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ArribaAbajoUn drama romántico alternativo: Alfredo, de Joaquín Francisco Pacheco

Piero MENARINI


Università di Bologna

El año de 1835 había empezado bastante mal para el recién nacido romanticismo español. En los primeros cuatro meses, si se excluye el estreno de Don Álvaro o la fuerza del sino, en los teatros del Príncipe y de la Cruz se pusieron o repusieron en escena muchísimas comedias de Scribe, unos cuantos dramas y dramones traducidos del francés (La cabeza de bronce, El hombre de la selva negra, Las cortes de Castilla, La quinta de Paluzzi, etc.) y una cantidad sorprendente de refundiciones (La vida es sueño y Con quien vengo vengo, de Calderón, El vergonzoso en palacio y Mari-Hernández la gallega, de Tirso, Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, El perro del hortelano, de Lope de Vega, La Numancia, de Cervantes). Siguen atrayendo público tragedias ya harto conocidas como Edipo, de Martínez de la Rosa, Blanca de Borbón, de Gil y Zárate, y Mérope, de Bretón de los Herreros. Es evidente la oscilación entre repertorios diferentes: los empresarios parecen no tener claro aún cuál va a ser el gusto del público y tampoco parecen demostrar suficiente valor como para dirigirlo hacia la nueva escuela. Por ello cada vez que tienen dudas reponen La huérfana de Bruselas, La pata de cabra, Treinta años o la vida de un jugador, etc.

Pero ya a partir de finales de mayo el cuadro se presenta más perfilado: además de dramas nuevos de Bouchardy y Delavigne, entre otros, y de las reposiciones de Macías, La conjuración de Venecia y Don Álvaro, ocupan las tablas madrileñas con vehemencia, pero no siempre con éxito, los dramas de Hugo (Ángelo, tirano de Padua y Lucrecia Borgia) y Dumas (El bravo y la veneciana y Ricardo Darlington, a los que hay que añadir la primera versión de Antony)273.

Según nuestros datos274 en todo 1835 se estrenaron y/o editaron 57 obras nuevas (22 originales y 35 traducidas del francés), de las cuales sólo el 27,3 % eran dramas. De éstos pocos fueron los dramas originales (sólo 6 contra los 16 traducidos), pero de lo más interesante desde el punto de vista historiográfico: El maniquí (11 de julio), «drama original», y Teresita o una mujer del siglo XIX (escrito y editado después de Don Álvaro), «drama de costumbres morales», ambos de Covert-Spring; Incertidumbre y amor (1º de junio), «drama original», y Un día del año 1823 (14 de agosto), «drama original», ambos de Ochoa; Don Álvaro o la fuerza del sino (22 de marzo), «drama original», del Duque de Rivas, y finalmente Alfredo, «drama trágico», de Pacheco. Dejando aparte El maniquí -del que no se sabe casi nada, pues ha desaparecido sin dejar más huellas que una reseña en El Artista-,275 cada una de las otras obras parece intentar abrir un posible camino diferente para el naciente romanticismo español. Y, respecto al año anterior, cuando Macías y La conjuración aparecieron como «dramas históricos», la mayoría de los de 1835 sugieren definiciones más generales, y genéricas, como la de «drama original». Teresita inaugura la senda del romanticismo intelectual, ideológico y «socialista»; los dos dramas de Ochoa abren la posible vertiente del drama liberal volcado hacia lo contemporáneo; Don Álvaro la del drama del sino, sólo hasta cierto punto «histórico», y Alfredo, colocándose en la veta del drama satánico, propone la fusión entre el nuevo género (el drama histórico) y el que está suplantando (la tragedia).276

Estrenado en el Príncipe el 23 de mayo, tuvo tan poco éxito que permaneció en la cartelera nada más los tres días de la contrata corriente. Según la reseña aparecida en el Eco del Comercio de Madrid, «en la primera noche, sólo había la mitad de la gente cabe en el teatro», pero esto no impidió que al caer el telón se oyera «un concierto no muy acorde de palmadas y chicheos» que «a lo último degeneraron en descarados y sonoros silbidos».277 Algo malignamente el periodista subraya que hubo aplausos al final del acto II, pero que «por haber sonado sólo en un punto del teatro demostraron claramente que no eran del público». A pesar de su intención demoledora, esta reseña hace involuntariamente hincapié en algunos elementos importantes, que son exactamente los que hoy nos revelan cuán difícil era evaluar esta obra que se salía de las huellas trazadas por obras maestras como Macías, La conjuración de Venecia y Don Álvaro.

