Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Museum

(Mi revista)

Leopoldo Alas



Portada





  —5→  

ArribaAbajoMi revista

Cuando en 1886 publicaba yo el primero de estos folletos, decía, en una especie de programa, que no se trataba de un periódico, pues lo primero que faltaría en estos opúsculos sería la periodicidad. Y esta parte del programa puedo decir ya que se viene cumpliendo; pues los folletos salen de tarde en tarde, cuando Dios quiere, y sin regularidad en el tiempo, a la hora menos pensada, y a veces a las mil y quinientas. No me propongo variar desde hoy por completo de plan, mas sí modificarlo en el sentido que paso a explicar en pocas palabras.

Si hasta aquí era asunto de cada folleto una sola materia, o cuando más dos largamente tratadas, en adelante no siempre será lo mismo; y, aunque no renuncio a las monografías, a   —6→   consagrar cuando convenga las ochenta o las cien páginas de uno de estos libritos a un solo tema que me sugiera la actualidad, o la tentación de otra oportunidad de cualquier especie, mezclados con los folletos de esta índole irán otros que respondan a la necesidad a que obedece el que hoy publico; y los de esta clase aparecerán, si no en día fijo, por lo menos dentro del plazo máximo de un trimestre. Es decir, que por lo menos cada tres meses, muchas veces más a menudo, se publicará uno de estos opúsculos, que llevará por subtítulo Mi revista, y el número correspondiente de la serie, para distinguirlo de los demás del mismo género; y esto sin perjuicio de la numeración que lo corresponda en el orden general de los Folletos literarios. Así, el que hoy publico, es el VII en un respecto y el primero en otro.

En cuanto al modo de llamarle: Museum, se refiere a la variedad del contenido, y otros se llamarán así también cuando no haya, o no se me ocurra, bautismo más adecuado. Si algún malicioso recuerda que en español no se dice Museum, sino Museo, y que el dejar en latín el título es como dejarlo en alemán y copiárselo a Juan Pablo, contestaré que en ello no hay ni intención de despojo, ni ridículas pretensiones de medirme con el maestro, sino sencillamente un homenaje a Richter.

  —7→  

Y ahora voy a lo principal, que consiste en explicar por qué se me antoja hacer por mí y ante mí una revista. Con decir que es mía, mía sólo, ya doy a entender que en cierto modo tomo a broma el empeño; pues por muy individualista que yo sea (y lo soy mucho en cosas de arte), no he de creer que obra de carácter colectivo, como es una publicación de tal género, pueda ser llevada a feliz resultado por un solo ingenio, y este tan menguado como el mío. Aunque la historia literaria nos da ejemplos, y no pocos, de empresas semejantes a la mía, y algunos tan notables que no hay para qué recordarlos siquiera, yo, que, más que del empeño por sí, desconfío de mis fuerzas, insisto en declarar que lo de mi revista en cierto sentido ha de tomarse a humorada, porque no me juzgo capaz de escribir una revista yo solo.

Mas por otro lado es completamente serio mi propósito, y ha nacido de varios desengaños antiguos, y uno reciente. Hablará del último, que es el que todavía siento, como se siente una ducha muy fría. El Sr. D. J. Lázaro es un aficionado de las letras, y su noble entusiasmo por tan hermosa causa no es infecundo o contraproducente como el de tantos otros, que no ven mejor manera de amar el arte que ser también pintores. El Sr. Lázaro no escribe, pero paga a los que escriben y no lo hacen mal, en   —8→   su concepto. Lleva este simpático protector de las letras gastados no pocos miles de pesetas en aclimatar su revista La España Moderna, y todo el que se interese por la suerte de nuestra literatura tiene que desear vivamente que la empresa del Sr. Lázaro prospere. En la humilde esfera de mi actividad literaria he contribuido cuanto me ha sido posible a la propaganda de La España Moderna, y por invitación del señor Lázaro, y creo que indicaciones de la señora Pardo Bazán, llegué a admitir el cargo de redactor en dicha revista, con obligación de escribir un artículo para cada número, es decir, doce al año, seis de ellos revistas literarias. Y así se iba haciendo, y estaba yo muy satisfecho con la nueva tribuna desde la que podía predicar a mi modo, con toda franqueza y con leal desparpajo, cuando al Sr. Lázaro se le ocurrió indicarme que antes que un artículo que le había remitido, y en que trataba de la Poética de Campoamor, debía publicarse otro artículo que yo debía escribir acerca de los últimos libros de doña Emilia Pardo Bazán. Y aquí empieza la ducha. ¡Artículos de encargo! ¡Un orden de prioridad impuesto por el editor! Con los mejores modos, los mismos que él usaba conmigo, advertí al Sr. Lázaro que en la crítica de Clarín sólo debía mandar Clarín; que era parte de la crítica misma, de mi opinión acerca del mérito   —9→   relativo de autores y obras, el hablar antes de lo que yo quisiera, y el dar más importancia a quien yo quisiera, y no darle ninguna a quien a mí me pareciese. Podía suceder que los últimos libros de doña Emilia no los creyese yo dignos de llamar especialmente la atención, o por lo menos de obligarme a relegar a segundo término, y como cosa de menos interés, una obra de Campoamor; podía acontecer también -y este era el caso- que, aun admitiendo la idea de escribir algo con motivo de las últimas obras de doña Emilia, no me pareciese oportuno hacerlo hasta después de hablar de Campoamor... y también era probable que lo que yo tuviera que decir de doña Emilia, en sus últimas producciones, no lo quisiera publicar el Sr. Lázaro. Este cumplido caballero y abnegado editor insistió en su manera de apreciar los fueros de la crítica; defendía su fundo literario, encontraba muy natural que, siendo él amo (amo, el que alimenta, según Bardon), nadie le fuera a la mano en la distribución de asuntos, en el orden de preferencias; sin fijarse, a mi ver, en que un propietario de periódico puede conseguir el propósito de dar el sesgo que quiera a su papel, buscando escritores que se presten a escribir de encargo; pero de ningún modo imponiendo a gacetilleros del carácter de Clarín tareas de coser y cantar y con el corte hecho. Yo había de hablar   —10→   de los libros de doña Emilia... y el Sr. Lázaro añadía que se publicaría mi artículo relativo a esos libros si tal y cual, es decir, si mi opinión acerca de esa ilustrada señora y sus últimas obras no la mortificaba mucho; pues no era justo que debiéndole la Revista a la escritora gallega el favor inapreciable de una asidua y sabia colaboración, y de una inteligente propaganda, se la tratara mal, etc., etc. De modo que, juntándolo todo, lo que se me pedía era hablar cuanto antes de doña Emilia, y hablar de modo que a ella no la enfadase... A esto sólo me ocurre decir al Sr. Lázaro le que la dijeron a Segismundo:


   El no haberme conocido
sólo por disculpa os doy
de no honrarme más...



No ya por los veinte duros que paga el señor Lázaro por un artículo, ni por veinte millones de duros (a lo menos tal creo ahora, que no sé lo que parecen y deslumbran veinte millones de pesos), se me seduce a mí hasta el punto de hacerme hablar bien, o menos mal, de una cosa de que no quiero decir nada, o de que quiero decir mucho malo.

