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ArribaAbajoFundamentos teóricos acerca del Romanticismo español

Diego MARTÍNEZ TORRÓN


Universidad de Córdoba

El presente trabajo contiene las claves interpretativas de mis cuatro libros sobre tema romántico, Los liberales románticos españoles ante la descolonización americana (1808-1834) (Madrid, Fundación Mapfre, 1992), El alba del romanticismo español. Con inéditos recopilados de Lista, Quintana y Gallego (Sevilla, Alfar, 1993), Ideología y literatura en Alberto Lista (Sevilla, Alfar, 1993) -que es el más importante de los cuatro-, y el reciente Manuel José Quintana y el espíritu de la España liberal. Con textos desconocidos (Sevilla, Alfar, 1995). (Cfr. tb. mi La sombra de Espronceda, Mérida, Ed. Regional de Extremadura, en prensa).

Expongo estas ideas a nivel muy divulgativo, porque el aparato crítico y erudito de estos libros -muy densos de por sí- justifica una exposición aquí más sencilla y sumaria. En cuanto a la metodología, como expuse en el prólogo a mi libro Ideología y literatura en Alberto Lista, me baso en una visión contenidista y temática que aúne ideología y literatura, con el fundamento de una documentación histórica objetiva de archivo.

La base de mi argumentación busca romper con el extendido tópico de que España llegó tarde y mal a la modernidad, achacando a nuestro romanticismo no sólo una calidad literaria inferior sino también una vida breve. Es lo que hizo Allison Peers en su estudio ya sobrepasado, aunque la documentación de que parte siga siendo interesante, o Ángel del Río, entre otros autores conocidos de todos. Creo que estos falsos tópicos se deben a que la crítica no ha comprendido en ocasiones la peculiaridad de nuestro romanticismo.

En mi libro sobre la descolonización fundamenté mi aserto de que la Guerra de la Independencia constituye una auténtica revolución liberal aunque fuera también unida a la facción servil que sólo buscaba la emancipación del territorio ocupado. Los franceses hicieron creer a nuestros historiadores, como Artola, que ellos y los afrancesados venían a salvar a España de su atraso finisecular y a liberarla del absolutismo, silenciando para ello sus métodos militaristas y tiránicos y, lo que es más importante, la existencia de un pensamiento liberal progresista de sumo interés y que es el que he procurado estudiar en mis libros.

De este modo mantengo que durante la Guerra de la Independencia había ya tres facciones políticas: los serviles que buscaban la continuidad borbónica, los reformistas ilustrados agrupados en tomo a la Regencia, y los liberales progresistas. En esta última facción destacan cerebros tan poderosos como los de Manuel José Quintana -«hombre todo de una pieza» le llamó don Marcelino, «el hombre más honesto que conozco» Blanco White-, Álvaro Flórez Estrada -que está esperando un nuevo estudio-, Juan Nicasio Gallego, Argüelles etc.

Las Cortes de Cádiz me parecen unas Cortes totalmente revolucionarias, y remito al Diario de Sesiones estudiado en mi libro sobre la descolonización.

Manuel José Quintana, con la colaboración entre otros de Alberto Lista -en su época patriótica y preafrancesada-, editan el Semanario Patriótico en su segunda época exaltada y antimonárquica, que recibió protestas de la Junta -ver carta de Jovellanos a Lord Holland-. Buscaba Quintana textualmente «una gran revolución sin escándalo y sin desastres». A los liberales se debió el hurto de la convocatoria de Cortes, estudiado por Dérozier, que condujo a la convocatoria unicameral de las mismas, frente al diseño mantenido por Jovellanos -Memoria en defensa de la Junta Central- y la Regencia. Liberalismo y romanticismo aparecen indisolublemente unidos en esta época. De hecho los periódicos llevan siempre una parte política y otra literaria en sus páginas, en un período en el que las letras tenían un aire apasionado y revolucionario.

