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Realidad nacional desde la cama

Luisa Valenzuela



A Rodolfo Walsh, en memoria






ArribaAbajoUno

Sin sospechar la superposición de planos, sin saber nada del campamento militar o de la villa miseria, una mujer ha ido a buscar refugio en un cierto alejado club de campo.

Está sola por propia voluntad o por intolerancia, y le ha dado por mantener largos diálogos interiores sólo para distraerse. Se dice, por ejemplo:

Nací bajo el signo de Pregunta como otros bajo Capricornio o Leo. No por eso estoy más predispuesta, pero conozco a fondo la verdadera ambivalencia. Tengo mi ascendente en Ojos, un signo dual, como Tetas o Testis o Twin Towers. Pero la gente de Tetas es pasiva y nutricia, la de Testis afirmativa a ultranza, la de Twin Towers -regida por Mercurio- tiene un acertado sentido comercial. Me gustaría tener un poco de todas estas cualidades, por así llamarlas; me gustaría pero no tanto, un poquito, tal vez, cuando las necesite.

La mujer trata de enfocar la mente en algo más acorde con las circunstancias. No lo logra del todo; vuelve al tema.

Con ascendente en Ojos tendría que estar mirando y mirando sin concesión alguna, pero desde que llegué, hay algo que me obliga a mantener los ojos entornados y no permite que la luz penetre en mi cerebro y me fuerce a un nuevo cuestionamiento del tipo ¿qué hace una chica como yo en un lugar como éste?

Y este lugar es mi propio país -retorné a mi país-, y yo ya ni soy tan chica, más bien todo lo contrario, y de nuevo estoy divagando, inventando, yéndome por las ramas, en lugar de...

Así es y no puede evitarlo.

Se internó, otra no es la palabra, en este club de campo en busca de refugio, para ir viendo despacito, para contestarse sempiternas preguntas. Se internó como en un hospital, no en un bosque, o en el mar, o en el sueño o... En busca de refugio. Refugio espiritual, que le dicen, a la espera de que algún vientito cálido le infle una vez más las velas y pueda una vez más ponerse en marcha. Esta calma chicha que le nace de adentro la tiene desconcertada, pero ¿quién puede pretender moverse después de haberse movido tanto por el mundo?

La mujer necesita descanso. Ha vuelto a su país al cabo de una larga ausencia y le cuesta reintegrarse a esta realidad tan otra, tan distinta de la que dejó atrás en otra época. Yace en la cama y tal vez recompone el pensamiento, tal vez revive y reconstruye como puede.

El otro día su amiga Carla, no tan amiga, no tan vieja amiga, su nueva amiga Carla, la encontró tirada como trapo y le dijo:

-No te podés quedar acá encerrada, por lo menos andá a tomar aire de campo; te doy la llave de mi búngalo en el club, en realidad un estudio. Chiquitito pero acogedor. Allí al menos vas a tener distracción, en la ciudad te me vas a achicharrar de calor y para nada. Para quedarte acá como muerta, como zombi.

-No puedo moverme, le objetó ella. ¿Cómo querés que vaya a parte alguna? Pero aceptó para no tener que verle más la cara a la amiga Carla. Metió en un bolso lo más imprescindible, las sábanas blancas, un camisón blanco y un cuaderno en blanco. Emblemático todo. Y partió hacia esta destinación desconocida tan poco amenazadora. Al menos eso creyó entonces.

Carla le había dicho: El mío no es uno de esos clubs de campo ostentosos, quizá no te impresione a vos que venís del extranjero, pero es un sitio muy protegido y exclusivo. Ahí no entra cualquiera.

Carla no sopló ni palabra sobre las inmediaciones del club ni sobre ciertas actividades extracurriculares, y de todos modos la mujer hubiera podido pensar que nada de todo eso era de su incumbencia. Inocente ella, a esta altura del partido.

Ahora, ya en el club de campo, tampoco quiere saber nada de nada -todavía-. Carla le había dicho que María la iba a atender bien, no le había aclarado ni quién era María. A ella no le interesó nada del ser sino del estar, y por eso casi ni se había dirigido a María al llegar, ni le había dicho su nombre ni le había hecho pedido alguno. María, por lo tanto, la llamaba Señora, y ella se siente bien como Señora, en la cama, sin ganas de moverse.

Escasísimos muebles parece haber en el recinto. A su llegada notó las cortinas corridas y le hizo bien meterse lo más rápido posible en la cama, en esa penumbra cálida; se tapó la cabeza con la sábana y jugó a que estaba en una carpa en medio del desierto con el Árabe aquel, con mayúscula, el del libro que de adolescentes leían a escondidas creyendo que era de lo más picante, como entonces se decía por osado. Pensó en Manucha que le había prestado el libro mil años atrás, pensó en Juanjo, y en Richa, y en los otros, no tuvo ganas de cazar el fono y decirles: Hola, heme aquí de vuelta al pago, volví para quedarme, hace años que no nos vemos. No tuvo ganas de decirles nada. Nada. Y eso que el teléfono está al alcance de la mano, en la mesita de luz, junto a la cartera donde tiene la libreta de direcciones.

De todos modos el sueño la agarró rápido, la primera noche.

Ahora también duerme, es de día y ella no lo ha notado porque las cortinas están corridas. Cura de sueño, como quien dice. ¿No entran ruidos de afuera? Los ruidos parecerían estar como en sordina, por ahora.




ArribaAbajoDos

Entra sí María, la mucama, más para meter las narices donde no le corresponde que para ofrecer buenos servicios. Esta actriz que hace de mucama, se dijo la señora el día de su llegada, apenas la vio a María. Puede que la gran cama en el centro de ese ambiente único le haya hecho sentir en medio de un escenario. Le gustaba actuar, a la señora, para su uso privado, y al ver la cama ya se vio en el rol: la bella durmiente del bosque. Algo tradicional y livianito. Justo lo que necesitaba. Pocas cosas había allí para distraerla; en el lateral izquierdo la pesada cortina de marras, ocultando una presunta puerta vidriera hacia el tan mentado bosque; en lateral derecho y haciendo pendant con la cortina la enorme pantalla de televisión, ocupando casi toda la pared, ultramoderna con equipo enfrentado, que ella miró sin interés y al instante olvidó.

Se metió en la cama y dejó que transcurrieran las horas de las horas, días quizá dormitando una y otro vez,y dormirse a fondo, y encontrarse dormida aunque algo sobresaltada cuando María entra, después de haber golpeado infructuosamente, y la sobresalta del todo.

-Disculpe, señora, se disculpa María. No sabía que la señora estaba durmiendo, creí que había ido al clubhaus a tomar el desayuno. O a almorzar, es tan tarde... Pero hace bien en dormir. Al fin y al cabo a este club de campo se viene a descansar. A olvidar todos los problemas. Es el sitio ideal para olvidar. Como corresponde, señora.

Por qué no me dejará tranquila, se pregunta la tal señora, pero sabe que ya no va a poder conciliar de nuevo el sueño.

-Disculpe si la importuno, señora.

Ella hubiera querido decir: No la disculpo nada, váyase. Pero la civilidad gana la partida y le dice:

-Me asustó, María. Estaba soñando, tuve una pesadilla.

A María no le gusta la idea. El club de campo no está preparado para estas subversiones. La señora la tranquiliza: fue una pesadilla liviana, bastante cómica. Y en español, eso es lo maravilloso. Después de tanto soñar en inglés, ha soñado en español, por fin. Y se da cuenta de que para eso ha vuelto, entre otros motivos, para no pensar o soñar en idiomas ajenos. Por eso mismo, por condescendencia y por necesidad quizá de hablar con alguien, le cuenta a la mucama lo que ya no aparece más como pesadilla:

-El tema eran los precios, una pesadilla muy local, muy de actualidad, si me permite. «¿Por qué tan caro ese aparato electrodoméstico si todo es importado?», preguntaba yo.

«Porque los engranajes llevan aceite de maíz, de producción nacional, y usted sabe que el precio a que se han ido los comestibles...», me contestaba el vendedor.

La señora se ríe de su propio sueño, lavado en la vigilia de aquello que a párpados cerrados parecía ominoso.

A María no le causa gracia la historia. María no es de las que conceden el honor de su risa así nomás, a cualquiera, y por otra parte le gusta mantenerse del lado de los hechos.

-Le diré -le dice a la señora- que su sueño no era tan pesadilla, si me permite. Usted hace mucho que falta del país, ¿no? Doña Carla me dijo que usted viene de afuera, por eso no sabe cómo aumenta todo acá. Es algo fantástico, la hiperinflación, lo llaman, y en eso también somos campeones. Con decirle que al fotógrafo del búngalo 7ª lo mandaron de una revista extranjera a fotografiar los precios y no pudo, no pudo, dijo que le salían todos movidos...

Este tipo de ironías algo burdas podría causarle gracia a la señora, en otras circunstancias, o más bien inspirarle una reflexión de tipo sociológico sobre la realidad nacional o algo parecido. Ahora en cambio le despiertan un ramalazo de culpa. ¿Para qué habré vuelto, se pregunta, si ni quiero enterarme de lo que pasa a mi alrededor? ¿Cuánto me voy a quedar acá jugando al avestruz? E intuye que sí, que está metiendo la cabeza en la arena para no ver, pero quizá la arena tenga cosas que mostrarle, sutiles granitos que centellean y bailan, y se desplazan gracias a la tensión superficial y ¡zas! de golpe son arenas movedizas, y no haría mal en sacar la cabeza a la superficie.

-María, por favor, ¿me alcanza los diarios?, pide como primera medida de un irse asomando al mundo.

María se encrespa y le dice que los diarios ahí no entran, porque están muy caros, los diarios, y además le van a perturbar el descanso a la señora. ¡Se les da por publicar cada noticia! Como si en el país no pasaran cosas lindas.

-Yo le puedo contar las cosas lindas, propone María para estimularla.

Diario oral, se dice la señora, lo único que me faltaba. Quiere que la dejen en paz, quiere y no quiere hurgar un poco más en la memoria, quisiera querer hurgar un poco más, y sobre todo descubrir por qué quisiera hurgar y qué busca en su propia mente, como si estuviera de regreso en el desván de su abuela, que nunca tuvo desván de todos modos.

María no tiene miramientos:

-La señora no hace bien en quedarse en cama, después de todo. Aunque no haría mal en dejármela un ratito, no más para que le cambie las sábanas. Nunca se la ve por el campo de juego. ¿No le gusta el aire libre? ¿No le gusta el deporte? Aquí todos hacen mucho deporte, vida sana. Tendría que jugar al tenis, acá hay muy buenas canchas. No le digo al golf porque el campo está un poco ocupado, sabe. Podría nadar. ¿Acaso se siente mal? ¿Quiere que le alcance algo? ¿Una aspirina? Ahora están faltando, pero con un poco de suerte encontramos un acopiador que largue alguna. Porque la señora paga en dólares, ¿no?

No, sacude la cabeza la señora. No y no.

-Lástima, con dólares se consigue todo.

Con los ojos puestos en el cielo raso, mascullando entre dientes, la señora resopla que no le hable de dólares, que ha vuelto para meterse en éste, su propio idioma, no para seguir en un mundo que no le pertenece. Razón por la cual pasa a pedirle que descorra las cortinas y que le abra la ventana. Y después puede retirarse, yo estoy muy bien, no se preocupe por mí. Gracias.

María se empaca. Si hay algo que no quiere hacer en este mundo es abrirle la ventana a la señora. Para nada abrir la ventana, todo debe quedar en su lugar, ojos que no ven, esas cosas. Al fin y al cabo la señora viene de afuera y nunca se sabe. Nunca se sabe. La calma del recinto no debe ser rota con un brusco golpe de luz. O de sonido.

Se filtra sin embargo una nota aguda, un clarín, parecería.

¿Qué es eso?, pregunta la señora irguiéndose en la cama y parando las orejas.

-Puede que sea el Ángelus, le contesta María con tono de quien tiene preocupaciones mucho más serias.

-¿El Ángelus, un clarín? ¿Qué disparate es éste? Abra la ventana, María. Vine al campo a tomar aire puro.

María se le cuadra:

-Al clú de campo; no es lo mismo. Acá todo aire es puro.

-Abra, María.

-No. Mejor que mirar por la ventana es ver la tele. Se la enciendo.

María está equipada con el instrumental idóneo y no sin cierta soberbia pela el control remoto del bolsillo de su delantal y enciende. La enorme pantalla se ilumina, a la señora le a va a dar un ataque de furia, lo risueño de las imágenes en la pantalla no logran aplacarla; más bien todo lo contrario. La ciudad toda es una fiesta, dice el locutor, y las imágenes lo confirman. Una calle peatonal como en otras épocas, donde la gente se pasea con aire de quien ha salido de compras y puede comprar, nomás, o de quien va a la confitería a tomar un café y puede financiarlo. Aparece una avenida con gente apurada como que va al trabajo porque tiene un empleo. Una vasta plaza en todo el esplendor de su ocio arbóreo.

La señora por un momento depone la furia y se queda enganchada. Quizá tenga razón, se dice, quizá me la estoy perdiendo metida acá encerrada en el campo, como quien dice. Tendría que moverme, salir, enterarme de qué pasa a mi alrededor. Me dicen que la ciudad está muy cambiada; he escuchado otras cosas, también, pero quién sabe. ¿La ciudad será una fiesta y me la estoy perdiendo?

-María, abra la ventana; reitera para empezar a movilizarse.

-Los programas son lindos, señora, ahora que privatizaron todos los canales. Pero si para usted son aburridos, usted que estará acostumbrada a otras cosas, podría alquilarse una videocasetera. Yo se la consigo. Dan el veinte por ciento de descuento si paga al contado, y bonos para una rifa. Si me permite, yo me quedo con los bonos.

La señora de golpe no sabe si se siente asfixiada por la cháchara de la mucama o porque necesita conectarse con el exterior. No se deja vencer, no se agobia en la cama, se yergue un poco más, le exige a María que le apague el televisor de una vez por todas. Y la ventana, le recuerda. María se resiste.

-Usted da las órdenes y yo debo cumplirlas. Pero sepa que usted se va a ir pronto de acá y yo voy a quedar, porque mi verdadera patrona es la señora Carla, y a ella le encanta ver televisión. Y nunca abre esa ventana. Esa ventana no se abre.

Disimuladamente, con la mano dentro del bolsillo, sube el volumen del televisor con el control remoto. La música dulcifica, piensa.

Todo lo contrario. Ese tipo de música a la pobre señora la empalaga. La cámara que ahora se interna por confiterías de lujo, anacrónicas, distantes, le acrecientan la sensación de agobio. Amaga levantarse. María se alarma:

-No se levante, le va a hacer mal. Usted está enferma.

-Enferma no estoy. Apague.

-Si estuviera el doctor Bermúdez, se lo llamaba, se lamenta María. Pero el nuevo doctor Alfredi no es trigo limpio, ni sé cómo se infiltró en el clú. Y pensar que al doctor Bermúdez le pusieron bolilla negra porque su esposa había engordado demasiado. Ahora está éste que entró recomendado vaya una a saber por quién. Imagínese que de día es taxista, para equilibrar el presupuesto, dice él.

-No necesito médico.

-Usted vino a vivir a este país. Mi país. Nuestro país. Me dijeron que antes vivía en Nueva York: usted debe de estar muy enferma. Gran ciudad, Nueva York, dicen. A mi no me interesa porque es muy violenta. Siempre lo muestran en la tele. En cambio acá las cosas son distintas, ordenadas. Mire nomás qué bonitas imágenes.

La señora empieza a sospechar que muchos la van a creer loca por haberse vuelto justo ahora, pero más loca se va a volver si tiene que seguir aguantando esta cháchara y, sobre todo, estas escenas de un apocalipsis al revés, más intimidantes por lo falsas. ¿Falsas? Son probablemente reales, están allí, sobreimprimiéndose, borrando lo que ella no quiere ver y debería ver. Pero tan de golpe, ¿cómo tolerarlo?

¿Es así mi ciudad, es así como la muestran? Yo tengo un recuerdo de veredas rotas, entrando del aeropuerto, de caras no tan radiantes ni tan llenas...

