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La travesía [Fragmentos]

Luisa Valenzuela



En la presente novela, apócrifa autobiografía, toda semejanza con la realidad es absolutamente voluntaria. Junto a una protagonista inventada se mueven personas conocidas que han sabido hacer de su vida un arte, o viceversa. La autora quiere dejar constancia que se trata de un homenaje. Hay quienes aparecen con verdadero nombre y apellido dado que se habla profusamente de su obra y se reproducen sus opiniones al respecto; a otros y otras la autora les distorsionó la vida más allá de lo aceptable y por eso prefirió adosarles la máscara de un heterónimo. La autora, a sabiendas de que se escribe con el cuerpo, puso en buena medida el suyo (porque la imaginación también es cuerpo) para pergeñar esta historia en la cual ciertos movimientos del alma le son propios, no así las circunstancias. Ahora se pregunta: como las cartas secretas que son el motor de la historia ¿habrá escrito ella, alguna vez, algo tan pecaminoso o avergonzante que acabó por olvidarlo hasta el día de la fecha?






Botadura

(A manera de introito)



Navegación a ciegas

No cuestionó sus actos, aquel mediodía de viernes mientras dejaba un elegante portafolios negro en el guardarropas del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el MoMA para los conocedores. Como antropóloga estaba adiestrada para estudiar conductas ajenas, no la propia. Se trataba de un portafolios pequeño, casi una cartera de hombre, lujoso y lleno y de la mejor fabricación y el mejor cuero porque en estos intercambios no se puede andar con mezquindades y todo debe tener estilo. Tampoco sintió ella en ningún momento la tentación de abrirlo para espiar el contenido. Podía hacerse una idea bastante acertada, de todos modos, dado que se había dejado tentar y había colaborado en la redacción de la carta con las instrucciones.

El sábado anterior, a falta de mejor programa, ella había acompañado a Ava Taurel, famosa dominatrix licenciada para servir a usted, por las calles de Greenwich Village en busca de un antifaz. Ava la había tomado de sorpresa al llamar para invitarla a una fiesta. Juntémonos por la tarde así charlamos un rato, nos conocemos tan poco, le había dicho por teléfono. Se juntaron, no más, y apenas hechos los saludos Ava le informó a quemarropa que debían salir en busca de un antifaz porque se había conseguido un futuro cliente muy formal y no quería que él le vea la cara en la fiesta si es que él llega a la fiesta, por eso mismo, vayamos a buscar uno, la conminó.

Muy formal no será si aspira a ser cliente tuyo, murmuró ella. De todos modos le gustó la idea de andar buscando un antifaz por el Village esa tarde de sol, tan lejos de todo carnaval o Halloween que antifaces no habrían de encontrar. Fueron encontrando eso sí otros pertrechos útiles para el oficio de Ava que Ava compró al azar de las tiendas del ramo, cosas como las sandalias rojas de taco stiletto de diez centímetro de alto y largas tiras para aprisionar las pantorrillas en bellos barrotes simétricos. La simetría, le explicó Ava con toda paciencia, es lo más respetado en ese oficio suyo, todo un arte hecho de constricciones y repliegues.

Y ella, humilde observadora, sólo pudo preguntarse qué cuernos estaba haciendo allí mientras Ava procedía a detallarle que el futuro cliente no debía reconocerla porque le estaba preparando una perfecta cita a ciegas, ceguera unilateral, aclaró, porque yo del hombre sí sé lo suficiente como para armarle la trampa en la que va a caer gozoso y también dolorido como corresponde.

Esa misma noche de sábado tendría lugar la fiesta. Ava la había invitado a ella para avisparla un poco, le dijo riendo, porque parecerás muy mundana pero en el fondo eres una antropóloga cándida ignorante de las verdaderas verdades de la vida. Por eso mismo se imponía cambiarle el look, y mientras bogaban en pos del inhallable antifaz aprovecharon para buscar el atuendo adecuado. Debía ser una prenda insinuante, cosa de no desentonar en tan especial evento. Ella se resistió a muchas de las sugerencias de Ava, hasta encontrar por fin en una tienda de usados un vestido de raso negro, lánguido, con un tajo en la espalda.

Con el vestido en bolsa ella se dejó guiar a lo largo de la calle Ocho hasta Broadway, donde se pusieron a manosear las pilchas de los puestos callejeros. En el cuarto o quinto puesto Ava se entusiasmó con unos bustiers de cuero calado, toda una promesa, y decidió probarse uno. En medio de la vereda se sacó la blusa, se calzó el bustier y sus enormes tetas rebalsaron dándole el aire triunfal de quien se sabe majestuosa y no grotesca. Algunos paseantes se detuvieron a aplaudir, alguno le dijo te queda estupendo cómprate el dorado, no te compres el negro, estaban en el Village a no olvidarlo, Ava se sentía feliz. Cuidado, le sopló ella, su cliente formal quizá fuera uno de esos que andaban por allí paseando el perro.

Imposible. El hombre formal según podía inferirse por su voz parecía ser de traje y corbata y diminuto teléfono celular, sólo caminaba a la vera de Central Park, vivía justo al lado del Museo de Arte Moderno, casi seguro allí mismo trabajaba, sería un curador o un alto ejecutivo, hombre culto, y perro no tendría, no, no parecía ser su estilo.

Él debe llevar una vida ordenada, de ninguna forma asociable con la cita a ciegas que él mismo había contratado recurriendo no a una Miss Lonelyhearts como hubiese sido lógico sino a una Miss Lonelyasses de insospechables consecuencias.

Y la misión le tocó a esta que se hace llamar Ava Taurel y se dice amiga de ella a pesar de ser sólo una conocida de conocidos a quien ella acompañó hasta más allá de Lower Broadway enmascarando sus incomodidades.

Me tienes que inventar un buen argumento, le fue pidiendo Ava a lo largo del trayecto; no que a mí me falte imaginación, te puedes suponer, soy de las mejorcitas en este rubro que requiere imaginación sutil y mucha chutzpa, pero mi nuevo cliente tan formal exige una cita a ciegas como la gente, algo totalmente inédito y desconocido, y yo a lo mío me lo conozco demasiado, qué quieres que te diga, se iba autoaplaudiendo Ava por las calles ya sin rumbo fijo, sin buscar más antifaz alguno.

Ava habló y habló, en inglés por supuesto, reclamándole a ella un buen guión para armar la trama, y ella sólo pudo pensar en apersonarse ante el hombre de marras, hombre quizá decente además de formal -pero son todas ilusiones, como siempre, se dijo- para tratar de salvarlo, aunque ¿quién tiene derecho a salvar al otro de sus propios fantasmas?

La cita a ciegas sería un salto al vacío, un borramiento. Y ella al final de la caminata y de la tarde empezó a inferir que lo suyo en cambio se limitaba a mirar, lo suyo era ver en lo posible desde todos los ángulos, tratando de no perder detalle.

Qué tanto taparte la cara, le dijo por fin a Ava. Que el ciego sea él, le dijo; vendale los ojos, encapuchalo, tenelo tabicado como decían los torturadores de mi Argentina lejana.

Buena idea aunque para nada original, suspiró entonces Ava.

Ella se alzó de hombros. Mil años atrás en las clases de etnografía había aprendido a no intervenir para modificar el comportamiento de la especie bajo observación. Olvidate, le dijo.

Ava no era de las que abandonan su presa y acabó convenciéndola con el señuelo del MoMA como sede de la acción. Juntas urdieron la trama.

Y a las doce del mediodía del siguiente viernes, respondiendo al plan preestablecido, ella dejó el portafolios-cartera en el guardarropas del museo, guardó el talón en un sobre que le había entregado Ava para el caso y se dirigió a la taquilla a comprar la entrada, no fuera que alguien la estuviese observando. Después, como quien quiere consultar algún catálogo, dio media vuelta y se dirigió a la librería del museo. Hojeó unos libros, inspeccionó las postales y al ratito escapó a la calle. Se dirigió entonces al lobby del edificio contiguo para entregarle al conserje el sobre que sólo encerraba el talón del guardarropas. Es un mensaje urgente, le dijo. Por motivos quizá de defensa propia evitó fijarse en el nombre del destinatario o en el número de su apartamento.

Cumplida la primera etapa del plan habría podido retomar su vida cotidiana hasta la hora señalada, pero sintió que no debía perder el impulso o cortar la concentración o, peor aún, aburrirse. Optó por volver al museo, y almorzó tranquila en la cafetería frente al patio de esculturas y después visitó con absoluta parsimonia la pequeña sala ahí nomás, entre la entrada y la cafetería, donde su compatriota Kuitka exhibía colchones con planos de ciudades ominosas hechas para recorrer durante el sueño calles de pesadilla, colchones algo quemados o chamuscados, con marcas de cigarrillos, colchones al borde de la muerte como pueden ser quizá los que transita Ava, sospechó ella, o como podría volverse más tarde el colchón ahí arriba en el piso del hombre de la cita a ciegas quien a su vez será cegado. Un colchón que quedará regado de semen -así lo esperará él- quizá de sangre y pis, sudor y lágrimas; la indeleble marca de fluidos corporales, chamuscado quizá, hirviente. Se figuró ella.

En la planta baja del MoMA las salas grandes estaban tomadas por la obra de Kurt Schwitters. Ella pasó allí el resto de su tiempo de espera. Con minuciosidad fue siguiendo los laberintos hechos de recortes superpuestos, estudió la factura, la textura, la composición de cada collage. Eran muchos y frente a cada uno intentó contarse una historia y percibió el reflejo de su propia vida tan hecha de retazos, tan hecha de papeles e hilos superpuestos, de rostros un poco fraccionados, borrosos, ajenos.

Estoy sola en este museo, en Nueva York, en el mundo; estoy sola y tengo esta vida a lo Schwitters con apenas la ilación de los recortes, pensó.

Había llegado hasta allí para darle forma a una cita a ciegas que no la involucraba en absoluto, que no habría de brindarle satisfacción alguna o remedio a la soledad. Paciencia. Sólo era cuestión de esperar un rato juntando coraje para más tarde, un poquito apenas, justo el coraje necesario para largar su parlamento sin siquiera mirarle la cara al tipo de marras, y sobre todo evitando que él le viera la cara a ella. Una cita a ciegas minimalista dentro de la otra, la concreta, tan sólo gestionando la otra, orquestándola. Prefirió quedarse allí con Schwitters, no tuvo el impulso de ir al piso alto donde la colección del museo lucía en todo su esplendor. Arriba la esperaba el escenario de un encuentro impensable.

