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ArribaAbajoAlpha y Omega de la novela: Galdós

José SCHRAIBMAN


Washington. University in St. Louis

Me arriesgaría a sugerir que gran parte de la novela del XIX en Europa y en España -sobre todo después de 1849- incluye técnicas de novelar que tienen que ver con conciencia, cum-scientae, el saber con alguien, la hora del lector, como se dio a llamar a la novela mucho más tarde. Basta sólo pensar en Cervantes para saber que el novelista siempre ha sido una especie de cabeza de hidra que crea un mundo en todas sus manifestaciones y complejidades. De ahí que cada generación pueda entresacar del mismo texto lecturas distintas y plausibles. Según Wolfgang Kaiser, los personajes se definen a sí mismos en su búsqueda de auto-conocimiento y de comprensión del mundo y si el lector es apto, sabrá seguir la misma senda. La novela, pues, es una simbiosis entre narrador, personajes y lector, toda ella en busca de captación y comprensión del objeto literario como totalidad. La novela parece diferir de la poesía o del teatro en este proceso. En términos generales, esta dualidad de sujeto y objeto, o de mundo y conciencia, produce tres posibilidades: 1. que la conciencia se imponga al mundo; 2. que renuncie a él; o, 3. que sea una con él, que armonice con él.

En su análisis de la novela, Georgy Lukacs sugiere varios esquemas: 1. El idealismo abstracto como en Don Quijote: El individuo lucha por un ideal y el mundo le apalea. 2. La desilusión romántica como en L'education sentimentale. El individuo desilusionado se rinde como lo hacen Julien Sorel, Ana Ozores, o Pedro, en Tiempo de silencio. 3. El Bildungroman como en Wilhelm Meister. En resumen: 1. ilusión. 2. Desilusión. 3. Conciliación. En esta tríada de Lukacs no encajan autores como Proust o Joyce quienes revolucionaron la novela creando personajes que reflexionan sobre el mundo, y terminan por creer solo en sí mismos, en su propia creatividad. La soledad, la conciencia, la falta de transformación de uno y del mundo se convierten así en la materia misma de la novela. Y de ahí se pasa al nouveau roman, y a las diversas modas de novela autobiográfica. Al rechazar el mundo, sólo queda el individuo, y la novela parece morderse la cola, y volverse hacia sí misma. El en-soi sartriano se ha convertido en el tema principal de la novela, y ésta busca modalidades del cómo y no del qué; el mundo narrado ya no es objeto sino representación.

La novela del diecinueve no deja de explorar las posibilidades que ofrece el lenguaje. La narración siempre utiliza un filtro, aunque éste no sea aparente, a veces. La supuestamente tan abusada narración en tercera persona no deja de variar esa técnica con juegos de distancia, cortes, diálogos, citas intertextuales, y más. Galdós aprendió mejor que ningún miembro de su generación estos modos de narrar de Cervantes. Ya para fines del siglo XIX se producen experimentos narrativos como en Les lauries sont coupés de Eduoard Dujardin, los diversos amontonamientos del «yo» a principios del siglo XX, la escritura automática, y el paso al «tú» con Michel Butor, Robbe-Grillet, Goytisolo y otros. Cortázar hace explotar la lectura lineal con otra variante en Rayuela, y William Gass crea obras en la cual el significado de la palabra es expulsado a favor de la palabra en sí, en su última novela, The Tunnel, y en los ensayos de On Being Blue.