De modo que no había más que una salida; presentar mi dimisión de redactor de La España Moderna; que presenté, en efecto, y me fue admitida.

  —11→  

Era la primera vez que yo colaboraba en una de estas revistas serias y grandes (porque no se ha de contar un artículo que publiqué en la Revista de España, y que no me han pagado todavía), y confieso que me daba cierto tono codeándome con los señores formales y que escriben largo y tendido acerca de los intereses morales y materiales. Pero los hados son los hados. Estaba de Dios que yo no pudiera entrar en el buen camino, como tantas veces me han aconsejado varios sujetos que se dicen mis admiradores y amigos que me besan la mano. A mis paliques me vuelvo, me dije, recordando al Té, viniendo del imperio chino (cuando se encontró con la Salvia en el camino), a mis ilustraciones y periódicos festivos, donde sé que me compran a más precio; pero entiéndase, me compran los artículos, me los pagan mucho mejor, mucho mejor que las revistas serias, que, o no pagan, o pagan poco... y además me dejan decir mi parecer con entera franqueza, y jamás me señalan asunto, ni indican preferencias ni nada de eso.

Creo, además, que lo poco que yo puedo influir en bien de las letras tiene más eficacia mediante esos trabajillos ligeros, pero algo pensados, y de buena intención, que publico en varios periódicos populares. Yo no soy un erudito, porque no tengo sabiduría para ello. Yo no sé lo   —12→   que saben un Menéndez Pelayo, un Valera, etc., y no quiero parodiarlos. Sabría lo bastante para fingir con regular resultado la erudición que otros aparentan... pero antes que eso, verdugo. Doña Emilia Pardo me aconsejaba hace tiempo que escribiera un trabajo acerca de Juan Ruiz el Arcipreste, o de Quevedo, etc., etc., y hasta me dejaba entrever la esperanza de que por ese esfuerzo de mi erudición me darían quince duros.

Si yo fuera un erudito de veras, y tuviese algo nuevo y bueno que decir del Arcipreste o del señor de la Torre consabida, lo habría dicho sin que nadie me lo aconsejase y sin el señuelo de los trescientos reales.

Si somos pobres para pagar literaturas, seámoslo con dignidad; no se habla de dar setenta y cinco pesetas a quien estudie con novedad e ingenio al autor de El Gran Tacaño.

Yo con mis Paliques no me meto a descubrir nada, ni pretendo rozarme con los verdaderos eruditos; y en cambio tengo la pretensión de predicar el buen gusto y la lealtad y franqueza en la crítica, y por esto me pagan de un modo decoroso.

¿No vale eso más que exponerse a ir emparedado en una revista seria entre un artículo de Fabié y una atrocidad de Fray Zacarías, que llama todavía Anticristo a Renán?

  —13→  

Las revistas, tal como en España se entienden, se han hecho para las estadísticas del señor Jimeno Agius y las lucubraciones de Becerra acerca de la raza ibérica.

A lo menos a mí la primer salida por esas revistas de Dios me ha resultado bastante mala; vuelvo a mis lares con varios artículos pagados a veinte duros... y la historia de mi independencia crítica expuesta a un fracaso. A mi casa, pues.

Y mi casa es esta, mis folletos. Aunque prefiero los articulillos cortos y bien pagados, hay asuntos que exigen más extensión y cierta formalidad; para estos quería yo las revistas. Pero como gato escaldado huye del agua fría, no vuelvo a acordarme de ellas... y hago yo la mía. Es decir, que cuando se me ocurra escribir algo de lo que enviaría a La España Moderna, si me hubieran dejado incólume mi independencia, mi autonomía crítica, en adelante lo publicaré en un folleto de estos, que llevará por subtítulo Mi revista.

Y ya está explicado todo.

Ahora, allá van los dos artículos de la historia que dejo narrada; el de Campoamor y el de doña Emilia Pardo Bazán. Tal vez, si lee este último el Sr. Lázaro, diga: «Eso lo hubiera publicado yo; por eso no se enfadará nuestra ilustre amiga...». ¡Oh, amigo, responde a Clarín: yo   —14→   no puedo dejar que dependa la publicación de mis artículos del genus irritabile vatum!... Yo cuando escribo, pienso en la justicia, no en la raza de pulgas que tengan los autores.

Y hablando de otra cosa, debo advertir que ya sé que he prometido a mis bondadosos lectores dos segundas partes; la de Cánovas y su tiempo, y la de Rafael Calco y el Teatro Español. Todo se andará. La del Teatro creo que será más oportuno publicarla cuando haya empezado la nueva temporada, allá en otoño, cuando se hable más de estas cosas. En cuanto a la parte segunda de Cánovas... esperaremos a que entren los conservadores. Y si tardan mucho, aprovecharé el primer parto literario del monstruo... o la primerasilba1.



  —15→  

ArribaAbajoLa poética de Campoamor


- I -

Cuando en la juventud se ha sabido reflexionar, y hasta cavilar como los viejos, suele encontrarse en la vejez la compensación de un espíritu siempre joven. Respecto del ideal y respecto de la poesía, hay hombres cigarras y hombres hormigas; el que desde joven sacrifica algo de la primavera a la vida fuera del tiempo, guarda allá para el invierno algo de la primavera ahorrada; lo más puro de ella, su hermosura ideal. Nada más repugnante que un viejo verde según la carne, y nada más interesante que un viejo verde según el espíritu. Cuando el joven es pensador, de viejo encuentra que en él, como decía el solitario de Ginebra, Amiel, lo eterno, ha sacado provecho de los destrozos causados por el tiempo. Nuestra literatura actual (y acaso algo semejante, aunque no sin muchas   —16→   más excepciones, se pudiera decir de la literatura europea en conjunto), vive principalmente de la savia intelectual de algunos viejos verdes2. Entre estos se distingue, como uno de los más dignos de estudio, D. Ramón de Campoamor, que todavía tiene ánimos para reimprimir, corrigiéndola y aumentándola, aquella Poética suya en la que, más que otra cosa, debe verse el derecho de todo soberano a acuñar moneda que corra, estampando en ella su retrato. Este derecho, signo de soberanía del ingenio, a poner en circulación moneda estética, leyes o reglas del arte con el busto del autor, es decir, sacadas del estudio... de las propias obras, lejos de ser perjudicial, ha traído a la riqueza literaria grandes caudales; y bien pudiera decirse que, fuera de las grandes obras capitales de los Aristóteles, los Hegel y otros pocos, lo mejor de la filosofía del arte, con aplicación a la literatura, se debe a los poetas. Es incalculable lo que en Goëthe debe el crítico al poeta; la Introducción a la estética, de Juan Pablo, es uno de los libros en que mejor se demuestra que la libertad del subjetivismo, cuando la emplea un gran espíritu, no daña al vigor didáctico, sino que fecunda la reflexión con adivinaciones de lo verdadero. No   —17→   quiere decir esto que la ciencia de lo bello y de su arte no deba seguir su camino por el método y con la independencia de todo conocimiento que aspire a cierto y sistemático; pero también es verdad que hay que oír a todos; y lo que dice el poeta de su arte es un dato, aunque no el único.