¿Quién le impidió salir corriendo? ¿Quién la obligó a enfrentarlo? ¿Había firmado un contrato, acaso? ¿La estaban vigilando? Nada de eso. Por propia voluntad se había metida en la salsa y muy por propia voluntad podría haber zafado yéndose en aquel mismo instante a su casita, y a otra cosa mariposa.

¿Acaso no sería lo más sádico de todo dejarlo al hombre esperando una cita a ciegas que de tan ciega se tornaría inexistente?

Hermana, se dijo ella ya un poco desprendida de sí, como en otro nivel de la conciencia, un nivel donde todo puede ocurrir, donde conviene llevar los juegos hasta sus últimas consecuencias; hermana, vos aceptaste y no sólo aceptaste sino que pusiste tu grano de arena al armar esta trama, tenés que seguirla en lo que te corresponde, nada de agachadas de última hora, de huidas y mojigaterías que no es conducta propia de vos, hermana, monjita mía, dulce sor Caridad ahora metida en esta obra de bien por el lado del tortuoso deseo.

Qué tedio, Schwitters, un obsesivo, repetitivo, si tiro de ese piolín me encuentro desnuda ante él, ante el ojo clínico de aquel que tortura el papel en mil pedazos y después los cose con puntadas de armonioso desconcierto.

Si tiro...Sí, tiro.

El loco impulso de arrancar los papeles pegados para ver qué habría detrás la arrancó -precisamente- de la contemplación y no sin cierto horror comprobó que había llegado la hora. Las tan temidas, lorquianas cinco de la tarde. Corrió hasta la entrada para plantificarse frente a los porteros, debía buscar a un hombre con discreto portafolios colgándole del hombro. Optó por esperarlo al pie de la escalera mecánica, un sitio muy conspicuo pero no le importó, ella podía ser una visitante más del museo con aire algo intelectual. Simuló leer un folleto, espiando más allá del folleto a la altura de las carteras. Y de golpe lo avizoró, reconoció el portafolios, el mismo que había dejado en el guardarropas esa misma mañana.

Elegante el hombre, y joven, y para colmo vestido en la gama de los beige, bien lo hubiera podido querer ella para un día de fiesta, pero no con sus oscuras inclinaciones y la negra cartera, no.

Él se encaminó al baño con paso despreocupado, ella pudo prever sus movimientos como si lo estuviera viendo. Él se encerrará en el excusado, se sentará sobre el inodoro y como es hombre meticuloso bajará la tapa, a menos que tenga alguna otra ocurrencia o necesidad fisiológica además de la de seguir las instrucciones de la carta. Él se asombra y después se sonríe y quizá hasta se relama al encontrar las medias caladas de mujer, el portaligas ajustable, el corpiño y el slip de puntilla negra haciendo juego. Él se saca el pantalón. Se saca los calzoncillos y los mete en el portafolios como para no verlos más, desnudo vuelve a sentarse sobre la tapa del inodoro y continúa leyendo las instrucciones. Ella podía seguirlo con la mente, conocía la carta de memoria porque había ayudado a redactarla a pesar de no haber diseñado la idea (poco sabía de estas cosas, poco quería saber, aunque aceptaba y acepta que querría saber bastante menos poco de lo aconsejable). La carta le indica al hombre cómo vestirse debajo de su sobrio pantalón y su sobria camisa. La carta lo envía luego a sentarse en el medio del banco central en la sala de los Pollocks, de espaldas a la entrada. Y cruce bien las piernas, lo conmina, para mostrar las medias que serán la señal para quien se sentará detrás suyo y le dará las últimas instrucciones. Y no gire la cabeza, no mire para atrás: recuerde a la mujer de Lot, a Orfeo, a todos esos renuentes.

Medias caladas de encaje negro, con dibujo de florcitas, de esas que se usaban en los años 70. Ella no necesitó pasarle por delante al hombre y verle las medias que él exhibía como una provocación, medias de mujer ajenas al buen gusto, a la virilidad, a sus zapatos sport de gamuzón color café con leche. Ella le reconoció el saco, el portafolios, era él allí tan sentadito en el justo medio de ese largo y ancho banco. Lo dejó estudiar las salpicaduras del Pollock frente a sus ojos hasta volverse bizco. Que intente encontrarle algún mensaje, pensó, siempre es bueno auscultar las obras de arte en busca de mensajes. Siempre es bueno e inútil, he ahí la gracia.

A ella la elección de lugar le pareció acertada, y no sólo por razón del amplio banco. De golpe recordó que en Londres a Jackson Pollock se lo llamó Jack el Salpicador, Jack the Dripper en lugar de Jack the Ripper, el juego de palabras resultaba apropiado para el caso, era de esperar que el hombre sentado haya hecho a su vez la alegre asociación. Ella le adivinó la sonrisa, no necesitó pasar frente a él para vérsela: sonrisa un poco sobradora, satisfecha, no segura de sí pero regodeándose ante la expectativa.

Respiró hondo y se sentó a espaldas del hombre sentado, usándolo casi de respaldo para que él no pudiera darse vuelta. Él se estremeció y ella cobró coraje: Acuérdese también de la Gorgona -le sopló- no sólo el hecho de mirar para atrás hiere, a veces también hiere aquello que se ve.

Pucha digo, se dijo ella, ya ando saliéndome del libreto, estirando sin necesidad el parlamento. Pero en la otra espalda tensa percibió un leve escalofrío y eso logró ratificarla. ¿Gratificarla?

Apoyó la cabeza en el hueco de la nuca del hombre; ella era tanto más baja que él pero en ese momento se sintió mucho más grande porque estaba dando las órdenes. Eche un poco la cabeza para atrás si me oye bien, le susurró, y él obedeció y fue como si hubiera querido acariciarla. Yo no soy su cita a ciegas, le dijo al hombre; soy sólo el portavoz que transmite las órdenes. Usted se va ahora a su casa, busca una navaja o un cuchillo filoso y corta la cartera, con cuidado porque tiene doble fondo, y lo que allí encuentre se lo va a calzar en la cabeza tapándose bien la cara y cerrando todos los cierres para obturar sus propios orificios. Pero antes no se olvide de dejar la puerta de entrada a penas entornada. Con sólo la ropa interior de mujer que encontró en el portafolios y ahora lleva puesta, se tenderá usted sobre la cama y esperará, esperará. Su ama va a llegar para darle su merecido y más también, cumpliendo la cita a ciegas. Encadilante cita porque usted a su ama nunca jamás le verá la cara.

Así le dijo ella al hombre, y poniéndose de pie con total sangre fría para dar por terminada la sesión se escabulló entre el público -una figura más entre tantas figuras- y desapareció: manchita de Pollock, recorte de Schwitters, colchón desvencijado y mancillado

Una vez fuera del museo respiró con ganas el aire del atardecer y se alegró de que por fin hubiese terminado para ella toda la loca historia de la cita a ciegas.

Caminó tres pasos y supo que no había terminado, no: recién empezaba. Debía encarar ahora su propia cita a ciegas con la parte ignorada de sí que la había empujado a meterse en el deseo ajeno.




Campos de batalla I

Ella saltó como un resorte. Fue un impulso irrefrenable y a la voz de ¡tengo que preparar mi clase! salió corriendo del café casi sin despedirse de Ava. Muy al estilo Tim, reconoció a las dos cuadras, percatándose además de que había huido sin pagar. Se calmó pensando que Ava le debía al menos un capuchino después de enredarla vilmente en sus sucias maniobras con el hombre del MoMA.

Debería de estarle agradecida, se dijo después, ya más calmada. Al fin y al cabo gracias a los tejemanejes de Ava estoy empezando a tomar más conciencia de mi vida: una mierda, reconozcámoslo, se dijo.



Pasó días tratando de ubicar a Bolek por teléfono. Le dejó varios mensajes en la máquina y él, nada. Andaba ella galopando tanta angustia que ni supo cómo logró dictar su clase magistral. En piloto automático, qué tanto.

El viernes a mediodía optó por dar un paso decisivo. Llamó a la empresa Tel Aviv y contrató un coche para ir a Creedmoor. En una hora llego, decidió, es decir un poco antes de la una, lo pesco a Bolek fuera de su sancta santorum o mejor dicho su loco locorum, y que me dé algunas explicaciones que no pueden ser dadas por teléfono. Me deja mensajes insultantes, me embarra con Ava, está a punto de subir a un avión sin siquiera prevenirme y para colmo no responde a mis llamadas. Es demasiado. Conmigo no se juega.

Ir en auto le saldría casi el mismo razonable precio que ir al aeropuerto Kennedy, calculó, y no se equivocó. Ahora está en su casa arreglándose un poco a las apuradas. Piensa despedir el auto en la puerta de Creedmoor como quien quema las naves. No logra encontrar el plano con las indicaciones para llegar, en la desesperación voltea una pila de papeles sobre la mesa de la cocina, como respuesta a la desesperación aparece el bendito plano y por fin puede zarpar.

Le dice al chofer: tome el puente de Triboro hacia el aeropuerto de LaGuardia y siga por Grand Central Parkway hasta la salida 22 de Union Turnpike. La segunda salida, no la primera ¿eh?, que acá todo es confusión y si uno se distrae un minuto se pierde para siempre.

Las paralelas se juntan, es cierto, y lo más dramático es que una vez que se juntaron empiezan a separarse irremisiblemente y de golpe uno toma una calle ahí no más pegadita a la otra y un poco más adelante se encuentra a millas de distancia de su meta.

El chofer es un tipo imperturbable. Sólo le interesan las indicaciones puntuales. En una de esas piensa que su pasajera está yendo al manicomio a internarse por propia voluntad y prefiere no correr riesgos de ninguna índole. El mutismo lo protege, como el grueso plexiglás antibalas que tienen los taxistas sobre el respaldo de su asiento, con apenas una ranurita para pasarle la plata. Es cierto que de tener que internarse -ninguno de nosotros está a salvo de un brote- ella pelearía con su último atisbo de razón para que no la interne un tercero. Firmaría su propia sentencia, conoce el mecanismo porque cierta vez asistió al drama de unos pobres padres viejos que no podían liberar a su hija de cierta institución psiquiátrica por la sencilla razón de haber firmado ellos. Todo esto es muy complejo y no viene a cuento, salvo para marcar las extrañas leyes que rigen el confinamiento de los locos, pseudo locos y trastornados en esta parte del planeta.

