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ArribaAbajo- XLI -

La pícara se sentó con la espalda a la luz


Había entornado las maderas del balcón para atenuar la viva claridad del día, y de esta manera su rostro estaba en sombra. Todos estos procedimientos denotaban su práctica en el arte del disimulo.

«Vamos a ver, ¿cuándo vio usted por primera vez a Manuel Peña?».

Inclinado el rostro sobre la costura, yo no podía verla bien mientras me contestaba con humilde voz de escolar:

  -254-  

«Una noche, cuando entró con usted en el comedor a tomar un refresco...».

-¿Habló él con usted en aquellos días?

-No señor... Una tarde... yo entraba del paseo con las niñas, él salía, bajaba la escalera... No sé cómo tropecé y me caí.

-Una tarde... Y yo, ¿dónde estaba esa tarde?

-Se había quedado usted en el portal, hablando con un catedrático amigo suyo.

-Y poco más o menos, ¿cuándo ocurrió eso?

-Antes de Navidad... Después le vi otra tarde que salí con Ruperto. Él me siguió, empeñándose en hablar conmigo. Me dijo muchas tonterías. Yo iba tan sofocada; no sabía qué hacer... Al día siguiente...

-Le escribió a usted una carta, que sin duda era larga. Se la mandó a usted con la mulata. ¡Estas razas mezcladas son terribles!... Usted leyó su carta a media noche, encerrada en su cuarto.

-Es cierto -respondió, sin levantar los ojos de su costura-. ¿Cómo lo sabe usted?

-Y otras noches también pasó usted largas horas leyendo cartas de Manuel y contestándolas. Se acostaba usted muy tarde...

Tardó mucho la contestación, que fue un humilde «sí, señor».

«Y en las noches de gran reunión solían ustedes verse a escape en el pasillo, por algunas partes no bien alumbrado...».

Con leve sonrisa me contestó afirmativamente. Y vedme ahí convertido en el hombre más bondadoso y paternal del mundo, como esos viejos componedores que salen en añejas comedias, y cuya exclusiva misión es echar bendiciones y arreglar a todo el mundo. Sin saber bien qué razones   -255-   espirituales me llevaban al desempeño de este papel, me dejé mover de mi bondad y le dije:

«Se trata aquí de un buen amigo mío y discípulo a quien quiero mucho; pero no le perdono el secreto que ha guardado en esto. Quizás haya sido usted la más empeñada en rodear de sombras sus amores... Es usted muy secretera. Hace tiempo que lo he conocido. No he sido engañado por completo. Yo observaba en usted los síntomas del trastorno, y tenía por seguro que en su vida había algo más de lo que constituye la vida ordinaria. Y para prueba de que no me engañó la maestra, voy a ayudarla en su confesión, como hacen los curas viejos con los chicos tímidos que por primera vez van al confesonario. Usted vio a Manuel, que es de los chicos más simpáticos que pueden ofrecerse a la contemplación de una joven apasionada. Ambos se agradaron, se ofrecieron con mutuo placer el regalo de las miradas, se comunicaron después por cartas, y en este comercio epistolar en que se cambia alma por alma, la de usted, que es la de que ahora tratamos, se fue empapando en ese rocío de dulzura ideal que desciende del cielo... No dirá usted que no estoy poético. Sigo adelante. Las cartas, algún diálogo corto, y por lo corto más intenso; las miradas furtivas, por lo escasas más fulminantes, iban sosteniendo en ambos la pasión primera, en la cual, quiero y debo reconocerlo, todo era ternura, honestidad, nobleza, los fines más puros y legítimos del alma humana... Las cualidades de Manuel debían de producir en usted efectos de otro orden, porque siendo él un joven de gran porvenir, y que ya ocupa excelente posición en el mundo, usted debía de sentir halagado su amor propio, debía de sentir además algún estímulo de ambición... ¿por qué no declararlo francamente? La enamorada gustaría de encuadrar sus sueños amorosos dentro de un marco de positivismo... así, así,   -256-   como suena... las cosas claritas... y añadir a lo ideal una cosa extremadamente hermosa también, cual es ser la mujer de un hombre notable, rico y rodeado de preeminencias mundanas».

La vi acercar más la cabeza a la costura, acercarla tanto que casi se iba a meter la aguja por los ojos. De estos se deslizó una lágrima que fue a refrescar la séptima edición de la bata de Calígula. Ni una palabra dijo Irene; mas con su silencio yo me envalentonaba, y seguí:

«Todavía su espíritu de usted no había adquirido fijeza; amaba, pero sin llegar a ese afecto exaltado que no admite contradicción, y que suele proponerse el dilema de la victoria o la muerte. Pasaban días, y con las cartitas, las miradas y alguna que otra palabreja se alimentaba esa pasión, sin llegar a mayores. Pero había de llegar la crisis, el momento en que usted perdiera la chaveta, como se suele decir, y esa crisis, ese momento vinieron con la velada, aquella famosa noche en que vio usted a su ídolo rodeado de todo el prestigio de su talento, bañado en luz de gloria... Aquella noche firmó Manuel su pacto con la suerte, abrió de par en par las puertas de su brillante porvenir... ¡Qué hermosura, Irene, qué dicha infinita suponerse unida para siempre al héroe de aquella fiesta, al orador insigne, al que ha de ser pronto diputado, ministro...!».

Esta vez herí tan en lo vivo, que no fue una lágrima, sino un torrente lo que bajó a inundar la metamorfoseada bata. Irene se llevó el pañuelo a los ojos, y con voz de ahogo me dijo:

«Sabe usted... más que Dios...».

-Quedamos en que aquella noche perdió usted la chaveta -añadí bromeando-. Sigamos ahora. Desde aquel momento le entró a mi amiga el desasosiego de un querer ya indomable y abrumador. Su alma aspiraba ya con sed furiosa   -257-   a la satisfacción de su ardiente anhelo. La persona querida se salía ya de los términos de persona humana para ser criatura sobrenatural. Se interesaba igualmente su corazón de usted, su mente, su fantasía proyectista. Manuel era el ángel de sus sueños, el marido rico y célebre... Me parece que me explico... Parece que estoy leyendo un libro, y sin embargo, no hago más que generalizar... Paciencia, y hablaré un momento más. Entonces nació en usted el deseo de salir de la casa de mi hermano... ¿Me equivoco? Usted necesitaba resolver pronto el problema de su destino. Manuel se declararía más amante después de la velada, y probablemente incitaría a su amada a procurarse independencia. Usted se sintió con bríos de actividad. Su instinto de mujer, su corazón, su talento no le permitían un triste papel pasivo. Era preciso dar algunos pasos y alargar la mano para coger los tesoros que ofrecía la Providencia... Pero ahora tenemos una cosa muy singular. ¿Es la Providencia o el Demonio quien, permitiendo la trampa armada por mi hermano, le facilita a usted lo que ardientemente desea, que es salir de la casa, adquirir libertad y comunicarse fácilmente con Manuel? Al fin y al cabo, los dos deben tener cierto agradecimiento a José María, que puso esta casa, y a doña Cándida, que trajo aquí a su sobrina para repetir confabulados el pasaje de las tentaciones de San Antón. Usted vino a la ratonera sin sospechar lo que había en ella; usted también creyó la patraña de que mi cínife había variado de fortuna... Bueno: consigue usted su objeto; se pone al habla con Manuel, que soborna a la criada, y se mete aquí. Las sugestiones de mi hermano producen momentánea contrariedad. Para vencerla me llama usted a mí. Intervengo. Quito de en medio el gran estorbo. Manuel, entre bastidores, triunfa en toda la línea. ¿Y ahora qué queda por hacer? Manuel y usted han de decidirlo.

