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Historia y literatura en torno al príncipe D. Juan, la «Representación sobre el poder del Amor» de Juan del Encina

Miguel Ángel Pérez Priego





Tanto desde la historia corno desde la literatura, la figura del príncipe don Juan, el infortunado primogénito de los Reyes Católicos, resulta una de las más atractivas e interesantes de la Baja Edad Media peninsular. Desde la historia, porque se trata de una de esas figuras truncadas, prematuramente desaparecida cuando en él estaban puestas las mayores esperanzas e ilusiones políticas, y que seguramente hubiera hecho cambiar los destinos de un pueblo. Literariamente, porque, aparte sus propias aficiones, en torno a él se produjo una copiosa literatura -con motivo de su nacimiento, de sus bodas y, sobre todo, de su muerte-, marcada por esos acentos mesiánicos y redentores, muy fin de siglo, y en la que tomaron parte destacados escritores del momento, desde los latinos Pedro Mártir de Anglería o Diego Ramírez de Villaescusa a poetas cortesanos como el Comendador Román o el mismo Juan del Encina, aparte de una nutrida serie de romances en cuya consideración no entraremos ahora.

Transcurridos ocho años sin descendencia varonil en el reino y creada una cierta psicosis sucesoria, el nacimiento del Príncipe, en el Alcázar de Sevilla, el 30 de junio de 1478, fue un alborozado y jubiloso acontecimiento. Tanto Hernando del Pulgar como Andrés Bernáldez, hablan en sus crónicas de las «grandes alegrías» que se hicieron en todas las ciudades y villas de Castilla y Aragón1. En seguida el suceso fue revestido de un tinte mesiánico y providencialista, como, por ejemplo, lo interpreta Hernando del Pulgar en carta dirigida al doctor Rodrigo de Talavera:

del nacimiento del príncipe, con salud de la reina, ovimos acá muy grand placer. Claramente veemos sernos dado por especial don de Dios [...] por fe tengo que ha de ser el más bienaventurado príncipe del mundo; porque todos estos que nacen deseados, son amigos de Dios, como fue Ysaque, Samuel y Sant Juan [...] pues son concebidos y nascidos en virtud de muchas plegarias y sacrificios,


para establecer a continuación un paralelismo prefigurativo entre el nacimiento del príncipe y el de san Juan:

Ved el evangelio que se reza el día de Sant Juan; cosa es tan trasladada que no paresce sino molde el un nascimiento del otro: la otra Ysabel, esta otra Ysabel; el otro en estos días, éste en estos mismos, y tanbién que se gozaron los vecinos e parientes, y que fue terror a los de las montañas2.


La misma ceremonia de la primera salida de la Reina y bendición post partum se celebró también como una verdadera presentación en el templo, sólo que en esta ocasión la ofrenda fue de dos excelentes de oro, en lugar de los dos palomos evangélicos. Aquel día, 29 de julio, no obstante, dice la crónica de Bernáldez, «a mediodía, fizo el sol un eclipse el más espantoso que nunca los que fasta allí eran nacidos vieron»3.

El Príncipe, aunque siempre quebrantado de salud, recibió una educación extremadamente esmerada y modélica, hasta el punto de que cuando, años más tarde, Carlos V hubo de planificar la enseñanza de su hijo Felipe II, encargó a Gonzalo Fernández de Oviedo, antiguo servidor de don Juan, que reconstruyera en su memoria y escribiera un tratado sobre la organización de la corte del primogénito de los Reyes Católicos, el cual redactó hacia 1554 y sería publicado con el título de Libro de la Cámara Real del Príncipe don Juan e offiçios de su casa e serviçio ordinario4. Por el libro de Oviedo conocemos casi todos los pormenores de la vida cortesana en torno al príncipe, desde el ceremonial de mesa y vestido, por ejemplo, hasta los nombres de sus ministriles y maestros de canto. Se sabe también, así, que el Príncipe tuvo corte propia en Almazán desde 1496, de la que formaban parte diez caballeros de compañía (entre quienes figuraron, Juan Velázquez, Nicolás de Ovando o Luis de Torres, hijo del condestable Lucas de Iranzo), además de los pajes del príncipe (hijos de los grandes y principales del reino, entre los que se encontraba don García de Toledo, primogénito del duque de Alba).