Campoamor ha sido el primer poeta español de nuestros días que se ha hecho acompañar siempre, o casi siempre, de un crítico, que era él mismo. Esto, que fuera de España es tan frecuente, y que es tan natural en un siglo como el nuestro, en España era cosa nueva, y en rigor se puede decir que sólo Campoamor se parece aquí a tantos y tantos poetas extranjeros que además son pensadores, más o menos eruditos, críticos a su modo. Muy ardua es la cuestión de aclarar si esta doble vista de la inspiración moderna indica decadencia; si es o no preferible la espontaneidad en que predomina lo inconsciente, a esta otra en que la reflexión y hasta la ciencia ayudan a la creación artística, como lo que llamamos nuestra libertad ayuda un poco al resultado de los actos; no hay ahora tiempo, ni espacio aquí, para profundizar tal materia; y como yo no había de probar mi opinión por el momento, apenas me atrevo a indicarla, diciendo que, en mi sentir, a la belleza jamás le perjudica tener un espejo. De todas suertes, las cosas van así, y es natural que así vayan; y si   —18→   la mayor parte de nuestros poetas son personas de escasa instrucción y de poco fondo como pensadores, no ganan con estas deficiencias gran cosa en lo de ser espontáneos, y pierden mucho por otros conceptos.

Pues Campoamor desde muy temprano comenzó la obra de la interpretación auténtica de su propia poesía. No sólo inventó la dolora, sino que la llevó a bautizar, y después la inscribió en el registro de la propiedad, ni más ni menos que si la tal Dolora fuese una mina denunciada por él en las ricas montañas de nuestra querida Asturias. En el comentario perpetuo con que D. Ramón acompaña, adelantándose a la posteridad, sus versos, no dudo que habrá no poco de capricho, pero también sustenta a veces teorías que, aun en forma de salidas o humoradas, merecen meditarse.

El autor de las Doloras, cuando joven, pensaba un poco a lo viejo, y por lo que antes decía yo, ahora tiene la ventaja de que es un viejo que piensa como un joven. Esta juventud de ideas es la que sirve como de sal para librar las producciones que nos da estos últimos años el poeta asturiano de una decadencia senil, a que las precipitarían ciertos empeños didácticos y de secta, que él a veces considera como lo más granado y precioso de sus invenciones.

Campoamor, preocupado con el amor principalmente,   —19→   empezó a fijarse desde muy temprano en que lo veía con anteojos; un poeta que repara en el cristal y en el color del cristal que hay entre él y los objetos, no puede ya ser feliz del todo nunca... ni entusiasmar a cierta clase de lectores. Por eso Campoamor el joven, aunque ya escribía versos excelentes, no tuvo la fama que alcanzó el Campoamor maduro.

Cuando Espronceda todavía era leído con avidez y Zorrilla tenía admiradores, Campoamor ya escribía, y nadie apenas se fijaba en él. Pasó el tiempo, y Campoamor enterró, no sólo la actualidad de Espronceda (no su gloria), sino la del mismo Zorrilla, que aún vive; y es que Zorrilla era un poeta sin anteojos; entre su mirada de águila, de la juventud, y el mundo exterior, no había cristales; pero al llegar la vejez, cansada la vista, y sin gafas, la visión de la realidad se hace turbia, confusa, apagada. Y en tanto Campoamor se venga del tiempo, sonriendo discretamente a los fenómenos detrás de sus antiparras de viejo verde. Y ahora nota que siendo el amor, y todo, en suma, del color del cristal con que se mira, si el joven no pudo forjarse demasiadas ilusiones, el viejo puede legítimamente pensar que la tristeza del mundo debe achacarse en gran parte a los anteojos; de otro modo, y además, que si el amor es cosa subjetiva, sujeto se es un viejo de corazón sensible, y puede   —20→   seguir amando a su modo. Por eso Campoamor no envejece del todo, y para reparar los estragos del tiempo le basta permitirse dormir siestas un poco... largas. Pero de tales siestas, no del todo infecundas, pues aun en ellas, entre sueños, recita doloras, humoradas y poemas, que algo se parecen a las que produce despierto; de tales siestas se levanta alegre, rozagante, y nos da tal cual primor de su ingenio, como, v. gr., la dolora publicada no ha mucho acerca del perdón de las mujeres por los Padres de un Concilio.

Conste que eso es lo mejor que nos queda de Campoamor, lo que hay en su vejez de juventud; como lo peor de su juventud, para su fama a lo menos, fue lo que el poeta tenía ya de viejo.

Y lo peor de su vejez, ¿qué es? Lo que él defiende con ahínco, y a veces con mucha gracia, en su Poética, cuando en ella trabaja por la escuela. Este es principalmente mi asunto.




- II -

En esta nueva edición de La Poética hay bastantes capítulos nuevos y no pocos corregidos; por eso, entre los libros que se han publicado estos días, me parece el que voy a examinar el más interesante; no lo sería si sólo se tratara   —21→   de la repetición literal de lo ya dicho. Aunque procuraré referirme principalmente a las novedades de esta edición, no dejará de tocar algunos puntos de lo antiguo; pues así como Campoamor ha corregido su original, yo puedo corregir y retocar mi crítica de otro tiempo, de los días en que por vez primera se publicó este programa literario, en que D. Ramón, después de leernos las tablas de la ley estética, se las tira (o nos las tira) a la cabeza a los críticos analíticos y satíricos.

No es posible, o por lo menos daría ocasión a confusiones y oscuridades, seguir un orden didáctico y pretender sistematizar la doctrina de Campoamor, porque él nos la da a granel, por el orden cronológico de las batallas, no por el plan dogmático de sus teorías. Lo mejor es seguirle paso tras paso y hablar de lo que él hable, y cuando él hable. Tal vez, como es D. Ramón tan gran enemigo de Aristóteles, según en esta misma Poética, y hablando conmigo por cierto, dice y ratifica, por llevarle la contraria al Peripatético, nos da él, el sedentario hijo de Navia, en agradable desconcierto, la misma substancia doctrinal que con el mismo nombre nos dejó el Estagirita en un opúsculo próximamente del tamaño primitivo de la Poética campoamorina.

Pero la Poética de Aristóteles es para los estudiantes, y la de Campoamor, según él, no   —22→   tiene tales pretensiones. Sin embargo, también la Poética del griego pueden leerla con gusto y provecho los hombres de mundo, y hasta las mujeres, cuyo sufragio Campoamor estima en tanto. Para abrir las ganas de leer también a Aristóteles, haré aquí un ligerísimo resumen del contenido de la Poética del filósofo griego: «La poesía consiste, dice, en la imitación; hay tres modos de imitación; y, a consecuencia de esto, tres clases de poesía. Diferencias de la poesía, según los medios de imitación; según los objetos imitados, según la manera de imitar. Origen de la poesía; divisiones primitivas; lo heroico, lo satírico (yambo), la tragedia, la comedia. Progresos primeros de la tragedia. Definición de la comedia, definición de la tragedia. De la acción. La extensión. La unidad. Digresión: la poesía y la historia. Las peripecias. Los personajes. El desenlace. Las costumbres en la tragedia. Consejos y observaciones. Los pensamientos y la elocución. Elementos gramaticales del lenguaje. Aplicación al estilo poético. La epopeya y la historia. La epopeya y la tragedia. Méritos de Homero. Problemas de crítica con motivo de los defectos de la poesía. Conclusión acerca de la epopeya y la tragedia».