De golpe la asalta el recuerdo de su tardecita en Bellevue Hospital. Cierta amiga de esas que de a ratos se piran, la puntita nada más pero se piran -they go bananas como dicen acá, they are off the wall- tuvo que ir a la guardia de Bellevue a pedir un ansiolítico y ella estando como estaba en uno de sus accesos Florence Nightingale la acompañó. Lo de Florence Nightingale lo pensó entonces, ahora entiende que fue por malsana curiosidad, para ver una de estas instituciones por dentro. Y lo que vio, en sólo unas horas de espera, fue desgarrador y fue cómico.

La segunda salida, Exit 22, le repite al inmutable chofer.

Ojalá los internados en Creedmoor tuvieran una segunda salida, piensa. También los de Bellevue Hospital. En su pantalla mental aparece la imagen del bellísimo etíope que vieron allí. Etíope, decidieron con su amiga, porque así se explicaban los rasgos tan agudos en el rostro casi azul de puro negro. En la guardia de Bellevue, dos enfermeros que más parecían matones lo trajeron rodando en una silla de fuerza, para llamar de alguna manera a ese artefacto al que el pobre bellísimo etíope estaba atado, y él imperturbable como el chófer que hoy le da la espalda. Pero el pseudo etíope no conduciendo nada de nada aunque quién sabe. Los enfermeros se quedaron un rato en la tétrica sala de espera, vigilándolo. Él murmuró algo apenas más audible que un suspiro y los enfermeros consintieron en desatarle los brazos. Sacó entonces un pequeño peine del bolsillo de su piyamas y empezó a atusarse las crenchas. Algo muy solemne, parsimonioso. Hasta el punto que los enfermeros viéndolo tranquilo intercambiaron un saludo con el policía armado que custodiaba la sala de espera y partieron hacia otros menesteres. Al rato el negro increíble volvió a guardar el peine en el bolsillo y sacó del otro digamos bolsillo bien central su enorme, oscurísimo miembro y se puso a sacudirlo con la misma parsimonia del peinado. No tardó en producirse el revuelo. Alguna loca chilló más agudo que de costumbre, el guardia armado obligó al negro impertérrito a guardar sus intimidades y lo volvió a atar a la silla de ruedas. Para desatarlo al rato, no más, por buena casi autística conducta.

En el semáforo doble a la derecha, le dice al chofer blanco. Y en el próximo semáforo a la izquierda, la primera vuelta a la derecha es la entrada a Creedmore.

El etíope entonces repitió su rutina. Peine, pene. En el mismo orden, siendo este último muchísimo más enorme y vistoso y quizá -aunque no se traslucía en su mirada- placentero. El guardia se abalanzó hacia él pero el etíope, con pétreo señorío ancestral, un pura sangre, retomó su peine, lo dejó caer y con un gesto mínimo obligó al guardia a agacharse a sus pies para recogérselo logrando colocarse así, por un brevísimo instante, muy por encima de sus desdichadas circunstancias.

Primera vuelta a la derecha.

Y ya están frente a Creedmoor, todo un pueblo amurallado. En la garita de entrada ella pide por Jack Seymour, el psiquiatra amigo de Bolek, Seymour da el OK por el intercom, el portero indica el camino: media milla hasta el signo de Stop, derecha, pasar bajo la autopista, continuar por más o menos un cuarto de milla. A la vuelta de la capilla y frente al campo de atletismo se encuentra el edificio que buscan. Bolek está acabando de almorzar, le van a avisar de la visita.

Para disipar en parte la furia que la impulsó hasta aquí ella se concentra en fantasear que quizá, con suerte, el bello loco etíope ha sido consignado a Creedmoor y ahora en los talleres del museo viviente está dibujando sin tregua bellísimos autorretratos que encumbradas damas de la sociedad comprarán a muy buen precio para amenizar al menos imaginariamente sus noches de tedio conyugal.




Campos de batalla II

Bolek casi ni la deja bajar del coche. La increpa. Sospecha que no ha venido para nada bueno, así a las apuradas y sin aviso previo. Hoy es un mal día, le dice, estamos orientados hacia el espacio, no estamos pintando sino haciendo grandes esculturas, no hay lugar para visitas, no puedo distraerme ni un segundo, queremos crear algo así como un drama espacial, nos queda poco tiempo, le dice.

Drama espacial y hasta muy especial te voy a hacer a vos y aquí mismo si no me dejás pasar, contesta ella sin respiro; ¿qué es eso de andar esquivándome el bulto día tras día? le contaste mi vida a Ava, buchón, delator, creí que eras un tipo discreto.

Te queda bien el enojo. Te ponés muy bonita cuando te enojás.

Sí, sumá no más insulto a la herida.

¿No es esto lo que hay que decirle a las mujeres cuando se ponen furiosas?: la furia te sienta. Mis amigos straight siempre dicen eso en casos similares.

Sos una rata.

Ahí llega mi gente y voy a tener que trabajar, hablamos en otro momento.

¿Cuándo, si mañana te vas de viaje sin avisarme?

Ah, es por eso. Por celos. Cuán indigno de vos, beautiful. Me halagás debo reconocer.

Es así como la deja pasar, y a ella el enojo se le diluye más de la cuenta cuando al subir al primer piso descubre los enormes progresos en las distintas salas.

Paseate, le dice Bolek, recorré todo lo que creas necesario, tené cuidado si andás por la planta baja, hay lugares que todavía no limpiamos y hasta puede haber ratas, no sé, cosas peores, contagiosas, impensables; y no me refiero al contagio fisiológico no, nos hemos ocupado bien de desinfectar y demás, acá se trata del otro, en fin, vos me entendés mejor que nadie, andá, te dejo suelta, no puedo ocuparme, tengo que, pero husmeá bien después te voy a contar, el proyecto que tenemos para la planta baja es fantástico aunque va a ser para más adelante si conseguimos apoyo económico; con suerte encuentro un minuto para hablar con vos, si no otra vez será, hoy mi gente está más alterada que de costumbre, creo que perciben que me voy, no les gusta nada, yo no les soplé palabra pero ellos son así.

Todo esto se lo fue, va, irá diciendo de a trozos, mientras ella lo sigue de un campo de batalla a otro, y él acomoda sus herramientas de trabajo y pone todo en marcha y organiza en lo posible el desquiciado y muchas veces deslumbrante trabajo de sus discípulos. Para evitar que los susodichos comprendan se dirige a ella de a ratos en castellano con su duro acento cómicamente argentino, retoma el inglés porque el inglés parece tranquilizarlos, impreca en polaco y ni los internados ni ella pescan una palabra y todos se ponen nerviosos al unísono, ella construye un discurso apenas hilvanado con esto que Bolek le va contando en hilachas, quisiera preguntar y no puede, él no la deja, él está en otra parte como un gran director de orquesta armonizando a todos sus músicos. Los artistas.

Después, después, después, oye la promesa en la voz de Bolek aunque él no la verbalice. Después le dará la llave para ir a jugar. Ahora sólo le permite una inspección ocular del territorio.

Sintiéndose vencida dirige sus pasos hacia las escaleras que la llevarán a la planta baja, a las mazmorras. Las oubliettes como en castillo medieval. Bolek se apiada de ella y le grita en castellano, tan lejos ya que apenas lo oye: Nuestro secreto es nuestro, a Ava sólo le dije que imaginación no te falta. Y no te falta, andá sabiéndolo.



Ahí abajo hay puertas que ella ni se anima a abrir. Otras las patea, furiosa, al grito de ¡imaginación mis huevas!, puertas entornadas y no quiere tocar el picaporte. Adentro ve acumulación de maderas, más que trastos viejos o elementos salvables son escombros los que encuentra tras cada una de las puertas cerradas, a la luz mínima y mortecina de algún foquito colgando del techo o del propio día externo que apenas logra colarse por vidrios inmensamente inmundos, enrejados, rechazantes. Una puerta tras otra, una pieza tras otra, va abriendo las que puede, las que se anima, y nada hay en esos cuartos que pueda sugerirle una idea. Camina y camina y camina, el espacio parece inconmensurable, no sabe si cada vez se aleja más de la escalera que la devolverá a esa forma de la razón que son los locos, allá arriba, trabajando, produciendo sentido créase o no, y ella acá abajo en el sinsentido de este hurgar en habitaciones harapientas como si buscara algo. Se está moviendo en un constante presente, piensa, y piensa que se lo dirá a Bolek si alguna vez puedo recuperarle la confianza. Es como si el tiempo en lugar de atravesarla la arrastrara con él, quizá logre decírselo a Bolek algún día suponiendo que alguna vez haya algún día. Me siento anclada en el tiempo como esos satélites artificiales que circunvalan la tierra a una velocidad equivalente a su rotación y entonces siempre están sobrevolando un punto fijo, le explicará. Mi punto fijo no es en el espacio, es en el tiempo; siempre en el presente como tantas tribus indoamericanas que por desconocer la conjugación de los verbos se ven limitados al ahora. ¿Limitados? Quizá sea un mérito el presente, el estar siempre aquí y ahora, no evadirse como tantas veces se ha evadido ella, y ahora abre una puerta más, ahora, y otra, ahora, y otra más -ahora- y todas apenas le permiten asomarse a las mismas tinieblas inciertas tan para nada estimulantes. Ahora, ahora.

A Bolek le dirá, le diré, ahora, ahora, que no se vaya que se quede conmigo que sin él pierdo el norte es decir el calendario, que me devuelva las agujas de mi reloj parado, que las cartas y la imaginación, que ya no doy más, que que que qué fea palabra, una siempre tratando de evitarla cuando escribe sus trabajos pero no aquellas cartas que una ya no escribe pero escribió de una vez para siempre y ahora bien podrían permanecer en el pasado, las cartas, pero no hay pasado.

En el centro central de todos estos aposentos, verdaderos cuartuchos de un desolado y vasto y astroso Palacio de la Desmemoria -reconoce- están lo que una vez fueron las cocinas del refectorio, con gigantescas pailas y descomunales hornos, más grandes aún que los hornos usados por Gabriel para quemar sus sábanas de esmalte, y ella imagina a aquellos que debieron comer en reclusión -aunque quizá este no fue el uso de los cuartos- los internados que sufrieron o exigieron confinamiento solitario tan sólo en horas de comida porque la ingestión de alimentos se les había vuelto lo único privado e íntimo de lo que disponían.

