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Juan del Encina en busca de la comedia: la «Égloga de Plácida y Vitoriano»

Miguel Ángel Pérez Priego





Fracasado en sus aspiraciones a la plaza de cantor en Salamanca, afligido por la prematura muerte del príncipe don Juan, cuyos cortesanos de inmediato se disgregan desnortados, y desencantado ante quién sabe qué otros acontecimientos patrios, Juan del Encina, músico y poeta ya famoso en la España de los Reyes Católicos, con los últimos años del siglo XV, decide probar la aventura italiana. A Italia, como acababa de manifestar Nebrija, se iba en la época sobre todo «para ganar rentas de iglesia». Y, en efecto, Encina conseguiría allí numerosos e importantes beneficios eclesiásticos: canongías en iglesias de Salamanca, el arcedianazgo de Málaga o el priorato de León, al tiempo que iba trazando una larga, circunstancial y tal vez no muy convencida carrera eclesiástica.

Por lo que sabemos, en Roma, adonde arriba nuestro poeta a la altura de 1500, entra al servicio de personajes tan singulares e intrigantes como el propio César Borgia o el cardenal Francisco de Lorris, quienes le franquearían el acceso a los agitados ambientes de la curia. No parece que por entonces sus inquietudes llevaran a Encina a la busca de novedades literarias y humanísticas, pero pudo saber de representaciones en el palacio papal o en el del cardenal Colonna, y pudo asistir a la puesta en escena de alguna comedia de Plauto o de églogas de Serafino Aquilano y de Capodiferro, espectáculos que tuvieron lugar con motivo del carnaval de 1499 y del segundo casamiento de Lucrezia Borgia en 1502. De igual modo, en su segunda estancia romana, al final del pontificado de Julio II, pudo conocer Encina alguno de los muchos espectáculos promovidos por el pontífice. Lo que por entonces prosperaba en Roma era la égloga recitativa y alegórica, poblada de elementos mitológicos y alusiones políticas, en una abigarrada mezcla de motivos y de estilos. Las que, según ha probado la crítica, produjeron algún impacto en la obra del salmantino fueron las églogas trágicas de Antonio Tebaldeo. Por lo demás, en 1513, el propio Encina representaba alguna de sus obras en los palacios de la curia, concretamente en casa del cardenal de Arborea, el valenciano Jacobo Serra1.

Pues bien, a pesar de ese que suponemos asiduo contacto, no se han podido probar grandes deudas del teatro de Encina con el italiano. La crítica las ha reducido prácticamente a una cierta orientación paganizante y la presencia de motivos mitológicos a partir de la Égloga de Cristino y Febea, el influjo directo de la égloga de Tirsi e Damone de Tebaldeo sobre la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio, y poco más. A mayor abundamiento, la «comedia» propia que representó Encina en 1513, ante un nutrido auditorio italiano y español, acostumbrado a los espectáculos romanos, no gustó ni a unos ni a otros, como cuenta Stazio Gadio, acompañante del joven Federico Gonzaga, en una carta dirigida al duque de Mantua, padre de éste2.

Esta escasa penetración del teatro italiano en su obra ha podido ocurrir porque Encina llega a Italia con una producción teatral muy acabada y prácticamente completa. La mayor parte de sus obras, once piezas de las catorce conocidas, estaban escritas y representadas antes de su marcha a Italia. En ellas además había recorrido todos los posibles dramáticos: de los temas religiosos de Navidad y Semana Santa a la farsa carnavalesca o las distintas variedades del drama pastoril, e incluso a la profecía de entremés que es el Auto del repelón. Encina había de sentir, pues, su obra anterior como un todo cerrado, en el que no era ya mucho lo que se podía avanzar. El experimento de los motivos paganizantes y mitológicos viene a quedar agotado con la Égloga de Cristino y Febea, y el de la égloga trágica con el ensayo irónico de la de Zambardo.

La Égloga de Plácida y Vitoriano es, a nuestro modo de ver, la que supone el punto de llegada (valdría decir de agotamiento de una fórmula) y al mismo tiempo en la que intuye el autor nuevos caminos por donde debe discurrir el teatro. Por eso es una obra que tiene todavía muchos elementos en común con su teatro anterior, pero en la que al mismo tiempo apuntan llamativas novedades. Quizá ese carácter híbrido sea el que explique que no gustara en su representación romana ni a españoles ni a italianos3.

