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ArribaAbajoCapítulo V

La Santa de la Patria



Catalina de Siena y Mariana de Jesús

Al realizar el 23 de julio de 1950 nuestra antigua ilusión de visitar Siena, la ciudad Angélica, donde se guardan, como en áureo cofre, las sagradas huellas de una de las Vírgenes más augustas de los siglos cristianos; y al recorrer anhelante, uno a uno, los lugares donde esta nació y se desarrolló, vínosenos a la memoria la bella frase de Alejandro Masseron: Santa Catalina es la sonrisa de Siena y Siena la sonrisa de Italia. Mas, rememorando luego los maravillosos esplendores de la Canonización que catorce días antes habíamos presenciado deslumbrados y deshechos en lágrimas de amor patrio, nos dijimos: Mariana de Jesús, discípula estupenda de Catalina, no puede menos de ser la sonrisa de Dios sobre la nación ecuatoriana.

¡Catalina y Mariana! Audacia parecerá juntar a esas dos angelicales doncellas, de siglos, vocaciones y estilos de espiritualidad tan diversos. ¿En qué pueden asemejarse y asociarse -objetarán algunos- la genial y austera reprensora de Pontífices y la humildísima y silente flor de los vergeles nacionales? Empero, nada le será más grato a nuestra Santa que verse ligada a su maestra, dechado y guía, cuya intrépida imitación de Cristo fue estímulo de sus incontrastables, ansias de inmolación e identificación con el Amado, a aquella cuya vida llegó a aprenderse de memoria para tenerla presente, como luz y ejemplo de ideales y norte de heroicas empresas, y cuyas pruebas y sinsabores le sirvieron de aliento y fortaleza en crucifixiones semejantes.

El asombroso parecido espiritual que se formó así entre Catalina y Mariana llevó al Hermano Herrando de la Cruz a decir, como cifra, y compendio de su primera conversación con la Virgen quiteña: «He hablado con una Santa Catalina de Siena220»; y el P. Juan Pedro Severino, provincial de la Compañía de Jesús y romano de nacimiento, a quien, por lo mismo, no movía el patriotismo, sino la reverencia a la santidad, se atrevió aun a afirmar, que la de Mariana excedió en muchos grados a la de Catalina. Esta, es, pues, para gloria suya y nuestra, el término de comparación, la medida de la heroicidad sobrenatural de Mariana. ¿Cómo no repetir, consiguientemente, que   —142→   la Azucena de Quito constituye el más alto y precioso regalo con que el Señor, en momentos de especial ternura hacia el pueblo que un día había de jurar vasallaje a su Divino Corazón, le honró y magnificó para siempre?




Las Santas americanas

El magisterio común de Catalina, magisterio de amor y de crucifixión, es el vínculo inmarcesible que, a par del tiempo, hermana a las dos flores de la Iglesia americana: Rosa de Santa María y Mariana de Jesús. Murió aquella el 24 de agosto de 1617; y apenas un año después, el 31 de octubre de 1618, nació en la Audiencia vecina a la de Lima, la Virgen excelsa que había de continuar la misión de la Santa peruana. Profundas afinidades y significativos contrastes hay entre ellas. Rosa pertenece a la clase popular y sus padres viven en la pobreza. La Azucena brota en holgado medio económico y en una de las primeras familias de la Presidencia; pero quiere para sí y los suyos todo linaje de tribulaciones, inclusive la pérdida de la fortuna. Ambas mudan su nombre para patentizar sus nexos divinos, y Mariana su filial amor a la Milicia Ignaciana. Las dos resplandecen por la hermosura física, que realza su belleza moral. En su infancia misma hacen voto de virginidad. En prenda de veneración por su heroico estado, a Mariana se le apellida, como a Juana de Arco, «Señora doncella». Muy temprano, Rosa y Mariana tratan de huir del mundo y encerrarse en el claustro para consagrarse al Señor; mas, luego comprenden que la voluntad divina es que leuden, a modo de fermento místico, la sociedad en que se ha mecido su cuna. Ambas aman la soledad y se deleitan con sus compañeras de niñez en piadosos entretenimientos, augurio de difusivo apostolado. Ninguna, rinde tributo a los devaneos juveniles. Mientras Catalina de Siena y Teresa de Jesús, sin perder la albura de su alma, se dejan llevar de fugitiva mundanidad en la adolescencia, las Santas americanas ascienden siempre, sin desvíos ni desfallecimientos, en línea recta, a la ardua cima de la Crucifixión con el Esposo por antonomasia. Mariana tiene ingénito horror a lo que puede parecer compromiso con el mundo. A la edad de cuatro años, su piadoso médico, viéndola tan suave y agraciada, le da casto beso; y la niña demúdase y huye torturada. Dícese que el artista italiano Medoro dejó en Lima un lienzo que retrata fielmente a Rosa. En cuanto a Mariana su santo maestro de vida espiritual y afamado pintor a la vez, el hermano jesuita Hernando de la Cruz, trasladó al óleo su adorable rostro, espejo de dulzura y mansedumbre. En los dos cuadros se patentizan la modestia y penitencia de esas angelicales criaturas y, a la par, la atracción de su fisonomía. Trasparéntase asimismo en ellos el prodigio de la repentina transfiguración de sus semblantes, que el Cielo les concede,   —143→   tras instantes peticiones, para que no transfloren, ante la vulgar curiosidad de los mundanos, la huella de crudelísimas mortificaciones.

