío del invierno.

Cuando los cuatro sujetos que la habían atormentado llegaron, echando los bofes y calados hasta los huesos, a dar vista al Campo de la Iglesia, ni huellas de lo ocurrido quedaban en él, el agua corría por todas las camberas, se desbordaba en los senderos profundos y saltaba y hervía en los llanos al impulso de la que seguía cayendo.

La gente se amontonaba en el portal de la taberna y en el de la iglesia, y toda ella era de Rinconeda: los hombres, desgreñados, rotos, sucios de fango y de verdín, con las caras borrosas, hinchadas, tintas en lodo y en sangre; las mujeres, en refajo, con las sayas vueltas sobre la cabeza. Unas y otros inmóviles, taciturnos y con los ojos fijos en las goteras del corral y el oído atento al rumor de la lluvia.

En el portal de Tablucas había gente de Cumbrales. Allí se metieron los cuatro sujetos de marras, y allí aprendieron que la pelea había cesado cuando el agua no cabía ya en canales; es decir, según se calculó en el acto, poco después que ellos salieron de la choza de la Rámila, justamente cuando ésta debió de acabar el prometido conjuro; conjuro que, sin duda, armó el temporal que estaba reinando, como se arman siempre que los demonios andan por la tierra desencadenados, ya por obra de hechicerías, ya por gracia del hisopo. Deshecha la maraña del Campo de la Iglesia, Resquemín tuvo el buen acuerdo de encerrar en la taberna a los hombres de Cumbrales que en ella se refugiaron, para separarlos de los de Rinconeda; otros corrieron a sus casas, y el resto de la gente se guareció en la de Tablucas por lo mezclarse con el enemigo que asubiaba en el portal de la iglesia.

-¡Y negaréis entoavía que esa mujer es el mesmo demonio! -exclamaba Tablucas, después de oír los relatos y las conjeturas de los cuatro sujetos- ¡Y no tendré yo razón para jurar que ella es quien me golpea la puerta y se planta en ese murio en fegura de perro!... ¡Y la dejestis con vida!... ¡Corcia, si soy yo que vusotros, allí finiquita hoy!... Y pue que vos pese por no haberlo hecho; que la que es mala por el gusto de serlo, ¿qué no será cuando la ofenden?

En éstas y otras tales, arreció el viento sin disminuir la lluvia; y como éstos son signos de durar la tormenta, y la noche se venía encima, los de Rinconeda, después de breve consulta, salieron de sus refugios y emprendieron la marcha hacia su lugar, entrando en las pozas por derecho y sin tratar de defenderse contra el diluvio que los empapaba y el viento que los embestía de frente, porque hubiera sido trabajo inútil, amén de embarazoso. ¿Cómo volvían escurridos, sucios, desaliñados, taciturnos y maltrechos, aquellos mozos que, horas antes, habían venido emperejilados, alegres, sueltos y provocativos! Acaso, mientras caminaban en fila, como ratas huyendo de la inundada alcantarilla, pensaban en que sus hogares podían ser asaltados por el torrente que bajaría ya de las laderas, y este pensamiento los espoleaba. ¡Justo castigo de sus malos deseos de la mañana, cuando el sur levantaba en vilo los tejados de Cumbrales! No iba Chiscón en aquella triste caravana, ni se le había visto en el pueblo desde mucho antes de acabarse la refriega.

Del Sevillano nadie supo dar noticias ciertas. Asegurose por la noche en la taberna de Resquemín, que había desaparecido del corro tan pronto como se armó la sarracina. Muchos temieron entonces los estragos de su navaja; pero nadie le vio entre los combatientes. Sin embargo, se afirmó, con el testimonio de Bodoques que le columbró desde lejos, que él fue quien, agazapado entre unos posarmos, detrás de la pared de un huerto, hirió a Nisco con la piedra arrojada desde allí; y aún juraba Bodoques, según el narrador, que el tiro no iba al hijo del alcalde, sino a Pablo, por el modo que tuvo el Sevillano de hacer la puntería. Verosímil pareció la hazaña en quien fue capaz de presentarse en Cumbrales al frente del enemigo invasor; y bien hizo aquella noche el traidorzuelo en no aportar por la taberna, porque toda su fama tremebunda no le hubiera librado de una mano de leña como para él solo.

Excusado es advertir que se hizo público allí el caso de la Rámila, el cual acabó de afirmar entre aquellas gentes su opinión de bruja rematada; y Dios sabe lo que hubiera sido, en caliente, de la infeliz, a no estar la noche tan fría y tempestuosa.

Sobre el estado de Nisco se contó mucho y muy contradictorio, desde darle por muerto hasta creerle ya sano y de pie. A última hora entró una vecina suya en busca de vino blanco para ponérselo, con aceite y romero, en paños sobre la herida. El bravo mozo había recobrado el conocimiento y estaba fuera de todo peligro.

Esta noticia fue la única fidedigna; y se la traslado al lector, con el mayor gusto, porque sé que en ella le ha de recibir muy señalado.




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- XXV -

Miel sobre hojuelas


El temporal siguió reinando hasta cerca de media noche. A esa hora se corrió el viento al Norte; cesó el agua, rasgáronse los nublados, fuéronse adelgazando por momentos; y cuando apareció el sol del nuevo día, desplegó el lujo de sus rayos en un cielo sereno, azul y limpio como el cristal de un espejo. Pero la brisa terral era fría y húmeda; los tejados de Cumbrales relucían; los hardales goteaban; las callejas eran charcos; las praderas brillaban como sartas de rica pedrería, y comenzaba a oírse por las barriadas del pueblo el clan, clen, de las herradas almadreñas de los transeúntes, entre los que apenas se veía uno sin negros cardenales o arañazos en la cara, muestras dolorosas de la refriega del día anterior.

A media mañana salió Pablo de su casa en dirección a la de Nisco, a cuyo lado había permanecido la noche antes con Catalina, que no se apartaba un punto de allí, hasta que el mozo se despejó y pudo conocerse la importancia de la herida.

Este suceso, desde el momento de su ocurrencia, así como el recuerdo de los que le habían precedido, traíanle caviloso e indignado por todo extremo; pero aún le mortificaba más la cola que trajo para él su intervención personal en la batalla.

No hubo modo de ocultárselo a don Juan de Prezanes; y no bien lo supo, fuese a casa de don Pedro Mortera, donde ya se hallaba éste con su hijo tranquilizando a su madre, a María y a Ana, que también estaba allí: las tres le contemplaban y le oían acongojadas y suspensas. La entrada del jurisconsulto fue airada y sombría, como celaje de tormenta. Increpó duramente al joven por haberse mezclado en un revoltijo tan indigno de un hombre de sus condiciones, y en ocasión tan reñida con calaveradas de semejante jaez. ¿Qué idea tenía de la seriedad del trance en que estaba empeñado con él, con Ana y con su propia familia? ¿Pensaba entrar con aquellos resabios de una fatal educación, por una tolerancia mal entendida, en el nuevo hogar, donde su hija debía ser reina y no mártir? Y así por el estilo.

Respondió Pablo como pudo y como lo sentía; replicó don Juan irreflexivo y cáustico; intervino don Pedro, herido por las intemperancias de su compadre, tras de apenado más que él por el suceso; enfureciose el otro... Y se armó la gorda. El resultado fue que don Juan de Prezanes salió, echando chispas, de casa de su compadre, llevándose a Ana consigo y quedándose los demás atribulados y mustios.

Así estaban las cosas cuando iba Pablo a casa de Nisco, maldiciendo la casualidad que le había hecho intervenir en la batalla, y prometiéndose, para en adelante, huir como de la peste de toda ocasión que pudiera acarrearle disgustos semejantes.

Y andando así, al revolver un recodo de la calleja, enfrente de la barriada en que vivía Juanguirle, se encontró tope a tope con el Sevillano. Toda la sangre del corazón sintió Pablo que le subía de un salto al cerebro cuando se vio tan cerca del traidor que, según se afirmaba ya por todos, había herido a Nisco y quizá provocado, con sus consejos a Chiscón, el conflicto del día antes. La ira le hervía en el pecho, y la indignación le impelía y le tentaba; pero el propósito que había formado le contuvo, y quiso seguir su camino sin darse por enterado del encuentro. Creíase el Sevillano, como todos los bravucones de su ralea, en el imprescindible deber de medir con los ojos, con aire de perdonavidas, a todo hombre que a su lado pasara, en paz y en gracia de Dios, se entiende. Con doble motivo debía de hacerlo con Pablo, a quien detestaba por su valentía del día antes y por otras razones más; y eso hizo en aquella ocasión el matasiete de Cumbrales en cuanto notó que el joven se inmutaba y volvía la cabeza por no verle, señales de timidez y apocamiento, a juicio del jandalete; por lo que, no contento con mirarle burlón y desdeñoso, se puso en jarras delante de él y le dijo contoneándose:

-¿Tenía osté algo que ecirme, camará?

Se necesitaba ser de hielo para que una actitud, una mirada y unas palabras como aquéllas, se quedaran sin respuesta. Pablo, temblando de pies a cabeza, no de miedo, sino de ira, pero con la voluntad refrenada, se detuvo también y respondió:

-En verdad que no es poco lo que te dijera, si de decir lo que siento tratáramos ahora.

-Po miate tú: yo me peresco por platicá con loj amigo. Conque venga de ahí, que pa ezo e la lengua e la boca.

-Callala tuya y aparta a un lado, que voy de prisa.

-En el moo e abrirze camino, ze conoze el temple e la prezona. Pero ya ze ve ¡como no tenemoj ahora quien nos guarde la eparda como teníamoj ayé, no gayeamo tanto!...

-Y tú ¿qué sabes lo que pasó ayer?... ¿Dónde estuvistes?

-Librando a Cumbrales de una banduyá, con no meter en zambra la jerramienta... ¡Ayí eztuve!

-¡Como las liebres, debajo de los posarmosi

-Carnará, ¿ezo e china tirá a la jeta?

-Esto es advertirte que te conviene menos que a mí alargar la plática. Conque déjala donde está, y sigue tu camino para que yo siga el mío.

-Y ¿quién te le cierra?

-Tú.

-¿Y pa cuándo e la voluntá e l'hombre?

-Para cuando se necesita, como yo la necesito ahora; no para pasar, sino para dejar de hacerlo. ¿Quieres más?

-¿No lo eztá viendo, nene?

-¿Buscas quimera?

-¡Zi de ezo vivo!

-Pues yo no la quiero.

Todas estas respuestas de Pablo las tomaba el Sevillano por encogimientos del espíritu; y en tal creencia, envalentonábase, y a una provocación añadía otra más irritante. Como llegó a alzar mucho la voz, los pocos transeúntes que asomaban por las callejas inmediatas deteníanse con la azada o el rozón al hombro, a ver y oír; y también salieron al portal o a la ventana gentes curiosas de las casas más próximas. Por fortuna para el Sevillano, todos estos testigos eran mujeres, viejos y muchachos, entre quienes el recuerdo de la víspera no había de producir un acto vengativo. Seguro de esto, complacíale la presencia de todos, porque iban a ser testigos de la humillación de Pablo y, por ende, de su bravura sin rival, puesto que Pablo había vencido el día antes al hombre más fuerte de la comarca. Redobló, pues, sus provocaciones, y llegó a decir a Pablo, cuadrándose delante de él:

-¡No ze paza po aquí!

-Por última vez te pido -respondió Pablo, verde y convulso-, que me dejes pasar.

A lo que respondió el Sevillano con burlona sonrisa y fuerte voz:

-Jindama ze llama ezo en la tierra e lo valientej 'onde yo juí el amo.

Pablo no apartaba un punto de su memoria la pasada desazón con su padrino, el disgusto y las reprimendas de su padre, sus compromisos, sus propósitos... Todo lo tenía presente y todo pesaba sobre su razón, hasta entonces dueña y soberana de él; pero aquella provocación, dispuesta sin duda por el mismo diablo, en el punto en que había llegado a ponerla el atrevido, era mucho más de lo que se podía sufrir con paciencia y delante de testigos. Cegole la indignación; crujieron sus puños y sus dientes apretados; olvidose de todo menos del miserable que le provocaba, y díjole, en una actitud que le hizo dar un salto atrás:

-¡Fuera de ahí!

El Sevillano no contaba seguramente con aquella rápida mutación que le causó tan descomunal efecto. ¡Quién sabe el partido que hubiera tomado entonces el valiente al hallarse a solas con Pablo! Pero el duelo era público, y había que sostener la fama de cualquier modo, por vil que fuera.

Al saltar hacia atrás, llevó las manos al ceñidor; y, sin perder de vista a Pablo, tiró de la navaja, la abrió rápidamente y se puso en actitud de defensa. Entonces fue Pablo quien retrocedió a su vez al brillo repulsivo de aquella arma innoble, que le hirió la vista como la luz de una centella. Al mismo tiempo lanzaron un grito las mujeres que presenciaban la escena. Eso buscaba el valentón: imponerse por el espanto.

En cuanto se vio dueño del terreno, parecía que con manos, ojos y boca deshacía y devoraba el mundo entero. ¡Qué ademanes! ¡Qué gestos! ¡Qué miradas!