La formación de don Juan se encargó al dominico Fray Diego de Deza, que regentaba entonces la cátedra de Filosofía en Salamanca5. Del magisterio de Deza, excelente gramático y teólogo, el príncipe «salió buen latino [...] muy cathólico e gran cristiano, e muy amigo de verdad e inclinado a toda virtud». En sus aposentos, gustaba don Juan de tener algunos libros para que le fuesen leídos, sobre los cuales advierte Fernández de Oviedo, tal vez en apreciación personal desde la época en que escribe:

Y aquestos no han de ser apócriphos y baños, como Amadís y otros tales, sino de historias veras, y de cosmographía y otras çiençias aprovadas y onestas, y de que se pueda sacar provecho y avissos para enmendar la vida y saver bien governar el prínçipe los estados y señoríos para que Dios le tiene elegido...


De todos modos, su verdadera vocación y afición fue la música, y si en la corte de Almazán no llegó a rodearse de grandes poetas ni literatos, sí lo hizo de músicos y cantores, con los que él mismo entretenía horas de ocio, bajo la dirección de su maestro de capilla Juan de Ancheta.

El casamiento del Príncipe fue también un memorable suceso. Como es sabido, se concertó una doble boda entre los hijos de los Reyes Católicos y los de Maximiliano de Austria (don Juan y la infanta Margarita, y doña Juana y el archiduque Felipe), cuyas capitulaciones fueron firmadas en enero de 1495 y ratificadas un año más tarde. Ese mismo año de 1496 una imponente flota de más de ciento treinta embarcaciones y unos doscientos cincuenta mil hombres emprendió viaje a Flandes para llevar a doña Juana junto al archiduque y traer a España a la princesa Margarita. Esta, desde los años de su infancia, había estado desposada con Carlos VIII de Francia, pero en 1491 habían sido rotos los desposorios, sin que ambos llegaran a compartir el lecho conyugal. Es quizá por ello que se cuenta la anécdota de que, durante el viaje de Margarita a España, en el fragor de una fuerte tempestad que amenazaba con mandar la flota a pique, la princesa tuvo el humor de disponer para sí un jocoso y pícaro epitafio que decía:


Ci-gît Margot, la gentil' damoiselle
qu'a deux maris, et encore est pucelle6.


De la belleza de Margarita, canta también Lucio Marineo Siculo en un poema epitalámico en latín dirigido al Príncipe:

Has buscado, oh Príncipe, una margarita por todo el mundo y la has encontrado extremadamente preciosa [...] Tu margarita vence a los encendidos granates y, brillando como fulgente perla, aventaja a la pedrería entera [...] Todos los que la ven, oh Principe, la admiran y la celebran, no pudiendo hacerse más hermosa por el artificio de los hombres. Cuentan que un estúpido gallo vio esta piedra brillante y que, desestimada por él, la abandonó. Cosa extraña es que lo mejor no puede ser apreciado sino por los sabios; los necios prefieren siempre lo peor. Así, pues, oh Príncipe, esta piedra preciosa, mal justipreciada por el gallo indolente, ha sido valorada con acierto por tu buen juicio. La causa consiste en que sólo tú eres digno de tal primor, y ella, de tan gran Príncipe7.


Y Pedro Mártir de Anglería, en una carta al cardenal de Santa Cruz:

Si la vieras, te harías la idea de que estabas contemplando a la misma Venus. Cual en belleza, porte y edad pudo Marte desear a Citerea, tal desde Flandes nos la enviaron, sin desfigurar con ningún afeite, sin arreglar con ningún arte. Dirías que era Oritia escapada de las manos del helado Boreas8.


El recibimiento de la princesa se hizo primero en Santander, adonde arribó la flota en marzo de 1497, pero la comitiva se trasladó enseguida a Burgos, donde tendrían lugar las celebraciones nupciales. Aquí salió a recibirla la propia reina Isabel, «rodeada de maravillosa corte de ninfas» (P. Mártir), hubo grandes regalos y fiestas, y al parecer fueron novedad las carrozas de cuatro ruedas que traía la princesa en su comitiva y que no se conocían en España. De estos episodios prenupciales dio cuenta Hernando Vázquez de Tapia en unas, hoy perdidas, Coplas al recibimiento de la princesa Margarita en Santander y Burgos (Sevilla, Ungut y Polono, 1497?)9.