-Nueva York sí que es una ciudad violenta -insiste María-. Y usted vivió ahí diez años, por algo será. Además parece que está lleno de mendigos, de desalojados durmiendo en las calles céntricas. Un espanto.

María ha bajado el sonido del televisor para ser oída y la señora la ha oído y reflexiona, ya un poco más tranquila, o entregada, que no es lo mismo. Reflexiona, se pregunta. Está feliz porque empieza a preguntarse, el mecanismo lentamente se ha ido poniendo en marcha. Se pregunta si después de todo no estará un poco enferma, un poquitito no más, algún síntoma que justifique este haber necesitado volver y no querer estar al mismo tiempo, no poder enterarse.

-Quizá convendría llamar al médico.

-Está pálida usted, eh. Se lo puedo traer a don Gervasio para que le de un reconstituyente. Él sabe mucho de estas cosas y tira el cuerito como nadie.

Ha caído en un manicomio; si tuviera fuerzas agarraría su valija y se volvería a la ciudad. Qué lindo era tener fuerzas, se acuerda la señora. Piensa que tiene que recuperarse del viaje, del cambio. No es fácil volver después de diez años de ausencia.

María quisiera colaborar con el reencuentro de la señora con su realidad, por así decir. Levanta el volumen de la tele. Tome, señora, le dice. Como una ofrenda.

-¡Déjeme pensar en paz! -casi grita la señora, y siente que la voz le ha salido un poco demasiado vehemente.

-Pensar no es sano -le enrostra María-. Usted lo que tiene que hacer es distraerse, si me permite. Ya lleva como tres días metida en la cama, si no me equivoco. Cambió dólares en la conserjería cuando llegó y todavía no invirtió sus nacionales. Si me permite. Si no me equivoco. Eso no es estar bien. Usted está pésima, todavía no se abasteció. Mire, no hay nada, lo que se llama nada, en la heladera, me va a hacer venir loca, qué quiere que le diga. Por su bien se lo señalo. Esa plata hay que gastarla, si no se desvaloriza.

A veces una compra el silencio, a veces la soledad, a veces una tiene que dar rodeos para comprarse un rato de calma que es lo único que quiere. Si el bife viene envuelto en calma, si el café viene envuelto en calma, aunque parezca irónico, adelante.

-Tome, María, vaya a hacerme las compras, traiga lo que considere necesario, suspira la asediada.

Y de su cartera sobre la mesita de luz extrae un billete importante, crocante, que hace sonar en el aire para tentarla a María. María toma el billete con avidez y la señora aprovecha el momento

¡Además me descorre las cortinas!, reclama. Es una orden. Ella quiere que suene a orden y no entiende por qué un pedido tan simple debe transformarse en orden. Está casi a punto de disculparse, no vino acá a mandonear a nadie, pero siente como si le faltara el aire.

-Abra, me ahogo. Llame al médico.

María enriquece la orden inicial, borda alrededor de ella apagando el televisor con su control remoto. Luego se dirige hacia el ventanal.

-No sólo le voy a descorrer las cortinas; también le voy a abrir la puerta vidriera. Tengo la llave. Ya está, usted se lo buscó.

Y antes de que la señora le pida que abra del todo el ventanal o alguna otra cosa igualmente insensata, toma su escoba y sale apuradísima, cerrando la puerta de entrada tras de sí.

¡El médico!, le grita la señora, pero ya es tarde. La mucama se ha ido.




ArribaAbajoTres

Por el ventanal ahora entreabierto entra la suave brisa del atardecer que adormece quizá a la señora. Entran también otros imponderables que la señora no percibe o no quiere percibir. No quiere percibir. Echada en su gran cama blanca en medio de la estancia, no está para sobresaltos. Parece dormida, o sumida en sus pensamientos, o quizá abocada a la antigua disciplina de la meditación trascendental, tan en boga en los últimos años.

Por eso no se percata de las maniobras del otro lado del ventanal, sombras nada más pero bien inquietantes.

Son maniobras militares las que se insinúan del otro lado del ventanal. ¿Maniobras militares, en un club de campo? Y sí, ocurren allí hechos -explicables por cierto- que parecen ilógicos. La señora no ha percibido aún que el monoambiente de su amiga Carla, llamado búngalo en esta zona del mundo, está justo en el borde del club de campo, a escasos metros de lo que podría ser definido como la frontera. Acurrucada de espaldas al ventanal, y de frente a la pantalla de televisión, la señora se duerme sin enterarse de que, el manicurado césped del club, se da de bruces contra una fea alambrada, vasta, de gallinero humano, que merced a unos chamuscados arbustitos inútiles, pretende aislarla de un campo yermo donde brotan construcciones de cartón y de lata.

Se oyen algunos disparos. Los señores militares hacen práctica de tiro con siluetas, los señores militares parecerían estar en pleno adiestramiento. ¿Habría que avisarle a la señora, habría que despertarla, despabilarla, qué conviene hacer en estos casos? Se cuela la duda como se cuela por la puerta entreabierta una sombra más que se va definiendo. No es un tigre al acecho ni un animal fabuloso, parecería ser -y es- apenas un soldadito en uniforme de fajina que avanza sobre los codos, cuerpo a tierra. Progresa con gran esfuerzo, entre jadeos y suspiros, pero no ceja y por eso, para darse ánimos, es que va mascullando entre dientes, puf, puf, entre bocanadas de aire.

-Acabo de cumplir 18, años, mi padre me dice: «hacete hombre», mi madre, me dice: «no escuchés, a, tu padre», mi hermana menor, Patri, me dice: «vení, a jugar conmigo», mi mejor, amigo, me dice... Bueno, no importa, lo que me dice. Antes que, nada, está la flía. Juanjo es mi mejor amigo. Yo, Lucho. Me llaman Lucho, yo soy José Luis, pero me llaman Lucho. También a otras cosas, me llaman. Al servicio, militar, me llaman. Y aquí estoy. Hay que hacerse hombre, dice mi padre.

Si sólo la señora supiera, si lo viese ya tan cerca, llegando hasta la cama, lentamente escurriéndose entre volados de encaje debajo de la cama de ella, la alta cama de bronce. Si ella pudiera saber lo que su cama sabe y parece engullir, ahora, devorando al conscripto.

El tiempo es otro tiempo dentro de esa estancia, está detenido y no guarda relación alguna con la febril actividad de las insinuadas sombras. Cuerpo a tierra hacen las sombras, salto de rana. En el plácido sueño o somnolencia de la señora estas conmociones no tienen cabida. Por ahora.




ArribaAbajoCuatro

Sólo María puede arrancarla de su beatitud. Quizá golpeó a la puerta, María, pero no esperó a que la señora -dormida- la hiciera pasar. Viene tapada de paquetes y cree que esta vez va a ser bien recibida, y no se preocupa por entrar en puntas de pie, más bien todo lo contrario. La señora abre los ojos, se endereza en la cama, está por decir algo, seguramente una protesta, siempre está protestando, esta señora. María le gana de mano.

-Mire todo lo que le traje, señora. Ahora no va a poder decir que pasa hambre.

Hambre, piensa la señora, hambre. Oí mucho la palabra últimamente. En mi época no se usaba por estas latitudes.

María no está para entender lo no verbalizado. Con enorme orgullo va depositando los paquetes sobre la cama, alrededor de la señora, como regalos de navidad alrededor del pino (y el pino no se queja).

-Harina, azúcar, huevos, jamón, queso, arroz, porotos, lentejas... -enumera la mucama.

Lindo despliegue, a la señora se lo ocurrió lo de la navidad y parece gustarle.

-Este es el granero del mundo, se enorgullece.

-Era, señora, tiempo atrás, ahora estamos en otra. Vea si no: fideos italianos, tomates al natural chilenos, palmitos brasileros, sardinas españolas.

La cosa va perdiendo gracia, por exagerada. La señora se empieza a alarmar. ¿Cuánto tiempo piensa que me voy a quedar acá?, le pregunta a María; no necesito tantísima comida, acá hay como para alimentar a un regimiento.

-La señora me dio la plata y yo se la invertí. Son todos alimentos no perecederos.

-¿Y el vuelto? Me hubiera traído vuelto.

Marciana, parece pensar María. Estoy con una marciana, ¿de dónde vendrá ésta? Sólo por deferencia a la señora Carla, que entiende todo tan bien, se digna explicarle a la intrusa.

-Mañana no le sirve de nada, su vuelto. En cuanto se tienen unos nacionales en la mano hay que invertirlos de inmediato, si no se desvalorizan.

Toma entonces una lata de palmitos, una de aceite de oliva y un kilo de azúcar. En calidad de comisión dice, acá se estila, dice. Si usted supiera lo que escasea el azúcar.

Si ella supiera tantas cosas. Ella recién está empezando a vislumbrar algo, a entrever de reojo lo que ocurre del otro lado de esa puerta vidriera entreabierta, engañosa, que no transparenta lo que tiene detrás, sino que gracias al ángulo de apertura refleja el paisaje lateral a la distancia, como ser árboles, y un campo verde verde verde, que nada tiene que ver con el campo desolado más allá de la alambrada. Es la cancha de golf.

Quizá los reflejos me impiden ver algo que tendría que ver y no quiero, o algo que no quiere ser visto y yo lo intuyo, quizá la puerta de vidrio, si se abriera del todo, me permitiría por fin entrar en esta realidad, y ¿qué es la realidad, de qué estoy hablando aquí en esta cama cubierta de vituallas? ¿Comida para cerrarme la boca? Con la boca llena.

María necesita recapturar esa mirada.

-Le enciendo el televisor, a esta hora la programación es excelente.

-No.

-La señora no aprecia los esfuerzos que hago por ella. ¡Si viera cómo estaba el supermercado! Repleto. Atestado. Todos quieren comprar antes de la nueva alza de precios. No sabe lo que cuesta conseguir carrito.

La señora ya no la escucha. Piensa: si bostezo se va a ir, al menos tendrá algún respeto por mi reposo. Un bostezo trae otro. Si bostezo me voy sintiendo cansada y así debe de ser, por ahora, hasta que me aclimate.

-La señora está cansada, la dejo. -Dice María quizá apiadándose o quizá arrullándola, sí, para que se duerma una vez más, que siga durmiendo ya que no juega al tenis, y a lo lejos se encienden las potentes luces de las canchas y las maniobras militares ya no son sombras, se las ve clarito a través de la puerta vidriera, que con la luz de afuera ha perdido su condición de espejo. Hay un cambio de guardia, María lo espía de reojo, le acomoda a la señora los paquetes en la cama, la arropa o mejor dicho le estira un poco el acolchado, lo que puede sin que se desmorone la pila de comestibles, le habla muy bajo y ella susurra: Pensar que... Y María la interpela: No piense. Suavecito se lo dice, en voz muy baja. Pensar hace mal, no piense, insiste, y cuando la señora ha cerrado bien los ojos, María imita el paso militar en los desfiles frente al ventanal y se encamina marcialmente hacia la puerta de entrada.




ArribaAbajoCinco

Esta cama navega por aguas engañosas, de tersa superficie. Esta cama por momentos se sacude y la señora piensa que el sueño, o la memoria, o algún recuerdo inoportuno, o la mala conciencia le hacen jugarretas. Nada de eso. Piensa que ha visto unos reflejos castrenses en los vidrios y ahora siente como mansas sacudidas que la van meciendo sin entender por qué. Se siente más liviana. La cama está más liviana, siente.

Se ha hecho la dormida para ahuyentarla a María y piensa en las veces que se habrá hecho la dormida por un motivo u otro. ¿Habrá que despertar? ¿Y despertar del todo? La conciencia.

No la dejan seguir. De golpe descubre una mano que con cuidado infinito, con delicadeza, asoma debajo de la cama y muy lentamente le roba un paquete. Aparece enseguida otra mano, y otra, cada vez a mayor velocidad, aligerándola de los paquetes de comida.

Algunas risas suenan debajo de esa cama que no se estremece, pero es como si se estremeciera, ella lo siente así, y toda ella se estremece con esas manos que van multiplicándose.

¿Qué? grita la señora. Y las manos responden saliendo de debajo de la cama.

-No, esperen... -Atina a murmurar aflorando de su sorpresa, dejando de lado el miedo.

Las manos obedecen por un breve instante, quedan en suspenso y después retoman de prisa su tarea.

-Llévense lo que necesiten pero no rompan nada, reclama la señora casi con un suspiro.

Las manos tratan de acariciarla al voleo, dedos como plumas la rozan, agradecidos, y ella entra en el juego

-No me rompa a mí...

Pero ya todo está tranquilo, la cama lisa, como si nunca hubiera habido allí ni el más mínimo cubito de caldo.

Ella sabe reponerse rápido de las sorpresas, sabe verle a las cosas el lado positivo. ¿Habré vuelto para esto?, se pregunta. ¿Para ser despojada y tener que empezar de nuevo? ¿O para realizar el sueño de la cama propia? Al menos la cama no se la llevaron.

-Y bueno, comenta en voz bien alta. Total yo nunca cocino.

Y está a punto de mirar bajo la cama para develar el misterio, quiere mirar, no quiere mirar, como cuando los temores de chica, yo nunca cocino, no se preocupen, repite, para aplacar posibles monstruos, como cuando era chica, sólo que no le corresponde a ella decidir, son otros los que van a decidir por ella, y cuando ya ha juntado el coraje necesario y está por agacharse, una humareda blanca la sofoca. Son gases lacrimógenos, los reconoce de sus tiempos de estudiante, tose, llora y casi se pierde de ver esa insinuación de bayonetas caladas que asoman al borde de la cama. Pero oye los golpes.

Grita.

Un solo grito seco, incontenible.

-Maríííía.

María responde de inmediato, demasiado de inmediato, como si hubiera estado agazapada o quizá no, de guardia del otro lado de la puerta.

-¿La señora me necesita?

-Hay gente. No. Militares. ¿Dónde estamos?

Y María, como quien se dirige a una infradotada, a una pobre idiota que nada sabe del mundo (y quizá tenga razón) le explica que sí claro, militares hay y a mucha honra, este es un club de campo de lo más privilegiado, selecto, bien concurrido, protegido.

-No tanto, se llevaron todo.

-¿Quiénes?

La señora no sabe, sacude la cabeza, no encuentra palabras ya para expresar toda esa extrañeza, esa descolocación. No sé, murmura, y después agrega: debajo de la cama. Señalando, con cuidado, sin meter mucho la mano de miedo a que se la muerdan.

-¿Debajo de la cama?, repite María haciéndola consciente de su insensatez. Debajo de la cama no hay nada, yo misma me encargo de limpiar y sé perfectamente que debajo de la cama no hay nada, ni una pelusa. Yo limpio a fondo, señora, puede usted confiar en mí. Ahora permítame no más cambiarle las sábanas. Por las miguitas, digo.

Naturalmente la señora le pregunta de qué miguitas habla y María no quiere tratarla de loca, no, pero si la señora ha estado jugando con los alimentos que ella misma le ha traído, si se ha comido todas las cosas...

-Si hay militares acá me voy a tener que ir. -La interrumpe la señora, la muy monotemática.

Por algún motivo la propuesta le parece alarmante a María. Al fin y al cabo la señora Carla le ha pedido por teléfono que atienda bien a esta señora, y no es cuestión de dejarla ir así nomás, tan disconforme, vaya una a saber qué va a andar desparramando por ahí, si se va disgustada después de todo lo que ha estado gastando en comida y ahora esto, mejor contentarla, convencerla. Pero si éste es el mejor lugar del mejor país del mundo, un sitio privilegiado, ya se lo dijo; todo porque la señora Carla le recomendó mucho cuidar de esta señora que necesita descanso vaya una a saber por qué, no parece enferma.

-No se vaya, señora, al menos no tan rápido. Ya apreciará el privilegio de encontrarse aquí. Por ahora no se preocupe tanto, usted piensa demasiado.

-¡Demasiado! Nunca se piensa demasiado. Tráigame un té, María, sólo le pido eso.

-Menos mal que no me pide café, al precio que está el café. Además el café la pondría nerviosa.

