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ArribaAbajo Capítulo III

El alma eucarística de la nacionalidad



Predestinación del Ecuador

El Ecuador estuvo predestinado a la predilección divina. Rodeado de níveas cimas y cráteres de fuego, arrullado por las caricias del mar, embellecido por asombrosos contrastes, recibió del Cielo grandiosa naturaleza, que dispone para lo excelso y sublime. Se ha dicho que los países de montaña son esencialmente patriotas; pero más propio aún parece afirmar que son tierras privilegiadas para la glorificación de la Divinidad, exhalación del sentimiento religioso, ascensión constante del hombre hacia su destino ultraterreno e identificación con la Belleza eterna, que se retrata, siquiera parcialmente, en las cosas creadas.

Quito no escapa a esta ley misteriosa. Los Andes fueron el primer altar en que sus hijos adoraron a Cristo, sol de perenne hermosura y majestad indeficiente. Aprisionados en medio de este foro de llameantes volcanes, tuvieron necesariamente que troquelarse en grandes amores.

Desde los primeros días de Quito, muchos personajes adivinaron la grandeza de nuestro abolengo y destino espirituales, superior a la efímera gloria de la historia política. No podíamos competir en extensión material con los demás pueblos; pero sí en el llamamiento moral, impreso en el genio de la nacionalidad, formada en moldes eternos para empresas sin ocaso.

Y lo que se dice de Quito puede aseverarse de todo el Ecuador.

Si Quito es una «Roma sudamericana», como lo califica el P. Kolberg, «ciudad iglesia», según el turista francés André, «tierra propicia para las operaciones de la gracia», «vergel regalado de América», «ciudad del sol» de donde se derramó la luz del Evangelio a regiones incógnitas, como le apellidan otros escritores, al Ecuador todo cabe denominar tierra en oración y patria de la plegaria.

Tócanos tratar ahora de un aspecto de esa vocación, plena de heroicidades divinas: del eucarístico.

Faz es ésta de nuestro pasado no del todo apreciada y conocida. Así, cronistas como el Carmelita Antonio Vázquez de Espinosa, que visitó América por los años de 1612 a 1622 y escribió el Compendio y descripción de la Indias occidentales, recientemente publicado, hablan de la devoción eucarística de Lima, capital del Virreinato del Perú; pero nada cuentan de la que brillaba ya como sol meridiano, en Quito. Conviene, pues, que recordemos siquiera brevemente   —102→   los fundamentos de esa tradición eucarística nacional, que tanto honra a nuestro Pueblo y le ciñe diadema de inmarcesible majestad.




Herencia sagrada

Esculpida en lo más hondo de sus pechos, cual coraza defensiva, meta de ideales y signo indeficiente de victoria, trajeron los conquistadores y descubridores la devoción de la Eucaristía, que florecía como palingenesia de gloria en la Madre Patria. Su culto sirvió, a la vez, de valla de las tremendas pasiones de esos gigantes de bronce, mitad leones y mitad apóstoles, que España, la de Carlos V y Felipe II, enviaba a América para sembrar, a imagen suya, una constelación de naciones que reflejase su vocación eucarística y misionera. Cuando entraba Gonzalo Pizarro en una ciudad, iba derechamente a la Iglesia y adoraba allí, silencioso y recogido, al Santísimo, confesándose vasallo del Dios del amor. El intrépido e infatigable fundador de Quito, Cali y Popayán, Sebastián de Benalcázar, dejó en su testamento una manda para aceite de la lámpara del Sacramento de Cartagena, como prenda de filial y rendida piedad. La Misa constituía alfa y omega de toda empresa. Cada capitán o caudillo era como un sacerdote, que se preocupaba de las cosas de guerra y de las del alma: prototipo, ese Don Pedro de Alvarado que en su desastrosa expedición más tuvo que atender a lo espiritual que a lo bélico.

Fundose Quito bajo signo esencialmente eucarístico, el del Serafín de Asís. A la constitución de ciudades sucedía, con significativa urgencia, el establecimiento de la Cofradía del Santísimo, que venía a ser el segundo paso de la vida civil. Las actas del Cabildo de Quito patentizan que ya en enero de 1536 existía una Cofradía, probablemente de esa índole, y que poseía tierras para el sostenimiento del culto. La erección de la de Cuenca se hizo en la propia semana de la creación legal de la hidalga villa, como pronuncio afortunado de su preelección eucarística. La munificencia de los pobladores dotaba a esas fraternidades, de rentas, capellanías y propiedades rústicas, que tomaban el nombre venerando de «tierras del Sacramento», para evidenciar que eran primicias de la riqueza consagrada al Señor. Aun en Villas de tercer orden, como Valladolid, del corregimiento de Juan de Salinas, se fundó muy temprano la Cofradía, a la cual el factor da aquel y de su hijo don Gaspar, dotó largamente de rentas, a fin de que nunca faltase el Sacrificio místico semanal con exposición de su Divina Majestad. Destruido el poblado, siguió existiendo jurídicamente la hermandad, como imperecedero indicio de vida divina, que triunfaba sobre las humanas ruinas.

Uno de los fundadores de la Orden Seráfica en nuestra Quito, el legendario fray Jodoco Ricki, enseña la labranza de la tierra y los demás oficios esenciales de la vida civil a la raza conquistada; y su   —103→   primera labor es sembrar el trigo con el cual se había de amasar, a modo de fermento de solidaridad fraterna entre ricos y pobres, blancos e indios, el Pan de los Ángeles.




La Eucaristía centro de vida

Toda la vida colonial tenía a la Eucaristía como centro y quicio indefectibles. El deber cívico se estimaba como ministerio de altas responsabilidades, encaminado, a la par, al servicio de la Majestad del cielo y del príncipe de la tierra. Para tenerlo presente en toda circunstancia, mandó el Ayuntamiento de Quito en 1593 erigir en su casa un altar, donde se puso el Crucifijo, como venero inextinguible de luz y sacrificio. Cuando se posesionaba un Obispo, el rito medular consistía en presentarle la llave del Sagrario, o sea de la fuente de la vida sobrenatural que comunicaría a sus hijos. Las fiestas dinásticas y cívicas nacimientos de infantes, coronación de monarcas y arribo de presidentes y prelados si se señalaban con diversiones y esparcimientos populares, habían de rematarse con solemne Te Deum y exposición del Augusto Sacramento. La Audiencia, de acuerdo con órdenes regias, tenía obligación de costear el aceite que consumiese en los monasterios de religiosas la lámpara eucarística, testigo y compañera de la presencia del Amor hecho Hostia. Las faltas de asistencia de los miembros de los Cabildos y otras infracciones se penaban, según disposición del de Cuenta, en 1557, y del de Guayaquil, en años posteriores, con multas para la Cofradía del Santísimo, que nadie podía perdonar, porque pertenecían de manera inconmutable al Señor de los Señores. Esto mismo se dispuso en otras ciudades. El Cabildo de nuestro puerto sancionaba también así al caballero que, en pasando el Santísimo, no descabalgara e hincara en tierra de rodillas.