La boda se celebró a primeros de abril, «tiempo poco a propósito -como dice Pedro Mártir- para celebrar las nupcias, ya que en cuaresma le está vedado al cristiano contraer matrimonio». De todos modos, pasada la semana santa, se organizaron grandes festejos, «juegos troyanos y otros actos solemnes, dignos de la pompa regia», que, no obstante, se vieron ensombrecidos por el desgraciado accidente de don Alonso de Cárdenas, hijo del comendador de León, que murió al caer del caballo.

Del Príncipe, por su parte, nos dice Pedro Mártir que «tan pronto como transcurren los días santos, nuestro mancebo, que arde en amor, consigue suplicante de sus padres que se le franquee el lecho conyugal». En seguida marchan los recién casados a su corte de Almazán y allí residirán poco más de un mes, puesto que el 13 de junio están ya en Medina del Campo, donde permanecen hasta septiembre. Desde Medina, escribe Pedro Mártir al cardenal de Santa Cruz dándole cuenta de los quebrantos de salud del príncipe:

Preso en el amor de la doncella, ya está demasiado pálido nuestro joven príncipe. Los médicos, juntamente con el Rey, aconsejan a la Reina que alguna vez que otra aparte a Margarita del lado del Príncipe, que los separe y les dé treguas, alegando que la cópula tan frecuente constituye un peligro para el Príncipe. Una y otra vez la ponen sobre aviso para que observe cómo se va quedando chupado y la tristeza de su porte; y anuncian a la Reina que, ajuicio suyo, se le pueden reblandecer las médulas y debilitar el estómago. / Le instan a que, mientras le sea posible, corte y ponga remedio al principio. No adelantan nada. Responde la Reina que no es conveniente que los hombres separen a quienes Dios unió con el vínculo conyugal. Le arguyen que el Príncipe desde la infancia ha sido de naturaleza débil y que ha sido criado a base de pollos de gallina y de otros alimentos flojos... Le aconsejan no confíe en el ejemplo del marido, al qual desde el vientre de su madre dotó la naturaleza de una admirable robustez de cuerpo... La Reina no escucha a nadie y se obstina en su decisión de mujer.


A finales de septiembre se trasladaron a Salamanca, donde fueron objeto de un esplendoroso recibimiento, que también nos ha descrito Pedro Mártir:

fue tanto el aplauso de trompetas y atabales con que sus vecinos le recibieron, que parecía rasgarse el aire de júbilo [...] Los coros de niños y niñas, desde los tablados construidos en las plazas y desde las ventanas de las casas, imitando celestes armonías, recreaban en extremo los ánimos de los transeúntes. Con juncias, perfumados tomillos y demás hierbas olorosas estaban alfombradas las calles por donde había de pasar la comitiva. Todas las portadas estaban adornadas de ramas verdes y las paredes de las casas cubiertas de artísticos tapices admirablemente fabricados por artesanos flamencos [...] Con más esmero y largueza se dispusieron estas solemnidades en honor del Príncipe, en razón de que siendo esta ciudad [...] la fuente literaria de toda España, esperaban de su futuro Rey -porque amaba y cultivaba las letras- un patrocinio más eficaz que el dispensado a las demás ciudades.


A los tres días de la llegada, sin embargo, el Príncipe adoleció de una fiebre continua, que en pocos días acabó con su vida. Murió hacia la medianoche del 4 de octubre, sin que la Reina madre, camino de Portugal, pudiera llegar a la cabecera mortuoria10. El cadáver sería trasladado a Ávila, luego de que se celebraran grandes funerales. Se conoce el documento de la contaduría real sobre los gastos de las honras fúnebres y el luto cortesano: sumas de maravedís pagadas al médico, al boticario y a los clérigos que oficiaron; el gasto de cera, que no fue suficiente la que pudo encontrarse en Salamanca y hubo que traerla de otras ciudades; «madera, clavos, tachuelas para el féretro; túmulo para el mismo, rodeado de verjas, labradas por mano de moros; cuatro candelabros de hierro para otros tantos hachones; cientos de metros de terciopelo negro para el túmulo; toda la corte vestida de luto...»11.

La muerte del Príncipe causó enorme impacto en las gentes de la época, pues con él se desvanecían muchas esperanzas de la política española12. Tras los logros alcanzados por los Reyes Católicos en sus empresas de reconquista y unificación del reino, el Príncipe era el llamado a inaugurar una nueva era histórica, en la que se contemplaba incluso la conquista de África y de Tierra Santa.