Este es el orden bello de la Poética de Aristóteles.

Véase ahora el hermoso desorden de la Poética   —23→   de su enemigo Campoamor: «Perniciosa influencia de la política en el arte. El arte supremo sería escribir como piensa todo el mundo. Ni coincidencia de frases ni de asuntos. Crítica analítica, sintética y satírica. La verdadera originalidad. Asuntos dignos del arte. El plan de toda obra artística. Lo universal en el arte. El paganismo en el arte. Designio mal llamado filosófico. Inutilidad de las reglas de la Retórica para formarse un estilo. ¿Debe haber para la Poesía un dialecto diferente del idioma nacional? El verdadero lenguaje poético. ¿La forma poética está llamada a desaparecer? La naturalidad en el arte. Resumen de esta Poética. La historia, las ciencias y la filosofía, consideradas como elementos de arte. Conclusión: un ruego a la crítica. A la grande. A la pequeña».

En nombre de esta última, de la crítica pequeña, voy a dirigir otro ruego al Sr. Campoamor: que me dispense de repetir aquí los mil y mil elogios por mí consagrados a su ingenio, a su hermosa poesía y aun también a su prosa, y hasta a muchas de sus doctrinas de arte; conste que, en general, estoy conforme con mi ilustre paisano. Pero el objeto de este artículo es poner reparos a algunas de sus afirmaciones y meditar un poco con ocasión de esas mismas ideas, y de otras a las que no hay reparos que oponer.

Siguiendo su orden, y no el de Aristóteles,   —24→   comienzo por el cap. II. Y comienzo por no estar conforme con la afirmación que le sirve de título: El arte supremo sería escribir como piensa todo el mundo. ¿Cómo ha de ser el arte supremo una cosa imposible... e incongruente? Ni todo el mundo piensa del mismo modo, en el sentido a que Campoamor puede referirse, ni cabe escribir como se piensa, ni hay ecuación posible entre una y otra actividad. Para discutir este punto lo mejor sería tener en cuenta los argumentos que D. Ramón expone para defender esa atrevidísima tesis, incoherente a mi juicio; sería muy conveniente saber lo que ha querido decir, y por qué lo afirma, al asegurar que el arte supremo consistiría en escribir como piensan todos. Pero tal vez por una distracción, o acaso por un humorismo exagerado, ello es que el poeta se olvida en los cinco párrafos de este capítulo de decir una sola palabra que pueda referirse, ni de cerca ni de lejos, ni directamente ni por analogía, a la cuestión enunciada en el título del capítulo. En efecto, el párrafo primero se titula: «Ni coincidencias de frases», y es continuación de la polémica con los que le llamaron plagiario; el párrafo segundo se llama: «Ni coincidencias de asuntos», y trata de lo del plagio también; y los otros tres párrafos están dedicados, respectivamente, a lo que Campoamor llama la crítica analítica, la sintética y   —25→   la satírica. Y ni una palabra hay en todo eso que responda a la cuestión de si sería lo mejor escribir como piensa todo el mundo.

Pero, en fin, supongamos que debajo del título de este cap. II hubiese efectivamente un capítulo que tratara la materia anunciada. De ningún modo puede admitirse que pudiera servir de norma, de ideal, en el arte de escribir la manera de... pensar de todo el mundo. Demasiado sabe Campoamor que no es cierto que pensar sea hablar para nosotros, y mucho menos escribir. La psicología ha demostrado, y la observación propia puede confirmarlo, que muchas cosas las pensamos sin hablarnos, que muchas veces está presente la idea y no su palabra; y sobre todo, es absurdo suponer que pensar sea como escribir para sí mismo. No hay congruencia, repito, entre el arte de expresarse escribiendo y el pensar sin arte. Lo que dice Campoamor equivale a sostener que el arte supremo de la indumentaria es el vestirse... como anda desnudo todo el mundo. Así como el arte de la sastrería es para tapar lo que enseña el desnudo, el arte de escribir es para mostrar lo que el pensamiento por sí solo no muestra. Luego si la afirmación de Campoamor es absurda por incoherente e incongruente, un verdadero no pensamiento, como diría Spencer, tomada al pie de la letra, sólo cabe ahora suponer que lo que quiere   —26→   expresar D. Ramón es esto otro: el arte supremo sería escribir... como escribe todo el mundo. Y como esto es absurdo también -no por incongruente en verdad-, pero es absurdo, y Campoamor estará conforme en que lo es, sólo resta admitir esta variante: el arte supremo sería escribir como escribiría todo el mundo... si supiera escribir lo que piensa... como se debe escribir. Y en esta última interpretación entramos en los dominios de Pero Grullo, o del truismo, dicho a la inglesa. Y lo peor es que no hay escape. Pensar no es escribir. Aunque todo el mundo piense del mismo modo (lo cual no es cierto), el escribir nunca sería un pensar, ni el pensar un escribir, y habría que suponer el pensamiento escrito, ¿cómo? ¿como todo el mundo escribe? No. ¿Como todo el mundo debía escribir? ¿Y cómo debía escribir todo el mundo? Como piensa. Esto es, o no es nada, que debía escribir todo el mundo de modo que su escritura fuera la fiel expresión del pensamiento. Pero en eso ya estamos todos. Mediano escritor será el que no sabe decir lo que quiere.

Y dejando este callejón sin salida, ¿es verdad que todo el mundo piensa del mismo modo? La forma del pensar, el proceso de las ideas, ¿es igual en todos? Desde luego se puede asegurar que no. Según la raza, según el clima, según el tiempo, según el carácter, según el temperamento,   —27→   según la educación, según las pasiones, según las influencias pragmáticas, etc., etc.; unos piensan de un modo y otros de otro, y nadie piensa idénticamente igual que los demás. Si la psicología, si la lógica, si la doctrina de la ciencia pueden inducir leyes generales en pura abstracción, en el buen sentido de la palabra, de los hechos del pensar humano, de la observación de la historia del pensamiento, estas mismas leyes generales, fundadas en el elemento constante de la variedad histórica, prueban la existencia de esta misma variedad; si es posible estudiar lo que hay de común en el pensar de los humanos, es gracias a las diferencias efectivas del pensar de cada cual; sin esto no habría filosofía e historia, lo general y lo particular, la ley y el hecho, lo eterno y lo fenomenal; no habría más que el absurdo de un fenómeno de vacía unidad que no podría erigirse en ley de lo variable. Y esto de fijo no lo pretende Campoamor. De fijo no pretende que el arte supremo consista en pensar con arreglo a lo que pueden decir de nociones, juicios y raciocinios la lógica, la psicología, la metafísica misma; el arte no puede referirse a estas generalizaciones, sino a su contenido; el pensar en sus elementos puramente comunes no es el pensar de nadie; es decir, nadie puede pensar como piensa todo el mundo; como no hay   —28→   ninguna isla que sea exclusivamente una porción de tierra rodeada por agua, y nada más que esto; ni cuadrúpedo alguno que no tenga otra gracia que la de tener cuatro patas: a pesar de ser las indicadas las únicas cualidades generales, respectivamente, de islas y cuadrúpedos.