-¡Aquí ze ven lo guapo, zeñó futraque! ¿Pa qué jue el ímpetu?... Otro arrempujonsiyo; y aunque zea poco a poco, ayégate acá..., ¿u quierej' un calezín pa vení ma repozao?

Así hablaba el jandalete, mientras Pablo luchaba entre el deseo que tenía de acogotarle, y el horror que le infundía el arma de los presidiarios.

-¡Arrójala, traidor! -dijo, sin apartar la vista de la navaja-.

-¡Po zi e un arfeñique, tonto! Ven a chumpale..., ¿u penzaba que te iba a valé conmigo la sancaiya, como con el otro de ayé?

Y Pablo, mordiéndose los nudillos de coraje, detestando a aquel hombre provocativo, y con fuerzas y valor para luchar con él, no se atrevía a acercársele, porque..., porque tenía miedo, así como suena; pero miedo a su navaja, cuyo aspecto le repugnaba como el de un bicho venenoso.

-¿Vienej'... o voy? -dijo el bravo dando un paso hacia Pablo. Éste dio otro también..., hacia atrás.

-¡Cobarde! -gritó, al notarlo, el Sevillano.

Aquella palabra penetró como un bisturí en todas las fibras del mozo..., pero no le hizo moverse del sitio que ocupaba. Un sudor frío le bañaba el rostro, y el corazón le aporreaba las paredes del pecho, como si protestara contra la cordura de la cabeza.

Los espectadores de la escena estaban aterrados y gritaban a Pablo que huyera, porque no era igual la lucha; con lo que iban subiendo de punto los atrevimientos del matón, que llegó a hablar así, dando otro paso hacia el ofuscado joven, el cual también dio otro..., hacia atrás:

-No quiero tu vida, que ya veo la mala calidá que tiene; pero te voy a pintá un muñeco en la jeta pa que le llevej' a la boa el día que te cazej', y tenga la moza argo güeno que mira en ti.

¿Han visto ustedes saltar un tigre?... Digo, ¡qué han de ver, ni Dios lo quiera pero lo habrán oído o lo habrán visto pintado! Pues como salta un tigre, rápido, fiero y gallardo sobre su presa, así saltó Pablo sobre el atrevido jaque tan pronto como le oyó mezclar en sus bravatas lo que él guardaba en el relicario de su pecho. Cañones que te hubieran puesto delante no habrían conseguido detenerle en su ímpetu sublime.

Al ver al uno en brazos del otro, y la navaja aparecer y desaparecer entre ambos, alborotose la gente espantada; acudieron nuevos curiosos de la vecindad, y entre ellos Juanguirle, que se abalanzó a los combatientes. Pero no era necesaria su ayuda.

En pocos momentos desarmó Pablo a su enemigo; le sopapeó; le revolcó en el fango; volvió a levantarle asido por las greñas; le dio dos puntapiés, y arrojó el arma vil a una poza, mientras el valiente, huyendo del alcalde que se empeñaba en prenderle, y de la rechifla del público, corría que se las pelaba, escupiendo -1882: reptil basura y chocleándole los zapatos llenos de agua sucia de la charca.

Pablo, salpicado de barro, desaliñado y convulso, dejose de comentarios ociosos, y fuese apresurado a casa de Juanguirle, deplorando que el suceso no hubiera ocurrido a siete estados debajo de tierra.

Nisco estaba mejor y ya sentado en la cama. Asombrose al ver a su amigo en tan desastroso aspecto; refirió éste el caso, y le abrazó el hijo de Juanguirle, lamentándose de no haberle ayudado, siquiera con la presencia, y de que hubiera salido vivo del empeño el traidor de la navaja. Preguntole si le había herido con ella.

-Nada absolutamente -respondió Pablo. -Ni un arañazo me ha costado pisotear la fama de ese bribón. Un dolorcillo siento hacia esta costilla del lado izquierdo; pero no es de golpe alguno, sino de un esfuerzo que hice al levantarle de la poza.

Después se lavó las manos y la cara; se arregló el vestido; volvió a sentarse a la cabecera de la cama, y mudó de conversación; hasta que entró Juanguirle, que se había quedado charlando con los vecinos.

Pablo, mientras oía al alcalde lamentarse de no haber preso al bribón cuando pudo y debió hacerlo, palpábase con la diestra el punto dolorido y se revolvía mucho en la silla.

-¿Qué tienes? -le preguntó Nisco. A lo que respondió el joven:

-Que me anda aquí algo tibio y pegajoso... nada; pero me causa una impresión muy desagradable.

Por consejo de Juanguirle, muy alarmado, se descubrió la parte donde Pablo sentía lo que tanto le molestaba. Las ropas estaban allí empapadas en sangre, y ésta continuaba fluyendo, aunque no en abundancia, de una herida en el costado. Nisco y su padre palidecieron.

-¡Y yo que dejé escapar a ese villano! -exclamó Juanguirle mesándose el pelo.

-¿Qué es lo que tengo? -preguntó Pablo.

-¡Una herida que hay que cuidar, hijo! -respondió el alcalde.

-¡Una herida!... ¿Cuándo me la hizo, si yo no sentí nada?

-¡Bueno estabas tú para sentir, aunque te hubieran abierto en canal!... ¡Y estamos sin médico hace cuatro meses! ¡Voto a briosbaco y balillo!...

-Ande usted -repuso Pablo sonriendo, más por disimulo que por ganas, -que como se curó Nisco me curaré yo. Lo que importa es que en mi casa no se sepa esto.

-No estoy, Pablo, -dijo Nisco, -porque esas cosas se oculten. Bueno es que, por de pronto, se ponga un reparo para que llegues a tu casa sin asustar a la gente con la vista de la sangre; pero después... Cierre la puerta, padre, y curémosle con lo mismo que el suyo me curó ayer a mí. Dicen que dijo don Pedro que el agua fresca es el mejor remedio para las heridas. Desnúdate, Pablo, de medio arriba.

-Es cierto -añadió Juanguirle, azorado y presuroso. -Desnúdate, hijo, en tanto voy yo por el agua y unos trapos.

Salió, cerrando la puerta por fuera, y descubrió Pablo su tronco, blanco como el alabastro, fornido y esbelto como el de un Apolo de Fidias.

-Tiéndete en la cama, -le dijo Nisco, arrimándose él a la pared.

Hízolo así Pablo; entró Juanguirle con una jofaina Heria de agua y media sábana vieja al hombro, y diose comienzo al lavatorio. La herida estaba sobre una costilla. No se metieron los improvisados cirujanos en otras investigaciones; pero vieron que tenía medio palmo de larga, y esto los asustó. Hecha esta primera operación, pusieron unos paños empapados en el mismo menjurje con que se curaba Nisco la descalabradura; sujetáronlos con una ancha venda; vistiose Pablo, y le dijo Juanguirle, que le quería de veras:

-Ahora, a casa, hijo mío; cuéntalo del mejor modo que te parezca; ¡pero cuéntalo, por el amor de Dios!, y llama a un médico en seguida, porque esos boquetes suelen tener la salida por donde menos se piensa... ¡Ah, como yo llegue a echar mano al traidor!... Y ¡voto al chápiro verde que he de echárselago no seré más alcalde de este pueblo!

Salió Pablo poco después, hallando en el portal, muy afligida, a la alcaldesa, que, por ciertos respetillos pudorosos, no había asistido a la cura; chanceose con ella para tranquilizarla, y se encaminó a su casa, pensando, más que en la herida, en el efecto que iba a producir en las dos familias la noticia del suceso, si es que no había llegado ya, en alas de la oficiosidad de ciertas gentes entrometidas.

¡Vaya si había llegado! Y salía ya don Pedro portalada afuera; y se asomaban al balcón madre e hija desoladas y sin color en el rostro; y acudía Ana con el alma en un hilo, y quedaba don Juan en su casa echando chispas por los pelos erizados y tempestades por la boca.

Nada dijo Pablo de la herida; pero refirió el encuentro tal como había sido.

-Esta es la verdad -añadió. -Yo no lo he buscado; ello se vino sólo..., o traído por Satanás. Sé que es llover sobre mojado; barrunto cómo estará mi padrino; conozco lo que a ustedes les aflige el caso por el color que tiene; pero no le pude evitar... Perdóname, Ana: otra vez me dejaré poner la mano en la cara, si te gusto más, bien abofeteado y huyendo, que mal vestido y triunfante.

-¡Pero dicen que te hirió con una navaja! -exclamó su madre palpándole desatinada todo el cuerpo.

-¿En dónde? -dijo Pablo con fingido asombro, pero cuidando mucho de que su madre no le tocara donde le dolía ya más de lo que él esperó- No hagan ustedes caso de charlatanes... ¡Y por el amor de Dios, no hablemos más de estas cosas!

-Y... ¿Ese hombre? -preguntole don Pedro, que hasta entonces no había desplegado los labios, aunque se los había mordido muchas veces.

Huyó corrido como una liebre -respondió Pablo-; y dudo que vuelva a vérsele por Cumbrales en mucho tiempo.

Ana, en tanto, descolorida y angustiada, no apartaba sus ojos del mancebo, cuyo aspecto le daba mucho que pensar.

-¡Tendrá que oír tu padre ahora! -la dijo Pablo.

-La verdad es -interrumpió don Pedro, que se pascaba cabizbajo y sombrío-, que se combinan de tal modo las cosas, que sin el genio irascible de Juan, hay para darse a Barrabás con ellas.

-¿Qué dijo al aprenderlo, Ana? -preguntó Pablo- Cuéntalo todo sin reparos, porque conviene saber a que atenerse.

-Poco, pero bueno -respondió Ana, esforzándose por echar a broma la cuestión. -Ya con la noticia sola de la agarrada, se había puesto que tocaba las vigas con la cabeza; pero al saber que había andado la navaja por medio, entendí que le daba algo. Entonces me dijo: «mírate bien, Ana; que por el camino de esas aventuras se va a presidio».

-Y tú ¿qué le respondiste?

-Yo..., corrí hacia acá, porque eso de la navaja me heló la sangre en las venas.

Acabose pronto esta conversación; llegó el mediodía, y Pablo comió muy poco. Después se encerró en su cuarto y se pasó la mayor parte de la tarde con la cabeza entre las manos y los codos sobre la mesa. La herida no sangraba ya; pero le dolía mucho. Al anochecer sintiose destemplado y sediento; ardíale la cabeza, y tuvo necesidad de acostarse. Su madre y su hermana habían entrado a verle varias veces; pero él había conseguido, si no tranquilizarlas, por lo menos convencerlas de que nada grave tenía. Don Pedro, que todo lo observaba, llamó a un criado y le dijo:

-Ensilla el caballo y prepárate tú para ir adonde yo te envíe.

En seguida se fue al cuarto de Pablo. Acababa éste de acostarse. Le pulsó, le tocó la frente... Y se nubló la suya.

-¡Tú estás herido, Pablo! -díjole angustiado, pero enérgico-: horas hace que lo estoy sospechando.

-Es cierto -respondió el mozo. -No me he atrevido a decirlo delante de las mujeres, por no alarmarlas.

-¿Y yo?... ¿Soy por ventura una de ellas? ¿No sabes, insensato, que en estas ocasiones no deben desperdiciarse ni los instantes?

Diole cuenta el enfermo de la precaución que se había torna do en casa de Juanguirle, y quiso don Pedro examinar la herida. Toda la fuerza de su voluntad, que era mucha, necesitó para no lanzar una exclamación de espanto al ver aquel ancho boquete con los bordes inflamados y sanguinolentos. Volvió a cubrirle como se lo permitió su aturdimiento; dejó a Pablo y voló al por tal, donde esperaba el criado con las espuelas calzadas y el caballo listo.

-¡A escape a la villa! -le dijo- Avisa al médico de casa, adviértele que se trata de una herida, para que traiga a prevención siquiera lo más indispensable; que monte en este mismo caballo, si no tiene otro más veloz, y que venga en el aire, porque el herido está muy grave.

Este recado le oyeron doña Teresa y María, que andaban con oídos de lince detrás de la verdad. Al descubrirla se espantaron, y corrieron hacia el dormitorio de Pablo. Don Pedro las detuvo.

-Pero ¿se morirá, Dios mío? -exclamaba la dolorida madre, mientras su hija lloraba amargamente.

-¡Silencio, por la Virgen! -les decía don Pedro por lo bajo- ¡Qué no os oiga; que nada conozca! Entrad allá, vedle, acompañadle; pero como si nada grave sucediera.

-¡Hijo de mi corazón!... Pero ¿crees que se halla en peligro de muerte?

-¡No lo permita Dios! -dijo don Pedro, descubriendo en lo trémulo de la voz y en las lágrimas que asomaban a sus ojos, el dardo que tenía clavado en el alma.

Luego entraron todos en el cuarto del enfermo, que yacía postrado, en el sopor de la fiebre.