-Yo no mencioné el café.

-Ni yo se lo hubiera traído. Esta debe ser una vida fácil, placentera como dice la publicidad del clú. No como del otro lado de la alambrada, que es un horror. El país está del otro lado. En fin. Lo que llaman la realidad. Pero acá la señora no tiene de qué preocuparse, todo es cuidado, prolijo. Ordenado.




ArribaAbajoSeis

Como en otra escena -pero nadie lo está mirando- ese soldadito, Lucho, ha emergido de su refugio bajo la cama. Está más despeinado, la camisa de fajina algo desabrochada pero no le importa porque nadie -vale la pena insistir- lo está mirando. No por eso se endereza o repta de alguna otra manera. Siempre avanzando sobre los codos al mejor estilo trincheras busca algo en el piso mientras María trata de retener a la señora. Muy rápido encuentra lo buscado: una latita de paté que parece haberse escapado rodando del saqueo. La toma en la boca, como perro obediente, por eso no musita, esta vez, porque tiene la boca ocupada, y media vuelta, march, es una forma de decir, sobre los codos vuelve a deslizarse bajo la cama y desaparece entre los volados.

María mientras tanto no ceja en su intento de convencer a la señora sobre las bondades locales:

-Sí, éste es un lugar precioso, cuidadísimo. Lástima que los señores militares mataron el seto vivo probando los desfoliantes. Pero hacen maravillas con los nuevos pertrechos. «Tienen nuevas armas para un nuevo tipo de soldado», cito. Claro que con eso del desfoliante mataron el seto vivo y ahora se puede ver del otro lado de la alambrada. No es un bonito espectáculo, no. Por eso siempre dejamos las cortinas corridas en los búngalos norte ¿vio? Una medida de estética, como dice la señora Carla que sabe mucho de estas cosas.

-No me importa. Si hay militares me voy de acá.

-Todos quieren irse del país.

-Me voy del club.

-Viene a ser la misma cosa.

Tanto perora la mucama que la señora va perdiendo interés y va perdiendo brío. La noche avanza y los militares parecen haberse llamado a sosiego o a alguna otra obligación perentoria igualmente discreta. Parecerían saber que, estando como están en una locación no tradicional, no pueden excederse en las maniobras. No por eso aflojan la disciplina. Ni las medidas de seguridad. Un reflector barre la zona del otro lado de la alambrada, lo que antes era campo yermo y casuchas y ahora se ha convertido en un hervidero humano. Los militares no pueden hacer nada, la villa de emergencia se encuentra fuera de su jurisdicción, pero seguramente observan con creciente inquietud el progreso de lo que parecería ser una olla popular.

Es una olla popular. Hay quienes aportan un paquete de arroz, otro de fideos, algunas latas de verduras, cubos de caldo. Todos tiene algo que agregar a la enorme marmita hirviente y están contentos, pero tratan de mantenerse en calma, no sea cosa que los del otro lado invadan y les coman la comida. Sólo una muchacha se aleja del grupo que ya se va acercando con latas y cuencos para vaciar la olla y llenarse la panza. Patricia, Patri, llama alguien a la muchacha, pero ella imprudente va hacia la alambrada y a su vez empieza a llamar, con un poquito de angustia. Lucho, llama la muchacha, Lucho, vení a jugar conmigo. Los otros ya se han largado a comer con desesperación y alegría.

Desfoliantes o no, María siempre ha actuado como si el seto vivo estuviera aún vigente y nunca ha querido enterarse de los avatares más allá de los límites del club. Por eso, interponiéndose entre la señora y el lamentable espectáculo, no ha dejado de hablar.

-Militares hay, sí, y son una garantía. A mucha honra. Toda oficialidad joven, de lo más buenos mozos. Es emocionante tenerlos entre nosotros; adiestran a los grupos comando. Los más bravos, los más valientes.

Y para disipar la menor duda sobre la veracidad de sus palabras, hunde la mano en el profundo bolsillo de su delantal y extrae un manoseado folleto del ejército norteamericano. Este es el manual, le aclara a la señora con tono de profundo respeto. En esto sí que admiramos a los gringos. Usted que viene de allí seguro que lo conoce. El desafío de las armas de combate, se llama. Vea, vea lo que dice aquí, yo no traje los anteojos pero me lo sé de memoria, oiga: «Recursos y Resistencia es lo que se requiere para ganarse un lugar en las Fuerzas Especiales». ¿No le parece precioso? Estas son las fuerzas especiales de nuestro país, y acá estamos nosotras, unas privilegiadas como dicen los señores militares, ocupando un lugar sin haberlo peleado para nada.

-Me quiero ir. -Es lo único que logra acotar la señora, pero no logra moverse.

-Son la gloria de la patria, señora. A mucha honra. Mire lo que dice: «Tus armas son las mejores, tu entrenamiento es superior. Con nosotros enfrentarás el mayor de tus desafíos: ¡tú mismo!». Tome, señora, vaya enterándose.

Y con un gesto de olímpica grandeza, de generosidad nunca vista, le tira sobre la cama ese tesoro que es el folleto. El manual. Vaya leyéndolo, le insiste, la va a hacer sentir mejor.




ArribaAbajoSiete

María por fin se ha retirado, una vez más, y se supone que no ha de volver, ya es tarde, hora de irse a dormir, quizá, aunque la señora piensa que debería estar más atenta a lo que ocurre a su alrededor. Debería tratar de entender, si entender no fuera demasiada pretensión en este país y en estos tiempos tan aciagos.

La señora ya no piensa más en horóscopos apócrifos, piensa que debería pensar y no puede, teme haber acatado subliminalmente la orden de María: no piense, pensar le hace mal y la pone nerviosa. Nerviosa no pero cansada, cansada. Quizá don Gervasio con su reconstituyente, después de todo. O el médico ese que es taxista, debe de ser un tipo interesante, vital, no pueden faltarle historias, lo que ella necesita. ¿Necesita? De todos modos, en una verdadera trasgresión a su inexplicable ley de pasividad, toma el teléfono y le pide al operador que mande al médico. Queda después como alelada, con fuerzas apenas para colgar el tubo.

Así cualquiera se vuelve invulnerable, invisible casi.

Los señores militares ni la tienen en cuenta. Una pobre infeliz metida en cama, vaya uno a saber qué peste trajo del extranjero. La peste de la indiferencia, por lo pronto, que no le permite entrever el brillante destino patrio encarnado en ellos y por ellos personificado. Por eso, porque esa mujer es un cero a la izquierda y porque seguramente está dormida, no vacilan en copar su territorio.

El edecán es el primero en entrar por la puerta vidriera y ni se molesta en echar un vistazo hacia el lado de la cama. Trae una mesita de campaña y la coloca a un costado de la vasta habitación, cerca de la cómoda. Después trae la silla plegadiza que arrima a la mesita, de espaldas a la señora. La ubicación está bien estudiada, se ve que han estado haciendo eso mismo durante el tiempo que el búngalo estuvo desocupado.

Con paso marcial, como corresponde, marcial y elástico debido a su lozanía y a la fina calidad de sus botas, el mayor Vento penetra al recinto y se instala frente a la mesa. A un chasquido de sus dedos aparece nuevamente el edecán, esta vez portando una bandeja. Trae una botella de champán, una larga copa de las llamadas flute que el mayor examina cuidadosamente, orgulloso de saberle el nombre, y un copón colmado con un líquido rojo y viscoso.

El mayor interroga a su edecán cuando éste deposita el copón sobre la mesita de campaña. Edecán, pregunta el mayor, ¿dónde se ha metido el nuevo conscripto?

-No sé, mi mayor, es un joven muy indisciplinado.

-¡Esta gentuza! -Se indigna el mayor Vento al tiempo que lucha con el corcho del champán que por unos instantes lleva las de ganar.- Esta gentuza no es como nosotros, no sé cómo logró entrar al club... Quiero decir al regimiento. Búsquemelo. Lo quiero aquí, ya.

Y, habiendo vencido al corcho que procede a ejecutar su festivo remedo de cañón agrega:

-Que se presente cuerpo a tierra, arrastrándose sobre los codos. Es su forma de marcha, hoy.

La señora mientras tanto ha tomado el manual abandonado por María, y relee no sin cierto disgusto: «Tus armas son las mejores, tu entrenamiento es superior. Aquí es donde enfrentarás el mayor de tus desafíos: tú mismo».

Impelido no por la orden del mayor, sino por el cañonazo del champán, Lucho asoma por debajo de la cama, de entre los volados, y repta resignado hasta su superior.

-Hay que hacerse hombre, dijo mi padre. -Musita, pero el mayor no se deja conmover por esa muestra patética de devoción filial. A punto está de tirarle una patada con sus botas de fino cuero que para el caso aparentan ser bien contundentes. Por lo cual Lucho, que las está viendo muy de cerca, se pone de pie de un salto y se cuadra.

-Disculpe señor, mi mayor. Digo lo que no pienso, pienso lo que no digo.

-¡No piense! Dígalo todo. TODO. Para el ejército no hay secretos. Para la patria...

Se abre un silencio cargado de presagios que Lucho no oye. Oye en cambio a Patri llamándolo una vez más, desde la villa.

-Mi hermana me llama. -Atina a decir.

El mayor, como ya quedó establecido, no tiene corazón para los temas de familia. Se indigna:

-Usted es un soldado al servicio de la nación. No tiene hermana, tiene sólo una madre, ¡la patria! No se insubordine, soldado. ¡Cuerpo a tierra!

Lucho responde a la orden con todo su cuerpo (a tierra), y a la señora, que ahora sí esta observando la escena, la invade la lástima. Lástima por el pobre conscripto y más aún por ella misma, la que buscó refugio en una cama y se encuentra bogando del todo a la deriva. La deriva castrense, para colmo.

-Este es un cuartel aunque no lo parezca, nosotros somos tropas de élite. -Le aclara una vez más el mayor Vento al conscripto.- ¡Salto de rana! -Le ordena al tiempo de hacerse escanciar una copa.- Usted tiene el privilegio de estar entre nosotros. -Le va aclarando al conscripto entre sorbo y sorbo.- Somos los más rudos, los más hábiles, los más veloces. ¡Cuerpo a tierra! ¡Carrera, march!

Y orgulloso de su ingenio, señalándole la cama le ordena: Carrera, soldado. Más rápido. Carrera. ¡Salto de obstáculos!

La señora se lo ve venir, no puede creerlo pero atina a meterse rápidamente bajo el acolchado, convirtiéndose en una mole blanca que el soldado sobrevuela en presto cumplimiento de las órdenes. Salta por encima de la cama una, dos veces, y por suerte las directivas cambian. ¡Salto de rana!, le grita de nuevo el mayor, ahorrándole a la señora el probable bochorno, el consiguiente susto y el inevitable porrazo de un conscripto aterrizando sobre su dulce humanidad. El acolchado, como se sabe, no es amortiguador suficiente.

El mayor Vento dicta las marchas y contramarchas a la velocidad del rayo. El ámbito no permite maniobras demasiado extendidas, pero sí complejas. ¡A tocarle las bolas a Cristo! Aúlla el mayor, y la señora no puede más que asomar sus lánguidos ojos por entre las sábanas. Lo ve al soldadito saltar en el aire con los brazos en alto, más arriba, más arriba, le grita el mayor. ¡Las bolas a Cristo! Lo que hay que oír, se dice la señora, lo que se aprende en estas lides, desde la cama.

Nadie parece preocuparse por ella y a ella la cosa empieza a resultarle interesante. Mira, sin asomarse demasiado, apenas las pestañas, y al mirar piensa que lo que ve la compromete, y cierra los ojos, apretados, pero el cerrar, el tratar de ignorar lo inignorable, aquello que está ocurriendo bajo sus propias narices, a su cabecera como quien dice, no es más que una pantalla fina que de nada la protege. Todo lo contrario. Más vale mirar y ver cuándo llega el golpe: el salto. No deja de asustarse por eso, mete la cabeza -tortuga de lo blanco y la blandura, entre puntillas-, la vuelve a asomar porque no puede ser, quizá se trate de una pesadilla, un mal sueño algo cómico y por demás inquietante, más vale seguirle la corriente al sueño, ver si se transforma en calesita o en un paseo por la playa.

Y pensar que en esa cama se metió para poder descansar, para juntar los pedacitos. Ahora las órdenes siguen atronando el aire y el soldado acata; sobre los codos, arriba, carrera, cuerpo a tierra, carrera, cuerpo, salto, ca...

Hasta llegar a los pies del mayor allí en su silla plegadiza, frente a su mesita plegadiza con su muy sustanciosa botella de champán. La señora lo ve, no es un sueño aunque el mayor parece considerarla a ella un sueño, menos que un sueño, una nada, una mugrita despreciable. La señora ve todo y comparte la arcada del conscripto. Ajj, dice también ella y por suerte nadie le presta atención, ajj, sin querer, y de inmediato desaparece bajo las sábanas: yo no estuve aquí, no dije nada, no vi nada, no sé nada. Esto último es cierto.

El asco tiene su razón de ser. El mayor le ha ofrecido al soldadito el copón de viscoso contenido, lo ha elevado cual cáliz o como proponiendo un brindis y ha ordenado:

-¡Beba!

Y el pobre Lucho, conscripto por imposición constitucional y por tierna mayoría de edad, ha bebido, apenas un sorbo, y ha escupido, casi vomitado, manchando de color repugnante la clara moquette.

-Sangre de toro, soldado, es lo que corresponde a un triunfador, le comunica el mayor Vento en su más atronadora voz marcial.

Y agrega:

-Usted no ha bebido de la copa de la gloria. Usted no tolera el triunfo. Desacato, soldado. Queda constituido prisionero.

Basta un gesto imperceptible del mayor para que el edecán vuelva a penetrar en el recinto y llame a un par de soldados que rápidamente lo reducen a Lucho. Se lo van a llevar, pero no por eso se salva de la arenga:

-Aprecie el alto honor, soldado. Todos nosotros somos y seremos prisioneros alguna vez, para disciplinar el cuerpo y el espíritu. Para conocer las rudezas de la vida, para volvernos más y más aguerridos.

Del bolsillo interior de la chaqueta extrae el ya célebre manual, el folleto de las fuerzas armadas norteamericanas, casi una biblia, y lo sacude ante los ojos del prisionero.

-«Si demuestras tu valor aquí puedes demostrarlo en todas partes. Entonces mirarás por encima de tu hombro y gritarás el orgulloso slogan de la infantería que ha resonado a lo largo de los años: ¡Síganme!» -Recita con fervor, sin necesidad de consultar los textos.

La señora trata de retener la cita, intuye que acordarse puede alguna vez servirle de algo. Trata de retener la cita y la escena, y de juntarla con alguna otra memoria escurridiza. No lo logra. Sólo le queda palpitante, allí en un rinconcito del cerebro, la última palabra emitida por el mayor y sabe que no le corresponde, que no, que ella no puede, debe quedarse allí, no moverse, no ser, no seguir a nadie, quedarse y quizá, con mucha suerte, recordar.




ArribaAbajoOcho

Los reflectores se han apagado, son casi las once de la noche y todo está oscuro y quieto en este club de campo, como si allí no pasara nada. Pero pasar pasa, y en el aire quieto, acompañado apenas por el dulce murmullo de las casuarinas que es como de un mar muy distante, llega hasta el búngalo, donde la señora intenta por fin dormir, el sonido de las voces, clarito, patente:

-¡No! ¡Desnudo no! -Se oye, y cualquiera notaría que es la angustiada voz del conscripto, tan joven y agudizada por el miedo.

-Sí.

Y es la voz mucho más profunda del mayor.

-Sí, desnudo como la verdad desnuda. Desnudo como la patria desnuda ante el opresor. Como nuestra tierra desnuda por falta de simiente. Usted debe aprender a ser quien es, soldado. Una pobre basura desnuda. Usted debe enfrentar un nuevo nacimiento; ya no será más el infeliz de antes, el miserable cabecita negra de ahí afuera, del otro lado del cerco. Usted es ahora un miembro de esta tropa de élite, y debe aprender a merecer nuestro glorioso ropaje.

