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Espina, Antonio: «Quevedo». Madrid, Imp. Estades. Colección «Vidas». Ediciones Atlas, 1945. 158 págs.

Ricardo Gullón





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La biografía de Quevedo es empresa para tentar a un escritor, sin necesidad de especiales conmemoraciones. En estos meses hanse publicado dos biografías del gran satírico, voluminosa la una, sucinta la otra; puede y debe leerlas quien desee comparar las excelencias y desventajas propias de ambos textos, representativos de dos bien distintos modos de historiar. El autor de la más extensa, don Luis Astrana Marín, es conocido erudito, editor de unas Obras completas de Quevedo y de algunos otros trabajos a él dedicados -un Ideario entre ellos-: la más breve de estas Vidas es obra de un escritor muy ingenioso y espiritual, dotado de ese especial humor que en buen castellano pudiéramos llamar socarronería.

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A. E., autor de esta segunda Vida del gran don Francisco, está acreditado como perito en pergeñar amenas e interesantes biografías: recordamos, entre otras, la de Luis Candelas, que, juntamente con algunas de las firmadas por Benjamín Jarnés, cuenta entre las mejores de aquella prometedora -inicialmente, prometedora- colección que publicó Espasa-Calpe. Más recientemente apareció un Cervantes en la misma serie que ahora registra el alta de este Quevedo, y muy su gemelo en el donaire con que la narración se conduce y en el sabroso condimento de la prosa.

Y ya hemos apuntado, por diversos caminos, lo que caracteriza el ingenio de E.: sorna, ingenio, socarronería, donaire, o dicho con palabras más terminantes, gracia artística. Sería ya mucho: nos daríamos por contentos en mil coyunturas -cuando atravesamos áridos volúmenes- con atisbar, siquiera de refilón, esta fluida donosura que da a lo escrito calidad preciosa. No es gracejo, sino algo superior, feliz armonía entre lo que se refiere y la manera cómo se cuenta, intuición que suministra el tema adecuado, el estilo preciso.

En las biografías de escritores, de poetas, existe un problema importante: ¿hasta dónde es lícito el comentario, la glosa, la crítica incluso de la obra del biografiado? La respuesta justa se encuentra en el librito de E.: hállase implícita en el modo de abordar la cuestión: es difícil y además estéril separar la vida y la obra del escritor, porque ésta también es vida, es su vida, siquiera en casos como el de don Francisco de Quevedo exista, aparte de ella, abundante material biográfico. Pero, en suma, a sus obras acudirá para mejor entenderle, pues muestras son y de superlativa valía, de un temperamento, de una actitud espiritual.

E. utiliza tanto las obras literarias como las políticas o las puramente poéticas de Quevedo. Mas con extrema discreción, ateniéndose a lo en realidad necesario: el sucinto examen de los Sueños es paradigma de cómo puede ser útil alguna página de estricta crítica en el conjunto de las ceñidamente biográficas. Por lo demás, el hombre Quevedo tenía vitalidad para colmar diversas actividades: aparte de sus escritos, constátase un avatar político de gran interés, la época en que goza la confianza del Gran Osuna en el luminoso Nápoles español: después, otro momento cortesano que en sus postrimerías le arrastra a la mazmorra de San Marcos, en León. Muy precisamente destaca E. cómo la ambición política, el afán de alcanzar gloria en este temible y azaroso ámbito, corroe al escritor en los años de madurez.

La narración biográfica divídese en tres desiguales partes:   —546→   en la primera, tras un inicial capítulo descriptivo del ambiente de España en el tránsito entre los siglos XVI y XVII, refiérense las mocedades de Quevedo, explicándose su dedicación a lo literario, su condición satírica y agresiva, como impulso de autodefensa provocado por el sentimiento de inferioridad física. Las piernas torcidas del niño van a determinar el carácter del hombre y las producciones del escritor: si no querido, va a ser temido, por dos buenas razones: la mordacidad de su lengua y lo hábil de su espada. El maldiciente, curándose en salud, es diestro esgrimidor que ampara en su destreza las audacias de la pluma.

A la estancia de Quevedo en la Universidad de Alcalá de Henares dedica el biógrafo una veintena de páginas, valiosa y hábil síntesis de las costumbres estudiantiles de entonces. Útil asimismo para señalar dos o tres rasgos típicos del joven don Francisco: la bravuconería, el escepticismo y, por encima de todo, la afición al estudio; escolar puntero y jovial, supo barajar las cartas del bureo y la aventura, con el trabajo serio y el fructífero esfuerzo.

La segunda parte de esta biografía comprende tres capítulos dedicados a Quevedo escritor: en Valladolid primero, en Madrid más tarde, pero ya resueltamente volcado a las letras. Escritor de raza que vierte en el papel todos sus afanes, sus angustias, el resultado de sus meditaciones, las propuestas de carácter político, los estudios de tipo filosófico, las chocarreras burlas contra tanta mentira y tanta corrupción como le rodea. Su hostilidad hacia el sexo femenino le va a dictar frases punzantes, crueles, y no ocasionalmente, sino de continuo y en cien pasos de sus libros. Espadachín como es, no tolera otros espadachines; les provoca, acorrala y agrede. Después, ya maduro, tensas sus admirables facultades, escribe los Sueños, influidos -como E. señala- por la fantasía del Bosco y, como los cuadros de éste, transidos de imaginación recargada y sombría, con vaho de humor acre, amargo y pesimista. Gran quimera del mundo, donde salen a plaza las bestias negras, las obsesiones del gran satírico, y reciben la rociada pertinente. En estas páginas es donde A. E., discretamente, con recomendable tacto, analiza algunas obras de Quevedo.