Sin detenernos en los aspectos de la puesta en escena, que debió de contribuir de manera escandalosa al fracaso del estreno,278 no cabe duda de que muchos de los que al periodista le parecieron defectos de la obra, hoy se nos revelan como ensayos de algo quizá demasiado nuevo y complejo para que se pudiera apreciar en ese momento. Por ser tantos los «defectos» que se destacan en la reseña, nos ceñiremos sólo a uno, porque atañe a la estructura misma de la obra y, naturalmente, a su interpretación.

Según el Eco del Comercio, el fallo más evidente consiste en el hecho de que este drama «carece de argumento dramático propiamente dicho, o si tiene alguno, concluye enteramente en el 2º acto: todo lo demás es declamación, parola y entrar y salir hasta el 5º acto sin qué, ni para qué». La observación nos parece interesante pues de ella se infiere que el crítico ya tiene una idea propia y clara acerca de lo que debe ser un drama romántico: acostumbrado quizá a la mayoría de la producción francesa de segunda categoría que invadía las tablas madrileñas, él identifica el argumento con la acción y la acción con la incesante sucesión de situaciones dramáticas y golpes de escena. Su punto de vista parece evidente: la «nueva escuela» está produciendo obras que, aunque desarregladas, logran suscitar el interés del auditorio. Por ello el periodista queda desilusionado frente a este drama: «Nosotros creíamos ver [...] una de aquellas composiciones modernas, que aunque pecase algo contra lo natural y verosímil, nos divirtiese o al menos excitase nuestra curiosidad por lo nuevo y extraordinario de las escenas, por la lucha y vehemencia de las pasiones y por las situaciones dramáticas [...]; con lo cual hubiéramos dado una higa a las rigurosas unidades de Aristóteles. Nada de esto».279 Este análisis tendría sentido (pero ninguna razón) si Pacheco hubiese querido escribir, como era razonable esperarse de un joven que tenía entonces 27 años, un drama histórico; sin embargo el periodista no se entera de que el autor escoge una fórmula dramática diferente, en la que la extensión trágico es determinante para entender que lo que el autor se proponía realizar era una mediación entre tragedia neoclásica y drama moderno. Dicho de otra manera, Pacheco comprende perfectamente que el drama está reemplazando a la tragedia e intenta homologar este pasaje acudiendo, sí, a efectismos a veces baratos, pero sin olvidar las rigurosas unidades de Aristóteles». En este sentido, entonces, la reseña se equivoca porque la obra en cuanto drama quizá carezca de argumento, pero en cuanto tragedia tiene demasiado: en cuanto drama trágico, al contrario, ofrece un apreciable equilibrio entre las exigencias de reflexión y de modelo universal propias de la tragedia y las de acción pasional e individual propias del drama.