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- XXVI -

De varios colores


¡Qué noche!... El tiempo pasaba; el médico no venía; Pablo continuaba agravándose, y nadie se atrevía allí a aventurar un remedio, porque el aspecto de la enfermedad ataba las manos indoctas, que bien podían dar veneno por triaca. Se entraba y se salía a cada instante, y se andaba de puntillas en la estancia a media luz; se aplicaba el oído a la agitada y seca respiración, y la palma de la mano a la ardorosa frente del enfermo; y cada acto de éstos producía una pregunta muda y anhelosa en los ojos contristados de los demás. Del cuarto de Pablo se iba a todas las puertas y ventanas que daban al corral; y por cada rendija se escuchaban los ruidos de afuera, hasta los más leves rumores..., el latir de algún perro, los golpes del pesado rodal, las esquilas de la yunta, las almadreñas del carretero, algún cantar lejano..., todo muy de tarde en tarde. Después, el silencio absoluto, impenetrable como la oscuridad que le envolvía... ¡Ni un sonido que se pareciera al de las herraduras del brioso caballo de don Pedro sobre los resbaladizos cantos de la calleja!

Nada se le había dicho a Ana de la alarmante gravedad en que se hallaba Pablo; pero hasta en las ondas del aire hay oficiosos correos para las malas noticias; y ésta no tardó en llegar a casa de don Juan de Prezanes.

Cenando estaban ya padre e hija; ésta triste y sobresaltada por los sucesos del día, y aquél sombrío, mudo y desazonado por la misma causa, pero vista con ojos bien distintos de los de Ana. Cayó entre ambos la noticia como la guadaña de la muerte; y, yertos y despavoridos, alzáronse al punto de la mesa; abrigáronse mal y de prisa, y volaron al lado del enfermo.

Se adivinan, sin que yo las describa, las impresiones de Ana junto a aquel lecho en que yacía Pablo medio aletargado por la calentura. Corríanle a la infeliz las lágrimas por las mejillas, y ahogaba los sollozos en su pecho y las palabras en su boca pero no pudo evitar que sus manos se posaran trémulas y codiciosas sobre la frente caldeada del enfermo.

-¡Se abrasa el desdichado! -tuvo que decir entonces, porque la pena y el sobresalto de que se vio acometida, la impusieron aquel desahogo.

Abrió los ojos Pablo al oír aquella voz, y dijo, queriendo sonreírse:

-Esto pasará pronto...

-¿Cómo te encuentras, hijo mío? -le preguntó su madre, anhelosa y acongojada, aprovechando el inesperado momento de lucidez para explorar el estado del enfermo.

-Bastante bien -respondió éste, volviendo a cerrar los ojos- El calor me incomoda mucho... ¡Más agua!

Sobre la mesita cercana al lecho había una botella, casi vacía ya, y una copa con agua. Ana se apoderó de ella rápidamente y la acerco a los labios ardientes de Pablo. Éste cogió con su mano, que abrasaba, la copa, y con la copa la mano de Ana; y así bebió, sorbo a sorbo, como si le refrescara, más que el agua que bebía, el contacto de aquella piel fina y rosada, misterioso centro en que a la sazón convergían los anhelos de dos almas y la esencia de dos vidas.

Mientras esto pasaba, don Juan de Prezanes (que ya se había quejado amargamente de que no se les hubiera dado antes la noticia) preguntaba a todos y a cada uno cómo había sido aquello; qué trámites había seguido la agravación; a qué hora se había ido a buscar al médico; por qué no venía ya... Y todo cuanto podía preguntarse y mucho más, espeluznado, nervioso, inquieto y descolorido. Pero cuando observó que Pablo hablaba, y tan pronto Ana volvió a poner la copa sobre la mesa, no pudo contenerse y avanzó hasta la cabecera del lecho. Pulso al enfermo; le palpó la frente; le arropó cuidadoso; le subió el embozo de las sábanas y volvió a bajársele; tornó a subírsele; quiso hablarle, y se contuvo; le arreglo la almohada, y otra vez las ropas; volvió al intento de preguntar algo... Y tampoco dijo nada. Iba y venía; escuchaba la respiración del enfermo y miraba a los circunstantes; y a todo esto le temblaban los labios y la barbilla, y los ojos se humedecían; sacaba el pañuelo del bolsillo; llevábale rápido a las narices; daba con ellas un trompetazo seco; volvía a guardarle..., en fin, marcaba.

Al último, estalló así:

-¡Pablo..., hijo mío!... Yo no sé si algo de lo que ayer te dije puede haber contribuido a la desazón en que te hallas. Si es así, ¡perdóname, por el amor de Dios!... Yo no podía presumir... No era fácil adivinar... Creía tener mis razones, estar en mi derecho; porque cabe muy bien que un viejo como yo, en determinados casos de la vida, reprenda a un mozo como tú, que se halla en salud cabal, como tú te hallabas cuando yo te reprendí..., quizá con mayor dureza que la debida, porque a la lengua más la mueve el temperamento que la voluntad. Pero aquello pasa..., pasó como pasan las tempestades; y ahora me asusta el temor de que el recuerdo de ello pueda afligirte la memoria en el estado en que te ves... Por supuesto, que no le doy importancia maldita, y creo que eso ha de desaparecer como un relámpago... ¡Pues no faltaba más!... Pero, aunque pasajero, te postra en la cama y te hace padecer... ¡Si supiera yo dónde hallar al infame que te hirió!... ¡Y ese médico que no llega!... ¡Y al bestia que fue a traerle no se te habrá ocurrido buscar otro a faltas de él!... Hay gentes que entienden algo de remedios caseros para estos lances perentorios. Aquí todos somos unos burros que no sabemos jota de ello. Nada se nos ocurre para aliviar a este infeliz que se abrasa, Dios sabe por qué... ¡Y esto es precisamente lo que hay que averiguar cuanto antes; y sólo puede averiguarlo un médico, y el médico no viene!... ¡Si estos bestias de Cumbrales no hubieran despedido al suyo hace cuatro meses!... Hombre, ¿no sería bueno mandar otro propio con el caballo del cura? No soy gran jinete, pero me atrevo a ir hasta el fin del mundo en busca de un médico ahora mismo.

Hablaba y hablaba sin cesar don Juan de Prezanes, al tenor de lo apuntado, mientras se paseaba inquieto y taciturno su compadre por delante de la puerta de la estancia, y permanecían las tres mujeres junto al lecho de Pablo, como otras tantas estatuas de la melancolía.

Notábase demasiado calor allí; lo advirtió el enfermo y se desalojó el cuarto, quedando en él solamente doña Teresa, sentada junto a los pies de la cama.

Pasó otra hora; y ya don Pedro había dado las órdenes para que se fuera en busca de otro médico, cuando se oyeron en el corral las herraduras del caballo que debía traer lo que con ansia mortal se esperaba...

Y lo traía el noble bruto sobre sus lomos empapados de sudor.

Digo que llegó el doctor, forrado, por cierto, de pies a cabeza en altas polainas, recio capote y descomunal bufanda.

Cómo fue recibido, no hay que contarlo, pues ya se sabe con qué ansiedad se le esperaba.

Siempre sucede lo mismo en idénticos casos; lo cual no nos impide, cuando estamos en cabal salud, poner a los médicos a bajar de un burro, por ignorantes y matasanos. Así somos, con la gracia de que en otros muchos lances de la vida, aún somos peores y más injustos y más ingratos. Pero vamos al asunto.

Tardó el médico, porque se hallaba ausente de la villa cuando fueron a buscarle. Llegado a su casa, le enteró de lo ocurrido el criado de don Pedro; después salió a encargar a un farmacéutico los medicamentos que juzgó necesarios, operación nada breve... Pero, en fin, ya estaba allí, aunque un poco retrasado, con un frasco en cada bolsillo y llena de emplastos la cartera. Aunque entradillo en años, era chancero y alegre; por lo que sus palabras (después de oír de pie, y mientras se despojaba de los pesados abrigos que llevaba encima, la relación hecha por don Pedro) fueron a modo de brisa que, si no barrió, adelgazó mucho los negros celajes que abrumaban el ánimo de aquellas buenas gentes.

Entró luego en el cuarto del enfermo, seguido de don Pedro Mortera y de don Juan de Prezanes. Salió doña Teresa; cerrose la puerta y comenzó el reconocimiento, que fue largo y escrupuloso.

La herida, por estar muy inflamados sus bordes, no pudo examinarse como el doctor quería; pero era indudable, por lo que estaba al alcance de la sonda y lo que respondía el enfermo, que no era profunda, sino a lo largo de la costilla sobre la cual estaba.

Hízose la cura como debía de hacerse; se le dio a Pablo una bebida al caso; se recomendó el silencio y el desahogo en la estancia, y volvieron a salir de ella los hombres. Las tres mujeres los esperaban en el carrejo, con la ansiedad que es de suponerse. El médico habló así entonces, sin cuidarse maldita la cosa de ajar la voz:

-Es más el ruido que las nueces. La calentura, que es muy alta, tendría gran importancia si la herida fuera penetrante; pero felizmente no lo es, y de ello he de convencerme más tan pronto como disminuya la inflamación a beneficio de lo dispuesto ahora. Pablo es nervioso y vehemente; han pasado muchas horas perdidas desde que fue herido; precedió al lance una escena violenta, según me han dicho, y parece ser que vino tras otra por el estilo ocurrida ayer. Todo esto contribuye, indudablemente, a poner a Pablo en el estado de exacerbación en que se halla; estado que no juzgo grave, ni mucho menos, aunque a los ojos profanos lo aparenta... Conque a cenar, si no lo han hecho ustedes ya; a la cama después los que no velen, y a dormir sin penas ni cuidados; que, o yo me engaño mucho, o esto ha de ser obra de pocos días.

¡Bendita boca! ¡Bendita ciencia que por ella habló! ¡Benditas palabras que rompieron en un instante las férreas y candentes ligaduras que oprimían y abrasaban tantos corazones henchidos de amor al valiente mozo!

Una hora antes habían llegado Juanguirle, el padre de Catalina y media docena más de vecinos de las inmediaciones, a saber noticias del enfermo, de cuyo estado gravísimo comenzaba a hablarse en el pueblo, y a ofrecerse a todo cuanto ellos pudieran hacer en servicio y descanso de la casa. Todos estaban en la cocina aguardando el resultado de la visita del médico, y a todos les dio cuenta don Pedro Mortera, muy regocijado, del fallo del doctor.

Éste consistió en quedarse allí aquella noche; y era muy corrida ya la mitad de ella, cuando Ana y su padre, después de haber visto que Pablo dormía con relativo sosiego, se retiraron a su casa.

A la mañana siguiente la calentura había cedido mucho; tenía poca sed el enfermo, y la herida presentaba mejor aspecto; con lo que el médico, confirmándose en su primer dictamen, se volvió a la villa.

No entra en mis propósitos, ni vendría muy al caso, escribir la historia detallada de la enfermedad de Pablo. Lo que importa conocer aquí es el resultado de ella, y a este propósito, digo que tres días después de lo narrado, el enfermo estaba completamente limpio de calentura, y su herida, nueva y cómodamente examinada por el doctor, en las mejores condiciones apetecibles.

Como ya se le permitía hablar, Nisco, que había saltado de la cama en cuanto supo lo que a su amigo le ocurría (aunque, por acuerdo de Juanguirle, lo ignoró hasta que hubo pasado lo más grave), le acompañaba algunos ratos.

No era ya el mozo aparatoso y remilgado de antes. Presentábase en la nueva etapa de su vida, sencillo, modesto y bondadoso. ¡Cuánto había ganado en el cambio! Atribuíase éste en casa de don Pedro Mortera al reciente percance que aún le tenía con la frente vendada, y a su pena por lo acontecido a Pablo; pero yo sé que el descalabro que principalmente había dado origen a tan notable transformación, era bien diferente del que le produjo la pedrada del Sevillano. El resto fue obra de la abnegación de Catalina, ejemplo admirable que acabó de abrir los ojos al iluso.

Estando una tarde sentado a la cabecera de la cama de Pablo, llegó Chiscón al portal, hallándose en él don Pedro Mortera. Descubriose con respeto el hercúleo mozo, y habló así al caballero, que le miraba con repugnancia:

-Tiénenme por amigo del hombre que ha puesto a Pablo en peligro de muerte. Nunca lo fui, señor don Pedro, aunque dejé que me lo llamara y que a mi lado se le viera muchas veces. De saber acabo la maldad del alevoso; habrá quien piense que consejos míos le movieron la mano traidora, como a mí los suyos me acabaron de mover la voluntad a preparar la guerra del domingo... Y aquí vengo, señor, a lavarme, con la verdad, de la mancha de esa duda. Yo no soy santo; la ira me tienta muy a menudo; y, por verme fuerte, gústame que valga la mía más de lo que debiera gustarme; pero guerreo en buena ley, cara a cara y con armas iguales. A Pablo busqué así; pudo más la su maña que la mi fuerza, y venciome... Usted lo vio. Doliome la afrenta, es verdad; pero juzguela castigo por mano de un valiente; y de allí no pasaron mis rencores, aunque la pena fue grande. Sin ser visto de nadie, volvime a mi casa... ¡Por el Santo nombre de Dios, juro que, desde mucho antes de enredarme con Pablo aquella tarde, no he vuelto a ver al traidor que al otro día le dio la puñalada!