En seguida surgió también una profusión de escritos fúnebres y consolatorios. Lucio Marineo Siculo, por encargo de los Reyes y de Juan de Velasco, hizo el epitafio para el sepulcro, donde lamenta aquella gran pérdida política:


Flebile quae cernunt aliqua pietate sepulchrum
effundant lachrimas lumina moesta pias.
Quo iacet hispanus princeps siculusque Ioannes,
cuius erat virtus maxima, vita brevis,
quem solymi, maurique simul, turcique timebant,
nam Christi cunsctis hostibus hostis erat.
Heu qualem regis genitum regemque futurum
perdidit Hesperiae Trinacriaeque domus.


(«Viertan lágrimas piadosas los ojos tristes que contemplan con alguna piedad este sepulcro lamentable, en que yace Juan, Príncipe de España y de Sicilia, cuya vida fue breve y muy grande su virtud. Temíanle al mismo tiempo los jerosolimitanos, los turcos y los moros, pues era enemigo de todos los enemigos de Cristo. ¡Ay qué Príncipe y qué futuro rey perdió la casa de España y de Trinacria!»13.)

Pedro Mártir compuso igualmente una breve elegía, De obitu Principis Hispaniarum, donde hay algunos sentidos y patéticos versos:


Quam cito mutata est fortune horrentis imago.
Sunt versa in lachrymas omnia, leta prius.
Heu damnum obscurum! carptus florente iuenta est,
tempore quo psalunt sydera, terra, fretum.


(«Qué pronto se ha mudado la horrenda imagen de fortuna. Todo lo que antes era alegría se ha convertido en lágrimas. Ha sido arrancado en la flor de juventud, en la edad en que cantan los astros, la tierra y el mar».)

Bernardino Rici, en una elegía dirigida a los Reyes, cantó la desolación en que quedó Sicilia cuando se supo la muerte: «Fieros ayes doquier, llantos sin freno. / Cantan tristes los templos Dies irae. / Matronas enlutadas que parecen / estatuas de dolor, mozas que gimen, / calles y casas que a su modo lloran. / Ha muerto Juan, el hijo de los Reyes, / el ángel de la paz y de la guerra...»14.

El canónigo toledano, Alfonso Ortiz, gran especialista en consolaciones (ya había compuesto otra a la princesa de Portugal), parece que a instancias del propio rey Fernando para reconfortar a la reina, escribió un Tratado del fallecimiento del Príncipe, y luego varias oraciones consolatorias (una a los Reyes, otra al cancelario y rector de la universidad salmanticense)15.

Más interesante es la obra consolatoria, en cuatro diálogos latinos, escrita por Diego Ramírez de Villaescusa, entonces capellán de doña Juana en Flandes, y publicada en Amberes en 1498 con el título de Dialogi quatuor super auspicato Joannis Hispaniarum Principis emortuali die. El primero es un diálogo de la Reina con la Muerte, que deriva en graves consideraciones teológicas. En el segundo, muy breve, el Rey comunica la noticia a la princesa Margarita que se desmaya y, al volver en sí, prorrumpe en una amarga lamentación, en la que recuerda otros casos de mujeres famosas que siguieron en la muerte a sus maridos. El tercero es un diálogo entre Fernando e Isabel, que tratan de consolarse en resignación cristiana con las verdades de la fe, también plagado de referencias a casos ejemplares de la antigüedad y de la Biblia. Del cuarto, sólo se conservan unas líneas16.

En lengua castellana es asimismo abundante la literatura que se escribió en torno a la muerte de don Juan. De varios de los nobles que formaron parte de su cámara, y que luego quedaron un tanto erráticos y desnortados, nos han llegado algunas invenciones alusivas a la pérdida del Príncipe, como ésta de Luis de Torres, hijo del condestable Iranzo, poeta y futuro franciscano, en la que se representa una estrella polar y al pie este mote:


Si el remedio de mi vida
ha de ser ver otra tal,
muy sin él está mi mal;


o esta otra de Luis Hurtado de Mendoza, cazador mayor de la Casa del Príncipe, en la que se representa a don Juan en figura de sarmiento de vid que se encorva reseco hasta el suelo, con esta letra angustiada:


¿Querés ver cuál es mi vida?
Ved por quién está perdida;


o la de Juan Velázquez de Cuéllar, quien sería contador mayor de Castilla, que figura una calavera sobre un globo terráqueo con esta letra:


Aquí puedes ver, mortal,
quién tú eres, siendo tal;


o en fin, la de Nicolás de Ovando, comendador de la orden de Alcántara y gobernador de Santo Domingo, en la que aparece una efigie de Alejandro Magno, sentado en imponente trono de justicia, tapándose con la mano diestra la oreja de ese lado, para dar a entender con ese ademán cómo, luego de escuchar a un litigante, presta oído al otro sin interferencias extrañas, y la letra:


Mira bien lo que juzgares,
cuando lo desatapares17.