Pasando ahora al principio y al final de una obra en todas las épocas, aún los diccionarios antiguos recogen su importancia. Y hoy día, cuando la crítica presta tanta atención al discurso, tal análisis es de rigor. Me cabe poca duda que los autores al escribir reaccionan ante la tradición que les ha precedido. A medida que uno se acerca a nuestro tiempo, ya no es válido basarse sólo en el estudio de la biblioteca de un autor, o en sus escritos ensayísticos para saber lo que ha leído o visto. Las fuentes de información son tan amplias que ya no se puede rastrear a ciencia cierta el bagaje literario de un autor. Incluso los que hemos estudiado la biblioteca de Galdós, por ejemplo, lo hemos llegado a acertar. No sabemos a ciencia cierta lo que pudo haber leído don Benito el Ateneo, o lo que otros pudieran haberle suministrado o contado sus amigos en el café o en su casa. Así lo demuestran las excelentes contribuciones de Rubén Benítez en sus dos libros sobre la intertextualidad de Cervantes, y de otros autores de diversas épocas en Galdós. El libro de Stephen Gilman nos informa de modo ejemplar sobre las lecturas de la novela europea en don Benito. Los estudios de William H. Shoemaker revelan cuánto había de literatura clásica en las obras de Galdós, y otros investigadores lo han hecho para Balzac, Ibsen y otros. No es nada sorprendente que Galdós se hiciera eco de otros comienzos y finales de obras al crear las suyas. Claro está que sus originales variaciones de estas entradas y salidas merecen estudio. Que tal tema es importante lo han probado con sustancia los estudios teóricos de Edward Said en Beginnings y Frank Kermode en The Sense of an Ending.

Said declara que al comenzar una obra todo escritor tiene la intención de diferenciar su obra de toda obra anterior, de producir significado (p. 5). El papel principal del crítico, casi un reto, es descifrar el mecanismo mediante el cual un texto no imita la vida; no es una mímesis sino un texto en sí, y así siempre lo han considerado los grandes innovadores en la escritura. Said define la intencionalidad del autor como un deseo de inclusividad desde el principio mismo camino a una forma que siempre persigue la producción de un significado (p. 12). No entramos aquí en cuestiones de influencia u originalidad, o en definiciones de género. Estos temas tratados también por Said serían de interés, por ejemplo, en el estudio de Realidad, La incógnita, y obras galdosianas transformadas por Galdós al teatro, o por otros al cine.

Said, inspirándose en Levi-Strauss, sugiere que el comienzo se descubre siempre a posteriori. Es lo que ya se ha dejado atrás. Saussure, al estudiar los orígenes del lenguaje también subrayó la importancia que el ser humano siempre ha dado a los comienzos, a las continuidades, y al final. Tal orden, o racionalismo, también aparece en Bachelard, en la estructura de los sueños, o en el surrealismo. Y Husserl une el pasado y el presente en lo que llamo lebendige Gegenwart (el presente viviente). Said rechaza las obras que supuestamente empiezan in medias res como teniendo en realidad un comienzo que no quiere parecerlo así (p. 43). Y, sin una clara noción de comienzo no sería posible interpretar un final tal como lo hace Kermode. Para Said, «las palabras conforman el principio; son una serie de sustituciones. Las palabras significan un alejamiento de un fragmento de realidad. Ésta es otra manera de caracterizar la capacidad humana del lenguaje» (p. 65).

