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ArribaAbajo10. Guerra social

Que cherchez-vous? Si vous êtes jaloux de voir un assemblage effrayant de maux et d'horreurs vous l'avez trouvé.


SHAKESPEARE.                


Oncativo.

¿Qué había sido de Facundo, entre tanto? En la Tablada lo había dejado todo: armas, jefes, soldados, reputación; todo, excepto la rabia y el valor. Moral, gobernador de La Rioja, sorprendido por la noticia de tamaño descalabro, se aprovecha de un ligero pretexto para salir fuera de la ciudad, dirigiéndose hacia Los Pueblos, y desde Sañogasta dirige un oficio a Quiroga, cuya llegada supo allí, ofreciéndole los recursos de la provincia. Antes de la expedición a Córdoba, las relaciones entre ambos jefes de la provincia, el gobernador nominal y el caudillo, el mayordomo y el señor, habían aparecido resfriadas. Facundo no había encontrado tanto armamento como el que resultaba de los cómputos que podían hacerse, sumando el que existía en la provincia en tal época, más el traído de Tucumán, de San Juan, de Catamarca, etc. Otra circunstancia singular agrava las sospechas que en el ánimo de Quiroga pesan contra el gobernador. Sañogasta es la casa señorial de los Doria, Dávila, enemigos de Facundo, y el gobernador, previendo las consecuencias que el espíritu suspicaz de Facundo deducirá de la fecha y lugar del oficio, lo data de Uanchin, punto distante cuatro leguas. Sabe, empero, Quiroga que es de Sañogasta de donde le escribía Moral, y toda duda queda aclarada. Bárcena, un instrumento odioso de matanzas que él ha adquirido en Córdoba, y Fontanel, salen con partidas a recorrer Los Pueblos y prender a todos los vecinos acomodados que encuentren. La batida, sin embargo, no ha sido feliz: la caza ha husmeado a los lebreles, y huye despavorida en todas direcciones. Las partidas volvieron con sólo once vecinos, que fueron fusilados en el acto. Don Inocencio Moral, tío del gobernador, con dos hijos, uno de catorce años de edad y el otro de veinte; Ascueta, Gordillo, Cantos (chileno), Sotomayor, Barrios, otro Gordillo, Corro, transeúnte de San Juan, y Pasos, fueron las víctimas de aquella jornada. El último, don Mariano Pasos, había experimentado ya, en otra ocasión, el resentimiento de Quiroga. Al salir para una de sus primeras excursiones, había dicho aquél a un señor Rincón, comerciante como él, al ver el desaliño y desorden de las tropas: «¡Qué gente para ir a pelear!» Sabido esto por Quiroga, hace llamar a ambos aristarcos, cuelga al primero en un pilar de las casas de Cabildo, y le hace dar doscientos azotes, mientras que el otro permanece con los calzones quitados, para recibir su parte, de que Quiroga le hace merced. Más tarde, este agraciado fue gobernador de La Rioja, y muy adicto al general.

El gobernador Moral, sabiendo, pues, lo que le aguardaba, huyó, pues, de la provincia; bien que más tarde recibió setecientos azotes por ingrato; pues este mismo Moral es el que participó de los 18.000 pesos arrancados a Dorrego.

Aquel Bárcena de que hablé antes fue el encargado de asesinar al comisionado de la Compañía inglesa de minas. Le he oído yo mismo los horribles pormenores del asesinato, cometido en su propia casa, apartando a la mujer y los hijos, para que dejasen paso a las balas y a los sablazos. Este mismo Bárcena era el jefe de la mazorca que acompañó a Oribe a Córdoba, y que en un baile que se daba en celebración del triunfo sobre Lavalle, hacía rodar por el salón las cabezas ensangrentadas de tres jóvenes cuyas familias estaban allí. Porque debe tenerse presente que el ejército que vino a Córdoba, en persecución de Lavalle, traía una compañía de mazorqueros que llevaban, al costado izquierdo, la cuchilla convexa, a manera de una pequeña cimitarra, que Rosas mandó hacer ex profeso en las cuchillerías de Buenos Aires para degollar hombres.

¿Qué motivo tuvo Quiroga para estas atroces ejecuciones? Dícese que en Mendoza dijo a Oro que su único objeto había sido aterrar. Cuéntase que, continuando las matanzas en la campaña sobre infelices campesinos, sobre el que acertaba a pasar por Atiles, campamento general, uno de los Villafañes, le dijo, con el acento de la compasión, del temor y de la súplica: «¿Hasta cuándo, mi general?» «No sea usted bárbaro -contestó Quiroga-; ¿cómo me rehago sin esto?» He aquí su sistema todo entero: el terror sobre el ciudadano, para que abandone su fortuna; el terror sobre el gaucho, para que con su brazo sostenga una causa que ya no es la suya; el terror suple a la falta de actividad y de trabajo para administrar, suple al entusiasmo, suple a la estrategia, suple a todo. Y no hay que alucinarse: el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad. La Rusia lo ejercita desde los tiempos de Iván, y ha conquistado todos los pueblos bárbaros; los bandidos de los bosques obedecen al jefe que tiene en su mano esta coyunda que domeña las cervices más altivas. Es verdad que degrada a los hombres, los empobrece, les quita toda elasticidad de ánimo; que en un día, en fin, arranca a los Estados lo que habrían podido dar en diez años; pero ¿qué importa todo esto al Zar de las Rusias, al jefe de los bandidos, o al caudillo argentino?

Un bando de Facundo ordenó que todos los habitantes de la ciudad de La Rioja emigrasen a los Llanos, so pena de la vida, y esta orden se cumplió al pie de la letra. El enemigo implacable de la ciudad temía no tener tiempo suficiente para irla matando poco a poco, y le da el golpe de gracia. ¿Qué motiva esta inútil emigración? ¿Temía Quiroga? ¡Oh, sí, temía en este momento! En Mendoza levantaban un ejército los unitarios, que se habían apoderado del Gobierno; Tucumán y Salta estaban al norte, y al oriente, Córdoba, la Tablada y Paz; estaba, pues, cercado, y una batida general podía, al fin, empacar al Tigre de los Llanos.

Facundo había hecho alejar ganados hada la cordillera, mientras que Villafañe acudía a Mendoza con fuerzas en apoyo de los Aldao, y él aglomeraba sus nuevos reclutas en Atiles. Estos terroristas tienen también sus momentos de terror: Rosas también lloraba como un chiquillo y se daba contra las paredes cuando supo la revolución de Chascomú, y once enormes baúles entraban en su casa para recoger sus efectos, y embarcarse una hora antes de que le llegara la noticia del triunfo de Álvarez. ¡Pero, por Dios! ¡No asustéis nunca a los terroristas! ¡Ay de los pueblos desde que el conflicto pasa! ¡Entonces son las matanzas de septiembre y la exposición en el mercado de pirámides de cabezas humanas!

Quedaban en La Rioja, no obstante de la orden de Facundo, una niña y un sacerdote: la Severa y el padre Colina. La historia de la Severa Villafañe es un romance lastimero, es un cuento de hadas, en que la más hermosa princesa de sus tiempos anda errante y fugitiva, disfrazada de pastora unas veces, mendigando un asilo y un pedazo de pan otras, para escapar a las asechanzas de algún gigante espantoso, de algún sanguinario Barba Azul. La Severa ha tenido la desgracia de excitar la concupiscencia del tirano, y no hay quien la valga para librarse de sus feroces halagos. No es sólo virtud lo que la hace resistir a la seducción: es repugnancia invencible, instintos bellos de mujer delicada, que detesta los tipos de la fuerza brutal, porque teme que ajen su belleza. Una mujer bella trocará muchas veces un poco de deshonor propio, por un poco de la gloria que rodea a un hombre célebre; pero de esa gloria noble y alta que para descollar sobre los hombres no necesita de encorvarlos ni envilecerlos, a fin de que, en medio de tanto matorral rastrero, pueda alcanzarse a ver el arbusto espinoso y descolorido. No es otra la causa de la fragilidad de la piadosa madame de Maintenon, la que se atribuye a madame Roland, y tantas otras mujeres que hacen el sacrificio de su reputación, por asociarse a nombres esclarecidos. La Severa resiste años enteros. Una vez escapa de ser envenenada por su Tigre, en una pasa de higo; otra, el mismo Quiroga, despechado, toma opio para quitarse la vida. Un día se escapaba de las manos de los asistentes del general, que van a extenderla de pies y manos en una muralla, para alarmar su pudor; otro, Quiroga la sorprende en el patio de su casa, la agarra de un brazo, la baña en sangre a bofetadas, la arroja por tierra y con el tacón de la bota le quiebra la cabeza. ¡Dios mío! ¿No hay quien favorezca a esta pobre niña? ¿No tiene parientes? ¿No tiene amigos? ¡Sí tal! Pertenece a las primeras familias de La Rioja: el general Villafañe es su tío; tiene hermanos que presencian estos ultrajes; hay un cura que le cierra la puerta cuando viene a esconder su virtud detrás del santuario. La Severa huye al fin a Catamarca y se encierra en un beaterio. Dos años después, pasaba por allí Facundo, y manda que se abra el asilo y la superiora traiga a su presencia a las reclusas. Una hubo que dio un grito al verlo y cayó exánime. ¿No es éste un lindo romance? ¡Era la Severa!

Pero vamos a Atiles, donde se está preparando un ejército para ir a recobrar la reputación perdida en la Tablada; porque no se trata sino de reputación del gaucho cargador. Dos unitarios de San Juan han caído en su poder: un joven Castro y Calvo, chileno, y un Alejandro Carril. Quiroga pregunta al uno: «¿Cuánto da por su vida?» «Veinticinco mil pesos», contesta temblando. «¿Y usted, cuánto da?», dice al otro. «Yo sólo puedo dar cuatro mil; soy comerciante y nada más poseo.» Mandan traerse las sumas de San Juan, y ya hay treinta mil pesos para la guerra, reunidos a tan poca costa. Mientras el dinero llega, Facundo los aloja bajo un algarrobo, los ocupa en hacer cartuchos, pagándoles dos reales diarios por su trabajo.

El Gobierno de San Juan tiene conocimiento de los esfuerzos que la familia de Carril hace para mandar el rescate y se aprovecha del descubrimiento. Gobierno de ciudadanos, aunque federal, no se atreve a fusilar ciudadanos y se siente impotente para arrancar dinero a los unitarios. El Gobierno intima orden de salir para Atiles a los presos que pueblan las cárceles; las madres y las esposas saben lo que significa Atiles, y unas primero y otras después logran reunir las sumas pedidas, para hacer volver a sus deudos del camino que conduce a la guarida del Tigre. Así, Quiroga gobierna a San Juan con sólo su terrorífico nombre.

Cuando los Aldao están fuertes en Mendoza y no han dejado en La Rioja un solo hombre, viejo o joven, soltero o casado, en estado de llevar armas, Facundo se transporta a San Juan a establecer en aquella población rica, entonces, en unitarios acaudalados, sus cuarteles generales. Llega y hace dar seiscientos azotes a un ciudadano notable por su influencia, sus talentos y su fortuna. Facundo anda en persona al lado del cañón que lleva la víctima moribunda por las cuatro esquinas de la plaza, porque Facundo es muy solícito en esta parte de la administración; no es como Rosas, que desde el fondo de su gabinete, donde está tomando mate, expide a la mazorca las órdenes que debe ejecutar, para achacar después al entusiasmo federal del pobre pueblo todas las atrocidades con que ha hecho estremecer a la humanidad. No creyendo aún bastante este paso previo a toda otra medida, Facundo hace traer un viejecito cojo, a quien se acusa o no se acusa de haber servido de baqueano a algunos prófugos, y lo hace fusilar en el acto, sin confesión, sin permitirle una palabra, porque el Enviado de Dios no se cuida siempre de que sus víctimas se confiesen.

Preparada así la opinión pública, no hay sacrificios que la ciudad de San Juan no esté pronta a hacer en defensa de la federación; las contribuciones se distribuyen sin réplica; salen armas de debajo de tierra; Facundo compra fusiles, sables a quien se los presenta. Los Aldao triunfan de la incapacidad de los unitarios, por la violación de los tratados del Pilar, y entonces Quiroga pasa a Mendoza. Allí era el terror inútil: las matanzas diarias ordenadas por el fraile, de que di detalles en su biografía, tenían helada como un cadáver a la ciudad; pero Facundo necesitaba confirmar allí el espanto que su nombre infundía por todas partes. Algunos jóvenes sanjuaninos han caído prisioneros; éstos, por lo menos, le pertenecen. A uno de ellos manda hacer esta pregunta: «¿Cuántos fusiles puede entregar dentro de cuatro días?» El joven contesta que si se le da tiempo para mandar a Chile a procurarlos y a su casa, para recolectar fondos, verá lo que puede hacer. Quiroga reitera la pregunta, pidiendo que conteste categóricamente. «¡Ninguno!» Un minuto después llevaban a enterrar el cadáver, y seis sanjuaninos más le seguían a cortos intervalos. La pregunta sigue haciéndose, de palabra o por escrito, a los prisioneros mendocinos, y las respuestas son más o menos satisfactorias. Un reo de más alto carácter se presenta: el general Alvarado ha sido aprehendido. Facundo lo hace traer a su presencia. «Siéntese, general -le dice-; ¿en cuántos días podrá entregarme seis mil pesos por su vida?» «En ninguno, señor: no tengo dinero.» «¡Eh!, pero tiene usted amigos, que no lo dejarán fusilar.» «No tengo, señor; yo era un simple transeúnte por esta provincia cuando, forzado por el voto público, me hice cargo del gobierno.» «¿Para dónde quiere usted retirarse?», continúa después de un momento de silencio. «Para donde S. E. lo ordene.» «Diga usted, ¿adónde quiere ir?» «Repito que donde se me ordene.» «¿Qué le parece San Juan?» «Bien, señor.» «¿Cuánto dinero necesita?» «Gracias, señor, no necesito.» Facundo se dirige a un escritorio, abre dos gavetas henchidas de oro y retirándose le dice: «Tome, general, lo que necesite.» «Gracias, señor, nada.» Una hora después, el coche del general Alvarado estaba a la puerta de su casa, cargado con su equipaje y el general Villafañe que debía acompañarlo a San Juan, donde a su llegada le entregó cien onzas de oro de parte del general Quiroga, suplicándole que no se negase a admitirlas.

Como se ve, el alma de Facundo no estaba del todo cerrada a las nobles inspiraciones. Alvarado era un antiguo soldado, un general grave y circunspecto, y poco mal le había causado. Más tarde decía de él: «Este general Alvarado es un buen militar, pero no entiende nada de esta guerra que hacemos nosotros.»