El Comendador Román, por su parte, escribió una extensa pieza poética, en ciento cuatro coplas octosilábicas de diez versos, Sobre el fallecimiento del Príncipe nuestro señor, que santa gloria aya. Es un poema alegórico, en el que finge el poeta cómo, cuando estaba haciendo su llanto por el príncipe, fue trasportado a un campo donde aparece la Razón que le conduce a la casa de Tristeza. Allí se encuentra España, rodeada de las siete Virtudes, así como la familia real con sus cortesanos y representantes de diversos estados sociales, todos «haziendo grandioso planto por el Príncipe». La Razón, viendo el dolor de todos los presentes, decide salir en busca de la Muerte para batirse con ella. La Muerte envía a un faraute que, en su propio nombre, desafía a la Razón y la conduce a la morada de aquélla. Es ésta una desértica fortaleza hecha de calaveras, ante la que aparece la Muerte como esqueleto de mujer («porque carne no travava / los huesos ni juntas della»), que explica a la Razón que no ha sido sino ejecutora de los designios divinos:


pero soy como el merino
que secutó el mandamiento
del alto poder divino,
pues el príncipe que enseño
no murió con el beleño
del furor de mi herida,
pero porque fue cumplida
la voluntad de su dueño.


Al fin la Razón queda convencida, aunque los acompañantes reiteran sus lamentos y quejas:


Y la Muerte congojada
destas quejas y cansada
de recebir tantas caldas,
bolvió luego las espaldas
y metióse en su aposento18.


Por último, el propio Juan del Encina, que tal vez acababa de entrar al servicio del Príncipe («que siempre esperava de suyo llamarme, / y agora que quiso por suyo tomarme / la buena fortuna lançóme de sí»), compuso a su muerte un Romance (que comienza «Triste España sin ventura»), un Villancico («Atal pérdida tan triste») y, sobre todo, la Tragedia trobada. Es éste un extenso poema en cien coplas de arte mayor y en estilo elevado, donde narra brevemente la vida y más por extenso la muerte del Príncipe, describe el dolor y lamentos que todos hicieron y canta la pérdida que ha supuesto su muerte19.

Pero no fue ésta la única vez que Encina escribía para el Príncipe. A él había dedicado, publicadas ya en su primer Cancionero de 1496, el Arte de poesía castellana, «para si fuere servido, estando desocupado de sus arduos negocios, exercitarse en cosas poéticas y trabadas en nuestro castellano estilo...», y la traslación de las Bucólicas de Virgilio, habida cuenta del favor que el Príncipe dispensaba al cultivo de las letras20. A los Reyes y al nacimiento de don Juan aplicará Encina el simbolismo de la famosa Égloga IV, «adonde manifiestamente parece la Sibila profetizar dellos, y Virgilio aver sentido de aqueste tan alto nacimiento, pues que, después del, en nuestros tiempos avernos gozado de tan crecidas Vitorias y triunfos y vemos la justicia ser no menos poderosa en el mayor que en el menor»21.

Pero la obra más significativa que le dedicó fue la Representación ante el muy esclarescido y muy illustre príncipe don Juan, nuestro soberano señor. Introdúzense dos pastores, Bras y Juanillo, y con ellos un Escudero, que, a las bozes de otro pastor, Pelayo llamado, sobrevinieron; el qual, de las doradas frechas del Amor mal herido, se quexava, al qual andando por dehesa vedada con sus frechas y arco, de su gran poder ufanándose, el sobredicho pastor avía querido prendar, publicada por primera vez en el Cancionero de 150722.