- III -

Dejo ya el título del cap. II y paso a su contenido, que, como va dicho, no tiene relación alguna con el rótulo.

Yo, en el caso de Campoamor, hubiera suprimido en esta nueva edición de la Poética ciertos desahogos de la justa indignación en que, con motivo de llamar imbéciles disimuladamente a ciertos señores, que probablemente serán imbéciles en efecto, maltrata a Víctor Hugo, al cual no conoce D. Ramón; pues no es conocerle no haber leído de él más que las traducciones de Fernández Cuesta; eso será conocer a D. Nemesio, pero no a Víctor Hugo. Créame a mí, que siempre he sido leal, Sr. Campoamor: Fernández Cuesta y Víctor Hugo no vienen a ser lo mismo. «Que Víctor Hugo no entiende de filosofía una palabra». Esto lo dice Campoamor para probar la coartada. Si hubiera dicho que el poeta de La leyenda de los siglos no era un   —29→   filósofo, podría discutirse el aserto, pues en realidad Víctor Hugo sólo es filósofo hasta donde conviene que lo sea un poeta; pero decir que no entiende palabra, una sola palabra, de filosofía, y que todos estamos conformes en esto, eso es decir demasiado, y no cabe discusión acerca de tal paradoja. En cuanto a que Campoamor no sepa francés, apenas me atrevo a creerlo; yo he visto una traducción francesa de Heine, de la propiedad de Campoamor, y no creo que don Ramón compre los libros para no leerlos.

Tampoco es posible estar conforme con la afirmación de que en literatura no hay plagio. Sí, señor; por desgracia lo hay, y es un delito; una cosa es que lo haya, y otra que los envidiosos y amigos de hacer ruido hablen de plagio hasta cuando no lo hay. Todas esas teorías, más o menos paradójicas, para probar la legitimidad del plagio literario, son paralogismos perniciosos. Yo recuerdo haber dicho en otra ocasión que en este punto los autores honrados hacen lo que ciertos comunistas, honrados también: discuten la propiedad individual, pero no roban.

Sin que se sepa por qué, con motivo de esta cuestión histórica acerca de si D. Ramón hizo bien o hizo mal en honrar a varios prosistas extranjeros, tomándoles para los versos propios algunos pensamientos, el autor de la Poética,   —30→   en el mismo cap. II, trata de lo que él llama crítica analítica, crítica sintética y crítica satírica. No por lo que dice en el párrafo de la crítica analítica, donde no habla de análisis para nada, sino por lo que dice al hablar de la crítica sintética, se comprende que el Sr. Campoamor entiende por crítica analítica la que censura los defectos de ejecución, y por crítica sintética... la que no los censura. De otro modo: para él es crítica analítica la criba con muchos agujeros pequeños, y sintética la criba con un agujero solo, pero tan grande, que toda ella es agujero. Demasiado sabe Campoamor que, según él, no lee más que filosofía (y libros de cocina, como recuerdo haberle oído); demasiado sabe que no puede entenderse por análisis así, sin más ni más, el estudio del pormenor, y por síntesis el estudio del conjunto; de manera que pudiera decirse que una abacería era una tienda analítica y un gran almacén al por mayor un establecimiento sintético.

Que el vulgo completamente indocto así lo entiende, es verdad; por eso algunos diputados y oradores de Ateneo, cuando quieren decir en cinco minutos lo poco que saben de toda la historia del mundo, dicen «que van a abarcar en una gran síntesis los rasgos principales de la materia, etc., etc.». Pero esto pasa entra los necios y los charlatanes; las personas serias tienen   —31→   que admitir que la síntesis no tiene sentido siquiera sin la o el análisis. De modo que el señor Campoamor, que pide a la crítica que sea sintética, le pide un imposible, porque no le deja ser primero analítica. Pero dejo esto también y vengo a lo que Campoamor llama análisis exclusivamente. Entiende el insigne asturiano que es impertinente la crítica que se para a ver qué clase de consonantes emplea el poeta, y que no quiere que haya asonantes entre los mismos consonantes. Por lo visto, lo que quiera que se haga es imitar a esos críticos de música y de pintura -de pintura especialmente- que tanto abundan, los cuales, sin saber solfa o sin saber pintar ni cómo se pinta, hacen grandes síntesis de crítica musical o pictórica, hablando con tan plausible motivo de los bellos sentimientos que adornan su corazón, o de las virtudes teologales en general, o de los sistemas filosóficos de Grecia. Ahora justamente hay en Madrid una Exposición de pinturas, y por esos periódicos multitud de críticos, de los cuales no se podrá quejar Campoamor por lo que tengan de analíticos, pues ni palabra saben de lo que hace falta saber para tratar de un arte, de su material, de su técnica especial. La poesía tiene, Sr. Campoamor, su técnica, como todo, y la cuestión de los consonantes y los asonantes es importantísima... tratándose de versos:   —32→   no si se fuera a ventilar la realidad del noumeno o las ventajas de los ferrocarriles de vía estrecha. Campoamor no echa de ver que se contradice. En otros pasajes de esta misma Poética prueba, con mucha elocuencia, que la forma poética tiene excelencias intrínsecas; que el verso, sólo por serlo, tiene una virtud, una vis plástica que le falta a la prosa; según él, el verso representa la mejor manera de decir una cosa... más el ritmo, es decir, más el ritmo y la rima allí donde la haya. La mejor manera de decir las cosas sería prosa todavía, si no se le añadiera el elemento formal que trae consigo en la definición del verso la última diferencia; luego si en eso de asonantes y consonantes, fluidez, dureza, facilidad, etc., del ritmo está la característica del verso, ¿cómo quiere D. Ramón llamar impertinentes a los críticos que toman todas esas cosas en serio? Los poetas franceses (compañeros de D. Ramón, aunque él no los lee a ellos, ni ellos a él), dan a estas cuestiones toda la importancia que tienen, y a veces más; Banville, por ejemplo, les da demasiada; pero con tal motivo penetra con gran agudeza en la intimidad de las leyes misteriosas por que se rigen las relaciones del oído y del alma. Ellos, los franceses, discuten mucho acerca de la rima rica y su conveniencia; el citado Banville habla de lo que podríamos llamar la sugestión del consonante;   —33→   y aunque él en este punto llega a la superstición, no cabe negar, y si la experiencia hablara lo confirmaría, que en cierto modo la rima sugiere la idea; si bien yo no seguiría a Banville hasta el extremo a que él llega de la santificación de los ripios, de los versos puramente auxiliares. Entre nosotros, ni poetas ni críticos han tratado tales asuntos de modo serio, ordenado, reflexivo; y a los pocos y bien intencionados que con ocasión de algún caso particular quieren decir algo sobre esta interesante materia, Campoamor, uno de nuestros mejores poetas, los llama impertinentes, lo cual equivale a que un gran pintor, insigne colorista, por ejemplo, cerrase una Academia de dibujo3.

Se queja D. Ramón si se le censura «porque emplea, como lo exige el idioma, consonantes fáciles, en vez de los rebuscados y exquisitos».