En San Juan le trajeron un francés, Barreau, que había escrito de él lo que un francés puede escribir. Facundo le pregunta si es el autor de los artículos que tanto le han herido, y con la respuesta afirmativa: «¿Qué espera usted ahora?», replica Quiroga. «Señor, la muerte.» «Tome usted esas onzas y váyase enhoramala.»

En Tucumán estaba Quiroga tendido sobre un mostrador. «¿Dónde está el general?», le pregunta un andaluz que se ha achispado un poco, para salir con honor del lance. «Ahí dentro; ¿qué se le ofrece?» «Vengo a pagar cuatrocientos mil pesos que me ha puesto de contribución... ¡Como no le cuesta nada a ese animal!» «¿Conoce, patrón, al general?» «Ni quiero conocerlo, ¡forajido!» «Pase adelante; tomemos un trago de caña.» Más avanzado estaba este original diálogo, cuando un ayudante se presenta, y dirigiéndose a uno de los interlocutores: «Mi general...», le dice, «¡Mi general!... -repite el andaluz abriendo un palmo de boca-. Pues qué..., ¿sois vos el general?... ¡Canario! Mi general -continúa hincándose de rodillas-, soy un pobre diablo, pulpero..., ¡qué quiere V. S.!...; me arruina..., pero el dinero está pronto...; vamos..., ¡no hay que enfadarse!» Facundo se echa a reír, lo levanta, lo tranquiliza y le entrega su contribución tomando sólo doscientos pesos prestados, que le devuelve religiosamente más tarde. Dos años después, un mendigo paralítico le gritaba en Buenos Aires: «Adiós, mi general, soy el andaluz de Tucumán, estoy paralítico.» Facundo le dio seis onzas.

Estos rasgos prueban la teoría que el drama moderno ha explotado con tanto brillo, a saber: que aun en los caracteres históricos más negros hay siempre una chispa de virtud que alumbra por momentos y se oculta. Por otra parte, ¿por qué no ha de hacer el bien el que no tiene freno que contenga sus pasiones? Esta es una prerrogativa del poder como cualquiera otra.

Pero volvamos a tomar el hilo de los acontecimientos públicos. Después de inaugurado el terror en Mendoza de un modo tan solemne, Facundo se retira al Retamo, adonde los Aldao llevan la contribución de cien mil pesos que han arrancado a los unitarios aterrados. Allí estaba la mesa de juego que acompañaba siempre a Quiroga; allí acuden los aficionados del partido; allí, en fin, es el trasnochar a la claridad opaca de las antorchas. En medio de tantos horrores y de tantos desastres, el oro circula allí a torrentes, y Facundo gana, al fin de quince días, los cien mil pesos de la contribución, los muchos miles que guardan sus amigos federales y cuanto puede apostarse a una carta. La guerra, empero, pide erogaciones, y vuelven a trasquilar las ovejas antes trasquiladas. Esta historia de las jugarretas famosas del Retamo, en que hubo noche que ciento treinta mil pesos estaban sobre la carpeta, es la historia de toda la vida de Quiroga. «Mucho se juega, general», le decía un vecino en su última expedición a Tucumán. «¡Eh!, ¡esto es una miseria! ¡En Mendoza y San Juan podía uno divertirse! ¡Allí sí corría dinero! Al fraile le gané una noche cincuenta mil pesos; al clérigo Lima, otra, veinticinco mil; ¿pero esto?..., ¡éstas son pij...!»

Un año se pasa en estos aprestos de guerra, y al fin en 1830 sale un nuevo y formidable ejército para Córdoba, compuesto de las divisiones reclutadas en La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis. El general Paz, deseoso de evitar la efusión de sangre, aunque estuviese seguro de agregar un nuevo laurel a los que ya ceñían sus sienes, mandó al mayor Paunero, oficial lleno de prudencia, energía y sagacidad, al encuentro de Quiroga, proponiéndole no sólo la paz, sino una alianza. Créese que Quiroga iba dispuesto a abrazar cualquier coyuntura de transacción; pero las sugestiones de la Comisión mediadora de Buenos Aires, que no traía otro objeto que evitar toda transacción, y el orgullo de presunción de Quiroga, que se veía a la cabeza de un nuevo ejército, más poderoso y mejor disciplinado que el primero, le hicieron rechazar las propuestas pacíficas del modesto general Paz.

Facundo, esta vez, había combinado algo que tenía visos de plan de campaña. Inteligencias establecidas en la Sierra de Córdoba habían sublevado la población pastora; el general Villafañe se acercaba por el norte con una división de Catamarca, mientras que Facundo caía por el sur. Poco esfuerzo de penetración costó al general Paz para penetrar los designios de Quiroga y dejarlos burlados. Una noche desapareció el ejército de las inmediaciones de Córdoba; nadie podía darse cuenta de su paradero; todos lo habían encontrado, aunque en diversos lugares y a la misma hora. Si alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las complicadas combinaciones estratégicas de las campañas de Bonaparte en Italia, es en esta vez en que Paz hacía cruzar la Sierra de Córdoba por cuarenta divisiones, de manera que los prófugos de un combate fuesen a caer en manos de otro cuerpo, apostado al efecto, en lugar preciso e inevitable. La montonera, aturdida, envuelta por todas partes, con el ejército a su frente, a sus costados, a su retaguardia, tuvo que dejarse coger en la red que se le había tendido, y cuyos hilos se movían a reloj, desde la tienda del general.

La víspera de la batalla de Oncativo aún no habían entrado en línea todas las divisiones de esta maravillosa campaña de quince días, en la que habían obrado combinadamente en un frente de cien leguas. Omito dar pormenores sobre aquella memorable batalla en que el general Paz, para dar valor a su triunfo, publicaba en el Boletín la muerte de setenta de los suyos, no obstante no haber perdido sino doce hombres en un combate, en que se encontraban ocho mil soldados y veinte piezas de artillería. Una simple maniobra había derrotado al valiente Quiroga, y tantos horrores, tantas lágrimas derramadas para formar aquel ejército, habían terminado en dar a Facundo una temporada de jugarretas y a Paz algunos miles de prisioneros inútiles.




ArribaAbajo11. Guerra social

Un cheval! Vite un cheval!... Mon royaume pour un cheval!


SHAKESPEARE.                


Chacón.

Facundo, el gaucho malo de los Llanos, no vuelve a sus pagos esta vez, que se encamina hacia Buenos Aires y debe a esta dirección imprevista de su fuga salvar de caer en manos de sus perseguidores. Facundo ha visto que nada le queda que hacer en el interior; no hay, esta vez, tiempo de martirizar y estrujar a los pueblos para que den recursos sin que el vencedor llegue por todas partes en su auxilio.

Esta batalla de Oncativo, o la Laguna Larga, era muy fecunda en resultados; por ella, Córdoba, Mendoza, San Juan, San Luis, La Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy quedaban libres de la dominación de caudillos. La unidad de la República, propuesta por Rivadavia por las vías parlamentarias, empezaba a hacerse efectiva desde Córdoba, por medio de las armas, y el general Paz, al efecto, reunió un Congreso de agentes de aquellas provincias, para que acordasen lo que más conviniera para darse instituciones. Lavalle había sido menos afortunado en Buenos Aires, y Rosas, que estaba destinado a hacer un papel tan sombrío y espantoso en la historia argentina, ya empezaba a influir en los negocios públicos y gobernaba la ciudad. Quedaba, pues, la República dividida en dos fracciones: una en el interior, que deseaba hacer capital de la Unión a Buenos Aires; otra en Buenos Aires, que fingía no querer ser capital de la República, a no ser que abjurase la civilización europea y el orden civil.

La batalla aquella había dejado en descubierto otro grande hecho, a saber: que la montonera había perdido su fuerza primitiva, y que los ejércitos de las ciudades podían medirse con ella y destruirla. Éste es un hecho fecundo en la historia argentina. A medida que el tiempo pasa, las bandas pastoras pierden su espontaneidad primitiva. Facundo necesita ya de terror para moverlas, y en batalla campal se presentan, como azoradas, en presencia de las tropas disciplinadas y dirigidas por las máximas estratégicas que el arte europeo ha enseñado a los militares de las ciudades. En Buenos Aires, empero, el resultado es diverso: Lavalle, no obstante su valor, que ostenta en el Puente de Márquez y en todas partes; no obstante sus numerosas tropas de línea, sucumbe al fin de la campaña, encerrado en el recinto de la ciudad por los millares de gauchos que han aglomerado Rosas y López; y por un tratado que tiene, al fin, los efectos de una capitulación, se desnuda de la autoridad, y Rosas penetra en Buenos Aires. ¿Por qué es vencido Lavalle? No por otra razón, a mi juicio, sino porque es el más valiente oficial de caballería que tiene la República Argentina; es el general argentino y no el general europeo; las cargas de caballería han hecho su fama romancesca.

Cuando la derrota de Torata, o Mosquegá, no recuerdo bien, Lavalle, protegiendo la retirada del ejército, da cuarenta cargas en día y medio, hasta que no le quedan veinte soldados para dar otra. No recuerdo si la caballería de Murat hizo jamás un prodigio igual. Pero ved las consecuencias funestas que para la República traen estos hechos. Lavalle, en 1839, recordando que la montonera lo ha vencido en 1830, abjura toda su educación guerrera a la europea y adopta el sistema montonero. Equipa cuatro mil caballos y llega hasta las goteras de Buenos Aires con sus brillantes bandas, al mismo tiempo que Rosas, el gaucho de la pampa, que lo ha vencido en 1830, abjura por su parte sus instintos montoneros, anula la caballería en sus ejércitos, y sólo confía el éxito de la campaña a la infantería reglada y al cañón.

Los papeles están cambiados: el gaucho toma la casaca; el militar de la Independencia, el poncho; el primero triunfa; el segundo va a morir traspasado de una bala que le dispara de paso la montonera. ¡Severas lecciones, por cierto! Si Lavalle hubiera hecho la campaña de 1840 en silla inglesa y con el paletó francés, hoy estaríamos a orillas del Plata, arreglando la navegación por vapor de los ríos y distribuyendo terrenos a la inmigración europea. Paz es el primer general ciudadano que triunfa del elemento pastoril, porque pone en ejercicio contra él todos los recursos del arte militar europeo, dirigidos por una cabeza matemática. La inteligencia vence a la materia; el arte, al número.

Tan fecunda en resultados es la obra de Paz en Córdoba y tan alta levanta, en dos años, la influencia de las ciudades, que Facundo siente imposible rehabilitar su poder de caudillo, no obstante que ya lo ha extendido por todo el litoral de los Andes, y sólo la culta, la europea Buenos Aires, puede servir de asilo a su barbarie.

Los diarios de Córdoba de aquella época transcribían las noticias europeas, las sesiones de las Cámaras francesas y los retratos de Casimiro Périer, Lamartine, Chateaubriand servían de modelos en las clases de dibujo: tal era el interés que Córdoba manifestaba por el movimiento europeo. Leed la Gaceta Mercantil, y podréis juzgar del rumbo semibárbaro que tomó, desde entonces, la prensa en Buenos Aires.

Facundo fuga para Buenos Aires, no sin fusilar antes dos oficiales suyos, para mantener el orden en los que le acompañan. Su teoría del terror no se desmiente jamás: es su talismán, su paladín, sus penates. Todo lo abandonará menos esta arma favorita.

Llega a Buenos Aires, se presenta al gobierno de Rosas, encuéntrase en los salones con el general Guido, el más cumplimentero y ceremonioso de los generales que han hecho su carrera haciendo cortesías en las antecámaras de palacio. Le dirige una muy profunda a Quiroga: «¡Qué! me muestra los dientes -dice éste-, como si yo fuera perro.» «Ahí me han mandado ustedes una comisión de doctores a enredarme con el general Paz (Cavia y Cernadas). Paz me ha batido en regla.» Quiroga deploró muchas veces después no haber dado oído a las proposiciones del mayor Paunero.

Facundo desaparece en el torbellino de la gran ciudad; apenas se oye hablar de algunas ocurrencias de juego. El general Mansilla le amenaza una vez de darle un candelerazo, diciéndole: «Qué, ¿se ha creído que está usted en las provincias?» Su traje de gaucho provinciano llama la atención; el embozo del poncho, su barba entera, que ha prometido llevar hasta que se lave la mancha de la Tablada, fija, por un momento, la atención de la elegante y europea ciudad; mas luego, nadie se ocupa de él.

Preparábase, entonces, una grande expedición sobre Córdoba. Seis mil hombres de Buenos Aires y Santa Fe se estaban alistando para la empresa; López era el general en jefe; Balcarce, Enrique Martínez y otros jefes iban bajo sus órdenes; y ya el elemento pastoril domina, pero tiene una alianza con la ciudad, con el partido federal: todavía hay generales. Facundo se encarga de una tentativa desesperada sobre La Rioja o Mendoza; recibe para ello doscientos presidiarios sacados de todas las cárceles, engancha sesenta hombre más en el Retiro, reúne algunos de sus oficiales y se dispone a marchar.

En Pavón estaba Rosas reuniendo sus caballerías coloradas; allí estaba también López de Santa Fe. Facundo se detuvo en Pavón, a ponerse de acuerdo con los elementos jefes. Los tres más famosos caudillos están reunidos en la pampa: López, el discípulo y sucesor inmediato de Artigas; Facundo, el bárbaro del interior, y Rosas, el lobezno que se está criando aún, y que ya está en vísperas de lanzarse a cazar por su propia cuenta. Los clásicos los habrían comparado con los triunviros Lépido, Marco Antonio y Octavio, que se reparten el imperio, y la comparación sería exacta hasta en la vileza y crueldad del Octavio argentino.

Los tres caudillos hacen prueba y ostentación de su importancia personal. ¿Sabéis cómo? Montan a caballo los tres y salen todas las mañanas a gauchear por la Pampa: se bolean los caballos, los apuntan a las vizcacheras, ruedan, pechan, corren carreras. ¿Cuál es el más grande hombre? El más jinete, Rosas, el que triunfa al fin. Una mañana va a invitar a López a la correría: «No, compañero -le contesta éste-; si de hecho es usted muy bárbaro.» Rosas, en efecto, los castigaba todos los días, los dejaba llenos de cardenales y contusiones. Estas justas del Arroyo de Pavón han tenido una celebridad fabulosa por toda la República, lo que no dejó de contribuir a allanar el camino del poder al campeón de la jornada, el imperio al más de a caballo.

Quiroga atraviesa la Pampa con trescientos adictos, arrebatados, los más de ellos, al brazo de la justicia, por el mismo camino que veinte años antes, cuando sólo era un gaucho malo, ha huido de Buenos Aires, desertando las filas de los Arribeños.