Palacio de la Desmemoria. Son sólo conjeturas.

Ella abunda en conjeturas para no abrir más puertas.

Y es allí, descentrada en el centro mismo del descomunal ámbito, donde la encuentra Joe el viejo, el Joe de Bolek, que andaba buscándola. Lleva a cuestas la valija regalo del otro Joe, el joven. Ella se la regaló a su vez a Bolek, Bolek a su propio Joe. Que hoy parece conectado, este Joe. Se dirige a ella con parca parsimonia para comunicarle que el maestro la espera. Y acarreando el peso muerto de la valija inútil -al menos para quien como ella sólo piensa en utilidades prácticas como un viaje- Joe el viejo la guía hasta el piso alto, el luminoso, ni se detiene para depositar su valija antes de llegar al cuarto conocido como Campo de Batalla 4: La Iglesia. Allí le señala con orgullo la obra que acaba de realizar: los pasaportes que estaban en la valija abandonada cuelgan con broches de madera de una cuerda, como ropa tendida al sol, y también cuelga un cartel que dice Yo soy todos los hombres, y todos los pasaportes llevan idéntica foto-carnet de Joe el viejo.

Joe está en todas partes, ella en ninguna.

Es cierto que Bolek se va. Se va y la deja sola con sus puertas semiabiertas y sus fantasmas.

I need a break, le explica él sin tomar en cuenta que con su partida es ella quien se rompe.

¿A las Bahamas, se van? Se asombra ella con un soplo de voz y bastante decepcionada en más de un sentido. Bueno, contesta él, el coloquio es sólo una excusa, necesitamos vacaciones con Vivian, nos estamos reventando cada uno en su trabajo, de ahí nos iremos bastante más al sur, ya verás, my dear, ya oirás de mí.

Se irán al menos por diez, quince días, si él aguanta, si no extraña demasiado a su gente de acá y sobre todo a Joe que se pasea con la valija del otro Joe, valija ahora llena de los desechos del mundo, envase perfecto de una obra de arte por él compaginada y sólo por él captada. Yo soy aquí dentro, dice este Joe y Bolek entiende perfectamente, él que se está yendo de viaje libre de bultos mientras su Joe queda acá arrastrando hacia ninguna parte el peso de una valija ajena. Joe es mi otro, dice Bolek delante del otro que parecería asimilar la idea por un resquicio de las palabras, en la comisura misma de su sonrisa de bodhisatva. Es mi alter ego, como una relación simbiótica, reconoce Bolek.

Ella a su vez trata de abrir un resquicio para entrever, por poquito que sea, esta hermandad de almas que se condesa en una valija de secreto contenido.

Bolek se va por unos días y el loco Joe cargará solito el peso de la valija vaciado de su antiguo contenido, más misteriosa ahora que nunca, punto nodal donde muchos convergen, hasta ella y su Joe. Coordenadas del deseo.

¡Las cartas!

La convicción se le vino encima como un golpe en la nuca: la hermética valija de cartón símil cuero, de repugnante color sangre coagulada, este hirsuto objeto del desprecio atado ahora con hilo sisal de desflecados bigotes, ahora encierra sus cartas. Bolek se las ha dejado a Joe el viejo en custodia. A su alter ego, su ser en la locura, aquél que lo mira desde el otro lado del reflejo. No podrían estar -las cartasen manos de un guardián más celoso. Joe duerme abrazado a la valija y prefiere hacerse en los pantalones antes que dejarla del lado de afuera de la puerta del baño.

Ella piensa: sólo el puro adentro puede contener las cartas. Las pruebas de la infamia.

Algo en ella entonces se vuelve araña. Negra. Encoge sus ocho patas dispuesta ya a saltar sobre la presa, y ocurre lo inesperado. Un ruido que casi ni se oye alerta a Bolek. No es el peligro del salto de la araña que él no registró, es otra cosa, son pasos a lo lejos avanzando por el largo corredor que desemboca en este campo de batalla en el que se encuentran.

Ya son las seis, se alarma Bolek. Rápido, rápido, le dice a ella empujándola; rápido, metete en ese cuartito, vienen a buscarlos y no tienen que verte.

Y la araña obedece, con el rabo entre las piernas porque la entomología se le confunde y pierde toda identidad guerrera.

¡Oh, dioses! es así como ella se encuentra incrustada en el más absoluto desván de los desvanes del mundo, rodeada del más inimaginable de los detritus, Merzbau diría Bolek piensa ella porque a Schwitters lo ve por todas partes, aunque Bolek nunca sería tan irreverente, iconoclasta y todo como es, pero nunca tanto, aquí sólo hay una acumulación de mugres, sillas rotas y pedazos de cajones de madera y trapos de todo color y laya que Bolek y Vivian y compañía han ido recogiendo por las muy dadivosas asquerosas calles neoyorquinas acopiando material para futuras esculturas o instalaciones, mientras ella ahí, escondida estatua viviente, se muere de impresión porque puede saltar una rata y ay ay ay.

Deja una rendija abierta para que algo de luz le llegue, y oye las exclamaciones admiradas. Cuánto progreso, dice alguien, lo felicito, dice otro, y bla bla y se percata de que hay varias personas visitando el recinto, no sólo los enfermeros, y entiende que se encuentra entre la pared y la espada, entre las ratas y los psiquiatras, a cual peor. De todos modos queda pegada a la rendija de luz que deja filtrar la puerta casi cerrada. Un cordón umbilical con la realidad, pero Bolek al pasar por allí como en un descuido empuja la puerta y la cierra del todo y ella queda atrapada, con los ojos desesperadamente cerrados para negar que la oscuridad circundante excede de lejos la cortina de los propios párpados.

Así pasan horas, años, lustros. Así pasan los minutos más largos de su vida y todo a sus espaldas son bocas hechas para comerla de un solo y desesperado tarascón.

El aire se densifica con la risa de Bolek. La risa del enemigo Grr. Cuando por fin él le abre la puerta de su confinamiento solitario ella sale hecha una furia. No se le echa encima porque. Algo de civilidad le queda a pesar del espanto. Pero le escupe todo lo que piensa, le da un pedazo de su mente como dicen por acá. Un pedazo grande y sucio. Él la mira risueño

¿Llenamos la ficha de internación? le pregunta esperanzado.

Ya es de noche en este mundo septentrional donde oscurece asquerosamente temprano. Meterla en el loquero le simplificaría la cosa a este hijo del diablo, entiende ella. Yo soy ahora un polizón en la ciudad cerrada donde impera el desvarío, se dice.

Hijo de puta, articula.

Y bueno... siempre se les dijo puta a las actrices, le contesta él con esa risa que le sigue cosquilleando el paladar; siempre se les dijo pero vos no lo creas, mi madre era actriz pero también una señora de su casa de lo más honesta. Fue lo que más la aburrió, si supieras.

Ella no puede menos que ablandarse. Bolek es un niño en plena travesura, comprende, y queda atada a su carro. Entiende el afecto que se profesan. Si van jugar, ella decide jugar hasta las últimas consecuencias, en lo posible.

¿Y ahora qué? pregunta.

Ahora tenemos que ver cómo te saco de este edificio. Clandestinamente, por supuesto.

Y me sacás de toda esta enorme institución maldita.

Ahí ya no podemos hacer nada. Hoy tengo permiso para pernoctar acá, vas a tener que quedarte a dormir conmigo en la misma cama, bajo las mismas sábanas. Una sola persona.




Walpurgisnacht

Como siempre ante las máscaras, una queda desenmascarada en toda su mediocridad y cobardía. Ella tuvo la oportunidad de escapar del museo viviente como una obra de arte más, en carne viva, y optó por el simulacro de lo cómodo. O mejor dicho de aquello que está a salvo, en la orilla segura y resguardada de las cosas. Nada de andar arriesgando, sin poder jugarse el todo por el todo para saber que cuando se logra aflorar del otro lado -si se logra- somos más ricos y más espléndidos por el solo hecho de haber encarado el desafío.

Bolek le presentó dos opciones opuestas: una camisa de fuerza y un delantal de enfermera. Para el frío te vienen bien estas mangas largas, larguísimas, le dijo, y la camisa de fuerza en sus manos era una incitación a dar el salto.

Con el delantal de enfermera no hay salto posible. Optó por este último.

Bolek apelando al más decepcionado de sus tonos de voz suspiró: Creí que te gustaban los disfraces. Y ella tuvo un atisbo de iluminación cuando él contestó.

Por eso mismo, precisamente.

En el mundo tan bien estructurado del manicomio a nadie se le puede pasar por la cabeza que un ser casi normal decida confinarse allí aunque sea por una sola noche. Razón por la cual pudieron avanzar con desenvoltura hasta el pabellón de dormitorios donde le habían asignado un cuarto a Bolek. Era hora de la comida para los habitantes de esa ciudad espectral, espectros ellos dos también, tirados ahora sobre la cucheta, hablando bajito.

¿Qué noche nos espera? Pregunta ella habiendo aceptado el encierro como una fatalidad indiscutible.

Ponete cómoda, sacate un poco de ropa, le dice Bolek pero ella prefiere seguir así, con el delantal por si acaso, como si la impostura no fuera la más grave de las faltas.

¿No pensarán que soy familiar de algún loco, acá para ayudarlo a escapar?

Descuidá, en este país nadie quiere a los locos en su casa, más bien pensarán que trajiste a alguno para meterlo clandestinamente.

¿Esta no será una trampa tuya?

Quizá. Pero reconocé que vos viniste solita a meter tu cabeza en el lazo.

Oficialmente Bolek ha decidido quedarse esta noche en Creedmoor para organizar bien las cosas a la mañana temprano, dejar instrucciones y establecer el orden que le permitirá gozar de sus diez o quince días de vacaciones con tranquilidad. En su fuero interno ha tomado esta decisión bastante sacrificada porque sabe que sus gentes estarán más inquietas que de costumbre, intuyendo como intuyen su partida, y no quiere abandonarlos, necesita estar con ellos hasta último minuto para darles una sensación de pertenencia. Es decir que él les pertenece a ellos. Ella es sólo una intrusa.

¿Tus loquitos no van a mencionar mi presencia esta tarde en tu zona?