La cuestión de los consonantes fáciles es a nuestra poesía lo que a la francesa la de la rima rica. Para nuestro oído no hay rima rica ni pobre, pues tenemos la rima única, completa, del consonante, según las reglas consabidas: pues no es verdad, como asegura cierto libro de retórica   —34→   y poética, de texto en varios Institutos, que sean más consonantes; v. gr.: escribió y recibió, que escribió y amó. No hay más ni menos; son consonantes igualmente. Si tuviéramos nosotros rima rica, serían mejores consonantes mazo y bromazo, que mazo y bazo, y no es verdad. No hay eso. Pero hay otra cosa. Es preferible para el oído y para el entendimiento el consonante no vulgar, el inesperado, el que huye de la monotonía prevista, y de puro fácil, sin interés, de las desinencias iguales, repetidas. ¿Admite Campoamor que una palabra sea consonante de sí misma, conservando la misma idea? De fijo no. Y, sin embargo, no disuena, pues en rigor lleva todo al elemento puramente musical del consonante, es decir, es tal consonante para el oído... pero no sirve. La rima fácil es también consonante perfecto para el oído: ¿por qué desecharla? Porque el oído se deja influir por el pensamiento, y si se desecha en absoluto la palabra como consonante de sí misma, si conserva igual significado, el consonante fácil, sobre todo el de las desinencias iguales de las palabras declinables, si no se desecha en absoluto, ni mucho menos, se reputa inferior, llega a hacerse insoportable, si se repite mucho; y esto por la misma razón; no porque disuene, sino porque, si en el consonante de la palabra consigo misma se repite toda la idea, en el de las desinencias   —35→   se repite parte de la idea. Según eso, se dirá: ¡el oído, por influencia del pensamiento, llega a desdeñar las eufonías cuando son fáciles de encontrar!

Así debe de ser, por lo visto. Si fueran buenos consonantes las palabras repetidas, todos sabríamos rimar; siéndolo los consonantes fáciles en aba, ado, ente, etc., etc., saben casi todos.

Pero no es solo, ni lo principal en esto, la facilidad o dificultad; hay algo más hondo. El placer de la armonía no se produce si no hay diversidad de términos: armonizar lo idéntico no tiene gracia, ni siquiera sentido; el valor de la armonía aumenta cuando los elementos armonizados proceden de mayor distancia, de mayor distinción, porque esto supone más realidad, más ancha esfera de realidad armonizada. Por eso no hay para el oído, ni para el pensamiento, novedad ni interés en encontrar lazos de armonía eufónica entre palabras que la costumbre, el uso y el abuso han hecho marchar unidas siempre; y menos entre palabras cuya idea capital no se ve unida por el sentido a otra idea, sino unida por los accidentes declinables, por la obra muerta, pudiera decirse, a los accidentes declinables de otra idea.

Pero aunque todo ello sea así, dirá Campoamor, nuestro idioma exige el empleo de los consonantes   —36→   fáciles. Es verdad, y nadie los proscribe. Como nadie destierra a las mujeres feas, que abundan más que las hermosas; la ley civil no las distingue; pero el gusto prefiere a las guapas, y en un Concurso de belleza no admite a las otras, ni estas últimas suelen casarse como no lleven dote. Los consonantes fáciles hay que tolerarlos; pero en un Concurso de belleza poética, tratándose de juzgar lo bello de un poema, los consonantes no vulgares son más apreciados, y si sabemos admirar y preferir los versos de Campoamor con sus consonantes feos y todo... es porque suelen llevar consigo una buena dote de pensamiento; pero son feos en cuanto consonantes.

Yo pude oír hace muchos años al Sr. Tamayo y Baus (D. Manuel), aunque no hablaba conmigo, pero sí a voces, sostener con elocuencia de abogado de todas las causas, la causa perdida de los ripios, de que tanto abusan nuestros poetas dramáticos del siglo presente. El Sr. Tamayo se fundaba también en las pícaras deficiencias del idioma, en los pocos consonantes que tienen padre, madre, hijo, palabra y otras voces por el estilo, es decir, que responden a ideas muy importantes, de mucho uso y que necesariamente han de encontrarse al final del verso, muy a menudo. No hay más remedio que recurrir a prolijo, y cuadre, y taladra, y labra y otras   —37→   ridiculeces a que en efecto recurren nuestros poetas dramáticos modernos, aun los mejores. Todo esto no tendría pero, si no fuera que basta un examen comparativo entre los dramaturgos del siglo XIX y los de los siglos XVI y XVII, para convencerse de que los autores de nuestro gran teatro que hablaban en verso espontáneamente, abusan muchísimo menos del ripio, y apenas usan de esos versos de guardarropa que sirven para relleno de redondillas y quintillas en nuestro tiempo.

Tampoco quiere Campoamor que le critiquen porque «deja algunos asonantes cerca de los consonantes, por no violentar la sintaxis, como sucede en la conversación vulgar sin que se estremezcan los oídos de nadie».

Efectivamente, el Sr. Campoamor tiene ese defecto, que para oídos españoles es bastante grave, por lo que respecta a la euritmia. Esta tiene leyes fundadas en gran parte en la fisiología, y muchos preceptos de la poética que a un examen superficial le parecen arbitrarios, son la traducción más o menos exacta de esas imposiciones de la naturaleza. Y como la fisiología no es algo abstracto, igual para siempre y en todas partes, según son los oídos, según son los hábitos, según los climas, etc., etc., varían las leyes de la euritmia. Para los modernos, por ejemplo, hay cacofonía en la proximidad de palabras   —38→   que terminen del mismo modo; entre los griegos esto era una gracia, y así se ven en los más áticos escritores tantos genitivos de plural y tantos participios, repitiendo el on y el menos una y otra vez, de suerte que a nosotros nos parecería molesto desaliño. Pues la asonancia en los versos de rima perfecta es indiferente, v. gr., en la poesía francesa, porque ni los franceses tienen oídos para la asonancia, ni en esa lengua habría modo de evitarla, pues siendo todas las voces agudas, según la ley de nuestro asonante no habría más variación posible que la señalada por los cinco asonantes en a, e, i, o, u, y a lo sumo otra, ou, admitiendo que la u francesa no sea asonante o de ou, o de i más probablemente. Pero nosotros los españoles somos para esto como los chinos para las fracciones de las notas; tenemos el oído más delicado, y por lo mismo que gozamos la delicia del romance tenemos que pagarla padeciendo cuando se nos dan asonancias donde sobran. Crea el señor Campoamor que contra esto no hay espíritu reformista, ni paradojas, ni humorismos que valgan. En cuestión de oído no sirve el discreteo, porque no se trata de relaciones discretas, sino continuas, entre el sentido y el aire. En cuanto a la razón de que en la conversación vulgar se emplee el asonante sin que se estremezcan los oídos de nadie, no me parece ni siquiera especiosa;   —39→   ni razón, hablando en plata. Ante todo, en la conversación vulgar no se habla con consonantes, y no puede el asonante estar cerca de los consonantes, que es de lo que se trata. Pero cuando se trata de prosa literaria, también las asonancias son cacofónicas y los artistas de la frase huyen de ellas. Por lo demás, la conversación vulgar no tiene nada que ver con la literatura; y decir un poeta que se la tolere a él en sus versos los ruidos que se toleran en la conversación vulgar, vale tanto como si la Patti nos pidiera permiso para cantar como los carros, cuyo rechino está prohibido por el alcalde de mi aldea.

