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Emilia Pardo Bazán compone una novela para una revista ilustrada1

Ángeles Quesada Novás

Sociedad Menéndez Pelayo





En el número 746 de la revista La Ilustración Artística se anunciaba que en «el presente número y en la sección de novela ilustrada comenzamos la publicación de una preciosa novela de doña Emilia Pardo Bazán, titulada El áncora, escrita expresamente para La Ilustración Artística. Los dibujos que acompañan son originales del reputado artista D. José Cabrinety».

Efectivamente, en este número, correspondiente al 13 de abril de 1896, y en los tres siguientes, aparecidos los días 20 y 27 de abril y 4 de mayo, La Ilustración Artística publica esta novela corta de Pardo Bazán, ilustrada con unos excelentes dibujos de Cabrinety.

No es la primera vez que una novela corta de esta escritora aparece publicada en prensa, ya lo había sido La dama joven en La Época, entre los días 19 y 31 de julio de 1892. Ahora bien, entre una y otra publicaciones median dos diferencias bastante notables. La primera que La dama joven había sido publicada con anterioridad en volumen ilustrado, en 1885, acompañada de otra novela corta -Bucólica- y de doce relatos más, la mayoría de ellos publicados previamente en prensa diversa. La segunda, que La dama joven aparecida en La Época carece de ilustraciones. De manera que no es de extrañar que el anuncio haga hincapié en la exclusividad del texto y de los dibujos. Con ello el producto final que se ofrece a los lectores reúne todas las características de primor y exquisitez de que la revista hace gala en cada uno de sus números.

Con la publicación de esta novela corta ofrece La Ilustración Artística además una calurosa bienvenida a la que, desde el mes de septiembre del año anterior2, se va a convertir en colaboradora asidua, a través de su columna quincenal «La vida contemporánea», la cual se va a mantener hasta la desaparición de la revista en 1916, y que constituye una parcela importante dentro de la obra periodística de Pardo Bazán. Es de señalar que aunque en varias ocasiones sustituye la escritora la columna -dedicada generalmente al comentario de actualidad- por un cuento, lo cierto es que nunca más aparecerá en esta revista otra obra narrativa del tipo de El áncora. De ahí que la excepción de su aparición me haga pensar en una especie de celebración de bienvenida, aunque no abandone la sospecha de que pudiese ser también un ensayo de publicación de obra corta, posteriormente abandonado tanto por la escritora como por la empresa.

Hay otro elemento interesante que confirmaría ese gesto bienvenida hacia la nueva colaboradora y es que, a lo largo de las cuatro entregas de que se compone la novela, aparece siempre, junto al título -profusamente iluminado con motivos vegetales de corte modernista- un retrato de la escritora que ya había aparecido en la edición ilustrada de La dama joven de 1885 en la Biblioteca Arte y Letras de la editorial Cortezo. En este caso, se enmarca circularmente el retrato con una fina orla con motivos florales y se sitúa apoyado sobre una amplia y larga pluma cuyo penacho superior se apoya a su vez en la orla horizontal del título.

Imagen 1

El deseo de que esta publicación sea del agrado, tanto para el público lector como para la escritora, puede latir también en la elección del dibujante. De entre todos los colaboradores asiduos de La Ilustración Artística se elige a José Cabrinety, que además de colaborar con esta revista lo hace con Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Almanach de l'Esquella de la Tortaza, a la vez que como ilustrador de libros trabaja para las casas editoriales de Montaner y Simón, de Heinrich y de Maucci. Se trata, pues, de un artista conocido y del que se sabe que su trabajo gusta a la escritora.

Efectivamente, en 1889, la casa Sucesores de N. Ramírez de Barcelona publicó don novelas de Emilia Pardo Bazán: Insolación y Morriña. Hermanadas ambas por el subtítulo: Historias amorosas y porque ambas aparecieron ilustradas: la primera por José Cuchy y la segunda por José Cabrinety. Con respecto a la labor realizada por Cuchy parece ser que la escritora quedó sólo medianamente satisfecha, mientras que la efectuada por Cabrinety fue más de su gusto, y así lo comenta en carta a José Yxart: «La ilustración de Morriña me pareció y parece a los inteligentes más bonita y rèussie que la de Insolación. Felicitémonos pues» (Torres 1977: 406).