Derecho Eucarístico propio

Las Constituciones Sinodales de la naciente diócesis, en las que se rastrea ya el luminoso influjo del Derecho Tridentino, promulgado en nuestro Continente hacia 1565, muestran ardiente y fascinadora solicitud por la dispensación decorosa del Misterio de la Fe, ora para prevenir que se mezclasen, como ya había ocurrido, supersticiones e idolatrías, ora para alcanzar que todos los participes en las fiestas eucarísticas compitieran en piedad y afán por la gloria del Divino Prisionero. Mandose en el primer Sínodo, convocado por el Obispo dominicano fray Pedro de la Peña, que los curas dijesen vísperas en los días de Corpus; que el Santísimo se renovase cada semana; y el Viático se llevara a los enfermos con gran reverencia. Las puertas del sagrario y del cofre eucarístico habían de tener sendas llaves, bien custodiadas. Al efecto, los visitadores de templos parroquiales debían comenzar su encargo por la inspección de las llaves del Sacramento y el decoro   —104→   del tabernáculo. Las hostias tenían que ser hechas por personas que comprendiesen el celestial valor de ese misterio. Todo, en fin, había de resplandecer por la veneración correspondiente a tan alto dogma, a fin de comunicar a los indios el respeto con que lo trataran los cristianos antiguos. El celo por la Eucaristía es el santo y seña de las Constituciones Sinodales, ley fundamental primigenia de la Colonia, vaciada en la inmortal turquesa tridentina.

Este Derecho Eucarístico está impregnado de amor sobrenatural al indio y fervoroso anhelo de prepararlo a la digna recepción del gran Sacramento. Mientras algunos teólogos de otras provincias del Imperio hispánico, se inclinaban a juzgar que los naturales eran incapaces para acercarse a ese dulcísimo Banquete, las Constituciones indicaban medios conducentes a hacerlos más merecedores y ordenaban a los curas que no se lo regatearan si estuvieren debidamente dispuestos. El Segundo Sínodo Diocesano, reunido por Fray Luis López de Solís, preclaro obispo agustino, émulo en heroicidad del gran civilizador de nuestra Presidencia, Monseñor de la Peña, mandó que la fiesta de Corpus se celebrara en su propio día y no después de la cosecha, ya que el diferimiento contribuía a graves dispendios y desastres morales. La Iglesia enseña al indio aquel reverente y tierno saludo que se ha trasmitido hasta ahora, aunque lleno de adulteraciones: Alabado sea Jesucristo, alabado sea el Santísimo Sacramento. Los jesuitas, que venían saturados del espíritu eucarístico de la Contrarreforma, iniciaron desde el primer día de su establecimiento en Quito, una cruzada de extraordinaria intensidad, para que los indios participaran meritoriamente de la Sagrada Comunión. Al efecto, erigen Cofradías y Congregaciones especiales, en que aquellos se educan en la Eucaristía y por la Eucaristía. El P. Onofre Esteban se convierte en apóstol de las comuniones mensuales de indios, que culminaban en silenciosas y conmovedoras procesiones, y en la representación de piezas eucarísticas y autos sacramentales. Los PP. Esteban y Ferrer fueron los creadores de la acción del indio y para el indio y de las misiones ambulantes o circulares. Valíanse, en efecto, de los propios naturales, formados en su escuela, para llevar a los demás el fruto espiritual que pacientemente habían logrado.

En su famoso Itinerario para párrocos, el sabio Obispo y Presidente de la Audiencia, Alonso de la Peña y Montenegro, defendió con admirable acopio de doctrina el derecho que tenían los indios para recibir la Sagrada Eucaristía; y justamente indignado denostó a aquellos que, por rigorista afán de pureza, querían quitarles ese «fuerte báculo que los sustenta, el fuego que inflama los corazones, la dulcísima fuente que mana cristianas aguas de gracia». Más tarde, cuando los Obispos pudieron valerse de la imprenta para difundir la enseñanza evangélica, la primera pastoral escrita aquí (1725), obra del   —105→   Ilmo. Sr. Dr. Luis Francisco Romero, tuvo por fin no debía ser otro exhortar a los párrocos que repartiesen frecuentemente a los indios el Sacramento Eucarístico y reprochar la conducta de aquellos que, por errado celo, les mantenían alejados de Él. Añadiose a la pastoral una instrucción catequista en quichua sobre la Comunión.




Lo religioso rompe la monotonía colonial

En la opaca monotonía de la vida colonial, lo religioso era lo único que diversificaba con variada luz el correr del tiempo. Por esto la sucesión del año litúrgico despertaba risueñas expectativas y renovados esperanzas. Cada fiesta era cita de amor entre los vecinos de Quito. El mismo Cabildo dispuso el 19 de marzo de 1549 que todos los pobladores estuviesen en la ciudad para las principales pascuas del año, y entre ellas, el Corpus, so pena de grave sanción. Los Colegios, en sus Reglamentos, prescribían la concurrencia a los actos eucarísticos esenciales, y, sobre todo, a la visita de Monumentos en Jueves Santo, en cuya noche escoltas a caballo guardaban el orden y honraban piadosamente al Divino Prisionera. Los templos competían en ese homenaje a Dios-Hostia, presentando, en profundos y con movedores simbolismos, diversos pasos de la vida del Señor. Los actos litúrgicos iban acompañados de ceremonias de singular colorido y viveza patética, para impresionar, a más del espíritu, los sentidos de la multitud. La emulación en pompa y alumbrado era tan grande entre los templos, que el Presidente Mata y Ponce de León se creyó obligado a buscar un acuerdo que la redujera201. Mas, no se crea que el genio quiteño se limitaba a dar a las cosas un sentido religioso de mera sobrehaz. Las austeras procesiones de sangre, los actos periódicos de implacable penitencia, restablecían a menudo la jerarquía de los valores religiosos y el espíritu de severidad cristiana. En lenguaje semiculterano decía el ilustre Padre Juan Bautista Aguirre que esas procesiones, «con el estruendo de cadenas, disciplinas y grillos despertaban nuestro escarmiento y hacían un triste y pavoroso eco aún en las peñas».




Vida eucarística

Nada más sugestivo en el apacible decurso del período hispano que las procesiones eucarísticas. La renovación semanal del Santísimo, prescrita en el primer Sínodo, daba oportunidad a esplendorosas manifestaciones de fe en el Pan de los Ángeles, manifestaciones que partían de diferentes iglesias. La de San Francisco tenía dispuesta para los terceros domingos su fiesta, en la que presidía la numerosa legión de terciarios. Y era fama que aún la hermana agua, casta y bella, que brotaba de la legendaria pila,   —106→   contribuía al homenaje a Jesucristo-Hostia. Gil Ramírez Dávila en su Teatro Eclesiástico, corroborando un relato de Rodríguez Docampo, dice que «En medio del claustro principal está una fuente que despide de sí un plumaje de agua, que sube más de dos varas y al punto que el Santísimo entra por el claustro se humilla y persevera en esta humildad, hasta que vuelve a su custodia202».

La renombrada Cofradía del Santísimo establecida en 1543 en la Iglesia del Sagrario de Quito, centro de la piedad eucarística del clero parroquial y objeto de munificencia del Cabildo secular, no se limitó a honrar al Maná divino, en los días jueves, con misa y exposición solemnes, sino que cada año, el domingo de Cuasimodo, organizaba demostraciones espléndidas de fe, que tenían como férvido remate una procesión con el Santísimo.