La señora no quiere escuchar más, no quiere que esa bruta realidad la golpee. Se tapa los oídos. Esto es demasiado, piensa, mañana mismo me voy, si puedo, si logro recomponerme, si salgo de la cama, si puedo ir más allá de esta idiota escupidera que la idiota de María se ha olvidado de vaciar. Mañana mismo me voy, si puedo. Si me dejan.

Y eso que ignora que al conscripto, desnudo, lo han maniatado y amordazado, y metido en un pozo que tiene la profundidad y el ancho de un hombre de pie, algo más corpulento que el conscripto pero no mucho. El pozo lo han cavado los cavadores de las trincheras con esta única finalidad, porque siempre habrá algún prisionero; es parte de la práctica, del adiestramiento de los grupos comando que no sólo aspiran a ser los mejores, sino también los más aguerridos, los más sacrificados, los más curtidos por la vida de combate.

Las autoridades del club no se sabe qué opinan sobre estas excavaciones en plena cancha de golf, pero parecerían haberse resignado, si es que están en libertad de opinar y de la otra.

El agujero en la tierra tiene tapa de metal, pesada, sobre la cual los soldados reciben la orden de colocar una pasacasetera, de automóvil quizá, de dudosa procedencia, que de ese momento en más atronará al prisionero con música centroamericana.

-Sacudite ahí adentro, si podés. Bailá, si antes no reventás de frío por la noche. Ja, ahora vas a saber quién es el enemigo, dónde lo vamos a ir a buscar para hacerlo papilla. -Le gritan al prisionero.

Y después nada, sólo la música.

El viento parece haber entornado las puertas vidriera, pero la señora quisiera que le corran las cortinas, que la aíslen, la protejan, la separen. Cómo puede pensar eso, ella que se creían tan valiente, viviendo tanto tiempo en el extranjero en medio de tantas vicisitudes y ahora esto: apagar la luz para que no la vean, meterse bajo las mantas.




ArribaAbajoNueve

El reloj del club da las once. De la noche. Hora de olvido. No piense, le dijo María, pensar hace mal, y ella trata de obedecerla. Ahora hasta podría decirse que la extraña.

Por eso dice adelante con tanta premura, cuando al rato suena el llamador de la puerta de entrada. Adelante, mientras vuelve a encender la luz.

Pero en la puerta no está María, sino un desconocido. Soy el doctor Alfredi, se presenta el hombre para tranquilizarla. Usted pidió un médico, aclara, por las dudas, porque la mujer en la cama lo mira azorada y no es para menos: lleva todavía puesta su camisa azul a cuadros y su gorra ladeada de taxista.

El llamado doctor Alfredi, notando el desconcierto de su futura paciente, se apresura a sacarse la gorra y la camisa. Las deja sobre una silla. Ha traído su delantal de médico, se lo pone, un poco a las apuradas, y toma el estetoscopio del bolsillo.

-Ahora sí, dice.

Ella parece ya más tranquila, él se le acerca, bonachón. Es joven, es atlético, tiene buen lomo, cosa que no se le escapa a la señora. Su andar pausado y su sonrisa le inspiran confianza.

Ella le devuelve la sonrisa, desde la cama, el mejor lugar para esperar al médico.

-A ver la enfermita... ¿Dónde la llevo? Quiero decir ¿qué la aqueja?

-Tanto como aquejarme... No sé ni por qué lo hice llamar, fue un impulso. En realidad estaba bien hasta esta tarde, ahora sospecho que ando delirando. Debe ser el shock, ¿no? La situación nacional está muy rara, muy cambiada. Sé que no es fácil volver al país después de diez años de ausencia, pero no me esperaba esto.

El galeno se interesa, le arrima el estetoscopio al cuello con suma liviandad.

-¿Volver?

-Y sí. Me fui durante la dictadura y acabo de volver pensando que sería otra cosa. Pero debo de estar contaminada, si hasta veo militares encima de mi cama.

El médico avanza con el estetoscopio, suavemente le recorre la clavícula, pero más que los pulmones o el corazón de la señora escucha sus palabras.

-¿Encima de su cama? -Le pregunta, y la voz sale insinuante.

Ella insiste con la fría descripción de los hechos. Sí, arriba, abajo de la cama, los veo en todas partes. Militares, ajjj.

Él le aclara, entonces, unas cuantas de sus dudas, y con paciencia le explica que no es raro, acá, porque los militares han constituido un campo de adiestramiento en la cancha de golf.

-Están de maniobras porque en el cuartel ya no hay más seguridad, dicen, dicen que las empalizadas están podridas. En el club, en cambio, todo está bien organizado, ordenado, dicen. ¿De qué se preocupa?

-Es muy inquietante.

-Según como se lo mire. Puede ser muy positivo. Ellos suelen hacer las maniobras de día, y yo de día soy tachero y me gusta que haya una mano dura, que la cosa esté bien regimentada. Como taxista me gusta el orden.

-¿Y como médico?

-Como médico no sé. El organismo humano que parece tan ordenado se rige por leyes muy propias, no siempre previsibles. Permítame. Y dulcemente le baja el bretel del camisón blanco para sumergirse un poco más hondo en busca de las leyes y rumores del cuerpo, no siempre previsibles.

Ella permite.

-¿Usted está solita acá?

-Digamos que sola, sí.

-¿Y por qué una mujercita tan linda está sola en una cama?

-Qué pregunta idiota, doctor, qué pregunta tan poco profesional. Porque no alcanzo para dos camas. Porque por ahora con una sola cama me arreglo. Además, porque no puedo moverme.

-¿No puede?

Ella trata de explicarle que físicamente puede, no necesita medicamentos ni nada por el estilo, quizá algún tranquilizante, nomás, algo para poder dormir sin pesadillas ahora que se encuentra en medio de toda esta inesperada turbulencia.

-¿Turbulencia?

-Usted lo ha dicho. Quizá por eso mismo no puedo moverme, pero no estoy paralítica, ni acalambrada, ni exhausta, ni cuadraplégica, ni catatónica, ni autista, ni agotada, ni débel, ni hepática, ni nada. Moralmente es que no puedo moverme. No tengo voluntad. He perdido la voluntad. Quisiera levantarme y no puedo. Me dejo mandonear por la mucama, dejo que los militares estos, que no tienen nada que ver conmigo, me zapateen sobre la cabeza. Casi. Quisiera irme y no puedo, le aseguro.

El médico quiere saber si no puede o no quiere.

-No puedo.

Él le pide que no se preocupe: va a ver cómo hacer para ayudarla. Desde ya le adelanta que el diagnóstico es benigno pero tenaz.

-El diagnóstico es benigno pero tenaz. Usted sufre del conocido «mal del sauce» tan típico de nuestras riberas. Ya no hay voluntad de moverse, sólo de contemplar, recordar, de atar cabos.

-No tanto, doctor. Soy una mujer prudente y sé que recordar puede no ser sano.

-Todo lo contrario.

Alguien le dijo a ella hace poco, sin embargo, le dijo que más vale no pensar ni recordar. Como una amenaza, casi, se lo dijo, y ya ni se acuerda quién fue. Se ve que es fácil de aprender eso de olvidar.

-De momento siento como si quisieran borrarme la memoria, qué sé yo, tachármela con otras inscripciones. No entiendo nada.

-Eso sucede mucho, acá. ¿Qué más le preocupa?

La señora le cuenta su sueño de los precios, la angustia por un lado, la felicidad de soñar en castellano por el otro.

-Son los conflictos propios de la readaptación. -La consuela el médico-taxista que por lógica debe ser un poco filósofo, entiende la señora dejándose consolar.

Para eso es bueno, el doctor, para el consuelo: tiene la mejor de las recetas, y como quien no quiere la cosa le va pasando el estetoscopio por la sien, por los párpados, por los labios. Con delicadeza, como si fueran sus dedos, y el estetoscopio ya tiene temperatura placentera de tanto pasearse por el cuerpo de la señora.

No tendría que preocuparse tanto, le aconseja el facultativo aunque ella no quiera ese tipo de consejos. Ella no sabe lo que quiere. Por eso él la conmina a escuchar su cuerpo que le está diciendo cosas.

-El cuerpo se rige por leyes muy propias, como creo haberle comentado.

Se ve que él sí ha escuchado, a través del estetoscopio se entiende. Está sentado sobre la cama y cada vez se le va acercando un poco más. Y ahora empieza a auscultarla con el dorso de la mano, la punta de sus dedos.

-Leyes muuuuy propias. -Reconoce la señora por decir algo.

-La ley del placer.

Ella lo sabe.

-Y la de hacerse oír, y la de dejarse estar, y... ¿Por aquí no le duele?

-No, no.

-Y por aquí, ¿tampoco?

A ella se ve que no, no le duele nada.

A quien le debe estar doliendo todo es al pobre conscripto prisionero, el tal Lucho, metido dentro de un pozo exiguo y húmedo. Ya nadie se preocupa por él, sólo otro joven soldado que ha quedado allí de guardia, de imaginaria a pocos pasos del ventanal de la señora, de espaldas a la escena que podría distraerlo, obediente, quizá hasta un poco orgulloso de su misión, dispuesto a no dormirse, a no dejarse sorprender, a no resfriarse.

Al resfrío, con un médico al lado, son pocos los que le temen. La señora no se cuenta entre ellos, en todo caso, y por eso se deja desvestir poco a poco por el médico, no necesariamente para ser sometida a un examen clínico.

Los males de la memoria no suelen ser detectados con ecografías ni curados con pócimas. El mal del sauce, la conocida enfermedad local diagnosticada por el doctor Alfredi, aquí presente, parecería requerir una terapia más inmediata, personal y cariñosa. Al menos en este caso particular, tan atractivo. Por lo que el doctor Alfredi se ha desvestido a su vez, y cálidamente se apresta a sumergirse bajo el acolchado blanco, sus olanes y adyacencias.




ArribaAbajoDiez

Las horas que pasan ya no vuelven más, es sabido, y aunque los de la cama no tienen por qué lamentarlo, más bien todo lo contrario -están agradecidos y ahítos, y entregados al sueño- el vigía de afuera seguro se llevará un buen susto al despertar.

Porque también se ha quedado dormido, desatendiendo su deber y sus excelentes intenciones, y le ha ocurrido una verdadera desgracia. Irreparable.

Porque aprovechando su indefensión, aprovechando que no supo quedarse dormido de pie en medio del campo como saben hacer los caballos, sino que se recostó mansamente contra la alambrada buscando un apoyo, los de la villa lo despojaron de su uniforme reglamentario. Una desgracia impensable, si no se tienen en cuenta esas manos adiestradas en el punguismo, sumamente hábiles y discretas en todo lo que significa apropiarse de lo ajeno. Se hace lo que se puede. Cada cual se apropia de lo que tiene a su alcance, basta con leer los diarios para comprenderlo. Los diarios en sí no son apropiación de lo ajeno; quedan abandonados por inútiles a las pocas horas de haber nacido. Los del otro lado de la alambrada los usan para calentarse, pero antes aprenden sus cositas. A muchos no les falta instrucción, les faltan medios para ponerla en práctica, y todo esto no va en descargo de los buenos muchachos que se alzaron con el uniforme del imaginaria, va como anotación al margen sobre el pragmatismo de los necesitados. Los mismos que ahora se han ido a dormir con la conciencia limpia y con la seguridad de que el uniforme les será útil en algún momento.

Está empezando a clarear, con timidez primero, los dedos de la aurora suavecitos, como aquellos dedos que empezaron apenas rozando a la señora, o como los otros que, botón por botón, fueron desabrochando al soldado a través de la alambrada, y le fueron sacando casi como por arte de magia, primero el kepí, después la chaqueta, la camisa, el cinturón, la cartuchera, y por último, los pantalones que fue toda una hazaña.

Hay ganas de seguir durmiendo en todas partes, con estas primeras luces: bajo techos del club o del cuartel -según el ángulo-, a la intemperie, a la semi intemperie de las casuchas villeras. Hay ganas de dormir, pero el deber llama, y por lo pronto el intruso en la cama de la bella se despierta, salta fuera de la cama y la cubre a la bella, la arropa con cuidado.

-No me tome frío, linda, no se me vaya a agarrar una pulmonía. Mire que antibióticos no se consiguen.

A lo que ella responde ronroneando, casi sin abrir los ojos.

-Si me enfermo vos me curás. Para eso sos médico.

Pero Alfredi ya está calzándose la camisa a cuadros que quedó sobre la silla.

-Médico ahora no, flaca, no te confundás. Ahora tengo que rajar.

La gorra se la cala requintada. Tengo que ir a laburar el taxi, se digna aclararle a la señora; ¿o te creés que me rasco todo el día, que puedo pasarme el tiempo en pendejadas? Levantate, me pica el bagre, haceme el feca.

-Café no tengo. Me saquearon, se llevaron todo, pobres. Además, vos sabés, yo no me levanto. Tengo el mal del sauce.

A ella la idea le causa gracia, se ríe, pero él no está para pavadas.

-Soy un laburante, piba. No te me hagás la graciosa. Agradecé que no estoy desempleado.

Su tono no es el de la noche anterior, ni su actitud, ni su gestualidad o expresión corporal, como habrían dicho en aquellos lejanos cursos de teatro que la señora tomó antes de irse del país, antes de ser señora y mucho mucho muchísimo antes de meterse en la cama.

Hoy, en su faz diurna, él es taxista y la está sacudiendo del brazo y le reclama el desayuno. Vamos, le dice. Ella se indigna.

-Calmate un poco vos. No eras así, anoche, eras un tipo tierno, macanudo. No me jodás. No me gustan los prepotentes.

El de hoy es un hombre de pocas pulgas y desprecia las minas que se hacen las estrechas. Por eso mismo se le tira sobre la cama, aparta con una mano el acolchado, con la otra levanta el camisón, separa ropas, hace lo que puede sin atender demasiado a los detalles, pega unos corcovos. Se despacha.

-Acordátelo bien. Yo soy así, así. -Le va aclarando a ella al tiempo que se pone de pie y se recompone, encasquetándose la gorra.- Soy así y me gusta más la acción que la palabra.

A la tal acción la ejemplifica con un gestito obsceno, medido, que consiste en presentar el puño hacia arriba pegando unos discretos golpecitos de muñeca.

-Porque palabras oigo demasiadas en el tacho, no te imaginás todo lo que tengo que escuchar ahí arriba para ganarme el mango, como si ése fuera mi trabajo.

Habla mientras acomoda las colas de su camisa a cuadros dentro del pantalón y se sube el cierre. Apurado, preciso.

-Todo el mundo está podrido en problemas hoy en día, y yo tengo que escucharlos a todos, escuchar y hasta dar algún consejo. Pasajero que sube, pasajero que se cree con derecho a llenarme la cabeza con sus balurdos. Yo a casa no vengo a escuchar a nadie.

-Esta no es tu casa, che. -Le aclara simplemente la señora.

-Como si lo fuera. Donde fifo hago mi casa.

-Si a eso que hiciste recién lo llamás fifar...

-Castradora, como todas las mujeres. Yo de éstas oigo a muchas en el taxi. Demasiadas. Mañana a la mañana te veo, flaca. Y que no te falte el feca.

La señora le hace saber, con todas las letras, que ella no está dispuesta a recibirlo bajo esa tesitura. Yo, al que quiero ver es al doctor, le aclara. Dígale que venga esta misma noche. Si no, soy capaz de olvidar.

-Por mí, olvide todo lo que quiera. Lo único que debe ser recordado es la dirección que nos dio el pasajero al subir al taxi. -Estipula el taxista concienzudo, dirigiéndose con su paso canyengue hacia la puerta.