En la última parte, el ritmo de la historia se hace más vivo; nos recuerda aquella frase de Maurois cuando, con relación a su Voltaire, dice que hubiera querido escribirlo con el aire prestísimo del Cándido. Prestísimo es el ritmo de estos capítulos postreros, donde se narran los años prósperos de Quevedo, éxitos en la Corte de Nápoles, fracaso en la conjuración de Venecia y altibajos de su estrella en las posteriores andanzas en Madrid, al retorno de Italia. Buen capítulo el relativamente extenso, dedicado a la razón social Quevedo-Osuna: corazón y cabeza en cada uno de   —547→   los asociados -si que en distinta proporción-, pudo lograr increíbles fortunas a poco que la suerte hubiérase mostrado propicia. Leyéndolo tiénese la sensación de cómo en la historia, una causa insignificante, un detalle trivial, puede determinar hondas mutaciones; y si no en la historia, en las vidas de Osuna y Quevedo tuvo no pequeña influencia el fracaso de la empresa veneciana.

Los tiempos adversos: la enemistad del Conde-Duque de Olivares (mediocre valido a quien Quevedo, con rara ceguera, se atrevió a desafiar, siendo, como era, posible resguardo contra sus poderosos adversarios), ocasiona la prisión del satírico, persecución cruel, injusta, pero no imprevisible, que pone de bulto el alma mezquina del todopoderoso ministro de Felipe IV. A propósito de esta persecución escribe E. palabras tan lúcidas que me parece deben transcribirse en estas notas: «En rigor, lo que no se le perdonaba era su rebelión; la autenticidad de su espíritu rebelde: su actitud de desafío a la sociedad entera. La actitud era lo insoportable; el gesto, la insumisión al medio que le rodeaba, que los otros avalaban y en el cual vivían, abyectamente si era preciso, pero con disfrute pacífico de sus privilegios. Quevedo tenía muchas cuentas que liquidar con sus víctimas aisladas, individuales. Pero tenía otra cuenta infinitamente más seria que rendir a otra especie de acreedor implacable, monstruoso, multitudinario: la sociedad. Rebasar los límites de lo que ella considera lícito, dentro de sus convencionalismos, por ridículos que estos sean, es insultarla. Al menos así lo ha estimado siempre la interesada. Y en consonancia con este imperativo produjo sus reacciones en el caso de don Francisco».

Creo que nunca se diagnosticó el caso con mejor acierto. Y esta cita sirve para valorar la sagacidad del biógrafo, su penetración en la enrevesada trama del hecho antiguo. Debe también subrayarse el airoso ademán con que esquiva uno de los riesgos existentes al estudiar el caso Quevedo: fue este hombre de anécdotas, y aparte las muchas que por desidia o mala fe vinieron sin razón atribuyéndosele, son las auténticas en número suficiente para anegar cualquier intento de visión profunda del alma quevedesca: pues las anécdotas son casi siempre superficiales, inaptas para ayudarnos a la comprensión del sujeto que las produjo y únicamente, en algunos casos, útiles para delatar alguna faceta de su espíritu. A. E., conocedor de lo letal del tósigo, minístralo con la debida cautela.

Así también el dato. El dato es, claro está, cimiento de cualquier estimable biografía. Cimiento, que no fachada. El dato debe permanecer en penumbra, creando la obra, mas no abrumándola. Ése es error frecuente en los eruditos profesionales, propio del investigador que, tras invertir en la búsqueda días y   —548→   semanas, encuentra que su presa puede pasar inadvertida, y, para evitarlo, acude a digresiones, polémicas, ataques que alzaprimen el hallazgo. La pasión del dato por el dato mismo no tiene sentido: importa la certidumbre si la construcción no ha de asentarse en el vacío (que a tal equivale el supuesto falso), pero una vez logrado el firme inexcusable ahórrese destacar lo irrelevante, lo polémico, y procure el biógrafo imitar a E. en la sobriedad con que hace uso de sus materiales.

¿Hay varios Quevedos? Cierto que sí. De cada uno de nuestros prójimos formamos una idea, más o menos cercana a la verdad, que en parte coincide y en parte no con la imagen que otras personas tienen de ellos, y aun con la que cada cual haya alzado de sí. Mucho más cuando el hombre es, como don Francisco de Quevedo y Villegas, contradictorio y proteico, si que, en definitiva, siempre idéntico a sí mismo. Es preciso, pues, optar, y de los Quevedos posibles forjar uno, desentendiéndose de querellas sobre la veracidad de tal o cual gesto, de esta anécdota o de aquella frase; atenerse a lo esencial y así reinventar el complejo ser que fue, ponerle en pie y esperar un instante a ver si el espíritu de nuevo creado es adecuado para la complicada máquina de sueños y pasiones que debe cobijar. A. E. hizo la prueba, y en este libro queda testimonio de su acierto.

Los reparos a esta biografía dimanan de su brevedad, consecuencia ella de las limitaciones de espacio a que obligaba su inclusión en una serie de volúmenes cortos. Hay hechos escasamente puntualizados, detalles importantes no bien aclarados, cosas aludidas, sobreentendidas... Las cien primeras páginas son las mejores; adolecen en cambio de cierta precipitación las dedicadas a la boda de Quevedo, y aun las atañederas a su triste muerte. Objeciones de escasa monta, por cuanto es de creer que A. E. no ha de abandonar su Quevedo, y en sucesivas ediciones veremos salvadas y superadas las lagunas a que me refiero; por todos conceptos lo merece esta singular y meritoria reconstitución de la vida y el alma del genial autor de El Buscón.





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