Con este antecedente no es de extrañar que la dirección de la revista confíe en Cabrinety para ilustrar una novela, cuyos ambiente y localización espacial debían resultar gratos a un dibujante caracterizado por el «predominio de escenas de género, donde la realidad está embellecida» (Trenc Ballester 1977: 130). Ambos elementos -el ambiente de la narración y la destreza del dibujante para plasmarlo- se convierten así en las claves de la más que plausible buena acogida por parte del lector asiduo a la revista, que no es otro sino el perteneciente a la alta burguesía. Un relato cuyos protagonistas detentan títulos nobiliarios, cuyas vidas transcurren entre salones de baile, el Teatro Real y los paseos a caballo en el Prado madrileño y en el que el conflicto amoroso de la protagonista se resuelve dentro de las más estrictas normas morales. Relatado todo ello por un narrador omnisciente que no sólo se detiene en digresiones de variada índole -morales, psicológicas, mundanas-, sino que abunda en descripciones detalladas de lujosos salones y de atavíos exquisitos; con un excelente uso del sumario y una buena elección de la escena, y que remata la historia con un final abierto a la posibilidad de un happy ending. No cabe duda que la publicación reúne los requisitos necesarios para complacer al público de La Ilustración Artística.

Además de una primorosa presentación y de la maestría con que está escrita, la novela corta El áncora atrae la atención por otra razón, que no es otra sino la de la forma en que se plantea una historia amorosa -nada nueva ni original por otra parte-, la manera en que se busca solución al conflicto, y sobre todo, la insistencia en hacer alarde en ella de acatamiento al orden moral establecido.

Esta última faceta -tan presente a lo largo de la historia- me lleva a intuir que Pardo Bazán pudiera haber buscado con ella una suerte de reconciliación con aquellos lectores -los asiduos a la revista en que se publica- que pudieran haberse sentido heridos en su sensibilidad moral por la lectura de alguna de sus novelas anteriores, en particular por Insolación, que tanto revuelo había causado sólo unos pocos años antes.

Sabemos que la crítica fue muy dura en sus comentarios sobre esta novela («... antipático poema de una jamona atrasada de caricias...», señaló Clarín), y que, al margen de sus valores literarios, se hizo especial hincapié en los aspectos supuestamente inmorales de una historia amorosa, en la que la protagonista -una viuda joven- hace caso omiso de buena parte de las convenciones sociales al uso y se deja arrastrar por sus pulsiones sexuales. «El amor sensual, objeto de un libro, cuando no muestra una trascendencia artística, es... escandaloso, en la rigurosa acepción de la palabra» (Penas 2003: 114), insiste Clarín.

Aunque Pardo Bazán, fiel a su carácter, aguantó firmemente el aluvión de reproches, sospecho que no por ello dejaría de observar que las acusaciones acerca de inmoralidad de la novela podían afectar a su quehacer periodístico, a su crédito como comentarista y crítica de la actualidad, que es, a fin de cuentas, el camino que acaba de emprender desde las páginas de La Ilustración Artística. De manera que, como carta de presentación para los lectores de esa misma publicación (no olvidemos que en la presentación se subraya el que está «escrita expresamente» para la revista) ofrece una historia que bien podría considerarse una respuesta a Insolación, desde la más estricta ortodoxia moral.

Efectivamente, un año después de que aparezca la segunda edición de la novela que críticas tan acerbas había suscitado, se apresta Pardo Bazán a ofrecer al público un relato que narra la historia de cómo, aun aceptando y sometiéndose a las normas sociales y morales, la protagonista llegará a tomar una decisión nada acorde con las mismas, si bien, una circunstancia imprevista le impide llevar a término su decisión. Como premio -quizá- al acatamiento del personaje al código moral y social que dirige su vida y que la ha conducido a la infelicidad, se rematará la historia con un final abierto, que, a todas luces, anuncia un posible final feliz. Circunstancia esta última francamente escasa en la producción novelesca y cuentística de Pardo Bazán que trata el tema de la relación amorosa, como creo haber demostrado en mi estudio El amor en los cuentos de Emilia Pardo Bazán.