El romanticismo llega pronto a España, aunque la aparición del término romántico deba esperar a 1821 en las páginas de El Censor en artículo de Lista, y en referencia también de ese año en los escritos de Quintana. Los románticos lo son sin saberlo, «avant la lettre».

De este modo vemos que el joven Lista, mucho antes de la polémica de Böhl de Faber y José Joaquín de Mora en 1814 -estudiada por Pitollet-, reseña ya en 1807 el libro de Lord Holland -importante personaje que hay que estudiar en relación a Jovellanos y a la gestación de nuestro primer romanticismo- sobre Lope de Vega, Some Account on Life and Writings of Félix Lope de Vega Carpio (1806). Y Lista se manifiesta más progresista que los autores de esta polémica a la que se adelanta, haciéndose receptor de una visión romántica de nuestro teatro áureo por parte de un escritor británico.

Desde el punto de vista específicamente literario, creo es conveniente destacar, y la idea me parece importante, la existencia de un primer romanticismo español, coexistente con el alemán e inglés de la primera generación. Es lo que he denominado El alba del romanticismo español, que abarca toda esa zona de tierra de nadie en la que la crítica no había conseguido definir el panorama literario, y que va desde los últimos decenios del siglo XVIII hasta 1834 en que se estrena el Don Álvaro. Ya en 1825 Alberto Lista escribe su drama histórico inacabado Roger de Flor, que he encontrado y transcrito, en el que, como en muchas obras de esta corriente, se manifiesta lo que he denominado alma romántica en cuerpo neoclásico, pues su sentimiento del amor es ya netamente romántico, como no podía ser menos en personaje tan informado de las corrientes de la época.

En este primer alborear romántico habría que reseñar los poemas de Quintana, de gran valor literario, Ariadna de 1795, que constituye un canto apasionado al amor perdido y que finaliza con el suicidio de la protagonista en un proceloso acantilado; y también el magnífico poema panteísta Al mar de 1798. Este poema Al mar está constatado por Dérozier que influyó en el final de La peregrinación de Childe Harold de Byron, quien viajó a Cádiz para conocer el mar que inspiró al genial poeta español, que cantó a la naturaleza furiosa del líquido elemento en su momento de singular bravura. Notemos que en Al mar se manifiesta la soledad del poeta místico panteísta ante una naturaleza que responde con el silencio; otro tipo de místico, el cristiano, encuentra por el contrario una cierta respuesta en un posible Dios humanizado, aunque quizás sea en el doble de su propio yo.

Quiero insistir en la enorme importancia de la figura de Manuel José Quintana, a quien he dedicado mi último libro Manuel José Quintana y el espíritu de la España liberal. Con textos desconocidos, demostrando fue autor de una serie de epítomes en los Retratos de españoles ilustres, autoría que justifico mediante la correspondencia de este interesante escritor que he publicado yo mismo en mi El alba del romanticismo español. Quintana es un hombre valiente, que se enfrenta a la Inquisición, mientras Arjona, Reinoso y Lista buscan el modo de escabullirse de ella. A su tribunal le indica que le están juzgando por lo mismo que han escrito con su permiso Saavedra Fajardo o Lope de Vega: por pretender el control sobre el poder real absoluto. Naturalmente acabó en la cárcel, compartiendo celda con Álvarez Guerra, Argüelles y el joven Martínez de la Rosa.

Quintana es un poeta revolucionario, no amatorio, aunque en su Ariadna se perciba una rica cualidad lírica que no pudo desarrollar, ya que puso su pluma al servicio de un diseño moderno político y social de la nación española. Fue un nacionalista progresista, malentendido por los críticos e historiadores del XIX: Pirala, Sánchez Moguel, Alcalá Galiano, Cueto, etc., para damos de él una visión falsa y desagradable de nacionalista provinciano y reaccionario, que nunca fue.