ArribaAbajoOnce

El alba ha traído la conmoción al campo militar que circunda al búngalo, y a veces lo incluye, porque durante el cambio de guardia, el imaginaria ha sido descubierto en ropa interior, despojado vilmente de su uniforme reglamentario. Fácil es conjeturar la furia y el desconcierto del mayor Vento y sus secuaces. Vuelan las órdenes, las contraórdenes, los improperios. Se supone que el imaginaria desea no haber nacido, y de no desearlo aún, pronto lo lograrán los señores militares que ya están pergeñando el merecido castigo. Las incursiones a la villa de emergencia, de donde muy probablemente emergieron los ladrones (me atacaron, me atacaron, clama el imaginaria pero nadie le cree), deben ser aplazadas, por el momento, dado el secreto de sumario de las maniobras que se están llevando a cabo en el club de campo. Pero ya llegará la reivindicación, como tantas otras reivindicaciones y revanchas.

A la señora estos avatares no le conciernen, cree que no le conciernen, no quiere que le conciernan. Se tapa la cabeza con la almohada y trata de retomar el sueño que buena falta le hace después de lo agitado de la noche. Por eso no oye cuando golpean la puerta, con insistencia. O quizá esos golpes se confunden con los otros que son impartidos más allá de los ventanales.

Y dado que la señora no contesta, María decide entrar nomás, haciendo uso de la llave maestra como en otras oportunidades, y esta vez está segura de ser bien recibida porque es portadora de una bandeja con el desayuno; una taza humeante y un plato con seis medialunas. Al ver que la señora está dormida, con sumo cuidado deposita la bandeja del lado izquierdo de la cama y corre en puntas de pie a cerrar las cortinas a la derecha. En cuanto empieza, tratando de no hacer ruido, con sigilo, la señora se despierta.

-¿Qué hace, María? -Le pregunta a la mucama, sin percatarse de la mano que va asomando despacito debajo de su cama hasta colocarse a la altura del plato. La mano aferra dos de las medialunas y desaparece al instante.

-Nada, señora, nada. -Contesta María como es de suponer.- Buen día, señora; usted estaba durmiendo y pensé que la luz le molestaba.

-La luz no me molesta. -Tantas otras cosas me molestan... Opina la señora para su coleto, pero sólo le dice a María que deje en paz esas cortinas.

Lo dice con mirada desafiante.

Para enfrentarse a miradas desafiantes María está mandada a hacer. También para el desafío activo, y trata de seguir corriendo las cortinas como si nada, obstaculizando la visual. La misma que hasta ese preciso instante la señora había querido apartar de su campo de atención y que de golpe le despierta un vivo interés.

-Deje en paz las cortinas. -Insiste la señora. Y ante la poca eficacia de sus palabras intenta una amenaza:

-Si no me obedece de una buena vez... Si no me obedece, voy a tener que, voy a tener que... Hacer algo.

María acata de inmediato.

-Faltaba más, señora. A sus órdenes, señora. Le traje el desayuno. Café con leche y media docena de medialunas bien fresquitas, crocantes.

No ha terminado de mentar las medialunas cuando la mano reaparece de debajo de la cama y se lleva la última.

-Las encargó la señora del búngalo 17, el que tiene pileta olímpica, y yo le aparté algunas para usted. Conozco al panadero. -Condesciende en explicar María para que se la valore en toda su capacidad de influencia.

-Me debe 13.000 nacionales. -Agrega, porque una cosa es la influencia y otra muy distinta la beneficencia.

La señora, una mujer realista en el fondo, mira el plato pelado y le pregunta de qué medialunas le está hablando.

María se lava las manos:

-Ah, yo no sé nada de eso. Yo le traje media docena de medialunas. Seis. Grandotas, crocantes. Son 13.000 nacionales. Mejor dicho, ese era el precio a las siete de la mañana cuando me las entregó el panadero. Ya son las ocho y media. Ahora deben ser como 14.200 nacionales.

-¡Déjeme en paz!

Paz. No parece ser la consigna del más allá del ventanal, de éste y del otro lado de la alambrada. El movimiento es febril , en esa limitada aunque intensa zona del mundo. Sobre el manicurado césped, que ya no lo es tanto, los soldados desfilan marcialmente pisando con furia, descargado su ira. Van y vienen en un despliegue de fuerza que debería meter miedo a los observadores. Observadores hay pocos y muy jóvenes, las más son observadoras que ni tienen tanto miedo ni observan, estrictamente hablando, sino que parafrasean y parodian el desfile: de arriba abajo del campo yermo, más allá de la alambrada, se desplazas las mujeres con sus escobas en ristre como si fueran fusiles.

El mayor ordena a los desfilantes soldados, ¡media vuelta! ¡¡apun... tén!!, y los soldados encañonan a sus contracaras femeninas, las muy irreverentes. Ellas no se dejan amedrentar así nomás. Deponen las escobas y toman las viejas cacerolas, abolladas de tanto servir, como en esta ocasión, de ensordecedores bombos. Las hacen sonar con ganas.

-¿Qué pasa afuera? -Se alarma la señora, desde su vasta cama.

-Parece que hubo un amotinamiento, un acto de insubordinación. La chusma siempre tan levantisca; no saben lo que es el orden, la templanza. Pero no se preocupe, señora, los señores militares saben muy bien cómo controlar al populacho. Le prendo la tele, que es más bonita. Le pongo un buen canal.

El aparatito de control remoto ha ascendido de categoría, y ahora emerge del bolsillo como de una cartuchera. María lo esgrime como un arma. Apun...tén, ordena con inflexión reconocible. Y va más allá: ¡Fuego!

El televisor responde como por arte de magia -electrónica-. Bailecitos criollos invaden el recinto en imagen y sonido.

La señora, que ha descubierto el peso de la amenaza, lo aplica:

-Ya le dije, María...

-Está bien, le apago. No me amenace. Págueme no más los 15.000 nacionales que me adeuda y me voy. Tengo que hacer, yo, sabe.

-¿Qué 15.000 nacionales?

-Lo de las medialunas, ya le dije.

La señora se siente consternada, le señala la bandeja:

-¿Vi alguna medialuna, acaso? ¿Las comí, acaso? ¿Qué me quiere cobrar? ¿Hay acá medialunas? Además, cuando empezó con todo esto, eran 13.000 y no 15.000 nacionales.

-Eso fue al entrar. -Se indigna María.- Me hubiera pagado entonces en lugar de perder el tiempo discutiendo. Porque -y lo dice con orgullo, cuadrándose- esto es la hiperinflación, señora, acá no estamos para perder el tiempo. Ahora son 15.000 y apúrese, que viene otro aumento.

A la señora este tipo de bromas no le causa gracia. Le hace saber a María que debería darle vergüenza abusar así de ella y burlarse de los muy graves problemas del país. María se indigna. Nada de lo que ella hace o dice es broma, y para demostrarlo va a llamar al mayor Vento.

-Llame a quien quiera. Total, aunque se lo prohíba...

Ante estas palabras María se siente satisfecha. Reconocida. Menos mal que la señora se ha percatado de que ella ya no es más la que era antes. Ella ha estado recibiendo adiestramiento de los señores militares ahí presentes, algo asistemático pero eficaz, y ahora sabe defenderse de cualquier ataque, verbal o de los otros. Aprendió contrainsurgencia y operativos de guerra no convencional. Se ha vuelto «aguerrida, astuta y arrojada», como bien recomienda el manual, que ella ya conoce de memoria.

-Le voy a contar al mayor Vento, deja caer como amenaza al tiempo que sale por el ventanal hacia el campo de golf.




ArribaAbajoDoce

-...dialunas y no las quiere pagar. -Le está diciendo María al mayor cuando ambos aparecen por el ventanal e ingresan en la estancia.

La señora no sabe si reír, llorar, meterse bajo las mantas o pegar cuatro gritos. Sólo sabe que no va a poder levantarse, que no es con las botas puestas como ella ha de morir. Ni siquiera con las chinelas puestas.

El mayor no se ha dignado mirarla, aún. Le está hablando a María:

-Hace bien en alertarme, cabo. Nada aquí puede salirse de cauce. Aquí debe imperar el orden, aquí todos debemos funcionar en equipo. Cada minuto del día enfrentamos nuevos desafíos.

La señora se distrae de la inquietud que todo esto podría provocarle porque descubre una mano, por cierto tímida, que aflora con cuidado de debajo de la cama y se lleva la taza de café sin derramar ni una gota.

No puede contener su shock.

-¡Una mano! -grita.

Buen pretexto para que el mayor se atuse el bigote.

-¿Una mano? Explíquese, señora.

-Vi una mano. Se llevó mi taza. Se deben de haber llevado las medialunas también. Se llevan todo.

-Afirmativo, señora. Muy cierto. Se llevan todo. Típica actitud de la izquierda, ya obsoleta, para sembrar el desconcierto en la población. Se llevan todo, provocan desabastecimiento. Hacen cualquier cosa por desestabilizar el sistema y seguir vigentes. Se roban alimentos, incitan a las clases menesterosas a saquear supermercados y, lo que es más grave aún, el gobierno no reprime, no toma medida alguna. Por lo tanto, nuestro deber es cambiar el gobierno.

La mira a María que asiente satisfecha, se atusa nuevamente los bigotes, hace su profesión de fe.

-¡¡La izquierda!! Una verdadera lacra.

Con el innoble propósito de desmentirlo, quizá, la misma mano que provocó la perorata reaparece para devolver la taza. La deposita sobre su platito en la bandeja a los pies de la cama. La taza está vacía.

Por extraño que parezca, este hecho tranquiliza a la señora.

-Se equivoca usted, señor, con perdón de sus insignias. No era la izquierda. Era sin lugar a dudas la derecha.

-Este país está plagado de peligrosos saqueadores y agitadores izquierdistas que se lucran con la difícil situación social por la que atraviesa el pueblo. Pero no se preocupe, nosotros tomaremos medidas muy pronto para evitar el estallido.

-¿Van a solucionar la difícil situación por la que a traviesa el pueblo?

-Por supuesto que no. Vamos a reprimir a los descontentos.

La señora se cree con derecho a objetar.

-Cállese la boca señora y no se me insubordine. Usted no sabe nada, no ve nada. Le conviene quedarse en el molde. Se nota que usted simpatiza con la izquierda; una idiota útil como todas las mujeres, digo yo.

María, que está bebiendo del dulce cáliz de las palabras del mayor, se cuadra. Él prosigue:

-Sabremos, dice, y se apunta a sí mismo con el dedo. Sabremos acabar con esta lacra. Todo disturbio acá proviene de la izquierda. Son ustedes quienes nos quieren hacer creer que en este país tan rico, donde se carneaba a las vacas con el único fin de comerles la lengua como corresponde, hay hambre. Nosotros tomaremos el poder y demostraremos lo contrario por decreto.

-Últimamente... -Atina la muy obcecada.

-No hay un últimamente. Este regimiento aquí presente, contra viento y marea, contra la aeronáutica y la armada, contra el resto del ejército que no está con nosotros -pobres infelices- tomará el poder. ¡Para acabar con los descontentos, con los deprimidos, con los quejosos y los díscolos! Las díscolas también, así que cuidadito... Páguele a esta digna representante del sector laboral lo que le debita y quedemos en paz, con perdón de la palabra.

María, veloz cual saeta, determina que la deuda asciende a 27.000 nacionales.

La señora no hace ademán de obedecer. El mayor no aprecia estos rasgos de desacato pasivo.

-Ya se lo he dicho y no volveré a repetirlo. Pague para no hacerle el juego a la izquierda.

-Era la mano derecha, la vi clarito. Me acuerdo bien.

-Acordarse no es aconsejable. -Sentencia el uniformado.

María, con la vista fija en el reloj, atiende sus intereses.

-Son 27.600, 700, 800... A las diez en punto de la mañana la media docena de medialunas (producto manufacturado) se cotiza en 28.000 nacionales en el mercado central de valores. Y está en alza.

Alguien que se ha metido en la cama y está dispuesta a defender su posición contra los más inesperados avatares de la fortuna. Debe practicar la resignación, al menos cuando no le queda otra alternativa. La señora presiente que lleva las de perder, estira la mano para buscar la cartera. Su mano no es la única que anda por ahí en pos de la cartera. Otras manos asoman de inmediato, grandes manos vellosas y manos más pequeñas pero también sufridas. Las mismas manos que ahora se sacuden y contonean como plantitas carnívoras. Quieren alcanzar la billetera, no lo logran, la señora desde su puesto de avanzada en lo alto de la cama lleva ventaja, las manos son activas pero tímidas, no quieren dejar asomar más que parte del brazo, nada de presentarse al descubierto, manos, sólo manos entre los volados del edredón y las sábanas con encajes, tratando de manotear esa billetera que la señora ya ha guardado para quedarse con el dinero que rápidamente entrega a María.

El mayor Vento, en posición firme, se hace el desentendido. ¿Qué puede hacer un solo hombre sin ametralladora contra tantas manos como serpientes, como la cabeza de la gorgona aquella?

La señora en cambio, más relajada, empieza a divertirse.

-No estoy acostumbrada a esto. Qué distinto... Mire que vengo de una ciudad donde pasan cosas, pero nada parecido.

El mayor toma la observación como un cumplido.

-Este es el mejor país del mundo. Se lo demostraremos muy pronto, con nosotros empezará la nueva historia. El mejor país del mundo, ya verá.

-Por lo pronto es el más arrebatador.

-Usted no nos toma en serio, pero ya verá, se ofusca el mayor Vento, perdiendo su castrense compostura. Ya verá cuando se desate el estallido social y ellos no puedan reprimir. Nos van a tener que pedir ayuda de rodillas, ya van a ver. Ellos allá afuera están fabricando balas de goma, gases lacrimógenos. Me hacen reír, si no fuera para llorar como los gases. Me hacen reír, ¡balas de goma! Nosotros en cambio estamos bien pertrechados, acá. «Poseemos el cerebro, el corazón y el músculo que hacen que los acontecimientos acontezcan. El poderoso armamento es tan sólo una extensión de nosotros mismo», como reza el manual. Somos un regimiento de élite, sabemos qué balas usar y son todas de muy buen calibre. Muy buen calibre, se lo digo yo.

Puede que haya sido un acto involuntario debido a un leve escozor, para nada reñido con la férrea disciplina, pero la verdad es que el mayor Vento, al decir las últimas palabras, se manotea la entrepierna, no sin liviandad. Pero sin liviandad, con peso, se va acercando a la cama y por consiguiente a la señora que sobre ella yace.

María lo devuelve al recato de su misión:

-Mayor. -Le dice en voz muy baja, y le toca el hombro.- Vamos, mayor. -Repite.

El mayor la mira sorprendido, y sorprendido in fraganti; pero se recompone.

Pega media vuelta y la escolta a María hacia el ventanal. Ella le tiende unos billetes. Decide no seguirlo. Él hace mutis por el foro, ella se vuelve triunfal hacia la señora.

-Pensar que la señora me hizo creer que ella era amiga por lo menos de un coronel.

Y, para subrayar sus palabras y su disgusto, oprime el control remoto y enciende una vez más la tele, toma con asco la bandeja pelada que quedó sobre la cama, y se retira ofendida.




ArribaAbajoTrece

En la pantalla gigante de televisión que ocupa casi toda la pared aparecen imágenes bellísimas de la capital, avenidas con palos borrachos en flor, jacarandás del color lavanda más intenso de la tierra, esas calles arboladas y parques tan radiantes que parecen estar allí por equivocación. Se ven las calles limpias, dichosamente transitadas, esos restaurantes en las viejas casonas que hacen la felicidad de algunos, no aparecen los tachos de basura, ni los que hurgan en ellos, ni...

La señora ya no puede más y de golpe se larga a llorar. Fuerte, con hipos, incontrolablemente. Se desploma sobre la cama, desamparada, y se deja llorar como liberación. Como una fuente. No nota el par de manos que han ido trepando por los volados hasta aferrarse al borde de la cama. No nota ese pelo cortado en cepillo que aflora detrás de las manos, ni los ojitos vivos bajo el brevísimo alero de pelo. Se trata de Lucho, el reptador sobre los codos, el disciplinado por inmersión en tierra, que ha logrado escapar del opresivo pozo y ahora quisiera consolarla.

-No llore, señora. ¿Por qué llora?

Es una buena pregunta. Ella hace un esfuerzo para recomponerse y poder contestarla con la seriedad que se merece.