  -258-  

Esto último que dije lo dije a gritos, porque el canario empezó a cantar tan fuerte que mi voz apenas se oía. Ella se levantó alterada; no sabía qué hacer... Volviose al pájaro, le mandó callar, y viendo que no obedecía, me dijo:

«No callará mientras no cierre el balcón».

Y diciéndolo, entornó tanto las maderas, que nos quedamos casi a oscuras. Lo que quería la muy pícara era estar en penumbra para que no se le viera la alteración ruborosa de su semblante... En vez de volver a tomar la costura, que era tan sólo un pretexto para no mirarme de frente, sentose en una banqueta que en el ángulo de la pieza estaba, y siguió el lloriqueo.

No quise hacerle por el momento más preguntas. Mi procedimiento de confesión interrogatoria y deductiva no podía ser empleado delicadamente en lo que aún restaba por declarar. En realidad, nada estaba ya oculto, y yo veía tan clara la historia toda, cual si la hubiese leído en un libro. La historia tenía un final triste y embrollado; mejor dicho, no tenía final, y estaba como los pleitos pendientes de sentencia. Esta podía ser feliz o atrozmente desdichada. ¿Me correspondía intervenir en ella, o, por el contrario, debería yo evadirme lindamente dejando que los criminales se arreglaran como pudieran?... ¡Pobre Manso!, o yo no entendía nada de penas humanas, o Irene esperaba de mí un salvador y providencial auxilio. Mucho tiempo pasó hasta el momento en que me dijo, sin dejar de llorar:

«Usted lo sabe todo. Parece que adivina...».

Este descomedido elogio me llevó a hacer una observación sobre mí mismo. No quiero guardármela, porque es de mucho interés, y quizás sirva de explicación a aparentes contradicciones de mi vida. Yo, que tan torpe había sido en aquel asunto de Irene, cuando ante mí no tenía más que hechos particulares y aislados, acababa de mostrar gran   -259-   perspicacia escudriñando y apreciando aquellos mismos hechos desde la altura de la generalización. No supe conocer sino por vagas sospechas lo que pasaba entre Irene y mi discípulo, y en cambio, desde que tuve noticia cierta de una sola parte de aquel sucedido, lo vi y comprendí todo hasta en sus últimos detalles, y pude presentar a Irene un cuadro de sus propios sentimientos y aun denunciarle sus propios secretos. Aquella falta de habilidad mundana y esta sobra de destreza generalizadora, provienen de la diferencia que hay entre mi razón práctica y mi razón pura; la una incapaz, como facultad de persona alejada del vivir activo, la otra expeditísima como don cultivado en el estudio. Todo lo que dije a Irene al confesarla, y que tanto la pasmó, fue dicho en teoría, fundándome en conocimientos académicos del espíritu humano. ¡Ella me llamaba adivino, cuando en realidad no mostraba más que memoria y aprovechamiento! ¡Bonito espíritu de adivinación tenía este triste pensador de cosas pensadas antes por otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos y sus timideces había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su ídolo, mientras el ser verdaderamente humano, desordenado en su espíritu, voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del instinto de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos, se iba derecho al objeto y lo acometía!... Ved en mí al estratégico de gabinete que en su vida ha olido la pólvora y que se consagra con metódica pachorra a estudiar las paralelas de la plaza que se propone tomar; y ved en Peñita al soldado raso que jamás ha cogido un libro del arte, y mientras el otro calcula, se lanza él espada en mano a la plaza, y la asalta y toma a degüello... Esto es de lo más triste...

Sacome de mis reflexiones Irene, que dejó de llorar para obsequiarme con nuevas lisonjas. Helas aquí:

  -260-  

«Usted no tiene precio... Es la persona mejor del mundo... Manuel le respeta a usted tanto, que para él no hay autoridad como la del amigo Manso... Si ahora le dice usted que es de noche se lo creerá. No hace más que lo que usted le mande».

-Te veo venir, palomita -pensé sonriendo en mi interior-. Ahora quieres que yo te case... Temes, y lo temes con razón, que haya inconvenientes... Primero: doña Javiera se opondrá; segundo: el mismo Manuel... (estos soldados rasos son así...) después de su triunfo y de haber tomado la plaza con tanto brío, no tendrá gran empeño en conservarla. Es de la escuela de Bonaparte... Veo, Irenita, que no pierdes ripio... ¿Con que yo mediador, yo diplomático, yo componedor y casamentero...? Es lo que me faltaba.

Díjele esto en espíritu, que es como se dicen ciertas cosas. Y en aquel punto pareciome oír ruido en la puerta que a la sala daba. Otra prueba de mis facultades adivinatorias. Doña Cándida estaba tras las frágiles maderas, oyendo lo que decíamos. Para cerciorarme, abrí la puerta. Desconcertada al verse sorprendida, la señora hizo como que limpiaba la puerta con un gran zorro que en la mano traía.

«Hoy sí que no te nos escapas, Máximo», me dijo.

-Pues qué, señora, ¿me va usted a enjaular?

-No; es que hoy tienes que quedarte a comer con nosotras.

Desde el rincón en que estaba, Irene me hizo señales afirmativas con la cabeza.

-Bueno -respondí.

-No tendrás las cosas ricas de tu casa... Dime, ¿te gustan los pichones? Porque tengo pichones.

-A mí me gusta todo.

-Ayer me han regalado una anguila, ¿te gusta?

-¿Qué más anguila que usted?

  -261-  

No; esto también lo dije en espíritu... Luego se tocó el bolsillo, donde sonaban muchas llaves. Yo temblé como la espiga en el tallo.

«Tengo que salir a buscar algunas cosas... Mira, Irene te va a hacer un pastel que a ti te gusta mucho».

Miré a Irene, que se apretaba la boca con el pañuelo, muerta de risa, y con las lágrimas corriendo todavía por sus pálidas mejillas. ¡Pastel de risa y llanto, qué amargo eras!