La representación se abre con un monólogo de cien versos a cargo del Amor ufanándose de su poder («Ninguno tenga osadía / de tomar fuerças comigo...») y reiterando (conforme ya había hecho el autor en la anterior Égloga de Mingo, Gil y Pascuala) algunos de sus efectos más tópicos, como la conciliación de contrarios («Yo pongo y quito esperança, / yo quito y pongo cadena, / yo doy gloria, yo doy pena...») o la transformación ennoblecedora del amante («Hago de mis serviciales / los grosseros ser polidos, / los polidos más luzidos / y especiales...»), y proclamando, en fin, todos sus grandes poderes:


Puedo tanto quanto quiero,
no tengo par ni segundo,
tengo casi todo el mundo
por entero
por vassallo y prisionero:
príncipes y emperadores,
y señores,
perlados y no perlados,
tengo de todos estados,
hasta los brutos pastores.


Con el Amor se tropieza el pastor Pelayo, que no sabe de quién se trata, pero emprende contienda con él hasta que es atravesado por su flecha. Acude Bras, a quien no acierta Pelayo a descifrar su mal y cae desmayado. Bras confiesa que él también cree estar herido de la misma llaga, y considera que para curar ese mal de amor (que «tiene comienço y no medio / ni final, / qu'es un mal muy desigual»), «más quellotra un palaciego / que no físico ni crego, / aunque saben de otros más».

Llega entonces un Escudero, que se interesa por el mal de Pelayo y se extraña de que amor sea sentido también entre pastores. Se admira de que Pelayo se haya atrevido a lidiar con Amor, que ha abatido a tantos 'de gran valer'. Bras le hace reparar si también ha vencido a pastores y, efectivamente, entre ellos recuerda el Escudero a Salomón, David y Sansón. Bras le añade aún otros más próximos de su propio hato, como Pravos, Santos o él mismo.

Al despertar Pelayo, se deja claro que su amor es por Marinilla, la «carilla» de Pascual. Pregunta entonces al Escudero, como entendido, por la condición de su mal («¿es mortal o no es mortal? / ¿soy de vida o soy ageno?»). El Escudero le explica cómo el Amor es «tan ciego y fiero / que, como el mal ballestero, / dizen que a los suyos tira», y cómo él, Pelayo, ahíto de suspiros, debe echarlos de sí, conforme hacen los cortesanos en el servicio amoroso:


E nosotros, sospirando,
desvelamos nuestra pena
y tenérnosla por buena,
deseando
servir y morir amando;
que no puede ser más gloria
ni victoria,
por servicio de las damas,
que dexar vivas las famas
en la fe de su memoria.


La pieza termina con el propósito de cantar entre todos un villancico de amores que, sin embargo, no es recogido en el texto.

Como vemos, la Representación supone tanto una proclamación del inmenso poder del Amor, que a todo el mundo sojuzga y hiere, como un homenaje al amor cortesano, a la gala y al servicio amoroso, al que no bastan los remedios de físicos ni de clérigos. La obra ocupa así un lugar muy significativo en toda la producción enciniana.

Por primera vez, en ella, Encina ha llevado el poder del Amor también al mundo pastoril, ha extendido el tópico Omnia vincit amor entre pastores. En sus obras anteriores (la citada Égloga de Mingo, Gil y Pascuala), el amor se daba sólo entre cortesanos, quienes hasta podían requebrar y pretender a la pastora, como había dejado marcado la tradición de la pastorela. Un paso más era éste del pastor herido por las flechas de Amor, aunque todavía rústico, ignorante y perplejo ante aquella situación. El paso último será el de la transformación en pastores arcádicos, que hablarán y sentirán con toda naturalidad como cortesanos, y que introducirá Encina en su Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio.

La ocasión para este interesantísimo paso que supone nuestra Representación, seguramente la proporcionaba precisamente la figura del Príncipe don Juan, que ya había asumido papeles simbólico-pastoriles en la citada traslación de las Bucólicas, en la séptima, por ejemplo, en la que:

tres pastores se introduzen, Melibeo y Coridón y otro llamado Tyrses. De aquestos, los dos postreros, cada qual presumiendo de más sabio, cantavan muy a porfía, y Melibeo, andando en busca de su ganado, se detuvo a escuchar el canto por mandado de otro pastor que se llamava Danes. Esto se puede aplicar entendiendo por Danes a nuestro muy esclarecido príncipe don Juan, que goza y quiere que todos gozemos de ver las ecelencias que de sus padres, no sin mérito, los poetas y oradores cantan.