El áncora cuenta la historia del enamoramiento de una pareja: Fernanda y Gonzalo, ella desdichadamente casada con un muy digno representante del hombre de la época, es decir, casado por conveniencia y dedicado desde la luna de miel a correr aventuras amorosas que terminan por conducirlo a los brazos de una amante fija, perteneciente a su mismo círculo social. Fernanda es consciente de su desdicha y lucha por atraer a su marido e, incluso, por mantener su amor por él. Una última prueba la lleva al convencimiento de que ha dejado de amarle. Será entonces cuando entre en escena Gonzalo, cuya conducta acorde con lo que ella considera deba ser un hombre, sumada a las opiniones de él acerca del matrimonio -coincidentes con las suyas- harán que se produzca ese enamoramiento.

La relación de pareja se lleva a cabo dentro del más estricto acatamiento del código social, lo que significa que sus encuentros se resuelven siempre dentro de ámbito amistoso y además estarán siempre acompañados por otra persona -la amiga fiel de ella- cuyos ardides para facilitar un encuentro a solas son rechazados por ambos enamorados. Finalmente ella, tras mantener una dura lucha interior, le concede una cita a solas y en esa cita, sin más preámbulos, él le confiesa su amor y le plantea la solución de la fuga. Queda en suspenso la repuesta de ella, pero los indicios no plantean la menor duda acerca de cuál hubiese sido ésta.

A renglón seguido, una inesperada visita médica, informa a Fernanda de un embarazo ni conocido ni -posiblemente- deseado. Esta circunstancia la conduce a renunciar a su amor. Una elipsis sitúa la acción dos años después, y a lo largo de una conversación entre Gonzalo y la amiga de ella, se enterará él de las desgracias vividas por Fernanda tras el nacimiento de un niño enfermo, lo que le hace admirar más a la mujer. Mientras Gonzalo se aleja apesadumbrado y María Pimentel lo contempla con pena, tiene lugar un accidente en el que fallece el marido de Fernanda.

La novela está narrada por un narrador omnisciente entregado, a todas luces, a la tarea de enfatizar la sumisión de Fernanda a un código social, cuyas normas la maltratan como persona y como mujer enamorada, y de paso demostrar cómo a pesar de ese acatamiento y las reflexiones de él derivadas, se impone el amor y con él la trasgresión como única salida. Pero una trasgresión no al uso de la sociedad, es decir el adulterio mantenido más o menos en secreto, sino una huida que aleje a la pareja de su círculo.

Son múltiples las aclaraciones que se ofrecen acerca de en qué consisten esas normas y el indiscutido sometimiento a ellas: «Las faltas de Ginés, con mujeres despreciables, le habían parecido hasta entonces a Fernanda vicios y locuras de la mocedad; pero la falta con una señora era, sin duda, la traición, el robo, el despojo total, la sustracción de lo único que hasta entonces había conservado la esposa y que le quitaban con inaudito descaro» (1.ª, entrega, p. 284).

Tampoco olvida en narrador ofrecer la muy diversa visión que acerca del matrimonio sostienen los cónyuges:

«Fernanda creía, soñaba, mejor dicho, que aquello era el prefacio; que la novela, la poesía, lo santo y lo inefable vendrían después, y muy completos, y con duración de muchos años, trayendo cada edad de la vida su forma diferente del amor. [...] Y en cambio Ginés pensaba que un poco de jalea al principio, y una correcta indiferencia luego, pagaban bien la deuda contraída ante el altar».


(1.ª, 746)                


Y no duda en opinar acerca de los hechos y ofrecer explicaciones de los mismos, cuando no del devenir emocional y psíquico de los personajes: «El más rígido censor y el observador más minucioso no encontraría en aquella velada del miércoles nada que pudiese despertar la suspicacia ni justificar sus recelos» (3.ª, 315). «El caso de Calderón, si sobre él reflexionamos, prueba que los mejores y más hermosos sentimientos no hacen bien, sino daño, si no los regula una ley superior y más desinteresada que la conciencia individual» (3.ª, 316). «¿Podrá darse cosa menos reprensible que las veladas aquellas?» (316).