ArribaAbajo- XLII -

¡Qué amargo!


«Yo tengo que salir. Melchora vendrá pronto -dijo Calígula entrando-. ¿Pero qué tienes, niña?, ¿por qué lloras? ¿La has reñido, Máximo?... Nada, nada, tonterías. Vete a la cocina y te distraerás. ¿Harás el pastel? Mira, Máximo te ayudará, que de todo entiende... ¿Sabes lo que puedes hacer también? Sacar la vajilla, mantel, servilletas; ahí está todo en el baúl grande. Toma las llaves. Distráete, tonta, ¿qué es eso? ¡Ay Máximo, en diciendo que vienes tú aquí, esta joven filosófica se desconcierta!... Por supuesto, Máximo, que a ti no te gusta el cocido. Te voy a dar de comer a la francesa. ¡Verás qué bien!, una cosa atroz... Oye, Irene, la lumbre está encendida. Todo va a ser frito, asado, y nada de cazuela ni guisotes. Vamos, que ya quedará acostumbrado el mocito para volver otro día. Abur, abur. Cuidado, Irene, que al volver, me lo encuentre todo arreglado».

«¡Qué cosas tiene mi tía! -me dijo Irene cuando nos quedamos solos-. Le va a matar a usted de hambre. Aquí no   -262-   hay nada, ni tenedores... Eso que mi tía llama la vajilla son unos cuantos platos desiguales que aún están en los baúles. ¡El comedor! Falta que haya mesa para los tres. Hasta ahora hemos comido en un veladorcito de hierro que tiene una pata menos y que hay que calzarlo con una caja de galletas... Se va usted a divertir... Le juro a usted que yo preferiría mil veces comer el rancho de un hospicio a vivir más tiempo con mi tía.

No olvidaré nunca la expresión de antipatía, de horror, de asco que vi en su semblante.

«Pues usted ha venido aquí por su gusto... Vuelvo a mi tema».

-Sí; pero creí venir de paso -me respondió con una decisión que me parecía nueva en ella-. Vine como se va a una estación de ferro-carril para tomar el tren.

Y luego arrogante, altiva, como no la había visto nunca, revelándome una energía que me pasmó, me dijo:

«Créalo usted, pronto saldré de aquí, o casada o muerta».

Me dejó frío...

«Pero, en fin, Irene, será preciso que nos resolvamos a ayudar a doña Cándida. Si no, es fácil que al levantarnos de la mesa, tengamos que ir a comer a una fonda».

Echose a reír. Hízome seña de que la siguiera. Me enseñó el comedor, que era una pieza digna del mayor estudio. Viejo estante de libros sin cristales y con cortinillas verdes hacía de aparador; pero no se vaya a creer que allí estaba la vajilla, a no ser que por tal se conceptuaran dos avecillas disecadas, dos tinteros de cobre, una cabeza de palo semejante a la que usan los peluqueros para exhibir sus trabajos, un perro de porcelana, dos o tres platos de dudoso mérito, una zapatilla mora, un puño de espada, una ratonera y otras baratijas, que eran lo que la señora no había podido vender de sus antiguos ajuares.

  -263-  

«Este es el museo de mi tía -dijo Irene burlándose-. Ahora, explaye usted sus miradas por esta suntuosa salle à manger. Ella dice que es del gusto de la renaissance por esas dos arquitas talladas que tiene ahí, y por aquel cuadro de la cacería. Ambas cosas se hallan en tan mal estado, que nada ha podido sacar por ellas... Vea qué estilo nuevo de mueblaje. Es moda vieja esa de sentarse en sillas para comer. Aquí nos sentamos en baúles y cajas, y ponemos la mesa, ¿dónde dirá usted?... En días de gran ceremonia, en el veladorcillo que se trae del gabinete; en días comunes, sobre una tabla que se coloca encima de los brazos de aquel sillón. Hoy es día de demasiada suntuosidad, y voy a traer la mesa de la cocina. No tema usted que haga falta allí: la cocina funciona poco en esta casa, y hoy me parece que harán el gasto los fiambres. Esto está montado a la alta escuela, amigo Manso... Aprenda usted para cuando se case...».

Bien comprendía yo el horror de Irene a la casa de su tía, y aquella enérgica frase: «o muerta o...». Ella me la quitó de la boca para remacharla así:

«¿Comprende usted ahora lo que le dije hace poco? ¿Vivir así es vivir?... Y si yo no me ocupo de salvarme, de abrirme un camino, ¿quién lo va a hacer?».

-¡Es verdad, es verdad!

-¡Yo he pensado tanto en esto, he cavilado tanto...! Difícil es abrirse un camino, en las circunstancias mías... una pobre chica sola, sin padres, sin guía...

Complacíame mucho verla tan expansiva.

«Ahora, si usted quiere -añadió-, vamos a traer la mesa de la cocina. Amigo, es preciso trabajar. Si no...».

Llevome a la cocina, que me sorprendió por dos cosas, por su mucha limpieza y porque no se veía allí, fuera del caldero que a la lumbre estaba y que despedía rumoroso   -264-   vapor, ningún síntoma, señal, ni indicio de cosa comestible.

«Eso sí -observó Irene-, hay que hacer justicia a mi tía. Todo el día se lo lleva fregoteando la cocina. A ver, Manso, coja usted por ahí».

-Yo la llevaré solo... Si puedo muy bien...

-No, no, que quiero hacer ejercicio. Me gusta esto. Obedezca usted... coja por ese lado.

Levantamos la mesa, y andando yo hacia atrás, pasito a paso, ella riendo, yo también, llevamos nuestra carga al comedor.

«Bueno... Ahora manteles, vajilla... Hay que abrir esos baúles... Pruebe usted las llaves, pues sólo mi tía entiende bien esto. Todavía no se han vaciado los baúles en que se trajo todo cuando la mudanza».

-Vengan esas llaves... abriremos.

Después de diversas y no fáciles probaturas, abrimos los tres baúles y dimos con aquel en que la loza estaba. Fue preciso para extraerla de lo profundo sacar antes el Año Cristiano en doce tomos, algunas colchas, un bastidor de bordar y no sé qué más.

-Vaya, vaya... ya tenemos platos... la sopera... precisamente es lo que menos se necesita... pero venga... En fin, no está del todo mal. En lo que hay escasez es en el ramo de cubiertos... Mi tía y yo con un par de tenedores nos arreglamos; pero no sé si nuestro convidado... ¡Ah!, sí, en el otro baúl, allí donde están las escrituras de las fincas que fueron de mi tía, los papeles viejos y documentos, debe de haber un juego de cubiertos... Y si no, en el museo está una daga que dicen es de Toledo...

