Del humor y los humores en «El
jardín de Venus». Las otras fábulas de Samaniego
Montserrat Ribao Pereira
Universidad de Vigo
La literatura erótica es la vertiente creadora menos conocida
del siglo XVIII español. Moratín, Iriarte, Valdés,
Cadalso... cultivaron esta temática desde perspectivas diferentes, que
van desde la exquisita anacreóntica de
Batilo, al minucioso recorrido por el Madrid de
los putañeros de don Nicolás1.
Samaniego participa de esta corriente con las fábulas
recogidas en
El jardín de Venus, que escribe a partir
de 1790, momento en que el autor de las ya célebres
Fábulas en verso castellano para uso del Real
Seminario Vascongado (1781) se traslada a su villa natal de Laguardia, en
la Rioja alavesa, tras abandonar la corte (E. Palacios 1975, S. Velilla). El
propio Jovellanos alude en sus
Diarios a los «cuentos
saladísimos» con cuya lectura agasajó al asturiano con
ocasión de una de sus visitas, y su discípulo
Ibáñez de Rentería menciona en 1797 una
«colección de cuentos» del maestro que no acaba de ver la
luz (G. M. De Jovellanos, E. Fernández Navarrete). En efecto, estas
composiciones no se publicaron en vida del autor, y aunque circularon en copias
manuscritas ninguna de las que conservamos es autógrafa2.
El periplo de las fábulas hasta su edición ha sido
explicado detalladamente por Emilio Palacios (1976: 31 y ss.). A finales del
siglo XIX Foulché-Delbosc se hace con el manuscrito 316 del
Catálogo de la Biblioteca de
Salvá, que bajo el título
Poesías eróticas recogía
composiciones de diferentes escritores dieciochescos. Publicará las
correspondientes a Valdés de forma autónoma («Los besos de
amor...», 1894), y las demás posteriormente como
Cuentos y poesías más que
picantes (Barcelona: L'Avenç, 1899). De este trabajo parte la
edición del
Cancionero de amor y de risa de López
Barbadillo (Madrid, 1917), quien después selecciona sólo las
fábulas de Samaniego para publicarlas en
Jardín de Venus (Madrid, 1921), de donde
toman su título las ediciones actuales3.
La relajación de los principios religiosos en el XVIII, la
racionalización y relativización de antiguas normas, la libertad
de costumbres sexuales, el desprestigio del matrimonio, los nuevos usos
amorosos... explican la abundancia de poesías eróticas en el
Siglo de las Luces (C. Martín Gaite). Pero las razones no son
sólo sociales. La tradición literaria amatoria occidental, que
arranca de Ovidio, junto a otros modelos clásicos, se incorpora a la
producción de los escritores dieciochescos. Además pesa sobre
España (y en Samaniego, concretamente, a través de La Fontaine)
la ilustración francesa, que expresaba a través de composiciones
eróticas la libertad de conciencia de ese hombre nuevo que comienza
entonces a fraguarse, y que se consolidará tras la revolución
francesa.
Los cuentos de Samaniego responden a esta filosofia. Su forma y
estructura son muy simples: endecasílabos y heptasílabos de rima
fácil modelan sesenta y ocho historias en las que se eluden las
precisiones espacio-temporales, y en las que se plantean de modo breve los
hechos para dar paso al cuadro final en que se concentra el valor
ejemplarizante de la fábula. Se suprime la ordenación tradicional
del cuento en un marco superestructural. Los protagonistas son variados, en
muchos casos populares, como demuestran sus nombres (Farruco, Juanillo,
Mariquita...); los amantes idealizados del petrarquismo desaparecen, y las
luchas simbólicas dejan paso a luchas sexuales verdaderas, cuerpo a
cuerpo, entre los personajes. En las mujeres domina el canon popular de la
joven sensual, voluptuosa y entrada en carnes, en ocasiones una casada
insatisfecha por un marido viejo (como las que proliferan en el teatro
neoclásico), en otras una muchacha inocentona, pero nunca el prototipo
ovidiano de hembra madura experta en lides amorosas. Samaniego se burla de las
viejas, de los homosexuales, y de los religiosos, y trata a los niños de
forma ambigua, tal y como comentaremos más adelante.