Aunque todavía lleva el título de «égloga» en su encabezamiento, la obra es ya una «comedia», según se autodefine en los versos del introito: «Y así acaba esta comedia / con gran plazer y consuelo» (vv. 79-80). Se anuncia, pues, como una acción con final feliz, que, conforme a la teoría poética medieval, correspondía al género de comedia. Y será también una comedia de ambientación urbana, con personajes de «villa» y cortesanos amantes. Lo que, sin embargo, no impide que todavía sean muchos los residuos pastoriles que conserva: pastores rústicos como Gil y Pascual que intervienen episódicamente y que cantan, juegan y se expresan en habla sayaguesa, escenas que transcurren en el habitual marco campestre de la égloga, e incluso la dama y el galán protagonistas, que no dejan de parecerse en sus comportamientos al pastor bucólico en cuanto sienten un amor idílico, platónico y desesperado que les induce al suicidio. Es decir, que personajes episódicos, cuadros y diseño de caracteres parecen todavía recortados sobre los convencionalismos de la égloga, aunque a todo ello se sobrepone una acción con final feliz y ambientación urbana que anuncia la comedia de un tiempo algo posterior. Por eso no le cuadraría mal el título de «eglocomedia» que había experimentado en Italia Pietro Corsi ofreciendo a sus espectadores un nuevo género teatral: «heic nunc non Ecloga, non Comoedia, / non Tragoedia sunt et non Tragicomoedia, / sed Eclocomoedia agitur»4.

En su argumento, la pieza presenta una cierta complejidad, y ofrece el desarrollo de una acción algo desarticulada y todavía no del todo controlada por el dramaturgo. Pone en escena a dos amantes, Plácida y Vitoriano, que por imperativos del dios de amor y de su propia pasión amorosa se ven fatalmente forzados a separarse. En un monólogo inicial (que, como ha analizado Pierre Heugas, recuerda situaciones de los relatos de ficción sentimental, en la línea de la Fiammetta boccaccesca o del Grimalte y Gradisa de Juan de Flores)5, Plácida llora amargamente la ausencia de Vitoriano y, tratando de dar remedio a sus amores y siguiendo las viejas prescripciones ovidianas, decide alejarse de poblado y buscar la soledad de «las ásperas montañas y los bosques más sombríos»:


   Ora yo quiero tomar
algún modo de olvidallo.
Bien será determinar
de poblado me apartar,
mas no podré soportallo.
Sí podré
pensando en su poca fe.


(vv. 201-207)6                


Vitoriano, en tanto, que igualmente sufre de amores y pena por la ausencia de Plácida, busca un nuevo remedio, también recomendado por todas las artes amandi: el de guiarse por amigo que sea buen consejero y que sepa guardar secreto. Luego de descartar a Polidoro, Cornelio, Combelio y Gelio, se decide por Suplicio. El consejo que éste le ofrece, recordando de nuevo los Remedia amoris ovidianos e incluso reiterando la lista de parejas famosas que así lo practicaron, es el de buscar nuevos amores para olvidar el que le aflige:


   Y lo que tiñe la mora,
ya madura y con color,
la verde lo descolora;
y el amor de una señora
se quita con nuevo amor.
Si queremos,
mili enxemplos hallaremos,
como tú sabes mejor.
   A Hisífile, Jasón
olvidóla por Medea
y mudóse su affición;
por Caliro, Almeón
se partió de Alfesibea;
y el rey Minos,
de sus amores continuos,
por amor de Datribea.
   Enone fue desamada
de su Paris por Elena;
y Prones es apartada
de Tereo y olvidada
por amor de Filomena,
y mil cuentos
afloxaron sus tormentos
por mudar nueva cadena.