Cayó mucho hacia la benevolencia la antipatía con que miraba don Pedro a Chiscón, cuando éste acabó su apasionado razonamiento; y díjole el grave señor, pero sin dureza:

-Nadie ha sospechado aquí semejante cosa: puedes estar tranquilo.

-De justicia son, señor don Pedro; pero con no ser más que de justicia, estimo mucho esas palabras. Y ahora -añadió el mocetón, manoseando el sombrero-, si en ello no ofendiera...

Y aquí se paró; pero don Pedro, leyéndole el pensamiento, noblote y generoso, al través de aquella rudeza medio salvaje, díjole, señalando hacia la puerta del estragal:

-Sube a ver a Pablo si quieres.

-Ese favor iba a pedir, señor don Pedro, -respondió Chiscón agradecido.

Un momento después crujían las tablas de los peldaños, holladas por los herrados zapatones del gigante.

Llamó arriba con un deogracias que retumbó en toda la casa; salió doña Teresa; y después de oír al mocetón, le condujo a la estancia de Pablo.

Por entrar, habló en términos parecidos a los que empleó delante de don Pedro Mortera. Pablo, por toda respuesta, desde la cama en que estaba sentado le alargó su mano pálida, fina y un tanto descarnada; mano que desapareció al punto entre las dos de Chiscón, enormes, atezadas, callosas y peludas.

-Dicen -añadió el de Rinconeda un poco conmovido-, que anda oculto por temor a la justicia. ¡Que Dios le libre de caer en la de mis manos!

Después soltó la de Pablo y tendió una de las suyas a Nisco, diciéndole:

-La misma culpa que en la herida de Pablo, tengo en la pedrada que te alcanzó a ti, obra de un mismo traidor. Por lo demás, si prenda tuya quise tomar, fue porque abandonada la vi. Confieso que el no me sacó de quicios; pero no todo lo que después vino fue sólo intento mío, que lances y consejos lo fueron arreglando así. A lo tuyo te has vuelto ahora, y has hecho bien, que la prenda lo vale y la merecías más que yo.

También Nisco le alargó la diestra, en señal de amistad sin resentimientos. Después se enteró Chiscón muy ¿ti pormenor del estado de Pablo, y celebró cordialmente la mejoría. Luego se despidió cortés, a su manera, y salió del cuarto, carrejo adelante, dejando aquí un pastel de arcilla blanda, y allá un chinarro, de lo agarrado en las callejas por sus zapatones, y haciendo temblar los sucios en cada zancada.

En tanto, había llegado Juanguirle muy apurado, y estaba con don Pedro Mortera en el cuarto del portal. Tratábase de un oficio del alcalde de Praducos al alcalde de Cumbrales, recibido por éste en aquel momento.

-Ya usted lo ve -decía Juanguirle-: esas gentes se han desbandado, por estar muy perseguidas, y andan en pandillas cortas, de merodeo por acá y por allá. Han entrado en Praducos y en Sopando... Y en Coloños, que está a dos pasos de este pueblo. Verdad que ha sido entrada por salida, a lo que parece, y que se han conformado con unas cuantas raciones. De todas suertes, ¿qué le parece a usted, señor don Pedro, que hagamos en Cumbrales, en virtud de este aviso que me dan?

-Hablar poco de ello y tener mucho juicio -respondió don Pedro-; y sobre todo, cuidar de que nada sepa don Valentín, que puede hacer una majadería que nos cueste muy cara a todos.

-Eso mismo creo yo..., porque, señor, una aldea abierta, de poco vecindario, sin otra arma que el sable de ese loco...

-Y tan loco será como él quien llegue a escucharle con paciencia; y mucho más loco, quien se pare a considerar lo que podrá creerse de los que no le hagan caso.

-¿Quiere decirse que este oficio..., como si hubiera caído en un pozo?

-No tanto, porque debe servirte el aviso para estar alerta y prevenido, a fin de evitar al pueblo cuantas vejaciones puedan evitarse, si tenemos la mala suerte de recibir esta visita.

-Pues alerta está, señor don Pedro; y Dios sobre todo.

-Ésa es la fija... ¡Y cuidado con don Valentín!




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- XXVII -

Genio y figura...


La rápida y feliz convalecencia de Pablo volvió a normalizar la vida en ambas casas; con lo que reaparecieron en el salón de don Pedro Mortera los rollos de holandas y los paquetes de batistas que días antes anduvieron por allí entre manos de Ana, de María y de doña Teresa; preparativos de boda y mínima parte de lo que se había encargado con igual destino a las modistas y costureras de la ciudad.

Había, pues, tertulia constante en casa de don Pedro, a la que no faltaban Pablo, muy animoso aunque algo dolorido y débil todavía; su cuñadito en ciernes, por las tardes, y don Juan de Prezanes cuando menos se le esperaba. Ya para entonces y desde antes de los trágicos sucesos referidos, las familias de don Pedro Mortera y de don Rodrigo Calderetas se habían hecho sendas visitas; por lo que también se vio más de tres veces al caballero de la villa, con su señora y su otro vástago (una jovenzuela pálida y muy peripuesta, que se llamaba Niquis, contracción elegante del vulgar Nicasio que le arrimó en la pila su padrino, un pañero acaudalado, pero de poco gusto), en la apacible reunión aquella.

Antes la enfriaban que la divertían los ceremoniosos continentes de estos tres personajes; pero eran sus visitas actos de cortesía, y había que agradecerlas. En cambio-, cuando se hallaban solos los de Cumbrales y el novio de la villa, que era suelto y ocurrente, se cobraban con usura los ratos tan mal empleados; porque hasta el mismo don Juan de Prezanes andaba hecho unas castañuelas, y solamente en cinco o seis ocasiones se había ido del seguro con su compadre por cosas de poco más o menos.

En fin, que todo era paz y alegría entre aquellas gentes, y hasta se habían fijado las bodas para el día en que Pablo se viera completamente restablecido (restablecimiento que ya daba el convaleciente por alcanzado), cuando olió don Valentín lo de allende los montes, por más empeño que puso Juanguirle en que ignorara lo que de oficio le había dicho su colega de Praducos. Pero ¿dónde se movería el perjuro que no lo advirtiera el oído sutil del veterano de Luchana, que sólo vivía para odiarle y para combatirle?

No bien averiguó lo de Coloños, voló a casa de Juanguirle. Le preguntó, le increpó y hasta le excomulgó; pero sólo burlas y malas razones pudo obtener del alcalde de Cumbrales. Entonces corrió a la villa, y asaltó el despacho de don Rodrigo Calderetas.

-Ahora -le dijo sin preámbulos ociosos-, todos ustedes son unos; don Pedro Mortera no podrá negarse a tomar en cuenta las indicaciones patrióticas que usted le haga, ni usted a dejar de hacérselas en vista de la gravedad de los sucesos que tenemos encima.

-Cierto es -dijo el caballero-, que ustedes y nosotros estamos amenazados de una invasión a la hora menos pensada; pero es también un hecho que las fuerzas se han subdividido...

-Tanto mejor para vencerlas, señor don Rodrigo.

-No hay necesidad, don Valentín, de tomarlo tan por lo serio, puesto que siendo grupos insignificantes los que merodean por ahí, no son de temer extorsiones de gravedad, Piden unas cuantas raciones, se les dan... Y se van tan contentos. Esto es mucho mas sencillo y conveniente que una resistencia armada que puede costar perturbaciones y sangre. Ya ve usted cuántos más elementos hay aquí que en Cumbrales para resistir, y cuánta mayor responsabilidad adquirimos ante la historia nosotros que ustedes, y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido aquí apelar a medidas extremas que...

-Yo, señor don Rodrigo -expuso don Valentín, comprimiendo la ira que ardía en su pecho-, no tengo nada que ver con lo que en esta villa se haga en el caso de que se trata. Impórtame sólo la honra del pueblo en que nací, y ésa es la que quiero salvar..., porque debo salvarla. Don Pedro Mortera es el único hombre que en Cumbrales puede llevar a buen término mis propósitos; usted puede hoy mover el ánimo de mi convecino, y al mismo tiempo hacer que don Juan de Prezanes acabe de ponerse a mi lado, porque lo uno ha de venir como consecuencia de lo otro. Del pie que cojea el don Pedro, no lo ignora usted, y aquí mismo hemos hablado de ello los dos, no hace mucho tiempo, con leal franqueza...

-Se hablan muchas cosas, señor don Valentín, con sobrada ligereza, aunque la lealtad mueva los labios y esté el corazón henchido de los más hidalgos sentimientos. Verdad que hablamos algo de lo que usted dice; verdad que apoyé entonces, hasta cierto punto, las nobles miras de usted; cierto que se las recomendé, digámoslo así, al señor don Juan de Prezanes..., pero hay circunstancias en la vida... Y no siempre los informes son exactos; la lealtad se engaña muchas veces, y los caballeros, como yo, estamos expuestos a padecer alucinaciones...

-Es decir, que don Pedro Mortera, para usted, es hoy muy distinto de lo que fue ayer... En plata, que ya es liberal y trigo limpio.

-Quizá, quizá, señor don Valentín.

-¡Cómo había de resultar otra cosa! -exclamó el héroe, con la sonrisa más burlona que puede imaginarse, y un brío impropio de sus muchos años- ¡Cómo había de salir cosa mala un consuegro ricachón!

-¡Señor Gutiérrez!

-¡De la Pernía, señor de Calderetas! -corrigió don Valentín, alzándose sobre las enjutas piernas-. Y entienda usted que para cantar ahora esos laudes, no había para qué entonar el otro día tantos vituperios... Fortuna que sé yo demasiado a qué atenerme.

Y con esto salió don Valentín de casa de don Rodrigo Calderetas, sin tomarse el trabajo de despedirse de él.

Husmeando en la villa luego, fue llenando de pormenores el saco de sus noticias; y tan atacado le puso y tal se convenció de que el, peligro no daba ya instante de espera, que se vio a punto de que le faltara el resuello a medio camino de su casa.

¡En qué estado llegó! Jadeante, amarillo y desencajado; con el sombrero en el cogote, el bastón al hombro, los ojos encandilados y los pábilos con espuma. Era media tarde, no había comido aún, y se negó a probar las sobras de la comida de su hijo, que Sidora le había guardado. Se encerró en su cuarto, arrojó el sombrero y el bastón sobre la cama, y se sentó a descansar en una silla vieja. No había otra mejor allí.

A los pies de la cama había una percha de castaño negro y apolillado ya; sobre la percha, un guardapolvo muy ancho, y sobre el guardapolvo, entre dos viejas sombrereras de cartón, una caja de pino, más alta que ancha, con tapadera sujeta con un cordel. En aquella caja clavó la vista don Valentín en cuanto se sentó a descansar, y de aquella caja se apoderó, empinándose sobre la silla, tan pronto como no le fue necesaria para reposo de su cuerpo fatigado.

Desatado el cordel y alzada la tapadera, sacó a pulso el héroe un morrión descomunal, envuelto en Gacetas arranciadas. El morrión era de herrada, más ancho de arriba que de abajo, de felpa algo raída y marchita de color, y con grandes chapas y carrilleras de metal. Después de colocar con mucho mimo sobre la cama el morrión, don Valentín abrió un cofre que había en otro rincón de la estancia. En aquel cofre estaba el resto del uniforme: una casaca azul de faldones muy largos y talle muy corto, vueltas amarillas (el veterano había servido en fusileros) y acribillada de botones en las picudas solapas; un pantalón de dril blanco; dos charreteras con flecos de cordoncillo de plata, ennegrecidos, mohosos y de un palmo de largos; un sable envainado, con su correspondiente tahalí, y un pompón, amarillo también, como de media vara de alto, envuelto en dos bulas de la Cruzada.

Todo lo fue colocando en el orden debido sobre la cama, y para cada pieza tuvo un requiebro de amor y de entusiasmo su boca balbuciente. ¡Cuántos años hacía que su cuerpo no se envolvía en aquellos arreos marciales! ¡Quién le diría a él que aquellas reliquias del tiempo de sus glorias habían de volver a salir a la luz del sol, precisamente para ahuyentar al «monstruo de la tiranía», a quien él mismo había enterrado en Vergara!

En fin, que se quitó el casaquín y los calzones, y se encasquetó el uniforme sobre la escasa ropa que le quedaba encima del rugoso pellejo. Pero ¡cuánta sobra veía por todas partes! ¡Cómo se le hundía el chacó y le hacían alforjas la casaca y los pantalones! Todo había mermado en el héroe; todo menos el corazón, que le tenía tan grande y tan lleno de amor a la causa de la libertad, como en los albores de su juventud.

-No hay remedio -discurría mientras atacaba de papeles la badana interior del morrión, añadía la ropa vieja al pelo de la casaca y colgaba las prendas de la paz en la percha de castaño-: me declaro a mí mismo en estado de guerra, y publico yo solo y para mí solo la ley marcial... Haré el último esfuerzo para adquirir auxiliares; y si no los hallo, yo seré general, y ejército y hasta plaza fuerte; y después... ¡A vencer o morir!... ¿De qué lado vendrá el enemigo? No lo sé. ¿Qué fuerza será la suya? No debe importarme. Sé que anda cerca y que puede estar aquí a la hora menos pensada; y esto me traza la senda. A ello me atengo, porque ese es mi deber. Sabré cumplirle.