Pero quizá lo más interesante -e indudablemente el interés central del relato- sea el análisis de la evolución de Fernanda, de las reflexiones que acerca de sí misma emite el narrador bien con su voz, bien con la de la protagonista. Para ello el narrador, que ha comenzado la historia in media res, introduce un flashback en el que, además de enterarnos de la infancia del personaje «Fernanda guardaba en el corazón, bajo apariencias de aspereza, un foco de dolor y de ternura, el sitio de su madre, muerta al darla a luz» (1.ª, 283), nos hace asistir a las primeras decepciones tras su boda, así como a las reacciones que estas le provocan: «Fernanda sintió una contrariedad indecible. [...] Fernanda calló. [...] No, Fernanda no interpretó aquello; sólo vio la repulsa, la dureza, la acogida hecha a su demostración de ternura..., y silenciosa volvió la espalda» (1.ª, 284).

De nuevo en el tiempo de la historia, expone la situación actual:

«En expectativa al principio; desconsolada luego; revolviéndose después hacia todos lados como quien busca un clavo a que agarrarse, Fernanda estaba ya en ese período de desorientación en que todo se intenta. [...] Ciertamente que no podía sorprender a Fernanda ningún indicio de despego de su marido. En cinco años había recorrido todas las etapas del recelo, de la desconfianza, de la duda, del desengaño, de la desesperanza y del desconsuelo...».


(1.ª, 184)                


Indudablemente todos los pormenores relatados no persiguen otro fin que el de justificar los hechos que sucederán a continuación -es decir, los encuentros con Gonzalo-, que aunque tengan lugar dentro del mayor recato y compostura no por ello adquieren a los ojos del comprensivo -y no por ello menos riguroso- narrador algún matiz censurable: «[...] nadie hubiese sospechado que momentos antes una profunda y dramática situación se había producido entre aquella señora tan correcta en su amable familiaridad y gratitud y aquel caballero tan rendidamente y respetuosamente cortés» (2.ª, 300). «Establecióse la costumbre de modo insensible, fomentada por las oficiosidades de María y por la inclinación de los dos que aún no sé si llamar culpables» (3.ª, 316).

La evolución de Fernanda continúa y ahora, además de a sus reflexiones, asistimos a sus reacciones físicas: «Y si Fernanda hubiese sido de esas mujeres que arden como yesca, su propia alteración la serviría de aviso para cautelar. [...] Y Fernanda, al oír esta frase, volvió la cabeza y sintió una llamarada de fuego que pasaba por sus ojos y sus mejillas» (3.ª, 316). Muy poco después tiene lugar la exposición de la lucha consigo misma que la protagonista mantiene:

«Y es que reconocía con espanto aquella mujer, sincera y leal hasta cuando la dominaba la pasión, que dentro, en su propia alma, se habían roto todas las vallas y todos los diques que podían sostenerla, y que no tenía a qué asirse, por lo cual la caída era segura en plazo más o menos corto; y sobre todo, la caída interior, que a fuer de espiritualista tenía más importancia para Fernanda, era evidente. En aquella oscuridad que casi siempre presta claridad a la conciencia, Fernanda veía que no quedaba en pie ni uno solo de los apoyos en que podría sostenerse para llegar a no querer la caída que ahora deseaba con toda su alma; y el desearla así era lo que no soportaba su espíritu, lo que la hacía tenerse en poco a sí propia y sufrir la más dolorosa humillación que sufrir pueda un ser delicado, una selecta organización moral».


(3.ª, 317)                


Esta lucha consigo misma termina por imponer una solución trágica, quizá el suicidio, como única salida ante su repulsión al adulterio consentido en su medio social:

«No, Fernanda no quería ser esa mujer, ni vivir así, ni someterse a la situación general de las mujeres que caen. Unido este inquebrantable propósito a la no menos fulminante e indestructible convicción de que pagaba la pasión de Gonzalo en la misma moneda, y que no podía amputarse el corazón [...]. Era la solución tan terrible, en cierto modo tan trágica, y de seguro tan inusitada y poco común [...], ningún vacío dejaría su desaparición de aquel mundo insustancial e indiferente, [...] y ni señal quedaría en la superficie de la no observada desaparición».