Todo ello sin contar que en Alfredo aparecen también todos los recursos que forman lo histórico según las nunca proclamadas reglas románticas: el tiempo remoto de la acción (siglo XII), un lugar que sea cruce de culturas y de misterios (el sur de Italia), las pasiones exageradas (el supuesto incesto de Alfredo y Berta), lo misterioso (la desaparición del padre del protagonista quince años antes), lo satánico (el personaje del Griego) y hasta la presencia de la sombra y voz de un muerto (las de Jorge, asesinado por Alfredo). Sin contar que cada acto, según la conocida costumbre editorial romántica, tiene un título propio: «El presentimiento», «La pasión», «El remordimiento», «La confusión» y «El crimen». Pero hay que añadir que en nuestro drama todos estos elementos no se presentan como desearía la reseña, es decir esparcidos de manera sobrecogedora a lo largo de una fábula llena de movimiento, sino en un lienzo de diálogos y monólogos en el que la acción no tiene sino la función de marco. En este sentido, por ejemplo, ese inquietante personaje que es El Griego no puede interpretarse sólo como personificación del «diablo», como subraya el periodista, sino como un doble de Alfredo, o la proyección de su parte mala, del mismo modo que el regreso del padre Ricardo es la concreción de su parte buena. Igualmente la sombra de Jorge -que sólo ven Alfredo, Berta y El Griego (III, 11)- no puede interpretarse ingenuamente como la aparición de un muerto resucitado, sino una referencia a la sombra de Banco en el Macbeth de Shakespeare.280 Y la voz del muerto que atormenta a Alfredo no supone una vuelta «al siglo de los duendes, brujas y almas en pena»,281 sino la introducción del sentido de culpa de una manera casi psicoanalítica, tanto es así que el mismo autor define esas apariciones como «fantasmas que él mismo se crea» (III, 10).

Pero vamos a ver ahora cómo concretamente realiza Pacheco esta contaminación o evolución de un género a otro. Para efectuar nuestro análisis seguiremos el tratamiento en el drama de las tres unidades seudo-aristotélicas.

Unidad de lugar.

Como ya había planteado la comedia sentimental o lastimosa y se concretará en la mayoría de las obras románticas posteriores a Alfredo, Pacheco introduce en su drama dos diferentes geografías: una física y otra sentimental o interior.

Geografía física. En el primer parlamento del drama (I, 1), Alfredo nombra «las playas de Palestina», «la altiva cumbre del Mongibelo» (es decir el Etna), «las costas de Sicilia» y el Oriente, cuna de felicidad o desgracia. El anciano Roberto, a su vez, cita la Tierra Santa, Sicilia e Inglaterra. Pero es el Peregrino/trovador de la esc. 2 el que nos propone un recorrido realmente extraordinario: antes de que salga a la escena se le oye cantar «la luna de Agar» entre «las palmas radiantes [de] Cedar» (I, 2); luego al contar su historia dice que es provenzal, pero que viene de Génova con rumbo a Chipre donde se está reuniendo la nueva cruzada para la Tierra Santa: nunca conoció esos lugares, y lo jura por un «báculo tocado en el sepulcro de Santiago y en el altar de San Marcos de Venecia»; finalmente concluye que los versos que antes cantaba los aprendió «en Alemania [de] un trovador inglés que tomaba de la Palestina» (I, 3). En I, 6 Alfredo decide liberar a sus esclavos sarracenos para que vuelvan «al África». Poco más tarde (I, 8) llegan de Palermo dos extranjeros, el cruzado Jorge y su hermana Berta: son ingleses y vienen de Palestina, donde tomaron parte en el sitio de Tolemaida, quedando luego presos en las mazmorras de Damieta. Sicilia y el Etna se habían nombrado también en la acotación inicial.

A pesar de la amplitud de este panorama, hay que notar que el autor no hace sino trazar, con cierta exactitud además, la ruta de las armadas que intervinieron en la 3ª cruzada: de Inglaterra a Marsella y de Alemania a Génova; luego a Mesina y Palermo; de ahí a Chipre y finalmente a Palestina. Puesto que todos esos lugares no son sino referencias orales, podernos afirmar que en el drama de Pacheco la unidad de lugar está casi respetada. Efectivamente toda la acción se desarrolla en la Sicilia imperial; más aun, cuatro de los cinco actos se ubican en un único lugar: el castillo de Alfredo. La única desviación es la del acto IV que se desarrolla siempre en «la falda del Mongibelo», pero al otro lado de la llanada de Palermo» (IV, 5) donde está situado el castillo mismo.