Más que pornográfico, el autor de
El jardín de Venus es audaz y divertido,
intenta provocar la sonrisa maliciosa o la risa franca en el receptor, de
ahí el interés que han suscitado en nosotros los abundantes
recursos al servicio de la comicidad que rastreamos en su obra. Además
de los juegos de palabras, del empleo jocoso de las metáforas, o de la
búsqueda del equívoco a través de metonimias
sugerentes4, descubrimos en Samaniego otros
resortes, más cuidados, con los que produce en los receptores de sus
otras fábulas el efecto que busca:
temáticos (la burla de la ingenuidad, la infancia, lo sobrenatural, lo
inverosímil), estilísticos (construcción
hiperbólica de las alusiones mitológicas) y estructurales (el
cervantinismo, fundamentalmente). Son estos mecanismos los que en adelante
centrarán nuestra atención.
El tratamiento irónico de la ingenuidad real (cuentos veremos
en que tal virtud es un fingimiento al servicio del sentido erótico del
texto) se asocia en ocasiones a la crítica regionalista. Así, en
«El Cuervo» el protagonista masculino es Farruco,
de Galicia fornido mameluco,
al que, en cualquier atasco, daba asombro
verle sacar mulas y carro al hombro.
(1991: 85)
Por contraste, el personaje femenino es una moza gallarda,
«propia para inspirar lascivo fuego», pero -como también
informa el narrador- inocentona, lo que propicia la burla de que da cuenta la
historia. El desarrollo de la misma sigue un ritmo muy rápido que la
propia métrica subraya. Los veinte primeros versos sitúan la
acción y a los personajes. En los quince siguientes se plantea el
pretexto argumental del episodio erótico (el mayoral informa a la
muchacha de que los cuervos que sobrevuelan el carro pueden atacarla y
arrancarle los ojos, y ella, medrosa, se sube las faldas para taparse la cara).
En sólo ocho se describe el impetuoso acceso carnal del gallego a la
joven, mientras que los cuatro finales rematan el chiste retomando el motivo
inicial de la candidez femenina:
Y en tanto que él saciaba su apetito,
ella decía: -¡Sí, cuervo maldito;
pica, pica a tu antojo,
que por ahí no me sacas ningún ojo!
(1991: 86)
Además de los evidentes juegos de palabras a que este remate
(como los de buena parte de las
Fábulas) se presta, destaca el empleo
del dolor como móvil del humor, pareja esta que reaparece en diferentes
cuentos, entre ellos «Diógenes en el Averno», al que
más adelante nos referimos.
Como antes señalábamos, en algunos cuentos la burla de
la inocencia es sólo aparente. «El ajuste doble» narra los
diferentes engaños que jalonan el encuentro de un estudiante pobre y una
prostituta. El joven abusa de la confianza de la mujer y consigue pagar
sólo la mitad de lo estipulado. Ella, por su parte, convence al
galán -en pleno acceso sexual- para abonarle la diferencia. Lo que
podría ser la narración de un encuentro demorado y picante, se
convierte, sin embargo, en el relato de una mofa mediante la que el
protagonista se declara triunfador en el combate (carnal, y de ingenio) que
acaba de protagonizar. Tras robar a la prostituta el duro que previamente le ha
pagado, exclama con sorna:
(...) En ti podrás hallarle,
pues como con tal furia te moviste,
si bajo las nalgas le has metido,
le encontrarás en ellas derretido.
(1991: 74)
Pero los personajes femeninos no siempre resultan los objetos de la
burla, sino que en ocasiones se convierten en agentes de la acción. Los
protagonistas de «La postema» son un médico ramplón,
su esposa, una
mujer sabia que presume de conocer el arte de
sanar de su marido, y un zagal joven y guapo, que padece un priapismo agudo que
la señora se apresura a tratar. La simpleza del pastor sirve de pretexto
para el desarrollo del argumento, en cuyo relato mezcla el narrador la seriedad
médica con la escatología:
El pastor inocente
a la cura se apresta
y ella, regocijada de la fiesta,
le dio un baño caliente,
metiendo aquello hinchado
en el... ya usted me entiende, acostumbrado,
(...) que dejó la postema reventada
con dos o tres o más supuraciones.