En el decurso de su vida, cada cual sigue su propio camino, unísono en lo esencial y embellecido por iguales incendios de seráfico amor; pero diverso en el tipo y troquel de espiritualidad. Rosa es hija de Domingo de Guzmán y terciaria de su excelsa Orden; Mariana es «toda jesuita», sigue con estupenda y marcial fidelidad la línea ignaciana y se forma exclusivamente con eximios miembros de la ínclita Compañía de Jesús, uno de los cuales le permite, empero, ceñirse el cordón franciscano, ese cordón que rodea el escudo cívico de su querida Quito como emblema de fe y sacrificio. Ambas aman la naturaleza, se deleitan en la contemplación del cielo estrellado, en que columbran las hermosuras del paraíso, se hermanan con los pajarillos, bendicen constantemente a Dios por las maravillas de que ha poblado el universo; y como flores morales de altísima fragancia, se solazan en los perfumes de las flores físicas. Para regalo y estímulo espirituales de amigos y parientes, exhalación del alma en alabanza del Creador y mitigación de los dolores originados por sus sangrientas maceraciones, rompen en suavísimos cantos. Mariana tañe diestramente la vihuela, el clavicordio o la guitarra y a menudo remata las loanzas del Amado con celestiales deliquios y exultaciones místicas221. Rosa y Mariana tienen, después de Catalina, como maestra y guía a Teresa de Jesús, de quien procuran imitar sus sagradas igniciones de amor y su doble sabiduría, terrena y celestial. Mariana posee el alma jubilosa y poética de Francisco de Asís; como él prorrumpe en inefables efusiones durante la fiesta del Nacimiento, que celebra don derroches de armonías musicales. Su casa es hogar de arte divino: aun después de muerta, continuarán oyéndose allí músicas misteriosas, tan sutilmente poderosas que de ellas disfrutarían aun los sordos. La Gracia engendra en Rosa y Mariana todas las gracias: por eso el mundo las busca en la medida en que le huyen. Las dos rinden la vida, en plena primavera, consumido el cuerpo en la llama fulgurante del espíritu. Rosa más cerca de la edad de Catalina; Mariana cuando apenas frisa con los 26 años.