Hay que subrayar que, si el autor parece fiel a esta regla y casi convencido de que no hay que distraer al público con repentinos cambios de decorado, de las citas anteriores se desprende que las indicaciones de lugar no se limitan tan sólo a dibujar una geografía física, sino también otra, que llamaremos sentimental. En este sentido los mismos lugares adquieren una diferente valoración. En la física el autor presenta esencialmente dos lugares en cierto sentido complementarios: Sicilia y Palestina (o Tierra Santa). El primero es donde están los personajes durante el tiempo de la acción con sus pasiones, intrigas y traiciones, y el segundo el de donde vienen o adonde quieren ir para realizar sus proyectos de expiación y santidad. Dicho de otra manera, Sicilia es al mismo tiempo tanto el lugar concreto de la acción como la sede de las aspiraciones de todos los personajes: de las ya realizadas o pasadas, en el caso de los que vuelven de Palestina, y de las por realizar o futuras, en el caso de los que, por razones diferentes, quieren hacerse «guerreros de Cristo» (I, 2). De la misma manera, Palestina puede ser el sitio real e histórico de la guerra santa, pero también el lugar metafórico e ideal del infierno (las mazmorras de Damieta) o del paraíso (la cima del Carmelo). Existe pues un movimiento continuo en el drama, pero más interior que físico.

El castillo del Alfredo es por lo tanto el punto de encuentro no sólo de todas las rutas de la cruzada, sino también de los anhelos de salvación y de las obsesiones de perdición de cada personaje. Allí todo va a ser posible, porque a lo largo de ese recorrido se desplazan de un extremo a otro reyes, armadas y peregrinos solitarios, pero también pasiones, dudas y deseos. Es un mapa nuevo el que delinea Pacheco: un mapa de hombres en guerra contra otros hombres y también consigo mismos.

Salvando la constatación formal, desde luego significativa desde el enfoque romántico, de que vamos rápidamente bajando del norte al sur de Italia, con respecto a los dramas españoles anteriormente estrenados, se notará que la doble geografía de Alfredo presenta una potencialidad mayor. En la obra de Martínez de la Rosa, Venecia es el lugar histórico de los acontecimientos dramatizados, si bien utilizado también en sus vertientes de color local y de evocación de misterios (históricos también, desde luego, como el mismo carnaval o el Consejo de los Trece). En Don Álvaro las referencias geográficas son casi exclusivamente objetivas: unas históricas (p.e. la Veletri de 1744), otras tirando a lo pintoresco (p.e. el puente de Triana). Sólo el convento de los Ángeles se vuelve, al rematar el drama, un lugar interior, pero gracias sobre todo a elementos meteorológicos, es decir a esos truenos y relámpagos que reflejan en la naturaleza exterior el conflicto interior del protagonista.

En Alfredo estos mismos efectos escénicos (truenos y relámpagos) son al mismo tiempo: 1. la presencia concreta del Etna que se está despertando; 2. la rebelión de la naturaleza contra el crimen «contra-naturaleza» de Alfredo; 3. la irrupción de la ira del Cielo por negarse Alfredo al arrepentimiento; y 4. la señal de la victoria del infierno.

Unidad de tiempo.

En la acotación inicial nada se dice a propósito del tiempo de la acción, pero de los diálogos se deduce de manera muy clara que ésta se sitúa cronológicamente en la época de la 3ª cruzada, que tuvo lugar de 1190 a 1192. A pesar de que todos los personajes midan el tiempo, muy románticamente, por lustros, el autor ofrece en el acto I varios indicios que nos permiten ceñir aún más estos extremos. La fecha clave es la de la caída de S. Juan de Acri (la Tolemaida del texto), el 12 de julio de 1191. Ahora bien, al llegar al castillo de Alfredo, Jorge y Berta cuentan haber tomado parte en el cerco y toma de Tolemaida, por lo tanto en 1191. Antes habían declarado haber salido para Palestina «cuatro años hace», lo que significaría en 1187, es decir cuando Enrique II Plantageneto hizo voto para la cruzada y muchos ingleses empezaron a salir para Palestina con bastante antelación. Se puede suponer que el viaje de regreso de los dos hermanos comenzó casi inmediatamente después de la reconquista de Tolemaida, pero su galera se topó con la flota del Saladino y ellos quedaron «cautivados y cargados de cadenas» dos meses. En cuanto a Ricardo, el desaparecido padre de Alfredo al que todos creen muerto en Palestina, él había dejado Sicilia tres lustros antes (I, 1), atraído probablemente por las nuevas de la toma de Jerusalén (1175).