En la Villa del Río 4.º encuentra una resistencia tenaz, y Facundo permanece tres días detenido por unas zanjas que sirven de parapeto a la guarnición. Se retiraba ya, cuando un jastial se le presenta y le revela que los sitiados no tienen un cartucho. ¿Quién es este traidor? El año 1818, en la tarde del 18 de marzo, el coronel Zapiola, jefe de la caballería del ejército chileno-argentino, quiso hacer, ante los españoles, una exhibición del poder de la caballería de los patriotas, en una hermosa llanura que está de este lado de Talca. Eran seis mil hombres los que componían aquella brillante parada. Cargan, y como la fuerza enemiga fuese mucho menor, la línea se reconcentra, se oprime, se embaraza y se rompe, en fin; muévense los españoles en este momento, y la derrota se pronuncia en aquella enorme masa de caballería. Zapiola es el último en volver su caballo, que recibe a poco trecho un balazo; y cayera en manos del enemigo si un soldado de granaderos a caballo no se desmontara y lo pusiera como una pluma sobre su montura, dándole a ésta con el sable, para que más a prisa dispare. Un rezagado acierta a pasar, el granadero desmontado, préndese a la cola del caballo, lo detiene en la carrera, salta a la grupa, y coronel y soldado se salvan.

Llámanle el Boyero, y este hecho le abre la carrera de los ascensos. En 1820, sacábase un hombre ensartado por ambos brazos en la hoja de su espada, y Lavalle lo ha tenido a su lado como uno de tantos insignes valientes. Sirvió a Facundo largo tiempo, emigró a Chile y desde allí a Montevideo, en busca de aventuras guerreras, donde murió gloriosamente peleando en la defensa de la plaza, lavándose de la falta de Río 4.º Si el lector se acuerda de lo que he dicho del capataz de carretas, adivinará el carácter, valor y fuerza del Boyero; un resentimiento con sus jefes, una venganza personal lo impulsan a aquel feo paso, y Facundo toma la Villa del Río 4.º gracias a su revelación oportuna.

En la Villa del Río Quinto encuentra al valiente Pringles, aquel soldado de la guerra de la Independencia que, cercado por los españoles en un desfiladero, se lanza al mar en su caballo, y entre el ruido de las olas que se estrellan contra la ribera hace resonar el formidable grito de ¡Viva la patria!

El inmortal Pringles, a quien el virrey Pezuela, colmándolo de presentes, devuelve a su ejército, y para quien San Martín, en premio de tanto heroísmo, hace batir aquella singular medalla que tenía por lema: ¡Honor y gloria a los vencidos en Chancay!, Pringles muere en manos de los presidiarios de Quiroga, que hace envolver el cadáver en su propia manta.

Alentado con este no esperado triunfo, se avanza hacia San Luis, que apenas le opone resistencia. Pasada la travesía, el camino se divide en tres. ¿Cuál de ellos tomará Quiroga? El de la derecha conduce a los Llanos, su patria, el teatro de sus hazañas, la cuna de su poder; allí no hay fuerzas superiores a las suyas, pero tampoco hay recursos; el del medio lleva a San Juan, donde hay mil hombres sobre las armas, pero incapaces de resistir a una carga de caballería en que él, Quiroga, vaya a la cabeza agitando su terrible lanza, el de la izquierda, en fin, conduce a Mendoza, donde están las verdaderas fuerzas de Cuyo, a las órdenes del general Videla Castillo; hay allí un batallón de ochocientas plazas, decidido, disciplinado, al mando del coronel Barcela; un escuadrón de coraceros en disciplina, que manda el teniente coronel Chenaut; milicia, en fin, y piquetes del 2.º de cazadores y de los coraceros de la Guardia. ¿Cuál de estos tres caminos tomará Quiroga? Sólo tiene a sus órdenes trescientos hombres sin disciplina, y él viene, además, enfermo y decaído... Facundo toma el camino de Mendoza; llega, ve y vence, porque tal es la rapidez con que los acontecimientos se suceden. ¿Qué ha ocurrido? ¿Traición, cobardía? Nada de todo esto. Un plagio impertinente hecho a la estrategia europea, un error clásico, por una parte, y una preocupación argentina, un error romántico, por otra, han hecho perder del modo más vergonzoso la batalla. Ved cómo.

Videla Castillo sabe oportunamente que Quiroga se acerca, y no creyendo, como ningún general podía creer, que invadiese a Mendoza, destaca a Las Lagunas los piquetes que tiene de tropas veteranas, que, con algunos otros destacamentos de San Juan, forman, al mando del mayor Castro, una buena fuerza de observación, capaz de resistir a un ataque, y de forzar a Quiroga a tomar el camino de los Llanos. Hasta aquí no hay error. Pero Facundo se dirige a Mendoza, y el ejército entero sale a su encuentro.

En el lugar llamado el Chacón hay un campo despejado que el ejército en marcha deja a su retaguardia; mas oyéndose a pocas cuadras el tiroteo de una fuerza que viene batiéndose en retirada, el general Castillo manda contramarchar a toda prisa, a ocupar el campo despejado de Chacón. Doble error: 1.º, porque una retirada a la proximidad de un enemigo terrible hiela el ánimo del soldado bisoño, que no comprende bien la causa del movimiento; 2.º, y mayor todavía, porque el campo más quebrado, más impracticable es mejor para batir a Quiroga, que no trae sino un piquete de infantería.

¿Imaginaos qué haría Facundo en un terreno intransitable contra seiscientos infantes, una batería formidable de artillería y mil caballos por delante? ¿No es éste el convite del zorro a la garza? Pues bien: todos los jefes son argentinos, gente de a caballo; no hay gloria verdadera si no se conquista a sablazos; ante todo, es preciso campo abierto para las cargas de caballería: he aquí el error de estrategia argentina.

La línea se forma en lugar conveniente. Facundo se presenta a la vista en un caballo blanco; el Boyero se hace reconocer y amenaza desde allá a sus antiguos compañeros de armas.

Principia el combate, y se manda cargar a unos escuadrones de milicias. Error de argentinos iniciar la batalla con cargas de caballería; error que ha hecho perder la República en cien combates, porque el espíritu de la pampa está allí en todos los corazones; pues si solevantáis un poco las solapas del frac con que el argentino se disfraza, hallaréis siempre el gaucho más o menos civilizado, pero siempre el gaucho. Sobre este error nacional viene un plagio europeo. En Europa, donde las grandes masas de tropas están en columna y el campo de batalla abraza aldeas y villas diversas, las tropas de élite quedan en las reservas, para acudir a donde la necesidad las requiera. En América, la batalla campal se da, por lo común, en campo raso, las tropas son poco numerosas, lo recio del combate es de corta duración; de manera que siempre interesa iniciarlo con ventaja. En el caso presente, lo menos conveniente era dar una carga de caballería, y si se quería dar, debía echarse mano de la mejor tropa, para arrollar de una vez los trescientos hombres que constituían la batalla y las reservas enemigas. Lejos de eso, se sigue la rutina, mandando milicias numerosas, que avanzan al frente; empiezan a mirar a Facundo; cada soldado teme encontrarse con su lanza, y cuando oye el grito de «¡a la carga!», se queda clavado en el suelo, retrocede, lo cargan a su vez, retrocede y envuelve las mejores tropas. Facundo pasa de largo hacia Mendoza, sin curarse de generales, infantería y cañones que a su retaguardia deja. He aquí la batalla del Chacón, que dejó flanqueado al ejército de Córdoba, que estaba a punto de lanzarse sobre Buenos Aires. El éxito más completo coronó la inconcebible audacia del movimiento de Quiroga. Desalojarlo de Mendoza era ya inútil: el prestigio de la victoria y el terror le darían medios de resistencia, a la par que, por la derrota, quedaban desmoralizados sus enemigos: se correría sobre San Juan, donde hallaría recursos y armas, y se empeñaría una guerra interminable y sin éxito. Los jefes se marcharon a Córdoba, y la infantería, con los oficiales mendocinos, capituló al día siguiente. Los unitarios de San Juan emigraron a Coquimbo, en número de doscientos, y Quiroga quedó pacífico poseedor de Cuyo y La Rioja. Jamás habían sufrido aquellos dos pueblos catástrofe igual, no tanto por los males que directamente hizo Quiroga, sino por el desorden de todos los negocios que trajo aquella emigración en masa de la parte acomodada de la sociedad.

Pero el mal fue mayor bajo el aspecto del retroceso que experimentó el espíritu de ciudad, que es lo que me interesa hacer notar. Otras veces lo he dicho, y esta vez debo repetirlo: consultada la posición mediterránea de Mendoza, era, hasta entonces, un pueblo eminentemente civilizado, rico en hombres ilustrados y dotado de un espíritu de empresa y de mejora que no hay en pueblo alguno de la República Argentina: era la Barcelona del interior. Este espíritu había tomado todo su auge durante la administración de Videla Castillo. Construyéronse fuertes al sur, que, a más de alejar los límites de la provincia, la han dejado, para siempre, asegurada contra las irrupciones de los salvajes y emprendióse la desecación de las ciénagas inmediatas; adornóse la ciudad; formáronse sociedades de Agricultura, Industria, Minería y Educación pública, dirigidas y secundadas todas por hombres inteligentes, entusiastas y emprendedores; fomentóse una fábrica de tejidos de cáñamo y lana, que proveía de vestidos y lonas para las tropas; formóse una Maestranza, en la que se construían espadas, sables, corazas, lanzas, bayonetas y fusiles, sin que en éstos entrase más que el cañón de fabricación extranjera; fundiéronse balas de cañón huecas y tipos de imprenta. Un francés, Charon, químico, dirigía estos últimos trabajos, como también el ensayo de los metales de la provincia. Es imposible imaginarse desenvolvimiento más rápido ni más extenso de todas las fuerzas civilizadas de un pueblo. En Chile o en Buenos Aires, todas estas fabricaciones no llamarían mucho la atención; pero en una provincia interior, y con sólo el auxilio de artesanos del país, es un esfuerzo prodigioso. La prensa gemía bajo el peso del Diario y publicaciones periódicas, en las que el verso no se hacía esperar. Con las disposiciones que yo le conozco a ese pueblo, en diez años de un sistema semejante hubiérase vuelto un coloso; pero las pisadas de los caballos de Facundo vinieron luego a hollar estos retoños vigorosos de la civilización, y el fraile Aldao hizo pasar el arado y sembrar de sangre el suelo durante diez años. ¡Qué había de quedar!

El movimiento impreso, entonces, a las ideas no se contuvo, aun después de la ocupación de Quiroga: los miembros de la Sociedad de Minería emigrados en Chile se consagraron, desde su arribo, al estudio de la química, la mineralogía y la metalurgia. Godoy Cruz, Correa, Villanueva, Doncel y muchos otros reunieron todos los libros que trataban de la materia, recolectaron de toda América colecciones de metales diversos, registraron los archivos chilenos para informarse de la historia del mineral de Uspallata, y, a fuerza de diligencia, lograron entablar trabajos allí, en que, con el auxilio de la ciencia adquirida, sacaron utilidad de la escasa cantidad de metal útil que aquellas minas contienen. De esta época data la nueva explotación de minas en Mendoza, que hoy se está haciendo con ventaja. Los mineros argentinos, no satisfechos con estos resultados, se desparramaron por el territorio de Chile, que les ofrecía un rico anfiteatro para ensayar su ciencia, y no es poco lo que han hecho en Copiapó y otros puntos en la explotación y beneficio y en la introducción de nuevas máquinas y aparatos. Godoy Cruz, desengañado de las minas, dirigió a otro rumbo sus investigaciones, y con el cultivo de la morera creyó resolver el problema del porvenir de las provincias de San Juan y Mendoza, que consiste en hallar una producción que en poco volumen encierre mucho valor.

La seda llena esta condición, impuesta a aquellos pueblos centrales, por la inmensa distancia a que están de los puertos y el alto precio de los fletes. Godoy Cruz no se contentó con publicar en Santiago un folleto voluminoso y completo sobre el cultivo de la morera, la cría del gusano de seda y de la cochinilla, sino que, distribuyéndolo gratis en aquellas provincias, ha estado durante diez años agitando sin descanso, propagando la morera, estimulando a todos a dedicarse a su cultivo, exagerando sus ventajas opimas mientras que él aquí mantenía relaciones con la Europa, para instruirse de los precios corrientes, mandando muestras de la seda que cosechaba, haciéndose conocedor práctico de sus defectos y perfecciones, aprendiendo y enseñando a hilar. Los frutos de esta grande y patriótica obra han correspondido a las esperanzas del noble artífice: hasta el año pasado había ya en Mendoza algunos millones de moreras, y la seda, recogida por quintales, había sido hilada, torcida, teñida y vendida para Europa, en Buenos Aires y Santiago, a cinco, seis y siete pesos libra; porque la joyante de Mendoza no cede en brillo y finura a la más afamada de España o Italia. El pobre viejo ha vuelto, al fin, a su patria a deleitarse en el espectáculo de un pueblo entero consagrado a realizar el más fecundo cambio de industria, prometiéndose que la muerte no cerrará sus ojos antes de ver salir para Buenos Aires una caravana de carretas cargadas en el fondo de la América con la preciosa producción que ha hecho, por tantos siglos, la riqueza de la China y que se disputan, hoy, las fábricas de Lyon, París, Barcelona y de toda la Italia. ¡Gloria eterna del espíritu unitario, de ciudad y de civilización! ¡Mendoza, a su impulso, se ha anticipado a toda la América española, en la explotación en grande de esta rica industria!9 ¡Pedidle al espíritu de Facundo y de Rosas una sola gota de interés por el bien público, la dedicación a algún objeto de utilidad; torcedlo y exprimidlo, y sólo destilará sangre y crímenes!

Me detengo en estos detalles porque, en medio de tantos horrores como los que estoy condenado a escribir, es grato pararse a contemplar las hermosas plantas que hemos visto pisoteadas del salvaje inculto de las pampas; me detengo con placer, porque ellos probarán, a los que aún dudaren que la resistencia a Rosas y su sistema, aunque se haya, hasta aquí, mostrado débil en sus medios, sólo la defensa de la civilización europea, la de sus resultados y formas, es la que ha dado, durante quince años, tanta abnegación, tanta constancia a los que, hasta aquí, han derramado su sangre o han probado las tristezas del destierro. Hay allí un mundo nuevo que está a punto de desenvolverse, y que no aguarda más para presentarse cuan brillante es, sino que un general afortunado logre apartar el pie de hierro que tiene hoy oprimida la inteligencia del pueblo argentino. La Historia, por otra parte, no ha de tejerse sólo con crímenes y empaparse en sangre; ni es por demás traer a la vista de los pueblos extraviados las páginas casi borradas de las pasadas épocas. Que siquiera deseen para sus hijos mejores tiempos que los que ellos alcanzan; porque no importa que hoy el caníbal de Buenos Aires se canse de derramar sangre, y permita volver a ver sus hogares, a los que ya trae subyugados y anulados, la desgracia y el destierro.