El siglo de la santidad en América

Pertenecen las dos a la época de oro de la santidad en América. Brillaba en el cenit el ardor misionero de España, empeñada en instituir como gobernantes y capitanes, obispos y religiosos, a los varones más aptos para colaborar mancomunados en la epopeya de la evangelización. Era una empresa imperial y gigantesca de apostolado, llevada a cabo por un Pueblo Sacerdotal en dieciocho provincias mayores de   —144→   este lado de los mares. El doble nacimiento -de Rosa para la inmortalidad y de Mariana para el tiempo- se verifica cuando el Virreinato está presidido por un nieto de San Francisco de Borja, cuyo nombre por sí solo significa plena armonía de la función civil con el ministerio de almas. Rosa recibe la confirmación del gran Alonso Toribio de Mogrovejo, metropolitano de los insignes obispos que en la diócesis de Quito labraron, a costa de ingentes sacrificios, las piedras sillares de la organización nacional. Por todas partes se escucha la voz de un religioso -ora menor, como Francisco Solano; ora dominico, como Luis Beltrán; ora jesuita, como Pedro Claver-, que amonesta a la nueva riqueza, con los acerados acentos del Evangelio, al respeto de la dignidad de los humildes. Es la época en que nadie escatima el don de da vida para glorificar a Cristo y su doctrina. En 1596, un gallardo, pero hasta hace poco desgarrado mancebo mexicano, Felipe de Jesús, entra por la vía luminosa del martirio, como por asalto, en los dominios de la santidad. En 1610 cae en las selvas orientales del Ecuador el protomártir jesuita, P. Rafael Ferrer; y, durante la propia existencia de Mariana, en 1628, el Paraná queda consagrado con el sacrificio de tres miembros del mismo ejército ignaciano. En su órbita, las preclaras Vírgenes limeña y quiteña, vienen a cooperar en la magna gesta de la santificación de un Continente, en el cual son ejemplo vivo de la eterna y siempre nueva locura de la Cruz.




La época de la aparición de Mariana

Quito está, a la época de la venturosa aparición de la Azucena, en el segundo ciclo de su modelación religioso civil. En el primero, bajo la providente dirección de Obispos como el dominicano Fray Pedro de la Peña, émulo en omnipresencia e intrepidez de Santo Toribio, y con el concurso de todas las instituciones religiosas y el clero Secular, se habían sentado las bases de la estructura cristiana y política de la Presidencia. La Orden Seráfica llamaba al indio para darle, en admirables planteles, educación activa e íntegra, modelo de anticipación a las aspiraciones y criterios modernos. En la nueva etapa, se trata, en cambio, de consolidar lo establecido y extender la conquista evangélica al territorio que queda hacia el oriente, a las comarcas amazónicas, descubiertas por Quito. En esta obra de excepcional amplitud y épica audacia, que exige el esfuerzo inmensurable, de un Instituto nuevo, viene a trabajar la Compañía de Jesús en 1586. A poco, comienzan esos orfebres evangélicos el desbrozo cristiano de la bravía montaña, afianzando cada uno de sus intrépidos avances con sangre generosa, vino nuevo que se derramaba en los divinos odres del Maestro. Y así, mientras en ciudades y campos atienden con ejemplar solicitud a cada uno de los factores de ese conjunto heterogéneo de razas creado por la Conquista, en las regiones del Amazonas inician   —145→   hacia 1638 la estupenda misión de Mainas, una de las más vastas de América y, sin duda, del mundo. Mariana siente también hambre de dilatar, a la vez, las lindes de la patria y del imperio de Cristo; y un día quiere partir a esas edénicas regiones. Mas Dios le cierra el paso, porque le dispone para la Crucifixión en su propio hogar, convertido en yermo, en calvario, en palestra y troquel de acción apostólica, en foco de caridad y catequesis, en hogar de oración, en viviente intercesión por la república. Y si no le fue dado rendir la vida por el Amado en Mainas, Japón o China, padeció, a lo menos, el martirio místico: a raíz de un sueño misterioso, experimenta por largo tiempo, en cada miembro de su cuerpo, descoyuntado y deshecho, lo que habría sufrido en el martirio real.

Mariana constituye el fruto epónimo del inflamado celo de los primeros hijos de San Ignacio en la antigua Presidencia. Uno de los más ilustres entre ellos, el P. Diego Álvarez de Paz, despierta con su monumental obra La vida espiritual y su perfección, el culto al Corazón de Cristo en el Virreinato, mucho antes de que el Señor se revelara a Santa Margarita María. Su discípulo predilecto, el P. Juan Camacho, que compendia esa obra y la divulga en el Continente, está predestinado para ejercer decisivo influjo en la ascensión espiritual de la Doncella de Quito, cuya escondida existencia se desarrolla «en el Corazón rasgado de su amante Jesús». Victima y sacerdote de sí misma, sólo halla consuelo y descanso en el Costado de Nuestro Señor222; y no pretende otra cosa, esa «Amada en el Amado transformada» que hacerse íntegramente «a medida» del dulcísimo Corazón, ensueño que realizó hasta el fin, y que en el fin sobreabundó en sacrificios e inmolaciones.




La imitación crucífera de Cristo

Nace Mariana madura para la santidad. No hay en ella despertamiento tardío o conversión hacia las cosas divinas. Desde el primer aliento, signado con la poesía del milagro, se mueve en ellas con una especie de connaturalidad esencial, sin que nada de lo humano le detenga en su radioso vuelo. Por predilección singular de lo Alto, inicia su penitencia en el regazo materno, acostumbrándose a riguroso ayuno, que crece y crece hasta que, en les postreros años, la Eucaristía, secreto de toda fortaleza, llega a constituir su único alimento. ¿Queréis más?, dice a los que le reprenden: «todas las mañanas como un Cordero íntegro». En vez de desmayar su flaca naturaleza, siente que la Hostia vigora sus fuerzas; y antes bien, si Ella le falta, enérvase y debilitase el cuerpo. A los seis años no puede concebir que el Señor esté solo en la flagelación, y se convierte en verdugo de sí misma. Durante   —146→   las infantiles procesiones que en Semana Santa organiza, con ternuras inefables, en compañía de parientas, amigas y criadas, cerca la Cruz de espinas agudísimas, para que se le hinquen al adorarla. Vacila su confesor, el P. Juan Camacho, en permitir tan acerbas mortificaciones; mas, persuadido de la divina aceptación, deja al fin libre a la insigne Virgen, para los atroces desgarramientos de su endeble organismo. Continuamente hácese extraer sangre, a fin de seguir a Cristo en la Circuncisión y en les cruentos pasos de su Pasión adorable. La india, que le sirve de cómplice en esa efusión suprema de amor, deposita la sangre, secretamente, en un rinconcillo del jardín familiar; y de ella brotan las azucenas misteriosas que la simbolizan. Y no vacilamos en creer que la Santa tuvo una especie de estigmatización, porque las sangrías le dejaron en el brazo, según deponen los testigos del Proceso de Beatificación, uno como clavo, que le causó hasta la muerte agudos dolores.

Ninguno de sus miembros delicados o de sus actos queda exento de la ley de la identificación con Cristo macerado o exangüe. Desde la cabeza, coronada de espinas, cuidadosamente disimuladas, hasta los pies, todo su cuerpo tiene, en la incesante inventiva de métodos acerbísimos de pasión, su tortura propia. Aun el dormir, reducido a dos horas, le sirve para excogitar métodos de tormento. Junto al blando lecho, donde su familia anhela que recobre sus exhaustas fuerzas, están el potro verdadero, la manta de cerdas o el duro suelo, alfombrado... de ortigas. Nada basta a su insaciable anhelo de satisfacer, en la medida en que el hombre puede corresponder a lo impagable, la deuda para con la Divinidad Redentora. Y esa mujer adorable fue toda Cruz, porque fue toda Amor. He allí su misterio.

Empero, el más atroz de sus amorosos suplicios es la Crucifixión. Muy poco significan para ella la renuncia a los humanos goces y el abrazamiento absoluto con penalidades, agonías y miserias. Busca a menudo el padecimiento de los padecimientos, la ascensión y enhestamiento reales en la Cruz, para experimentar, a no dudarlo, como lo quiso Francisco de Asís, el dolor y el amor que atenacearon a Jesucristo en el Calvario. Ninguna mujer ha subido tan alto como Mariana en el titánico y crudelísimo esfuerzo por unificarse con el Señor paciente, por sentir, sin exhalar un quejido, en silencio y soledad asombrosos, los más desapiadados suplicios, sobre todo aquel de la brusca suspensión en la Cruz, pendiente de los brazos o de la cabellera, martirio inenarrable después del cual las extremidades de ese Crucifijo viviente quedaban yertos y agarrotados... Con razón Hernando de la Cruz, su providencial maestro, aseguró que Mariana estaba entre las cuatro mayores santas que ha engendrado la cruenta epopeya del Calvario.

Tampoco quiere Mariana que, en su comunión entrañable con   —147→   el Esposo triturado y exangüe, falte el llameante padecimiento de la sed física, que en Cristo -y en ella a la par- representa otra más abrasadora, divina y perenne: la de almas. Ama el agua, hermana gemela suya en castidad, con ternura seráfica, sonríe al verla correr serena y diáfana, siente su necesidad con la acucia propia de la escasez hídrica proveniente de sus incesantes sangrías; y, sin embargo, niégase a tomarla o la sustituye con hiel y vinagre, provocando en múltiples modos el deseo, para atizar el fuego interior que la devora, porque no muere de amor.

Vacía ya de sí propia y llena con la insondable plenitud de Dios, desde los doce años se tiene por muerta para las cosas humanas, le absorbe el pensamiento del término de la existencia, vive aprendiendo a morir. Refresca de continuo, igual siempre, la idea de su fin, que le sirve, como dijo el P. Rojas en su Oración Fúnebre, de aliento para heroicos hechos; y con el designio de que no le abandone un instante tan desapacible imagen, conserva en su morada pavorosos recursos que le patentizan, con muda y persuasiva elocuencia, la fugacidad e inconsistencia de lo terreno.




El temple de su alma

De su padre, toledano de recia y austera cepa, debió de heredar la Azucena apacible y acerada intrepidez para perseguir la santidad sin blandura y compasión consigo misma, siguiendo un ritmo siempre ascendente que no se tuerce ante ningún obstáculo. Ni siquiera se encuentran caracteres de femineidad en sus devociones, nada que constituya solaz o distracción para su espíritu embriagado en lo divino. Nunca va de un templo a otro, ni acude, al menos a las triunfales explosiones de amor mariano que iluminan la jubilosa mañana colonial. Prefiere derramar el alma en silencio -¡ah! su silencio divino, fuente inagotable de ejemplares enseñanzas-, en su única iglesia, ante la imagen de N. S. de Loreto. Catalina de Siena deseaba el beso del Amado. Mariana se resuelve a seguirle únicamente en la vía del dolor, como viviente Verónica, para copiar en secreto su divino rostro, afeado por el sudor y la sangre. Y esa heroína, que no admite consuelos para su espíritu, embriagado por las dolorosas delicias de la Cruz, insta al P. Juan Martínez Zarco para que funde la Congregación del Santo Cristo del Consuelo, a fin de que las almas disfruten de ese máximo venero de gozo y alegría que se nos da, en el Señor y por el Señor, aun en medio de los dolores y contradicciones cotidianos.

Se ha dicho que el Cristianismo es la religión de las revelaciones y visiones223. Mas, para Mariana, su esencia consiste en la imitación de Cristo. Gustosa antepone esa faz severa a los deliquios con   —148→   que Dios premia, a veces, la entrega total. Rehúsa de propósito la lectura de las partes de la biografía de Gertrudis y Brígida en que prevalece el primer aspecto; y, por contraste, medita a menudo las de Catalina de Siena y Teresa de Jesús, que estimulan su ansia incoercible de maceración y sublime contemplación; en que experimenta la fecundidad divina del misterio de los misterios, el de la habitación de la Augusta Trinidad. Refiere uno de sus confesores, el P. Antonio Manosalvas, que Mariana pidió al Esposo que no le dispensara favores espirituales. Mas, Él corresponde largamente a esta renuncia con señales manifiestas de predilección. El Niño juega con la Virgen Quiteña, retorna caricias con caricias, y la gorjea como si fuese un pajarillo. Esos cantos divinos que la joven entona en loanza del Amado, le son galardonados con dulcísimos éxtasis. Después de la recepción de la Santa Hostia, donde vio varias veces a Jesús en forma de niño, le sobrevienen también enajenamientos y arrobos. Gertrudis misma aparécesele a Mariana, ya próxima a la muerte, y le anuncia que el Esposo le tiene aparejadas siete sortijas preciosas. Y en su agonía, la Virgen Santísima y sus predilectas Catalina y Teresa, preséntanle la corona y la palma con que ha de celebrar la entrada a la gloria.

Mas, según ley sagrada de la vida mística, esos consuelos inefables tienen en Mariana tremendas compensaciones, porque la preexcelsa Doncella no quiere la ascensión a Cristo sino por la sangrienta y áspera cuesta de la Cruz. Tinieblas interiores, tedios, desolaciones, agonías, todo aquello que afligió al Señor en el calvario íntimo de su alma divina, lo siente, a la par, su dulce amiga, marcada por Él con sello crucígero, en respuesta a su inconmensurable amor. El P. Camacho, hermano suyo en pruebas y noches espirituales, observa que aquellos desamparos le habrían ocasionado la muerte, si el mismo Amado no le hubiera conservado misteriosamente la existencia. Como a Catalina de Siena, muérdele la envidia en el único acto que conforta e ilumina celestialmente su espíritu: la recepción cuotidiana de la Eucaristía, lograda, como suprema conquista, después de penosísimos reveses y por intercesión de la propia Santa. Y Mariana signa con su propia señal de Cruz y dolor aun a sus confesores y maestros: díganlo los PP. Camacho, Manosalvas y Juan Martínez Zarco.