Galdós pareció intuir que escribiese lo que escribiese -novelas, episodios, teatro, cuentos- siempre habían de estar presentes la sociedad, la historia y, en su última época, también la mitología. Galdós combina el relato histórico tal como lo define Foucault con el discurso literario que coincide con el histórico en sus tres aspectos: la enunciación, el enunciado, y el significado. Cada comienzo de obra es pues una especie de génesis, y cada personaje también, aunque muchos son recurrentes, como el emblemático José Ido del Sagrario, tan aptamente estudiado por Shoemaker. Para el aspecto genealógico, sirva como ejemplo la discusión entre Stephen Gilman y Carlos Blanco Aguinaga. Gilman apunta que Fortunata emerge de un vacío; «she is a creature of chance». Y la considera quizás la más mitológica creación en la España del XIX. Carlos Blanco se opone a tal perspectiva: «... one wonders if novelists 'study' societies, should not students of the novel try at least to take a look at those societies?» En realidad, la obra de Galdós, siempre completa, posibilita ambas lecturas, y así lo parece sugerir Harriet Turner. Ella opta por ambas lecturas: la novela es eminentemente social en su temática y autónoma en la creación de un mundo de ficción que es reflejo, y no copia, de otro «real». En ello precisamente radica la magia de la novela como género, ni puro documento sociológico, ni cuento de hadas inventado, alegoría de mundos soñados. Y más aún cuando se trata de la sociedad del diecinueve, burguesa, mercantilista, industrial, y capitaneada por los grandes mitos de ese siglo -el dinero y el progreso-. En este sentido son iluminadoras las perspectivas de Julio Rodríguez Puértolas y Juan Ignacio Ferreras. De forma metafórica y mitológica, Fortunata parece surgir de la diosa romana de la fortuna. El huevo que chupa parece tener que ver con el ab ovo horaciano en El Arte Poética. Y así como del huevo de Leda brota Helena en La Iliada de Homero, obra que empieza con el sitio de Troya y no con el nacimiento de Helena, así también Fortunata y Jacinta no empieza con el nacimiento de Fortunata sino con el alboroto de la noche de San Andrés. La lectura polisémica de este «huevo» ha sido debatida por los ya citados Gilman y Blanco Aguinaga mientras que otros han estudiado elementos estructurales más amplios, como Ricardo y German Gullón, John Kronik, Hazel Gold, Akiko Tsuchiya, Stephanie Sieburth y muchos más.

Recientemente he hecho una irregular encuesta entre mis colegas lectores de literatura en varias lenguas. Algunos me han dicho que a las cuantas páginas deciden si han de seguir la lectura; otros me confiesan que leen el final primero. Me siento menos culpable al confesar ahora que hace ya años publiqué un corto ensayo sobre Fortunata y Jacinta, los primeros cinco capítulos. Me chocó entonces la complejidad de las técnicas de Galdós, los múltiples significados más allá de la trama, del lenguaje, de los personajes. La bibliografía sobre esta obra maestra sigue creciendo así como también los enfoques críticos utilizados. Rodríguez Puértolas, por ejemplo, ha entresacado los pormenores de los temas sociales, burgueses y proletarios que aparecen en la obra. Ha puesto énfasis en los elementos «desclasados», una especie de cuarto estado sin conciencia de serlo: una vendedora de higos, un zapatero remendón, una costurera, una tripera, varios limosneros, prostitutas, un albañil, y toda una caterva más. Su estudio ilumina de forma detallada y novedosa aspectos ignorados e interpretados por la crítica anterior como puro costumbrismo. Ricardo Gullón, al contrario, estudia la obra desde un punto de vista estructural, casi geométrico, resaltando triángulos amorosos, polaridades complementarias, estratos espaciales y temporales. Trata el tiempo cronológico y sicológico de los personajes, y los diversos modos en que el narrador forja su obra.

Ambos estudios citados son de alguna forma paradigmáticos aunque puedan parecer antitéticos. Fortunata y Jacinta admite ambas lecturas, y aun otras. La obra de Galdós es compleja, irónica, rica en problematizar el reflejo de la realidad que narra. Fortunata y Jacinta, por ejemplo, rehúye la fácil interpretación. Galdós capta en ella admirablemente el clima de la Restauración, y su sistema de ejercer el turno pacífico, así dificultando una verdadera y fructífera oposición entre moderados y progresistas. Fortunata y Jacinta pinta una sociedad que acepta las condiciones sociales impuestas por tal sistema. Mantiene el status quo ante atado a un pragmatismo retrógrado, un intento triunfador de preservar y redefinir un nuevo contexto social, pero siempre atado y controlado por una estructura elitista y explotadora.

Galdós parece dar forma fictiva a este proceso social. La ironía galdosiana parece estar al servicio de la clase media, pero también la socava a un nivel profundo de estructuras sintácticas o yuxtaposiciones temáticas o descriptivas. Sus tácticas literarias conllevan un eco cervantino. Buen ejemplo de tales usos se pueden observar en el brillante capítulo IX de la primera parte, «Una visita al cuarto estado». Y, claro está, el significado de este capítulo está reforzado por las primeras páginas de la obra.