El Corpus

Mas, a partir de la promulgación de las renovadoras disposiciones del Concilio de Trento, el Corpus y su Octava vienen a ser ocasión máxima, en que el fervor de Quito se exhala y desborda en actos incomparables por su belleza y alegría espiritual; y lo propio ocurría en las demás ciudades, particularmente en Cuenca.

Nadie podía faltar a ese certamen de confianza en la eficacia civilizadora del amor eucarístico. La Audiencia concurría en pleno. Los gremios acudían a esa rivalidad de fe con sus estandartes y pabellones; y cada cual pretendía en ella el más honroso puesto. Curiosos y emocionantes eran los pleitos de precedencia y antigüedad que, al fin y al cabo, sólo constituían celillos de preeminencia en amor al Pan de los Ángeles. El Cabildo se preocupaba, con la antelación debida, de organizar la apoteosis del Señor. Léense con deleitosa admiración las disposiciones anuales, no por repetidas menos significativas y reveladoras de lo que el alma cultivaba en sus secretas intimidades. Ya se acordaba (1574) que todos los Cabildantes sacasen hachas de cera; y los oficiales llevasen sus pendones, bajo pena pecuniaria para alumbrado de la misma procesión. Ya se disponía que se asearan las calles y se levantaran arcos y colgaduras en los lugares convenientes (1594). Encarecíase en otros años que se organizasen, a modo de los seises sevillanos, piadosos bailes de niños y de indios; y que se comparasen telas y vestuarios para los que participaban en las danzas sagradas (1599). Ya se recomendaba que se aderezaran los gigantes y la tarasca, sierpe monstruosa de siete cabezas, y «otras invenciones y regocijos»; o que se contratase a comediantes, oportunamente llegados, para la representación de piezas dramáticas alusivas a la fiesta (1606). Por último, en otras oportunidades se prescribía que a la puerta misma de las casas del Cabildo se erigiese un altar.   —107→   En todo esto no se hacía otra cosa que imitar lo que se estilaba en España y, particularmente, en Sevilla, cuyas costumbres litúrgicas estaba obligada a observar nuestra Catedral. Los monstruos y gigantes, dice el sabio hispanista alemán Ludwig Pfland, en su Introducción al estudio del Siglo de Oro, eran «signos figurativos del triunfo de Cristo vencedor que llevaba como trofeos de su victoria la Muerte y el Pecado, el Mundo y el Infierno203.» Las procesiones de la época tenían su teología seductora: si ésta se olvida, aquellas se vuelven incomprensibles y grotesco su simbolismo204.

No sólo se nombraban comisionados diligentes para que dieran esos pasos, sino que el mismo Corregidor y dos Regidores dirigían la procesión y cuidaban el orden durante el acto. Los cabildantes llevaban las varas del palio desde el pie del altar mayor hasta la puerta de la Catedral, donde las recibían los Padres Dominicanos, según el orden de antigüedad de las religiones. Cuando alguna de éstas faltaba, el Cabildo se apresuraba a censurarlo públicamente. El celo del Municipio llegó hasta velar para que no dejasen de concurrir los miembros de la Audiencia y el propio Obispo y Cabildo Eclesiástico (1603). Lo que más llama la atención, lo que descubre la raíz y savia de tales disposiciones, son los términos que en ellas se empleaban. Ora se recomienda cumplir «con todo calor e diligencia» lo mandado; ora se manifiesta que «es justo y conviene que dicha fiesta se celebre con la pompa y ornato debidos» y «las demás demostraciones de solemnidad y alegría que se pudiera hacer». La frase más frecuentemente repetida es la de que la apoteosis del Señor tiene que verificarse con «la autoridad, majestad y grandeza que conviene». Explicase así cómo el Municipio derrochaba en la doble coyuntura de que hablamos, el Corpus y su Octava, los tesoros de su amor y las industrias todas que le sugería su celo por la gloria del Rey oculto en el Maná eucarístico. Aquí, como en Sevilla, en tan memorable oportunidad «echábase el resto». En este punto nunca existió riesgo de excesos. Lo único que dio con justicia lugar a temores fue que la abundancia de los actos de culto público fomentase el individualismo nativo y la rivalidad entre las Instituciones religiosas de Quito. Por eso, el Cabildo Eclesiástico dispuso en 1591 que los regulares no hiciesen procesiones en las calles durante el Corpus y su octavario, a fin de que sólo se realizara, con unánime adhesión y excepcional lustre, la que salía oficialmente de la Iglesia Catedralicia.

Desde Rodríguez Docampo hasta el Gazzettiere Americano y André, numerosos cronistas y viajeros han dejado hermosas descripciones   —108→   de la suntuosidad de las fiestas de Corpus, en que el arte al servicio del Amor encontró las más seductoras formas de expresión. El silencioso recogimiento de los fieles, tan contrario al barullo con que las procesiones se desenvolvían antes del Concilio de Trento; la belleza de las imágenes y «pasos», llevados en andas por los cofrades o congregantes adictos a cada templo o comunidad; los armoniosos aires de las bandas particulares y oficiales; la participación de la autoridad civil; la intervención del ejército; la variedad y riqueza de los vestidos de oficiantes y acólitos; las danzas de niños e indios; el esplendor de los altares, arreglados en competencia de habilidad por las Órdenes; la vistosa y multicolor ornamentación de arcos triunfales, calles y balcones, todo, todo, contribuía a hacer de la procesión de Corpus Christi el testimonio más ardiente y profundo de la adoración de Quito y otras ciudades, al Señor hecho Pan. Algunos viajeros que de modo ocasional estuvieron en Quito, maravíllanse de la pompa externa de esas epifanías eucarísticas y encuentran cierta extravagancia en figuras y vestidos, sin comprender su simbolismo y significación recónditos. Si pudo haber algún exceso o singularidad, no cabe duda de que, salvo en las épocas aridecidas por el jansenismo, la piedad sacramental de Quito fue entrañable y lozana, porque se alimentaba en auténticas fuentes de vida divina.

Terminado el acto eucarístico en calles y plazas, venía una segunda parte de la festividad, que se verificaba en Seminarios y Universidades. Eran los certámenes académicos, en que se discutían temas referentes al Banquete Santo. Afamados profesores participaban en el debate, para argüir al que sustentaba la tesis. Los ecos de estas lizas se difundían largo templo, dentro y fuera de las ciudades episcopales y universitarias.