Iba anocheciendo ya. Sidora había salido de casa, y don Baldomero no había vuelto a ella. Apareció don Valentín en la sala armado de pies a cabeza. Se cuadró delante del retrato de Espartero; desenvainó el sable; presentole como cuando pasa el rey; después saludó marcialmente, describiendo en el aire una ancha curva con la bruñida hoja; giró hacia la derecha sobre sus talones; envainó..., y fuese.

Media hora después aparecía en el despacho de don Pedro Mortera, el cual personaje se creyó bajo el imperio de una pesadilla al contemplar la extraña catadura del que se puso delante.

Don Valentín habló así, temblando de emoción y de fatiga:

-Mi ansiedad y este equipo en que vengo, le dicen a usted, señor don Pedro, que no hay tiempo que perder y que es llegada la hora de hacer un esfuerzo, si ha de hacerse. El enemigo puede venir, vendrá, de un momento a otro, y no hay que contar con que la autoridad de Cumbrales se aperciba a la defensa... A usted acudo, por última vez, a pedirle una parte, por mínima que sea, de su legítimo influjo sobre estas gentes pacíficas, para que me ayuden en la empresa que estoy resuelto a acometer. Con ese auxilio, y con el que obtendré seguramente del señor don Juan de Prezanes...

-¡El auxilio de don Juan de Prezanes! -exclamó don Pedro Mortera mirando con asombro a don Valentín- ¿En qué se funda usted para creer que lo obtendrá?

-En que no se resistió a concedérmele cuando otra vez se le pedí.

-Mentira.

-¡Señor don Pedro!... ¡Yo no miento nunca!

-Pues vaya usted a pedírsele, y déjeme en paz.

-Sí, señor, que iré... Y me le concederá, por lo mismo que usted me le niega. Cuento con él, porque me le ha ofrecido y es caballero... Y muy liberal.

-Pues será tan mentecato como usted si le ha oído con paciencia; y loco rematado si le aplaude.

-¡Ira de Dios! Si eso es ser loco ¿dónde está la cordura?

-En quien, teniendo atribuciones para ello, se apoderara de usted ahora y le encerrara en una jaula, antes de que con sus majaderías produzca una ociosa alarma en el pueblo.

-Ésa es la justicia de los tiranos: amarrado el mastín, y suelto el lobo entre las ovejas.

-Todo lo que usted quiera, con tal que me deje en paz inmediatamente.

-Eso es echarme de casa.

-Figúrese usted que sí, y buenas noches.

-¡Yo no hago eso con nadie, señor don Pedro!

-Yo con todos los que vengan a molestarme con locuras como la de usted.

El pobre don Valentín ya no supo qué replicar a esto, porque no se le ocurrían sino improperios, y no se atrevía a soltarlos, ni estaba su boca balbuciente ni su pecho jadeante para meterse en recias disputas. Conformose con apretar los puños y mirar fiero y torcido a don Pedro Mortera, y se largó, poniéndole entre mandíbulas (pues ya se ha dicho que ni raigones tenía en ellas) de tirano, servilón y mal patriota, que no había por dónde cogerle.

¿Quién sabe lo que anduvo después, de puerta en puerta, predicando aquí, amenazando allá: al uno, porque era joven y debía toda su sangre a la patria; al otro, porque tenía hijos a quienes dar ejemplo de independencia y valor; a éste, porque estaba amenazado su hogar de un atropello; a aquél, porque su novia y su hija podían ser presa de los «inmundos chacales»!... Pero nada consiguió sino servir de espectáculo a las atónitas gentes, con su pompón cimbreante, su morrión descomunal, sus charreteras lacias, sus faldones inmensos y su pantalón blanco salpicado del lodo de las callejas, ¡en tal mes, a tales horas y con la helada que estaba dejándose sentir!

Eran cerca de las nueve de la noche cuando llegó a casa de don Juan de Prezanes, último refugio de sus mortecinas esperanzas.

Hay que advertir, que, a la sazón, se disponía el bueno del jurisconsulto a ir a buscar a su hija, que aún estaba en casa de don Pedro Mortera, entregada a los sabidos afanes de costura. Don Juan se había despedido de allí aquella tarde algo amostazado, porque su compadre le hizo la contra en no sé qué pequeñeces, con no sé qué palabras y qué gestos; gestos y palabras que le traían marcado desde que se había encerrado en su casa, dándolos vueltas en el magín; y claro es que cuanto más los revolvía en aquel horno, más le caldeaba y más burlón y más dominante iba pareciéndole don Pedro Mortera. De modo que volvía a casa de éste de muy mala gana, y sólo porque se lo había prometido a su hija que le esperaba allí. En este propósito y con un humor endemoniado, le halló don Valentín. No fue menor el asombro que le produjo la rara silueta del héroe, que el causado en cuantas personas le habían tenido delante aquella noche. Dijo el pobre hombre qué pensamientos le sacaban de casa a tales horas y en aquella guisa, y se asombró más don Juan y le tuvo lástima.

-¿Es posible, don Valentín -exclamó-, que hasta ese punto le enardezca a usted su manía?

Precisamente lo que no comprendía don Valentín era que se llamara manía a su ardimiento patriótico, y que se asombrara nadie de su bélica actitud enfrente del enemigo. Respondió en este sentido al jurisconsulto, y añadió:

-No hay para qué hablar en demostración de esta verdad palmaria, no hace mucho tiempo aceptada por sus amigos de usted... Y aún por usted mismo.

-¿Por mí?

-Por usted no fue negada al menos, cuando le pedí su apoyo con la recomendación del señor don Rodrigo Calderetas; apoyo que tampoco le pareció entonces cosa del otro jueves... Verdad que estaba de por medio el señor don Pedro Mortera, a quien tratábamos de combatir. Hoy han variado las circunstancias, bien lo veo, y con ellas el fondo de ciertas personas a los ojos de otras.

-Señor don Valentín, hoy, como ayer, don Pedro Mortera es un caballero, mi mejor amigo, casi mi hermano. Si tiene sus debilidades, yo tengo las mías también; pero ésta es cuenta para ajustada entre él y yo solos, si lo tenemos por conveniente.

-No entiendo, señor don Juan...

-Pues esto quiere decir que hoy le prohíbo a usted, como se lo prohibí en la ocasión que cita, traer a cuento el nombre de esa persona, si no es para honrarle como merece.

-Pues a eso respondo hoy, señor don Juan de Prezanes, lo mismo que respondí entonces a usted por una observación idéntica y con razones que en aquella ocasión no tenía: que don Pedro Mortera corresponde muy mal a las ausencias que hace usted de él.

-¿Quién se lo ha dicho a usted?

-Nadie, porque lo he oído yo mismo.

-¿A quién?... ¿En dónde?... ¿Cuándo?

-A don Pedro Mortera, en su casa, dos horas hace.

-¡Falso!

-Mentecato le llamó a usted, con todas sus letras, y por tan digno le reputó como a mí de ser encerrado en una jaula.

-¡Falso!... ¡Falso!

-Tan cierto como estamos aquí los dos, frente a frente.

-Repito que es falso, señor don Valentín... Y si no lo es, quiero que lo sea. ¿Me entiende usted? ¿Me entiende usted, espíritu diabólico y tentador?

-¡Pero, señor don Juan!...

-¡Vaya usted al demonio! Lárguese usted de aquí cuanto antes, y déjeme en paz, ¡si esto es ya posible!

Y salió don Valentín, que no podía con el peso de tantas contrariedades ni con el del morrión que le abrumaba.

Quedose solo otra vez don Juan de Prezanes; y quedándose solo, comenzó por quitarse el sombrero, que ya se había puesto para ir a buscar a su hija cuando entró don Valentín, y por arrojarle sobre la mesa. Después, con las manos en los bolsillos, echó a andar, a andar por el cuarto, de aquí para allí, y, por último, se enredó en la siguiente maraña de reflexiones, sin dejar de moverse como un azogado:

-Que vengan a decirme ahora que esto es una ofuscación de mi genio impresionable y feroz. Que venga el hombre de más paciencia..., que venga Job en persona; que se coloque en mi lugar, y a ver cómo se las arregla; a ver qué cara pone cuando le larguen por la espalda una puñalada así. Que no se pase un día sin que el mejor de sus amigos..., ¡amigo!..., le dé un alfilerazo, y celebren y aplaudan la gracia hasta sus propios hijos; que responda a esas provocaciones y a esas burlas ahogando su dolor y su pesadumbre con una prudencia heroica; que gentes de todas cataduras le digan una y otra vez: «ese amigo no es cosa buena y te quiere mal»; que se indisponga con todas esas gentes por defender el honor del falso amigo, es decir, que pague con caricias sus bofetones; que los vínculos de amistad lleguen a ser de parentesco; que busquen al santo Job y le mimen y le halaguen; que cuando más confiado se entregue a los halagos y a los mimos, sienta otra vez en sus carnes las heridas alevosas y vea el arma sutil en la mano que le acaricia; que se resigne y calle todavía, aunque, tras de ofendido, oiga que le murmuran por violento e intolerable; que tenga, en fin, la evidencia de que el amigo, a sangre fría, con premeditación y en medio de la plaza pública, como quien dice, le llama a boca llena mentecato, y le juzga digno de ser encerrado en una jaula de locos... Y a ver si Job no acaba por darse a todos los demonios y por buscar al falso amigo y armar un escándalo que sirva de ejemplo a todos los oprimidos, y de escarmiento a todos los hipócritas... Pues yo, el irascible, el insoportable, tengo más paciencia que Job, porque devoro acá dentro, en este pecho donde no cabe la nobleza de mi corazón, esas provocaciones alevosas.

Sentíase don Juan sofocado en la estrechez del gabinete, y abrió la ventana. La noche no estaba tan serena y estrellada como antes. Reaparecía el Sur; amontonábanse nubarrones en el cielo, y la luna sólo a intervalos lucía. Algunas bocanadas de aire llegaban a la ventana, trayendo consigo rumor de lejanas voces; rumor de que don Juan no se dio cuenta, porque no estaba entonces ni para oír ni para ver sino lo que tenía dentro y le hervía en la mollera.

-¿Qué móviles son los que guían a ese hombre -se decía el jurisconsulto volviendo a pasear intranquilo y vertiginoso-, para conducirse como se conduce conmigo? Su altanería, su soberbia..., el empeño de imponerme sus ideas y sus gustos hasta en las cosas más nimias. como se los impone a cuantos le rodean o le deben algo. Pero yo no le debo nada, ¡voto a Lucifer!... Nada, si no son disgustos como éste que ahora me enciende la sangre. No soy tampoco un zafio campesino que necesite pedirle permiso para discurrir. Tengo mi criterio propio, mis luces en la inteligencia; tantas luces..., más luces que él, sí, señor; ¡muchas más! Porque he visto más mundo, he estudiado más libros y he ejercitado más el entendimiento, ¡muchísimo más! ¡Tengo, cuando menos, iguales derechos que los suyos a ser oído y respetado; a hablar donde él hable, a pensar donde él piense, a vivir donde él viva!...

Aquí ya don Juan de Prezanes, sin percatarse de ello, decía a voces todo lo que iba pensando; y como si su amigo estuviera provocándole en el hueco de la ventana, delante de ella era donde más aspavientos hacía y más levantaba la voz.

Entre tanto, los rumores de afuera continuaban acercándose, y llegaron a oírse próximos a la pared del corral, por la parte de la calleja.

Tampoco entonces reparó en ellos.

Volviendo a sus paseos y a su monólogo, llegó a decir, enardeciéndose por instantes:

-¿Me quieres idiota?... ¿Me quieres esclavo?... Pues chasco te llevas, ¡tirano! Tengo una razón..., a Dios se la debo, y por ella soy libre..., ¡libre como el pájaro y el aire!

En esto, y mientras la luna se escondía detrás de espesos nubarrones, y se oía ruido cercano, como de gentes en tropel, don Juan de Prezanes temblaba, y se arrimó a la ventana, y sintió dentro de sí una cosa que le exigía un esfuerzo supremo; algo que necesitaba salir de su pecho y de su garganta, veloz y bullicioso; algo que le oprimía el corazón y le golpeaba el cerebro... No pudo contenerse más. Echó todo el busto fuera de la ventana; y, apretando los puños, gritó, loco, desaforado:

-¡Viva la libertad!

En aquel instante crecieron los rumores de la calleja y se agitaron unos bultos en la oscuridad; brillaron dos fogonazos; se oyeron dos tiros, y lanzó un grito don Juan de Prezanes, desapareciendo de la ventana mientras saltaban las maderas hechas astillas, y en polvo los cristales.

Casi al mismo tiempo sonó hacia la iglesia otro tiro que pareció un eco de los primeros.




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- XXVIII -

Sicut vita...