Si Fortunata parece venir de la nada, ab ovo, no es ése el caso de los Santa Cruz. En el capítulo VI de la primera parte, «Más y más pormenores referentes a esta ilustre familia» nos informa el narrador que todos proceden de un tal Matías Trujillo, tendero de la calle de Toledo. Curiosamente ninguno parece pertenecer al cuarto estado, y todos provienen de familias cuyos oficios se asociaban con conversos. Lo más significativo de esta familia es que han ascendido de clase, y así pertenecen de lleno a uno de los mitos de la Restauración. Ellos representan un grupo que ha mantenido su integridad familiar y social porque han cuidado su integridad económica. Los títulos que han logrado comprar son nuevos, del siglo XIX, y no antiguos. Forman parte de grupos de interés que intentan formar parte de grupos donde antaño no ingresarían. De este modo el dinero puede borrar las antiguas demarcaciones genealógicas. El caso del Pituso también es curioso. Al morir Fortunata, él logra colarse en una clase más alta; de haber vivido ella, tal salto hubiera sido imposible. Casi distinto sería el caso de Maxi, procedente de conversos, y de cuya rica trayectoria en la novela sólo me interesa destacar aquí el por qué la novela finaliza con él.

Maxi se vuelve más y más matemático en su lógica, y loco en su comportamiento con los demás. Al final ingresa en Leganés y, como buen loco, jura saber lo que le está ocurriendo más que los cuerdos mismos. ¿Se ha vuelto loco Maxi porque es impotente, débil, cornudo? O, es plausible una lectura que tenga en cuenta que como pertenece a aquel grupo llamado «ex-illis» le es imposible integrarse a una sociedad netamente española. De hecho, de acuerdo a esta interpretación, un procedente de conversos no puede casarse y funcionar con toda una hembra -símbolo del pueblo- aún en una España supuestamente liberal y creyente en el progreso.

Sara Schyfter y yo, entre otros, hemos tratado el curioso caso de Almudena, y su significado en Misericordia, la economía literaria de Galdós al crear un personaje que al principio es moro, luego judío, y al final ofrece casarse con Benina por la religión que sea. Esta novela genial, «abierta», profunda tanto en meditación horizontal como vertical, ecuménica, parece enriquecerse con cada lectura crítica. También Casandra (1905) en su prólogo equipara esta obra con «sus hermanas mayores Realidad y El abuelo» y, además del cruce entre los géneros novela y teatro, Galdós habla de biología, de raza. No le importa si tal unión se haga por lo civil o por la iglesia. Tal preocupación perseguirá a Galdós hasta El caballero encantado y La razón de la sinrazón. En el caso de Casandra, novela o teatro, la compleja y saltadora trama tiene que ver con las luchas entre clases, la penuria, el dinero, las herencias, y una religión vivida sin caridad. Y, una vez más, como en Misericordia, y tantas otras obras de Galdós, el final tiene el propósito de dejamos reflexionando. Rosaura condena a la sociedad española por altanera y ciega, irreverente, reacia a las enseñanzas de Cristo. A ello responde Casandra con estas simbólicas palabras: «Sí... (Con visión lejana) y más allá veo la sombra sagrada de Cristo... que huye». En el contexto de la obra, la raza, la polis española debe andar muy mal si al final, Cristo, el redentor, el Mesías, también huye de ella. En su época la obra fue interpretada según la ideología del público; unos la aplaudieron fuertemente, y otros vieron en ella al Galdós anticlerical.