Yo no podía contener la risa... Y por fin, la mesa fue puesta, y no quedó mal. El mantel limpio, recién comprado, y alguna cristalería nueva dábanle excelente aspecto.

«Ahora falta lo principal -dijo Irene-. Veremos cómo   -265-   sale del paso... Será una comedia graciosa, tremenda... Fíjese usted en lo que dirá al entrar... Como si lo oyera...».

Fatigada del trabajo, se sentó en una de las dos sillas que yo traje de diferentes regiones de la casa, y apoyó el codo desnudo en la mesa y la sien en el puño, dedicándose a observar las rayas del mantel. Yo, en pie al otro extremo, observaba las de la bata de ella, de color claro, veraniega y tan almidonada, que por donde quiera que iba, la tela tiesa producía vibraciones extrañas y una música... Dejemos esto.

«Le parece a usted, le parece si esta vida, si esta casa son para desear seguir en ella... ¿No está justificado que yo, por cualquier medio, quiera emanciparme?... Y lo más particular es que así me he criado. Pero es tan distinto mi genio; soy tan contraria a este desorden, a esta miseria, como si hubiera estado toda mi vida en palacios...».

Esto me dijo sin mirarme. Y yo a ella:

«Medios tenía usted de sobra para emanciparse, como joven de mérito. Usted no debía dudar que se emanciparía, sin precipitarse por malos caminos».

-Los caminos, amigo Manso, se nos ponen delante, y hay que seguirlos. No sé si es Dios o quién es el que los abre. Vea usted... le voy a contar...

Y no ya un codo, sino los dos puso sobre la mesa, y vuelta hacia mí, frente a frente, manera de esfinge, me hizo estas revelaciones que no olvidaré nunca:

«Pues mire usted, cuando yo era chiquita, cuando yo iba a la escuela, ¿sabe usted lo que pensaba y cuáles eran mis ilusiones?... No sé si esto dependía de ver la aplicación de otras niñas o de lo mucho que quería a mi maestra... Pues bien, mis ilusiones eran instruirme mucho, aprender de todas las cosas, saber lo que saben los hombres... ¡qué tontería! Y me apliqué tanto que llegué a tomar un barniz...   -266-   tremendo... La vocación de profesora durome hasta que salí de la escuela de institutrices. Entonces me pareció que me asomaba a la puerta del mundo y que lo veía todo, y me decía: «¿qué voy yo a hacer aquí con mis sabidurías...?». No, yo no tenía vocación para maestra, aunque otra cosa pareciera. Cuando habló usted a mi tía para que fuera yo a educar a las niñas de don José, acepté con gozo, no porque me gustara el oficio, sino por salir de esta cárcel tremenda, por perder de vista esto y respirar otra atmósfera. Allí descansé, estaba al menos tranquila; pero mi imaginación no descansaba...».

¡Error de los errores! ¡Y yo que, juzgándola por su apariencia, la creía dominada por la razón, pobre de fantasía; yo que vi en ella la mujer del Norte, igual, equilibrada, estudiosa, seria, sin caprichos!!... Pero atendamos ahora.

«Yo he sido siempre muy metida en mí misma, amigo Manso. Así es que no se me conoce bien lo que pienso. ¡Me gusta tanto estar yo a solas conmigo pensando mis cosas, sin que nadie se entrometa a averiguar lo que anda por mi cabeza...! En casa de D. José yo cumplía bien mis deberes de maestra, yo ganaba mi pan; pero ¡ay!, si supiera usted, amigo, lo que padecía para vencer mi tristeza y mi resistencia a enseñar... ¡qué cargante oficio! ¡Enseñar gramática y aritmética! Lidiar con chicos ajenos, aguantar sus pesadeces... Se necesita un heroísmo tremendo y ese heroísmo yo lo he tenido... Pero estaba llena de esperanza, confiaba en Dios, y me decía: 'aguanta, aguanta un poco más, que Dios te sacará de esto y te llevará a donde debes estar...'».

¡Error, crasa y estúpida equivocación! Y yo que la tenía por... Pero chitón, y oigamos.

«¡Y qué agradecida estaba yo al interés que usted se tomaba por mí! Pero como yo me guardaba de contarle a usted mis pensamientos, usted no me comprendía bien...   -267-   Usted veía y admiraba en mí a la maestra, mientras yo aborrecía los libros; no puede usted figurarse lo que los aborrecía y lo que ahora los aborrezco... Hablo de esas tremendas gramáticas, aritméticas y geografías...».

¡Y yo que creía...! ¡Y para esto, santo Dios, nos sirve el estudio! Para equivocarnos respecto a todo lo que es individual y del corazón... Yo la oía y me pasmaba de la magnitud de mis errores. Pero no me gusta declararlos y confesar mis torpezas. Al contrario, podía en aquel momento mostrarme agudo, pues con los datos positivos y de verdad que acababa de obtener podía filosofar otra vez a mis anchas, como lo había hecho lucidamente una hora antes.

«Mire usted, Irene -le dije envalentonándome13 mucho y empleando ese acento, esa seguridad que siempre tengo cuando generalizo-. Lo que usted acaba de decirme no me sorprende mucho. Yo, sin comprender bien lo que usted pensaba, advertía que el fondo difería muchísimo de la superficie. Tenemos cierta práctica en estas cosas, ¿me entiende usted? Así es que a todos los engañaría usted menos a mí... La antipatía a los libros de enseñanza no estaba tan bien disimulada como otros secretos de usted más o menos tremendos. Y tanto lo creo así, que me parece podría seguir y marcar, sin equivocarme, la evolución, así decimos, de su pensamiento. Usted nació con delicados gustos, con instintos de señora principal, con aptitudes de esas que llamo sociales, y que constituyen el arte de agradar, de vivir bien, de conversar, de hacer honores y de recibirlos, todo con exquisita gracia y delicadeza. Faltan las condiciones atmosféricas para desarrollar esos instintos y esas aptitudes; y por lo mismo que le faltan, usted las desea, aspira a ellas, sueña con ellas... y véase por qué inesperado camino se las depara la Providencia. Cumple usted fatalmente la ley asignada a la juventud y a la belleza; usted cae en eso que antes se llamaba   -268-   las redes del amor... cosa muy natural; pero que, a más de natural, resulta ahora oportunísima, porque... Hablemos con claridad. Si Manuel se casa con Irene, como creo, y tal es su deber, tendrá Irene lo que desea, será usted lo que debe ser... vaya usted contando: esposa de un hombre notable; señora de una excelente casa, donde podrá darse toda la importancia que quiera; dueña de mil comodidades, coche, criados, palco...».

«Cállese usted, cállese», me dijo poniéndose roja, y echándose a reír y escondiendo la cara.