Estos datos, que aparecen todos en el acto I, señalan por lo tanto que la acción de Alfredo empieza aproximadamente en el mes de octubre de 1191. En la prosecución del drama ya no hay referencias temporales explícitas, pero es posible computar la marcha del tiempo a través de la acción misma. Al empezar el acto II han pasado pocos días, así que siempre estamos en el otoño de 1191. El acto III debería situarse muy pocos meses más tarde, por tanto a finales de 1191 o principios de 1192. También pocos meses han transcurrido cuando empieza el acto IV, y finalmente el acto V se desarrolla sólo unos días después del anterior. La acción se concluiría pues hacia la primavera de 1192.

Aunque es evidente que Pacheco, por verosimilitud romántica, no tiene la menor intención de conformarse con las «inverosímiles» 24 horas canónicas de la unidad de tiempo, tampoco se desborda en los meses y años que separan, por ejemplo, las jornadas y hasta los diferentes cuadros de una misma jornada en el Don Álvaro. Al contrario hay que observar que en nuestro drama trágico cada acto tiene una unidad temporal muy rigurosa (tiempo real). En general el paso del tiempo sólo le sirve a Pacheco para justificar la transformación de los sentimientos y la manifestación de las pasiones. Por último hay que destacar que el autor, en este caso también como en el de la geografía, dramatiza dos líneas de evolución: una cronológica y objetiva, otra sentimental y subjetiva. En efecto el tiempo interior del drama es mucho más rápido que el cronológico; por ello los personajes, sobre todo a partir del acto IV, parecen haber envejecido todos bajo el peso de las pasiones y de los acontecimientos, e incluso manifiestan darse cuenta de ello, refiriéndose a la situación de los comienzos, es decir de unos meses antes, con expresiones como «en otro tiempo» (IV, 6).

Unidad de acción.

Fiel a su título y sobre todo a una tradición más bien trágica que dramática, la obra de Pacheco tiene un solo protagonista: Alfredo. Todos los demás personajes actúan por lo tanto exclusivamente en función de él, tanto es así que en las raras escenas en las que no aparece en las tablas sólo se habla de él (IV, 1-5).282 Es evidente pues que, en cuanto a la acción, el drama es un modelo de ortodoxia: un solo personaje y una sola acción. La novedad consiste en la falta de cualquier unidad en la índole o carácter del protagonista, que no corresponde a ninguna norma anterior. Su identidad es totalmente romántica: esquizofrénico como la mayoría de los protagonistas de la nueva escuela, es a veces liberal otras tiránico, sensible hasta las lágrimas y bestial hasta la vulgar, piadoso y satánico, etc. Esto implica que las acciones producidas por Alfredo no tienen unidad alguna en sí mismas sino contradicción y oposición.283

Lo dicho anteriormente es prueba suficiente de que Alfredo quiere presentarse en el panorama teatral español de 1835 como obra innovadora exactamente por su semitradicionalismo. A pesar de su juventud y de no ser un profesional del teatro, Pacheco escribe su obra con gran madurez, consiguiendo una difícil evolución desde formas consolidadas hasta formas aún por definir. Con respecto a las normas llamadas aristotélicas hemos visto que Alfredo sería una tragedia; pero en cuanto a la variedad y calidad de los recursos dramáticos que utiliza es un drama. Lo trágico en efecto se desplaza del fatum tradicional, que aniquila al individuo desde afuera, hacia algo que le consume desde adentro.284 En este sentido no sólo Alfredo supera a la tragedia tradicional, sino también se presenta distinto de la Conjuración, del Don Álvaro y del futuro Trovador, donde el fatum sigue condicionando a los personajes desde el exterior y es pues algo objetivo que imposibilita su voluntad.285