-Esa era mi ciudad, la del televisor. La de ahora no es más mi ciudad, me lo cambiaron todo. Ahora no sé quién es el enemigo, no sé contra quién pelear. Antes de irme sabía, ahora el enemigo no está más, o dice no estar, y está y yo ya no sé dónde estoy parada.

-Pero está acostada... -Le recuerda Lucho con toda sensatez.

-Por eso mismo. -Acota la señora sin aclarar nada, y retoma el llanto.

-Señora -trata Lucho de llamarla de vuelta a la realidad-, señora.

-Volví para encontrarme con eso y no con esto. Volví para recuperar la memoria y me la roban, me la borran. Me la barren. ¿Y si esto de estar metida en una cama ajena sin poder moverse fuera la forma de preservar la memoria, todo lo que tan rápido nos están quitando a fuerza de quitarnos el pan? Y había tanto pan, había vino. -Sigue lloriqueando la señora.

-Lloro porque no entiendo nada. -Agrega.

-Ah bueno. -Se tranquiliza Lucho.- Si es por eso. Si es por no entender todos estaríamos llorando. Y acá nos tiene. No entender no es razón para llorar.

-¿No? Bueno, en una de ésas lloro porque tengo el mal del sauce, como me diagnosticó un amigo médico que anda por acá. El mío debe ser mal del sauce llorón.

-Si se lo dijo el doctor Alfredi, la cosa cambia. Alfredi se las sabe todas. Es capaz de arreglar todos los problemas, ya va a ver. Yo creí que usted estaba llorando porque le robé las medialunas. Eso sí es serio. Le pido disculpas. ¿Me perdona? Si sabía que se las iban a cobrar tan caras, derecho viejo le pedía la plata.

-Hay mucha inflación.

-Sí, pero conmigo era plata bien invertida. Yo la ponía en bonos.

El tema de la plata aburre a la señora, viniendo como viene de otras latitudes. Prefiere preguntarle a la amable cabeza que se asoma:

-¿Cómo te llamas?

Lucho hace la venia, como puede en esa posición tan incómoda, y recita:

-Soldado conscripto José Luis Gutiérrez, compañía número tres, regimiento ocho de infantería en maniobras sobre campo de golf en el club de campo Las Ranas, ahora cuartel general de los grupos comando, se presenta para informar y dice

que en su casa

lo llaman Lucho.

Esta última acotación, hecha con voz dulce, infantil casi, despierta en la señora un casi instinto maternal que no sospechaba albergar en su aguerrido corazón hecho a todos los cambios de climas y modalidades. Debe ser el retorno al país, a ciertas inesperadas familiaridades, se conforma mientras le dice al conscripto José Luis Gutiérrez, de la compañía número tres regimiento ocho, etc.

-Salí de ahí abajo, Lucho. No te quedés así. Parecés la Flor Azteca.

Y ríe. El pibe probablemente no conozca el antiguo truco. Se ve que ella está entregada a rememoraciones de su época, a remembranzas. Era la cabeza sin cuerpo que aparecía sobre una mesa, en el viejo Parque Retiro; un truco de feria, le aclara por si acaso.

-Ahora ya casi nadie puede ir a la feria, no hay plata. -Comenta él con nostalgia.

-Lucho, se enternece la señora. Salí de ahí abajo, Lucho.

La cabeza procede a sacudirse, no, no, dice la cabeza.

-No puedo. -Agrega la boca.- Estoy haciendo el servicio militar.

-¿El servicio militar? ¿Y qué te tocó, Marina en las escupideras?

Afuera se nota que, después de maduras deliberaciones, ha comenzado el castigo ejemplar al soldado que se durmió durante la guardia, razón por la cual del prisionero nadie se acuerda. Chas, chas, se oyen los latigazos y es como si se oyeran también otras medidas disciplinarias, aún más feroces, que no hacen ruido. Chas, de nuevo, y chas al grito de ¡insubordinado! Y también ¡insurrecto! e ¡inescrupuloso! Apátrida, vendido al enemigo, zurdo, son también vocablos que entran en juego en esta situación que nada tiene de juego para el protagonista.

Lucho entiende de estas cosas y rápidamente desaparece bajo la cama. La señora que vivió en el exterior durante los últimos diez años no parece asustarse. Se estira a lo largo de la cama y trata de espiar hacia abajo, entre los volados.

-¿Qué hacés ahí, Lucho? ¿Cavás trincheras? -Pregunta en voz baja.

Lucho asoma apenas, lo mínimo indispensable y le hace shhh con un dedo sobre la boca.

Ella tiene ganas de jugar, le hace señas de que vuelva, le hace notar que lo va a proteger en lo posible, que con ella no debe tener miedo. Lucho sabe, que en esas circunstancias, muy lejos no puede ir, aunque quisiera, y entonces emerge de su escondite y está totalmente desnudo, como su mamá lo trajo al mundo o, mejor dicho, como los señores militares lo metieron por castigo en el vientre de la tierra. Ni corta ni perezosa (aunque se haya podido inferir lo contrario), la señora levanta la colcha y lo invita a deslizarse sobre el edredón. Nada de intimidades.

-Te desnudaron los de la villa. -Observa desapasionadamente.

-No, dice él. A mí no. A mí me castigaron ellos. Es parte del ejercicio. Se supone que todos tenemos que caer prisioneros tarde o temprano. Se aprende por el camino más duro, dicen.

-Ya veo.

-No, no ve nada. Usted no ve nada, no vio nada, ni verá. Si ve, la matan. Son peligrosos, tenga cuidado. Ellos no juegan. Ellos pretenden salvar la patria a las patadas.

La idea produce a la señora una pena incontenible y se larga a llorar de nuevo. El soldadito a su lado en la cama no sabe qué decir para consolarla.

-No, no llore más. Por favor. Me da tanta lástima cuando llora. ¿Tiene hambre acaso? Y yo que le quité las medialunas. Le di dos a mi hermana, pobrecita Patri, hace tres días que no comían en la villa hasta que llegó usted. Debería estar contenta.

-Tenés razón. Si puedo ayudar...

-Ahora usted no puede ayudar, ahora usted también tiene hambre. Pero pronto vamos a conseguir carne, no se preocupe tanto, se le va a pasar el hambre.

La señora asiente tristísima.

-Ojalá tuviera hambre como ustedes. Sería más solidario.

-¿Cómo que no? En este país todos tienen hambre ahora. Es así la cosa, ahora.

-En este país no había hambre antes, sobraba la comida.

-Nuestro país.

-Yo... como si no fuera de acá. Me siento tan ajena, no entiendo nada. Necesito tiempo para reubicarme. Tendría que atar cabos, no sé. Vengo de tan lejos.

-Cuénteme de dónde es usted.

-No, yo soy de acá. Pero me fui hace diez años con la dictadura militar, y pensé que ahora que volvía con democracia todo iba a ser mucho más claro.

Lucho, apoyado sobre un codo enfrentando a la señora, se deja caer sobre la almohada.

-Yo no sé nada de todo eso. Yo estoy haciendo el servicio militar obligatorio, no se nos permite preocuparnos por esos detalles.

-Por ahí también lo mío es como un servicio obligatorio. Parte del operativo Retorno. Yo creí que venía a este club de campo a descansar, a irme readaptando. Quizá se trate de otra cosa...

-Quizá. Yo no puedo saber, yo sólo soy un conscripto.




ArribaAbajoCatorce

Los sonidos que entran por el ventanal han ido variando en intensidad afectiva al tiempo que acústica. La furia contra el imaginaria indigno se ha aplacado, vaya una a saber por qué, y poco a poco se dejan oír sordos ruidos, de corceles y de acero como corresponde.

Lucho y la señora siguen conversando más o menos animadamente, dadas las circunstancias, hasta que suena un golpe que hace sacudir un poco la cama, y suenan más improperios y gritos como de alarma y de aliento: ¡Fuerza, Apolo, levantate!

Los gritos que llegan de más lejos, casi simultáneos a los otros, son gritos de triunfo.

Lucho de inmediato para las orejas, se incorpora sobre un codo.

-Ya está. ¡Por fin lo consiguieron! Espero que mi hermana cache el lomo.

-¿El lomo? -Le pregunta la señora.

-Sí, el del caballo, claro. Dicen que la carne de caballo es muy nutritiva. El caballo de los milicos que cayó muerto ¿no lo oyó? Ya deben de estar carneándolo nuestros muchachos. Estaban preparados, algunos hasta tenían facón. ¡Cachá el lomo, Patri!

-Ustedes están chiflados.

-No. Nosotros tenemos hambre.

-Lo siento. -Se disculpa la señora.- Lo siento.

-No se preocupe, ahora va a haber carne para todos si hacen rápido. Pasa que cada vez somos más, en la villa. Vienen muchos que se quedaron sin casa en la ciudad. Nosotros los recibimos, no como en otras villas que pusieron carteles: «Clase media go home». Si hasta llegó gente del clú, el mayor Vento los está echando...

-Habría que hacer algo. -Propone la señora sin saber qué.

-Sí, siga contándome lo que estaba contando.

En el campo de golf, los señores militares están opinando a los gritos: «¡Aves de rapiña! ¡Animales de presa!» «Carroñeros», les gritan los de la villa y tratan de reprimirlos a culatazos, pero la acción de los desguasadores es incontenible. Carroñeros, repiten los infructuosos represores y, contra toda lógica, se sabe que están hablando de los otros, los hambrientos. Alguno, eso sí, atina una oración fúnebre: Pobre Apolo, reventó Apolo, lo forzamos demasiado. Cumplió con su deber, dice otra voz más firme, murió como un soldado. Carneado por manos enemigas, se lamenta el primer lamentador. Esa es una desgracia que ya no le concierne, rubrica la voz firme.

Por sobre todo ese revuelo se hace oír el mayor Vento, sereno, diciendo que esto es inadmisible. Que ya no hay más orden ni ley, que se han burlado de ellos y, en su persona, de todas las fuerzas armadas de su patria, y que dado la inoperancia del gobierno, su incapacidad de imponer respeto, al respeto lo impondrán ellos mismos con todas las de la ley.

Algún gesto habrá acompañado sus palabras porque, de golpe, por el ventanal, entra a la pieza un pequeño pelotón de soldados.

Al instante Lucho desaparece bajo la manta. Se va deslizando despacio, cubierto por la manta, como un gran gusano blanco, hasta colarse una vez más bajo la cama.

Tras el pelotoncito entran el mayor Vento y su edecán, sin pedir permiso, sin dirigirle una mirada a la señora que los observa desafiante y desconcertada.

El edecán habla primero. Esto ya ha colmado todas las medidas, se queja.

-Razón por la cual ha llegado la hora de entrar en acción. -Determina el mayor.- Saldremos a la calle, marcharemos hacia la Casa de Gobierno.

El mayor Vento está convencido de que con gusto le entregarán el poder. A él. Porque llega con su tropa de élite debidamente adiestrada, no como esos muertos de hambre que quedaron en los cuarteles. Una tropa de élite que se conoce el manual como si lo hubieran redactado ellos. Han leído también Los Comandos en Acción, se las saben todas; han puesto en práctica los más rudos ejercicios de combate. Además, el poder se lo entregarán agradecidos, porque no pueden ignorar allá en Palacio, que estamos al borde del estallido social.

-Y si el gobierno no hace nada para reprimir al pueblo levantisco, nuestro deber es intervenir.

El edecán no está tan seguro como el mayor.

-¿Le parece? Esperemos un poco, cavilemos.

El mayor se cuadra, golpea los talones.

-Los militares no dudamos, actuamos. Recuerde, mi estimado edecán, recuerde las sanas palabras: la duda es una jactancia de los intelectuales. O de las intelectualas, como ésa que está ahí en la cama haciéndose la desentendida. Pero nosotros sabemos que nos observa y nos admira ¿no, preciosa? Nos admira y se unirá a nosotros cuando llegue el momento. Ella sabe en qué bando están los triunfadores.

Y con un guiño a la señora pega media vuelta antes de ver su expresión de asco y se dirige al ventanal para convocar a la tropa.




ArribaAbajoQuince

La tropa, casi podría decirse la tropilla por lo exigua, acude al llamado y tiene algo de jauría; de perros jadeantes, más bien, mendigando un azúcar. Despiertan una cierta ternura, al menos en la rubia señora que permite le invadan el recinto sin el menor intercambio de palabras. Ni ella protesta ni ellos creen necesario pedirle permiso, o disculparse o al menos decirle buen día. Ellos tienen los ojos fijos en sus mandos naturales y ella aprieta los párpados tratando de comprender. Algo de esto ha sido vivido antes, aunque quizá no directamente por ella. Algo está allí al borde de su memoria tratando de expresarse y ella quiere y no quiere recuperarlo. Quiere, y se esfuerza, y sabe que es muy necesario, vital casi, y quedándose muy quieta con los ojos cerrados presiente que va a poder recomponerse, encontrar las piezas de algún rompecabezas interno y por ahí el recuerdo le sirva para entender algo de toda esta incongruencia.

El mayor Vento parece no querer dejar que se concentre, ni que tenga los ojos cerrados. ¡Alerta! ordena, a sus hombres, naturalmente, pero el grito es tan agudo y certero que ella lo recibe en el plexo y se endereza.

¡En posición de firme! ¡Media vuelta! ¡March!

De una punta a la otra empieza la marcha, por el reducido ámbito de la estancia que para monoambiente en un club es espaciosa, pero para plaza de desfile decididamente no.

Esto es mejor que la tele, se consuela la señora resignada ya a ser espectadora cautiva. Mejor que la tele, cualquier cosa es mejor que la tele, se repite como para autoconvencerse, mirando de reojo la gigantísima pantalla que sigue escupiendo su ya previsible cuota de edulcoradas nimiedades.

En cambio en el recinto la acción ha pasado de la imagen al audio, porque el mayor Vento ha puesto a su tropa en posición de descanso y la está arengando

-Somos un nuevo tipo de soldado con nuevas armas y motivaciones. Nuestra misión es actuar con presteza para desmoralizar, desorganizar y destruir al enemigo. Ahora debemos identificarnos entre nosotros, debemos destacarnos. ¡Somos únicos!




ArribaAbajoDiesiséis

La maniobra de identificación se está llevando a cabo con toda celeridad, orden y decoro. Hubo un revuelo inicial cuando el edecán sugirió lo del corcho quemado y zarpó rumbo al casino de oficiales donde encontró una buena provisión. Camuflaje de combate era la consigna que poco a poco se fue reblandeciendo, contaminada con la coquetería.

Si la señora hasta espera que le pidan prestado lápiz de cejas, pero no, no llegan a tanto, aunque igual están quedando preciosos. Se pintan entre sí casi con cariño, alguno le pide a su compañero: Poneme más negro acá que me afina la nariz. Otro reclama: No, no, borrá eso que detesto la simetría. Todos se agolpan y se empujan frente al gran espejo de la cómoda, alguno pide: ¿No tendrán un espejo de mano? Quiero verme de costado. La señora se divierte. Está a punto de ofrecer nomás su lápiz de cejas para delinearles el contorno de las manchas en la cara. Dálmatas está a punto de llamarlos, pointers, pintados como están, jaspeados. Por fortuna la distrae, a su izquierda, la voz del televisor, que ya no es la arrulladora de momentos atrás sino la de un alarmado locutor, entrecortada por las intereferencias.

«Levantamiento militar / en el regimiento ocho / de infantería recien / temente acuartelado en / el club de campo Las / Ranas por motivos de seguridad».

La cabeza del locutor aparece y desaparece en la pantalla, entre líneas en zigzag y de las otras.

En el llamémoslo cuartel, los soldados han completado su maquillaje. Perdón, su camuflaje identificatorio. La señora los aprecia un poquito, tienen un look interesante, no se los vería mal en una película sobre Vietnam, con uniformes variopintos peleando en la selva.

La señora insiste en tratar de poner a punto sus entendederas que hacen funcionar las neuronas de la reconstrucción histórica, o del orden constitucional, o lo que fuera que se necesita para ver más claro. Aprieta bien fuerte los párpados y, cuando quizá está por lograr algún atisbo de algo que pueda explicarle los sucesos a los que involuntariamente asiste, figurita repetida del espanto como seriamente sospecha, la campanilla del teléfono la arranca de la concentración.