(3.ª, 317)                


La vuelta de tuerca que significa el encuentro a solas con Gonzalo, su declaración de amor y su proyecto de huida, parecen inclinar a Fernanda por esta solución, aunque en el texto no se confirma. La entrada en escena del médico de la familia (por cierto el mismo Sánchez del Abrojo que atiende a Asís Taboada en Insolación) y el anuncio de embarazo frustra la intentona. A partir de aquí, el narrador, que tan prolijo ha sido en su descripción de los estados de ánimo de Fernanda, de sus reflexiones, a solas o acompañada, de sus reacciones físicas, abandona a la protagonista, conmocionada por la noticia, y omite su reacción para, mediante una carta enviada a Gonzalo, informarnos de su decisión, que no es otra que la renuncia, basándose para ella en el sentido del deber hacia ese hijo. «Me creí sola, sin obligaciones, y sin que a nadie le importase de mí, y ya ves cómo me equivocaba» (4.ª, 332).

Se impone, pues, el código moral y muy plausiblemente ella contempla el embarazo como la tabla de salvación que le permitirá derivar sus efusiones amorosas hacia el hijo, y con ello sosegar su espíritu. Y así lo debe interpretar también Gonzalo que unas líneas más adelante, en boca del narrador dice: «Veía a Fernanda, a la que llamaba su Fernanda siempre, a la que por el nacimiento de aquella criatura se había creído salvada ya» (4.ª, 332).

En la décima y última parte del relato el narrador, tan pendiente de Fernanda, tan preocupado por ofrecer su evolución, deja paso a otra visión del problema escogiendo como voz narradora de las vicisitudes de la protagonista a la amiga, María Pimentel, que se ha caracterizado a lo largo del relato por mantener una actitud laxa ante las normas, ya que ella, según informa el narrador, «aunque no profesaba abiertamente principios de relajación y de inmoralidad, ni mucho menos, olvidaba completamente la existencia de otros principios cuando se trataba de no ver padecer a los que quería» (2.ª, 300). Será su voz, mediante el peculiar lenguaje derivado de un carácter en el que «conservaba [...] bajo la corteza del elevado trato social el sentir fogoso y sin freno de las clases populares» (2.ª, 300) la que relate sumarialmente a Gonzalo los sucesos de los últimos dos años.

Este cambio de voz y de óptica, esta variación desde el tono altisonante del narrador omnisciente, imbuido de su carácter de garante del código social, al desenfadado de la viuda que expresa más que pena, indignación ante la situación de su amiga, aligera de dramatismo unos hechos de por sí dolorosos y parece preparar esa circunstancia simultánea -la muerte accidental del marido- que anuncia un posible final feliz para la decorosa y sufriente pareja. Todo ello dentro de la ortodoxia a que me he referido más arriba, todo ello en función -quizá- de no remover sensibilidades apegadas al código social.

Ahora bien hay un elemento muy curioso en toda esta historia y es ese hijo inesperado que convierte a Fernanda en una mujer que «edifica» por su comportamiento y que -según la Pimentel- declara que antes «no había sufrido bastante aún; pero que ahora, ya sabe dónde está la resignación y cuánto vale» (4.ª, 333). Más curioso todavía son las razones que aporta María Pimentel para explicar la enfermedad del hijo: «[...] que un niño engendrado y concebido cuando la madre tiene cada día una pataleta y cada noche un insomnio y a cada hora un tósigo y a cada minuto una pena, ¡qué quiere usted que sea ese niño! O loco de atar o lo que es el de Fernanda ¡que no sé si diga que es peor!» (4.ª, 332). Un hijo que, según la literatura normativa de la época, serviría para canalizar la pasión pecaminosa de la madre y «salvarla» de la deshonra -bien lo ha dicho Gonzalo-, se convierte, mediante su enfermedad, en símbolo del desamor reinante entre los padres, además de contribuir a ampliar el aura de ¿heroína? que rodea a Fernanda.