-No, si esto no quiere decir que vaya usted por malos caminos. Al contrario, la mayor cultura trae, generalmente, mayores ventajas en el orden moral. Será usted una excelente madre de familia, una buena esposa, una señora benéfica, distinguidísima, que sirva de modelo... Lucirá usted...

-Cállese usted, cállese usted...

Y la perspicacia que en época anterior me había faltado para comprenderla, la tuve entonces para ver claramente toda la extensión de sus ambiciones burguesas, tan desconformes con el ideal que yo me había forjado. En el fondo de aquellos pruritos de sociabilidad ¡había tanto de común y rutinario...! Irene, tal como entonces se me revelaba, era una persona de esas que llamaríamos de distinción vulgar, una dama de tantas, hecha por el patrón corriente, formada según el modelo de mediocridad en el gusto y hasta en la honradez, que constituye el relleno de la sociedad actual. ¡Cuánto más alto y noble el tipo mío!, la Irene que yo había visto desde la cumbre de mis generalizaciones; aquel tipo que partía de una infancia consagrada a los estudios graves y terminaba en la mujer esencialmente práctica y educadora; aquella Minerva coetánea en que todo era comedimiento, aplomo, verdad, rectitud, razón, orden, higiene...

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«Lo que yo aseguro a usted -me dijo-, es que mis deseos han sido siempre los deseos más nobles del mundo. Yo quiero ser feliz como lo son otras... ¿Hay alguien que no desee ser feliz? No... Pues yo he visto a otras que se han casado con jóvenes de mérito y de buena posición. ¿Por qué no he de ser yo lo mismo? Yo se lo he pedido a Dios, Manso. Para que me concediera esto, he rezado tanto a Dios y a la Virgen...».

¡También santurrona!... Era lo que me faltaba ya para el completo desengaño... Horror del estudio; ambición de figurar en la numerosa clase de la aristocracia ordinaria; secreto entusiasmo por cosas triviales; devoción insana que consiste en pedir a Dios carretelas, un hotelito y saneadas rentas; pasión exaltada, debilidad de espíritu y elasticidad de conciencia: he aquí lo que iba saliendo a medida que se descubría; y sobre todas estas imperfecciones, descollaba, dominándolas y al mismo tiempo protegiéndolas de la curiosidad, un arte incomparable para el disimulo, arte con el cual supo mi amiga presentárseme con caracteres absolutamente contrarios a los que tenía. ¿Dónde estaba aquel contento de la propia suerte, la serenidad y temple de ánimo, la conciencia pura, el exacto golpe de vista para apreciar las cosas de la vida?, ¿dónde aquel reposo y los maravillosos equilibrios de mujer del Norte que en ella vi, y por cuyas calidades, así como por otras, se me antojó la más perfecta criatura de cuantas había yo visto sobre la tierra? ¡Ay!, aquellas prendas estaban en mis libros; producto fueron de mi facultad pensadora y sintetizante, de mi trato frecuente con la unidad y las grandes leyes, de aquel funesto don de apreciar arque-tipos y no personas. ¡Y todo para que el muñeco fabricado por mí se rompiera más tarde en mis propias manos, dejándome en el mayor desconsuelo!... No sé a dónde habría llegado yo con   -270-   mis lamentaciones internas si no apareciera doña Cándida cuando menos la esperábamos...

«¡Ah!... ¡angelitos! Veo que habéis trabajo bien... la mesa puesta... ¡Jesús qué lujo! ¿Pero es verdad, Máximo, que te quedas a comer? Yo creí... como eres tan raro, nunca has querido sentarte a mi mesa...».

Irene sofocaba la risa. Yo no sé lo que dije.

«No es que no tenga qué darte. Por si comías con nosotros he traído aquí...».

De un pañuelo empezó a sacar varias cosas envueltas en papeles, un trozo de pavo trufado, un pastelón, lengua escarlata, cabeza de jabalí y otros fiambres... Cuando pasó Calígula a la cocina para traer platos en que poner su compra, Irene me dijo con expresión desdeñosa:

«Ahí tiene usted a mi tía... Cuando llega dinero a sus manos compra fiambres y no come otra cosa. Dice que no puede perder la costumbre de las buenas comidas, y sólo cuando está en la miseria pone una olla al fuego...».

Un momento después nos asomábamos Irene y yo al balcón. Había que esperar algún tiempo para que la comida estuviese dispuesta, y no sabíamos cómo pasar el rato, porque ni ella ni yo teníamos muchas ganas de hablar.

«Dígame usted, Irene -le pregunté con interés profundo-. Si Manuel tuviese ahora un mal pensamiento y...».

No me dejó concluir. Respondiome con una grandísima descomposición de su semblante que anunciaba dolor y vergüenza, y después me dijo:

«Me mata usted sólo con suponerlo... Si Manuel... Me moriría de pena...».

-¿Y si no se moría usted?... pues se dan casos...

-Me mataría... tengo fuerzas para matarme y volverme a matar, si no quedaba bien muerta... Usted no me conoce...

¡Y qué verdad! Pero ya empezaba a conocerla, sí.

  -271-  

Doña Cándida nos desconcertó presentándose de improviso para decirme:

«Te tengo una botella de Champagne que me regalaron el año pasado... ¡Verás qué buena! Ya pronto comemos. Melchora ha venido ya, y al momento va a freír la carne y hacer la tortilla».

-¡Tortilla para comer... tía!

-¿Tú qué sabes, tonta? No me gustan bazofias... aborrezco las ollas. ¿No eres de mi opinión, Máximo?

-Sí señora; todo lo que usted quiera...

-Dentro de un momento ya podéis venir. ¿Qué hora es?

¡Qué banquete más triste! Faltaban en él las dos cosas que hacen agradable la mesa, es decir, alegría y comida. Nos sirvió primero Melchora una desabrida tortilla, que verdaderamente no sé cómo la pude pasar. Luego vino un plato de carne, escaso y seco, al cual dio doña Cándida el retumbante apodo de filet à la Marechalle.

«Es riquísimo, Máximo. Aquí tienes un plato que nadie sabe hacerlo ya en Madrid más que yo...».

-Cuando digo que se van perdiendo las tradiciones culinarias.

Irene me hacía guiños, gestos y mohines graciosísimos para burlarse de la comida, de su tía y de la menguada mesa, en la cual no aparecieron ni en efigie los pichones y la anguila anunciados.

«Aquí tienes un pavo trufado -declaró Calígula-, que lo ha hecho expresamente para mí el señor de Lhardy... Luego te daré un platito a la francesa, que te gustará mucho... Vamos, destapa la botella de Champagne...».

-Pero, señora, si esto es sidra, y no de la mejor...

-Te digo que es del propio Duc de Montebello. Tú entenderás de filosofía; pero no de bebidas...