Nada importa esto para el progreso de un pueblo. El mal que es preciso remover es el que nace de un gobierno que tiembla a la presencia de los hombres pensadores e ilustrados, y que para subsistir necesita alejarlos o matarlos; nace de un sistema que, reconcentrando en un solo hombre toda voluntad y toda acción, el bien que él no haga, porque no lo conciba, no lo pueda o no lo quiera, no se sienta nadie dispuesto a hacerlo, por temor de atraerse las miradas suspicaces del tirano, o bien porque, donde no hay libertad de obrar y de pensar, el espíritu público se extingue, y el egoísmo que se reconcentra en nosotros mismos ahoga todo sentimiento de interés por los demás. «Cada uno para sí, el azote del verdugo para todos»: he ahí el resumen de la vida y gobierno de los pueblos esclavizados.

Si el lector se fastidia con estos razonamientos, contaréle crímenes espantosos. Facundo, dueño de Mendoza, tocaba, para proveerse de dinero y soldados, los recursos que ya nos son bien conocidos. Una tarde cruzan la ciudad en todas direcciones partidas que están acarreando, a un olivar, cuantos oficiales encuentran de los que habían capitulado en Chacón: nadie sabe el objeto, ni ellos temen por lo pronto nada, fiando en la fe de lo estipulado. Varios sacerdotes reciben, empero, orden de presentarse igualmente; cuando ya hay suficiente número de oficiales reunidos, se manda a los sacerdotes confesarlos; efectuado lo cual, se les forma en fila, y, de uno en uno, empiezan a fusilarlos, bajo la dirección de Facundo, que indica al que parece conservar aún la vida, y señala con el dedo el lugar donde deben darle el balazo que ha de ultimarlo. Concluida la matanza, que dura una hora, porque se hace con lentitud y calma, Quiroga explica a algunos el motivo de aquella terrible violación de la fe de los tratados: «Los unitarios -dice- le han matado al general Villafañe», y usa represalias. El cargo es fundado, aunque la satisfacción es un poco grosera. «Paz -decía otra vez- me fusiló nueve oficiales; yo le he fusilado noventa y seis.» Paz no era responsable de un acto que él lamentó profundamente, y que era motivado por la muerte de un parlamentario suyo. Pero el sistema de no dar cuartel, seguido por Rosas con tanto tesón, y de violar todas las formas recibidas, pactos, tratados, capitulaciones, es efecto de causas que no dependen del carácter personal de los caudillos. El derecho de gentes, que ha suavizado los horrores de la guerra, es el resultado de siglos de civilización; el salvaje mata a su prisionero, no respeta convenio alguno, siempre que haya ventaja en violarlo; ¿qué freno contendrá al salvaje argentino, que no conoce ese derecho de gentes de las ciudades cultas? ¿Dónde habrá adquirido la conciencia del derecho? ¿En la Pampa?

La muerte de Villafañe ocurrió en el territorio chileno. Su matador sufrió ya la pena del talión: ojo por ojo, diente por diente. La justicia humana ha quedado satisfecha; pero el carácter del protagonista de aquel sangriento drama hace demasiado a mi asunto para que me prive del placer de introducirlo. Entre los emigrados sanjuaninos que se dirigían a Coquimbo iba un mayor del ejército del general Paz, dotado de esos caracteres originales que desenvuelve la vida argentina. El mayor Navarro, de una distinguida familia de San Juan, de formas diminutas y de cuerpo flexible y endeble, era célebre en el ejército por su temerario arrojo. A la edad de dieciocho años, montaba guardia como alférez de milicias, en la noche en que, en 1820, se sublevó en San Juan el batallón N.º 1 de los Andes; cuatro compañías forman enfrente del cuartel e intiman rendición a los cívicos. Navarro queda solo en la guardia, entorna la puerta y con su florete defiende la entrada; catorce heridas de sables y bayonetas recibe el alférez y apretándose con una mano, tres bayonetazos que ha recibido cerca de la ingle, con el otro brazo, cubriéndose cinco que le han traspasado el pecho, y ahogándose con la sangre que corre a torrentes de la cabeza, se dirige desde allí a su casa, donde recobra la salud y la vida, después de siete meses de una curación desesperada y casi imposible. Dado de baja por la disolución de los cívicos, se dedica al comercio, pero al comercio acompañado de peligros y aventuras. Al principio introduce cargamentos por contrabando en Córdoba; después trafica desde Córdoba con los indios; y, últimamente, se casa con la hija de un cacique, vive santamente con ella, se mezcla en las guerras de las tribus salvajes, se habitúa a comer carne cruda y beber la sangre en la degolladera de los caballos, hasta que en cuatro años se hace un salvaje hecho y derecho. Sabe allí que la guerra del Brasil va a principiar, y dejando a sus amados salvajes, sienta plaza en el ejército con su grado de alférez, y tan buena maña se da y tantos sablazos distribuye que, al fin de la campaña, es capitán graduado de mayor y uno de los predilectos de Lavalle, el catador de valientes. En Puente Márquez deja atónito al ejército con sus hazañas, y después de todas aquellas correrías queda en Buenos Aires con los demás oficiales de Lavalle. Arbolito, Pancho el Ñato, Molina y otros jefes de la campaña eran los altos personajes que ostentaban su valor por cafés y mesones. La animosidad con los oficiales del ejército era cada día más envenenada. En el café de la Comedia estaban algunos de estos héroes de la época, y brindaban a la muerte del general Lavalle. Navarro, que los ha oído, se acerca, tómale el vaso a uno, sirve para ambos, y dice: «¡Tome usted, a la salud de Lavalle!» Desenvainan las espadas y lo deja tendido. Era preciso salvarse, ganar la campaña y por entre las partidas enemigas llegar a Córdoba. Antes de tomar servicio, penetra tierra adentro a ver a su familia, a su padre político, y sabe con sentimiento que su cara mitad ha fallecido. Se despide de los suyos, y dos de sus deudos, dos mocetones, el uno su primo y su sobrino el otro, le acompañan de regreso al ejército.

De la acción de Chacón traía un fogonazo en la sien, que le había arreado todo el pelo y embutido la pólvora en la cara. Con este talante y acompañamiento, y un asistente inglés, tan gaucho y certero en el lazo y las bolas como el patrón y los parientes, emigraba el joven Navarro para Coquimbo; porque joven era, y tan culto en su lenguaje y tan elegante en sus modales, como el primer pisaverde; lo que no estorbaba que cuando veía caer una res viniese a beberle la sangre. Todos los días quería volverse, y las instancias de sus amigos bastaban apenas para contenerlo. «Yo soy hijo de la pólvora -decía con su voz grave y sonora-; la guerra es mi elemento.» «La primera gota de sangre que ha derramado la guerra civil -decía otras veces- ha salido de estas venas, y de aquí ha de salir la última.» «Yo no puedo ir más adelante -repetía, parando su caballo-; echo de menos sobre mis hombros las paletas de general.» «En fin -exclamaba otras veces-: ¿qué dirán mis compañeros cuando sepan que el mayor Navarro ha pisado el suelo extranjero sin un escuadrón con lanza en ristre?»

El día que pasaron la cordillera hubo una escena patética. Era preciso deponer las armas y no había forma de hacer concebir a los indios que había países donde no era permitido andar con la lanza en la mano. Navarro se acercó a ellos, les habló en la lengua; fuese animando poco a poco; dos gruesas lágrimas corrieron de sus ojos, y los indios clavaron, con muestras de angustia, sus lanzas en el suelo. Todavía, después de emprendida la marcha, volvieron sus caballos y dieron vuelta en torno de ellas, como si les dijesen un eterno adiós.

Con estas disposiciones de espíritu pasó el mayor Navarro a Chile, y se alojó en Guanda, que está situada en la boca de la quebrada que conduce a la cordillera. Allí supo que Villafañe volvía a reunirse a Facundo, y anunció públicamente su propósito de matarlo. Los emigrados, que sabían lo que aquellas palabras importaban en boca del mayor Navarro, después de procurar en vano disuadirlo, se alejaron del lugar de la escena. Advertido Villafañe, pidió auxilio a la autoridad, que le dio unos milicianos, los cuales lo abandonaron desde que se informaron de lo que se trataba. Pero Villafañe iba perfectamente armado y traía, además, seis riojanos. Al pasar por Guanda, Navarro salió a su encuentro, y mediando entre ambos un arroyo, le anunció en frases solemnes y claras su designio de matarlo, con lo que se volvió tranquilo a la casa en que estaba, a la sazón, almorzando. Villafañe tuvo la indiscreción de alojarse en Tilo, lugar distante sólo cuatro leguas de aquél en que el reto había tenido lugar. A la noche, Navarro requiere sus armas y una comitiva de nueve hombres que le acompañan, y que deja en lugar conveniente, cerca de la casa de Tilo, avanzándose él solo a la claridad de la luna. Cuando hubo penetrado en el patio abierto de la casa, grita a Villafañe, que dormía con los suyos en el corredor: «¡Villafañe, levántate!: el que tiene enemigos no duerme.» Toma éste su lanza, Navarro se desmonta del caballo, desenvaina la espada, se acerca y lo traspasa. Entonces dispara un pistoletazo, que era la señal de avanzar que había dado a su partida, la cual se echa sobre la comitiva del muerto, la mata o dispersa. Hacen traer los animales de Villafañe, cargan su equipaje y marchan en lugar de él a la República Argentina a incorporarse al ejército. Extraviando caminos, llegan al Río Cuarto, donde se encuentra con el coronel Echevarría, perseguido por los enemigos. Navarro vuela en su ayuda, y habiendo caído muerto el caballo de su amigo, le insta que monte a su grupa: no consiente éste; obstínase Navarro en no fugar sin salvarlo, y últimamente se desmonta de su caballo, lo mata y muere al lado de su amigo, sin que su familia pudiese descubrir tan triste fin sino después de tres años, en que el mismo que los ultimó contara la trágica historia y desenterrara, para mayor prueba, los esqueletos de los dos infelices amigos. Hay, en toda la vida de este malogrado joven, tal originalidad, que vale, sin duda, la pena de hacer una digresión en favor de su memoria.

Durante la corta emigración del mayor Navarro habían ocurrido sucesos que cambiaban completamente la faz de los negocios públicos. La célebre captura del general Paz, arrebatado de la cabeza de su ejército por un tiro de bolas, decidía de la suerte de la República, pudiendo decirse que no se constituyó en aquella época, y las leyes ni las ciudades no afianzaron su dominio por accidente tan singular; porque Paz, con un ejército de cuatro mil quinientos hombres perfectamente disciplinados, y con un plan de operaciones combinado sabiamente, estaba seguro de desbaratar el ejército de Buenos Aires. Los que le han visto después triunfar en todas partes juzgarán que no hay mucha presunción de su parte en anticipaciones tan felices. Pudiéramos hacer coro a los moralistas, que dan a los acontecimientos más fortuitos el poder de trastornar la suerte de los imperios; pero si es fortuito el acertar un tiro de bolas sobre un general enemigo, no lo es que venga de la parte de los que atacan las ciudades, del gaucho de la Pampa, convertido en elemento político. Así, puede decirse que la civilización fue boleada aquella vez.

Facundo, después de vengar tan cruelmente a su general Villafañe, marchó a San Juan a preparar la expedición sobre Tucumán, a donde el ejército de Córdoba se había retirado, después de la pérdida del general, lo que hacía imposible todo propósito invasor. A su llegada, todos los ciudadanos, federales, como en 1827, salieron a su encuentro; pero Facundo no gustaba de las recepciones. Manda una partida que salga adelante de la calle en que estaban reunidos, deja otra atrás, hace poner guardias en todas las avenidas, y tomando él por otro camino entra en la ciudad, dejando presos a sus oficiosos huéspedes, que tuvieron que pasar el resto del día y la noche entera agrupados en la calle, haciéndose lugar entre las patas de los caballos para dormitar un poco.

Cuando hubo llegado a la plaza, hace detener en medio de ella su coche, manda cesar el repique de las campanas y arrojar a la calle todo el amueblado de la casa que las autoridades han preparado para recibirle: alfombrados, colgaduras, espejos, sillas, mesas, todo se hacina en confusa mezcla en la plaza, y no desciende sino cuando se cerciora que no quedan más que las paredes limpias, una mesa pequeña, una sola silla y una cama. Mientras que esta operación se efectúa, llama a un niño que acierta a pasar cerca de su coche, le pregunta su nombre, y al oír el apellido Roza, le dice: «Su padre, don Ignacio de la Roza, fue un grande hombre; ofrezca a su madre de usted mis servicios.»

Al día siguiente amanece en la plaza un banquillo de fusilar de seis varas de largo. ¿Quiénes van a ser las víctimas? ¡Los unitarios se han fugado en masa, hasta los tímidos que no son unitarios! Facundo empieza a distribuir contribuciones a las señoras, en defecto de sus maridos, padres o hermanos ausentes; y no son por eso menos satisfactorios los resultados. Omito la relación de todos los acontecimientos de este período, que no dejarían escuchar los sollozos y gritos de las mujeres amenazadas de ir al banquillo y de ser azotadas; dos o tres fusilados, cuatro o cinco azotados, una u otra señora condenada a hacer de comer a los soldados, y otras violencias sin nombre. Pero hubo un día de terror glacial que no debo pasar en silencio. Era el momento de salir la expedición sobre Tucumán: las divisiones empiezan a desfilar, una en pos de otra; en la plaza están los troperos cargando los bagajes; una mula se espanta y se entra al templo de Santa Ana. Facundo manda que la enlacen en la iglesia; el arriero va a tomarla con las manos, y en este momento un oficial que entra a caballo, por orden de Quiroga, enlaza mula y arriero y los saca a la cincha, unidos, sufriendo el infeliz las pisadas, golpes y coces de la bestia. Algo no está listo en aquel momento: Facundo hace comparecer a las autoridades negligentes. Su excelencia el señor gobernador y capitán general de la provincia recibe una bofetada; el jefe de Policía se escapa, corriendo, de recibir un balazo y ambos ganan las calles de sus oficinas a dar órdenes que han omitido.

Más tarde, Facundo ve uno de sus oficiales que da de cintarazos a dos soldados que peleaban: lo llama, lo acomete con la lanza; el oficial se prende del asta para salvar su vida; bregan, y al fin, el oficial se la quita y se la entrega respetuosamente; nueva tentativa de traspasarlo con ella; nueva lucha, nueva victoria del oficial, que vuelve a entregársela. Facundo, entonces, reprime su rabia, llama en su auxilio, apodéranse seis hombres del atlético oficial, lo estiran en una ventana y, bien amarrado de pies y manos, Facundo lo traspasa repetidas veces con aquella lanza que, por dos veces, le ha sido devuelta, hasta que ha apurado la última agonía, hasta que el oficial reclina la cabeza y el cadáver yace yerto y sin movimiento. Las furias están desencadenadas; el general Huidobro es amenazado con la lanza, si bien tiene el valor de desenvainar su espada y prepararse a defender su vida.