(1991: 68)
Al igual que ocurre en otras fábulas, el proceso
humorístico se construye en dos tiempos que, a su vez, diversifican los
objetos de burla del relato. El destinatario último de la misma es, como
no, el marido engañado, que ve cómo el rigor de sus innovadoras
técnicas curativas pierde terreno ante una medicina más
natural:
(...) Pues entra presto,
te daré el baño de aguas minerales
que suaviza las partes naturales.
A que el pastor responde: -¡Guarda, Pablo!
Para postemas, que reciba el diablo
ese baño que aplasta y que no estruja.
¡Toma! Cuando arrempuja
la señora Quiteria,
me la revienta y saca la materia.
(1991: 69)
A veces son los niños los vehículos de la burla, como
ocurre en «El raigón», que se dispone a partir de la
tradicional asociación literaria del mal de muelas y el mal de amores.
La protagonista llama, en ausencia del marido, al barbero, para que alivie su
sufrimiento. El hijo de la mujer observa lo que ocurre en el cuarto por el ojo
de la cerradura, y posteriormente relata lo acontecido, con toda ingenuidad, al
padre. La inocencia del muchacho justifica la detallista descripción de
los hechos, al tiempo que aumenta el valor erótico de los mismos por la
inadecuación del narrador a la entidad de lo narrado:
(...) pude con disimulo
ver que no sacó muela,
sino que estuvo... amuela que te amuela,
dale... y la sacó al fin de junto al culo
un raigón... de una tercia, goteando,
(...)
(1991: 90)
Sin embargo, esta nueva historia de maridos burlados se convierte en
una mofa despiadada de los mismos por el empleo, una vez más, de la
figura infantil. El padre envía al chico a por el barbero, y por el
camino el niño le explica que su padre está enfadado, seguramente
(deducción infantil) porque necesitaba el raigón que le
había quitado a la mujer. El errado juicio del muchacho crea una marcada
desproporción entre los referentes reales y las recreaciones mentales
correspondientes que efectúan los personajes, lo que potencia, por el
distanciamiento afectivo que este proceso genera en el lector, la comicidad de
la historia. Además, el equívoco impide la venganza efectiva del
marido, y facilita, por el contrario, la ironía del burlador, que
aprovecha la perspectiva infantil para zafarse de la paliza que le
aguardaba:
(...) Para esa paparrucha
no es menester que vaya yo. Hijo, escucha:
corre y dile a tu padre
que le meta a tu madre,
si le hace falta, en el lugar vacío,
otro raigón que tiene igual al mío.
(1991: 91)
Similar es la disposición de «La procuradora y el
escribiente», si bien el final es distinto5.
Asistimos al galanteo entre una señora casada y un muchacho joven, en
este caso el escribiente del marido, que en su juego amoroso reta a la mujer a
traspasar una raya pintada por él en el suelo, consecuencia de lo cual
resulta el encuentro carnal de ambos, contemplado por el hijo de la
protagonista6. El carácter
lúdico del texto, rococó en su forma de decir el amor, se quiebra
bruscamente en la última estrofa, donde las inocentes palabras del
niño no sólo ponen ante el esposo la evidencia de la burla, como
ocurría en la fábula anterior, sino que siembran en él
temores de tipo bien diferente a la habitual defensa de la honra. Cuando el
hombre pisa, sin darse cuenta, la línea trazada por el escribiente,
-No pase usted adelante,
le dice, porque a mi mamá
por un paso semejante
el escribiente a la cama
se la llevó muy galante.
El procurador estuvo
suspenso por algún rato,
y, aunque algo remiso anduvo,
por evitar un mal trato,
de pasarla se contuvo.