-Pero qué... ¿vamos a comer otra tortilla?

  -272-  

-Es el platito de que te hablé... haricaut à la sauce provençale... Lo hace Melchora a maravilla.

-Si usted me permite una franqueza, señora, le diré que esto me parece una cataplasma... pero en fin, se puede pasar...

-¡Mal agradecido!... Prueba este pastel... Irene, ¿no comes?... Así es todos los días; se mantiene del aire como los pájaros.

Y en efecto, Irene apenas comía más que pan y un poco del famoso filet à la Marechalle. Considerando su sobriedad, pasé a reflexionar otra vez sobre el tema eterno.

«Quién sabe -me dije-, si una crítica completamente sana y fría podría llevarte a declarar que aquellas supuestas, soñadas y rebuscadas perfecciones constituirían, caso de ser reales, el estado más imperfecto del mundo... Eso de la mujer-razón que tanto te entusiasmaba, ¿no será un necio juego del pensamiento? Hay retruécanos de ideas como los hay de palabras... Ponte en el terreno firme de la realidad y haz un estudio serio de la mujer-mujer... Estos que ahora te parecen defectos, ¿no serán las manifestaciones naturales del temperamento, de la edad, del medio ambiente?... ¿De dónde sacaste aquel tipo septentrional más frío que el hielo, compuesto no de pasiones, virtudes, debilidades y prendas diferentes, sino de capítulos de libro y de hojas de Enciclopedia? Observa ahora la verdad palpitante, y no vengas con refunfuños de una moral de cátedra a llamar graves defectos a los que en realidad son tan sólo accidentes humanos, partes y modos de la verdad natural que en todo se manifiesta. La pasión es propio fruto de la juventud, y el arte de disimular que tanto te espeluzna es una forma de carácter adquirida en el estado de soledad en que ha vivido esa criatura, sin padres, sin apoyo alguno. Un poderoso instinto de defensa le ha dado ese arte, con el cual sabe suplir la falta de amparo natural de la familia.   -273-   Ese disimulo ha sido su gran arma en la lucha por la vida. Se ha defendido del mundo con su reserva. Y esa ambición que tanto te desagrada no es más que un producto del mismo desamparo en que ha vivido. Se ha acostumbrado a deberlo todo a sí misma, y de ahí ha venido el prurito de emprenderlo todo por sí misma. Arrastrada por la pasión, ha tenido flaquezas lamentables. Su agudeza y su prudencia han sido vencidas por el temperamento... Hay que considerar lo extraordinario de las seducciones con que luchaba. Enamorada, la atraía el galán de sus sueños; pobre, la atraía el joven de posición. ¡Amor satisfecho y miseria remediada! Estos grandes imanes, ¿a quién no llevan tras sí? El espíritu utilitario de la actual sociedad no podía menos de hacer sentir su influjo en ella. He aquí una huérfana desamparada que se abre camino, y su pasión esconde un genio práctico de primer orden...».

¡No sé qué más pensé! Levanteme de aquella antipática mesa, hastiado de alimentos fríos y desabridos, de las sillas que rechinaban amenazando desbaratarse, de los cuchillos a los cuales se les caía del mango, y de aquella anfitrionisa insoportable, cuyas farsas rayaban ya en lo maravilloso.

Irene me acompañó a la sala; nos sentamos, pero no hablábamos nada. Caía la tarde y nos rodeaban sombras melancólicas. La tristeza de haber estado todo el día sin ver al objeto de su cariño la tenía muda y tétrica. Y a mí me ponía lo mismo un nuevo trastorno de que fui acometido a consecuencia de lo que arriba dije. Consistía mi nuevo mal en que al representármela despojada de aquellas perfecciones con que la vistió mi pensamiento, me interesaba mucho más, la quería más, en una palabra, llegando a sentir por ella ferviente idolatría. ¡Contradicción extraña! Perfecta, la quise a la moda Petrarquista, con fríos alientos sentimentales que habrían sido capaces de hacerme   -274-   escribir sonetos. Imperfecta, la adoraba con nuevo y atropellado afecto, más fuerte que yo y que todas mis filosofías.

Aquella pasión suya terminada en flaqueza de carácter; aquella reserva interesantísima, que permitía suponer siempre un más allá en los horizontes de su alma; aquella decisión de triunfar o morir; aquel mismo resabio utilitario, todo me enamoraba en ella. Hasta su graciosa muletilla, aquella pobreza de estilo por la cual llamaba tremendas a todas las cosas, me encantaba. ¡Oh!, ¡cuánto más valía ser lo que fue Manuel, ser hombre, ser Adán, que lo que yo había sido, el ángel armado con la espada del método defendiendo la puerta del paraíso de la razón!... Pero ya era tarde.

Y en aquella oscuridad, a la cual llegaban tímidas luces del crepúsculo y el amarillo resplandor de los faroles públicos, la vi tan soberanamente guapa, que tuve miedo de mí mismo y me dije: «es necesario que yo salga de aquí, no sea que mi sentimiento se sobreponga a mi razón y diga o haga las tonterías de que hasta ahora, a Dios gracias, me he visto libre». Y en efecto, peligros noté en mí de ponerme en ridículo, si permitía salir alguna parte de la procesión que por dentro andaba. Yo me sentía mozalbete, calaverilla y un si es no es cursi... Dije tres o cuatro frases de fórmula y me marché... porque si no me marchaba... Casos se han visto de caracteres profundamente serios que en un momento infeliz han caído de golpe en los sumideros de la tontería.



  -275-  

ArribaAbajo- XLIII -

Doña Javiera me acometió con furor


Hízome temblar de espanto, porque su cólera era para mí hasta entonces desconocida, y siempre había yo visto en ella mucho ángel, afabilidad y suma tolerancia. Lo mismo fue entrar yo en la casa, a las seis del domingo, que corrió hacia mí con gesto amenazador, tomome de un brazo, llevome a su gabinete, cerró...

«Pero señora...».

Yo no comprendía, ni en el primer momento supe dar a sus bruscos modos la interpretación más conveniente. Creí que me quería sacar los ojos; creí después que se sacaba los suyos. Gesticulaba como actriz de la legua, y respirando con gran fatiga, no acertaba a expresarse sino con monosílabos y entrecortadas cláusulas:

«Estoy... volada... Me muero, me ahogo... Amigo Manso, ¿no sabe usted lo que me pasa?... No resisto, me muero... ¿No sabe usted?... Manuel, ¡qué pillo, qué ingrato hijo!...».

-Pero señora...

-¿Le parece a usted lo que ha hecho?... Es para matarlo... Pues se quiere casar con una maestra de escuela...

Y al decir maestra de escuela alzaba la voz con alarido de agonía, como el que recibe el golpe de gracia...