Y, sin embargo de todo esto, Facundo no es cruel, no es sanguinario; es el bárbaro, no más, que no sabe contener sus pasiones, y que, una vez irritadas, no conocen freno ni medida; es el terrorista que a la entrada de una ciudad fusila a uno y azota a otro, pero con economía, muchas veces con discernimiento. El fusilado es un ciego, un paralítico o un sacristán; cuando más, el infeliz azotado es un ciudadano ilustre, un joven de las primeras familias. Sus brutalidades con las señoras vienen de que no tiene conciencia de las delicadas atenciones que la debilidad merece; las humillaciones afrentosas impuestas a los ciudadanos provienen de que es campesino grosero, y gusta por ello de maltratar y herir en el amor propio y el decoro a aquellos que sabe que lo desprecian. No es otro el motivo que hace del terror un sistema de gobierno. ¿Qué habría hecho Rosas sin él, en una sociedad como era antes la de Buenos Aires? ¿Qué otro medio de imponer al público ilustrado el respeto que la conciencia niega a lo que de suyo es abyecto y despreciable?

Es inaudito el cúmulo de atrocidades que se necesita amontonar, unas sobre otras, para pervertir a un pueblo, y nadie sabe los ardides, los estudios, las observaciones y la sagacidad que ha empleado don Juan Manuel Rosas para someter la ciudad a esa influencia mágica que trastorna, en seis años, la conciencia de lo justo y de lo bueno, que quebranta al fin los corazones más esforzados y los doblega al yugo. El terror de 1793 en Francia era un efecto, no un instrumento; Robespierre no guillotinaba nobles y sacerdotes para crearse una reputación ni elevarse él sobre los cadáveres que amontonaba. Era un alma adusta y severa aquella que había creído que era preciso amputar a la Francia todos sus miembros aristocráticos para cimentar la revolución. «Nuestros nombres -decía Danton- bajarán a la posteridad, execrados; pero habremos salvado la República.» El terror entre nosotros es una invención gubernativa para ahogar toda conciencia, todo espíritu de ciudad, y forzar, al fin, a los hombres a reconocer como cabeza pensadora, el pie que les oprime la garganta; es un desquite que toma el hombre inepto armado del puñal para vengarse del desprecio que sabe que su nulidad inspira a un público que le es infinitamente superior. Por eso hemos visto en nuestros días repetirse las extravagancias de Calígula, que se hacía adorar como Dios y asociaba al Imperio su caballo. Calígula sabía que era él el último de los romanos, a quienes tenía, no obstante, bajo su pie. Facundo se daba aires de inspirado, de adivino, para suplir a su incapacidad natural de influir sobre los ánimos. Rosas se hacía adorar en los templos y tirar su retrato por las calles, en un carro, a que iban uncidos generales y señoras, para crearse el prestigio que echaba de menos. Pero Facundo es cruel sólo cuando la sangre se le ha venido a la cabeza y a los ojos, y ve todo colorado. Sus cálculos fríos se limitan a fusilar a un hombre, a azotar a un ciudadano: Rosas no se enfurece nunca; calcula en la quietud y en el recogimiento de su gabinete, y desde allí salen las órdenes a sus sicarios.




ArribaAbajo12. Guerra social

Les habitants de Tucuman finissent leurs journées par des réunions champêtres, où à l'ombre de beaux arbres ils improvisent, au son d'une guitare rustique, des chants alternatifs dans le genre de ceux que Virgile et Théocrite ont embellis. Tout jusqu'aux prénoms grecs rappelle au voyageur étonné l'antique Arcadie.


MALTE-BRUN.                


Ciudadela.

La expedición salió, y los sanjuaninos federales, y mujeres y madres de unitarios respiraron al fin, como si despertaran de una horrible pesadilla. Facundo desplegó, en esta campaña, un espíritu de orden y una rapidez en sus marchas que mostraban cuánto lo habían aleccionado los pasados desastres. En veinticuatro días atravesó con su ejército cerca de trescientas leguas de territorio; de manera que estuvo a punto de sorprender, a pie, algunos escuadrones del ejército enemigo, que, con la noticia inesperada de su próximo arribo, lo vio presentarse en la Ciudadela, antiguo campamento de los ejércitos de la patria, bajo las órdenes de Belgrano. Sería inconcebible el cómo se dejó vencer un ejército como el que mandaba Madrid en Tucumán, con jefes tan valientes y soldados tan aguerridos, si causas morales y preocupaciones antiestratégicas no viniesen a dar la solución de tan extraño enigma.

El general Madrid, jefe del ejército, tenía entre sus súbditos al general López, especie de caudillo de Tucumán, que le era desafecto personalmente, y a más de que una retirada desmoraliza las tropas, el general Madrid no era el más adecuado para dominar el espíritu de los jefes subalternos. El ejército se presentaba a la batalla medio federalizado, medio montonerizado, mientras que el de Facundo traía esa unidad que dan el terror y la obediencia a un caudillo que no es causa, sino persona, y que, por tanto, aleja el libre albedrío y ahoga toda individualidad. Rosas ha triunfado de sus enemigos por esta unidad de hierro, que hace de todos sus satélites instrumentos pasivos, ejecutores ciegos de su suprema voluntad. La víspera de la batalla, el teniente coronel Balmaceda pide al general en jefe que se le permita dar la primera carga. Si así se hubiese efectuado, ya que era de regla principiar las batallas por cargas de caballería, y, ya que un subalterno se toma la libertad de pedirlo, la batalla se hubiera ganado, porque el 2 de Coraceros no halló jamás, ni en el Brasil ni en la República Argentina, quien resistiese a su empuje. Accedió el general a la demanda del comandante del 2; pero un coronel halló que le quitaban el mejor cuerpo; el general López, que se comprometían al principio, las tropas de élite que debían formar la reserva, según todas las reglas, y el general en jefe, no teniendo suficiente autoridad para acallar estos clamores, mandó a la reserva al escuadrón invencible y al insigne cargador que lo mandaba.

Facundo despliega su batalla a distancia tal que lo pone al abrigo de la infantería que manda Barcala, y que debilita el efecto de ocho piezas de artillería que dirige el inteligente Arengreen. ¿Había previsto Facundo lo que sus enemigos iban a hacer? Una guerrilla ha precedido, en la que la partida de Quiroga arrolla la división tucumana: Facundo llama al jefe victorioso: «¿Por qué se ha vuelto usted?» «Porque he arrollado al enemigo hasta la ceja del monte». «¿Por qué no penetró en el monte acuchillando?» «Porque había fuerzas superiores.» «¡A ver, cuatro tiradores!...» Y el jefe es ejecutado. Oíase, de un extremo a otro de la línea de Quiroga, el tintín de las espuelas y de los fusiles de los soldados, que temblaban no de miedo del enemigo, sino del terrible jefe que a su retaguardia andaba, recorriendo la línea y blandiendo su lanza cabo de ébano. Esperan como un alivio, un desahogo del terror que los oprime, que se les mande echarse sobre el enemigo: lo harán pedazos, romperán la línea de bayonetas, a trueque de poner algo de por medio entre ellos y la imagen de Facundo, que los persigue como un fantasma airado. Como se ve, pues, campeaba de un lado el terror; del otro, la anarquía. A la primera tentativa de carga, desbándase la caballería de Madrid; sigue la reserva, y cinco jefes a caballo quedan tan sólo con la artillería, que menudeaba sus detenciones, y la infantería, que se echaba a la bayoneta sobre el enemigo. ¿Para qué más pormenores? El detalle de una batalla lo da el que triunfa.

La consternación reina en Tucumán; la emigración se hace en masa, porque en aquella ciudad los federales son contados. ¡Era ésta la tercera visita de Facundo! Al día siguiente debe repartirse una contribución. Quiroga sabe que en un templo hay escondidos efectos preciosos; preséntase al sacristán, a quien interroga sobre el caso. Es una especie de imbécil, que contesta sonriéndose: «¿Te ríes? ¡A ver!... ¡Cuatro tiradores!...», que lo dejan en el sitio, y las listas de la contribución se llenan en una hora. Las arcas del general se rehinchan de oro. Si alguno no ha comprendido bien, no le quedará duda cuando vea pasar presos, para ser azotados, al guardián de San Francisco y al presbítero Colombres. Facundo se presenta en seguida al depósito de prisioneros, separa los oficiales y se retira a descansar de tanta fatiga, dejando orden de que se les fusile a todos.

Es Tucumán un país tropical, en donde la naturaleza ha hecho ostentación de sus más pomposas galas; es el Edén de América, sin rival en toda la redondez de la tierra. Imaginaos los Andes cubiertos de un manto verdinegro de vegetación colosal, dejando escapar por debajo de la orla de este vestido doce ríos que corren a distancias iguales en dirección paralela, hasta que empiezan a inclinarse todos hacia un rumbo, y forman, reunidos, un canal navegable que se aventura en el corazón de la América. El país comprendido entre los afluentes y el canal tiene, a lo más, cincuenta leguas. Los bosques que encubren la superficie del país son primitivos, pero en ellos las pompas de la India están revestidas de las gracias de la Grecia.

El nogal entreteje su anchuroso ramaje con el caoba y el ébano; el cedro deja crecer a su lado el clásico laurel, que a su vez resguarda bajo su follaje el mirto consagrado a Venus, dejando todavía espacio para que alcen sus varas el nardo balsámico y la azucena de los campos.

El odorífero cedro se ha apoderado por ahí de una cenefa de terreno que interrumpe el bosque, y el rosal cierra el paso en otras, con sus tupidos y espinosos mimbres.

Los troncos añosos sirven de terreno a diversas especies de musgos florecientes, y las lianas y moreras festonan, enredan y confunden todas estas diversas generaciones de plantas.

Sobre toda esta vegetación, que agotaría la paleta fantástica en combinaciones y riqueza de colorido, revolotean enjambres de mariposas doradas, de esmaltados picaflores, millones de loros color de esmeralda, urracas azules y tucanes naranjados. El estrépito de estas aves vocingleras os aturde todo el día, cual si fuera el ruido de una canora catarata. El mayor Andrews, un viajero inglés que ha dedicado muchas páginas a la descripción de tantas maravillas, cuenta que salía por las mañanas a extasiarse en la contemplación de aquella soberbia y brillante vegetación; que penetraba en los bosques aromáticos, y delirando, arrebatado por la enajenación que lo dominaba, se internaba en donde veía que había oscuridad, espesura, hasta que al fin regresaba a su casa, donde le hacían notar que se había desgarrado los vestidos, rasguñado y herido la cara, de la que venía a veces, destilando sangre, sin que él lo hubiese sentido. La ciudad está cercada por un bosque de muchas leguas, formado exclusivamente de naranjos dulces, acopados a determinada altura, de manera de formar una bóveda sin límites, sostenida por un millón de columnas lisas y torneadas. Los rayos de aquel sol tórrido no han podido mirar nunca las escenas que tienen lugar sobre la alfombra de verdura que cubre la tierra bajo aquel toldo inmenso. ¡Y qué escenas! Los domingos van las beldades tucumanas a pasar el día en aquellas galerías sin límites; cada familia escoge un lugar aparente: apártanse las naranjas que embarazan el paso, si es el otoño, o bien, sobre la gruesa alfombra de azahares que tapiza el suelo se balancean las parejas de baile, y con los perfumes de sus flores se dilatan, debilitándose a lo lejos, los sonidos melodiosos de los tristes cantares que acompaña la guitarra. ¿Creéis, por ventura, que esta descripción es plagiada de Las mil y una noches u otros cuentos de hadas a la oriental? Daos prisa, más bien, a imaginaros lo que no digo de la voluptuosidad y belleza de las mujeres que nacen bajo un cielo de fuego, y que, desfallecidas, van, a la siesta, a reclinarse muellemente bajo la sombra de los mirtos y laureles, a dormirse embriagadas por las esencias que ahogan al que no está habituado a aquella atmósfera.

Facundo había ganado una de esas enramadas sombrías, acaso para meditar sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído, como una ardilla, bajo la garra del león. La pobre ciudad, en tanto, estaba preocupada con la realización de un proyecto, lleno de inocente coquetería. Una diputación de niñas rebosando juventud, candor y beldad se dirige hacia el lugar donde Facundo yace reclinado sobre su poncho. La más resuelta o entusiasta camina adelante; vacila, se detiene, empújanla las que le siguen, páranse todas, sobrecogidas de miedo, vuelven las púdicas caras, se alientan unas a otras, y, deteniéndose, avanzando tímidamente y empujándose entre sí, llegan, al fin, a su presencia. Facundo las recibe con bondad, las hace sentar en torno suyo, las deja recobrarse e inquiere, al fin, el objeto de aquella agradable visita. Vienen a implorar por la vida de los oficiales del ejército que van a ser fusilados. Los sollozos se escapan de entre la escogida y tímida comitiva; la sonrisa de la esperanza brilla en algunos semblantes, y todas las seducciones delicadas de la mujer son puestas en requisición, para lograr el piadoso fin que se han propuesto. Facundo está vivamente interesado, y por entre la espesura de su barba negra alcanza a discernirse, en las facciones, la complacencia y el contento. Pero necesita interrogarlas una a una, conocer sus familias, la casa donde viven, mil pormenores que parecen entretenerlo y agradarle, y que ocupan una hora de tiempo, mantienen la expectación y la esperanza. Al fin, les dice con la mayor bondad: «¿No oyen ustedes esas descargas?»

¡Ya no hay tiempo! ¡Los han fusilado! Un grito de horror sale de entre aquel coro de ángeles, que se escapa como una bandada de palomas perseguidas por el halcón. ¡Los habían fusilado, en efecto! ¡Pero cómo! Treinta y tres oficiales, de coroneles abajo, formados en la plaza desnudos enteramente, reciben, parados, la descarga mortal. Dos hermanitos, hijos de una distinguida familia de Buenos Aires, se abrazan para morir, y el cadáver del uno resguarda de las balas al otro. «Yo estoy libre -grita-; me he salvado por la ley.» ¡Pobre iluso! ¡Cuánto hubiera dado por la vida! ¡Al confesarse había sacado una sortija de la boca, donde, para que no se la quitaran, habíala escondido, encargando al sacerdote devolverla a su linda prometida, que al recibirla dio, en cambio, la razón, que no ha recobrado hasta hoy, la pobre loca!

Los soldados de caballería enlazan, cada uno, su cadáver y los llevan arrastrando al cementerio, si bien algunos pedazos de cráneos, un brazo y otros miembros quedan en la plaza de Tucumán y sirven de pasto a los perros. ¡Ah! ¡Cuántas glorias arrastradas así por el lodo! ¡Don Juan Manuel Rosas hacía matar del mismo modo y casi al mismo tiempo, en San Nicolás de los Arroyos, veintiocho oficiales, fuera de ciento y más que habían perecido oscuramente! ¡Chacabuco, Maipú, Junín, Ayacucho, Ituzaingó! ¡Por qué han sido tus laureles una maldición para todos los que los llevaron!