(1991: 164)
La inverosimilitud, en sus diversos grados, es otro de los recursos
temáticos al servicio de la comicidad en
El jardín de Venus. La irrealidad de
algunas historias de ambientación doméstica las acerca, en
ocasiones, al absurdo. Así ocurre en «Los nudos», que narra
la peripecia de una madre para encontrar a su hija un marido que no la asuste
en su noche de bodas. A diferencia del grupo de fábulas a que antes nos
hemos referido, en esta el humor no procede de lo sexual en sí mismo,
sino de la grotesca intrusión de lo público en el ámbito
de la privacidad conyugal. En un primer momento es la madre quien rompe las
expectativas del lector al acceder a la cámara donde su hija llora y se
lamenta, maldiciendo al yerno. Inmediatamente este se une a la farsa, y con un
tono serio y sentencioso que contrasta de forma jocosa con la situación
en sí misma, explica cómo se puede evitar que la niña
sufra:
Deme un pañuelo: me echaré en la cosa
unos nudos que escurran, y mi esposa,
según que con la punta yo la incite,
pedirá la ración que necesite.
Usté, que por las puntas del pañuelo
tendrá para evitar todo recelo,
los nudos, según pida, irá soltando
y aquello que la guste irá colando.
(1991: 108)
Este curioso
ménage à trois no culmina
el proceso humorístico, al que, antes bien, se suma, la joven esposa en
los últimos versos de la fábula. Poco a poco la madre ha ido
soltando todos los nudos que la hija le pedía, si bien esta reclama
aún más. La reacción de la muchacha suscita, por
inesperada, la carcajada final:
¡Cómo!, la hija respondió furiosa.
¿Pues qué hizo usté de tan cumplida cosa?
¡Ay! Dios se lo perdone:
siempre mi madre mi desdicha fragua;
todo lo que en las manos se le pone
al instante lo vuelve sal y agua.
(1991: 109)
La fantasía asociada a los viajes, de la que da cuenta la
abundante producción dieciochesca sobre el tema, también
encuentra su reflejo erótico-burlesco en las fábulas de
Samaniego. «El país de afloja y aprieta» relata la peripecia
de un joven viajero en el centro de África. La misteriosa ciudad a la
que llega posee todos los ingredientes propicios para la aventura: se encuentra
perdida en medio de una frondosa selva, lejos de la civilización,
aparece rodeada de altas murallas que preservan sus secretos del resto del
mundo y en las que pueden leerse inscripciones en diferentes idiomas... El
receptor de la historia, sin embargo, ve pronto rotas las expectativas que esta
presentación de los hechos provoca, ya que el contenido de esas
sentencias que jalonan la fortaleza es el siguiente:
Esta es la capital de Siempre-Meta,
país de afloja y aprieta,
donde de balde goza y se mantiene
todo el que a sus costumbres se conviene.
(1991: 33)
A partir de ese momento, la narración alterna el
léxico y el tono pretendidamente elevados con la desinhibición
propia de las alusiones eróticas y sexuales, contrapunto que potencia el
efecto humorístico del conjunto. Así, en el primer encuentro
entre el visitante y el gobernador, este sentencia:
(...) mas antes sabe que es el heroísmo
de sus hijos valientes
vivir en un perpetuo priapismo,
(...)
(1991: 34)
Y más adelante,
¡Basta! Lo primero,
dijo el gobernador a sus ministros,
se apuntará su nombre en los registros
de nuestra población;
después llevadle
donde se bañe; luego perfumadle;
después, que cene cuanto se le antoje;
y después enviadle quien le afloje.