Una novela, pues, de intencionalidad más que evidente, que bien podría considerarse como la respuesta normativa a la «escandalosa ligereza» demostrada por Asís Taboada en Insolación, pero en la que se deja advertir una acusación a la doble moral de la sociedad, a la dureza de la normativa religiosa, que conduce a esta mujer a un callejón sin más salida que la de la transgresión o la de la infelicidad.

Como correlato al buen hacer literario de la novelista, el texto aparece excelentemente iluminado por siete ilustraciones, (a las que cito según su número de orden dentro del conjunto) acompañadas de su correspondiente pie textual. Salvo el caso de las dos últimas (las 6.ª y 7.ª, la presencia de las ilustraciones condiciona la disposición tipográfica del texto, aún cuando siempre se mantenga la presentación a tres columnas. Cada entrega consta de dos dibujos, salvo la tercera que cuenta sólo con uno. En las dos primeras entregas la ubicación de las viñetas es la misma: una ilustración en la primera página y otra en la tercera y última. En el caso de la tercera entrega la única ilustración está situada en la tercera página, mientras que en la cuarta las ilustraciones ocupan las segunda y tercera páginas. Ninguna de ellas guarda relación de continuidad ni de simultaneidad con respecto del texto y, en algún caso, debido quizá a la calidad o al tamaño del dibujo se trastoca el orden.

El ejemplo más claro está ya en las dos ilustraciones de la primera entrega, cuyo orden -según el texto- debiera ser inverso, puesto que la segunda ilustración (2.ª, situada en la página tercera ilumina unas frases contenidas en el segundo párrafo, mientras que la primera ilustración (1.ª hace referencia a una situación que aparece en la página tercera. Se mantiene este caprichoso orden en las entregas segunda y tercera, sólo en la cuarta la última ilustración (7.ª aparece situada de manera simultánea al texto literario.

En cuanto a la tipología de las ilustraciones, todas ellas representan grupos de personajes en diversas actitudes que responden a las situaciones relatadas en el texto. El personaje que aparece con mayor frecuencia es Fernanda, la protagonista, que lo hace en cinco de las siete viñetas y, salvo en la 2.ª en que aparece sola, lo hará siempre en compañía de otros personajes. Hay otra viñeta, la 3.ª en que aparece un solo personaje, en este caso María Pimentel; en las demás aparecen habitualmente dos, salvo la 4.ªen que aparecen tres. Las viñetas 1.ª, 4.ª, 5.ª, 6.ª y 7.ª iluminan los momentos más importantes del relato, aquellos en que el discurrir de la vida de Fernanda tropieza con escollos o con veredas abiertas a un cambio.

El tratamiento gráfico de dichos momentos por parte de Cabrinety suele ser de analogía interpretativa, es decir representación de lo que el texto literario comunica. Ello no obsta para que el dibujante, en ocasiones, introduzca algún elemento que distorsione o enriquezca la situación. Ejemplo de ello sería la viñeta 1.ª,

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en la que, a pesar de que el pie reproduce literalmente el texto: «Ginés entraba sonriendo, expresando con los ojos algo...», la posición de la figura masculina en el dibujo recuerda más una actitud de acecho sigiloso que de entrada franca en una habitación; tampoco el gesto de Fernanda, que en el dibujo se mira complacida al espejo, se corresponde con el texto: «Volvió Fernanda a mirarse... y de pronto, la alta luna del espejo reflejó algo que la dejó inmóvil de sorpresa». Es decir, que lo representado por el ilustrador es el momento previo al expresado por el narrador e incluye un cierto matiz morboso al presentar una escena de quasi voyeurismo.

La intrusión del dibujante se hace más evidente en la viñeta 6.ª que ilumina el diálogo amoroso entre Fernanda y Gonzalo, ya que prescinde del entorno realista presente hasta ese momento en todas las ilustraciones y sitúa los bustos de la pareja sobre un fondo compuesto por una superficie cubierta profusamente por hierbas y margaritas. Como elemento de anclaje con el ambiente de lujo presente en el resto de las viñetas, añade en la parte inferior izquierda un juego de té, compuesto por tres piezas, primorosa y detalladamente dibujado.