Mientras caminaba don Valentín, después de salir de casa de don Juan de Prezanes, calleja arriba, por donde vino el tropel de que se hace mención en el capítulo antecedente, resbalando en este morrillo y metiéndose en aquella poza, tropezando aquí y estando a pique de caer allá, despechado y febril, reflexionaba de este modo:

-Nada espero, nada temo, nada quiero; en nadie confío sino en Dios y en el odio que tengo al perjuro. Tristeza en mí; tristeza y soledad en mi casa; menosprecio y burlas en la ajena; viejo, moribundo ya; envuelto en los hábitos de mis glorias- con la espada de Luchana al costado... ¿Qué mejor ocasión que ésta para dar el último grito de libertad, delante del sempiterno enemigo de ella? ¿Qué muerte más señalada para un hombre como yo?... ¡Ah, si topara con ellos esta noche!

Pensando así, andaba, andaba, y corría el sudor por los surcos de su cara rugosa, porque la gimnasia que iba haciendo, el peso del uniforme y la brega que traía desde media mañana, no eran para menos; y andaba maquinalmente y sin rumbo determinado, aunque a veces creía oír en sus adentros una voz que le aconsejaba seguir adelante y apercibido, porque por allí se iba.

Y andando, andando, llegó a un recodo que formaba la calleja, y oyó un ruido de voces y de pasos inseguros al otro lado. Le latió el corazón con desusada fuerza. Llevó la diestra a la empuñadura del sable, y detúvose. Los rumores se acercaron más. Don Valentín aguzó entonces el oído, la vista, hasta el olfato. Parecía un sabueso delante de la barda." Cierto que tenía, por don misterioso de la naturaleza, una nariz para conocer al perjuro por el rastro, como el perro la tiene para el jabalí.

Él es! -dijo balbuciente y conmovido.

Sin otras averiguaciones, desenvainó el sable y plantose en mitad de la calleja, bien alumbrada entonces por la luna.

Y no se equivocaba don Valentín: era él, o, por lo menos algo que lo aparentaba. A la vuelta del recodo, a pocas varas de distancia, apareció un grupo armado y vestido como el héroe suponía. El grupo no llegaba a una docena de hombres; pero era un ejército para don Valentín, solo y viejo y casi inerme. Nada le importó esta reflexión que no pudo menos de hacerse: antes le infundió mayores bríos en medio de aquella fiebre que le estaba devorando horas hacía. Se afirmó sobre los pies, enderezó cuanto pudo el encorvado cuerpecillo; y temblando de entusiasmo desde la coronilla hasta los talones, gritó, resuelto a todo, presentando el jadeante pecho al enemigo:

-¡Alto ahí!

Y el enemigo se detuvo; y aún hizo más, para gloria de don Valentín: retrocedió, acaso porque creyera que había fuerzas militares detrás de aquellos arreos, en cuya vetusta e inusitada conformación no pudo reparar de pronto y a tan escasa luz como la intermitente de la luna; pero es lo cierto que retrocedió, y a esto se atuvo el héroe.

-¡Cobardes! -gritó en seguida, ebrio de entusiasmo, partiendo hacia los ocultos invasores- ¡Huís de un hombre solo, viejo y desarmado!... ¡Dadme la cara, bandidos!

Esta baladronada, que puso en evidencia su pequeñez y su soledad, perdió a don Valentín. Sin ella, acaso hubiera corrido aquella noche detrás del enemigo alucinado. Pero éste se rehízo con la advertencia, y se encaró con el extraño retador.

-¡Matadle -dijo el que mandaba allí-, si no se entrega callando!

-¡Entregarme yo! -exclamó don Valentín-, ¡y a vosotros, infames!... ¡Muerto, sí; pero rendido, nunca!... ¡Viva el Duque!

Y se lanzó, blandiendo el sable, al enemigo que, a su vez, le embestía.

-¡Viva la lib!...

El infeliz no acabó de dar este segundo grito de su heroico ardimiento, porque se sintió oprimido y atropellado por aquellos hombres; los cuales, al verle -un momento después, en el paroxismo de su rabia, caer de espaldas en la calleja y quedar inmóvil, creyéronle muerto o poco menos, y allí le dejaron, continuando ellos el camino que antes llevaban.

Ya sabemos cómo respondieron dos de los más irreflexivos de la partida, al grito casual de don Juan de Prezanes; y es de saberse ahora que el lance no hubiera concluido así, a juzgar por las trazas, sin el otro tiro que sonó hacia la iglesia y puso en precipitada fuga a los invasores, señal de que andaban con poca tranquilidad y perseguidos de cerca por enemigos más serios que el pobre don Valentín.

El cual permaneció muy cerca de una hora tendido sobre el fango de la calleja; y allí se hubiera muerto de frío, ya que no de los golpes o de la corajina que tal le habían puesto, sin la llegada de Juanguirle y de algunas otras personas que le acompañaban, entre ellas Nisco, armadas de sendos garrotes, excepto el montanero y el alguacil, que llevaban, para estorbo y compromiso, como ellos decían, dos fusilones de chispa.

Comenzaba a moverse un poco y a balbucir palabras inconexas en el momento de topar con él la ronda.

-¡Siempre me temí yo algo de esto, voto al chápiro verde! -dijo el alcalde al levantar a don Valentín, cogiéndole por debajo de los brazos-; aunque nunca pensé que llegara a tanto. El diablo me lleve si no está a punto de entregar el alma... ¡Agarray vusotros por las patas, muchachos!... ¡Uf!..., ¡cómo está de barro, el infeliz, hasta el cogote! Vamos, señor don Valentín, un poco de ánimo, que la cosa no es tanto como aparenta. Dígote que fue suerte para todos que al demonio de Lambieta le moviera la curiosidad de los tiros y saliera a tiempo de ver correr a los causantes vega abajo, y me diera parte y saliera yo también, y se viera lo visto y se discurriera lo discurrido-, que si no, aquí fenece esta noche el venturao del hombre, sin tus ni mus. ¡Voto a briosbaco y balillo, que hubiera sido caso de andar en copias!... ¿Estáis ya? Pues hágase ahora la silla con los brazos... ¡Ajá!... Tú, por aquí, Nisco... Sostenle tú la cabeza por atrás, Ogenio... ¡Jum!, mucho la zarandea para cosa buena... Apanay vusotros esa espada y ese murrión... ¡Mil demonios si no hace media fanega larga el sandifesio! Y a todo esto, el su hijo... ¡Por vida del chápiro verde! Pondría las orejas a que anda por onde no debe. ¡Cuando no espante yo de una vez a esa pingolondona, afrenta del lugar y acabación de las casas honradas..., voto a briosbaco y balillo!... ¿Qué tal vamos, señor don Valentín?

-Mal, -respondió el pobre hombre, con apagada voz, mientras con todo su cuerpo inerte, movido arriba y abajo y de un lado a otro, marcaba el andar desconcertado de los mozos que le conducían.

Así llegó a casa, donde le recibió Sidora entre aspavientos y declamaciones, y se trató de desnudarle para meterle en la cama.

-¡Eso no! -dijo don Valentín- Nadie me despoje de lo que llevo encima. Ya que no me ha valido para bandera, quiero que me sirva de mortaja. Con eso no lo profanará nadie, vendiéndolo por un vaso de aguardiente.

-¿Quién piensa en mortajas ahora, por vida del chápiro verde?

-Yo, hijo, yo..., yo, que me muero sin remedio... ¡Siento un frío... Y una debilidad!...

-¡Algo caliente, y un vaso de buen vino! -gritó Juanguirle encarándose con Sidora-; y si no lo hay en casa, a la mía volando por ello, que guardadas tengo cuatro botellas de la Nava rancio, para estas ocasiones.

Corrió Sidora a la cocina por una taza de caldo del que reservaba todos los días para comienzo de la cena de don Valentín; y descerrajando la alacena de la sala, por no parecer la llave, se sacó una botella de vino blanco que denunció la fámula.

Probó con dificultad uno y otro el extenuado y yerto veterano; reanimose un instante, y dijo, mientras le envolvían en mantas sobre la cama, pero sin desnudarle:

-Estos fríos no se curan a la lumbre... Son los de la muerte. Por tanto, que venga el cura, y a escape..., que cristiano soy ante todo... Y como cristiano debo y quiero morir.

Fueron en busca del cura dos mozos de los allí presentes, pues uno sólo no se atrevía en noche de tales peripecias; y en tanto, preguntó don Valentín:

-¿Y el perjuro?

-Ajuyó al monte tan aína como pisó a Cumbrales -respondió Juanguirle-. Y ello ¿tropezole usté, o qué fue lo que así le puso?

-Topé con él, Juan..., por la misericordia divina... Acometile como debía..., solo, frente a frente... Arrollome, porque eran muchos... Sentime golpeado... Caí... Acabome de aturdir un golpe en la cabeza... Y no sé más... Pero si huye el inicuo... ¡Bendito sea Dios!... ¿Quien piensa en otra cosa?... De todas maneras, yo bien conozco ahora que ciertos asuntos... No debieran tomarse tan a pechos..., pero no lo puedo remediar... Muriendo así, muero a mi gusto... Ésa es mi ley... Obscura fue la hazaña y no servirá de ejemplo... Ni el Duque la conocerá..., pero Dios la ha visto... ¡Viva el Duque!... ¡Viva la!...

No pudo más el pobre hombre. Quedose inerte y amarillo, y todos pensaron que allí acababa; pero volvió a revivir, y diéronle otro sorbo de vino.

En esto entró don Baldomero, que nada ignoraba ya, porque se lo habían dicho los mozos que iban por el cura, al encontrarle en el Campo de la Iglesia. Presentose más encogido, torvo y desaliñado que de costumbre; y con esto solo pintó la pena que le causaba el suceso, si es que alguna sentía, real y verdaderamente. Así se acercó a la cama, sin desplegar sus labios ni sacar las manos de los bolsillos.

Viole don Valentín, y díjole:

-Solo te quedas, Baldomero..., porque yo me voy... La verdad sea dicha, sin gran pena de no volver a verte..., aunque un poco mayor que la tuya..., por perderme de vista... Eres un adán, y no espero que te enmiendes..., pero, ya que por ti no lo hagas..., por el honor de tu padre..., no acabes de perder la vergüenza al acabar con lo que te dejo... Conserva a Sidora, que ha sido muy fiel y cuidadosa... Págala en seguida la manda que le hago en el testamento..., que hallarás entre mis papeles... Aléjate de ciertas compañías... Acércate más a Dios... Y aparta allá un poco ahora, para que yo piense en Él mientras llega el señor cura.

Fuese a la sala don Baldomero, y allí se dejó caer en una silla, con las piernas estiradas y la cabeza caída sobre el pecho. Juanguirle mandó despejar por completo el cuarto, y él mismo dio el ejemplo; pero sin perder de vista al moribundo hasta que llegó el señor cura.

Se confesó don Valentín despacio y bien, como hombre que era de mucha cuenta y razón, aunque las de su conciencia las saldaba cada año, y no eran complicadas, según el lector habrá ido comprendiendo; recibió después el Viático, y luego la Unción; hasta que, a poco más de la media noche, apagándose el último soplo de su vida, entregó a Dios el alma, limpia y candorosa como la de un niño.

Quedose Juanguirle con algunos de su ronda velando el cadáver, y se acostó don Baldomero.

Amanecía apenas, cuando llego a la puerta del estragal una mujer. Conociola en la voz Juanguirle, salió a su encuentro y la apostrofó así, atravesado delante de ella:

-¿Aónde vas? ¿Qué buscas? ¿Quién te llama aquí?

-¿A usted que le importa? -respondió con desgarro la mujer.

-¡Voto a briosbaco y halillo -exclamó Juanguirle- que, si un poco me apuras, haré que valga mi autoridad y te lleven aonde no te dé el sol en mucho tiempo!... ¡Taday, moscalindrona!

-Sepa usted que vengo aonde puedo, y en busca de lo que es mío.

-¡Taday, zarramplinga! Si algo te deben y de algo vos remuerde la concencia, bien que lo cobres y la pongáis en gracia de Dios... Y aticuenta que poco se pierde, porque tal para cual; pero a su tiempo: no ahora ni aquí... ¡Aguarda siquiera a que saquen de casa al que, vivo, nunca te hubiera dejado entrar en ella!

-¡No es usté quién para mandar en este sitio!

-Para cerrarte la puerta a ti y a cuantos jedores como tú la quieren apestar, todas las casas de Cumbrales son mías. ¿Lo entiendes, cárabo? Pues vuélvete al monte, o te escurro yo a guantás... ¡Y mira que a mí no me la dais con la pamema de lo del murio, como al simplón de tu vecino!

Con esto se volvió Juanguirle arriba, porque la mujer aquella se largó hecha un veneno.




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- XXIX -

Lo del murio


Al grito de don Juan de Prezanes y al fragor de las ventanas hechas trizas, acudieron las criadas que estaban al otro extremo de la casa. Halláronle tendido en el suelo, juzgáronle asesinado, aturdiéronse; y, sin otras averiguaciones, corrieron despavoridas a casa de don Pedro Mortera.

Aunque no dijeron cuanto pensaban y sentían, sus palabras, y más que sus palabras, el modo de decirlas, produjo el efecto que es de presumir; y entre aspavientos y gritos, trasladose en un verbo la familia entera, con sirvientes y adherentes, a casa de don Juan de Prezanes.