(1991: 34-35)
Además de este, rastreamos en las fábulas otros dos
resortes humorísticos fundamentados en la inverosimilitud narrativa: la
alusión a lo sobrenatural y a la magia. Buen ejemplo del primer caso es
«El conjuro», donde uno de los religiosos que acude a exorcizar a
una joven consigue expulsar al diablo de su cuerpo con prácticas menos
sacras de lo que cabría esperar de su condición. De acuerdo con
el procedimiento estructural que hemos visto en otras fábulas, el
encuentro sexual es sólo el primer tiempo de un relato cuyo desenlace
pragmático -depositario de la carga humorística o
satírica, según los casos, del texto- es posterior al argumental
en sí mismo. La comicidad no procede tanto de las proezas físicas
de que es capaz el «tremebundo lego» como de la ironía con
que son tratadas, posteriormente, por el diablo, que huye de la joven para
preservar su integridad:
(...) tu lego (...) intentó amolarme
con su tercia de dura culebrina,
buscándome el ojete en su vagina,
y pensé: ¡Guarda, Pablo!
Propio es de lego motilón ladino
que no respete el virgo femenino.
¡Pero que deje con el suyo al diablo!
(1991: 51)
Este diablo, que reprende por su conducta al religioso, se coloca en
la línea de crítica anticlerical que preside las composiciones de
El jardín de Venus. Otro ejemplo de ello
es «Las bendiciones de aumento», cuento en dos partes que gira en
torno a las virtudes mágicas de un anillo. El planteamiento de la trama,
que según Emilio Palacios (1976: 36) recuerda a la de
L'anneau de Merlin, de J. Vergier, evoca,
asimismo, argumentos propios de las comedias de magia dieciochescas en las que
un mágico proporciona al protagonista algún instrumento con que
alcanzar sus deseos. En este caso, el personaje principal de la primera parte
es un marido poco complaciente con su esposa, que
y a muy poco que anduvo
el buen encuentro tuvo
de un mágico que al sol leyendo estaba
y en su libro las furias invocaba.
(1991: 138)
El tono misterioso de este encuentro, más propio de
féerie que de fábula
erótica, se mantiene incluso mientras el genio explica al protagonista
cómo solucionar sus problemas:
Toma: ponte al momento
en la derecha mano
este anillo que tiene virtud rara,
pues todo miembro humano
que bendigas con él crece una vara
(1991: 138)
En este momento se produce una inflexión tonal, y reaparece
el tono jocoso, que, como es fácil de suponer, procede de las grotescas
situaciones amatorias que el abuso de los poderes mágicos del anillo
origina.
La exageración es, precisamente, uno de los recursos
estilísticos más utilizados en las fábulas, cuya
especificidad genérica radica en plasmar los comportamientos humanos con
claridad suficiente como para permitir su análisis y valoración,
proceso en el que el uso de la hipérbole es especialmente pertinente.
Además del potencial humorístico -evidente- de esta figura al
servicio de la temática erótica, en
El jardín de Venus descubrimos
asociaciones menos comunes, que responden a la estética
neoclásica de Samaniego. Así, en «Diógenes en el
Averno», asistimos al paseo del cínico griego por el Averno el
día en que Plutón engendró a las Furias. Ya en su viaje
descubre el anciano que la principal ocupación de las almas de los
muertos es la copulación frenética; también los inmortales
disfrutan lujuriosamente:
El Can Cerbero y la Quimera holgaban
en lúbrico recreo;
las hijas de Danao se lo daban
a Ixión y Prometeo,
a Tántalo, a Sísifo y a otros muchos
condenados espectros y avechuchos.
(1991: 96)
El acceso del filósofo a la cámara de Plutón y
Proserpina supone la culminación de este viaje iniciático hacia
los secretos de los dioses que, paradójicamente, son gozosamente
públicos y vividos sin recato:
Por último, a Plutón y Proserpina
llegó a ver en la cama
armando, al engendrar, tal tremolina
entre sulfúrea llama,
que sus varias y bellas contorsiones
imitaban culebras y dragones.
En vez de semen, alquitrán vertían;
moscardas les picaban;
los fétidos alientos que expelían
el Averno infestaban;
y, por sus suspiros daban alaridos,
de su placer furiosos poseídos.