En absoluto. Nadie mejor que ellos para guardar los secretos de alguien que aprecian. Y para entender cuándo algo es un secreto.

¡Ya me sospechaba yo que le diste mis cartas a Joe para que ande trambaleándolas en la estúpida valija!

¡Qué?

No pudiste oír mejor.

No grites.

¡Mis cartas!

No grites, nos vas a delatar.

Basta de jugar conmigo

Basta de paranoias, mi querida, ya te dije, no me obligues a llenar la ficha de internación y solucionar así el problema de tenerte acá escondidita.

Amenazas, ahora.

Amenizas ahora mis veladas... Calmate, beautiful, ¿dónde está tu alegría, tu confianza?

El loco Joe tiene mis cartas, se las diste a tu Joe dentro de la valija.

No sería mala idea pero no, no las tiene, te aseguro.

Y Bolek procede a explicarle, como quien le explica a un chico, a un demente (hay que reconocer que tiene aptitudes) que ni en su muy guacha vida se le podría haber ocurrido eso de darle las cartas a Joe por más alter ego que sea. Además las cartas ya no le pertenecen a ella, mal que le pese, los objetos-cartas según todas las leyes de propiedad intelectual han pasado a su posesión ya que si bien él no es el destinatario oficial, no hay evidencia alguna del destinatario oficial etcétera y a él le pertenecen por derecho propio, por haberlas rescatado del derrumbe, es una forma de decir. El contenido en cambio sí es tuyo, le aclara; y tendrías que estar atenta a esta circunstancia que te honra e ilumina. El contenido es decir el texto es tuyo y deberías reapropiarte de dicho texto, devolverlo a tu torrente sanguíneo, reabsorberlo, reincorporarlo porque todas las historias no vividas y alguna vez imaginadas también son parte indisoluble de tu historia.

Ella se defiende. Mío no. El texto, letra por letra y palabra por palabra, le pertenece a quien recibió esas cartas por correo. Fue un regalo ¿no? Yo se las mandé a la persona esa y a esa persona le pertenecen, las quiera o no. Yo ya no tengo nada que ver con nada de lo que allí se narra.

Al contrario, beautiful, las leyes de propiedad intelectual, insisto, dicen todo lo contrario: el texto es para siempre de quien lo ha escrito, asumilo.

¿Y la palabra dada, entonces? ¿Es la palabra dada sólo un acto nominal?

De nominación, le aclara Bolek; de nominación. Vos la podés dar de palabra hablada, pero de escritura ya no la podés dar más, a menos quizá que hayan firmado un acuerdo entre los dos, cosa que dudo. De todos modos lo importante no son las burocracias, sino la vida que sigue fluyendo en vos desde esas historias.

Y ella, agobiada de historias relegadas al olvido, renunciadas, por primera vez en tantos años, con el consiguiente alivio y el terror implícito, se echa a llorar desconsoladamente en brazos de un hombre.

Lo tomó de sorpresa, por eso Bolek pudo cobijarla. Ella, sorprendida también, ni sintió pudor ni pensó estar haciendo el ridículo. Lloró y llora y llora, sigue llorando arrebujada contra el pecho de Bolek que asordina sus sollozos. Se necesitó tanta agua, musita cuando logra recuperar la voz aunque sabe que él no entenderá la alusión histórica. Tanta agua para apagar tanto fuego, trata de aclarar entre hipos; pero el fuego no se apaga, me achicharra por dentro, dame un trago.

Estás loquita, esta es una institución psiquiátrica, lo único que me faltaba es que me agarren con bebidas alcohólicas.

Algo tendrás. Te conozco.

Sólo unas líneas, no creo que sea eso lo que necesitás ahora. No, en absoluto, no.

Tengo la panza vacía, el corazón vacío, el alma ni sé si la tengo o se me fue por ahí volando por vía aérea.

Noble tarea, dice Bolek que ni en sus peores pesadillas pergeñó frase moralista equivalente, noble tarea, repite con todo descaro y sabiéndola su rehén; noble tarea la de lograr ponernos en los zapatos de quien una vez fuimos, de quien no supimos o no pudimos ser, sobre todo de quien como vos ciertas veces quiso y no pudo, quiso sin siquiera tener demasiado claro ese querer que más bien se convertía en una nebulosa donde las ganas se hacen de goma, chiclosas, y cobran hasta las más impensadas e impensables formas. Yo ahora podría hacerte el amor pero no, yo ahora encerrados como estamos y sin posibilidad de escape podría demostrarte en carne propia cada una de tus perversas ensoñaciones epistolares y vacías, pero yo te quiero de verdad y eso sería escapar por la tangente, volver a fojas cero, no permitirte recorrer el camino de retorno donde con cada uno de los episodios de las cartas fuiste abandonando pedazos de la que hubieras podido ser o hubieras querido ser y nunca te animaste.

A ella le gustaría verse la cara mientras escucha todo esto como si ella estuviera fuera de foco, pero acá no hay espejos.

No me acuerdo, le dice.

Yo te refresco la memoria no te preocupés.

Agarrame, no me sueltes.

Yo te quiero, acordate, yo te tengo te sostengo todo a lo largo del camino pero recordá a cada paso que el camino es tuyo. Querés recuperar tu alma -y mirá que yo de alma nunca hablo, que para algo me crié bajo el marxismo- y yo te apuntalo y te digo noble propósito, te digo, y te voy tirando los cabos que necesitás para no perderte.

Las piedras de toque.

Las piedras de toque son en realidad tus propias historias que han vivido hasta el día de hoy en vos porque todo aquello a lo que se renuncia, toda encrucijada frente a la que optamos, este derrotero sí y los que no también, está siempre presente en nuestro eterno presente y siguen desarrollándose en nosotros como si lo hubiéramos transitado. Si vos en verdad te revolcaste con tu playboy dos coqueiros o con el aborigen en medio del desierto australiano me tiene sin cuidado, igual ellos están acá con nosotros como está con nosotros el marinero desenfrenado de tu carta de junio del 82, creo, o el torturador de

¡Ese no!

También ese y todos los demás y yo qué querés que haga, ¿dónde meto la mano?



Es esta una noche aciaga, cabe reconocerlo: tantos recovecos donde el hombre podría meter la mano pero este hombre no, cala demasiado hondo, mete tanto más y hay que ver cómo.



El nombre de Facundo no se le escapa a ella de los labios. Sellados están sus labios y por ende tanta otra parte de su ser, sellada. Sólo ahora empieza a darse cuenta de que todo lo no dicho se nos transforma en cárcel. O mejor lo percibe sin darse cuenta, apenas un fulgor que la lleva a estirar la mano y ponérsela a Bolek sobre la mejilla. De inmediato la retira: no se debe tocar el punto del saber, lo que por un breve interludio se nos hace sagrado. Bolek sigue hablando y ella le cree, y comprende (soy también aquello que elegí no ser, me habitan mis renuncias).

En este escuetísimo recinto, esta celda de clausura, hay sólo una mínima cama, casi un catre, una silla, una ínfima mesa y sobre la mesa una botella de agua mineral de plástico y un vaso. Comparten el vaso y ya casi han vaciado la botella; la noche será larga, racionan el líquido. El cautiverio es sólo para ella pero él parece dispuesto a compartirlo, aunque ella presiente que en algún momento él la dejará sola para ir a ver a su gente y a escudarles el sueño. Le da pánico quedarse sola acá, necesita retenerlo a toda costa, sabe cómo hacerlo. El sistema es antiquísimo y le viene avalado por fuentes fidedignas y por experiencia propia. No dejará ni un resquicio de silencio, le irá contando historias hasta que se duerma. Fuera del epistolario, la primera historia, algo que ella asoció por encontrarse en esta semipenumbra sofocando los ruidos:

Yo tenía una pareja de amigos patafísicos, le cuenta a Bolek, patafísicos de verdad, de vieja cepa, de los que ya no se encuentran por el mundo porque no todo era un hablar sino un actuar constante. Cierta vez fueron a última hora al zoológico de Buenos Aires y se escondieron en los baños cuando sonó la bocina de salida, querían hacerse encerrar en el zoo para saber cómo duermen y si duermen los animales en la noche enjaulada. Los baños tenían olor a jaula de fieras pero menos. Allí los dos quedaron hasta la medianoche, cuando decidieron enfrentar el peligro y salir a caminar buscando bien las sombras porque no sé si lo habrás visitado pero el zoo de BAires está casi en el centro de la ciudad y se ve en parte desde la calle. Ellos se fueron metiendo en la profundidad del laberinto y percibieron en medio de la noche un silencio ominoso que ellos iban quebrando como quien quiebra ramas secas al caminarles por encima, pero no lo quebraban con ruido sino con su mera presencia, con su repugnante o quizá empalagoso o apetecible olor a seres humanos, y de golpe un león rugía, y había inquietud en la jaula de los monos, y los antílopes generaban una mini estampida hacia un rincón de su recinto, y no te cuento cuando se acercaron al enormísimo jaulón de los cóndores, y los cóndores aves de presa al fin los olfatearon y armaron tal revuelo que aparecieron los guardias y los metieron en cana.

¿Se los llevaron presos?

Presos. Dijeron que la culminación de la experiencia fue saber en carne propia qué se siente al estar en una jaula, convertidos ellos también en animales. Por suerte eso ocurrió en los tiempos livianitos de Cámpora, que unos años más tarde no la hubieran sacado tan barata, si la sacaban, si salían con vida.

Entonces hubo pasión en lo que hicieron, acepta Bolek; me gusta tu historia y eso que al principio me cayó muy mal que asociaras descaradamente esta benemérita institución con un zoológico. Entendí lo del olor a fieras. También hay olor a miedo, que exacerba a las fieras. Muchas veces olí acá el olor a miedo, es muy dulzón, penetrante, asqueroso y atractivo. Cuestión de adrenalina, parece, no me gustaría olerte a vos olor a miedo, es lo más peligroso que hay, ¿alguna vez lo oliste?

Creo que sí.

Olvidalo. Es una trampa aciaga.

Olvidar como por decreto, ¿se trata de una orden? ¿Pretendés por un lado que me acuerde de todo, que reviva el pasado, los muy descartados incidentes inventados en el pasado, que los reviva con un desarrollo total como si aún formaran parte de mi vida, y por el otro lado que me aparte del miedo? ¿Eso me pedís, que olvide el olor a miedo?

Ese tufo no te deja revivir en paz.