Concentrada queda entonces sólo la tropa, agazapada, a punto de saltar como un solo cuerpo felino y disciplinado.

La señora ha levantado el tubo, ha dicho hola, pero la voz del otro lado no quiere fórmulas de cortesía:

«Te vamo a bajar. Salite de esa cama que te vamo a bajar. Lo sabemos todo. Conocemos tu misión. Vos querés la memoria, te vamo a bajar. La historia empieza con nosotros» dice una voz distorsionada que, a pesar de la distorsión y de la mala conexión, parece ser la voz de María la mucama.

A la señora ya no le causa ninguna gracia lo que está ocurriendo. Larga el tubo sobre la horquilla como si el tubo la hubiera mordido y trata de meterse bajo las mantas.

Los embetunados no quieren a los tibios. Un soldado en práctica de combate salta sobre la cama de la señora y con la bayoneta calada le arranca la colcha que le cubre la cara. Otros a sus pies hacen rango, salto de rana, de sapo, de batracios cada vez más grandes e inquietantes; uno tras otro sortean el obstáculo de la cama, comen moscas.

La señora quiere levantarse, movilizada por fin. Quiere salir corriendo pero los soldados, que vuelan por encima de su cama como quien cuenta ovejas para dormirse, no se lo permiten.

Queda entonces aterrada, la señora, congelada entre olanes y puntillas, un poquitito amortajada, y sabe que de esa situación sólo puede salir recuperando el habla como quien recupera un recuerdo perdido. Y no la dejan, no la dejan. Cuando está por pensar, cuando está por poner en palabras el pensamiento, alguno de todos ellos le roza la nariz con la culata o la aprieta contra la cama con ganas.

Ella permanece aterrada, tratando de desaparecer bajo el acolchado blanco.

Por eso no nota que algunos de ellos han traído los cascos con red, y otro ha arrancado las pocas ramas que quedan del seto vivo contra la alambrada y se las han ido colocando en los cascos, enganchadas a la red, como camuflaje suplementario. Con lo cual los soldados ya están prontos para la acción. Se cuadran.

«¡Los embetunados estarían en pie de guerra!» Atruena la voz del locutor desde la pantalla gigante, superadas por las interferencias. «La tropa rebelde amenaza con avanzar hacia la capital. Podría desencadenarse una verdadera guerra civil».

La tolerancia tiene sus límites, y uno de los soldados, debidamente pertrechado y diferenciado, le encaja una patada a la pantalla al grito de «¡¡¡Nada de civil: militar!!!».

La emisión queda interrumpida gracias a la eficacia del castigo. Sólo aparecen líneas zigzagueantes con destellos.




ArribaAbajoDiecisiete

Los de la villa se han ido agolpando contra la alambrada durante todo este despliegue de excentricidades. Son muchos, ahora, mujeres, hombres, niños, ancianos, perros y... Pronto la cosa se pone animada.

«Arbolito», les empiezan a gritar a los soldados de casco con ramitas. «¿De qué están disfrazados?», «Andá a la tintorería».

«Vitilugos», gritan los mejor informados. «Usá jabón», gritan los otros. «Traemos la comparsa del carnaval», concluyen todos y esa parece ser la mejor idea. «Dale, dale, dale. Sin nuestra comparsa nadie sale».

La señora en su cama, que es como un barco bogando en aguas tumultuosas, asoma las narices. El carnaval me gusta, me recuerda a... Empieza a decir en voz casi alta, audible, pero el mayor Vento una vez más le sella los labios:

-¡Soldados! ¡En posición de firmes! -Aúlla el mayor Vento, y no se sabe si pretende incluir a la señora en esta orden.

Ella por si acaso se abstiene.

En cambio los soldados se van replegando hasta formar un grupo compacto.

-¡A sacar los tanques! -Ruge el mayor.

El edecán, por una vez, y con todo el respeto debido a su superior inmediato se permite observar:

-Aquí no tenemos tanques, mi mayor.

Y, sin hacer un hiato entre sus palabras y la acción, le estampa al mayor un par de galones en su charretera.

-Mi coronel, -y colocándole un nuevo galón concluye:- ¡Mi general!

La tropa está fascinada con la promoción instantánea cual Nescafé. Se cuadra por propia voluntad, hace la venia en rigurosa escuadra y empieza a entonar el himno nacional.

-Los tanques, sí señor. -Reitera el mayor.- Los que utilizamos para ejercicios de zafarrancho en los bunkers.

La sola mención entusiasma al edecán.

-En los bunkers, los greens. ¡En el hoyo 19!

Los soldados atentos a la menor de las órdenes del mayor, para ellos como un deseo, salen corriendo en busca de los tanques usados en las maniobras y retornan al rato con los caddycarts, carritos de golf a motor de apariencia inofensiva.

En cuanto a la señora, que su vida en USA tuvo como corresponde un instante de gloria en Hollywood, no sabe si está asistiendo a una de Spielberg o de Walt Disney. Por las dudas, asoma sus nunca bien ponderados ojos tratando de no hacerse demasiado conspicua, y ve a los militares en máximo despliegue circulando por su habitáculo (el de ella) en los diminutos cochecitos de golf, imbuidos de la causa, preparándose para el destino glorioso que los aguarda más allá de la Avenida de Circunvalación.

Los cochecitos circulan en redondo, cada vez más veloces, chocan entre sí, con gran alharaca. Se diría que están en un parque de diversiones. Algunos de los conductores decoran los susodichos caddycarts con las últimas ramas de la alambrada y con el betún de camuflaje.

Por momentos la señora cree que tiene fuerzas y decisión suficientes como para saltar fuera de la cama y poner pies en polvorosa. Los soldados, en distintas circunstancias y con muy diversas actitudes (amenaza, persuasión, rechazo, orden) le impiden responder a tan sensatos designios. ¿Será cierto todo esto, no lo estaré soñando? Se pregunta ella una vez más, azorada. Y por una parte sabe que soñar no lo está soñando, y por otra sospecha que, de no haber bajado la cortina en algún momento de su vida, tendría la certidumbre de la veracidad de todo esto.

Puede que la señora, en su cama en medio de la habitación invadida por la soldadesca en pie de guerra, parezca inactiva -aunque no irreflexiva- y amedrentada. Cosa de ricos. Porque lo que es la plebe allende la alambrada, esa sí que no conoce el significado del verbo amedrentar ni escatima esfuerzos para burlarse de los muy nobles servidores de la patria.

Al cabo de un tiempo, digamos prudencial -unos diez minutos-, la soldadesca entra en erupción ante la escalada de agresiones verbales, de insultos, burlas, improperios, interjecciones, ultrajes, acometimientos, ofensas, injurias, exclamaciones, expletivos («El betún es para los borceguíes, boludo, y vos te lo ponés en la cara», es lo más soft que les han estado gritando), y arremete contra el populacho.

La alambrada oficia de valla de contención.

Los villeros, que todo lo han perdido, no le temen a nada, ni a las balas, y se ríen a carcajadas.

Estos soldados, que no saben lo que es perder (ni ganar, si vamos al caso), le temen a la risa y se desconciertan.

Allá en la habitación de la señora que es cuartel general, la campanilla del teléfono llama a todos al orden.

La señora sabe cuándo es interpelada y levanta el tubo.

-Aló. -Dice, para oír una vez más esa voz distorsionada que, juraría, es la voz de María.

«Te vamo a bajar, pensás demasiado, sabemos quiénes son tus secuaces, te vamo a baj...»

La señora una vez más arroja el tubo sobre la horquilla con furia, en un gesto cíclico, ineludible. Los soldados ahora consideran que la acción está afuera y no en esta habitación reiterativa. Con dignidad y con convicción se retiran los rezagados. Se retiran con clara conciencia de la misión que los aguarda.




ArribaAbajoDieciocho

Entre tanto levantamiento la señora no ha tomado conciencia de la caída de la noche. Pero ya está allí, la noche, bastante crecidita, cuando nota que alguien está abriendo con sigilo la puerta de entrada. Se asusta pensando que puede ser María, enciende rápido la lámpara sobre la mesita de luz y sonríe aliviada al reconocerlo a Alfredi. Y reconocerlo es la palabra porque el médicotaxista lleva puesta (mal) una barba postiza blanca.

Entra muy apurado, atolondrado, con la gorra de cuero caída sobre la oreja izquierda y el delantal de médico a medio poner, ensartado sólo por la manga derecha. Procede con movimientos torpes, hace caer la gorra, consigue enfundarse el delantal sobre la camisa a cuadros azules y se lo abotona hasta el cuello, se ajusta la barba postiza. Sonríe ya más tranquilo.

La señora que lo ha estado observando, inquieta, a su vez le sonríe al ver que ha desaparecido toda traza del tachero. Se hace a un lado como para recibirlo, pero él se sienta parsimoniosamente a los pies de la cama.

-¿Así que a usted le interesa volver a soñar en castellano? -Le pregunta.

-No sé. Ya no sé nada.

-Sí, sabe. ¿Qué asocia usted con la palabra engranajes?

-¿Qué asocio? ¿Para qué? ¿Qué te puede importar? Mirá, hay cosas más serias: tengo un dolorcito por acá. A ver, fijate. O por acá...

Pero él no se deja seducir tan fácilmente:

-Semejantes dolores puntuales son de origen sicosomático. Busquémosle la causa. Hábleme de su infancia.

-Cuando yo era chiquita, mi mamá... ¿Pero qué pavada es ésta, doc? Vayamos al grano.

Él, sin perder la compostura, le hace saber que a lo simbólico sólo puede accederse a través de lo imaginario. Los sueños son la vía real del inconsciente, le dice. No debemos precipitarnos, le dice.

-Eso no decías anoche.

-Ayer se trataba de otra escena. Otro era mi rol. No debemos confundirnos. Cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada cosa.

-¿Y el taxi?

-Hoy resultó ser fuente de frustraciones. Ya nadie viaja en taxi, con el último aumento de tarifas, y el único pasajero que subió sólo tenía uno de esos flamantes billetes de 500.000 recién acuñados. No conseguimos cambio. No había cambio en toda la ciudad: o billetes grandísimos o nada. Así que el pasajero se bajó sin pagar. No vale la pena andar circulando en estas condiciones.

-Mejor. El taxista me resulta insoportable. A mí me gusta el médico.

-Demasiado temprano. Son apenas las nueve y media de la noche, no es hora de ser médico todavía; por eso del ciclo circadiano.

-¿Entonces? -Quiere saber la señora.

Él se yergue, orgulloso.

-Entonces soy sicoanalista: a mitad del camino entre tachero y médico.

Del otro lado del ventanal recrudecen los gritos. Improperios por parte de los villeros, amenazas de los soldados. Algunos de menor rango se asoman por el ventanal, como queriendo entrar a la estancia. Alfredi le sopla a la señora: Soy su sicoanalista, recuerde, su sicoanalista. Y ajustándose bien la barba postiza se dirige solemne al ventanal a correr las cortinas.

-Doctor, me siento perseguida. -Le dice la señora cuando él vuelve a sentarse a los pies de su cama.

-¿Qué quiere decir con eso? Describa la sensación.

-Más que sensación son hechos.

-Paranoias.

-Doctor, me llaman por teléfono, me amenazan.

-¿No siempre la amenazan, por teléfono?

-No, no siempre. Últimamente. Me llaman y me amenazan.

-¿Y qué le dicen?

-«Te vamo a bajar», me dicen.

-Eso es muy subjetivo. ¿A bajar de la cama? ¿A bajar de la vida, de la calesita?

No, sacude la señora la cabeza. No, no. Se descorazona pero el facultativo insiste:

-¿A bajar el bretel? ¿Así?

Sugestivo, puede ser él en su muy freudiano rol, aunque poco innovador porque una vez más empieza por bajarle los breteles del camisón y acariciarle el hombro.

Es que se ha arrancado la barba, se ha desprendido del delantal hasta la mitad del pecho y ha recuperado su aire más informal de joven médico. Y como médico es que le propone a la señora:

-Ahora permítame que la ausculte. A ver esta manita por acá; a ver abra la boquita, respire hondo.

Le toma con suavidad las mejillas, frunciéndole la boca y se la besa. Un breve beso porque, acalorado, necesita ambas manos para sacarse el delantal. Queda entonces con la camisa a cuadros de taxista.

-Dale, flaca, metele, ayudá. No tengo toda la noche.

Ella ayuda a desprender la camisa a cuadros azules, de veras apurada; no quiere saber nada con el taxista que surge bajo el blanco delantal del médico.

La señora le arranca la camisa, ayuda con el pantalón, y el doctor, perdón, Alfredi a secas, se va dulcificando al ir quedando desnudo. Ya sin ropas se desliza, apurado a su vez, entre las sábanas. Una sola cosa le molesta: hurga entre las ropas de cama, la encuentra y la tira a lo lejos. Es el manual que María gentilmente le cedió a la señora.




ArribaAbajoDiecinueve

Bajo el mórbido acolchado han desaparecido los amantes y ahora el acolchado se estremece, sacude y ondula en movimientos propios de este tercer acto, sexual por cierto.

Los gritos del mundo externo no llegan a los oídos de los amantes, aislados en su cueva y concentrados en otros sonidos más preciosos.

Afuera, al grito de «¡Desacato!» se desencadena el pandemonio. Un nuevo y más crujiente pandemonio porque lo han pescado a Lucho, desnudo, corriendo a esconderse en esa tierra de nadie que es la villa miseria. Encañonado por un pelotón casi de fusilamiento, Lucho se ha visto obligado a trepar la alambrada, sortear los alambres de púa de la parte superior y reintegrarse al digamos cuartel, bastante rasguñado.

El mayor Vento lo impreca:

-¡Estamos a punto de encaminarnos hacia la gloria y ya tenemos un desertor! Maldito seas.

E imparte a sus hombres la imaginativa orden de crucificarlo a Lucho contra esa misma alambrada.

Lucho es amarrado de pie, con las piernas bien juntas y los brazos en alto a la altura de los hombros. Las sogas se le incrustan en los tobillos, en las muñecas. Muñeca no es palabra de hombre, se dice para distraerse, y trata de resistir estoicamente el suplicio. La palabra estoicamente no la conoce como tal, pero conoce a fondo su significado. A la palabra suplicio, según parece, recién empieza a conocerla, un poquitito, la puntita nada más, que más tarde se encargarán de hacérsela comprender en todo su desgarrador significado.

-Ya te vamos a dar tu merecido, lo instruye el mayor al tiempo que lo patea con sus buenas botas militares.

Y a su tropa le anuncia que ahí se va a quedar el prisionero, para que lo coman los caranchos, mientras ellos acceden al poder. Ya nos ocuparemos de él cuando llegue el momento, agrega. Mientras tanto que el prisionero vaya aprendiendo, por levantisco y por insurrecto.

En el búngalo, en la cama, la marea está llegando a su momento culminante.

Afuera, contra la alambrada, imposibilitado de movimiento alguno, Lucho también se estremece, se contorsiona y se sacude, y gime. Lo han dejado solo, ni uno de los hombres del mayor -perdón, del general, ahora- quiere perderse, por custodiar a este soldadito que es menos que una bazofia, el destino de grandeza que los espera frente a las escalinatas mismas de la Casa de Gobierno.

Lucho se contorsiona, convulso, y nada: las sogas están firmes, no ceden, sólo lo lastiman. Y además de las sogas lo han sujetado a la alambrada con esposas, por si acaso, los brazos en cruz, para que en cruz espere a sus superiores, y ellos tengan con qué divertirse cuando vuelvan triunfales a la base.

En el búngalo, dentro de la cama entre acolchados, reina ahora la calma. También afuera, ahora que el supliciado ha dejado de estremecerse.

Sin embargo, se ven moverse unas siluetas en la vasta indefinición más allá de la alambrada. Son los habitantes de la zona, reptando hacia el compañero que quedó como empalado en la frontera.