(1991: 96-97)
Notemos que la ubicación de la fábula en el Averno y
no en el Olimpo connota los hechos narrados; la brusquedad, el dolor incluso de
esas moscas que pican a los amantes, los olores infernales que desprenden...
son reivindicados aquí del mismo modo que el disfrute pícaro o
lúdico del sexo lo ha sido en otras fábulas. Y es que, en efecto,
la hiperbólica descripción de los placeres divinos no es el fin
en sí mismo de esta historia, sino ofrecer al lector una lección
concisa y rápida que le anime a gozar abiertamente y sin trabas de la
sexualidad, placer del que los dioses disfrutan y que -dice el sabio
Diógenes- los propios hombres se complacen en vedar a sus
semejantes:
¡No ocultéis más, mortales, un trabajo
que hacen diablos y dioses a destajo!
(1991: 97)
Uno de los rasgos más originales de las fábulas
eróticas de Samaniego es la abundancia de guiños cervantinos,
presentes tanto en la forma como en el contenido de las mismas7. Son muy numerosas las alusiones al
lector, que, entre paréntesis en el discurso general de las diferentes
historias, llaman su atención sobre diferentes aspectos. En algunos
casos estas llamadas se revisten de una gran ironía, fruto de la
desproporción del aviso que contienen. Así, en «El
cuervo» el narrador avisa de la extraordinaria pertinencia argumental de
unos detalles que en realidad no nos ofrecerá en ningún
momento:
(Lector, es importante,
referir y tener en la memoria
la menor circunstancia,
para que, por olvido o ignorancia,
la verdad no se olvide de esta historia.)
(1991: 85)
De este modo el narrador crea unas expectativas exageradas para el
lector, sobrevalora el asunto tratado, y potencia -por contraste- el efecto
paródico del final. Además, descubrimos en estos versos la
cervantina obsesión por la verosimilitud, por contar con verdad
verdaderas historias, si no con una actitud paródica de tipo
metaliterario -como ocurre en el
Quijote- sí con finalidad cómica,
ya que, cuanto mayor es el grado de cercanía del grotesco episodio
erótico narrado a la realidad, mayor resultará su carga
humorística. Así, se repiten en
El jardín de Venus expresiones del tipo
«mi historia» («El cañamón»), «y no
es cuento» («La sentencia justa»), o «nuestra historia
cierta» («El dios Escamandro»).
Este narrador omnisciente, que hace llamamientos continuos al
«erudito lector» («El dios Escamandro»), o al
«lector amado» («Los gozos de los elegidos»), afirma
saber más de lo que cuenta,
Cierta viuda joven y devota,
cuyo nombre se sabe y no se anota
(«El cañamón», 1991: 124),
finge depositar en el receptor de su texto la
valoración e interpretación del mismo:
Considere el lector, aunque yo callo,
qué magnitud tendría
lo que sacó, criado en un serrallo
sin sujeción de bragas ni alcancía,
y después se figure allá en su mente
(«El piñón», 1991: 48-49),
e interrumpe la narración tras sugerir
apenas el encuentro amoroso entre sus personajes:
Yo también tengo vergüenza;
no me atrevo a contar más.
(1991: 166)
Las funciones del narrador al servicio de la comicidad del texto son
diversas. En «La medicina de San Agustín» participa
abiertamente del tono jocoso de la fábula, revistiendo su
intervención de una seriedad falsa que en realidad refuerza el humor del
episodio. A propósito de los padecimientos de una recién casada
con su viejo esposo, leemos:
(Y aquí, lector, no cuento
lo que también contó de un sordo viento
fétido y asqueroso
que expelía en la acción su anciano esposo,
caliente y a menudo:
mas por mí no lo dudo,
porque la edad en tales ocasiones
afloja del violín los diapasones.)
(1991: 99)
En otros casos, sus digresiones introducen en el relato una
perspectiva lógica e ilustrada que funciona como contrapunto de la
inverosimilitud del episodio narrado. Así, en «El dios
Escamandro», y como colofón a la historia de una muchacha que cree
haber mantenido relaciones con un dios mitológico, la voz narradora
concluye:
¡Oh, vil superstición! ¿Y hay quien te
abona?