Ya estaba éste de pie- pero aturdido y medio alelado. Entro don Pedro delante; y al oírle hablar con su amigo, los que detrás iban, llevando medio acongojada a Ana, avanzaron en tropel. Todo lo que antes era angustia, se trocó en curiosidad al ver el aspecto que ofrecía el cuarto sembrado de astillas y de cascos de vidrio, y en medio don Juan, que no acababa de romper a hablar. Ana se colgó de su cuello; y aunque le colmaba de caricias, anhelante y llorosa, el hombre parecía una estatua.

Al fin, respondió al torbellino de preguntas con que le acosaban por todas partes:

-¡Yo no sé que demonios puede haber sido!... Estaba poniéndome el sombrero..., es decir, me te había puesto ya, para salir en busca tuya, hija mía... De pronto, oí ruido hacia la calleja, abrí un poco esa ventana, y..., ¡pin!, ¡pan!..., todo fue estruendo a mi alrededor, como si la casa se desplomara. No sé si alguna astilla..., o el sobresalto; pero es lo cierto que aquí me vi, un momento hace, tendido en el suelo, sin poder darme cuenta de nada... Luego entrasteis vosotros, y he recordado esto poco que os refiero. Nada en substancia, como véis... Pero ¿quién demonios soltó los tiros cuando yo..., es decir, cuando abrí la ventana... ¿Habéis oído algo vosotros, Pedro?

-Nosotros -respondió éste-, oímos esos tiros de que hablas, y otro más hacia la iglesia; y precisamente estábamos disputando sobre si habían sido tres o dos y el eco de ellos, cuando llegaron tus criadas que te vieron aquí tendido al acudir al grito que diste.

-¿A qué grito, hombre? -saltó don Juan apresuradamente- ¡Si yo no dije una palabra!

-Por lo que refirieron las muchachas -añadió don Pedro con socarronería-, lanzaste un ¡ay!, terrible, sin duda al caer...

-¡Vamos!..., al caer. Sí, porque lo que es antes de los tiros...

Al decir esto don Juan se estremeció de pies a cabeza, en una convulsión nerviosa.

-Lo esencial es que hayas salido ileso de la catástrofe -prosiguió don Pedro mientras los demás no apartaban los ojos de don Juan, que, poco a poco, iba serenándose-. ¿Quieres tomar algo?

-Nada, nada..., una taza de salvia, si acaso, porque estoy algo nervioso.

Voló Ana a preparar el antiespasmódico, y tornó a preguntar don Pedro a su compadre:

-¿Estás seguro de no haber recibido herida ni golpe?

-Ya lo veis..., nada siento, nada me duele... Digo mal, un coscorrón debo tener aquí...

Tenía, en efecto, don Juan un chichón en la cabeza; pero cosa insignificante.

-Sin duda contribuyó este golpe -dijo don Pedro, -a que perdieras el sentido cuando caíste.

Y añadió por lo bajo, al oído de su mujer:

-Apostaría las orejas a que tu compadre hizo una barbaridad. Aquella voz que yo oí antes de los tiros, fue la suya, no me cabe duda.

-Pero, a todo esto -insistió don Juan de Prezanes-, ¿de dónde salieron aquellos dos tiros cuando yo grité..., es decir, cuando abrí la ventana?

Y se estremeció de nuevo, como si le asaltara un escalofrío.

-Pues nadie lo sabe -respondiéronle-, como no se sabe quién soltó el de hacia la iglesia.

-¡El demonio ha andado suelto aquí esta noche!

-Días hace que no huelga en Cumbrales.

-En fin, de buena te has librado.

-Sí, sí... Y hablemos de otra cosa, si queréis, -concluyó don Juan volviendo a estremecerse.

-Es que el asunto es grave, y hay que averiguar...

-¡Vaya si lo es! Pero dejad siquiera que me tranquilice antes un poco.

Llegó luego Ana con la infusión de salvia; tomola el sobrexcitado señor, y se entonó mucho; pero no dejó de temblar cada vez que salía a colación el caso de los tiros, caso que no cesaba de salir.

Media hora después apareció Juanguirle en la sala con la gente de que le hemos visto acompañado en el capítulo anterior. Iba desalado porque le habían referido horrores de lo ocurrido en aquella casa.

-¡Pícaros! -dijo cuando se enteró de la verdad- ¡Si la intención es lo que vale, en garrote vil acabéis!

-Pero ¿quién fue? ¿Llegaremos a saberlo al fin? -preguntaron a Juanguirle.

-¡Quién había de ser, voto a briosbaco y balillo! El faicioso mesmo, -respondió el alcalde.

-¡Demonio! -exclamó don Pedro, mientras don Juan se estremecía y las mujeres se miraban sobresaltadas.

-Pero ¿dónde está ahora? -preguntó Pablo.

-Camino del monte, según mis noticias.

-Así me lo explico yo todo -decía, en tanto, don Juan-: siendo ellos, naturalmente habían de responder..., es decir, tenían que hacer una de las suyas. Vieron luz, vendrían acosados...

-¡Vea usted si don Valentín estaba en lo cierto!

-¡Don Valentín! -gritó don Juan de Prezanes-. Ahora recuerdo que, poco antes del suceso, estuvo aquí, de gran uniforme. ¡Desdichado de él si le han visto con aquella arboladura!

-Pues a rondar vamos, señor don Juan -dijo el alcalde-:y si no se le llevaron, que lo dudo, con él hemos de dar. Conque, ya que no hacemos falta aquí, después de dar el parabién por lo poco que ha sido en comparanza de lo que pudo ser...

-Pero ¿quién los ahuyentó, Juan? -preguntó don Pedro.

-Se cree que un tiro que oyeron hacia la iglesia, o que creyeron oír: tal venían ellos de recelosos y perseguidos. El intento era, según voces, llegar a mi casa y pedir raciones, o cosa que lo valiera... Conque lo dicho, y a la paz de Dios, que vamos a recorrer el pueblo para ver el rastro que han dejado.

Salió Juanguirle con su gente, y ya sabemos que halló a don Valentín; cómo le halló y lo que aconteció en su casa, hasta que amaneció el nuevo día.

Una hora después, mientras las campanas doblaban a muerto, el alcalde, acompañado solamente de Nisco y del alguacil, continuó la ronda, interrumpida durante la noche por los narrados sucesos; pero la mayor parte de los vecinos ni siquiera tenían noticia de lo acontecido. Felicitábase de ello el alcalde; y ya iba a dar por concluida su exploración, cuando se le ocurrió detenerse delante de la choza de la Rámila. Digo que se le ocurrió, porque su primera intención, por consejo de sus acompañantes, fue pasar de largo. ¿Qué había de buscar allí nadie, y mucho menos gente hambrienta y fugitiva? Y aunque hubiera ido alguien... Y aunque hubiera matado a la bruja, ¿qué? Esta reflexión no se la hizo Juanguirle, pero se la hicieron sus acompañantes, y por eso le aconsejaron tan inhumanamente.

-Criatura es de Dios como nosotros -dijo el alcalde después de vacilar un momento-, y derecho tiene a mi amparo como la que más.

Y entró resuelto en la choza; cosa que le costó bien poco trabajo, porque la puerta estaba entreabierta y desquiciada.

En el rincón de la izquierda había una mísera cama sobre un zarzo viejo, sostenido por cuatro estacas; y en aquella cama yacía la Rámila, quejándose y con la cabeza entrapajada. A las preguntas de Juanguirle respondió:

-Yo no sé qué decirte, hijo de Dios. En la cama estaba y oí golpes a la puerta y el hablar de mucha gente. Pedían agua para beber, y pareciome entenderles que querían saber por dónde se iba a casa del alcalde. Levantéme; los porrazos iban a más; y al ir a correr la llave, saltó la puerta, diome en la cabeza, caí, descalabreme de esta otra parte, y medio me descoyunté este brazo. Atontecióme el golpe... Y ahí me estuve en el suelo, lo más de la noche, sin saber lo que hicieron aquellos hombres, que me parecieron armados, aunque no lo jurara, porque con el golpe de la puerta sobró para que yo no viera más por entonces... Creo que esto no sea cosa de muerte; pero me resquema y me duele mucho. Sola me veo y sin más amparo que el de Dios. Ya que Él te trae acá, hazme la misericordia de decir en casa del señor don Pedro cómo me hallo... Y de enquiciar esa puerta, siquiera para que las bestias no entren aquí mientras yo no pueda salir de la cama... Si está de Dios que he de salir, para jalar otro poco de la cruz que arrastro por el mundo.

El bueno del alcalde, por de pronto, y al saber que la pobre vieja estaba en ayunas, mandó a su hijo y al alguacil a buscar a las casas más próximas lo que con mayor urgencia reclamaba el estado de la infeliz; le reconoció, mientras aquéllos volvían, las heridas de la cabeza, que eran varias aunque no graves; las lavó cuidadosamente y las cubrió de nuevo, único bálsamo de que podía disponer allí donde no había gota de aceite en la alcuza, ni casco que revelara que había contenido jamás un sorbo de vino; y cuando, pasado un rato, estuvo más consolado el estómago de la Rámila con lo que trajeron el alguacil y Nisco, fuéronse los tres, no sin enquiciar antes la puerta, bien seguro Juanguirle de que, tan pronto como relatara aquella gran necesidad en casa de don Pedro Mortera, de nada carecería ya la infeliz menesterosa.

Cerca de la iglesia, de vuelta para su casa, encontró Juanguirle a Tablucas. Preguntole éste por el resultado de su exploración, y controle el alcalde el percance de la Rámila, dándole por remate y en chanza la enhorabuena. Tablucas se puso pálido.

-¿Onde tiene las heridas? -preguntó al alcalde.

-En la cabeza, -respondió éste.

-¿Muchas?

-Varias.

-¿No muy grandes?

-Así, así..., regulares.

-Conque regulares... Y ¿no se queja de más?

-Un brazo del mismo lado tiene también de mala manera. ¡Del mismo lado!... ¡Y puede que sea el derecho!

-El derecho es.

-¡Corcia! ¡El derecho! ¡Conque el derecho!... ¡Y puede que diga que todo ello resultó de una caída!...

-Eso afirma, y verdad será; no porque lo que yo he visto no pudiera ser lo mismo de arma de fuego, y de refilón, según está el pellejo como una criba.

-¡De arma de fuego!..., ¡de refilón! ¡María, madre de gracia!... ¡Corcia!... ¡Corcia!... ¡Corcia!...

-¿Qué mil demonios de piojera te roe, que no paras, alma de Dios?

-¡No es cosa, no es cosa!... Es que ando yo así tiempo hace; y luego ¡tanto se corre hoy de unos y otros!... Y ¿no barrunta ella cómo fue?

-¿Pues no te relato punto por punto? ¿A que acabas por llorarla después de haberla plagado de maldiciones? ¡Por vida del chápiro verde, que si te entiendo me atenacen!

-¡Corcia!... ¡Y luego dirán de uno que si torna, que si vira!... ¡La luz mesma no es más clara que ello! ¡María Santísima de la Encarnación y el Sursumcorda Paráclito y Unigénito!...

Esto dijo Tablucas santiguándose aturrullado y tembloroso; se volvió hacia su casa, y apretó a andar, sin despedirse del alcalde que le vio alejarse, santiguándose del asombro, a su vez.

¡Era muy singular aquel Tablucas!

Ya nos dijo en una ocasión que tenía en el magín un proyecto para acabar con el mal demonio que le perseguía. Desde entonces, como también sabemos, su vida fue una incesante agonía: cada noche, los tamborilazos a la puerta; cada luna, el perro en el murio. A todo esto, solo con una familia y entregado con ella a los horrores de su tribulación; porque pensar que nadie entrara en aquella corralada después de anochecer, era pensar los imposibles. ¿Quién era el guapo que a tanto se atrevía? Alguien, bien acompañado, por supuesto, se aventuró a pasar por la calleja, muy cerca del murio, mientras brillaba la luna a más y mejor; pero nada vio encima del ruinoso paredón, sino los mencionados cantos, que se bamboleaban cuando apretaba el viento, y un ramajo tísico de laurel que asomaba entre ellos, de medio lado. De aquello no resultaba forma de perro ni de cosa que se le pareciera, y esto convenció al valiente explorador y a las gentes que le oyeron después, de que lo que veían Tablucas y su familia lo veían ellos solos, porque para ellos solos se mostraba allí, por arte del demonio.

Lo cierto es que Tablucas no pudo más, y que un día le pidió la escopeta a Resquemín. Díjole, en confianza, para qué la quería; y el tabernero, que era supersticioso, no solamente se la dio, sino que le aplaudió el intento.

-Apunta bien y a cañón posao -le dijo al entregarle el arma-: de oreja a peletilla; que en estos casos no está el mal en tirar al enemigo, sino en dejarle vida para vengarse... ¡Jinojo!

El mismo Resquemín cargó la escopeta con un puñado de pólvora y medio maquilero de metralla. Un palmo asomaba la baqueta fuera del cañón después de apretado el último taco. Puso también la cápsula en la chimenea, y, por si fallaba, dio a Tablucas media docena de ellas.