Si al horror de estas escenas puede añadirse algo, es la suerte que cupo al respetable coronel Arraya, padre de ocho hijos: prisionero, con tres lanzadas en la espalda, se le hizo entrar en Tucumán a pie, desnudo, desangrándose y cargado con ocho fusiles. Extenuado de fatiga, fue preciso concederle una cama en una casa particular. A la hora de la ejecución en la plaza, algunos tiradores penetran hasta su habitación, y en la cama, lo traspasan a balazos, haciéndole morir, en medio de las llamaradas de las incendiadas sábanas.

El coronel Barcala, el ilustre negro, fue el único jefe exceptuado de esta carnicería, porque Barcala era el amo de Córdoba y de Mendoza, en donde los cívicos lo idolatraban. Era un instrumento que podía conservarse para lo futuro. ¿Quién sabe lo que más tarde podrá suceder?

Al día siguiente principia en toda la ciudad una operación que se llama secuestro. Consiste en poner centinelas en las puertas de todas las tiendas y almacenes, en las barracas de cueros, en las curtiembres de suelas, en los depósitos de tabaco. En todas, porque en Tucumán no hay federales, esta planta, que no ha podido crecer sino después de tres buenos riegos de sangre que ha dado al suelo Quiroga, y otro mayor que los tres juntos, que le otorgó Oribe. Ahora dicen que hay federales que llevan una cinta que lo acredita, en la que está escrito: ¡Mueran los salvajes, inmundos unitarios!

¡Cómo dudarlo un momento! Todas aquellas propiedades mobiliarias y los ganados de las campañas pertenecen, de derecho, a Facundo. Doscientas cincuenta carretas con la dotación de dieciséis bueyes cada una, se ponen en marcha para Buenos Aires, llevando los productos del país. Los efectos europeos se ponen en un depósito que surte a un baratillo, en el que los comandantes desempeñan el oficio de baratilleros. Se vende todo y a vil precio. Hay más todavía: Facundo en persona vende camisas, enaguas de mujeres, vestidos de niños; los despliega, los enseña y agita ante la muchedumbre: un medio, un real, todo es bueno; la mercadería se despacha, el negocio está brillante, faltan brazos, la multitud se agolpa, se ahoga en la apretura. Sólo sí empieza a notarse que, pasados algunos días, los compradores escasean, y en vano se les ofrecen pañuelos de espumilla, bordados, por cuatro reales; nadie compra. ¿Qué ha sucedido? ¿Remordimientos de la plebe? Nada de eso. Se ha agotado el dinero circulante: las contribuciones por una parte, el secuestro por la otra, la venta barata, han reunido el último medio que circulaba en la provincia. Si alguno queda en poder de los adictos u oficiales, la mesa de juego está ahí, para dejar, al fin y a la postre, vacías todas las bolsas. En la puerta de calle de la casa del general están secándose al sol hileras de zurrones de plata forrados en cuero. Ahí permanecen durante la noche, sin custodia, y sin que los transeúntes se atrevan siquiera a mirar.

¡Y no se crea que la ciudad ha sido abandonada al pillaje, o que el soldado haya participado de aquel botín inmenso! No; Quiroga repetía después, en Buenos Aires, en los círculos de sus compañeros: «Yo jamás he consentido que el soldado robe, porque me ha parecido inmoral.» Un chacarero se queja a Facundo, en los primeros días, de que sus soldados le han tomado algunas frutas. Hácelos formar, y los culpables son reconocidos. Seiscientos azotes es la pena que cada uno sufre. El vecino, espantado, pide por las víctimas, y le amenazan con llevar la misma porción. Porque así es el gaucho argentino: mata porque le mandan sus caudillos robar, y no roba, porque no se lo mandan. Si queréis averiguar cómo no se sublevan estos hombres y no se desencadenan contra el que no les da nada en cambio de su sangre y de su valor, preguntadle a don Juan Manuel Rosas todos los prodigios que pueden hacerse con el terror. ¡Él sabe mucho de eso! ¡No sólo al miserable gaucho, sino al ínclito general, al ciudadano fastuoso y envanecido, se le hacen obrar milagros! ¿No os decía que el terror produce resultados mayores que el patriotismo? El coronel del ejército de Chile don Manuel Gregorio Quiroga, ex gobernador federal de San Juan y jefe de Estado Mayor del ejército de Quiroga, convencido de que aquel botín de medio millón es sólo para el general, que acaba de dar de bofetadas a un comandante que ha guardado para sí algunos reales de la venta de un pañuelo, concibe el proyecto de sustraer algunas alhajas de valor, de las que están amontonadas en el depósito general, y resarcirse con ellas de sus sueldos. Descúbresele el robo, y el general le manda amarrar contra un poste y exponerlo a la vergüenza pública; y cuando el ejército regresa a San Juan, el coronel del ejército de Chile, ex gobernador de San Juan, el jefe del Estado Mayor, marcha a pie por caminos apenas practicables, acollarado con un novillo: ¡el compañero del novillo sucumbió en Catamarca, sin que se sepa si el novillo llegó a San Juan! En fin: sabe Facundo que un joven Rodríguez, de lo más esclarecido de Tucumán, ha recibido carta de los prófugos; lo hace aprehender, lo lleva él mismo a la plaza, lo cuelga y le hace dar seiscientos azotes. Pero los soldados no saben dar azotes como los que aquel crimen exige, y Quiroga toma las gruesas riendas que sirven para la ejecución, batiéndolas en el aire con su brazo hercúleo, y descarga cincuenta azotes para que sirvan de modelo. Concluido el acto, él en persona remueve la tina de salmuera, le refriega las nalgas, le arranca los pedazos flotantes y le mete el puño en las concavidades que aquéllos han dejado. Facundo vuelve a su casa, lee las cartas interceptadas y encuentra en ellas encargos de los maridos a sus mujeres, libranzas de los comerciantes, recomendaciones de que no tengan cuidado por ellos, etc. Una palabra no hay que pueda interesar a la política: entonces pregunta por el joven Rodríguez y le dicen que está expirando. En seguida se pone a jugar y gana miles. D. Francisco Reto y D. N. Lugones han murmurado, entre sí, algo sobre los horrores que presencian. Cada uno recibe trescientos azotes y la orden de retirarse a sus casas, cruzando la ciudad desnudos completamente, las manos puestas en la cabeza y las asentaderas chorreando sangre; soldados armados van a la distancia, para hacer que la orden se ejecute puntualmente. ¿Y queréis saber lo que es la naturaleza humana, cuando la infamia está entronizada y no hay a quién apelar en la tierra, contra los verdugos? D. N. Lugones, que es de carácter travieso, se da vuelta hacia su compañero de suplicio, y le dice con la mayor compostura: «Pásame, compañero, la tabaquera; ¡pitemos un cigarro!» En fin: la disentería se declara en Tucumán, y los médicos aseguran que no hay remedio, que viene de afecciones morales, del terror, enfermedad contra la cual no se ha hallado remedio en la República Argentina hasta el día de hoy. Facundo se presenta un día en una casa y pregunta por la señora a un grupo de chiquillos que juegan a las nueces; el más atisbado contesta que no está. «Dile que yo he estado aquí.» «¿Y quién es usted?» «Soy Facundo Quiroga...» El niño cae redondo, y sólo el año pasado ha empezado a dar indicios de recobrar un poco la razón; los otros echan a correr llorando a gritos; uno se sube a un árbol, otro salta unas tapias y se da un terrible golpe... ¿Qué quería Facundo con esta señora?... ¡Era una hermosa viuda que había atraído sus miradas y venía a solicitarla! Porque en Tucumán, el cupido o el sátiro no estaba ocioso. Agrádale una jovencita, le habla y le propone llevarla a San Juan. Imaginaos lo que la pobre niña podría contestar a esta deshonrosa proposición hecha por un tigre. Se ruboriza, y balbuciendo, contesta que ella no puede resolver... Que su padre... Facundo se dirige al padre, y el angustiado padre, disimulando su horror, objeta que quién le responde de su hija; que la abandonarán. Facundo satisface todas las objeciones, y el infeliz padre, no sabiendo lo que dice y creyendo cortar aquel mercado abominable, propone que se le haga un documento... Facundo toma la pluma y extiende la seguridad requerida; pasando papel y pluma al padre para que firme el convenio. El padre es padre al fin, y la naturaleza habla diciendo: «¡No firmo, mátame!» «¡Eh, viejo cochino!», le contesta Quiroga, y toma la puerta, ahogándose de rabia.

Quiroga, el campeón de la causa que han jurado los pueblos, como se estila decir por allá, era bárbaro, avaro y lúbrico, y se entregaba a sus pasiones sin embozo: su sucesor no saquea los pueblos, es verdad; no ultraja el pudor de las mujeres; no tiene más que una pasión, una necesidad: la sed de sangre humana y la del despotismo. En cambio, sabe usar de las palabras y de las formas que satisfacen a las exigencias de los indiferentes. Los salvajes, los sanguinarios, los pérfidos, inmundos unitarios, el sanguinario duque de Abrantes, el pérfido Ministerio del Brasil, ¡la federación!, ¡el sentimiento americano!, ¡el oro inmundo de Francia, las pretensiones inicuas de la Inglaterra, la conquista europea! Palabras así bastan para encubrir la más espantosa y larga serie de crímenes que ha visto el siglo XIX. ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡me prosterno y humillo ante tu poderosa inteligencia! ¡Sois grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo tú has comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla!; ¡que todos los gobiernos del mundo civilizado te acatarán, a medida que seas más insolente! ¡Pisoteadla!; ¡que no te faltarán perros fieles que, recogiendo el mendrugo que les tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar en el pecho vuestra marca colorada por todas las capitales americanas! ¡Pisoteadla!, ¡oh!, ¡sí: pisoteadla!...

En Tucumán, Salta y Jujuy quedaba, por la invasión de Quiroga, interrumpido o debilitado un gran movimiento industrial y progresivo, en nada inferior al que de Mendoza indicamos. El doctor Colombres, a quien Facundo cargaba de prisiones, había introducido y fomentado el cultivo de la caña de azúcar, a que tanto se presta el clima, no dándose por satisfecho de su obra hasta que diez grandes ingenios estuvieron en movimiento. Costear plantas de La Habana, mandar agentes a los ingenios del Brasil, para estudiar los procedimientos y aparejos; destilar la melaza, todo se había realizado con ardor y suceso cuando Facundo echó sus caballadas en los cañaverales y desmontó gran parte de los nacientes ingenios. Una sociedad de agricultura publicaba ya sus trabajos y se preparaba a ensayar el cultivo del añil y de la cochinilla. A Salta se habían traído, de Europa y Norteamérica, talleres y artífices para tejidos de lana, paños abatanados, jergones para alfombras y tafiletes, de todo lo que ya se había alcanzado resultados satisfactorios. Pero lo que más preocupaba a aquellos pueblos, porque es lo que más vitalmente les interesa, era la navegación del Bermejo, grande artería comercial, que, pasando por las inmediaciones o términos de aquellas provincias, afluye al Paraná, y abre una salida a las inmensas riquezas que aquel cielo tropical derrama por todas partes. El porvenir de aquellas hermosas provincias depende de la habilitación, para el comercio, de las vías acuáticas; de ciudades mediterráneas -pobres y poco populosas- podrían convertirse, en diez años, en otros tantos focos de civilización y de riqueza si pudiesen, favorecidas por un Gobierno hábil, consagrarse a allanar los ligeros obstáculos que se oponen a su desenvolvimiento. No son éstos sueños quiméricos de un porvenir probable, pero lejano, no.

En Norteamérica, las márgenes del Mississipí y de sus afluentes se han cubierto, en menos de diez años, no sólo de populosas y grandes ciudades, sino de Estados nuevos, que han entrado a formar parte de la Unión; y el Mississipí no es más aventajado que el Paraná; ni el Ohío, el Illinois o el Arkansas recorren territorios más feraces ni comarcas más extensas que las del Pilcomayo, el Bermejo, el Paraguay y tantos grandes ríos que la Providencia ha colocado entre nosotros, para marcarnos el camino que han de seguir más tarde las nuevas poblaciones que formarán la Unión Argentina. Rivadavia había puesto, en la carpeta de su bufete, como asunto vital, la navegación interna de los ríos: en Salta y Buenos Aires se había formado una grande asociación que contaba con medio millón de pesos, y el ilustre Soria realizado su viaje y publicado la carta del río. ¡Cuánto tiempo perdido desde 1825 hasta 1845! ¡Cuánto tiempo más aún, hasta que Dios sea servido ahogar el monstruo de la Pampa! Porque Rosas, oponiéndose tan tenazmente a la libre navegación de los ríos; protestando temores de intrusión europea; hostilizando a las ciudades del interior y abandonándolas a sus propios esfuerzos, no obedece, simplemente, a las preocupaciones godas contra los extranjeros, no cede, solamente, a las sugestiones de porteño ignorante que posee el puerto y la aduana general de la República, sin cuidarse de desenvolver la civilización y la riqueza de toda esta nación, para que su puerto esté lleno de buques cargados de productos del interior y su aduana de mercaderías, sino que, principalmente, sigue sus instintos de gaucho de la pampa, que mira con horror el agua, con desprecio, los buques y que no conoce más dicha ni felicidad igual a la de montar un buen parejero para transportarse de un lugar a otro. ¿Qué le importa la morera, el azúcar, el añil, la navegación de los ríos, la inmigración europea y todo lo que sale del estrecho círculo de ideas en que se ha criado? ¿Qué le va en fomentar el interior, a él, que vive en medio de las riquezas y posee una aduana que, sin nada de eso, le da dos millones de fuertes anuales? Salta, Jujuy, Tucumán, Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos serían hoy otras tantas Buenos Aires si se hubiese continuado el movimiento industrial y civilizador, tan poderosamente iniciado por los antiguos unitarios, y del que, sin embargo, han quedado tan fecundas semillas. Tucumán tiene, hoy, una grande explotación de azúcares y licores, que sería su riqueza si pudiese sacarlos a poco costo de flete a las costas, a permutarlos por las mercaderías en esa ingrata y torpe Buenos Aires, desde donde le viene hoy el movimiento barbarizador, impreso por el gaucho de la marca colorada. Pero no hay males que sean eternos, y un día abrirán los ojos esos pobres pueblos a quienes se les niega toda libertad de moverse y se les priva de todos los hombres capaces e inteligentes que podrían llevar a cabo la obra a realizar, en pocos años, el porvenir grandioso a que están llamados por la naturaleza, aquellos países que hoy permanecen estacionarios, empobrecidos y devastados. ¿Por qué son perseguidos en todas partes, o más bien, por qué eran unitarios salvajes y no federales sabios, toda esa multitud de hombres animosos y emprendedores que consagraban su tiempo a diversas mejoras sociales: éste a fomentar la educación pública, aquél a introducir el cultivo de la morera, éste otro al de la caña de azúcar, ése otro a seguir el curso de los grandes ríos, sin otro interés personal, sin otra recompensa que la gloria de merecer bien de sus conciudadanos? ¿Por qué ha cesado este movimiento y esta solicitud? ¿Por qué no vemos levantarse de nuevo el genio de la civilización europea, que brillaba antes, aunque en bosquejo, en la República Argentina? ¿Por qué su Gobierno, unitario hoy, como no lo intentó jamás el mismo Rivadavia, no ha dedicado una sola mirada a examinar los inextinguibles y no tocados recursos de un suelo privilegiado? ¿Por qué no se ha consagrado una vigésima parte de los millones que devora una guerra fratricida y de exterminio a fomentar la educación del pueblo y promover su ventura? ¿Qué le ha dado, en cambio de sus sacrificios y de sus sufrimientos? ¡Un trapo colorado! A esto ha estado reducida la solicitud del Gobierno durante quince años; ésta es la única medida de administración nacional, el único punto de contacto entre el amo y el siervo: ¡marcar el ganado!