Vivir en paz.

Viene a ser lo mismo.

(No te aburras, no te vayas, voy a darte más, no quiero sentir el miedo de este encierro, los pacientes deben de estar aullando en la impaciente noche, desesperándose lejos de su castillo de arte, con su maestro a punto de partir. No quiero que vayas a verlos, ni ahora ni). Sin solución de continuidad se larga a contar que estuvo en los lugares más remotos de la tierra, sola y su alma, en medio de gente que otros podrían llamar salvajes aunque como siempre sucede eso sería una burda descalificación, y ella nunca tuvo miedo. Miedo animal, incontrolable y abyecto y maloliente, porque lo que es el otro sí, claro que sí, tantas veces lo sintió, en Mount Hagen por ejemplo durmiendo en una choza tejida como una canasta, con los cerrojos de la puerta echados, sí, pero lo único sólido allí era la tal puerta porque lo que eran las paredes, con machete podían atravesarlas como si fueran de papel, y a unos pocos kilómetros había guerras tribales, toque de queda decían los diarios, todo aquél que portase armas es decir hachas, lanzas, flechas, machetes, sería llevado prisionero, pero igual las peleas seguían y ella se preguntaba cómo hacían para salvarse de la matanza los pocos blancos que tan mal trataban a los aborígenes. Eso sin hablar de los espíritus del Sepik latiendo en las máscaras que la rodeaban, pero claro, esos miedos son los gajes de su oficio; le gustan más bien, la estimulan. Después están los otros.

¿Hay amor, allí? Pregunta Bolek

¿Amor? ¿Qué es eso? Amo mi trabajo. Creo.

Antropóloga perversa. Acercate, ponete cómoda, esta cama no da ni para una intimidad distinta pero nosotros estamos ahora atrapados en la choza, por culpa tuya y no hagas ruido, yo voy a...

... Me acuerdo, encadena ella. Me acuerdo de Roger en París, esto no lo sabés, esto no lo escribí en carta alguna porque me tocó de cerca, sin inventos, y cómo nos gustábamos, nos buscábamos, Roger estaba casado pero era lo menos hombre casado de la tierra, pintor y además tocaba el saxo divinamente, tocaba otras cosas también divinamente, y como en París por asombroso que parezca los encuentros furtivos están menos institucionalizados que en mi patria, los hoteles de paso eran todos un asco, al menos los que él encontraba o podía pagar, y así acabó alquilando una pieza con baño en el departamento de un ciego, de un ciego, imaginate, que le había puesto como única condición que no llevara mujeres. Roger instaló allí su estudio, llenó todo de olor a trementina, el ciego se iba a dormir temprano, el depto era uno de esos muy viejos y enormes pero igual, cuando después de la cena y del cine o lo que fuere llegábamos a hurtadillas, lo mismo había que tomar todas las precauciones del caso, y más de una vez nos lo cruzamos al ciego en el amplio corredor a oscuras, y Roger le hablaba como si tal cosa mientras yo me escondía detrás de él tratando de no respirar, siquiera. Evitaba el perfume en esas citas, todo era olor a pintura y quizá ahora que lo pienso es por eso que me atrae tanto el arte plástico porque Roger como pintor no era gran cosa, pero estaba lo otro.

¿Lo amabas?

¿Qué te pasa esta noche, qué andás hurgando en zonas tan complejas, qué me querés decir?

A no alarmarse. Hablo de amor. Yo por ejemplo al amor lo tengo puesto entre estos seres apartados de las mezquindades cotidianas; son todos aristócratas de la mente, desafiantes compañeros que te hacen sentir como un aprendiz en la vida. Me apuntalan en mi pelea contra el mal llamado mundo real y sobre todo contra el mercenario mundo del arte, las galerías, los marchands, los museos y demás infamias.

Poniendo punto final a su breve manifiesto Bolek se levanta de un salto, hace una elegante reverencia y se apresta a ir a vigilarle el sueño a sus amados, urgiéndola a ella a cerrar bien la puerta y a no delatar en absoluto su presencia. Es por mi reputación, te das cuenta, ¿qué puedo estar haciendo yo con una mujer durante la noche? Le aclara, y sale riendo entre dientes y ella queda apretando los propios, apretando los dientes, hasta que las ganas de mear la ponen en movimiento y decide hacer buen uso de la botella vacía de agua mineral, primero abriéndole más ancha la boca con su lima de uñas. Después, trepada a la silla, la vuelca por el ventanuco y agradece la lluvia y las primerísimas luces del alba que acabarán por liberarla del encierro en la casa de los lunáticos.




Al pan

Después del almuerzo, ella le pide prestado el auto a Raquel para ir al pueblo, al correo, servicio overnight como corresponde a su impaciencia. Bolek pensará que ella se refugió en el bosque al mejor estilo Caperucita Roja y no le importa.

Aprovecha la circunstancia para aprovisionarse un poco. Compra los manjares más apetitosos que su bolsillo permite, y buenos vinos. El retiro puede ser a la vez espiritual y gastronómico. Ella no será buena cocinando pero se sabe excelente pelando langostinos y haciendo canapés de salmón ahumado. Compra pumpernikel para los canapés, pero el otro pan, el nuestro de cada día, debe ir a recogerlo en cierto lugar ignoto. Traduciendo: como es lógico le preguntó a Raquel si necesitaba algo, no nada, contestó Raquel pero ella insistió y Raquel dijo entonces: sólo pan. A ella el pedido le pareció de una modestia ejemplar hasta que su amiga empezó a darle las complicadas directivas para encontrar la casa donde se vende cierto increíble, delicioso, irremplazable pan casero. Entonces en el camino de regreso toma el desvío correspondiente y va siguiendo las señales no marcadas, la arbitrariedad del bosquecillo de pinos, el muro de piedra después del cual hay que doblar a la izquierda, la colina en cuya cima se detiene (precisión de Raquel) para ver el lago desde lo alto. Raquel no le habló sin embargo de esta pila de buenas piedras redondeadas algo cubiertas de hojas secas y de musgo que encuentra al borde del camino. Deben ser de alguna vieja construcción abandonada, quizá un cerco de pirca como los del norte del país de ella, desmoronado. De inmediato ella decide que las piedras pueden serles útiles. Son bien pesadas: Con esfuerzo las va cargando en el baúl del coche y retoma su ruta.

La recomendación de contemplar el lago medio se le olvidó con el hallazgo de las piedras. Como teme se le va a olvidar la otra recomendación, la de demorarse en casa de la panadera para conversar con ella. Le urge estar de regreso y ofrendarle a Raquel estos trofeos.

Pero una vez salida de la derecha senda, es decir de la carretera principal, ya nada responde a lo previsible.

Porque cuando ella llega por fin a destino la miseria del habitáculo la descoloca. Parecería pertenecer más a su zona del mundo que a esta. Es una choza, casi un rancho, un jacal como en México aunque el techo medio derruido en lugar de paja sea de tejas de madera. Todo habla de otras realidades, y también de vida porque hay ropa secándose al muy pálido sol de la tarde y olor a fuego de leña. Precisamente la vieja allí bajo el gigantesco roble está partiendo troncos con un hacha, con bríos que no condicen para nada con su aspecto añoso. Hermana del roble parecería la vieja, consustanciada con el árbol a pesar o quizá a causa de estarle haciendo astillas los palos.

Es la panadera. Ella no lo duda, pero igual permanece dentro del auto contemplando fascinada la escena.

La vieja como al quinto hachazo gira la cabeza y le sonríe con todos los dientes que tiene y son bastantes. Suficientes para una sonrisa llena de bienvenida. Se yergue y ella descubre que no es gorda y deforme como parecía al hachar, es sólo corpulenta. Ella dejo de sentirse una intrusa y se apea del coche.

Sí, es la panadera, sí la hace pasar al despacho de pan cuarto de vivir lugar de encuentro. Todo allí tiene un aire a la vez acogedor y derruido. Cuando la panadera vuelve por fin con las tres hogazas del pedido, ella sin pensarlo siquiera menciona la tormenta eléctrica de la noche anterior. ¿Tormenta? Pregunta la panadera asombradísima, ¿tormenta?

Y cómo, de las feroces, creí que los rayos estaban rajando la tierra (otra de sueño denso, piensa ella, el aire de estos bosques debe de ser soporífero, voy a tener que irme pronto antes de caer yo también cada noche como oso que hiberna).

¿Rayos? Repite ahora la vieja dándole la pauta de que su salud mental no está a la altura de la física. ¿Rayos?

Rayos, relámpagos, truenos, algo infernal, toda la pirotecnia del cielo desplegada, le aclara ella haciendo todo lo posible para graficarle el alcance de la tal tormenta.

Y la panadera en lugar de inquietarse por su propia sordera nocturna se larga a reír, y ríe ríe y ríe a carcajada suelta, parece contentísima.

De golpe recupera su agilidad de leñadora, se abalanza sobre ella y la abraza. La abraza como a antigua conocida, la abraza de abrazo fraternal, abrazo de oso, de roble, abrazo de reencuentro. Al principio a ella la sorpresa la rigidiza, después se entrega a la felicidad de pan caliente de la otra y también ríe y devuelve el abrazo. La vieja se aparta por fin para enfrentarla con los brazos extendidos, ella también extiende los brazos y así quedan las dos por un rato, mirándose, las hogazas olvidadas sobre la vasta mesa.

Por fin la panadera se aparta y se da vuelta. Dear, dear, llama en voz muy alta, y ella piensa que el cariño ya es excesivo, pero casi al instante aparece en el marco de la puerta del fondo un viejo coriáceo, altísimo, de cara angulosa e imposible pelo negro. Este es Reindeer, lo presenta la vieja, Rein Deer, aclara separando las dos sílabas, y ella no logra discernir si el nombre significa reno o querida lluvia, o quizá ciervo de lluvia, reindeer o rain dear o rain deer, aunque quizá tratándose de un indio el nombre signifique todo eso y bastante más también que se le escapa.

Ella abre la boca para presentarse a su vez pero la vieja con un gesto mínimo de la mano la conmina a callar.

Esta mujer soñó el trueno, soñó la tormenta, quizá hasta se le apareció el pájaro de trueno, le cuenta la vieja al viejo y él también ríe y recién entonces ella se asusta o al menos entiende: sólo ella vivió la tormenta aunque fue mucho más que un simple sueño. Fue un sueño de esos.

Y ahí se instala ella a hablar con los dos viejos, y de no ser por la falta de teléfono y la muy probable preocupación de Raquel, con los viejos se quedaría hasta bien entrada la noche. Se despide a la hora de la primera estrella, la han hecho hablar sin pedirle detalle alguno de su vida práctica, la han hecho hablar de sueños, de otros mundos, y ella ha hablado y hablado, y al despedirse la invitan a volver al día siguiente o cuando quiera y le regalan el pan que había ido a comprar. Ella entiende que el verdadero regalo es otro mil veces más nutricio, relacionado con la tormenta de sueños. Algo que como antropóloga debió de haber percibido y comprendido, pero ya no es antropóloga ni es nada, ahora es sólo aquella que soñó tan vívidamente con el trueno.




Vino

Gracias, gracias, le dice Raquel encantada con los tesoros con los que ella ha llegado por fin a la casa. Las piedras las dejaron en el baúl del coche para descargarlas al día siguiente en un sitio propicio, las vituallas están ahora distribuidas en fuentes sobre la mesa redonda de la cocina comedor y ellas dos sentadas a su vera mandándonoslas al buche. Todo regado con un vinito Tokay del color de los topacios más codiciados y de aroma propicio. Gracias, repite Raquel. Gracias a vos, le retruca ella con la boca llena y ya está untando otra rebanada del glorioso pan casero con cierto quesito de cabra engalanado de hierbas.

Raquel ríe muy quedamente como sólo Raquel sabe hacerlo cuando el aquí y ahora es placentero. Noto que te quedaste no más conversando con Ida, comenta como al descuido.

¿Ida? Repite ella; ¡qué nombre interesante!

Sólo la propia Ida lo pronuncia así, como en castellano, como se escribe, acá todos lo pronuncian Áida, como cuando decís Idaho.

También lo conocí a Rain Deer.

¿Reindeer? ¿Ida tiene una mascota?

No creo. Rain-Deer, Ciervo de Lluvia, es un indio Algonquin si no me equivoco, compañero de Ida.

Jamás lo vi...



Una vez bien tapada en la cama ella se duerme de un tirón, se despierta tardísimo, no recuerda sueño alguno, se siente como nueva. No tiene en absoluto ganas de levantarse. El día afuera parece radiante y bastante avanzado, la esperan las piedras pero aquí quisiera quedar y aquí se queda, arropada en la dulzura del silencio.

También quizá la esperen Rain Deer e Ida, o mejor dicho Rain Deer y She Walks in Beauty como él la llama a Ida, pero ellos no son de esperar, el invitado irá si quiere y si no... ellos dos siempre allí como el agua o el aire, nada esperan.

Voy a ir, no voy a ir, voy a ir, no voy a ir, voy a ir, no. Así se le va escurriendo el día de hoy, las cosas simples como ducharse o vestirse se irán haciendo solas, sabe que en algún lugar, en algún momento, toda actividad de vida se hará sola, tendrá voluntad propia y su propia sabiduría.

Tampoco la esperan las piedras. Las piedras posiblemente han esperado milenios. Las piedras no esperan ni pretenden forzar sus naturales transformaciones micrométricas.

Antes de usar el coche hay que descargarlo de piedras. Antes de usar las piedras hay que descargarlas de. Antes de salir a descargar, descargarse de lastre, de intenciones. Fulano me sacó la piedra, se dice en Colombia, y no recuerda a qué alude la expresión pero suena positiva. A mí nunca nadie me sacó la piedra, ¿convendrá conservar la propia piedra? La piedra de sacrificio, la piedra angular, la piedra filosofal, la piedra pómez, ¡piedra libre!, como en el juego de las escondidas de nuestra infancia.

¿Voy o no voy?

Las piedras no esperan pero Raquel sí, para descargarlas, para empezar a olfatearlas y sopesarlas y mirarlas de cerca, compenetrándose con ellas.

Bueno, te hubieras agarrado algunas para empezar, tan tan pesadas no son, le dice ella casi con impaciencia cuando por fin logra asomarse por ahí.

No es eso, claro que no es eso, imaginate si no voy a poder levantar unas piedras de ese tamaño mejor me dedico al macramé. Ocurre que se trata de tu ofrenda, no la iba a violentar por impaciencia.

Raquel también walks in beauty, piensa ella, quizá por eso mismo la panadera nunca le ha abierto la puerta del horno de pan de sus secretos: de alguna forma muy distinta y personal Raquel es sabia.

Y se queda no más con Raquel todo el día apilando piedras sin intención alguna.



Ha transcurrido otro día y recién a la noche Raquel le hace un comentario personal. Te apurás mucho, le dice, para vos todo ya tiene que estar hecho y bautizado y hasta quizá olvidado cuando en realidad todo es un proceso. Son capas y capas superpuestas.

¿Cómo era aquella frase del fondo y la superficie?

Disculpame, se disculpa Raquel; qué importa, soy una maestra Ciruela, como si vos ahora necesitaras una lección.

Ella había andado tratando de erigir un muro para meterle papelitos con pedidos o reclamos o descartes, un minimuro de los lamentos o algo por el estilo, esas sonseras que se le ocurren porque querría que las cosas fuesen curativas como en primera velocidad, sin la sutileza requerida. Está bien, le dice a Raquel, está muy bien no te inquietes, me encanta oírte decir esas cosas. Pero Raquel se va al mazo y tan gráficamente se va al mazo que saca uno del cajón de la mesa de cocina y ahí no más se ponen a jugar a la brisca, juego para infradotadas del naipe como resultan ser estas dos amigas del alma.



Ella, de nuevo sola en el gran salón, ya ni piensa en el oso. Ni en merodeador alguno. Hace calor, ha dejado la puerta de atrás abierta y de todos modos cuando está José Luis las puertas de la casa nunca se cierran con llave, ni aun cuando todos van al pueblo o al mercado. Estira la mano para tomar uno de los libros que yacen a un costado de la chimenea, ya es un vicio, pero se detiene en plena acción. Toma conciencia. Basta de manuales, se dice. Y agrega: ha llegado el momento de actuar en automático. Es un chiste que se hace, otro más de sus tontos juegos de palabras. Manual, automático, los opuestos, esos deslizamientos.

Rain Deer el otro día le describió la manera indígena de ver el mundo. Hay que verlo dos veces, le dijo, de frente y con el rabillo del ojo, ver el muy definido mundo de la claridad y el mundo de las huidizas sombras. Naturalmente lo expresó con palabras tanto más poéticas, imposibles de reproducir, y ella ha perdido por suerte su profesionalismo y ya no logra retenerlas verbatim. Retenerlas verbatim y despojarlas de esencia, piensa, no hay posibilidad de interpretación sin compenetración.

Juntar entonces las dudas, apilarlas e intentar instalarse con comodidad entre las dudas como en un nido. Ver el mundo dos veces. Simultáneamente. Dos veces simultáneas y bien diversas, mirada doble, a contrapelo de la oscuridad como fuente de luz de la que habla Raquel.

Esto no está en los manuales. Esto es algo que ella sola debe aprender a practicar, si puede, y si no puede, pues, adelante con los faroles por el mundo occidental y judeocristiano donde las cosas son al pan pan y al vino vino, a la claridad aplauso y a la sombra resquemor, con alguna mediatinta para matizar un poco aunque la necesidad de elección resulte siempre excluyente.

La visión frontal y la visión lateral. El estrabismo. Con un ojo al gato y el otro al garabato, como definen en México a los bizcos. Propiamente. Al pan, vino.

Y uniendo de alguna secreta forma la acción o al menos la intención a la palabra, mete dos buenas botellas de vino en la mochila y se va a acostar con miras al día siguiente.




Tres días

El alba, y ella ya está al pie del cañón a la espera de que Raquel despierte para pedirle el coche. Camina por los campos de piedras siempre atenta a la casa aunque es demasiado temprano, decide alejarse un poco y disfrutar del rocío en ramas y hojas, las titilantes gotas reverberando bajo la naciente luz para luego morir evaporadas. Puede tomar una de las diversas sendas que ya conoce de memoria por haberlas transitado estos últimos días hasta el agotamiento o puede trepar la colina al final del parque e ingresar al bosque de verdad, sin senda ni señalización alguna. Sabe que el bosque es engañoso y para encararlo hace falta una brújula.

¿Qué hago yo por estos derroteros que me son tan ajenos? ¿Qué hace una muchacha como yo en un lugar como este? Se pregunta, y por lugar no se refiere a este reducido rincón Upstate New York o al planeta Tierra sino a las regiones ambiguas entre ambos extremos por las cuales anduvo transitando los últimos días.

No hay lugar para mí en el mundo. O no lo busco o lo niego y me solazo en lugares ajenos, menos comprometidos, más desazonantes. No siento dolor ni siquiera tristeza, más bien un desconcierto.

Ya de regreso en la cocina se siente confortada, el rocío se ha levantado, el sol brilla con ganas, Raquel se le acerca para compartir el café que ella está preparando, Raquel le presta el auto, por supuesto, hoy no lo va a necesitar. Ella acaba por sentirse como cowboy ante el fogoncito pasándole a su compadre -comadre en este caso- la cafetera de lata abollada y tiznada que retira de las brasas, y chiflando bajito y echándose el sombrero para atrás se dirige hacia el fondo a ensillar el pingo.

Día 1) Fuego

Del coche se apea recién cuando está justo frente a la morada de She Walks in Beauty. Como desde donde ella viene el camino es todo cuesta abajo apagó el motor poco antes de atravesar el destartalado y siempre abierto portón y se plantó más allá del roble centenario casi sin hacer ruido. No quiso perturbar la calma del lugar. Igual Ida aparece y viene a su encuentro. Ida, la saluda ella, y por un instante teme que la vieja le ponga el hacha entre las manos y pretenda de ella la proeza de partir unas ramas. Nada de eso. Las ramas ya están partida e Ida le hace señas para que recoja un haz y la siga. Rodean la choza-casa de Old Mother Hubbard, de Viejo Vizacacha, y en el patio de atrás ella descubre los dos hornos de pan hechos de adobe, tan parecidos a los de su país.

Pero una cosa es reconocer un par de hornos y otra muy distinta saber cómo se usan. Rain Deer está sentado allí a un paso, fumando su pipa y absorto en el humo que en este día sin viento asciende vertical hasta desmigajarse. Ella entiende que los pensamientos de él ascienden con el humo, no quiere interrumpirlo, sólo dice Rain Deer en un susurro, como antes dijo Ida, como marca de reconocimiento y de respeto.