Creo que hay que prolongar y corregir las teorías de Sebold, con las que coincido desde otro punto de vista. A Sebold se deben importantísimos estudios sobre nuestro protorromanticismo. Pero me permito indicar que no creo que Cadalso sea el primer romántico europeo, sino un prerromántico con gusto por lo horroroso y nocturno, por el morboso y fúnebre escenario sepulcral. Las teorías de Sebold surgen del propio Azorín, que estaría en este punto con nosotros. Para Azorín hay un romanticismo temprano, que se manifiesta en el último Meléndez, en la Epístola desde el Paular de Jovellanos, y pretendidamente en Cadalso. Debo decir por tanto que Azorín, Sebold y yo, coincidimos en la existencia de un primer romanticismo a finales del XVIII. Pero diferimos en los autores, y la discrepancia es importante porque, en lo que a mí respecta, responde a toda una cosmovisión acerca de los rasgos que definen a este primer romanticismo.

Sin que ello signifique desmerecer el importante avance de las teorías de Azorín y Sebold al respecto, creo que Cadalso es un hombre aún permeabilizado por el pasado, es un prerromántico. Lo mismo cabría decir del último Meléndez o de Jovellanos. Quintana sí es específicamente romántico, porque expone en sus poemas todo el universo de pensamiento que define a este movimiento.

Diría que hay una línea continua, un discurso jalonado por hitos en evolución. La ilustración en su vertiente afectiva constituiría la pubertad lejana de ese movimiento. El prerromanticismo la adolescencia, marcada por el gusto sepulcral y horrísono, los aspectos morbosos de la muerte. El romanticismo sería ya la madurez en ese decurso y se caracterizaría por el panteísmo, por la libertad erótica, por la libertad pasional y por la libertad revolucionaria política -que se aplaca y deriva hacia la evasión idealizada en los poetas conservadores como Rivas y Zorrilla, espléndidos también-.

En el romanticismo los temas sepulcrales prerrománticos ingresan en una nueva dimensión de profundidad, relativa a un sentimiento específicamente panteísta de la naturaleza y a una evocación más idealizada.

Como añadido a esta línea biológica de la literatura del XIX estaría el período de senectud, constituido por el postromanticismo becqueriano y la interesante copla de Ferrán, y caracterizado por una depuración intimista e interiorizante respecto a la declamación retórica de los románticos, que no buscaban la lectura privada sino enardecer al auditorio en lectura pública. Notemos que el romanticismo de Zorrilla recorre todo el siglo XIX.

La línea que va de la ilustración al romanticismo, es un continuo semejante al que marca la evolución de la metafísica igualmente idealista desde el ilustrado Kant a los románticos Fichte, Schelling y Hegel. Se trata de hitos en un mismo movimiento, tanto en el idealismo filosófico como en el romanticismo literario.

Ya he señalado algunas características del prerromanticismo. ¿Cuáles son las del romanticismo? Se derivan de los escritos de los propios autores de la época, por ejemplo de la obra periodística de Lista. Es muy interesante leer la prensa del momento, donde se encuentra la clave de interpretación intrahistórica de todo este período.

Como he dicho el mero regusto sepulcral del prerromanticismo adquiere en el romanticismo una nueva dimensión de profundidad, relativa a todo un pensamiento poético acerca de la muerte y las cuestiones de la ultimidad humana. Características del romanticismo son: en primer lugar el conflicto entre amor y deber social, con la aparición de la libertad pasional, el amor como expresión de una subjetividad sincera. Notemos que es un paso de gigante, que nuestras generaciones contraculturales recogerán más tarde. Apenas unos decenios antes el problema residía simplemente en la libertad de elección de marido, en él teatro de Moratín. Ahora es una energuménica y desaforada libertad pasional, un torrente incontenible de subjetividad libre. La libertad de los sentimientos.