(1991: 159)
De forma similar, en «El raigón» justifica la
ingenuidad del niño que cuenta al padre, sin querer, la infidelidad
materna, y al mismo tiempo critica la inadecuada utilización de que es
objeto el muchacho por parte de su progenitor, todo ello con una apariencia de
seriedad con la que juega a devolver a la fábula el carácter
ejemplarizante que se le supone genéricamente:
Erramos los mortales
en nuestros juicios intelectuales;
bien el proverbio aquí lo manifiesta:
«Quien con niños se acuesta...»
(1991: 91)
Es evidente el valor paródico del proverbio, propuesto como
ejemplo de juicio intelectual, y lo es también el juego de palabras que
encierra ese «acostarse con niños» referido a la madre del
muchacho, que recibe a su amante ante la mirada atenta del hijo. En cualquier
caso, la parodia trasciende el argumento y se traslada al ámbito
metaliterario, puesto que enjuicia jocosamente el didactismo de la
fábula en que se inscribe, y aun el de las fábulas en general,
circunstancia esta especialmente relevante si tenemos en cuenta la
categoría de Samaniego como uno de los más conocidos y reputados
fabulistas de la literatura hispana.
La voz narradora, además, autojustifica continuamente sus
digresiones -«digo esto porque...» («El
raigón»), «dígolo porque luego...» (ídem)-, explicita el momento en que retoma el
argumento principal de la fábula -«Pues, como iba diciendo de mi
cuento...» («El raigón»), «Volvamos sin tardanza
al agustino» («La medicina de San Agustín»)-, conecta
al lector con argumentos anteriores -«Ya se acuerda el lector de aquel
marido...» («Las bendiciones de aumento»)-, apostilla a los
personajes -«Aquí exclamó Diógenes (y acaba / su
relación con esto)» («Diógenes en el Averno»)-
e incluso alude a otros narradores o autores de los que el principal
únicamente recoge sus palabras, excusando de modo muy cervantino
-lingüísticamente incluso- su responsabilidad en lo narrado:
No precisa el autor de aquesta historia
si tropezó en la tiesa caniloria
o en otra cosa; pero sí nos dice
que la vieja infelice (...)
(«El cabo de vela», 1991: 58)
Como podemos comprobar, las fábulas de Samaniego no son un
ars amandi, sino una colección de
relatos cuyo afán principal es la desmitificación de lo sexual a
través de lo burlesco. Los personajes satisfacen sus necesidades
biológicas sin preocupaciones sociales ni éticas, ignorando a la
sociedad y la represión que pudiera proceder de ella. El tratamiento de
la temática erótica, pornográfica, e incluso
escatológica, produce sobre todo risa, y no sólo por el empleo de
un vocabulario muy rico que permite un auténtico virtuosismo verbal en
la sugerencia, sino también por recurrencias temáticas,
estilísticas y estructurales de significativa rentabilidad, como hemos
visto, en el tratamiento de lo erótico. La polifonía de las
fábulas coincide en subrayar la risa, que producen activa o pasivamente
los personajes, y que recalca concienzudamente el narrador. De este modo el
autor lucha, como buen ilustrado, contra la represión sexual de su
tiempo, y contra las normas limitadoras de la voluntad y la libertad
individuales.
Samaniego, introductor en España del cuento breve
erótico en verso, vacía sus relatos de cualquier sentimiento de
culpa ante el sexo, y encarna los postulados sensualistas, de origen empirista
(Gies, 1999: 301) de la intelectualidad ilustrada de su tiempo, para quien el
hombre ha de ser concebido de un modo global y totalizador, y que convierte la
alegría de vivir en una de sus reivindicaciones esenciales. Pronto
sobrevendría, sin embargo, una reacción conservadora que
llevaría al fabulista a enfrentarse a un proceso inquisitorial, que no
pudo evitar la pervivencia y transmisión de estos relatos
eróticos, estos «cuentos saladísimos», con los que el
lector actual redescubre una interesante vertiente creadora del Siglo de las
Luces.