Respeto. Es un sentimiento nuevo, le crece fuerte, la avasalla. Ni siquiera atina a sacar de su mochila las botellas de buen vino que les trajo en retribución por los excelentes panes que le regalaron el otro día. Uno de los hornos tiene la boca tapada; ella también. Algo en ella sin embargo se pone a cantar a bocca chiusa cuando comprende su misión del día. Introduce la leña por la boca del segundo horno y corre al otro lado de la casa a buscar más y más ramas hasta completar la carga.

Sólo entonces Rain Deer arranca la vista del humo de su pipa y la posa en ella. Se digna mirarla, podría decirse, pero él no es condescendiente. Es lo que es. Presente del todo en cada acto. La mira y ella sabe que está a punto de aprender algo por demás ajeno a cualquier cosa que él haga o diga. O que ella pueda apreciar, porque sencillamente Rain Deer junta unas ramitas ahí no más del piso, algún pedacito de corteza, hace una pilita muy poco impresionante y encima le vuelca el contenido del hornillo de su pipa. Diminutas brasas que él se pone a soplar. Ella no sabe muy bien si debe hacerlo o no, pero se acuclilla y sopla junto con él y así le empieza a crecer una felicidad como de cumpleaños. Entonces entiende: el fuego que se arma rápido rápido hay que trasladarlo al horno, sin pensarlo dos veces toma la pala y ¡zap!, ahí lo mete para que las ramas secas que antes ahí metió ardan en llamaradas festivas. Después queda como consternada, no está segura de haber hecho lo correcto, parecería que sí porque Ida le enseña cómo ir metiendo por esa boca los leños allí apilados, y la dejan sola. Uno por uno los va metiendo, a los leños, con toda parsimonia, como si fueran mensajes, como si cada leño en su individualidad aportara algo diferente a ese todo que es el fuego.

Cosa que una quisiera quemar, cosas para transmutar y sublimar.

Siente el impulso de hacerse amiga del fuego, caminar sobre el fuego como lo hacen en Fiji, revolcarse en el fuego. Por suerte un horno de pan no da cabida a tamaños desbordes. Cuanto más como en su tierra se puede asar en él un lechón no demasiado grande.

Día 2) Agua

Hoy bajo el roble la cosa es de agua. Ella bombea y en una enorme tinaja la lleva dentro de la panadería. No que falta aquí el agua corriente, dios nos libre de tamaña carencia en esta parte del mundo, pero no hay duda de que el agua de pozo es infinitamente más dulce para el pan.

Cree seguir indicaciones cuando coloca la tinaja sobre la hornalla para entibiar el agua.

She Walks in Beauty va cerniendo la harina integral sobre la mesada, le agrega levadura y arma el anillo y en el centro va poniendo la grasa o manteca derretida y los demás ingredientes. Echa el agua de la tinaja, de a poquito. Ella nada entiende de cocina, nada pregunta. Decir que se está convirtiendo en aprendiz de panadera sería la forma frontal de ver las cosas; la mirada lateral por donde circulan las escurridizas sombras le irá mostrando algo muy diferente, si resulta ella capaz de ver. Eso espera o más bien teme. Le dan ganas de meter las manos en la masa. Ida entiende, le muestra cómo hacerlo y la deja librada a su suerte mientras prepara otro anillo de harina y también lo amasa y ella la va espiando y después cortan la masa en trozos más o menos iguales y arman bollos que habrán de convertirse en los sublimes panes de campo redondos que allí se venden. Algunos clientes han ido entrando y saliendo por la mañana, Ida los atiende, por su parte ella ni los ve porque está dándole y dándole a la masa con una concentración que le impide inquietarse por el dolor que siente en los nudillos y en cada misterioso huesito de la mano.

Por fin parecería que han completado la tarea del día. Se sientan bajo el roble a comer unos magníficos trozos de pan con tocino, y toman el agua de la bomba que es fresca y deliciosa. A Rain Deer brilla por su ausencia. Ella no logra irse porque necesita asistir a la transformación del pan, su crecimiento animal. Hace un calor totalmente fuera de temporada, y la masa va leudando con rapidez. Por algún motivo inexplicable le viene a ella a la mente la idea de las víboras cuando cambian de piel, y en ese preciso instante aparece Rain Deer. Le hace señas para que se acerque. Trae un canasto y en el canasto unas culebras. Mete la mano como si nada y le tiende una a ella.

Son inofensivas, dice riendo. Inofensivas. Lo poco que sabe ella de víboras le dice todo lo contrario, pero acepta la palabra de Rain Deer, la reconoce más fidedigna que cualquier veneno de ofidio alguno. Toma entonces la víbora con la esperanza de que él no le pida que la sujete entre los dientes como hacen los danzantes. Para evitarlo deja que se le enrosque en el puño como una pulsera. Es bonita, con un dibujo bastante geométrico de colores terrosos. Rain Deer le alcanza otra culebra, pulsera para el otro brazo, y una más grande que sin pensar ella se pone de collar. Se siento una Phidusa, una diosa cretense coronada de víboras, se siente Coatlicue la de la falda de serpientes, la diosa 13 serpiente, alguna deidad por el estilo, quisiera que alguien le sacara una foto pero se cuida bien de insinuarlo, queda a la expectativa decorada de víboras y no son viscosas, no, aunque las escamas no le resultan agradables. En cuanto las pobres reaccionan ante tamaña afrenta y empiezan a deslizarse por su cuerpo Rain Deer las retoma y las vuelve a colocar en el canasto. No es uno de esos redondos de encantador de serpientes, no, es un pequeño canasto ancho de panadero, de esos que tiene una tapa a cada lado de un asa central.

Día 3) Aire

Hoy los panes crudos están hechos una gloria. Han crecido a su máximo esplendor, o al menos al máximo esplendor permitido en este avatar por el que transcurren, y el horno bien caliente ya los está esperando. Ella llegó más temprano, hoy, tenía muchas ganas de verlos a todos, a los panaderos y a los panes, y de asistir al milagro del no milagro de los panes normal y sorprendentemente hinchados cociéndose con toda normalidad, y algo habrá de cambiar en ella como transmutación alquímica.

Hay que hacerles tajos en el lomo para que se expandan y no revienten, le dice la vieja Ida She Walks in Beauty, y le tiende el cuchillo. Ella hace tajos en zigzag repitiendo el esquema que las juntó en un principio.

Van metiendo uno a uno los panes en el horno con la pala de madera, como pizzeros avezados. No hablan, qué necesidad hay de hablar cuando la comunicación es otra, ella así lo siente y sin embargo en su cabeza siguen dando vuelta diálogos, asociaciones, todo tipo de alegres interferencias. Al menos las tristes han quedado postergadas, estos son días de fiesta.

Rain Deer en su banquito y con su pipa parece formar parte del paisaje. La encargada de la panadería es Ida, sólo Ida. Él es el catalizador, la levadura que vuelve todo esto posible. Ayer en el trayecto de regreso ella se dio una vuelta por el vil supermercado y hoy descarga sus dádivas sobre la mesa hecha de troncos que está al ladito nomás de los hornos de pan. No quiere alejarse de este calor, de esta alquimia.

Ida recibe los dones con toda naturalidad, Rain Deer trae unas destartaladas sillas plegadizas del cobertizo y ahí nomás se instalan los tres. Él corta el pan con el enorme cuchillo, apoyando la hogaza sobre su pecho, Ida corta los quesos, ella procede a abrir los distintos paquetes de fiambres como quien despliega alas blancas sobre la mesa.

Mascando acompañan lo que va sucediendo dentro del horno, la cueva del oso. Por fin ella no aguanta más el silencio y pregunta precisamente eso, si no han visto un oso negro por la zona. Pregunta con miedo, no sea cosa que el oso también forme parte de un sueño que vaya una a saber dónde habrá de llevarla. Pero en todo caso no es sueño suyo, este, aunque bien se metió en el sueño de Raquel y quiso compartirlo.

Ellos contestan que sí, han visto alguno, andan muy escasos en estos últimos años. Quedan tan pocos, ya, es una especie protegida pero el avance del hombre sobre el bosque los ha ido ahuyentando hacia el norte, todo se deteriora, la gente los toma como una amenaza cuando en realidad son amistosos, no son el oso grizzley, pero el hombre blanco no sabe de naturaleza, no habla con los seres que no le son adictos como el perro o el gato. Un tiempo atrás solía venir un oso negro atraído por el olor del pan, al atardecer, y ellos le daban pan con miel que es lo que más les gusta.

Llegado el momento, con la pala de madera de largo mango sacan los panes del horno. Redondos, panzones, calientes, parecen oseznos que emergen de la cueva después del largo invierno. Como globos. Alguien parece haberlos inflado mientras permanecieron en el vientre de barro.

Los dejan enfriar sobre la mesa donde antes estaban las vituallas. El viento les trae su calor por largo rato. Después la dejan a ella sola husmeando el olor a tierra y el olor a pan, que saben confundirse. Se siente la guardiana de las hogazas como antes fue guardiana de la hoguera. Son pretensiones muy fugaces; aquí donde casi nada es explicado no hay por qué instalarse en posiciones míticas.

Al rato reaparece la vieja Ida con un pote de miel. Desmolda con cuidado un pan bien gordo, mete todo en una bolsa de papel, se la entrega. Las dos mujeres se dan entonces un abrazo fuerte de esos que Ida sabe dar, Rain Deer se materializa para un abrazo infinitamente más parco, y ambos la acompañan hasta al auto y siguen caminando hasta el portón, y caminan más allá para instalarse en mitad del camino de tierra a hacerle a ella adiós con la mano. Mientras se va alejando a baja velocidad ella se siente acompañada por sus abrazos y muchísimo más, hasta lleva el pan recién horneado y el pote de miel. En lo alto de la colina detiene el coche y se apea para devolverles los adioses. El sol de mediodía les da en pleno y los dos viejos parecen nimbados, como si la miel se les hubiera derramado encima, todo el vino Tokay. Ella está encandilada. Cuando les hace el último gesto de adiós con la mano y se dispone a volver al coche le parece verlos fundirse, fusionarse. Y es una sola figura la que ella deja de pie en medio del camino, allá abajo, a la distancia. Una figura radiante, enorme.







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