(vv. 377-400)7                


En este caso, serán con la cortesana Flugencia, dama ventanera que mantiene cómplices relaciones con la celestinesca Eritea. Nada, sin embargo, hace a Vitoriano olvidar a Plácida, en cuya busca sale en compañía de Suplicio. Ya en campo abierto, de ella les dan noticia los pastores Pascual y Gil, que la vieron huir de poblado. Entre tanto Plácida, presa de desesperación y tras invocar a Cupido, se da muerte con un puñal. En su angustiada busca, Vitoriano y Suplicio hallan por fin junto a una fuente el cuerpo muerto y desvestido de Plácida. Mientras Suplicio parte en busca de los pastores para que les ayuden a enterrarla, Vitoriano prorrumpe en un largo lamento, que el texto titula Vigilia de la enamorada muerta y que no es sino una curiosa y calculada parodia de la liturgia del oficio de difuntos, con la sorprendente mezcla del texto latino de los Salmos y del Libro de Job salpicado de expresiones profanas y quejas amorosas, como en esta muestra:


   Circundederunt me
dolores de amor y fe,
¡ay, circundederunt me!
   Venite los que os doléis
de mi dolor desigual,
para que sepáis mi mal.
Yo os ruego que n'os tardéis
porque mi muerte veréis.
Dolores de amor y fe,
¡ay, circundederunt me!
[...]
   Parce mihi, domine,
los plazeres ya passados,
pues con pesares presentes
ora son galardonados.
   ¿Quid est homo, los amores
sino penas y cuidados?
Disfavores les concedes,
luego les son denotados [...]8.


Mientras Suplicio y los pastores esperan durmiendo la llegada del nuevo día, Vitoriano, luego de invocar a Venus, la diosa del amor, decide darse muerte. La diosa, conmovida por las plegarias del amante, desciende del cielo a detenerlo y, para restituirle el sosiego, le comunica que su amada no está muerta y que se la devolverá despierta. En efecto, al punto manda venir a su hermano Mercurio, quien poniendo en práctica sus artes nigrománticas hace que Plácida resucite. Esta no recuerda nada de lo que ha visto en el infierno, puesto que bebió aguas que la hicieron olvidar, y sólo sabe que oyó allí el nombre de Vitoriano, a quien pronto se esperaba9. Finalmente, los dos enamorados se alejan de aquel lugar y se encuentran de camino con Suplicio y los pastores, y todos, al compás de los sones de la gaita, ensayan una danza contentos y muy de grado.

En cuanto a su composición, la Égloga resulta mucho más extensa y muestra una más compleja construcción artística que las anteriores de Encina. El prólogo con que se abre, recitado por el pastor Gil que, dirigiéndose a la «compaña nobre», resume el argumento y pide atención al auditorio, es ya un elemento nuevo en su teatro y recuerda tanto el prólogo del teatro clásico, que ha podido conocer perfectamente en Italia, como el introito naharresco10. El cuerpo dramático de la obra está constituido por una veintena de escenas, que ocupan en total más de dos mil quinientos versos, y dividido en dos núcleos principales, separados proporcionalmente por la inserción de un motivo lírico, un villancico que ocupa los vv. 1192-1215. Dos de aquellas escenas son más bien de naturaleza cómica, pequeños cuadros pastoriles a la manera de su teatro anterior, que vienen a descargar la tensión de la apasionada acción principal. En ambos casos se trata de un diálogo rústico entre pastores, que se inserta en momentos culminantes de la acción: cuando Vitoriano parte desesperado en busca de Plácida y cuando está a punto de suicidarse ante el cuerpo de la amada muerta. Aparte esos coloquios pastoriles, hay también algún llamativo cuadro realista como la escena entre Flugencia y Eritea. En cuanto a su disposición y sucesión, son muchas las escenas de un solo personaje y resalta el elevado uso del monólogo, en el que una y otra vez expresan los amantes sus afectos amorosos, y que sólo en el caso de la Vigilia resulta ciertamente descompensado, puesto que ocupa unos seiscientos versos, lo que equivale a la cuarta parte de la extensión total de la obra.

El cuadro de personajes es igualmente más rico y diverso que el de piezas anteriores. Las figuras centrales son dos apasionados amantes cortesanos: Plácida es «rica y poderosa» (v. 196) y vive en «palacios» (v. 250)11; Vitoriano es un galán, un «peinado galán» como gusta caracterizarlos a Encina frente a sus desgreñados pastores. Suplicio es el amigo leal, confidente discreto y buen consejero. Personajes superiores son los mitológicos Venus, todopoderosa diosa del amor, y Mercurio, que aparece en su papel de brujo y nigromante, conforme a la interpretación medieval de algunos dioses paganos. De rango inferior son las episódicas y prostibularias figuras de Flugencia y Eritea. Y ocupando la escala inferior, los pastores rústicos Gil y Pascual.