El audaz (1871) así como la temprana La sombra, nos muestran un Galdós siempre hábil en el manejo de las herramientas de la narración. El preámbulo a El audaz incorpora un artículo del crítico Eugenio de Ochoa. La personalidad del autor implícito, con humor cervantino, termina el escrito de Ochoa con: «Nada tengo que añadir a esto, que es lo mismo que yo pensaba decir, pero mejor dicho», un brillante uso de un texto «real» para introducir otro suyo «ficticio». Los capítulos de esta obra llevan todos rúbrica y, como en Cervantes, Galdós las utiliza para describir, ironizar, estructurar, adelantar la obra. Al final, como en Don Quijote, el personaje loco, Muriel, asalta el tema mismo de la identidad: «Yo soy Robespierre». Una vez más, ser, parecer, historia y mito cierran la obra, pero en realidad la dejan abierta, y al lector pensando. Como en tantas obras de Galdós, los textos tienen múltiples referentes: geográficos, históricos, literarios, sociológicos, estilísticos, y tantos más. Kronik ha dado en el meollo de la cuestión al escribir: «El propio texto galdosiano suele exhibir una conciencia de la dinámica que se deriva de la interacción entre texto y receptor y suele activar dentro de sus páginas los procesos de contar y escuchar o de escribir y leer.»

La desheredada (1881) también juega con estos temas. La dedicatoria es a los maestros de escuela, incitando a los lectores a pensar por qué la ha puesto allí el novelista. Rompe con la noción de principio y final tradicionales al titular el primer capítulo de la Primera Parte, «Final de la otra novela». Y Tomás Rufete abre la obra habitando en Leganés, despotricando contra el gobierno en Envidiópolis, la ciudad sin alturas, tocando inmediatamente los temas de locura, cordura, aquí, allí, y arriba y abajo con todas sus implicaciones interpretativas. La trayectoria trágica de Isidora lleva al autor a cerrar la obra con una moraleja dirigida a los lectores en que les insta a no fiarse de las alas postizas, y a que mejor tomen una escalera. Esa dosis de «realismo» va dirigida al pueblo español y, seguirá siendo, en obra tras obra el apéndice pedagógico que Galdós añadirá una y otra vez a sus creaciones en busca de una España mejor.

Pasando a «Clarín», ¿quién puede olvidar la descripción impresionista de Vetusta en la primera página de La Regenta, el bisbiseo de los acólitos y, sobre todo, el catalejo con el cual Fermín pretende dominar y vigilar a los vetustenses desde la torre de la catedral? Esta descripción minuciosa anticipa la acción de la novela entera que gravitará entre lo espiritual y lo venal, lo terrestre, lo subterráneo y lo anfibio. Vetusta no perdona. El beso de sapo de Celedonio es el castigo final que la postrada e inconsciente Ana recibe de sus convecinos. La trayectoria de la obra nos lleva desde las alturas hasta la «caída», pero el verdadero infierno habita en el alma de los vetustenses mismos. La descripción naturalista final sella este descenso. Ana vuela como un pájaro dejándose llevar por sus ensueños a través de la obra. Su odisea es siempre espiritual, aun hasta el momento mismo de su caída. El agua, la lluvia, la lubricidad dominan la novela. En Vetusta llueve casi siempre, y por ello el agua domina las actividades de los vetustenses, los juegos en el casino y las encerronas ensoñadoras y místicas de la Regenta en su cuarto. La contrapartida simbólica de los pájaros son los sapos; éstos representan el aspecto anfibio de la obra. Los sapos viven tanto en el agua como sobre la tierra, y los humanos parecen ser también seudo-anfibios porque espiritualmente viven dominados por su cuerpo (agua) y el cielo (espíritu). Vetusta no sólo posee un sinnúmero de iglesias sino también una amplia red de cloacas. Junto al mundo ideal la obra describe el polvo incrustado desde hace siglos, la basura, el agua sucia, la humedad; en fin, los atributos de un mundo subterráneo donde radican el pecado y la corrupción. Ana sueña con pozos negros, sufre pesadillas horribles donde también aparecen arrebatos místicos que preconizan la sensualidad en la que caerá finalmente. El monstruo contra el cual nos advierte Platón ha de invadir el cuerpo de Ana y sellar su destino final, el enconado desdén de los vetustenses y la condena de vivir en el silencio como si fuera una apóstata en su propia ciudad.