Imagen 3

En el resto de las viñetas cobra especial importancia la presencia de muebles y objetos (los paños de la viñeta 2.ª el biombo de la 4.ª la mesa de teléfono de la 5.ª) que contribuyen a subrayar unos ambientes selectos. Como contraste la 7.ª y última viñeta, de tamaño superior a las demás, en la que se ilumina la conversación mantenida en la calle por Gonzalo y María Pimentel. Representa una escena costumbrista popular de gran calidad, en la que no faltan los «tipos»: niño vendedor de periódicos, mujeres del pueblo, aguadores, así como elementos u objetos propios de una escena urbana: tartanas, carteles publicitarios, árboles que enmarcan la calzada. Dentro de este conjunto resulta muy reseñable el grupo formado por dos mujeres que charlan, una de las cuales, con gesto lloroso, se cubre los ojos con el brazo, mientras la otra la contempla con gesto compungido. No menos interesante es la aguda y atenta mirada que la mujer situada detrás de la pareja central dirige al caballero; todo ello contribuye a «vivificar» una escena que, resuelta en la mera presentación de los personajes centrales, hubiera resultado fría en demasía.

Imagen 4

Junto al preciosismo puesto en la representación de ambientes, el detallismo en el tratamiento de los paños, el virtuosismo en el diseño de las vestimentas femeninas habría que añadir la gama de expresiones con que Cabrinety dota a los personajes, que buscan completar gráficamente lo expresado en el texto. Uno de los mejores ejemplos lo constituye la viñeta 4.ª en la que aparecen los tres personajes que mueven la acción: Fernanda, Gonzalo y María Pimentel. Comparten los tres un momento agradable, pero la mente de cada uno de ellos discurre por caminos propios, y eso es lo que la viñeta muestra de manera harto eficaz.

Imagen 5

Algo semejante se podría decir de la viñeta 5.ª en la que la expresión de las dos figuras femeninas -alegre y distendida la una, cuidadosamente atenta la otra- revelan situaciones anímicas diversas, casi no necesitamos el pie textual para saber quién está al otro lado del hilo telefónico.

Imagen 6

No menos significativa es la expresión de Fernanda en la viñeta 6.ª que refleja el halo de tristeza y preocupación con que recibe las expresiones amorosas de Gonzalo, o la honda pena que refleja el gesto de la protagonista en la viñeta 2.ª que es además una muestra excelente de la maestría de Cabrinety en el tratamiento de los paños.

Imagen 7

En conjunto, pues, estamos ante una no sólo correcta interpretación analógica del texto literario, sino ante la búsqueda de una ilustración que coadyuve a su enriquecimiento a la manera que comentaba Pérez Galdós cuando justifica ante sus lectores la presencia de ilustraciones en sus Episodios Nacionales y señala que, gracias a los dibujos, los relatos «pueden alcanzar extraordinario realce y adquirir encantos que con toda tu buena voluntad no hallarías seguramente en la simple lectura» (Miller 2001: 168).




Bibliografía

  • MILLER, S. (2001): Galdós gráfico (1861-1907). Orígenes, técnicas y límites del sociomimetismo, Las Palmas de Gran Canaria, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria.
  • PARDO BAZÁN, E. (1896): El áncora, La Ilustración Artística, 13, 20 y 27 de abril, 4 de mayo. Pp.: 283-285, 299-301, 315-317, 331-333.
  • PENAS, E. (2003): Clarín, crítico de Emilia Pardo Bazán, Santiago, Universidade de Santiago de Compostela.
  • TORRES, D. (1977): «Veinte cartas inéditas de Emilia Pardo Bazán a José Yxart». Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LIII, pp. 383-409.
  • TRENC BALLESTER, E. (1977): Las Artes gráficas de la época modernista en Barcelona, Barcelona, Gremio de Industrias Gráficas.




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