En segundo lugar, otra forma de libertad, la cívica y social, la libertad política, la lucha revolucionaria contra el tirano, patente ya en los diputados de Cádiz que asistían bajo las bombas a la crítica del absolutismo en Les vêpres siciliennes de Casimir Delavigne. Es la instauración de la democracia, con su concepto de soberanía popular, sentida de una manera más inmediata y directa que la democracia actual de los grandes números y estadísticas nos ha hecho olvidar -recordemos la frase de Borges: «la democracia, ese increíble abuso de la estadística...».

En tercer lugar la aparición de lo que Lista llamaba el hombre interior, utilizando terminología religiosa y paulina, y que no es ni más ni menos que el imperio de lo subjetivo, de los sentimientos, de la interioridad afectiva del hombre.

En cuarto lugar el gusto por la naturaleza viva, el panteísmo, patente incluso en los escritores más conservadores como Zorrilla, cuya obra, por cierto, me parece admirable, aunque no alcance las cotas de Espronceda.

En quinto lugar la existencia de una fraternidad liberal internacional, que puede seguirse en los periódicos de la época. El liberalismo se entiende como una cruzada filantrópica, como una forma de extensión de la libertad. Poetas como Byron, consecuentes con ello, ofrecerán su vida en el empeño. En España, la actividad política de Larra y Espronceda. Sobre este último genial autor, José de Espronceda, preparo desde hace años un libro, La sombra de Espronceda, ahora en prensa en la Editora Regional de Extremadura.

Insistiré en la asociación entre liberalismo y romanticismo, entre sentir democrático y libertad pasional.

Pero el ya primer Quintana y el primer Rivas son claros ejemplos de este alborear romántico. Citemos por ejemplo el conocido poema de Rivas, «Con once heridas mortales», datado en el hospital de Baza en 1809, y aparecido en la edición de sus poesías de 1814. El propio poeta huye a caballo, mortalmente herido, atravesando el campo de batalla entre cadáveres «en noche oscura y nublada». En el hospital es curado por «la hermosísima Filena» -nombre aún de neoclasicismo pastoril-. Y le parecen al soldado más profundas las heridas del alma que le está produciendo aquella bella muchacha que las que ha sufrido en la batalla. ¿Hay algo más romántico, ya en 1809?

Todo esto viene a sustentar nuestra hipótesis de la Guerra de la Independencia como una guerra romántica, como una auténtica revolución liberal, que al sentimiento de defensa del territorio nacional perseguida por los serviles, unió el diseño de todo un proyecto de nación completamente nuevo por parte de los liberales. Si la Revolución Francesa actúa contra la aristocracia, la Revolución española lo hace contra el invasor, y aprovecha para cambiar la faz política del país. Es la España moderna. El nacionalismo de Quintana no es en absoluto reaccionario, aunque así lo creyeran sus críticos e historiadores del XIX -remito a mi último libro sobre este autor ya citado-: es un nacionalismo revolucionario y progresista.

De todas formas debe advertirse que entre el primer romanticismo español y el primero romanticismo europeo, existe la misma diferencia que entre los cuadros y grabados de Goya -con su visión tremenda de la guerra, hasta llegar a las alucinaciones de las pinturas negras- y los tonos pastel de Turner. Los románticos españoles de esta primera hornada no estaban para edulcoraciones líricas a la manera británica y alemana. ¿Podrían escribir, como Keats To a friend who send me some roses, o a seres míticos idealizados, si al salir de casa encontraban el suelo sembrado de cadáveres? El primer romanticismo español se encuentra por ejemplo también en la poesía patriótica de esta gesta de defensa popular contra el ejército mejor preparado del mundo, pongamos por ejemplo el poema -cuya versión distinta he descubierto- de Juan Nicasio Gallego A la influencia del entusiasmo público en las Artes (1808), con su concepto idealista del arte, y sus referencias a la guerra.

Todo esto nos lleva a destacar una serie de peculiaridades en el romanticismo español, cuyo desconocimiento ha hecho incurrir a la crítica durante muchos años en gigantescos errores de apreciación antes señalados, como si hubiéramos llegado tarde y mal a la modernidad, prejuicio totalmente falso.