Nada más sublime entre las expresiones con que los Cabildos honraron a Jesús Sacramentado que la forma en que el de Ibarra acordó, a perpetuidad, el homenaje del Corpus Christi. Dice así el acta de 6 de junio de 1609:

«El dicho Corregidor (Miguel Arias de Ugarte) propuso a este Cabildo, que la fiesta de Corpus Christi de este año está próxima y conviene celebrarla con júbilo y alegría, cánticos y alabanzas, así eclesiásticos como legos, en memoria del beneficio y merced que Cristo Nuestro Señor hizo a todo el género humano, en dejar el memorial de su muerte y pasión, y su Cuerpo Sacramentado debajo de las especies de pan y vino, remedio inefable y misericordioso para el remedio de los pecadores, y por ser día tan célebre y grande todas las gentes lo reverencian, y llenos de placer y regocijo reparan los daños y faltas que entre año han tenido en el agradecimiento y servicio a tan gran favor, y piedad que Su Divina Majestad usó con sus criaturas, y para que esta villa crezca en lo espiritual y se aumente en lo temporal, será conveniente que este año y los demás, mientras el mundo durare, de gente en gente, se festeje, reverencie y solemnice esta festividad con el mayor aplauso que los vecinos y moradores   —109→   presentes y por venir pudieren, unos con gozo espiritual, gozándose de ver a Nuestro Dios y Señor debajo de los accidentes de pan, otros con cánticos saltando los corazones de alegría y los demás con muchos instrumentos, y con devoción y humildad de sus almas hagan general procesión por las plazas y calles de esta villa, para que todos en una conformidad y un fin gocen de este memorial y se aprovechen de la dulzura de tan Divino Manjar, y que esta fiesta, como primera y obligatoria de esta dicha villa, se haga siempre con la reverencia y cuidado que ella pudiere, en servicio de Su Majestad Divina y ejemplo de estas provincias de indios; para que, hecha una Congregación y una iglesia, cuya cabeza es el mismo Señor Sacramentado, merezcamos gozar dél, en la gloria que nos tiene aparejada; y oído y entendido por el dicho Cabildo lo propuesto por su Corregidor, dijeron que acudirán mientras vivieren y lo mismo los que le sucedieren, haciendo cordial y corporalmente todo lo que esta villa valiere y pudiere, en servicio y reverencia de su Dios y Señor, a quien suplican les de su Santo espíritu, para que en esta festividad y en las demás cosas espirituales y temporales acierten a gobernar sus almas y República, y darles, al fin, a merecer del precio de su vida eterna; y así lo respondieron y acordaron205».



El Cabildo de Quito no sólo se preocupó de honrar a Dios en las grandes festividades, sino en los jubileos. En 1769, pidió al Soberano Pontífice que renovase la concesión de la gracia de las «Cuarenta Horas», ya que estaba al cumplirse el período para el cual se había otorgado. Nada de lo atinente a la Hostia Santa quedaba olvidado por esa Institución, que tan admirablemente encarnaba el genio de nuestro pueblo. Con tan sólida piedad se celebraba el Jubileo, que el P. Recio deseaba que «esa grande y muy digna» devoción floreciese en igual forma en todas las ciudades de España, no obstante que de allí se había trasplantado a las nuestras. El insigne Ayuntamiento de Guayaquil recabó en 1776 una gracia mayor: la del Jubileo permanente.




Defensa eucarística

La profundidad y ardentía de la vida eucarística de la Presidencia se evidenció en la defensa de la Santa Hostia, objeto de los encendidos amores de todas las clases, hermanadas en ella y por ella. Corría el año de 1575 cuando ocurrió en Riobamba, durante la misa del día de San Pedro, un hecho en que fue actor un hombre extraño, apellidado «el ermitaño de Guamote» y que adolecía de enfermedad mental o de herético odio por la Eucaristía. Al elevar el sacerdote, la blanca Hostia recién consagrada, trató el desdichado de arrancarla de sus manos y despedazarla. Mas, los asistentes lanzáronse a impedir la consumación del atentado; y ya fuese porque el supuesto ermitaño tirara puñaladas al sacerdote y asistentes; o porque éstos se hallasen «más prontos de manos que de consejos», como afirma el P. Olivares, desnudaron los aceros y quitaron la vida al sacrílego en el propio altar profanado. Rodríguez   —110→   Docampo añade que de las heridas del agresor no salió sangre mientras el cadáver estuvo en la Iglesia. Dispuso más tarde el Corregidor don Martín de Aranda que la Villa tomase como armas una custodia con la Santa Hostia y un hereje traspasado a sus pies; y el Rey, dándola el nombre de San Pedro de Riobamba, confirmó tal disposición206.

El 19 de enero de 1649, tres indios y un mestizo robaron de la iglesia antigua de las monjas clarisas, el tabernáculo, con el Copón y las sagradas formas. Acerba fue la desolación de Quito al cerciorarse del sacrilegio y de que, si bien los autores habían abandonado el sagrario en el lugar donde hoy se levanta, en memoria del hecho, la Capilla del Sacramento Robado, se llevaron consigo el vaso sagrado y parte de las Hostias. Trasladose el celoso pastor, Ilmo. señor Ugarte Saravia, al templo de Santa Clara; y allí, en asocio del Presidente don Martín de Arriola, dictó las primeras providencias para el descubrimiento del crimen. Más tarde lanzó edicto de censura, conminando a todos para que comunicaran lo que supiesen. Vistió, entre tanto, la sociedad entera de severísimo duelo; hiciéronse procesiones de no fingida ni liviana penitencia, para alcanzar el perdón del Cielo y la invención de los sacrilegios, procesiones que iban rindiendo al Divino Prisionero el homenaje debido de Reparación en cada tabernáculo abierto en la ciudad. El Padre Alonso de Rojas, S. I., personaje dotado del don de lágrimas, fue el eco de la pesadumbre de la multitud, e hizo estallar nuevamente el llanto de todos los ojos, que había corrido ya a raudales. Como no se descubriera en dos largos meses a los criminales, las doloridas plegarias continuaron con mayor ahínco. Trasladose a Quito la veneranda efigie de la Virgen del Quinche; y con ella se realizó nueva procesión eucarística desde la iglesia de la Concepción a Santa Clara, que «fue tan grandiosa y solemne como la primera de penitencia», según dice el autorizado Rodríguez Docampo. Vuelta la imagen a la Concepción, comenzó un novenario; y al día octavo se descubrieron los autores. Como acción de gracias por el hallazgo, celebró el Ilmo. señor Saravia una misa pontifical, al aire libre, en el sitio donde se consumó esa nueva pasión de Cristo; allí mismo levantose de prisa la indicada capilla, a la cual se le denominó Jerusalén. Fundose una hermandad para conmemoración perpetua del suceso; y los primeros priostes de la fiesta del Santísimo fueron el Presidente Arriola y su mujer doña Josefa de Aramburu. Así, con la glorificación de la Hostia Santa, terminó ese episodio religioso, en que no se sabe qué admirar más: si la congoja de todas las clases sociales, el ardimiento de los actos de expiación y reparación, o la solidaridad   —111→   del Poder civil en las manifestaciones de pesadumbre, y en las de alegría después, por el descubrimiento y castigo de los malhechores.




En las selvas orientales

Los jesuitas, a la par de otras Congregaciones, llevaron la devoción a la Eucaristía a las selvas orientales; e hicieron de la Presencia Real el cimiento inexpugnable de nuestros derechos territoriales. ¿Quién, si no Jesús Hostia, fue el alma de los apostólicos afanes de un Padre Richter, cuyas conquistas avanzaron las lindes de la Presidencia hasta las de la Audiencia de Charcas? Por eso, si la Compañía de Jesús, con su asombrosa epopeya, constituye el arquitecto de nuestra soberanía sobre el Amazonas; y si esa indeficiente arquitectura jurídica descansa sobre la Eucaristía, puede afirmarse, en cifra y síntesis última, que entre ésta y el derecho ecuatoriano hay una especie de connaturalidad esencial. Cuando el Sacramento faltó en esas regiones, por obra de la expulsión de los jesuitas, vino a flaquear nuestro dominio secular.