Muy variado y significativo es asimismo el tratamiento teatral del espacio y del tiempo, que, aunque no viene expresamente marcado por acotaciones escénicas, sí puede ser aprehendido desde la lectura atenta del texto. En cuanto al espacio, hay claramente dos espacios escénicos distintos y sucesivos. Primero, ocupando la primera parte de la obra, un espacio urbano, dentro de la ciudad, y luego, en la segunda, un espacio campestre, en medio de la naturaleza. Ambos escenarios vienen ya enunciados en el monólogo inicial de Plácida, que se alejará de «poblado» (v. 204) y huirá por «ásperas montañas» y «bosques sombríos» (vv. 225-26). La acción de la primera parte de la obra debe transcurrir en una calle, entre la casa de Plácida -quien se despide de sus «palacios» (v. 250)-, la «casa» de Suplicio a la que se dirige Vitoriano (v. 322), y la casa de la cortesana Flugencia, ante la que se pararán Vitoriano y Eritea (vv. 537 y ss.). Desde una esquina o «cantón» (v. 514), Suplicio dará la señal a Vitoriano para que se acerque a la casa de Flugencia. Ésta habla desde una «ventanilla» (v. 484), que en un determinado momento cierra (v. 545); en otro momento, por su parte, Vitoriano se queja de lo que estorba una «pared», refiriéndose sin duda a la altura que lo separa de Flugencia (v. 645). En la segunda mitad de la obra, el escenario es el campo abierto, adonde han salido Vitoriano y Suplicio en busca de Plácida, y donde se desarrollan también las escenas de pastores. Ocurren así en el texto alusiones a un «valle» (v. 318), una «fuente» (v. 1428, v. 2255) -junto a la cual se ha dado muerte Plácida-, un «recuesto» (v. 2167) por donde busca Vitoriano a otros pastores, y una «arboleda» (v. 2269) donde se halla el hato de pastores.

Hay de igual modo en la obra numerosos efectos escenográficos perfectamente conseguidos por Encina. Unos configurarían lo que llamaríamos la decoración sonora: el hato de pastores se anima con «sonecillos» de rabel o caramillo (v. 1180), se entona un villancico (vv. 1192-1215) o, al final de la obra, se dejan oír los sones de una gaita a cuyo compás todos danzan (vv. 2572 y ss.). Otros resultan del juego con la indumentaria: Plácida se da muerte con un cuchillo, «cabe una fuente», después de desvestirse y quedarse desnuda (vv. 1290-93), mientras que luego, cuando retorne a la vida, se volverá a vestir («Vístete, vamos de aquí», le dice Vitoriano, v. 2467). Otros surgen de juegos y combinaciones poéticas: Plácida, en sus monólogos, juega con el artificio poético del encadenado (vv. 89 y ss., 1216 y ss.); Vitoriano, buscando por el valle, emite un monólogo con versos en eco -para los que curiosamente Encina aprovecha un poema compuesto anteriormente y dedicado a la marquesa de Cotrón12-, con lo que se establece un expresivo paralelismo y comunicación con la propia naturaleza:


   Aunque yo triste me seco,
eco
retumba por mar y tierra.
Yerra,
que a todo el mundo ¡o Fortuna!,
una es la causa sola dello.
Ello
sonará siempre jamás,
mas
adonde quiera que voy
oy
hallo mi dolor delante.
Ante [...]


(vv. 1320 y ss.)                


luego, cuando Suplicio le aconseja rezar ante el cadáver («y no des lugar al llanto, / mas reza por tus amores»), emitirá la larguísima «vigilia» con mezcla del oficio litúrgico de difuntos y oración al dios de amor. La presencia en escena de los dioses paganos, Venus y Mercurio, resultaría también espectacular: Venus aparece sujetando la mano a Vitoriano cuando va a darse muerte con un cuchillo, y Mercurio desciende invocado por Venus y, como nigromante, ejecuta a su vez un conjuro (que no deja de recordar al de Celestina o al de la maga de Valladolid en el Laberinto de Fortuna) y, tocando con su caduceo (su «verga» dice el texto) el cuerpo desnudo de Plácida, la resucita. Hay, pues, en la Égloga una escenografía bastante variada y efectista, desde luego mucho más compleja y rica que la de las piezas compuestas por Encina en fecha anterior.