ArribaAbajo13. ¡¡¡Barranca - Yaco!!!

El fuego que por tanto tiempo abrasó la Albania, se apagó ya. Se ha limpiado toda la sangre roja, y las lágrimas de nuestros hijos han sido enjugadas. Ahora nos atamos con el lazo de la federación y de la amistad.


COLDEN'S, History of six nations.                


El vencedor de la Ciudadela ha empujado fuera de los confines de la República a los últimos sostenedores del sistema unitario. Las mechas de los cañones están apagadas y las pisadas de los caballos han dejado de turbar el silencio de la Pampa. Facundo ha vuelto a San Juan y desbandado su ejército, no sin devolver en efectos de Tucumán las sumas arrancadas por la violencia a los ciudadanos. ¿Qué queda por hacer? La paz es ahora la condición normal de la República, como lo había sido antes un estado perpetuo de oscilación y de guerra.

Las conquistas de Quiroga habían terminado por destruir todo sentimiento de independencia en las provincias, toda regularidad en la administración. El nombre de Facundo llenaba el vacío de las leyes; la libertad y el espíritu de ciudad habían dejado de existir, y los caudillos de provincias reasumídose en uno general, para una porción de la República. Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis reposaban, más bien que se movían, bajo la influencia de Quiroga. Lo diré todo de una vez: el federalismo había desaparecido con los unitarios, y la fusión unitaria más completa acababa de obrarse en el interior de la República, en la persona del vencedor. Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la República, y que había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el interior; a no ser que, para poner en duda este hecho, concibamos que puede existir federación de ciudades que han perdido toda espontaneidad y están a merced de un caudillo. Pero, no obstante la decepción de las palabras usuales, los hechos son tan claros que ninguna duda dejan. Facundo habla en Tucumán, con desprecio, de la soñada federación; propone a sus amigos que se fijen para Presidente de la República en un provinciano; indica para candidato al Dr. D. José Santos Ortiz, ex gobernador de San Luis, su amigo y secretario: «No es gaucho bruto como yo; es doctor y hombre de bien -dice-. Sobre todo, el hombre que sabe hacer justicia a sus enemigos, merece toda confianza.»

Como se ve, en Facundo, después de haber derrotado a los unitarios y dispersado a los doctores, reaparece su primera idea antes de haber entrado en la lucha, su decisión por la Presidencia y su convencimiento de la necesidad de poner orden en los negocios de la República. Sin embargo, algunas dudas lo asaltan. «Ahora, general -le dice alguno-, la nación se constituirá bajo el sistema federal. No queda ni la sombra de los unitarios.» «¡Hum! -contesta meneando la cabeza-, todavía hay trapitos que machucar10 -Y con aire significativo añade-: Los amigos de abajo11 no quieren Constitución.» Estas palabras las vertía, ya, desde Tucumán. Cuando le llegaron comunicaciones de Buenos Aires y gacetas en que se registraban los ascensos concedidos a los oficiales generales que habían hecho la estéril campaña de Córdoba, Quiroga decía al general Huidobro: «Vea usted si han sido para mandarme dos títulos en blanco, para premiar a mis oficiales, después que nosotros lo hemos hecho todo. ¡Porteños habían de ser!» Sabe que López tiene en su poder su caballo moro sin mandárselo, y Quiroga se enfurece con la noticia. «¡Gaucho, ladrón de vacas! -exclama-. ¡Caro te va a costar el placer de montar en bueno!» Y como las amenazas y los denuestos continuasen, Huidobro y otros jefes se alarmaban de la indiscreción con que se vierte de una manera tan pública.

¿Cuál es el pensamiento secreto de Quiroga? ¿Qué ideas lo preocupan desde entonces? Él no es gobernador de ninguna provincia; no conserva ejército sobre las armas; tan sólo le quedaba un nombre reconocido y temido en ocho provincias y un armamento. A su paso por La Rioja ha dejado escondidos en los bosques todos los fusiles, sables, lanzas y tercerolas que ha recolectado en los ocho pueblos que ha recorrido; pasan de doce mil armas. Un parque de veintiséis piezas de artillería queda en la ciudad, con depósitos abundantes de municiones y fornituras; dieciséis mil caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Huaco, que es un inmenso valle cerrado por una estrecha garganta. La Rioja es, además de la cuna de su poder, el punto central de las provincias que están bajo su influencia. A la menor señal, el arsenal aquel proveerá de elementos de guerra a doce mil hombres. Y no se crea que lo de esconder los fusiles en los bosques es una ficción poética. Hasta el año 1841 se han estado desenterrando depósitos de fusiles, y créese todavía, aunque sin fundamento, que no se han exhumado todas las armas escondidas bajo de tierra entonces. El año 1830, el general Madrid se apoderó de un tesoro de treinta mil pesos pertenecientes a Quiroga, y muy luego fue denunciado otro de quince.

Quiroga le escribía, después, haciéndose cargo de noventa y tres mil pesos que, según su dicho, contenían aquellos dos entierros, que, sin duda, entre otros, había dejado en La Rioja desde antes de la batalla de Oncativo, al mismo tiempo que daba muerte y tormento a tantos ciudadanos, a fin de arrancarles dinero para la guerra. En cuanto a las verdaderas cantidades escondidas, el general Madrid ha sospechado después que la aserción de Quiroga fuese exacta, por cuanto habiendo caído prisionero el descubridor, ofreció diez mil pesos por su libertad, y no habiéndola obtenido, se quitó la vida, degollándose. Estos acontecimientos son demasiado ilustrativos para que me excuse de referirlos.

El interior tenía, pues, un jefe; y el derrotado de Oncativo, a quien no se habían confiado otras tropas en Buenos Aires, que unos centenares de presidiarios, podía ahora mirarse como el segundo, si no el primero, en poder. Para hacer más sensible la escisión de la República en dos fracciones, las provincias litorales del Plata habían celebrado un convenio o federación, por la cual se garantían mutuamente su independencia y libertad; verdad es que el federalismo feudal existía allí fuertemente constituido en López, de Santa Fe, Ferré, Rosas, jefes natos de los pueblos que dominaban; porque Rosas empezaba ya a influir como árbitro en los negocios públicos. Con el vencimiento de Lavalle había sido llamado al Gobierno de Buenos Aires, desempeñándolo hasta 1832 con la regularidad que podría haberlo hecho otro cualquiera. No debo omitir un hecho, sin embargo, que es un antecedente necesario. Rosas solicitó desde los principios ser investido de facultades extraordinarias, y no es posible detallar las resistencias que sus partidarios de la ciudad le oponían. Obtúvolas, empero, a fuerza de ruegos y de seducciones, para mientras tanto durase la guerra de Córdoba; concluida la cual, empezaron de nuevo las exigencias de hacerle desnudarse de aquel poder ilimitado. La ciudad de Buenos Aires no concebía, por entonces, cualesquiera que fuesen las ideas de partido que dividiesen a sus políticos, cómo podía existir un gobierno absoluto. Rosas, empero, resistía blandamente, mañosamente. «No es para hacer uso de ellas -decía-, sino porque, como dice mi secretario García Zúñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar con el chicote en la mano para que respeten la autoridad.» La comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar. Los ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro. El ex gobernador no descendía, empero, a confundirse con los ciudadanos; la obra de tantos años de paciencia y de acción estaba a punto de terminarse; el período legal en que había ejercido el mando le había enseñado todos los secretos de la ciudadela; conocía sus avenidas, sus puntos mal fortificados; y si salía del Gobierno, era sólo para poder tomarlo desde afuera por asalto, sin restricciones constitucionales, sin trabas ni responsabilidad. Dejaba el bastón, pero se armaba de la espada, para venir con ella más tarde, y dejar uno y otro por el hacha y las varas, antigua insignia de los reyes romanos. Una poderosa expedición de que él se había nombrado jefe, se había organizado durante el último período de su gobierno, para asegurar y ensanchar los límites de la provincia hacia el sur, teatro de las frecuentes incursiones de los salvajes. Debía hacerse una batida general bajo un plan grandioso; un ejército compuesto de tres divisiones obraría sobre un frente de cuatrocientas leguas, desde Buenos Aires hasta Mendoza. Quiroga debía mandar las fuerzas del interior, mientras que Rosas seguiría la costa del Atlántico con su división. Lo colosal y lo útil de la empresa ocultaba, a los ojos del vulgo, el pensamiento puramente político que bajo el velo tan especioso se disimulaba. Efectivamente: ¿qué cosa más bella que asegurar la frontera de la República hacia el sur, escogiendo un gran río por límite con los indios, y resguardándola con una cadena de fuertes, propósito en manera alguna impracticable, y que en el Viaje de Cruz desde Concepción a Buenos Aires había sido luminosamente desenvuelto? Pero Rosas estaba muy distante de ocuparse de empresas que sólo al bienestar de la República propendiesen. Su ejército hizo un paseo marcial hasta el Río Colorado, marchando con lentitud y haciendo observaciones sobre el terreno, clima y demás circunstancias del país que recorrería. Algunos toldos de indios fueron desbaratados, alguna chusma hecha prisionera; a esto limitáronse los resultados de aquella pomposa expedición, que dejó la frontera indefensa como estaba antes y como se conserva hasta el día de hoy. Las divisiones de Mendoza y San Luis tuvieron resultados menos felices aún, y regresaron, después de una estéril incursión en los desiertos del sur. Rosas enarboló entonces, por la primera vez, su bandera colorada, semejante en todo a la de Argel o a la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del Desierto, que venía en corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las Leyes, de esas mismas leyes que se proponía abrogar por su base.12

Facundo, demasiado penetrante para dejarse alucinar sobre el objeto de la grande expedición, permaneció en San Juan hasta el regreso de las divisiones del interior. La de Huidobro, que había entrado al desierto por frente de San Luis, salió en derechura de Córdoba, y a su aproximación fue sofocada una revolución capitaneada por los Castillo, que tenía por objeto quitar del Gobierno a los Reinafé, que obedecían a la influencia de López. Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la inspiración de Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan, residencia de Quiroga y todos sus fautores, Arredondo, Camargo, etc., eran sus decididos partidarios. Los periódicos de la época no dijeron nada, empero, sobre las conexiones de Facundo con aquel movimiento; y cuando Huidobro se retiró a sus acantonamientos, y Arredondo y otros caudillos fueron fusilados, nada quedó por hacerse ni decirse sobre aquellos movimientos; porque la guerra que debían hacerse entre sí las dos fracciones de la República, los dos caudillos que se disputaban sordamente el mando, debía serlo sólo de emboscadas, de lazos y de traiciones. Es un combate mudo, en que no se miden fuerzas, sino audacia de parte del uno y astucia y amaños por parte del otro. Esta lucha entre Quiroga y Rosas es poco conocida, no obstante que abraza un período de cinco años. Ambos se detestan, se desprecian; no se pierden de vista un momento, porque cada uno de ellos siente que su vida y su porvenir dependen del resultado de este juego terrible.

Creo oportuno hacer sensible, por un cuadro, la geografía política de la República desde 1832 adelante, para que el lector comprenda mejor los movimientos que empiezan a operarse:

REPÚBLICA ARGENTINA
REGIÓN DE LOS ANDES
Unidad bajo la influencia de Quiroga
LITORAL DEL PLATA
Federación bajo el pacto de la Liga Litoral
JujuyCatamarca
Salta La Rioja
TucumánSan Juan
Mendoza
San Luis
Corrientes-Ferré
Entre Ríos
Santa Fe
Córdoba
-López
Buenos Aires-Rosas
Fracción feudal
Santiago del Estero, bajo la dominación de Ibarra

López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre Ríos, por medio de Echagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba, por los Reinafé. Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo a Corrientes fuera de la lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón de Astrada volvió las armas de aquella provincia contra Rosas, que con su acrecentamiento de poder había hecho ilusorio el pacto de la Liga. Ese mismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaró desertor, en 1840, a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejército correntino; y después de la batalla de Caaguazú quitó el general Paz el ejército victorioso, haciendo, así, malograr las ventajas decisivas que pudo producir aquel triunfo.

Ferré, en estos procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atrás había promovido, estaba inspirado por el espíritu provincial de independencia y aislamiento que había despertado en todos los ánimos la revolución de la Independencia. Así, pues, el mismo sentimiento que había echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de 1826, le hacía, desde 1838, echarse en la oposición a Rosas, que centralizaba el poder. De aquí nacen los desaciertos de aquel caudillo y los desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú, estéril no sólo para la República en general, sino para la provincia misma de Corrientes; pues, centralizado el resto de la nación por Rosas, mal podría ella conservar su independencia feudal y federal.

Terminada la expedición al sur, o, por mejor decir, desbaratada, porque no tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos Aires, acompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin haberse tomado la molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientos subversivos de toda forma recibida podrían dar lugar a muy largos comentarios, si no fueran sistemáticos y característicos. ¿Qué objeto llevaba a Quiroga, esta vez, a Buenos Aires? ¿Es otra invasión que, como la de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? El espectáculo de la civilización ¿ha dominado, al fin, su rudeza selvática, y quiere vivir en el seno del lujo y de las comodidades? Yo creo que todas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo su mal aconsejado viaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altas dotes de espíritu que permiten a un hombre corresponder siempre a su nueva posición, por encumbrada que sea. Facundo se establece en Buenos Aires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notables: compra seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; habla con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la palabra Constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actos de barbarie, poco conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces y justificados por la necesidad de vencer, por la de su propia conservación. Su conducta es mesurada; su aire, noble e imponente, no obstante que lleva chaqueta, el poncho terciado y la barba y el pelo enormemente abultados.

Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos ensayos de su poder personal. Un hombre, con cuchillo en mano, no quería entregarse a un sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozado en su poncho, como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho, lo abraza e inmoviliza. Después de desarmado, él mismo lo conduce a la Policía, sin haber querido dar su nombre al sereno, como tampoco lo dio en la Policía, donde fue, sin embargo, reconocido por un oficial; los diarios publicaron, al día siguiente, aquel acto de arrojo. Sabe, una vez, que cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos de barbarie en el interior. Facundo se dirige a su botica y lo interroga. El boticario le impone y le dice que allí no está en las provincias para atropellar a nadie impunemente. Este suceso llena de placer a toda la ciudad de Buenos Aires. ¡Pobre Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un año más, y seréis tratada con más brutalidad de la que fue tratado el interior por Quiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de Quiroga, en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se ve tratado tan sin miramiento, extiende el brazo, coge el puñal, se endereza en la cama donde está recostado y en seguida vuelve a reclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allí otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hace justicia a sí mismo.

Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sino frac o levita, y a uno de ellos, que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepiente de su locura. Cuando algún coronel le habla de enrolar en su cuerpo, en clase de oficial, a alguno de sus hijos: «Si fuera un regimiento mandado por Lavalle -contesta, burlándose-, ya; ¡pero en estos cuerpos!...» Si se habla de escritores, ninguno hay que, en su concepto, pueda rivalizar con los Varela, que tanto mal han dicho de él. Los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz: «ambos tenían las más sanas intenciones». A los unitarios sólo exige un secretario como el doctor Ocampo, un político que redacte una Constitución, y con una imprenta, se marchará a San Luis, y desde allí la enseñará a toda la República en la punta de una lanza. Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas, no careciesen de hechos que viniesen a darles cuerpo. La falta de hábitos de trabajo, la pereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del terror, acaso la novedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen en una expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entrega maniatado a su astuto rival. No han quedado hechos ningunos que acrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son sus inteligencias con los gobernadores del interior y sus indiscretas palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se resuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo rechacen como desertor de sus filas.

Y mientras tanto que se abandona, así, a una peligrosa indolencia, ve cada día acercarse el boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. El año 1833, Rosas se hallaba ocupado de su fantástica expedición, y tenía su ejército obrando al sur de Buenos Aires, desde donde observaba al Gobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires presentó poco después uno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que sucedería en la Tierra si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el malestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las oscilaciones del globo atraído fuera de su órbita, hasta que, al fin, los sacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo, traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas de que nuestro globo ha sido testigo.

Tal era la influencia que Rosas ejercía en 1834. El Gobierno de Buenos Aires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazado en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicación de éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitante exigida por el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no obedecía a la ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de este desacato de sus adictos; más tarde, la desobediencia entraba en la ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles, a caballo, disparando tiros que daban muerte a algunos transeúntes. Esta desorganización de la sociedad iba, de día en día, aumentándose como un cáncer y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino que traía desde la tienda de Rosas a la campaña; de la campaña, a un barrio de la ciudad; de allí, a cierta clase de hombres, los carniceros, que eran los principales instigadores. El Gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833 al empuje de este desbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosas trabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe del Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno; pero el partido federal de la ciudad burla, todavía, sus esfuerzos, y quiere hacer frente. La Junta de Representantes se reúne en medio del conflicto que trae la acefalía del Gobierno, y el general Viamonte, a su llamada, se presenta, con la prisa, en traje de casa y se atreve aun a hacerse cargo del Gobierno. Por un momento parece que el orden se restablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las calles, que distribuyen latigazos a los paseantes. Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente, se veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose, de manzana en manzana, de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., que se había oído el tropel lejano de caballos.

Una de estas veces, marchaba Facundo Quiroga por una calle, seguido de un ayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas, a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una mirada de desdén sobre aquellos grupos y dice a su edecán: «¡Este pueblo se ha enloquecido!» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después de la caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido -decía- si yo hubiese estado aquí.» «¿Y qué habría hecho, general? -le replicaba uno de los que escuchándole había-; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de Buenos Aires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra melena y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca: «¡Mire usted! Habría salido a la calle, y al primer hombre que hubiera encontrado, le habría dicho: ¡Sígame!, y ese hombre me habría seguido!...» Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tan imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista, y por largo tiempo nadie se atrevió a despegar los labios.

El general Viamonte renuncia, al fin, porque ve que no se puede gobernar, que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la administración. Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide, por favor, a los más animosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogen de hombros y ganan sus casas, amedrentados. Al fin, se coloca a la cabeza del Gobierno el doctor Maza, el maestro, el mentor y amigo de Rosas, y creen haber puesto remedio al mal que los aqueja. ¡Vana esperanza! El malestar crece, lejos de disminuir. Anchorena se presenta al Gobierno, pidiendo que reprima los desórdenes, y sabe que no hay medio alguno a su alcance; que la fuerza de la Policía no obedece; que hay órdenes de afuera. El general Guido, el doctor Alcorta, dejan oír, todavía, en la Junta de Representantes, algunas protestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tiene a la ciudad; pero el mal sigue, y, para agravarlo, Rosas reprocha al Gobierno, desde su campamento, los desórdenes que él mismo fomenta. ¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una Comisión de la Sala va a ofrecerle el Gobierno: le dice que sólo él puede poner término a aquella angustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y nuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo todo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza el período legal se prolongan a cinco y se le entrega la suma del poder público, palabra nueva, cuyo alcance sólo él comprende.

En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas, cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero que podía hacer estallar la guerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los lomos negros, han perdido toda influencia en el Gobierno; cuando más, tienen valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable la capitulación. Rosas, entretanto que la ciudad se rinde a discreción, con sus instituciones, sus garantías individuales, con sus responsabilidades impuestas al Gobierno, agita, fuera de Buenos Aires, otra máquina no menos complicada. Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una entrevista en que conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdoba está bajo la influencia de López, que ha puesto, a su cabeza, a los Reinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia, para apagar las chispas que se han levantado en el norte de la República; nadie sino él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste, vacila; pero se decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera dirige, en presencia de varios amigos, sus adioses a la ciudad. «Si salgo bien -dice, agitando la mano-, te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros pensamientos vienen a asomar en aquel momento a su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector algo parecido a lo que manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterloo?

Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene la galera. El vecino maestre de posta acude solícito a pasarla: se ponen nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza. Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas, al mismo maestre de posta. La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en el campo, en medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara. Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la pampa como una exhalación; camina todos los días hasta las dos de la mañana, y se pone en marcha, de nuevo, a las cuatro. Acompáñanle el doctor Ortiz, su secretario, y un joven conocido, a quien a su salida encontró inhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de su vehículo. En cada posta a que llega hace preguntar inmediatamente: «¿A qué hora ha pasado un chasque de Buenos Aires?» «Hace una hora.» «¡Caballos sin pérdida de momento!», grita Quiroga. Y la marcha continúa. Para hacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo se habían abierto; durante tres días, la lluvia no cesa un momento, y el camino se ha convertido en un torrente.

Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe, la inquietud de Quiroga se aumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabe que no hay caballos y que el maestre de posta está ausente. El tiempo que pasa antes de procurarse nuevos tiros es una agonía mortal para Facundo, que grita a cada momento: «¡Caballos! ¡Caballos!» Sus compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto, asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizo ahora y lleno de temores, al parecer, quiméricos. Cuando la galera logra ponerse en marcha, murmura en voz baja, como si hablara consigo mismo: «Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.» En el paso del Río Tercero acuden los gauchos de la vecindad a ver al famoso Quiroga, y pasan la galera punto menos que a hombros.

Últimamente, llega a la ciudad de Córdoba a las nueve y media de la noche, y una hora después del arribo del chasque de Buenos Aires, a quien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé acude a la posta, donde Facundo está aún en la galera, pidiendo caballos, que no hay en aquel momento; salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase la noche en la ciudad, donde el Gobierno se prepara a hospedarlos dignamente. «¡Caballos necesito!», es la breve respuesta que da Quiroga. «¡Caballos!», replica a cada nueva manifestación de interés o solicitud de parte de Reinafé, que se retira, al fin, humillado, y Facundo parte para su destino a las doce de la noche.

La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada por los más extraños rumores: los amigos del joven que ha venido, por casualidad, en compañía de Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel a visitarlo. Se admiran de verlo vivo, y le hablan del peligro inminente de que se ha salvado. Quiroga debía ser asesinado en tal punto; los asesinos son N. y N.; las pistolas han sido compradas en tal almacén; han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se han negado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de su marcha, pues no bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo, cuando se presenta él mismo y hace abortar todos los preparativos. Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está instruida de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones.

Quiroga, en tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre los gobernantes hostiles y regresa por Córdoba, a despecho de las reiteradas instancias de los gobernadores de Santiago y Tucumán, que le ofrecen una gruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el camino de Cuyo para regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y le hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sin medios adecuados de defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo, desentierra sus inmensos depósitos de armas a su paso por La Rioja y arma las ocho provincias que están bajo su influencia? Quiroga lo sabe todo: aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe el peligro de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y más inminente que le aguarda, porque no han desistido sus enemigos del concebido designio. «¡A Córdoba!», grita a los postillones al ponerse en marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje.13

Antes de llegar a la posta del Ojo de Agua, un joven sale del bosque y se dirige hacia la galera, requiriendo al postillón que se detenga. Quiroga asoma la cabeza por la portezuela, y le pregunta lo que se le ofrece. «Quiero hablar al doctor Ortiz.» Desciende éste, y sabe lo siguiente: «En las inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco está apostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera deben hacerle fuego de ambos lados y matar, en seguida, de postillones arriba; nadie debe escapar; ésta es la orden.» El joven, que ha sido en otro tiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénele caballo allí mismo para que monte y se escape con él; su hacienda está inmediata. El secretario, asustado, pone en conocimiento de Facundo lo que acaba de saber, y le insta para que se ponga en seguridad. Facundo interroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buena acción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. «No ha nacido todavía -le dice en voz enérgica- el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío, esa partida, mañana, se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.»

Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticias hasta este momento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar la muerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su elevación, lo llevan, maniatado, a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida. Tiene a menos evitar el peligro, y cuenta con el terror de su nombre para hacer caer las cuchillas levantadas sobre su cabeza. Esta explicación me la daba a mí mismo antes de saber que sus propias palabras la habían hecho inútil.

La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de Agua es de tal manera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte cierta e inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima a Quiroga, que creo no deber omitir ninguno de sus detalles, tanto más cuanto que, siendo, por fortuna, sus pormenores tan auténticos, sería criminal descuido no conservarlos; porque, si alguna vez un hombre ha apurado todas las heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debido parecer horrible, es aquella en que un triste deber, el de acompañar a un amigo temerario, nos la impone, cuando no hay infamia ni deshonor en evitarla.14

El doctor Ortiz llama aparte al maestre de posta y lo interroga encarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que han recibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va a oír! Santos Pérez ha estado allí, con su partida de treinta hombres, una hora antes de su arribo; van todos armados de tercerola y sable; están ya apostados en el lugar designado; deben morir todos los que acompañan a Quiroga, así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestre de posta. Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera en nada la determinación de Quiroga, que después de tomar una taza de chocolate, según su costumbre, se duerme profundamente. El doctor Ortiz gana también la cama no para dormir, sino para acordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Y todo ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por no incurrir en la tacha de desleal. A medianoche, la inquietud de la agonía le hace insoportable la cama; levántase y va a buscar a su confidente: «¿Duerme, amigo?», le pregunta en voz baja. «¡Quién ha de dormir, señor, con esta cosa tan horrible!» «¿Conque no hay duda? ¡Qué suplicio el mío!» «¡Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dos postillones, que deben ser muertos también! Esto me mata. Aquí hay un niño que es sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; pero el otro... ¿A quién mandaré?, ¡a hacerlo morir inocentemente!»

El doctor Ortiz hace un último esfuerzo por salvar su vida y la del compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña, si se obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo, con gesto airado y palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro en contrariarlo allí que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en la galera y las cargue: a esto se reducen todas sus precauciones.

Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad y el negro, que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella, con los sables desnudos, y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace, por el momento, vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga «¿Qué significa esto?», recibe por toda contestación un balazo en un ojo que le deja muerto. Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al malaventurado ministro y manda, concluida la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos, y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo. «¿Qué muchacho es éste?», pregunta, viendo al niño de posta, único que queda vivo. «Este es un sobrino mío -contesta el sargento de la partida-; yo respondo de él con mi vida.» Santos Pérez se acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida, desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro. Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos Pérez; después, huyendo de las partidas que lo persiguen, oculto en las breñas de las rocas, o en los bosques enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su guarida, sus miradas inquietas se hunden en la oscuridad de los árboles sombríos, para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el bultito blanquecino del niño; y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada dos caminos, lo arredra ver venir por el que él deja al niño animando su caballo.

Facundo decía también que un solo remordimiento lo aquejaba: ¡la muerte de los veintiséis oficiales fusilados en Mendoza!

¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo, el pago de Santa Catalina fue una republiqueta adonde los veteranos del ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas, habría sido el digno rival de Quiroga; con sus vicios, sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y rizada. Largo tiempo fue después perseguido por la justicia, y nada menos que cuatrocientos hombres andaban en su busca. Al principio, los Reinafé lo llamaron, y en la casa de Gobierno fue recibido amigablemente. Al salir de la entrevista, empezó a sentir una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo, quien informado por él de haber tomado una copa de licor que se le brindó, le dio un elixir que le hizo arrojar, oportunamente, el arsénico que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el comandante Casanova, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el comandante Casanova era jefe hacía el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta en la puerta y le dice: «Aquí estoy; ¿qué quería decirme?» «¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese.» «¡No! ¿Para qué me ha hecho llamar?» El comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda, le dice: «¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido para convencerme no más.» Cuando se dio orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil. Había dado de golpes a la querida con quien dormía: ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando despierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas, y no encontrándolas: «Estoy rendido -dice con serenidad-. ¡Me han quitado las pistolas!» El día que lo entraron a Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa de Gobierno. A su vista gritaba el populacho: ¡Muera Santos Pérez!, y él, meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: «¡Tuviera aquí mi cuchillo!» Al bajar del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: «¡Muera el tirano!»; y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la de Dantón, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban, de vez en cuando, en el cadalso como en un andamio de arquitectos.

El Gobierno de Buenos Aires dio un aparato solemne a la ejecución de los asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada de balazos estuvo largo tiempo al examen del pueblo, y el retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados, fueron litografiados y distribuidos por millares, como también extractos del proceso, que se dio a luz en un volumen en folio. La Historia imparcial espera, todavía, datos y relaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos...