Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Del humor y los humores en «El jardín de Venus». Las otras fábulas de Samaniego

Montserrat Ribao Pereira


Universidad de Vigo



La literatura erótica es la vertiente creadora menos conocida del siglo XVIII español. Moratín, Iriarte, Valdés, Cadalso... cultivaron esta temática desde perspectivas diferentes, que van desde la exquisita anacreóntica de Batilo, al minucioso recorrido por el Madrid de los putañeros de don Nicolás1.

Samaniego participa de esta corriente con las fábulas recogidas en El jardín de Venus, que escribe a partir de 1790, momento en que el autor de las ya célebres Fábulas en verso castellano para uso del Real Seminario Vascongado (1781) se traslada a su villa natal de Laguardia, en la Rioja alavesa, tras abandonar la corte (E. Palacios 1975, S. Velilla). El propio Jovellanos alude en sus Diarios a los «cuentos saladísimos» con cuya lectura agasajó al asturiano con ocasión de una de sus visitas, y su discípulo Ibáñez de Rentería menciona en 1797 una «colección de cuentos» del maestro que no acaba de ver la luz (G. M. De Jovellanos, E. Fernández Navarrete). En efecto, estas composiciones no se publicaron en vida del autor, y aunque circularon en copias manuscritas ninguna de las que conservamos es autógrafa2.

El periplo de las fábulas hasta su edición ha sido explicado detalladamente por Emilio Palacios (1976: 31 y ss.). A finales del siglo XIX Foulché-Delbosc se hace con el manuscrito 316 del Catálogo de la Biblioteca de Salvá, que bajo el título Poesías eróticas recogía composiciones de diferentes escritores dieciochescos. Publicará las correspondientes a Valdés de forma autónoma («Los besos de amor...», 1894), y las demás posteriormente como Cuentos y poesías más que picantes (Barcelona: L'Avenç, 1899). De este trabajo parte la edición del Cancionero de amor y de risa de López Barbadillo (Madrid, 1917), quien después selecciona sólo las fábulas de Samaniego para publicarlas en Jardín de Venus (Madrid, 1921), de donde toman su título las ediciones actuales3.

La relajación de los principios religiosos en el XVIII, la racionalización y relativización de antiguas normas, la libertad de costumbres sexuales, el desprestigio del matrimonio, los nuevos usos amorosos... explican la abundancia de poesías eróticas en el Siglo de las Luces (C. Martín Gaite). Pero las razones no son sólo sociales. La tradición literaria amatoria occidental, que arranca de Ovidio, junto a otros modelos clásicos, se incorpora a la producción de los escritores dieciochescos. Además pesa sobre España (y en Samaniego, concretamente, a través de La Fontaine) la ilustración francesa, que expresaba a través de composiciones eróticas la libertad de conciencia de ese hombre nuevo que comienza entonces a fraguarse, y que se consolidará tras la revolución francesa.

Los cuentos de Samaniego responden a esta filosofia. Su forma y estructura son muy simples: endecasílabos y heptasílabos de rima fácil modelan sesenta y ocho historias en las que se eluden las precisiones espacio-temporales, y en las que se plantean de modo breve los hechos para dar paso al cuadro final en que se concentra el valor ejemplarizante de la fábula. Se suprime la ordenación tradicional del cuento en un marco superestructural. Los protagonistas son variados, en muchos casos populares, como demuestran sus nombres (Farruco, Juanillo, Mariquita...); los amantes idealizados del petrarquismo desaparecen, y las luchas simbólicas dejan paso a luchas sexuales verdaderas, cuerpo a cuerpo, entre los personajes. En las mujeres domina el canon popular de la joven sensual, voluptuosa y entrada en carnes, en ocasiones una casada insatisfecha por un marido viejo (como las que proliferan en el teatro neoclásico), en otras una muchacha inocentona, pero nunca el prototipo ovidiano de hembra madura experta en lides amorosas. Samaniego se burla de las viejas, de los homosexuales, y de los religiosos, y trata a los niños de forma ambigua, tal y como comentaremos más adelante.

Más que pornográfico, el autor de El jardín de Venus es audaz y divertido, intenta provocar la sonrisa maliciosa o la risa franca en el receptor, de ahí el interés que han suscitado en nosotros los abundantes recursos al servicio de la comicidad que rastreamos en su obra. Además de los juegos de palabras, del empleo jocoso de las metáforas, o de la búsqueda del equívoco a través de metonimias sugerentes4, descubrimos en Samaniego otros resortes, más cuidados, con los que produce en los receptores de sus otras fábulas el efecto que busca: temáticos (la burla de la ingenuidad, la infancia, lo sobrenatural, lo inverosímil), estilísticos (construcción hiperbólica de las alusiones mitológicas) y estructurales (el cervantinismo, fundamentalmente). Son estos mecanismos los que en adelante centrarán nuestra atención.

El tratamiento irónico de la ingenuidad real (cuentos veremos en que tal virtud es un fingimiento al servicio del sentido erótico del texto) se asocia en ocasiones a la crítica regionalista. Así, en «El Cuervo» el protagonista masculino es Farruco,


de Galicia fornido mameluco,
al que, en cualquier atasco, daba asombro
verle sacar mulas y carro al hombro.


(1991: 85)                


Por contraste, el personaje femenino es una moza gallarda, «propia para inspirar lascivo fuego», pero -como también informa el narrador- inocentona, lo que propicia la burla de que da cuenta la historia. El desarrollo de la misma sigue un ritmo muy rápido que la propia métrica subraya. Los veinte primeros versos sitúan la acción y a los personajes. En los quince siguientes se plantea el pretexto argumental del episodio erótico (el mayoral informa a la muchacha de que los cuervos que sobrevuelan el carro pueden atacarla y arrancarle los ojos, y ella, medrosa, se sube las faldas para taparse la cara). En sólo ocho se describe el impetuoso acceso carnal del gallego a la joven, mientras que los cuatro finales rematan el chiste retomando el motivo inicial de la candidez femenina:


Y en tanto que él saciaba su apetito,
ella decía: -¡Sí, cuervo maldito;
pica, pica a tu antojo,
que por ahí no me sacas ningún ojo!


(1991: 86)                


Además de los evidentes juegos de palabras a que este remate (como los de buena parte de las Fábulas) se presta, destaca el empleo del dolor como móvil del humor, pareja esta que reaparece en diferentes cuentos, entre ellos «Diógenes en el Averno», al que más adelante nos referimos.

Como antes señalábamos, en algunos cuentos la burla de la inocencia es sólo aparente. «El ajuste doble» narra los diferentes engaños que jalonan el encuentro de un estudiante pobre y una prostituta. El joven abusa de la confianza de la mujer y consigue pagar sólo la mitad de lo estipulado. Ella, por su parte, convence al galán -en pleno acceso sexual- para abonarle la diferencia. Lo que podría ser la narración de un encuentro demorado y picante, se convierte, sin embargo, en el relato de una mofa mediante la que el protagonista se declara triunfador en el combate (carnal, y de ingenio) que acaba de protagonizar. Tras robar a la prostituta el duro que previamente le ha pagado, exclama con sorna:


(...) En ti podrás hallarle,
pues como con tal furia te moviste,
si bajo las nalgas le has metido,
le encontrarás en ellas derretido.


(1991: 74)                


Pero los personajes femeninos no siempre resultan los objetos de la burla, sino que en ocasiones se convierten en agentes de la acción. Los protagonistas de «La postema» son un médico ramplón, su esposa, una mujer sabia que presume de conocer el arte de sanar de su marido, y un zagal joven y guapo, que padece un priapismo agudo que la señora se apresura a tratar. La simpleza del pastor sirve de pretexto para el desarrollo del argumento, en cuyo relato mezcla el narrador la seriedad médica con la escatología:


El pastor inocente
a la cura se apresta
y ella, regocijada de la fiesta,
le dio un baño caliente,
metiendo aquello hinchado
en el... ya usted me entiende, acostumbrado,
(...) que dejó la postema reventada
con dos o tres o más supuraciones.


(1991: 68)                


Al igual que ocurre en otras fábulas, el proceso humorístico se construye en dos tiempos que, a su vez, diversifican los objetos de burla del relato. El destinatario último de la misma es, como no, el marido engañado, que ve cómo el rigor de sus innovadoras técnicas curativas pierde terreno ante una medicina más natural:


(...) Pues entra presto,
te daré el baño de aguas minerales
que suaviza las partes naturales.
A que el pastor responde: -¡Guarda, Pablo!
Para postemas, que reciba el diablo
ese baño que aplasta y que no estruja.
¡Toma! Cuando arrempuja
la señora Quiteria,
me la revienta y saca la materia.


(1991: 69)                


A veces son los niños los vehículos de la burla, como ocurre en «El raigón», que se dispone a partir de la tradicional asociación literaria del mal de muelas y el mal de amores. La protagonista llama, en ausencia del marido, al barbero, para que alivie su sufrimiento. El hijo de la mujer observa lo que ocurre en el cuarto por el ojo de la cerradura, y posteriormente relata lo acontecido, con toda ingenuidad, al padre. La inocencia del muchacho justifica la detallista descripción de los hechos, al tiempo que aumenta el valor erótico de los mismos por la inadecuación del narrador a la entidad de lo narrado:


(...) pude con disimulo
ver que no sacó muela,
sino que estuvo... amuela que te amuela,
dale... y la sacó al fin de junto al culo
un raigón... de una tercia, goteando,
(...)


(1991: 90)                


Sin embargo, esta nueva historia de maridos burlados se convierte en una mofa despiadada de los mismos por el empleo, una vez más, de la figura infantil. El padre envía al chico a por el barbero, y por el camino el niño le explica que su padre está enfadado, seguramente (deducción infantil) porque necesitaba el raigón que le había quitado a la mujer. El errado juicio del muchacho crea una marcada desproporción entre los referentes reales y las recreaciones mentales correspondientes que efectúan los personajes, lo que potencia, por el distanciamiento afectivo que este proceso genera en el lector, la comicidad de la historia. Además, el equívoco impide la venganza efectiva del marido, y facilita, por el contrario, la ironía del burlador, que aprovecha la perspectiva infantil para zafarse de la paliza que le aguardaba:


(...) Para esa paparrucha
no es menester que vaya yo. Hijo, escucha:
corre y dile a tu padre
que le meta a tu madre,
si le hace falta, en el lugar vacío,
otro raigón que tiene igual al mío.


(1991: 91)                


Similar es la disposición de «La procuradora y el escribiente», si bien el final es distinto5. Asistimos al galanteo entre una señora casada y un muchacho joven, en este caso el escribiente del marido, que en su juego amoroso reta a la mujer a traspasar una raya pintada por él en el suelo, consecuencia de lo cual resulta el encuentro carnal de ambos, contemplado por el hijo de la protagonista6. El carácter lúdico del texto, rococó en su forma de decir el amor, se quiebra bruscamente en la última estrofa, donde las inocentes palabras del niño no sólo ponen ante el esposo la evidencia de la burla, como ocurría en la fábula anterior, sino que siembran en él temores de tipo bien diferente a la habitual defensa de la honra. Cuando el hombre pisa, sin darse cuenta, la línea trazada por el escribiente,


-No pase usted adelante,
le dice, porque a mi mamá
por un paso semejante
el escribiente a la cama
se la llevó muy galante.
El procurador estuvo
suspenso por algún rato,
y, aunque algo remiso anduvo,
por evitar un mal trato,
de pasarla se contuvo.


(1991: 164)                


La inverosimilitud, en sus diversos grados, es otro de los recursos temáticos al servicio de la comicidad en El jardín de Venus. La irrealidad de algunas historias de ambientación doméstica las acerca, en ocasiones, al absurdo. Así ocurre en «Los nudos», que narra la peripecia de una madre para encontrar a su hija un marido que no la asuste en su noche de bodas. A diferencia del grupo de fábulas a que antes nos hemos referido, en esta el humor no procede de lo sexual en sí mismo, sino de la grotesca intrusión de lo público en el ámbito de la privacidad conyugal. En un primer momento es la madre quien rompe las expectativas del lector al acceder a la cámara donde su hija llora y se lamenta, maldiciendo al yerno. Inmediatamente este se une a la farsa, y con un tono serio y sentencioso que contrasta de forma jocosa con la situación en sí misma, explica cómo se puede evitar que la niña sufra:


Deme un pañuelo: me echaré en la cosa
unos nudos que escurran, y mi esposa,
según que con la punta yo la incite,
pedirá la ración que necesite.
Usté, que por las puntas del pañuelo
tendrá para evitar todo recelo,
los nudos, según pida, irá soltando
y aquello que la guste irá colando.


(1991: 108)                


Este curioso ménage à trois no culmina el proceso humorístico, al que, antes bien, se suma, la joven esposa en los últimos versos de la fábula. Poco a poco la madre ha ido soltando todos los nudos que la hija le pedía, si bien esta reclama aún más. La reacción de la muchacha suscita, por inesperada, la carcajada final:


¡Cómo!, la hija respondió furiosa.
¿Pues qué hizo usté de tan cumplida cosa?
¡Ay! Dios se lo perdone:
siempre mi madre mi desdicha fragua;
todo lo que en las manos se le pone
al instante lo vuelve sal y agua.


(1991: 109)                


La fantasía asociada a los viajes, de la que da cuenta la abundante producción dieciochesca sobre el tema, también encuentra su reflejo erótico-burlesco en las fábulas de Samaniego. «El país de afloja y aprieta» relata la peripecia de un joven viajero en el centro de África. La misteriosa ciudad a la que llega posee todos los ingredientes propicios para la aventura: se encuentra perdida en medio de una frondosa selva, lejos de la civilización, aparece rodeada de altas murallas que preservan sus secretos del resto del mundo y en las que pueden leerse inscripciones en diferentes idiomas... El receptor de la historia, sin embargo, ve pronto rotas las expectativas que esta presentación de los hechos provoca, ya que el contenido de esas sentencias que jalonan la fortaleza es el siguiente:


Esta es la capital de Siempre-Meta,
país de afloja y aprieta,
donde de balde goza y se mantiene
todo el que a sus costumbres se conviene.


(1991: 33)                


A partir de ese momento, la narración alterna el léxico y el tono pretendidamente elevados con la desinhibición propia de las alusiones eróticas y sexuales, contrapunto que potencia el efecto humorístico del conjunto. Así, en el primer encuentro entre el visitante y el gobernador, este sentencia:


(...) mas antes sabe que es el heroísmo
de sus hijos valientes
vivir en un perpetuo priapismo,
(...)


(1991: 34)                


Y más adelante,


¡Basta! Lo primero,
dijo el gobernador a sus ministros,
se apuntará su nombre en los registros
de nuestra población;
después llevadle
donde se bañe; luego perfumadle;
después, que cene cuanto se le antoje;
y después enviadle quien le afloje.


(1991: 34-35)                


Además de este, rastreamos en las fábulas otros dos resortes humorísticos fundamentados en la inverosimilitud narrativa: la alusión a lo sobrenatural y a la magia. Buen ejemplo del primer caso es «El conjuro», donde uno de los religiosos que acude a exorcizar a una joven consigue expulsar al diablo de su cuerpo con prácticas menos sacras de lo que cabría esperar de su condición. De acuerdo con el procedimiento estructural que hemos visto en otras fábulas, el encuentro sexual es sólo el primer tiempo de un relato cuyo desenlace pragmático -depositario de la carga humorística o satírica, según los casos, del texto- es posterior al argumental en sí mismo. La comicidad no procede tanto de las proezas físicas de que es capaz el «tremebundo lego» como de la ironía con que son tratadas, posteriormente, por el diablo, que huye de la joven para preservar su integridad:


(...) tu lego (...) intentó amolarme
con su tercia de dura culebrina,
buscándome el ojete en su vagina,
y pensé: ¡Guarda, Pablo!
Propio es de lego motilón ladino
que no respete el virgo femenino.
¡Pero que deje con el suyo al diablo!


(1991: 51)                


Este diablo, que reprende por su conducta al religioso, se coloca en la línea de crítica anticlerical que preside las composiciones de El jardín de Venus. Otro ejemplo de ello es «Las bendiciones de aumento», cuento en dos partes que gira en torno a las virtudes mágicas de un anillo. El planteamiento de la trama, que según Emilio Palacios (1976: 36) recuerda a la de L'anneau de Merlin, de J. Vergier, evoca, asimismo, argumentos propios de las comedias de magia dieciochescas en las que un mágico proporciona al protagonista algún instrumento con que alcanzar sus deseos. En este caso, el personaje principal de la primera parte es un marido poco complaciente con su esposa, que


y a muy poco que anduvo
el buen encuentro tuvo
de un mágico que al sol leyendo estaba
y en su libro las furias invocaba.


(1991: 138)                


El tono misterioso de este encuentro, más propio de féerie que de fábula erótica, se mantiene incluso mientras el genio explica al protagonista cómo solucionar sus problemas:


Toma: ponte al momento
en la derecha mano
este anillo que tiene virtud rara,
pues todo miembro humano
que bendigas con él crece una vara


(1991: 138)                


En este momento se produce una inflexión tonal, y reaparece el tono jocoso, que, como es fácil de suponer, procede de las grotescas situaciones amatorias que el abuso de los poderes mágicos del anillo origina.

La exageración es, precisamente, uno de los recursos estilísticos más utilizados en las fábulas, cuya especificidad genérica radica en plasmar los comportamientos humanos con claridad suficiente como para permitir su análisis y valoración, proceso en el que el uso de la hipérbole es especialmente pertinente. Además del potencial humorístico -evidente- de esta figura al servicio de la temática erótica, en El jardín de Venus descubrimos asociaciones menos comunes, que responden a la estética neoclásica de Samaniego. Así, en «Diógenes en el Averno», asistimos al paseo del cínico griego por el Averno el día en que Plutón engendró a las Furias. Ya en su viaje descubre el anciano que la principal ocupación de las almas de los muertos es la copulación frenética; también los inmortales disfrutan lujuriosamente:


El Can Cerbero y la Quimera holgaban
en lúbrico recreo;
las hijas de Danao se lo daban
a Ixión y Prometeo,
a Tántalo, a Sísifo y a otros muchos
condenados espectros y avechuchos.


(1991: 96)                


El acceso del filósofo a la cámara de Plutón y Proserpina supone la culminación de este viaje iniciático hacia los secretos de los dioses que, paradójicamente, son gozosamente públicos y vividos sin recato:


Por último, a Plutón y Proserpina
llegó a ver en la cama
armando, al engendrar, tal tremolina
entre sulfúrea llama,
que sus varias y bellas contorsiones
imitaban culebras y dragones.
En vez de semen, alquitrán vertían;
moscardas les picaban;
los fétidos alientos que expelían
el Averno infestaban;
y, por sus suspiros daban alaridos,
de su placer furiosos poseídos.


(1991: 96-97)                


Notemos que la ubicación de la fábula en el Averno y no en el Olimpo connota los hechos narrados; la brusquedad, el dolor incluso de esas moscas que pican a los amantes, los olores infernales que desprenden... son reivindicados aquí del mismo modo que el disfrute pícaro o lúdico del sexo lo ha sido en otras fábulas. Y es que, en efecto, la hiperbólica descripción de los placeres divinos no es el fin en sí mismo de esta historia, sino ofrecer al lector una lección concisa y rápida que le anime a gozar abiertamente y sin trabas de la sexualidad, placer del que los dioses disfrutan y que -dice el sabio Diógenes- los propios hombres se complacen en vedar a sus semejantes:


¡No ocultéis más, mortales, un trabajo
que hacen diablos y dioses a destajo!


(1991: 97)                


Uno de los rasgos más originales de las fábulas eróticas de Samaniego es la abundancia de guiños cervantinos, presentes tanto en la forma como en el contenido de las mismas7. Son muy numerosas las alusiones al lector, que, entre paréntesis en el discurso general de las diferentes historias, llaman su atención sobre diferentes aspectos. En algunos casos estas llamadas se revisten de una gran ironía, fruto de la desproporción del aviso que contienen. Así, en «El cuervo» el narrador avisa de la extraordinaria pertinencia argumental de unos detalles que en realidad no nos ofrecerá en ningún momento:


(Lector, es importante,
referir y tener en la memoria
la menor circunstancia,
para que, por olvido o ignorancia,
la verdad no se olvide de esta historia.)


(1991: 85)                


De este modo el narrador crea unas expectativas exageradas para el lector, sobrevalora el asunto tratado, y potencia -por contraste- el efecto paródico del final. Además, descubrimos en estos versos la cervantina obsesión por la verosimilitud, por contar con verdad verdaderas historias, si no con una actitud paródica de tipo metaliterario -como ocurre en el Quijote- sí con finalidad cómica, ya que, cuanto mayor es el grado de cercanía del grotesco episodio erótico narrado a la realidad, mayor resultará su carga humorística. Así, se repiten en El jardín de Venus expresiones del tipo «mi historia» («El cañamón»), «y no es cuento» («La sentencia justa»), o «nuestra historia cierta» («El dios Escamandro»).

Este narrador omnisciente, que hace llamamientos continuos al «erudito lector» («El dios Escamandro»), o al «lector amado» («Los gozos de los elegidos»), afirma saber más de lo que cuenta,


Cierta viuda joven y devota,
cuyo nombre se sabe y no se anota


(«El cañamón», 1991: 124),                


finge depositar en el receptor de su texto la valoración e interpretación del mismo:


Considere el lector, aunque yo callo,
qué magnitud tendría
lo que sacó, criado en un serrallo
sin sujeción de bragas ni alcancía,
y después se figure allá en su mente


(«El piñón», 1991: 48-49),                


e interrumpe la narración tras sugerir apenas el encuentro amoroso entre sus personajes:


Yo también tengo vergüenza;
no me atrevo a contar más.


(1991: 166)                


Las funciones del narrador al servicio de la comicidad del texto son diversas. En «La medicina de San Agustín» participa abiertamente del tono jocoso de la fábula, revistiendo su intervención de una seriedad falsa que en realidad refuerza el humor del episodio. A propósito de los padecimientos de una recién casada con su viejo esposo, leemos:


(Y aquí, lector, no cuento
lo que también contó de un sordo viento
fétido y asqueroso
que expelía en la acción su anciano esposo,
caliente y a menudo:
mas por mí no lo dudo,
porque la edad en tales ocasiones
afloja del violín los diapasones.)


(1991: 99)                


En otros casos, sus digresiones introducen en el relato una perspectiva lógica e ilustrada que funciona como contrapunto de la inverosimilitud del episodio narrado. Así, en «El dios Escamandro», y como colofón a la historia de una muchacha que cree haber mantenido relaciones con un dios mitológico, la voz narradora concluye:


¡Oh, vil superstición! ¿Y hay quien te abona?


(1991: 159)                


De forma similar, en «El raigón» justifica la ingenuidad del niño que cuenta al padre, sin querer, la infidelidad materna, y al mismo tiempo critica la inadecuada utilización de que es objeto el muchacho por parte de su progenitor, todo ello con una apariencia de seriedad con la que juega a devolver a la fábula el carácter ejemplarizante que se le supone genéricamente:


Erramos los mortales
en nuestros juicios intelectuales;
bien el proverbio aquí lo manifiesta:
«Quien con niños se acuesta...»

(1991: 91)                


Es evidente el valor paródico del proverbio, propuesto como ejemplo de juicio intelectual, y lo es también el juego de palabras que encierra ese «acostarse con niños» referido a la madre del muchacho, que recibe a su amante ante la mirada atenta del hijo. En cualquier caso, la parodia trasciende el argumento y se traslada al ámbito metaliterario, puesto que enjuicia jocosamente el didactismo de la fábula en que se inscribe, y aun el de las fábulas en general, circunstancia esta especialmente relevante si tenemos en cuenta la categoría de Samaniego como uno de los más conocidos y reputados fabulistas de la literatura hispana.

La voz narradora, además, autojustifica continuamente sus digresiones -«digo esto porque...» («El raigón»), «dígolo porque luego...» (ídem)-, explicita el momento en que retoma el argumento principal de la fábula -«Pues, como iba diciendo de mi cuento...» («El raigón»), «Volvamos sin tardanza al agustino» («La medicina de San Agustín»)-, conecta al lector con argumentos anteriores -«Ya se acuerda el lector de aquel marido...» («Las bendiciones de aumento»)-, apostilla a los personajes -«Aquí exclamó Diógenes (y acaba / su relación con esto)» («Diógenes en el Averno»)- e incluso alude a otros narradores o autores de los que el principal únicamente recoge sus palabras, excusando de modo muy cervantino -lingüísticamente incluso- su responsabilidad en lo narrado:


No precisa el autor de aquesta historia
si tropezó en la tiesa caniloria
o en otra cosa; pero sí nos dice
que la vieja infelice (...)


(«El cabo de vela», 1991: 58)                


Como podemos comprobar, las fábulas de Samaniego no son un ars amandi, sino una colección de relatos cuyo afán principal es la desmitificación de lo sexual a través de lo burlesco. Los personajes satisfacen sus necesidades biológicas sin preocupaciones sociales ni éticas, ignorando a la sociedad y la represión que pudiera proceder de ella. El tratamiento de la temática erótica, pornográfica, e incluso escatológica, produce sobre todo risa, y no sólo por el empleo de un vocabulario muy rico que permite un auténtico virtuosismo verbal en la sugerencia, sino también por recurrencias temáticas, estilísticas y estructurales de significativa rentabilidad, como hemos visto, en el tratamiento de lo erótico. La polifonía de las fábulas coincide en subrayar la risa, que producen activa o pasivamente los personajes, y que recalca concienzudamente el narrador. De este modo el autor lucha, como buen ilustrado, contra la represión sexual de su tiempo, y contra las normas limitadoras de la voluntad y la libertad individuales.

Samaniego, introductor en España del cuento breve erótico en verso, vacía sus relatos de cualquier sentimiento de culpa ante el sexo, y encarna los postulados sensualistas, de origen empirista (Gies, 1999: 301) de la intelectualidad ilustrada de su tiempo, para quien el hombre ha de ser concebido de un modo global y totalizador, y que convierte la alegría de vivir en una de sus reivindicaciones esenciales. Pronto sobrevendría, sin embargo, una reacción conservadora que llevaría al fabulista a enfrentarse a un proceso inquisitorial, que no pudo evitar la pervivencia y transmisión de estos relatos eróticos, estos «cuentos saladísimos», con los que el lector actual redescubre una interesante vertiente creadora del Siglo de las Luces.





Indice