«Alguna pazpuerca muerta de hambre... ¡qué afrenta, Virgen, re-Virgen!... Parece mentira, un chico como él, tan listo, de tanto mérito... Vamos, esto es cosa de Barrabás... o castigo, castigo de Dios... Señor de Manso, ¿no se   -276-   indigna usted, no salta bufando? Hombre, usted es de piedra, usted no siente... ¿Pero usted se ha hecho cargo?... ¡Una maestra de escuela!... de esas que enseñan a los mocosos el p a pa... Si le digo a usted que estoy volada... a mí me va a dar algo... no sé cómo no le hice así y le retorcí el pescuezo cuando me lo dijo... Ahí tiene usted un hombre perdido... adiós carrera, adiós porvenir... ¡Jesús, Jesús! Y usted no se sulfura, usted tan tranquilo...».

«Señora, vamos a comer. Serénese usted y después hablaremos».

El criado anunció que la comida estaba dispuesta. Antes de pasar al comedor, mi vecina me dijo del modo más solemne del mundo:

«En el señor de Manso confío. Usted es mi esperanza, mi salvación».

-Yo...

-Nada, nada. Usted es para mi hijo lo que llaman un oráculo. ¿No se dice así?

-Así se dice.

-Pues si usted no le quita de la cabeza esa gansada, perderemos las amistades.

Estaba escrito que todo lo malo y desagradable de aquellos días me pasara al tiempo de comer en mesa ajena. Y la de doña Javiera se parecía bien poco a la de doña Cándida en la riqueza de los manjares y régimen del servicio. Contraste mayor no se podía ver. La mesa de mi vecina ofrecía desmedida abundancia, variedad de manjares sabrosos y recargados, servidos en vajilla nueva y de relumbrón. Era festín más propio de gigantes glotones que de gastrónomos delicados. Y las consecuencias del berrinche no se conocían ni poco ni mucho en el apetito de la señora de Peña, a quien observé aquel día tan bien dispuesta como los demás del año a no dejarse morir de hambre. Lo poco   -277-   que habló fue para incitarme a que me atracase de todo, diciéndome que no comía nada, para elogiar a su cocinera y para reprender a Manuel porque hablaba demasiado alto y nos aturdía a todos. Este entró cuando ya habíamos tomado la sopa. Venía sumamente jovial. Le conocí que había visto a su víctima; mas no pude suponer dónde ni cómo. Probablemente habría sido en la misma casa caligulense, pues no era difícil para Manuel embaucar a doña Cándida y aun prescindir completamente de ella. Durante toda la comida, doña Javiera no perdía ripio para reñir a su hijo, fulminando contra él los rayos de sus bellos ojos o los de sus frases agudas y mortificantes. A mí me traía en palmitas, quería que de todo comiese, cosa imposible, y me atendía y me obsequiaba con cariñosa finura. Cuando me despedí, después de hablar un poco sobre el consabido conflicto, le dije:

«Déjelo usted de mi cuenta... yo lo arreglaré».

Y ella: «En usted confío. Dios le bendiga por la buena obra que va a hacer... Cada vez que lo pienso... ¡Una maestra de escuela! Estoy abochornada. ¡Qué dirá la gente!... Será cosa de no poder salir a la calle».

Y cuando salí y vi a Manuel que entraba en su cuarto, le indiqué que le esperaba en mi casa. Doña Javiera salió conmigo a la escalera, y en voz bajita, con semblante esperanzado y risueño, me dijo:

«Eso es; póngale usted las peras a cuarto. Duro con él... Dígale usted que no quiero maestras ni literatas en mi casa, y que mire por su porvenir, por su carrera... Como si no tuviera hijas de marqueses para elegir... Y lo que es yo me muero si se casa con esa... A mí que no me venga con mimos, porque no le perdono...».

-Yo lo arreglaré, yo lo arreglaré.



  -278-  

ArribaAbajo- XLIV -

Mi venganza


Cuando Manuel se presentó ante mí, parece que tenía gran impaciencia por decirme: «¿ha hablado usted con mamá?».

-Sí, tu mamá está furiosa. No le entra en la cabeza que te cases con Irene -le respondí-; y la verdad es que no le falta razón. Ahora parece que os vais a poner en pie de aristócratas, y te convendría una buena boda. Ya ves que la pobre Irene...

-Es pobre y humilde; pero yo la quiero.

El gato saltó sobre mis rodillas. ¡Con qué gusto lo acariciaba...!, y al compás de aquellos pases por el lomo del nervioso animal, ¡qué de pensamientos brotaban en mí, todos luminosos y cargados de razón!... Formé un plan y lo puse en práctica al instante.

-Dime con franqueza lo que piensas... Pero no me ocultes nada; la verdad, la verdad pura quiero.

-Déme usted consejos.

-¿Consejos? Venga primero lo que tú sientes, lo que deseas...

-Pues yo, querido maestro, si usted me pregunta lo que siento, le diré con toda franqueza que estoy como fuera de mí de enamorado y de ilusionado; pero si usted me pregunta si he hecho propósito de casarme, le contestaré con la misma sinceridad que no he podido adquirir todavía una idea fija sobre esto. Es una cosa grave. Por todas partes no se oye otra cosa que diatribas contra el matrimonio. Luego   -279-   tan jóvenes ambos... Hay que pensarlo y medirlo todo, amigo Manso.

«¿Tienes algún recelo -le dije violentándome mucho para aparecer sereno-, de que Irene, esposa tuya, no corresponda a tus ilusiones, a ese tu entusiasmo de hoy...?».

-Eso no, no tengo recelo... O porque la quiero mucho y me ciega la pasión, o porque ella es de lo más perfecto que existe, me parece que he de ser feliz con ella...

-Entonces...

-Además, ya ve usted... la oposición de mi madre. Usted conoce a Irene, la ha tratado en casa de D. José. ¿Qué idea tiene usted de ella?

-La misma que tú.

-Es tan buena, tiene tanto talento... Nada, nada, amigo Manso, yo me embarco con ella.

-¿Crees que no te pesará?...

-Me hace usted dudar... Por Dios. Pregunta usted de un modo y da unos flechazos con esos ojos... Qué sé yo si me pesará o no... Considere usted la época en que vivimos, las mudanzas grandísimas que ocurren en la vida. Las ideas, los sentimientos, las leyes mismas, todo está en revolución. No vivimos en época estable. Los fenómenos sociales, a cuál más inesperado y sorprendente, se suceden sin interrupción. Diré que la sociedad es un barco. Vienen vientos de donde menos se espera, y se levanta cada ola...

Yo meditaba.

«¡Casarme! ¿Qué me aconseja usted?...».

-¿Serás capaz de hacer lo que yo te mande?

-Juro que sí -me dijo con entereza-. No hay nadie en el mundo que tenga sobre mí dominio tan grande como el que tiene mi maestro.