Y, sobre todo, porque era ya gran fama, según podemos inferir de los comentarios de Pedro Mártir de Anglería que más atrás citábamos, la herida y enfermedad de amor que padecía.

Cuando los príncipes llegaron a Salamanca, en medio de todos aquellos festejos de recibimiento (que también evoca con gran viveza Encina en las coplas de su Tragedia trotada: «Mostró Salamanca tal gozo en llegando / los Príncipes ambos, tan bien recebidos, / que todos andavan en gozo encendidos, / los unos corriendo, los otros saltando, / saltando, bailando, bailando, dançando, / toros y cañas, cien mil invenciones, / bordados y letras, romances, canciones, / los unos tañendo, los otros cantando»), no tuvo mejor cosa que ofrecerles, quizá aún en el escenario de Alba de Tormes, que esta Representación amorosa que, como en toda auténtica égloga, bajo el ropaje pastoril aludía a personajes y sucesos reales, en este caso, con toda probabilidad, a sus intensos y llagados amores.

Con la trágica muerte del Príncipe, víctima de aquel fogoso amor conyugal, la pieza de Encina había resultado desdichadamente profética y, por lo que parece, consiguió un considerable éxito y resonancia. El personaje de Pelayo, en efecto, pobló en seguida algunas piezas teatrales de la época, como la Farsa o quasi comedia de Lucas Fernández:


También me miembra Pelayo,
aquel que el Amor hirió
y en aquel suelo quedó
tendido con gran desmayo,


o apareció en villancicos, como en éste del Cancionero musical:


¡Ha, Pelayo, qué desmayo!
-¿De qué, di?
-D'una zagala que vi23.


(núm. 348)                


Y de la propia obra, aparte su inclusión en las sucesivas ediciones del Cancionero desde 1507, aparecerían otras tres impresiones en pliegos sueltos24, con algunas interesantes modificaciones en el texto (no necesariamente introducidas por el propio Encina).

La primera de esas modificaciones es un nuevo encabezamiento y rúbrica, que trasciende aquella originaria representación áulica y circunstancial, y prescinde de toda referencia al Príncipe y a aquella ocasión particular (lo que probaría que esta nueva representación fue destinada a otros auditorios menos privados): Égloga trobada por Juan del Enzina, en la qual representa el Amor de cómo andava a tirar en una selva. Y cómo salió un pastor llamado Pelayo a dezille que por qué andava a tirar en lugar devedado. Y después cómo lo hirió Amor. Y de cómo vino otro pastor llamado Bras a consolallo, y otro pastor llamado Juanillo, y un Escudero que llegó a ellos.

La segunda es una amplificación, en la parte que llamaríamos 'triunfo de Amor', de la lista de personajes sojuzgados por Amor, en la que además de los pastores citados en el texto primitivo, se añade ahora una larga lista de hasta cuatro estrofas, que deja probado más contundente y universalmente el todo poder del Amor:


Héctor a Pantasilea
con su fama en amores
y Jassón con sus primores
a Medea,
e a Menalcas Galatea
por amar quedó en historia
de gran gloria [...]
Por amores Clitemestra
la muerte tracto al marido,
y dio vida a su querido
Hipermestra [...]
Por Ester el rey Assuero,
y por Argia Polinices [...],
por Rachel
Jacob sirvió catorze años,
a Narciso con engaños
Amor le fue muy cruel.
Con el fuerte del Amor
nunca fuerças tomar oses,
que también venció a los dioses
su valor [...].


El tercer añadido es el del cantar final, que ahora sí se incluye, muy hermoso, en el texto y que, aunque nada tiene que ver con la acción de la obra, la cual no ha tratado de ninguna mujer concreta y sólo se ha movido en las abstracciones del poder del Amor, parece fijar su atención en una mujer particular y tal vez quiera ser un recuerdo de los rasgados y expresivos ojos de la bella Margarita25, causa de la pasión del Príncipe:



Ojos garços ha la niña,
¿quién gelos namoraría?
Son tan bellos y tan vivos
que a todos tienen cativos,
mas muéstralos tan esquivos
que roban el alegría.
Roban el plazer y gloria,
los sentidos y memoria,
de todos llevan vitoria
con su gentil galanía.
Con su gentil gentileza
ponen fe con más firmeza,
hazen vivir en tristeza
al que alegre ser solía.

 
 
Fin
 
 
No ay ninguno que los vea
que su cativo no sea,
todo el mundo los desea.






 
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