Amor divino al prójimo

Ascua de caridad divina, tenía que ser «llama de amor» con sus semejantes. Pocas almas han vivido más profundamente el dogma de la fraternidad en el Cristo Místico. Pudo inclinarse, por su limpio origen, a un concepto aristocrático de la vida; pero la herencia criolla templó la fuerza del abolengo, en sentido popular y democrático. Su fulgurante santidad confirmó y magnificó esa tendencia. Por ello, en nuestra abigarrada sociedad, aparece Mariana como la primera y más intrépida defensora   —149→   de los elementos desheredados de la fortuna, como gloriosa maestra de amor sobrenatural al indio, al negro y al mestizo, coma abnegada organizadora de la catequesis, como prototipo de acción en pro de los humildes. Abájase cotidianamente hasta los ínfimos de sus criados, comparte los más tediosos servicios domésticos, amasa en la noche el blanco pan con ellos, pan que dice una de sus protegidas sabía a cielo; les doctrina en forma ejemplar, así por la originalidad de los métodos como por la insólita paciencia; les dispone para la primera Comunión. Derrocha asimismo, con magnificencia señorial, sus dineros en favor de los pobres, prefiriendo a los más despreciables y desdeñados, a los que llevan en harapos el alma o el cuerpo, trasfundiendo en ellos sus hambres divinas y mitigándoles las terrenas.

Mariana se presenta así como fundadora en el futuro Ecuador de lo que, con nombre moderno, es nota antigua de nuestra augusta fe: la Acción Católica femenina. Por eso, sin duda, Dios ha querido que se la canonizara en nuestros días; ya que esta época, a pesar de sus flaquezas y extravíos, se armoniza con el genio de la Virgen sublime que en tantas cosas se anticipó genialmente a su tiempo. Y no se paga con ser apóstol: forma a su lado legión de colaboradores, en quienes imprime su criterio demófilo y difunde el venero inefable de caridad que mana de su angélico corazón. El Señor galardona con señalados prodigios aquella sed sobrenatural de hacer el bien a los desvalidos y, sobre todo, le da pródigamente el pan necesario para sus larguezas, «pan del paraíso», como lo denominan los suyos, que ignoran dónde y cómo lo labra el amor. Su casa fue de esta suerte templo y turquesa admirables, hospicio de desamparados, luz y estímulo de almas doloridas, imán de pecadores que aspiran a mudar de vida y seguir el derrotero sin par que les traza la divina Doncella de Quito.




Espíritu teresiano

Aseveran sus contemporáneos que tuvo bello y agudo ingenio y que buscó la ciencia de las ciencias en la incomparable escuela de Teresa de Jesús, tía de la primera joven quiteña que abrazó el Claustro. No maravilla, por lo mismo, que el Serafín ecuatoriano ejerza influencia irresistible en su ciudad, a pesar del milagroso arte que emplea para hacerse invisible a la curiosidad de las gentes. Mas, a esa inteligencia y ascendiente naturales se junta, a medida que crece en heroicidad, otra sabiduría más alta, la de las cosas divinas, o sea el conocimiento de los sucesos venideros, de los misterios de las conciencias, de los secretos del mismo Señor de los Señores, en cuyo costado los intuía. En su infancia, salva a sus compañeras de peligros materiales, preconocidos por ella. Noticia a su confesor, el P. Antonio Manosalvas, que tiene que hacer un viaje inesperado; y cuando él le inquiere cómo ha llegado a columbrarlo, la Santa responde: «Todo lo sabe el Esposo de mi alma y Él me lo ha dicho».   —150→   Descúbrele igualmente el Amado la suerte de varios individuos, el término de enfermedades propias y ajenas, el desenlace de enredos y conflictos creados por las pasiones humanas. Una mañana, en que, después de absolverla, iba a dar el mismo P. Manosalvas la Comunión a Mariana, ésta le insinúa que primero se confiese dos pecados olvidados hace ya algún tiempo. El sacerdote reconoce en su declaración que quedó helado con esa advertencia que le hace la divina descifradora de los espirituales arcanos, y que fue a declarar sus faltas, para impartir luego con mayor pureza el Sacramento del Amor a la Virgen excepcional, maestra de sus maestros. Obedece a ciegas los consejos de su joven director de conciencia; pero, alguna vez, cumplida su instrucción, le lleva un libro para que lo estudie y enmiende, si le parece, el yerro en que acaso ha incurrido. Los Procesos dan cuenta de numerosas profecías de la Santa Virgen, alguna de las cuales, la ocupación de su casa por las religiosas del Carmelo, se cumplió a pesar del empero que algunos pusieron para frustrar la predicción.