Las épocas de apogeo e irradiación del patrimonio, territorial coinciden con la culminación de los inflamados amores eucarísticos de los misioneros orientales. En 1654 el famoso jesuita ibarreño Raimundo Santacruz trajo a cuarenta individuos de la tribu de los Cocamas, como presea de sus triunfos apostólicos; y nada más digno se encontró para celebración de tan fausto suceso que organizar una gran procesión con los neófitos, desde el templo de Santa Bárbara a las iglesias de la Concepción, la Catedral y la Compañía, en cada una de las cuales se entonó el Te Deum ante la Hostia expuesta. Y cuando los Cocamas, después de la exhortación del heroico misionero, saludaron al Señor con el tiernísimo «Alabado sea el Santísimo Sacramento», la multitud no pudo menos de exhalar jubilosas bendiciones a Dios que galardonaba de modo tan espléndido los esfuerzos de los Hijos de San Ignacio. Las conmovedoras escenas de ese día triunfalmente eucarístico uno de los más memorables que ha tenido Quito, según dice el P. Manuel Rodríguez, recibieron poco después su sello con la confirmación de los Cocamas, apadrinada por los principales personajes de la ciudad207.

La difusión del amor al Santísimo constituyó el secreto de la extensión de las misiones, difusión que se la hacía por medio de eficaces métodos y sabios recursos, en proporción al celo de cada sacerdote y a su gusto y vocación por las artes. En todas las misas de las numerosas reducciones coreábase la elevación de la Hostia y Vino consagrados con el solemne clamor de alabanza que repitieron en Quito los Cocamas. La fiesta del Corpus era día de gloria y música, de luz y color.   —112→   Los historiadores del poema de Mainas han dejado relaciones minuciosas acerca de la forma en que se hacían las procesiones; y entre ellas merece particular recuerdo la que, según los testimonios de los religiosos expulsos, compuso el P. Chantre y Herrera. Sus páginas inmortalizan las hazañas eucarísticas de los jesuitas de la Presidencia, orfebres eximios de la Nacionalidad y de la Hostia.




La Eucaristía baluarte cívico

La Eucaristía era freno de las exaltaciones populares, policía del orden en una sociedad incipiente, que tenía intacta la primaveral frescura de su fe. Después de los terribles días que culminaron en el asesinato de Pedro de Puelles, recio e inescrupuloso teniente de Pizarro, el cura de Quito, Alonso de Pablos, para asegurar la adhesión popular a la causa del Rey, no halló medio más propicio que volverse con la Hostia Santa, que acababa de consagrar, hacia la multitud y arrancarle, como voto religioso, la promesa de que sería fiel al Soberano y que abandonaría a Pizarro. En 1593, cuando la Revolución de las Alcabalas, génesis remota de la Independencia, al ver el Arcediano Galavis que las turbas asaltaban las Casas reales, tuvo la suprema audacia de penetrar escondidamente en ellas y desde una ventana presentar al pueblo el Sacramento. Momento decisivo y tremendo: ¿cómo mirarían los amotinados aquel acto de atrevida confianza en los efectos apaciguadores de la Hostia Santa? Escuchemos al Historiador arzobispo: «Ver (los sediciosos) la adorable Eucaristía y caer de rodillas, fue todo uno: por un rato se estuvieron postrados en silencioso recogimiento, ante la Sagrada Hostia, y luego, depuestas las armas, en fraternal concordia, sitiados y sitiadores, organizaron una devota procesión para trasladar solemnemente al Santísimo Sacramento a la Catedral». El jesuita Diego de Torres exhortó a la paz y respeto de la autoridad y alcanzó de la turba la más difícil de las victorias208.

Fue también la Eucaristía la única defensa de este país, menesteroso de todo auxilio, en las grandes calamidades públicas. ¿A dónde, sino a Ella, había de volver sus ojos en epidemias, temblores, amenazas de corsarios? La Hostia y su divina mensajera, la Virgen Santa, no dejaron de amparar a la naciente nacionalidad. Ya en 1589, los jesuitas, recién establecidos, tuvieron expuesto el Santísimo, con motivo de la peste de viruelas, durante 25 trágicos días, para consuelo y aliento de la desdichada ciudad. En 1660, año de tremenda erupción del Pichincha y de continuados temblores, uno de los cuales derribó parte de la cumbre del Sincholagua, expúsose el Santísimo en cada uno de los templos, mientras los religiosos, según refiere el clérigo Juan Romero, sostenían el ánimo descompuesto de los fieles con el alimento de la Hostia divina, engendrador de fortaleza. Las continuas   —113→   rogativas de penitencia parecían el grito de angustia y de esperanza, a la vez, con que el hombre respondía a las quejas de la naturaleza. En 1761, y en ocasiones semejantes de prolongada sequía, la procesión con su Divina Majestad fue el natural remate de los actos mediante los cuales la muchedumbre atemorizada solicitaba amparo a la Madre de Dios. Y cuando el Señor juzgó conveniente una prueba de la fe, confirmó con hechos extraordinarios, cuán agradable le era la oración eucarística. Así ocurrió en el terremoto de 1757, en que, caídas la techumbre y cúpula del Noviciado de la Compañía, en Latacunga, las ceras del altar permanecieron encendidas e intactas.




El arte eucarístico

El arte quiteño estuvo al servicio del gran Sacramento o fue, mejor dicho, hijo suyo. En primer lugar, las artes todas, en estrecha hermandad, contribuyeron a hacer de los sagrarios la parte más noble de nuestros templos, joyeros de singular belleza. Nada escatimose para que la prisión del Amor Divino fuese en lo posible digna de Él. El Cabildo de Quito concurrió económicamente a la terminación de la Capilla del Sagrario, donde se habían vertido durante cinco lustros las riquezas de la Presidencia; y, sobre todo, las de un piadoso sacerdote español, el Ldo. Antonio Vázquez Guerra. El P. Olmos, Provincial de San Francisco, no vaciló en vaciar a cada instante las arcas de su Orden para el adorno del retablo del Santísimo.