«¿No podrían, pregunta Campoamor, esos críticos de almacenes de juguetes de niños dejar esas simplezas (las cuestiones de métrica y euritmia que van indicadas, y otras) y elevar el entendimiento a una crítica elevada, examinando si mis asuntos son buenos, los planes regulares, el desempeño feliz y el fin de la obra trascendental?».

Pero eso, señor, que también se hace, no es necesariamente crítica sintética; puede ser, y tiene que ser en parte, crítica analítica. ¿Cómo se va a examinar si el desempeño es feliz, sino analizando? Y en el desempeño, ¿no entra la parte formal, y en esta la correspondiente a la gramática, a la retórica y a la poética? En cuanto a   —40→   que el fin de la obra sea trascendental, ni se entiende bien lo que el poeta quiere decir, ni en toda clase de obras hace falta que haya, ni hay para qué examinar, por consiguiente, semejante trascendencia. Además, convendría entenderse de una vez en el significado de las palabras. El Sr. Campoamor habla muy a menudo de lo trascendental en poesía, y es útil advertir que, a no ser en un sentido vago, vulgar, inexacto, en que se llama trascendental... así, a lo más importante, a lo que trae graves consecuencias, etc., etc., a cualquier cosa, no cabe el significado que él da a tal adjetivo. En buenos términos de filosofía, lo trascendental no es más que lo que trasciende, lo que se opone a lo inmanente; v. gr.: la relación del sujeto al objeto, del fenómeno al noúmeno es trascendental; es derecho que trasciende el que nos obliga para con lo que nosotros mismos no somos, etc., etc. Y en este sentido, que es el único rigoroso, no toda poesía necesita ser trascendental. Ni tampoco en el otro, aquel en que se supone que lo trascendental es... lo que trae cola, como también dice el vulgo.

De otro modo, no hay razón para llamar analítica a la crítica que trata de la forma, y sintética a la que trata del fondo, ni menos la hay para condenar la crítica de la forma (y sólo de la forma del lenguaje y del verso) y reclamar la   —41→   exclusiva jurisdicción de la crítica que trata de las obras como si estas no tuvieran una expresión material, absolutamente indispensable. En aquello de Nelson que Campoamor cita, no hay paridad de casos ni congruencia con nuestro asunto. Nelson quería destrozar cuanto antes la armada enemiga, y gritaba: «¡A los cascos, a los cascos! Dejaos de apuntar a las arboladuras». Pero la crítica no es el inglés. No se trata en la crítica de echar a pique la poesía, sino de ver si los barcos son buenos; y para eso hay que atender a los cascos... pero también a los palos y a las velas. Un barco con el casco roto se hunde, pero sin arboladura no navega.

Y vengamos ahora a lo que llama D. Ramón la crítica satírica.

Antes nos había descrito, y casi definido, la crítica analítica y la sintética según él las entiende, y ahora trata de la crítica satírica, comenzando por suponer que los críticos de esta clase tienen el entendimiento corto y el alma pequeña. Y añade: «Un Hermosilla es capaz de ahogar más genios en embrión, que flores marchita una noche de helada en primavera». Por muy amigo que yo sea de Campoamor; por mucho que le quiera, admire y respete, no puedo menos de calificar, lo que se acaba de leer, de verdadero absurdo. Primeramente se suponen cosechas de genios que no existen, ni han existido,   —42→   ni acaso pueden existir; pero lo peor es pensar que el genio puede dejarse ahogar porque un Hermosilla ponga reparos a la gramática que use. ¿Dónde ha visto el poeta ilustre un solo genio ahogado por un retórico? ¡Valiente genio tendría el pusilánime que se dejara acoquinar porque le corrigieran el vocablo! ¿O es que llama D. Ramón genios embrionarios a esos muchachos que le imitan a él y se le van quejando porque nos burlamos de ellos? Todo esto, tomado en serio, no pasaría de ridículo. A renglón seguido endosa a la crítica satírica los atributos de la envidia y de la imbecilidad; más adelante la supone pegando palos, como dice él que dice ella, para acabar por pedir dinero... Pero eso, señor poeta, ni es crítica, ni es sátira, ni tiene nada que ver con la literatura. ¿A qué hablar de tales canallas y de tales imbéciles en un libro de Poética? ¿Y por qué llamar crítica satírica a ese género de chantage?

La crítica satírica, es claro, no es un género de crítica; no hay clasificación técnica que admita una clase de crítica satírica, como en historia natural no se clasifican las aves por el sabor de los guisos con que puedan ser condimentadas; y así, hay en la pavología, por ejemplo, pavos reales y pavos comunes, pero no hay pavos con trufas y sin ellas.

La sátira es un condimento que puede tener   —43→   o no tener la crítica, como puede tenerlo la comedia, la novela, el discurso político, etc., etc. Y así como en la novela, según las circunstancias, podrá venir a cuento, o no venir, lo satírico, lo mismo sucede en la crítica. Si yo, hablando de la Iliada, me entretengo en satirizar al autor o a los autores riéndome de sus repeticiones, amplificaciones, etc., etc., probablemente cometeré una impertinencia; pero si me burlo discretamente de los que hoy hablan de la Iliada y la alaban sin haberla leído, lo que se llama leerla, probablemente estaré en lo firme.

Si todos o casi todos los géneros literarios pueden ser satíricos, la sátira a su vez puede ser considerada como género, ni más ni menos que las trufas; pero género formal, y entonces la cuestión será esta: ¿Con qué se pueden comer las trufas? Entre otras cosas, con pavo. ¿Cuál puede ser el asunto, la materia primera de la sátira? Las ideas; los hechos, las costumbres, la religión, la filosofía, el arte... y dentro de muchas de estas cosas entra la sátira que tiene por objeto la crítica; como Juvenal se puede quejar en una sátira de

los codazos que daba Mesalina,



como dijo Campoamor, cabe que un satírico tome por asunto las Mesalinas de las letras, como dijo González Serrano.

  —44→  

Por lo demás, el Sr. Campoamor, aun muchas veces que podría tener razón por lo que quiere decir, deja de tenerla por la manera de decirlo; v. gr.: «Creen que criticar es zaherir. No saben que la crítica, cuando no parte de un principio superior de metafísica, que sirva de pauta general, o es un medio despreciable de desahogar la bilis, o un antifaz para lanzar impunemente dardos calumniosos». Como quien no dice nada, aquí llama calumniadores y enfermos del hígado a la ya gloriosa multitud de críticos modernos, y no pocos antiguos, que sin creer en la metafísica, o por no creerla, tal como está, aplicable a la crítica literaria, prescinden de ella y se atienen a lo relativo. Taine, por ejemplo, y con él casi todos los críticos positivistas, que son muchos, y algunos muy ilustres, son para Campoamor, a creerle al pie de la letra, calumniadores y envidiosos. No habrá querido decir eso, pero lo dice. Mejor le hubiera sido contentarse con lo que más atrás había escrito: que el crítico necesita estudios superiores. Sí, señor, eso es verdad. Y a los poetas no les vienen mal tampoco. El saber no ocupa lugar. Pero ¿por qué atribuye a la crítica satírica la ignorancia de esos estudios elevados? Además, volviendo a la metafísica, ¿no puede un crítico valerse de la sátira, aun partiendo de un principio metafísico? Sí, y viceversa;   —45→   un crítico empírico y un crítico positivista, en el amplio sentido de la palabra, un crítico spenceriano, v. gr., que no cree que lo Indiscernible pueda servir de pauta en materia de crítica, cabe que no sean satíricos; y se observa que no lo son la mayor parte de las veces. Justamente lo que hoy predomina es la crítica sosa, sin pasión, sin dogma, seria; la crítica que aplica a juzgar los dichos y hechos de los hombres menos calor, menos corazón que Buffon ponía en sus estudios descriptivos de animales. Por el contrario, allí donde asoma la creencia, sea científica, moral o religiosa; allí donde hay pauta metafísica, suele asomar la sátira en una u otra forma; así la crítica de un Barbey d'Aurevilly, un creyente, es satírica; lo es en general la de esa juventud reformista que en Francia principalmente aparece ahora con pretensiones de sostener el ideal y lo metafísico; estos no admiten ya escepticismos, ni eclecticismos, ni diletantismos; quieren fe, dogma, sistema, y su forma de combatir a los enemigos es la sátira, aunque disimulada por una ausencia absoluta de la risa, de lo cómico.