Lucho siente primero unas cosquillas y está a punto de reírse o de gritar. Somos nosotros, le susurran al oído, y él se tranquiliza. Sólo los separan los losanges del alambre tejido, fuerte alambre, sólido pero benigno, de alguna forma. Deja pasar la paja, la estopa, los retazos y trapos, y el viejo saco y el sombrero. En menos que canta un gallo, Lucho queda convertido en espantapájaros, hasta con paja cubriéndole las manos y una cabellera de barbas de choclo que le tapa media cara.

Le queda mejor que al que desarmamos, dice una mujer poniéndole más paja en las mangas. Así vale la pena desvestir a un santo para vestir a otro, dice una gorda muerta de risa, y todas las mujeres de la villa festejan la ocurrencia de haberlo hecho desaparecer al compañero en su calidad de Cristo, o de prisionero, o aun de Lucho, para dejarlo sólo como inconspicuo espantapájaros.

-Así va a espantar a esos pájaros de mal agüero, esos caranchos.

Esperá, dice una cuarta mujer, y sale en busca de algo que encuentra enseguida entre las pilas de basura. Son unas tiras de papel de chocolate que le pone al espantapájaros a manera de galones dorados. Ahora se parece al mayor, grita alguna y todas festejan histéricas de risa.

-¡Ya no lo agarran más!

Bajo techo, entre cuatro paredes, a escasos metros del operativo espantapájaros, tiene lugar un recrudecimiento o reprise del operativo intrasábanas. Esta vez el aislamiento no parece ser tan completo y se dejan oír, entrecortadas y jadeadas, ciertas exclamaciones:

«¡Tus armas son las mejores!»

«¡Tu entrenamiento es superior!»

«¡Aquí es donde enfrentas / el mayor desafío!»

«¡Tú mismo!»

«¡Tú misma!»

«¡Nosotros!»

Se ve que el manual ha estado causando estragos. Para colmo actúa por simpatía, como ciertas balas dumdum, y atrae indeseables energías.

Los amantes, ahítos en su capullo como gusanos de seda gemelos, no oyen el llamador de la puerta de entrada. Empiezan a sonar golpes fuertes y la señora asoma sus narices al aire, algo asustada, aferrada a las sábanas. ¿Quién...? Atina a inquirir y como toda respuesta ve aparecer a María portando una bandeja.

-Señora, le traigo la cena. Ya es muy tarde.

-No quiero cena, no encargué cena alguna. Puede retirarse.

-Me retiro, sí. Pero usted me debe 53.000 nacionales del pollo al spiedo. No lo puedo devolver.

-No quiero cena, le insiste la señora.

-Son 55.000 nacionales, ahora.

-Bueno, déjemelo, rápido, y vaya a descorrerme las cortinas. Me sofoco.

María no nota el sospechoso bulto que intenta achatarse lo más posible en la cama, confundiéndose con el cuerpo de su legítima inquilina. Deposita la bandeja con el pollo dorado, crocante, a los pies de la señora y se dirige al ventanal.

Que se joda, que se resfríe, que se entere, parece expresar María al tiempo que descorre de par en par las cortinas, como si las arrancara.

La señora aprovecha ese instante para empujarlo un poquitito a su amado, indicándole que se escurra debajo de la cama. Él la besa en la zona que tiene más cercana a su boca y, al igual que Lucho, de desliza por debajo de las mantas hasta desaparecer. Sólo que a él no le resulta tan simple: tiene que desenredar las sábanas. Pero no importa, lo logra, y encuentra el túnel secreto que conduce a la villa de emergencia. Mientras tanto la señora ha extraído de su cartera un puñado de billetes que le tiende a María.

María cuenta los billetes con cierto alborozo. Cambio, se dice, cambio, lo voy a vender caro. Y parte rauda hacia la especulación.




ArribaVeinte

La señora ha sacrificado su intimidad por salvar a Alfredi. O para salvarse ella, vaya una a saber. Todo lo que allí ocurre es raro y medio inquietante aunque parezca inofensivo. Como chicos jugando a la guerra, con esa cierta crueldad y desparpajo de los chicos. Y pensar que...

No. Qué tanto pensar. Pensar hace mal, le dijeron.

De golpe el breve ramalazo de reflexión se ve interrumpido por una vibración cataclísmica. Vibra la cama como sacudida por un temblor. Son los soldados, ya en uniforme de parada y en pleno maquillaje de combate, que disciplinadamente marchan a través del ventanal y penetran en la estancia. La señora no se asusta demasiado. De inmediato se da cuenta de que no son los efluvios de sus escuetas ideas, sino los del pollo humeante los que han atraído a la soldadesca al pie de su lecho. Los 101 dálmatas avanzan hacia el pollo, con mirada de gula. La señora también con la mirada los detiene y, con expresión desafiante, toma la bandeja a sus pies y la desliza rápidamente debajo de la cama. Como un golpe de prestidigitación que los soldados captan, avergonzados, al tiempo que empiezan a retroceder en la misma formación en la que habían avanzado, y desaparecen por el ventanal hacia la noche, con aire de inocencia.

Los de la villa no se apiadan del hambre castrense. Ya están de nuevo contra la alambrada, burlándose de los 101 dálmatas como han aprendido a llamarlos. Los de la villa están comiendo pollo, y al tiempo que les tiran los huesos pelados les gritan

-Coman, dálmatas, perros manchados, sarnosos. Coman, perros, así se les astillan los huesos de pollo y los atragantan para siempre.

-Este es para el mayor, vocifera uno tirándole el hueso de la pata.

Algo atenta está, la señora, a esta lucha de clases, a estas contradicciones del sistema. Pero se siente como computadora recargada. La alarma está sonando (¡y cómo!), es un pitar insidioso que la obliga a detenerse en medio de una idea, a dejar de pensar y escurrirse en la cama y morirse un poquito, lo necesario como para ver en la pantalla de su mente un sucederse de información demasiado fugaz para ser registrada. Una tras otra, las páginas de su memoria van pasando a toda velocidad y apenas dejan la huella de una frase, una palabra, y ya se han borrado para dar paso a otra y a otra y a otra. Suena la alarma, ella se detiene, deja de pensar en lo posible. Pensar es peligroso, rememorar es mortal, le dice una voz interior y sabe que puede muy bien ser todo lo contrario.

La pantalla de TV también tiene sus veleidades, en el club de campo Las Ranas, más precisamente en el búngalo 37B, del extremo norte. El búngalo que nos concierne. Allí, la tal pantalla que se había visto invadida por titilantes puntitos de color indefinido durante largas horas, sumiendo a la estancia en una luz acuática, parece haber vuelto a la vida, de golpe, sin que nadie la llame ni oprima botón alguno. Ahora la señora en su cama puede ver con asombro una especie de replay de la escena que ella misma vivió una media hora antes, con despliegue militar y todo.

Avanzan los embetunados -es betún de camuflaje, aclara la voz en off del locutor- y esta vez no avanzan hacia ningún bípedo, implume para la ocasión y debidamente arrostisado, sino todo lo contrario.

«El ejército rebelde, acuartelado en Las Ranas, se aprestaría a marchar sobre la Capital si sus exigencias no son atendidas», explica la voz en off. «El pueblo se ha agolpado frente a las verjas del cuartel y exige la rendición incondicional de los militares insurrectos. En las altas esferas del gobierno y en el Ministerio de Defensa se dice 'La cosa no pasará de acá', pero se temen graves hechos de sangre, confrontaciones entre el pueblo y las tropas rebeldes».

La señora está fascinada mirando la pantalla, ella que tanto se quejaba de la tele. Ahora, la parte de ella que acata las órdenes de no pensar se siente bastante complacida: por fin va a ser testigo de la historia y no una mera marioneta como siempre sucede. La parte que no quiere pensar se solaza, pero no es ni remotamente su mejor parte, ni siquiera la más válida. Su otra parte está desesperada y a punto de tirarle un zapatazo a la pantalla que presenta a los soldados en tamaño real, casi de carne y hueso.

Una mano la contiene. Es Alfredi, que ha entrado por el ventanal abierto, sin que ella lo note.

En realidad es Alfredi en otro de sus avatares, aunque a la señora no le cuesta reconocerlo porque reconoce el tacto de su mano sobre el brazo de ella. Pero para los demás, se espera, conservará el anonimato tras el profuso embetunado de la cara. Casi como Al Johnson haciendo de cantante negro, una exageración de betún sin orden ni concierto. Luce un uniforme evidentemente rejuntado: el kepi, la camisa y el pantalón de fajina que les fueron quitados al imaginaria la noche anterior, con agregados de charreteras y galones falsos, muy ostentosos. Algunas medallas también, de lata, aunque en conjunto todo lo suficientemente serio como para no parecer disfrazado.

Con la mano del saludo, el Alfredi militar la retiene a la señora, y la señora lo deja hacer. Él se cuadra, y dirigiéndose directamente a la pantalla gigante ruge:

-¡Tropa ¡ ¡Fir... més! Felicitados, tropa. Han realizado la maniobra a la perfección. Mañana será un día de gloria. ¡Descan... só!

Por asombroso que parezca, la tropa obedece a las órdenes que le llegan desde el otro lado de la irrealidad en la que están inmersos.

Esgrimiendo un atizador a modo de bastón de mando, Alfredi los tienta:

-Ha llegado la hora del rancho, tropa. ¡De frente! ¡March...!

La tropa acata. Con pasos laterales conforman dos filas dobles, apretadas, y proceden a abandonar la televisión, con paso de ganso, apareciendo en el recinto desde ambos lados de la pantalla.

Sólo queda el mayor Vento atrapado en la tele, por voluntad propia. Se agranda, ocupa todo el espacio disponible, hace declaraciones ante el micrófono.

-Vamos a salvaguardar los verdaderos valores de la patria, que se han visto amenazados por la franca ineptitud de mis camaradas de armas. ¡En nuestro glorioso regimiento acuartelado en Las Ranas somos todos militares de acción, no de escritorio! Y estamos preparados. En cualquier momento avanzaremos sobre la capital y recuerden: a nosotros el enemigo no nos deprime, el enemigo nos alegra. Vamos a restaurar la dignidad castrense exaltando los valores supremos de la disciplina y el coraje.

La señora no aguanta más, quizá tampoco aguante la invasión de la soldadesca alrededor de su cama, y le tira nomás el zapatazo a la pantalla.

«Vamos al corte», dice la voz en off del locutor y de inmediato aparecen los avisos.

Empanadas La Armonía, Locro Instantáneo Sol de Mayo, medialunas Ibn Emir Sánchez...

Se percibe una inquietud entre los soldados, que ya no guardan la rigurosa formación con la que ingresaron a la estancia.

-¡Soldados! ¡Al rancho! A comer, soldados. -Brama entonces el coronel (?) Alfredi.- ¡Depositen sus armas! -Conmina, señalando la cama donde la señora se ha acurrucado hasta desaparecer, casi.

Los soldados, avidísimos, hambreados, dejan con todo apuro las armas largas sobre la cama. No quieren lastre a la hora de los bifes. Y salen corriendo por el ventanal hacia un humo de parrillada que viene desde la villa (miseria).

No parecen asombrarse los soldados en su estampida de que haya desaparecido la alambrada, cortada muy probablemente por las hordas de vándalos anónimos. Junto con la alambrada se ha ido el prisionero que habían dejado amarrado a ella. Los soldados no están como para registrar cambios en el terreno: sólo pueden responder al llamado de las tripas, y allí, sobre la gran parrilla que es en realidad un elástico de cama desvencijado, crepitan y se doran un par de cuatros traseros tentadores. De caballo, pero no tienen por qué adivinarlo.

Poco a poco se va acercando una juguetona música de chamamé, como para sincopar el tableteo de las mandíbulas. Alguien de la villa ha ido a buscar su concertina, el chamamé se convierte en un tango, caserito, querendón. Desentendido de las efusiones manducatorias, el coronel (?) Alfredi se dirige parsimoniosamente a la señora en la cama y le tiende la mano.

-A bailar se ha dicho.

Ya están sonando unas guitarras para acompañar a la concertina con ínfulas de bandoneón. Pero se ve que no todas las manos de la villa están ocupadas haciendo música, porque nuevamente emergen una cuantas desde los fondos subterráneos de la cama de la señora y se van apropiando de las armas.

La única mano que ve la señora es la de su amado, y no sabe si debe responder a ella, si la mano no se ha pasado al otro bando a cambio de esos galones que ahora luce un poco más arriba, en la botamanga.

-A bailar. -Insiste el muy versátil.

La señora toma la mano, no más, pero intenta tirarlo hacia la cama.

-No. De pie. -Propone él.

-No. Vertical todavía no. -Le suplica ella.

-Sí, vertical. Con la frente bien alta.

-Necesito un poco más de tiempo.

-El tiempo es ahora.

-Esperá. Quiero entender. Tengo miedo.

-Levantate. Sólo la muerte puede paliar el miedo a la muerte. No vale la pena. Mejor es estar vivos y moverse, mientras se pueda. Tenemos que celebrar.

Y para demostrarlo se arranca las charreteras y con la blanca colcha se despinta la cara como puede.

-Basta de taxista, de coronel, de médico, de loco, puedo por fin volver a ser yo mismo.

-¿Y quién sos, vos? -Le pregunta la señora medio alarmada.

-¿Yo? ¿Yo? Y bueno, digamos que soy el que vino a acabar con esta farsa. O al menos con los farsantes, con todos los farsantes. En lo posible.

Los músicos han llegado a la pieza. Él se sube a la cama y la toma a la señora en brazos. Ella se pone de pie sin protestar, y juntos empiezan a bailar sobre la cama un tango que de un paso grácil los lleva al piso y después se convierte en chacarera, en bailecito, zamba, samba, cumbia, calipso, y ellos bailan y bailan mientras la música se encadena feliz y sin interrupciones.

Ahora es un vals y el vaporoso camisón blanco de la señora vuela y gira, y va limpiando el aire de la estancia.

Hasta que, negro y nefasto, vuelve a sonar el teléfono.

La señora se detiene en medio de un giro, alarmada, y el camisón se le enrosca entre las piernas.

-No contestemos. -Le ruega a Alfredi abrazándolo.

- No. -Acepta Alfredi muy tranquilo.

Quien está del otro lado de la línea no se da por vencido. La campanilla no deja ni escuchar a los músicos. La señora se recupera de su susto.

-Voy a contestar después de todo. No quiero hacerme nunca más la avestruz, quiero saber.

-Pero si ya sabemos. -Le dice muy suavemente él al tiempo que la hace girar hacia el ventanal e inmediaciones. Y por allí ve venir a los de la villa, todos con las armas que estaban sobre la cama, todos muertos de risa, tomando los fusiles de cualquier manera, como en un carnaval.

Parecería que la tele quiere sumarse a la fiesta, y en la pantalla aparece la imagen de una torta gigante que se va agrandando, en zoom, hasta ser un gran primer plano de merengue como una nube o una espuma.

El teléfono sigue sonando, ajeno a la algarabía general, mientras en el fondo los soldados dan buena cuenta de los últimos restos de carne. La parte pegada al hueso es la mejor, dicen, y el teléfono sigue sonando. La señora se dirige por fin a atender. Una muchacha de la villa, Patri, aparentemente, le gana de mano y lo arranca del enchufe. Es un teléfono moderno, redondo, y Patri se lo tira a sus compañeros como si fuera una pelota de goma.

¡Ay! grita la voz desde el teléfono.

Y es lo último que grita, porque la pelota vuela entre los villeros. Algunos le pegan con las culatas de los rifles: Juguemos al tenis, exclaman. Otros le pegan por el piso con el caño del rifle: Juguemos al golf. Juguemos a la ronda, gritan los más jóvenes y abren una enorme rueda alrededor de las armas que todos fueron depositando en el suelo.

La señora y Alfredi han quedado en medio de la ronda. Hay gritos de victoria y aplausos para ambos.

-¡El club ya es nuestro! -Se oye la voz de él, zapateando sobre las armas.

-¿Y el país? -Pregunta ella, la muy realista.

Realidad nacional desde la cama de Luisa Valenzuela, se terminó de imprimir en el mes de abril de 2007, en los talleres de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, con un tiraje de mil ejemplares.





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