Defensora invicta de la Patria

Apellidan los Procesos a esa mujer-milagro, a esa Doncella Eucarística, «Madre y amparo de la República224», nombre augural que se da ya al pedazo de tierra, amado con predilección por ella: la Presidencia de Quito. Mariana, en efecto, constituye uno de los fundamentos de la Patria, no sólo porque «con su enseñanza, vigilancia, virtud y cuidado», en frase del Maestro don José Jibaja, procuró el bien de sus conciudadanos, sino porque sacrificó en pro de ellos su juvenil y preciosa vida, madura para la inmortalidad y la gloria.

Ya en 1634, en días de angustia para la novel ciudad, asentada en suelo inestable y conmovido por los elementos de grandiosa, pero brava naturaleza, la preclara Virgen ofrécese como intercesora y víctima con el fin de alcanzar la cesación de temidas pruebas. No estima aun el Señor necesario su sacrificio total, si bien la Doncella experimenta larga dolencia; mas, en 1645, diversas calamidades asuelan gran parte de la Presidencia; la Villa de Riobamba queda arrasada por un terremoto y en Quito se sienten también numerosos temblores, atribuidos al Volcán, en cuyos declivios está erigida. Síguese gravísima peste, que arrebata la existencia a dieciséis mil habitantes. En estas memorables circunstancias, el P. Alonso de Rojas, confesor de la Santa, al concluir el sermón cuaresmal del 26 de marzo, ofrécese en holocausto por la salvación de su pueblo. Escúchale temerosa Mariana, arrodillada al pie de la sagrada Cátedra, según costumbre; invádele el anhelo de ahorrar a su amantísima madre y maestra, la   —151→   Compañía de Jesús, el sacrificio de un hijo que la honraba; y, llevada de fraterna piedad por sus conterráneos, pide al Esposo que acepte, en sustitución, su humilde vida para desagravio de los enojos divinos y prevención de las desgracias de la patria. Manifiesta fue la aceptación del Sacrificio. Cesaron los flagelos; Mariana cayó enferma el propio día de la inmolación, y al cabo de dos meses de padecimientos, secuela del nuevo martirio; devolvió su rutilante espíritu al Creador. La Azucena es la primera artífice de la nacionalidad, mejor dicho es la patria misma, tan consustancialmente se halla unida a ella como uno de sus inconmovibles cimientos.




Su sacrificio inmortal

Gran estadista a lo divino, mujer de ayer, de hoy y de mañana, heroína ecuménica por su asombrosa unificación con Cristo Crucificado, Mariana es, sobre todo, nuestra heroína, en Virtud del sacrificio máximo con que remató, en el ápice del amor, su vida de holocausto y reparación. ¡Heroína nacional! ¿Cómo no llamarla así cuando nadie ha sentido, en igual grado, la mancomunidad moral con la república naciente? En los Procesos primeros se encuentran testimonios admirables acerca de la manera como la Virgen quiteña comprendía su enlace solidario con el pueblo en que le había puesto la Providencia, a manera de Hostia propiciatoria, égida y antemural invencibles. Catalina de los Ángeles dice que ofreció su vida «en defensa de su patria, paisanos y deudos», demostrando así que Mariana distinguía con sutil clarividencia la personalidad del país de la de los individuos que lo componen. Feliciana San Román pondera ese mismo ministerio de alta y divina policía, al aseverar que el ofrecimiento se hizo «por la seguridad y buen suceso de los de su patria225». Catalina de Alcocer evidencia también el papel sagrado de víctima voluntaria, que Mariana asumió con sobrenatural amor a sus conciudadanos; cuando refiere que ella se creía obligada a pagar sola por la República226; y, en fin, el doctor Tomás Fernández de Oviedo agrega, reiterando dichos y juicios del P. Rojas, que «tuvo y veneró a Mariana por mártir muriendo por la patria» y «saliendo por fiadora de la pena que merecía227». La Azucena es, pues, a la par, defensora, garante, abogada y medianera entre el Mediador y el país. Con su sacrificio, nos rescató de la muerte y pagó el precio de nuestra liberación. Es nuestro sacerdote y redentora perenne. Es nuestro Cristo, por doble perfección, la de su luminosa existencia y la de su inmolación.