El crítico puede usar, si hay oportunidad, la forma satírica, como el poeta satírico puede tener por asunto la literatura; todo el Quijote viene a ser una crítica satírica o una sátira crítica; en los poemas de lord Byron, a lo mejor, hasta   —46→   en medio de una tempestad, o en el fondo de una caverna, en Occidente y en Oriente, el poeta se convierte en saladísimo crítico satírico; Heine, que todavía amó bastante más que Campoamor, y que soñó mucho más que él, es satírico crítico entre suspirillo y suspirillo germánico; y por no citar otro, y por fin, el autor de las Doloras es un eminente crítico satírico en verso y en prosa, como lo prueba esta Poética de que trato.

Queda la cuestión de la oportunidad.

No tienen aplicación a nuestro país los argumentos que en otros suelen emplearse para negar la eficacia de aquella sátira cuyo objeto es la literatura. «¿A qué combatir lo malo? Se destruye ello mismo; lleva en sí el germen de su corrupción; ¿a qué fijarse en lo que, por insignificante, no llama la atención del público?». Aquí no sirve decir esto; aquí lo insignificante es alabado por una seudocrítica tan ignorante y necia como popular y propagandista. Gracias a esa crítica de periódico callejero, en cuanto alguien dice una tontería lo sabe toda España. Podría creerse que entre nosotros la facilidad y rapidez de las comunicaciones había servido principalmente para acreditar disparates. Escritores que tiene por ilustres el vulgo, que se han oído llamar genios, son en España autores de comedias, novelas y poemas absurdos, completamente   —47→   malos, y que pasan por obras maestras. Es más; algunos críticos notables ayudan de soslayo, y a veces cara a cara, a esta obra deletérea de la necedad, los mismos poetas buenos, Campoamor el primero, cuando hablan de sus compañeros, mezclan y barajan con nombres ilustres los de cuatro perdis del Parnaso, que ni tienen capa ni donde sentarse. En una tierra así, ¿cómo ha de ser inoportuna o inútil la sátira literaria? ¿Cómo no ha de atender la crítica seria en el fondo, sincera, leal, realmente honrada, a la necesidad de llamar tontos a los tontos, de burlarse de los ingenios hueros y desengañar al público?

Estoy por decir que la crítica satírica es la que más y mejor respeta los fueros del arte. Esos autores que se meten a críticos por temporadas para alabar a sus amigos o a sus imitadores, y aquellos críticos que olvidando su buen gusto y lo mucho que saben, transigen con lo mediano y no dicen palabra de lo bueno, y hablan de belleza donde positivamente no la hay, donde es imposible que ellos, siendo quien son, la vean, contribuyen al descrédito de las letras, a esa falta de formalidad que el burgués les atribuye, a ese desprecio que va implícito en la facilidad de dar y olvidar reputaciones. A la anodina alabanza académica y a los elogios mutuos del pandillaje de tertulia, café o colegio,   —48→   han sucedido la benevolencia mal entendida, la falsa elegancia del eufemismo, la malicia de la preterición, la falsedad de los juicios dobles, públicos y privados; y todo esto conspira contra la dignidad de la crítica y los intereses del arte. ¡De cuántos peligros se habla, de cuántos males se quiere librar a la patria, y nadie se acuerda del daño que vendría de llenarse la fama con el nombre de los tontos! ¡Qué adelantaríais, poetas y críticos distinguidos, áticos, elegantes, gentlmen, el día que la aristocracia del talento estuviera representada en España por una colección de cretinos? Pues a eso vais, los unos con vuestras alabanzas de lo soso, vulgar, manoseado, insignificante; los otros con vuestras sociedades protectoras de imitadores, y con esas teorías de anarquismo literario.

¿Pues no llega a decir Campoamor que la retórica apenas sirve para nada? ¿Qué piensa él que es retórica? Oigámosle: «Hay estilos, gramatical y retóricamente perfectos, que por su frialdad hielan la sangre en las venas». Pues si hielan la sangre, no son retóricamente perfectos; porque la retórica, que es la ciencia que da reglas para el arte de hablar y escribir bien, manda que las palabras y los escritos no hielen la sangre; que el calor en distintos grados, según los casos, de vida a lo que se habla y escribe. Quintiliano, el retórico por excelencia, a   —49→   cada paso habla en las Instituciones de la frialdad como de un gran defecto. ¿No ha leído Campoamor a Quintiliano?

No puede haber nada retóricamente perfecto si no es hermoso, porque todos los preceptos de la retórica se encierran en uno: producir belleza. Quédese para los críticos chirles de gacetilla el decir, como se lee tantas veces: «la obra no tiene defectos, pero no gusta, no es hermosa, no atrae», etc. Cuando el Sr. Campoamor se fije en que la retórica manda ante todo que se produzca belleza... borrará aquel epígrafe verdaderamente sacrílego y herético: «Inutilidad de las reglas de la retórica para formarse un estilo»; que equivale a este: «Inutilidad del arte de andar para ir a pie de un lado a otro».

Mas ahora noto que este artículo se ha hecho muy largo, y que no he pasado de las primeras páginas de la Poética. No es posible hoy ya tratar las cuestiones que principalmente me proponía examinar con motivo de los capítulos nuevos de este libro. Otra vez será. Probablemente en un trabajillo, de muy atrás pensado, aún no escrito, que título El acutismo, que es para mí como la ciencia de los microbios del pensar y el cavilar; ciencia, y arte también, que está en oposición del espíritu paradójico, el cual, si tiene sus ventajas, es inferior al acutismo, porque este, como el nombre indica, penetra   —50→   con sus filos, y la paradoja da de plano y resuelve de plano.

Campoamor, que maneja la paradoja como un Alcides, no es amigo de los microbios anímicos, y viene a creer, como el doctor de nuestro paisano Vital Aza, que Hipócrates no inventó el microscopio, porque lo creyó inútil.

Cuando Campoamor discurre muchas de sus teorías, no se para a meditarlas, sino a quererlas.

Como poeta, es un pensador; como pensador, es un carácter.





IndiceSiguiente