En Alfredo la fatalidad, tema que recurre desde el principio, es en cambio algo subjetivo: es la oscilación personal entre el bien y el mal (véase I, 1). Rugero en varias ocasiones le repite a su amigo Alfredo que «no nos impele una potencia irresistible... Siempre tenemos fuerza para defendernos... siempre, para quebrantar y sacudir el yugo de las pasiones» (II, 4). Está claro que Pacheco a través de Rugero afirma el libre albedrío y puede concluir su evaluación moral del protagonista con la afirmación: «Él es culpado... es culpado todo el que deja vencerse...» (IV, 2). Por lo tanto quien sucumbe a las pasiones y las llama fatalidad realiza ante-litteram lo que se llamaría remoción en psicoanálisis o, según la moral católica, falsa conciencia para vaciar de toda responsabilidad los yerros o pecados propios, atribuyéndolos a causas externas.

En este sentido también Alfredo ofrece una novedad muy interesante: el romanticismo español, que es en general muy poco católico -o, cuando lo es, muy poco ortodoxo-, tiene en este drama una alternativa molesta por su sentido hondamente cristiano, puesto que rechaza de una manera tajante la naciente «teología del sino», es decir del hado y sus múltiples variantes léxicas, como nuevo dios ciego.286 Prueba de ello es el acto V, en el que se introduce el tema del perdón como solución concreta para reconciliar a todos. Berta recobra su virtud, su paz y su salvación acogiendo el perdón de Ricardo: es el perdón y su aceptación lo que derrota a la supuesta invencibilidad del sino y permite a la joven pasar del naufragio de la pasión a la libertad de la voluntad. En cambio Alfredo -rendido a las insinuaciones satánicas del Griego, que afirma la imposibilidad del perdón porque «¿Somos por ventura dueños [...] de nuestra voluntad?» (V, 8)-, al rechazarlo enardece su desesperación y soledad, y encuentra su condena quitándose la vida al grito, naturalmente, de: «¡Maldición sobre mí!». En ese mismo instante, según la acotación que remata el drama, «aparece el Griego de repente en el fondo: vese un momento sobre sus labios una sonrisa infernal, y desaparece. Cae el telón». Es decir que el mal pudo sólo con quien no supo ni quiso arrepentirse.

El enfoque cristiano de Pacheco, que se desarrolla sin devoción exaltada ni devocionismo pintoresco, nos permite comprender vanas cosas, entre ellas por qué el fatum de la obra, si lo hay, se identifica con lo satánico. Pacheco pone en escena la lucha que todo hombre debe encarar para escoger libremente entre las promesas de Dios y las seducciones del diablo. Por esta razón las personificaciones satánicas son dos, no una: el Griego, en su función de tentador que consigue triunfar, y Alfredo, el tentado que se deja vencer. Eso explica por qué no se hace nunca referencia a los intereses materiales del Griego (riqueza, poder, etc.): su único fin es la perdición de los hombres a través de la pasión/sexo. También se explica por qué para connotar la descripción de la relación de Alfredo con Berta (en aquella época tenida por incestuosa), pocas veces se utiliza el término amor, muchas pasión y muchísimas placer.

La prueba de que el drama trágico de Pacheco ha sido casi siempre interpretado de manera errónea porque nadie ha tenido en cuenta ese fondo cristiano, la tenemos en la conclusión de la reseña del Eco del Comercio, que define al protagonista como «el fatalista de Sicilia», y en la lacónica descripción de Cejador y Frauca: «drama de acción violenta, de espíritu fatalista y antisocial».287 Sin embargo hemos visto que ninguno de estos atributos («fatalista» y «antisocial») puede cuajar con el sentido religioso de la obra, sin detenernos sobre ese «antisocial» que, de aceptarse en cuanto juicio literario, realmente pondría en tela de juicio el Romanticismo europeo. Todo lo contrario, el autor quiso darnos con Alfredo un exemplum, al negativo por supuesto, de una moral muy firme que no acepta ni el hado ni la supuesta impotencia del hombre frente a él y al mal. También en este sentido Alfredo es un drama diferente: plenamente romántico, defiende una moral antirromántica, o por lo menos que se opone al modelo surgido en aquellos años con Don Álvaro.288