Flor de heroicidad, expresión de acendramiento de la belleza moral, encarnación de los supremos valores humanos, el Santo constituye   —152→   siempre para su pueblo regalo divino, testimonio auténtico de predilección, anuncio de llamamiento providencial. En ocasiones hay, además, correlación y dependencia entre la sociedad, madre colectiva que mece la cuna del Héroe, le educa y estimula en su vuelo triunfal; y ese hijo insigne que, a su vez, troquela al medio y le imprime su sello, vaciando en él sus sagrados ideales. En algunos casos, por último, a esa correspondencia misteriosa, se añade unión íntima entre el Siervo de Cristo y la patria humana. La historia de muchas naciones ni siquiera se comprendería sin la luz inmortal que sobre ellas proyecta un ser extraordinario, sin su obra sobrenatural, sin su sacrificio máximo. El santo toma por antonomasia el nombre de su ciudad o de su país, porque es su representante y símbolo más fiel y aquilatado.

Mariana, la Doncella de Quito, reúne en sí -oh divina maravilla- todos estos caracteres. En la aurora de la Presidencia aparece como luz indeficiente y estrella guiadora de su desenvolvimiento. Su intercesión eficaz, que ha proseguido a través de tres siglos de procelosa existencia nacional, le confiere el título de campeona y baluarte de la patria, a la cual infunde confianza en sus destinos, seguridad divina, por decirlo así, en medio de las amargas vicisitudes que han enturbiado su juvenil desarrollo.

Por esto, Mariana es prenuncio y base firmísima de la grandeza de la vocación del Ecuador, vocación que sólo se comprende al fulgor de su historia religiosa, que se evidencia en estupendas hazañas misioneras, que culmina, en fin, con la Consagración de la República al S. Corazón de Cristo, hecha en el apogeo de su esplendor, por las manos unidas de dos personajes gloriosos, García Moreno y Monseñor Checa, que sellaron con su sangre la tesis católica en el gobierno de los Estados, rompiendo denodadamente los criterios que al mundo moderno le ha señalado el ominoso laicismo.




Símbolo de la nacionalidad

Si yo fuera francés, dijo un día en 1910 el general ruso Dragomiroff, organizaría una legión con el nombre de Juana de Arco para preservar a la patria, la castidad de las costumbres y la independencia moral228. Nosotros no necesitamos ampararnos bajo el patrocinio de la insigne santa francesa. A nuestro lado está la Doncella de Quito, émula de la de Orleans como heroína y mártir. Ella constituye la enseña de nuestra restauración. En su ejemplo tiene que apoyarse toda empresa de saneamiento moral, de depuración eficaz de la vida cívica, de rehabilitación y fortalecimiento del patriotismo. En su sacrificio ha de estribarse el de quienes aspiren a restablecer las bases austeras de la disciplina   —153→   del deber nacional y despertar, otra vez, la intrepidez para las épicas audacias y las virtudes hazañosas. Que vuelva, pues, que vuelva la Santa Virgen a bendecir la patria con su presencia inefable, que significa amor e inmolación. Que en cada corazón ecuatoriano, haya una Mariana, una Azucena de caridad para Dios y la Patria.

Los siglos la mirarán, en el vértice de su gloria -sobre la peana secular de nuestros nevados, envidiosos de su divina pureza- enarbolando a una los dos lábaros sagrados: la Cruz y el Pabellón Nacional. Y Ella será así el signo de nuestra jerarquía en los anales de la Humanidad.







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