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La colaboración del público

Manuel Ugarte





Un humorista francés de esta nueva generación, fría y anglómana, que cuando ríe parece amenazar con los dientes, M. Hervé Lauwick, publica en un diario de la noche una crónica, entre malhumorada y jocosa, sobre las cartas que reciben cuantos escriben en los periódicos.

-Si gusta lo que hacemos o si no gusta -declara el articulista-, nos lo comunican por correo. Esto nos divierte algunas veces, otras nos aburre. El neófito lee las misivas con emoción. Después viene la costumbre, y resolvemos no prestar importancia al asunto, convencidos de que esa es, para un hombre como para un periódico, la única manera de llegar a un fin...

Queriendo ilustrar su tesis y amenizarla, M. Lauwick acude a los ejemplos:

-Supongamos -dice- que escribimos: «El avión gigantesco que los alemanes construyen tiene 136 metros de largo». Al día siguiente viene la reprimenda inevitable: «Un ignorante como usted no debiera escribir en los periódicos; el avión no tiene más que 135 metros y 90 centímetros...». Admitamos que el rigor de la temperatura nos lleva a afirmar que en invierno es menos agradable el clima de París que el de Niza. No faltarán las indignadas postales de lectores desconocidos y airados que nos acusen de haber recibido dinero para hablar así...

Después de lo cual, concluye:

-Y lo peor es que la mayoría de las protestas no llevan nombre al pie. ¿Por qué no firman sus rectificaciones las gentes que nos escriben, como nosotros firmamos nuestros artículos?

No es posible acumular en menos palabras más injusticias y desafinaciones. ¿Puede quejarse el cronista de que llegue hasta su mesa de trabajo el hálito popular vivificante, que trae un eco del alma de la ciudad? No nos referimos al anónimo envenenado, que merece más piedad que enojo, porque en la mayoría de los casos sufre más el autor que aquel a quien quiso perjudicar. Al margen de las maldades inferiores hay millares de cartas que nacen sin firma por imposiciones de una situación, de un cargo, de un carácter tímido, de circunstancias que no amenguan la sana intención. Sin embargo, ellas ayudan poderosamente al que escribe a comprender el medio para el cual trabaja, a avalorar las variaciones del ambiente, a sentirse parte de un todo del cual aspira a ser, dentro de su órbita, una de las voces escuchadas.

La comunicación entre el cronista y el público, con el cual conversa, es la condición primera de una acción eficaz. Poco importa que falte un nombre al pie del rectángulo de papel que trae la útil rectificación o sugiere el tema interesante. ¿Ganaríamos algo deletreando un nombre, a menudo desconocido para nosotros? La mejor firma está en la palabra «lector»; es decir, compañero de viaje en la exploración de los acontecimientos multicolores que ofrecen diariamente a la pluma su efímera filosofía.

Nada sostiene tanto el interés, nada empuja a continuar con cariño la labor emprendida, como la certidumbre de que, en realidad, no estamos escribiendo solos en nuestra casa sino departiendo con innumerables amigos de toda condición y edad, que nos juzgan y nos aquilatan por encima de la literatura, según la honradez y la sinceridad de nuestra acción.

A Aurelien Sholl, que fue en su tiempo uno de los más escuchados comentaristas de la actualidad, le preguntaron cierta vez:

-¿Cómo hace usted para interesar siempre al público?

Y el autor de tantas páginas memorables contestó sencillamente:

-Vivo en comunicación con él.

Porque el «público», en su alta y noble expresión, no es la masa ignorante y dócil que algunos imaginan para enaltecer su vanidosa suficiencia. No habrá leído todos los libros, no hará gala de erudición, no citará a diario las dos o tres docenas de nombres que lleva y trae la moda del momento, pero tiene una superioridad sobre los mismos intelectuales: oye del lado del corazón.

Por eso es que no cabe coincidir con la tesis del brillante «chroniqueur». Nunca será razonable desdeñar al vulgo. Y conste que no nos pronunciamos en favor de Sancho contra Don Quijote. Las encarnaciones de este último las encontramos, en las épocas modernas, más a menudo en el llano que en las cumbres. Hay en el alma popular un rincón romántico que presta asilo a cuanto los poderosos y los doctos desdeñaron por imposible o por lírico. En las cartas de los lectores, a través del hecho concreto que las motiva, hay siempre un propósito generoso, una indignación sana, una ilusión. El curioso que nos invita a hablar del proceso Daudet-Berthon, la soñadora que solicita las señas de Perla Blanca, el estudiante de provincia que exige detalles sobre el Barrio Latino, revelan horizontes y estados de alma que van más allá del pedido o la pregunta, a la cual no siempre es posible dar respuesta o satisfacción. Porque, aunque todas las comunicaciones no tengan eco en la crónica, de todas queda una indicación, un matiz, algo que tiende hilos invisibles entre la pluma y los ojos que mañana leerán el párrafo en letras de molde. A nuestro juicio, la réplica, el asentimiento, la intervención del público, no puede molestar nunca. Ese es precisamente el incentivo, el secreto de la charla familiar.





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