Largo sería ponderar en detalle las innúmeras bellezas de los Sagrarios quiteños. Conspicuos especialistas y, particularmente, el Dr. José Gabriel Navarro, han descrito con benedictina escrupulosidad los primores de esos centros de adoración al Dios del Tabernáculo. Entre todos, destácanse los Sagrarios de San Francisco, Cantuña y la Compañía. A su grandeza correspondía la majestad sin par de las custodias, hechas para transportarse a hombros, en magníficos carros de plata o andas de condigno esplendor. A pesar de la destrucción de nuestro patrimonio artístico, consérvanse todavía seis o siete grandes custodias, que pueden parangonarse, tanto por su riqueza, hermosura y tamaño, como por la profunda economía teológica de su traza, con las más afamadas que guarda orgullosa España, como recuerda del Siglo de Oro. La antigua de la Iglesia de la Compañía, hecha en Londres, fue llevada por el gobierno español, después de la expulsión de los jesuitas para la capilla del Escorial: tan extraordinario era su valor artístico. Cada custodia constituye un poema místico en oro y pedrería. Casi todas presentan la Eucaristía como misterio por antonomasia de la fe, síntesis y remate de los dogmas de nuestra religión. Apártanse atrevidamente de los modelos y estilos del siglo XV y nos llevan a la clave misma del dogma trinitario, a la circuminsesión, verdad fundamental que se refleja en la mansión de las tres Divinas Personas en el alma del que comulga. Esta estructura sabia y rigurosamente teológica   —114→   de las custodias, basta para revelar que nuestros artistas intuían la magnitud íntegra del tesoro doctrinario del catolicismo. El corazón eucarístico de la patria palpita en esos relicarios admirables, testimonios eternos de la majestad de nuestra tradición de vasallaje al Divino Maná. Una vez más podemos afirmar con Gabriel y Galán: el amor es el ala del genio...

¿Y qué decir del concurso que prestaron la escultura y la pintura quiteñas para fomentar en el pueblo, así del Ecuador como de los demás países de América, la veneración debida a la Eucaristía? Ambas artes unen con lazada irrompible a la Hostia, fuente de vida divina, y a la que es Madre de toda gracia, la Virgen Santísima. Ambas nos presentan al Señor en las más variadas formas, en los más dulces títulos, en las manifestaciones más tiernas de su dilección para con los hombres. Nada de lo atinente a Cristo quedó aquí sin su expresión estética.

El arte quítense se esmeró en patentizar la unidad de la fe que concluye en la adoración eucarística, la cual pone de resalto la profundidad espiritual de los artistas coloniales. Dos hechos entre cien: el púlpito de la Recolección de los frailes menores de San Diego, tiene la forma de un cáliz, como para patentizar que la palabra distribuida desde la Cátedra Sagrada, ha de ser fruto y eco fidelísimos del hambre divina que nace de la recepción del Pan de los Ángeles. El sacerdocio de la Virgen Deípara, primer Copón de Cristo Hostia, está simbolizado por el arte de Miguel de Santiago y sus discípulos, en la Virgen portadora de la Eucaristía, originalidad magnífica de esos pintores teólogos.




Almas eucarísticas

La epopeya eucarística de la Presidencia de Quito habría sido inexplicable sin una floración de almas escogidas que, alimentando en la Hostia sus celestiales amores, resplandeciesen como modelos vivientes de sus conciudadanos. Por fortuna, jamás faltaron espíritus selectos, cuya misión excelsa fue procurar que sus compatriotas saciaran su apetito de Dios en el Manjar de los Fuertes, que la vida social estuviese impregnada del perfume sacramental y tuviera como base, médula y savia, la devoción a Jesús oculto en el tabernáculo.

Cada comunidad religiosa fue fecunda en varones de admirable santidad que aromaron el ambiente moral del período hispánico, o redimieron su hálito enfermizo en épocas turbias. Recuérdese en la Orden dominicana, a par del Padre Bedón, propagador insigne de las Cofradías del Dulce Nombre y del Santísimo y fundador de la Recolección del sur de la ciudad, el nombre del Padre Pardavé. En la de la Merced, debemos mencionar al famoso Padre Juan González, que cambió   —115→   su apellido con el de Juan del Santísimo Sacramento209, al Padre Urraca y, sobre todo, el austerísimo Padre grande, fray Jacinto de Jesús Bolaños, que estableció la Recoleta del Tejar. En la de San Francisco, no sólo hubo frailes de excepcional virtud y vocación eucarística, sino hermanos legos, que florecieron aquí y en las misiones en empresas de santidad. Baste enumerar entre los primeros al fundador de la Recolección de San Diego, Padre Bartolomé Rubio, a Fray Pedro Guisado y a ese amabilísimo Fray Fernando de Jesús Larrea que, si vivió lejos de Quito muchos años, nos enseñó, en dulces estrofas de sabor eminentemente popular, a reverenciar con apasionada ternura al Niño Jesús; y en su opúsculo Remedio universal en la pasión de N. S. Jesucristo patentizó también su sólido ascetismo. Entre los segundos, ¿cómo olvidar a Fray Pedro de la Concepción, a Domingo Brieba y Andrés Toledo, a quienes el Padre Manuel Rodríguez, historiador de las Misiones orientales, no vacila en calificar de celosos seráficos de la gloria de Dios210? En la de San Agustín resplandecieron hombres de la estatura de Vivero, Saona y, particularmente, de Dionisio Mejía, que estableció la Recoleta de San Juan, a modo de faro eucarístico que alumbrase sin cesar a Quito. La casa de ejercicios de los jesuitas fue igualmente un foco, siempre encendido, de renovación espiritual, cimentada en la piedra sillar de la Comunión frecuente. Las Congregaciones de la Compañía de Jesús, no constituyeron únicamente hogares de fecunda vida mariana, sino semilleros de divinos ardores, estimulados por la recepción periódica del Sagrado Manjar, sobre todo después que la Bulla Aurea de Benedicto XIV les dio vigoroso impulso y bendijo su ímpetu apostólico. La florentísima Escuela de Cristo, establecida en el Sagrario de Quito, y atendida con esmero por sus Curas rectores y, durante largo tiempo, también por los jesuitas, fue uno de los más eficaces pararrayos eucarísticos y austero taller de elevación moral.

Hubo una época en que todo parecía armonioso concierto y emulación de santidad eucarística en el huerto cerrado de nuestro Quito, cabeza y modelo de la Presidencia. Fue aquella que se inicia con el obispado de López de Solís, con el encargo del rectorado del Colegio de San Luis al gran maestro de vida espiritual, Diego Álvarez de Paz y con la erección de los monasterios de religiosas, entre las cuales hubo desde el primer día admirables valores eucarísticos. Más de cincuenta años había de durar aquella edad de oro, que tomó aspectos de excepcional eficacia, ora por la originalidad de los sistemas excogitados, ora por haber abrazado a todos los sectores sociales.

Y esos períodos de santa y audaz renovación de las bases espirituales   —116→   de nuestra nacionalidad se repitieron más de una vez. Recuérdese el lapso que presidió la diócesis el Ilmo. señor Nieto Polo del Águila, lapso acertadamente descrito por el P. Juan Bautista Aguirre en su célebre Oración Fúnebre, y en el que, a la luz de tremenda admonición del Cielo, no dejó de emplearse ningún recurso eficaz para que volviese a sus inmortales moldes eucarísticos una sociedad que comenzaba a adormecerse en el ocio espiritual por la severidad jansenista.

Como lo ha demostrado el sabio historiador de la devoción nacional al Divino Corazón, Monseñor José Félix Heredia, si bien la obra del P. Álvarez de Paz, La vida espiritual y su perfección, se publicó años después de que tan insigne director de conciencias dejó la ciudad de Quito, debió, a no dudarlo, de exigirle larga preparación y, por lo mismo, aquí tuvo que escribirla y adquirir la experiencia que luego mostró en la formación espiritual211. Ese áureo libro fue la primera semilla del culto al Sagrado Corazón de Cristo en el Virreinato del Perú, culto que tiene connaturalidad e íntimo enlace con el de la Eucaristía.