Pardo Bazán construye su particular especie de naturalismo desarrollando desde el principio en sus obras los detalles que apuntan al final deseado por ella. En Los pazos de Ulloa, por ejemplo, aparecen -entre otros aspectos- la atención al medio ambiente, a la genealogía, a las fuerzas naturales, al nexo entre lo físico y lo sicológico, la religión, la fe; todo ello en una armonía, casi una relojería perfecta. Los primeros renglones de Los pazos de Ulloa describen «el natural» del rocín que monta Julián al dirigirse a los pazos. Esta primera página es casi zoológica así como lo es fisiológica el capítulo IX en el cual el marqués escoge su futura esposa del «ganado» familiar atendiendo a abolengo, raza, cuerpo. El resto es archisabido, y contiene la fina ironía de doña Emilia hasta terminar su novela con «el bastardo y la hija legítima». Me parece que el principio y final son aquí extraordinarios ejes que nos conducen a través de nuestra lectura de la obra.

La crítica ha comentado también el principio y el final de Tiempo de silencio, la descripción del habla en la primera página, la fotografía del científico español, premio Nobel, el ambiente del laboratorio donde investiga Pedro. Más problemática ha sido la interpretación del final, verdadero escrito polisémico. Yo mismo he intentado explicarlo varias veces, la última quizás de una forma algo dura, llamando a Pedro un Uhr-Schmuck, un iluso tonto. El final «abierto» me ha parecido así, dejando fuera varios detalles tratados anteriormente: Pedro ha descendido a los inflemos en la cárcel, sale sin darse aún cuenta del significado de su «caída», el policía lo cata de simplón, lo pierde todo, y Pedro, que ha soñado ilusamente con el Nobel, tiene que salir en tren rumbo a un pueblillo a curar almorranas, a ejercer de médico de pueblo. A un nivel más allá de la trama hay que explicar el uso de las espirales de Cervantes, el simbolismo de El Escorial y la fallida historia de España, no sólo en ciencias. En vez de un catalejo clariniano, Martín-Santos abre su novela con un microscopio, y la cierra con referencias escatológicas que hacen eco al anfibio clariniano. En ambos textos hay una lección para aquellos que no saben luchar con la materia, y se construyen castillos en el aire. Como vemos, sigue vigente el postscriptum de Galdós en La desheredada, «mejor tomar una escalera».

Al empezar este estudio me dediqué a releer novelas: Tirano Banderas, El doctor inverosímil, Paradiso, La colmena, El cuarto de atrás, Tristam Shandy, Juan sin tierra, La región más transparente, Rayuela, Cien años de soledad, Casa de campo, La feria, El cartero y algunas más. En todos los casos, creo que la atención particular al principio y al final me hizo ver mejor la riqueza de la estructura de cada obra: voces narrativas, flujos de conciencia, tramas internas, monólogos, diálogos, repeticiones, sueños, y más.

El placer de este enfoque -si lo es de algún modo- es algo así como ver el original cuadro del pintor madrileño, Alfonso Montaña, y pensar en seguida en «Las meninas», aunque él jure que no lo tenía en mente cuando pintó el suyo. Ello poco importa, en realidad, porque me hizo ver el cuadro de Velázquez de forma nueva, y el de Montaña con mayor profundidad. Ambos prueban que la estructura de una obra se construye de nuevo con cada mirada o cada lectura. Espero, pues, que esta manía que he confesado tenga otros adictos, que este final sea en realidad otro principio, otro diálogo, y que esta serpiente no venenosa que se muerde la cola, ni a la Said ni a la Kermode, sea en realidad una invitación a unos puntos suspensivos que nos induzcan a seguir leyendo, releyendo, y meditando...

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