Pues, señor, que se fue Tablucas a casa al anochecer, precisamente cuando el pobre don Valentín salía de la suya a la del alcalde. Reunió la familia en la cocina; declaró ante ella su pensamiento, y terminó el discurso con estas palabras:

-Porque, hijos míos, esta vida no es para llevada mucho tiempo; y aquí traigo la muerte o la salvación de todos. Si retingla mucho, taparvos las orejas..., lo peor será para mí; pero lo que es tirar, ¡Corcia!, lo que es tirar, tiro aunque se me venga la casa encima.

Después se trató de cenar: ¡para cenar estaba la familia de Tablucas! Así como así, no había qué, sino un poco de borona fría y unos cascos de cebolla. De modo que cuando salió la luna y se oyeron los tamborilazos a la puerta, y, entre la consternación de su mujer y sus hijos, empuñó la escopeta y subió al desván Tablucas, casi podía éste comulgar. ¡Y bien le hubiera venido al pobre, según lo trasudado, amarillo y congojoso que iba!

Por último, se acercó a la ventana, se tumbó en el suelo boca abajo, y por una rendija muy ancha miró... ¡Allí estaba el perrazo, mitad blanco, mitad negro, con la boca abierta y los ojos saltones, fijos en la ventana; de medio adelante, echado sobre las manos tendidas; de medio atrás, empinado y con el rabo tieso, en actitud de lanzarse sobre la presa a la menor provocación! Tablucas cerró los ojos y pensó desmayarse. Luego se reanimo un poco.

-Veamos -se dijo-, qué cara me pone, haciendo que tiro.

Y sacó con mucho pulso el extremo del cañón por la rendija; le apoyó en la misma tabla; hizo la puntería... Y nada: el perro inmóvil como un canto. Alentó aquello al hombre; resolviose; apuntó donde le dijo Resquemín, y ¡Virgen de los Milagros, qué estruendo bajo aquel techo carcomido! ¡Qué llover cascotes el tejado, y qué rodar Tablucas por el suelo con una astilla de la culata en la mano, única porción que a la vista quedaba de la escopeta, tan bestialmente cargada por el tabernero!

Aquel tiro fue el que se oyó casi al mismo tiempo que los otros dos enderezados a don Juan de Prezanes.

Pero el perro no estaba ya en el murio.

-¡Ya lleva lo que necesita, corcia! -exclamó Tablucas cuando se cercioró de ello, y no le vieron tampoco su mujer y sus hijos, que subieron al desván inmediatamente- Lo peor es que de la escopeta no queda más que esta pizca; pero él se empeño en cargarla tanto, y con su pan se lo coma.

Un muchacho tropezó luego con el resto del arma en un rincón del desván. No había reventado el cañón; solamente se había partido la caja, y esto afirmó a Tablucas en la idea de que el tiro no se había extraviado en el camino que llevaba.

Que el suceso causó verdadero regocijo en la familia, no hay que decirlo. Hasta se atrevió Tablucas a salir fuera de la portalada, pensando hallar el perro descuartizado al pie del murio.

-Aquí hay unos cantos que antes no había; pero no hay señal de perro, muerto ni vivo -dijo la mujer, que le acompañaba- ¡Toma!... ¡Y son los de arriba que ya no están allí!

-Habrán caído con el perro -contestó Tablucas con el mayor convencimiento-. Y el que él no esté aquí, no te pasme. ¡Corcia!, que esas gentes no fenecen como nusotros, y suelen convertirse en jumera hidionda... Pus mira que algo de ella me da en la nariz, o yo no sé agoler ya... De toas suertes, mañana amanecerá Dios y se verá lo cierto. ¡Ah, corcia, lo que va a verse!

Ahora comprenderá el lector por qué a Tablucas le causaron tan honda impresión las noticias que de la Rámila le dio el alcalde.

Llevolas a casa y después a la taberna, muy en confianza; y como aquella noche, aunque alumbró la luna, ni hubo tamborilazos a la puerta ni perro en el murio, afirmose más Tablucas en sus trece; y fue rodando la bola, y todo Cumbrales lo supo al día siguiente; y muy pocos dejaban de creer que lo que a la Rámila le dolía era el metrallazo de Tablucas.

Mas el triunfo de este pobre hombre no fue completo. Había logrado demostrar que la bruja no era invulnerable; quizá dejar descubierto un camino por donde otros podían llegar hasta matarla, o matar a otras tan brujas como ella; pero la Rámila vivía; y aunque en el murio no se la vio más ni en la puerta se oyeron sus garrotazos, la bruja no podía dejar de vengarse; y el temor de aquella venganza fue el espadón que tuvo sobre su cabeza el pobre Tablucas; temor tan insufrible como las apariciones del perro, hasta que Dios dispuso de la infeliz anciana y se la llevó a mejor vida que la que le cupo en suerte entre los crédulos campesinos de Cumbrales, que no se han curado todavía, ni se curarán jamás, de esas flaquezas, como tantas otras gentes que no son de Cumbrales, ni montañesas, ni campesinas.




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- XXX -

Rebanaduras


Esto se acaba, lector, y ¡ojalá te pese de ello! Por mi gusto, hubiera soltado la pluma después de escrito el capítulo que antecede, pues, en rigor de verdad, todo lo que a decir voy no vale dos cominos, y ya no ha de salvarme si lo que atrás queda tira de mi pobre fama hacia lo hondo. Pero allá va, porque, al fin, soy hombre de cuenta y razón, y hay lectores que no perdonan ni los maravedís del pico.

Enterrado don Valentín; exterminado el perro del murio; hartos los vecinos todos de Cumbrales de hablar de los sucesos de aquella noche, que hicieron palidecer el recuerdo de los del domingo de marras, y atreviéndose ya Tablucas a volver solo a su casa a todas horas, acabó el pueblo de normalizarse con la noticia, oficial y auténtica, de que no quedaba rastro de facioso en muchas leguas a la redonda, y con la no menos grata y comprobada de que, al marcharse, se había llevado por delante al Sevillano, que, desde la felonía hecha a Pablo, andaba fugitivo de pueblo en pueblo y de encrucijada en encrucijada, en una de las que fue atrapado y metido en filas; lance que deploró Chiscón en gran manera, porque pensaba resarcirse de todas sus pesadumbres descoyuntando los huesos al pícaro matasiete que tanto le había comprometido y desacreditado a él.

Estando así las cosas y reinando otra vez el Sur, aunque con intermitencias de chubascos, porque, al cabo, asomaba diciembre; restablecido Pablo por completo y terminados los pertrechos de boda, don Juan de Prezanes...

¡Era muy raro lo que le acontecía a este señor desde los tiros aquellos! Se había convertido en una malva. Tan suave y tan dócil era. Por de pronto, le dijo a don Rodrigo Calderetas, después de ponerse de acuerdo con don Pedro Mortera:

-Que no cuente conmigo el marqués de la Cuérniga, ni ahora ni nunca. Por lo demás, aquí le queda el campo para que le explote a su gusto; pero será mejor que no se acuerde de ello, por si acaso. Lo mismo digo por el barón de Siete-Suelas y por cuantos personajes de su calaña traten de merodear por esta tierra bajo el amparo de usted o de cualquier otro en quien recaiga el virreinato cuando usted le deje o le pierda. Yo me permito aconsejarle otra vez más que le deje, en alivio de todos y especialmente de usted mismo. ¡Qué bien se está así, como yo estoy ahora, en paz y en gracia de Dios y con los nervios en reposo perfecto!

No era perfecto, sin embargo, el reposo, puesto que a menudo le acometían aquellos estremecimientos momentáneos, que ya observamos en él en la noche de los tiros. De tarde en cuando le decía el temperamento: «aquí estoy», y quería el jurisconsulto como emberrinchinarse; pero en seguida recordaba la última corajina que había tenido; asaltábale el temblor de arriba a abajo; pedía por Dios que se cambiara de conversación; complacíanle todos de buena gana, y se quedaba hecho unas dulzuras.

Pues digo que estando así don Juan de Prezanes, Pablo restablecido y los preparativos terminados, tal ansia mostró porque las bodas se celebraran pronto, y tan de acuerdo estuvieron con él los cuatro novios, que no hubo manera de contrariarle... Y se celebraron las bodas antes que mediara diciembre, en un día de sof esplendoroso, aunque muy frío de crepúsculos. Pero ¿qué importaban estas leves crudezas a los que llevaban la primavera en la mente y el estío en el corazón?

Casáronse, pues, Ana y María, y casose también, al mismo tiempo, Nisco con Catalina, a quien llenaron de regalos las dos venturosas jóvenes, como Pablo llenó a Nisco de otros no menos valiosos y adecuados. Fue aquél un día de fiesta para Cumbrales; pues entre deudos, amigos y curiosos, se llevaron de calle todo el vecindario. ¡Bien le fue entonces a la Rámila! ¡Bien les fue a todos los pobres! ¡Bien le fue al cura, y, sobre todo, a los muchachos que le ayudaron! Entre ellos-andaban Cabra y Lambieta. A más de cinco reales partieron, ¡que ya es partir!, pues nunca llegó a seis cuartos lo que sacó en los casorios y bautizos más solemnes cada muchacho de los arrimados allá.

A propósito de la Rámila. Don Pedro Mortera le habilitó -una casita con huerto que tenía cerca de la suya, y allí pasó los poquísimos años que vivió todavía, relativamente feliz y descuidada. Resquemín la surtía de pan, no de muy buena gana. aunque por cuenta de don Pedro, y Tablucas lo censuraba altamente. María no se cansó nunca de mirar por ella, aunque la Cotorrona se le arrimó muchas veces al salir de misa para aconsejarla que llevara sus caridades hacia otro lado, porque hacer bien al demonio era ofender a Dios y perder la limosna.

Ya ve el lector cómo va acabando esto no del todo mal que digamos, por lo que toca al paradero de cada personaje. Casi resulta un cuento ejemplar de lo más edificante, porque hay que añadir a lo dicho que la mujer aquélla que despabiló Juanguirle desde la escalera de don Valentín, volvió a insistir al día siguiente; y como no estaba allí el alcalde entonces, entró, y no volvió a salir; porque don Baldomero, después de pagar a Sidora la manda de su amo, la plantó en la calle y dejó en su lugar a la otra, que era la viuda de marras. Y quedándose allí la viuda, comenzó a mandar en casa más que su dueño; y mandando así, mandole un día que se casara con ella; y casose don Baldomero, que a aquellas fechas (dos semanas después de la muerte de su padre) dio en tomar cada curda' de aguardiente, que ardía. Pero las tomaba en casa, a cuenta y mitad con su mujer; y esto siempre era una circunstancia atenuante.

Excuso decir a ustedes que a Juanguirle no pudo hincarte el diente el secretario; antes fue éste quien estuvo a pique de ir a presidio, porque el alcalde le rebuscó los pliegues y le halló el contrabando. ¡Qué cosas descubrió! Pero tuvo lástima del pícaro, que era padre de familia, y se conformó con quitarle el destino, a ruego de don Rodrigo Calderetas, que se comprometió, en cambio, a no volver a amparar a ningún tunante; y lo cumplió entonces uniéndose a sus amigos de Cumbrales para perseguir a Asaduras y a su protegido el de Siete-Suelas; por lo que aquel año no hubo elecciones allí por falta de candidato.

Y en esto, avanzaba diciembre; desapareció por completo el Sur; y aunque la alfombra de verdura, con todos los imaginables tonos de este color, cubría la vega, la sierra y los montes, porque estas galas no las pierde jamás el incomparable paisaje montañés, los desnudos árboles lloraban gota a gota por las mañanas el rocío o la lluvia de la noche; relucía el barro de las callejas, porque el sol que alumbraba en los descansos de los aguaceros no calentaba bastante para secarle; andaba errabunda y quejumbrosa de bardal en bardal, arisca y azorada, la negra miruella, que en mayo alegra las enramadas con armoniosos cantos; picoteaba ya el nevero' en las corraladas, y acercábase el colorín al calorcillo de los hogares; derramábanse por las mieses nubes de tordipollos y otras aves de costa, arrojadas por los fríos y los temporales de sus playas del Norte; blanqueaban los altos picos lejanos cargados de nieve; cortaban las brisas; reinaba la soledad en los campos y la quietud en las barriadas; iba la pación de capa caída; y mientras al anochecer se arrimaban las gentes al calor de la zaramada, ardiendo sobre la borona que se cocía en el llar, y se estrellaba contra las paredes del vendaval la fría cellisca, la aguantaba el ganado, de vuelta de las encharcadas y raídas mieses, rumiando a la puerta del corral, con el lomo encorvado, erizado el pelo, la cabeza gacha, el cuello retorcido y el rabo entre las patas; señales, éstas y aquéllas, de que se estaba en el corazón del invierno, nunca tan triste ni tan crudo como la fama le pinta, ni tan malo como muchos de ultrapuertos, que la gozan de buenos sin merecerla. Pero otras injusticias mayores comete todavía esa señora con la Montaña.

¡Qué suerte la mía si con este librejo, ya que no lo haya logrado con tantos otros informados del mismo sentimiento, consiguiera yo, lector extraño y pío, darte siquiera una idea, pero exacta, de las gentes, de las costumbres y de las cosas; del país y sus celajes; en fin, del sabor de la tierruca!





POLANCO, octubre de 1881.



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