El P. Álvarez dejó pujante escuela de perfección sacramental entre sus cohermanos, escuela que continuó acendrándose en la antigua provincia jesuítica. Entre sus primeros discípulos descuella un varón a quien cupo la suerte providencial de dirigir a la excelsa Azucena de Quito y de encaminarla, junto con el hermano Hernando de la Cruz y otros jesuitas, a las cimas más altas y escarpadas de la santidad. Me refiero, al P. Juan Camacho, teólogo, misionero y apóstol, que compendió diestramente la obra del Padre Álvarez.

La Santa de la Patria tuvo como supremo ideal hacerse a medida del Deífico Corazón. Sus congojas y las de la república naciente, por la cual, en el último vuelo de radiosa y crudelísima crucifixión, sacrificó su vida de víctima y reparadora, las encerraba en el Corazón rasgado de su amante Jesús. ¿Cómo sorprenderse de que alma tan excelsa y proporcionada con la del Dios Hostia fuese Custodia Viviente; que en los desbordamientos secretos de la Comunión, su único alimento, sintiese «con la hartura mayor hambre»; que en cada una de las veinticuatro partes del día repitiera con gratitud siempre nueva: «Bendita sea la hora en que el Señor Jesucristo encarnó... y en que instituyó el Santísimo Sacramento del Altar»; y que, en fin, contra el parecer de teólogos, troquelados en rutinarios moldes, su sabio director le diese el permiso, tan raro entonces, de acercarse diariamente al diálogo inefable del Divino Banquete? Su vida -espejo purísimo en que se han mirado innumerables doncellas, a cuya cabeza se halla la «Rosa del   —117→   Guayas», Mercedes de Jesús Molina- fue sucesión ininterrumpida de actos de preparación para el místico enlace de la Mesa Sagrada y de himnos de nacimiento de gracias por ese inenarrable regalo del Amor.

Con la fulgurante ascensión de Mariana a la cumbre de angélica santidad, tendría el P. Camacho título suficiente para ocupar sitio de gloria en los anales religiosos de su segunda patria; mas, a él se debió también la dirección espiritual de la clarisa Sor Gertrudis de San Ildefonso, nacida en Quito siete años después del tránsito de nuestra Azucena. Aquella monja quiso vivir «en lo más retirado y escondido» del pecho de Cristo, quien acogió tan dulce anhelo y le concedió, en correspondencia, que su Corazón, ardiente como ascua viva, y el de su Amada se uniesen estrechamente. En los místicos deliquios que seguían al Sagrado Banquete, Gertrudis gritaba por los claustros: «que me quemo, que me abraso». Nueva Catalina de Siena, llegó a cambiar corazones con el Dios del Sacramento.

¿Y qué decir de la religiosa lega en el propio convento, Juana de Jesús, levantada de esa humilde esfera a la de reformadora de sus cohermanas? Nacida diez años después de Gertrudis, aconsejada por otro jesuita docto, el P. José Casas, recibió también excepcionales manifestaciones de predilección del Salvador, que cultivó en ella un amor de expiación y le pidió licencia -¡oh!, divina delicadeza- para hacer morada en su seno. Un día tuvo la suerte de escuchar a Cristo: «Juana, eres a medida de mi Corazón...» Fueron tan encendidos los arrobos eucarísticos de la terciaria, tanta la acendrada piedad suya a la Hostia, que su biógrafo, el P. Santamaría, llega a afirmar que el Padre Celestial, sacando de su pecho una Forma, le dio la comunión.

En el Carmen Moderno hubo más tarde también una monja-apóstol de la Eucaristía, la Madre María Josefa Guerrero o del Santísimo Sacramento, quien consiguió en los primeros años de la República erigir y mantener con singular esplendor en su convento una Cofradía del Sagrado Corazón, que satisfizo, siquiera en parte, la falta de las que se extinguieron con la supresión de la Compañía de Jesús.

Vengan ahora a componer este enjambre de abejas eucarísticas, que constituye la gloria más clara del Ecuador católico, dos guayaquileñas: Antonia Lucía Maldonado y Catalina de Jesús Herrera, fundadora la primera de un convento de Nazarenas en el Callao y monja la segunda de Santa Catalina de Quito. Tuvo aquella el mismo ideal de inmolación de Santa Mariana: vivir en Cruz, padecer en Cristo, por Cristo y para Cristo, ideal inaccesible sin el Alimento forjador de héroes. Galardonole, en reciprocidad, el Amado haciéndole paladear las dulcedumbres celestiales de su Pecho, recostándole sobre él. Catalina mereció, a su vez, que el eterno Prisionero le apellidase «hija de su corazón» y que muchas veces le diese el Pan de Vida. Gracias a la visible tutela de esa legión de vírgenes eucarísticas, la Colonia pudo atravesar   —118→   la trágica prueba del Jansenismo, sin que se desvanecieran sus esencias fisonómicas.




Escritores eucarísticos

Los escritores eucarísticos contribuyeron también a la creación de ese vigoroso ambiente sacramental que dio a la Presidencia de Quito su sello religioso peculiar y distintivo entre las provincias mayores de América. A par del Obispo de la Peña y Montenegro, debemos colocar a ilustres escritores quiteños que, si bien no compusieron tratados especiales sobre la Eucaristía, en sus libros tocaron luminosamente lo relativo a este misterio. Entre ellos merece particular recuerdo el jurista y teólogo quiteño doctor Juan Machado de Chaves, que fue canónigo de Truxillo y obispo electo de Popayán. En su libro El perfecto confesor y cura de almas, célebre por la pureza de la doctrina, legó enseñanzas acerca de la Eucaristía que para aquella época eran espejo de blandura y prudencia. Según él, las personas de vida recogida pueden confesar cada semana; y las demás dos veces. A los seglares es lícito comulgar diariamente, a menos que con la frecuencia pierdan la reverencia debida al Sacramento.

Un fraile franciscano, el P. José Maldonado, que alcanzó altísimos cargos en España y entre ellos, el Comisariato general de su Orden, mostró en su obra El más escondido retiro del alma, conocimiento profundo de la ascética y de la dirección de las almas; y, aunque más severo que Machado de Chaves, no vacila en aconsejar que se permita la comunión diaria a los principiantes en la vida espiritual y a los perfectos.

El más eminente prosista de la Presidencia, fray Gaspar de Villarroel, Arzobispo de Charcas, no podía menos de ser, dadas su piedad y ciencia, ardiente adorador de la Eucaristía. En sus Historias sagradas, eclesiásticas y morales regala al lector con la relación amena y deleitosa de gran número de sabrosos hechos referentes a la Sagrada Comunión.