El tiempo está también perfectamente marcado por alusiones internas. La acción transcurre «de noche» como indica el v. 341: Vitoriano va a casa de Suplicio y anuncia que a voces le despertará, Flugencia asegura que no abre «a nadie tan tarde», cuando llega Eritea le da las buenas noches; cuando Vitoriano decide salir en busca de Plácida, manda ir a dormir a Suplicio (v. 978); conforme Vitoriano y Suplicio se van acercando a la fuente junto a la que yace el cuerpo de Plácida, se produce un reconocimiento graduado, como la luz, de la amada muerta: primero distinguen sólo un bulto, luego una mujer, una mujer dormida, muerta y, por fin, Plácida (vv. 1428 y ss.); Suplicio, que ha ido en busca de los pastores para enterrarla, se queda durmiendo con aquéllos en la arboleda hasta que venga el amanecer; al filo del alba debe ocurrir la resurrección: Suplicio despierta a los pastores al alba y de camino se encuentran con Vitoriano y Plácida resucitada. Existe, pues, una unidad de tiempo bastante mantenida en la obra, sólo rota ciertamente por alguna inconsecuencia introducida en las escenas pastoriles, marginales a la acción principal: Pascual dice haber visto a Plácida «días ha» (v. 1040) y Gil cree reconocer a Suplicio como uno «de los [palacianos] del otro día» (v. 2204) (lo que haría pensar en el transcurso de un tiempo más dilatado, pero que también cabe interpretar como una forma peculiar y subjetiva de medir el tiempo pasado los pastores). Por lo demás, los distintos episodios se suceden con toda coherencia temporal: sólo la larga Vigilia crea un desajuste con la escena siguiente, cuando casi de inmediato regresa Suplicio de pedir ayuda a los pastores, pero, en número de versos, ha transcurrido la cuarta parte de la égloga.

La obra, como se advierte, es una curiosa mixtura de elementos literarios y teatrales diferentes. Encina, que se ha acercado cautelosamente a las corrientes clasicistas y paganizantes del teatro italiano, todavía llega a incorporar aquí personajes y dioses mitológicos a la acción. Como ha notado Pilade Mazzei, la similitud con piezas italianas, como la farsa titulada Scanniccio o la égloga Cintia, en las que hay invocaciones y conjuros a Venus o a Júpiter y resurrecciones milagrosas de amante (que también «han bebido del agua de Lete»), no deja de ser llamativa13. La construcción estructural de «comedia», con final feliz, gracias al recurso del deus ex machina con la intervención de Venus y Mercurio, así como la ambientación urbana de la acción y el comportamiento paganizante de los amantes (el suicidio, la oración sacro-profana, el infierno que ha conocido Plácida, etc.), son elementos dramáticos que denuncian una nueva orientación y búsqueda en el teatro enciniano. Lo mismo podríamos decir de la incorporación de la escena celestinesca protagonizada por Flugencia y Eritea, que, como se ha dicho, no es sino un auténtico homenaje a Celestina y su primera imitación en descendencia directa.

Parece como si Encina al final de su carrera (ya no escribiría más teatro, aunque viviría por lo menos otros diez años) hubiera detectado el agotamiento de la fórmula pastoril, a la que había sido rigurosamente fiel a lo largo de toda su vida. Esa fórmula pastoril le había conducido inevitablemente a la égloga italiana, a partir de la cual traza las suyas de Cristino y Febea y de Zambardo, y de la que aún sigue extrayendo dioses mitológicos (que le sirven de espectacular recurso teatral) y ese espíritu paganizante renacentista. Pero, al tiempo, intuye que el teatro debe renovarse, que debe buscar por otros caminos, los cuales no serán sino el de la comedia urbana y el de la intriga y peripecia amorosa propiciada por otros personajes como los que había lanzado al éxito la obra de Fernando de Rojas. Pero esa era una tarea para la que ya no estaba llamado el salmantino y en la que toma el relevo Bartolomé de Torres Naharro14.





 
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