Peculiares en nuestro romanticismo son:

En primer lugar la lucha política, la muerte como hecho cotidiano de una guerra que lleva a la aparición de unas Cortes revolucionarias. No había tiempo, como he dicho, para efluvios líricos.

En segundo lugar el exilio. Lo que nuestros liberales no calcularon es que el rey no aceptaría el diseño del país que ellos habían preparado, y preferiría el antiguo régimen absoluto. En otros países hubo también un período de falta de libertad, la Francia del rey Luis, la Europa de Metternich; recordemos que fue el rey francés el que interrumpió la revolución española en 23. Pero el exilio caracteriza a la generación romántica, porque la privación de libertad por los fernandinos fue aquí más larga. Aunque otros románticos como Hugo sufrieran igualmente el exilio de su país. Por cierto que he podido descubrir que Rivas estuvo a punto de ser discípulo de Lista en París, impidiéndolo la huida de este de la ciudad francesa aquejada por el cólera.

En tercer lugar hay que destacar un punto importantísimo: la influencia del teatro del siglo de oro en las generaciones románticas. Aquí está la mano de Lista y remito a mi libro donde lo analizo con detalle. Este punto requeriría de por sí toda una ponencia. Baste destacar que fue Lista el que formó a los jóvenes románticos, a partir de sus espléndidos artículos durante el trienio en El Censor, en las bellezas de nuestro teatro áureo, señalando la influencia del mismo en el teatro francés, frente al complejo de inferioridad del primer neoclasicismo. Lista marcó el interés de Ochoa y Durán hacia nuestro pasado. Sin Lista nuestro romanticismo hubiera sido diferente. Lista fue capaz de conectar el idealismo caballeresco de nuestro siglo de oro, al que se refiere frecuentemente, con el idealismo romántico de los jóvenes, a los que sin embargo miraba con prevención porque sus ideas le parecían excesivamente revolucionarias. En mi libro me he referido a la labor de Lista como editor de textos áureos, pues le considero autor de la edición de la Colección general de comedias escogidas de autores españoles, Madrid, 1826-33, 33 vols., incompleta en la Nacional.

En cuarto lugar: nuestro romanticismo es muy ideológico. Luego derivará, con la excepción radical de Espronceda y Larra, durante el liberalismo doctrinario, a la evasión medieval de Rivas y Zorrilla. Pero lo que busca en la Edad Media, por ejemplo, es la fuente histórica que le dé seguridad ante una situación nueva, como en la Teoría de las Cortes de Marina, que fundamenta nuestra democracia en las Cortes medievales. El medievalismo no es un capricho, sino intento de buscar raíces en nuestro pasado, ante una época en cambio vertiginoso donde nada había seguro.

En fin, aquí sólo he intentado, despojado de todo aparato crítico, hacer comprender al amable lector los fundamentos teóricos -en un nivel de comprensión muy elemental y sencillo- que mueven las aspas de molino de más cinco libros sobre romanticismo, teniendo en cuenta que éstos -en especial el dedicado a Lista, que es el más complejo- contienen un rico semillero de sugerencias que darían lugar de por sí a otras numerosas y muy distintas ponencias.

Confío en que el esfuerzo que he dedicado a desentrañar las claves de este primer romanticismo español, contribuya a hacemos borrar ese complejo de inferioridad tan típico de la autocrítica hispana ya desde Larra al 98, y romper con el desgraciado tópico que parte de la suposición de que España llegó tarde y mal a la modernidad. Ni llegó tarde, porque su primer romanticismo alborea a la par del romanticismo inglés o alemán, aunque con las características peculiares que he señalado, ni llegó mal, porque todavía hay que descubrir el valor literario, en muchos casos oculto, de nuestros poetas del romanticismo, entendiendo por tal la época que va desde 1795 a 1850.