Varios ilustres jesuitas se ocuparon asimismo en la Eucaristía al componer sus libros de teología. Mención especial merece el P. Rodrigo de Narváez, profesor de la Universidad de San Gregorio. Entre los del Siglo XVII, ninguno más acreedor a justa alabanza como escritor eucarístico que el P. José María Maugeri, religioso siciliano a quien se debe la introducción de la imprenta en el Ecuador. Alma de fuego, cuya palabra parecía, según dice el P. Mariano Alberich, una ascua encendida cuando hablaba de la devoción a los Dulcísimos Corazones de Jesús y María, escribió entre nosotros y publicó en Madrid, en 1743, dos pequeños libros, para enardecer ese amor, que adquiría, gracias al celo de la Compañía, proporciones de cruzada incomparable. El suave yugo de Christo y la Práctica de la devoción a los   —119→   santísimos... corazones de Jesús y de María hicieron sumo bien en la Presidencia de Quito, y, en general, en América por el caudal de saber eucarístico, por la sencillez de la exposición, limpia de todo resabio culterano, y por su carácter práctico y popular. El ilustre jesuita se complace en patentizar la amabilidad del Corazón de Cristo, al instituir, en los excesos de su dilección, el Santo Sacramento, a pesar de los ultrajes que en él había de infligirle la ingratitud de sus redimidos y aún de los cristianos nutridos por el Pan de los Fuertes.

Los jesuitas expulsos de la Presidencia llevaron en lo más hondo de su pecho, como presagio de gloriosa resurrección, el culto del Corazón Divino; y muchos continuaron defendiéndola y propagándola, a pesar de que los enemigos vincularon indisolublemente la suerte de esta devoción a la de la Orden suprimida. Séanos permitido recordar que, entre todos descolló, como altísimo ciprés entre los arbustos, el máximo poeta de la Colonia, Padre Juan Bautista Aguirre, que ya aquí había demostrado su celo eucarístico, e inflamado amor al Divino Corazón. En Tívoli, a petición de su Obispo, compuso tres disertaciones latinas, en que examina profundamente el origen y fundamento de la devoción y rechaza los argumentos con que el Jansenismo había pretendido apedazarla.




La lira ecuatoriana

Tenemos que confesar que no fue abundante en acentos eucarísticos la lira colonial. Los primeros poetas, del Santísimo son, por el orden cronológico, el P. Antonio de Bastidas S. I. y su discípulo y editor, el maestro Jacinto de Evia, guayaquileño, que en 1675 dio a la luz en Madrid el Ramillete de varias flores poéticas. Las composiciones de ambos adolecen de culta latiniparla; pero los dos tuvieron en algunas de las dedicadas a la Eucaristía aciertos e inspiración indudables. Entre las del primero merece recuerdo, por la sencillez de lenguaje y esmero métrico, el soneto, que comienza Es la vida palenque a la batalla. El segundo tiene un romance tierno, en que apenas si se rinde tributo al gongorismo. Es el que lleva como estribillo esta dulce estofa:


Venga el esposo Cristo en Pan Divino,
En buena hora venga,
Pues se verá de luz
El alma llena.



El Padre Pedro Berroeta compuso en el destierro el poema La pasión de Cristo, uno de cuyos capítulos canta la institución de la Eucaristía, en versos fáciles y limpios de resabios conceptistas. Si no hay en él vuelo lírico, al menos se advierte tierna y honda emoción.



  —120→  
Culminación de la epopeya

La Emancipación no cambió la manera de la antigua Presidencia, ni disipó el perfume de su vida escondida, que, si propicia a graves defectos, fue parte para las grandes efusiones del sentimiento religioso. De Cuenca dijo Bolívar: «La Iglesia se ha apoderada de mí; vivo en un oratorio... el Te Deum es mi canto». Y esto pudo afirmar de toda la patria, inmenso adoratorio, pero que se había aridecido porque el Señor de la Eucaristía no visitaba sino rara vez las almas, especialmente de los hombres. Se quería hacer el prodigio de vivir en Cristo sin alimentarse de Cristo...

Mas, había sido tan honda y poderosa nuestra tradición eucarística, que sobrevivió a la ola de hielo del jansenismo. Y apenas en el marasmo religioso soplaron los aires benéficos de la Reforma nacional iniciada en 1861, comenzó otra era de dulcísimos ideales, con la revivificación de las antiguas Órdenes y el establecimiento de nuevas, que traían en sus pechos alientos fecundos de reconquista espiritual.

Y así se explica cómo en pocos años la nación, abrevada en los más claros manantiales de vida sobrenatural, estuvo milagrosamente preparada para la Consagración al Corazón de Jesús hecha por ambos Poderes en 1873, acto sublime, cúspide sagrada, en que la patria se presentó como modelo de todos los pueblos del Orbe, rompiendo con divina altivez los rastreros moldes de la época y los glaciares en que al Estado moderno tiene aprisionado el agnosticismo disolvente. No fue esa mera ceremonia oficial en que las Banderas de la Iglesia y de la República se confundieron momentáneamente, en devota, pero superficial adoración; sino el vértice natural de tres centurias de vida religiosa, que confluían y remataban en el reconocimiento solemne de la soberanía social de Jesucristo, para luz y ejemplo de bodas las edades. ¿Quijotismos de una nación pequeña y débil? ¿Indiscreciones del Presidente y del Arzobispo mártires? Benditos los pueblos aguijoneados por la audacia de su religiosidad, que no vacilan en dar a sus hermanos mayores lecciones de pujante idealismo, ni en enseñarles el concepto desnaturalizado de la verdadera civilización, que no consiste en la abundancia de riquezas materiales, sino en la excelencia de los tesoros del espíritu, en el reconocimiento de la integridad ontológica del hombre y en la fidelidad de los Estados a su llamamiento providencial.

De 1863 a 1886 la Iglesia Ecuatoriana, en el apogeo de ubicua actividad e intrepidez apostólica, celebró cuatro concilios provinciales; y la Arquidiócesis reunió igual número de Sínodos, todos los cuales tomaron importantísimos acuerdos referentes a la vida sacramental. En ese lapso, el Poder religioso subió alternativamente al Tabor y al Calvario, para ascender luego a la cima de gloriosa libertad. Sus prelados bebieron el veneno material o moral, vertido aquel en el Cáliz del   —121→   Sacrificio, y éste en la copa de oro que aparejó un castizo libelista. Pero la pasión de la Iglesia le había santificado y vivificado más y más. Yerovi, Checa, Ordóñez... ¡Qué nombres, qué figuras inmortales!

Y así se atrevió el Ecuador a dar otros ejemplos al mundo: en 1883, al ordenar la Constituyente la erección de la Basílica del Voto nacional, que proclamase perennemente el señorío de Dios sobre la Patria; y en 1886, al convocar, en el pináculo de su locura de amor, el primer Congreso Eucarístico, que abrió en América, el período luminoso de las apoteosis de la Hostia Santa. Esa reunión fue uno de los siete sellos de gloria del gran Libro de nuestros desposorios nacionales con la Eucaristía.

«El Ecuador será juzgado en la historia moral de la humanidad antes que en la historia política», dijo en ese primer Congreso el gran patriota doctor Honorato Vázquez, nuestro dulce maestro y esclarecido amigo. El Ecuador tiene la primacía en los anales eucarísticos de América, añadiremos como síntesis de este ensayo. En fuerza de dicha primacía ocupará preeminente lugar entre los pueblos que han cumplido su vocación providencial, rindiendo vasallaje al Rey de reyes. Por eso, «es nación que espera».







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