-¿Y si te digo que no te cases?...

-Si me dice usted que no me case -murmuró muy confuso   -280-   mirando al suelo y poniendo punto a su perplejidad con un suspiro-, también lo haré...

-¿Y si además de decirte que no te cases, te mando que rompas absolutamente con ella y no la veas más?

-Eso ya...

-Pues eso, eso. No te aconsejaré términos medios. No esperes de mí sino determinaciones radicales. De no casarte, rompimiento definitivo. Aconsejar otra cosa, sería en mí predicar la ignominia y autorizar el vicio.

-Pero ya ve usted que eso... renunciar, abandonar... Usted no puede inspirarme una villanía.

-Pues cásate.

-Si realmente...

-Yo concedo que por circunstancias especiales te resistas a unirte a ella con lazos que duran toda la vida. Yo convengo en que podrías considerar este casorio como un entorpecimiento en tu carrera... Podrías aguardar a que dentro de algún tiempo, cuando tu notoriedad fuera mayor, se te presentara un partido brillantísimo, una de estas ricas herederas que se pirran porque las llamen ministras... Eres medianamente rico; pero tu fortuna no es tan considerable, que puedas aspirar a satisfacer las exigencias, mayores cada día, de la vida moderna. La riqueza general crece como espuma y las competencias de lujo llegan a lo increíble. Dentro de diez o quince años quizás te consideres pobre, y quién sabe, quién sabe si las posiciones oficiales que ocupes ofrezcan un peligro a tu moralidad. Piénsalo bien, Manuel, mira a lo futuro, y no te dejes arrastrar de un capricho que dura unas cuantas semanas. Ten por seguro que si te dispensan la edad, entrarás en el Congreso antes de tres meses. Al año, ya tus grandes facultades de orador te habrán proporcionado algunos triunfos. Te lucirás en las comisiones y en los grandes debates políticos. Puede ser que a los dos años   -281-   de aprendizaje seas lugarteniente de un jefe de partido, o coronel de un batalloncito de dragones. De seguro acaudillarás pronto uno de esos puñados de valientes que son la desesperación del gobierno. Te veo subsecretario a los veinte y seis años, y ministro antes de los treinta. Entonces... figúrate: un matrimonio con cualquier rica heredera americana o española remachará tu fortuna, y... no te quiero decir lo que esto valdrá para ti...

Él me miraba atento y pasmado. Yo, firme en mi propósito, continué así:

«Ahora examinemos el otro término de la cuestión. La pobre Irene... Es una buena chica, un ángel; pero no nos dejemos arrastrar del sentimentalismo. De estos casos de desdicha está lleno el mundo. La que cae, cae, y adivina quién te dio... Supongamos que tú, inspirándote ahora en ideas de positivismo das por terminada la novela de tus amores, la rematas de golpe y porrazo, como el escritor cansado que no tiene ganas de pensar un desenlace. La víctima llorará mucho; pero los ríos de lágrimas son los que al fin resisten menos a las grandes sequías. Al dolor más vivo dale un buen verano y verás... Todo pasa, y el consuelo es ley del mundo moral. ¿Qué es el universo? Una sucesión de endurecimientos, de enfriamientos, de transformaciones que obedecen a la suprema ley del olvido. Pues bien, la joven se oculta, se desmejora; pasa un año, pasan dos, y ya es otra mujer. Está más guapa, tiene más talento y seducciones mayores. ¿Qué sucede? Que ni ella se acuerda de ti, ni tú de ella. Es verdad que su pobreza la impulsaría quizás a la degradación; pero no te importe, que la Providencia vela por los menesterosos, y esa discreta y bonita joven encontrará un hombre honrado y bueno que la ampare, uno de estos solterones que se acomodan a la calladita con los restos del naufragio...».

  -282-  

-Por vida de las ánimas -gritó Peña con ímpetu, sin dejarme acabar-, que si no le tuviera a usted por el hombre más formal del mundo, creería que está hablando en broma. Es imposible que usted...

Lo que yo decía hubiera sido insigne perfidia, si no fuera táctica, que mi discípulo descubrió antes de tiempo. Anticipándose a mi estratagema, me descubría lo que yo quería descubrir. No me quedaba duda de la rectitud de su corazón...

«No siga usted -exclamó levantándose-. Yo me marcho: no puedo oír ciertas cosas...».

Y yo entonces me fui derecho a él, le puse ambas manos sobre los hombros, hícele caer en el asiento. Cada cual quedó en su lugar con estas palabras mías:

«Manuel, esperaba de ti lo que me has manifestado. Al suponer que yo bromeaba, veo que sabes juzgarme. No estaba seguro de tu modo de pensar, y te armé una argumentación capciosa. Ahora me toca a mí hablar con el corazón... ¿Quieres un consejo? Pues allá va... Ni sé cómo has esperado a pedírmelo; no sé cómo has creído que fuera de tu conciencia hallarías la norma de tu conducta... Para concluir: si no te casas, pierdes mi amistad; tu maestro acabó para ti. Toda la estimación que te tengo será menosprecio, y no me acordaré de ti sino para maldecir el tiempo en que te tuve por amigo...».

Me dio un abrazo. En su efusión no dijo más que esto:




ArribaAbajo- XLV -

Mi madre...


-Déjala de mi cuenta... Yo la aplacaré haciéndole ver... Ella no conoce a Irene, no sabe su mérito. Le diré que la   -283-   memoria de mi madre me impone la obligación de tomar bajo mi amparo a esa pobre huérfana, de cuya familia tiene la mía antiguas deudas de gratitud... Sí, lo declaro: sépanlo tú y tu madre. La maestra de escuela es ahora mi hermana; su desgracia me mueve a darle este título y con él mi protección declarada, que irá hasta donde lo exijan el honor de un hombre y el decoro de una familia.

Yo me entusiasmaba, y a cada palabra me ocurrían otras más enérgicas.

«Las preocupaciones de tu madre son ridículas. Dejémonos de abolengos, pues si a ellos fuéramos, cuál malparados quedaríais tú, tu madre y todos los Peñas de Candelario».

-Sí -gritó él con entusiasmo-, abajo los abolengos.

-Y no hablemos de entorpecimiento en tu carrera... ¡Si te llevas un tesoro; si es tu futura capaz de empujarte hasta donde no podrías llegar quizás con tu talento...! Sí; que tiene ella pocos bríos en gracia de Dios. Manuel, no hagas caso de tu mamá; ten mucha flema. Doña Javiera cederá; déjala de mi cuenta...

Lo que después hablamos no tiene importancia. Quedeme solo, y entre triste y alegre. Vi que lo que había hecho era bueno, y esto me daba una satisfacción bastante grande para sofocar a ratos mis penas pensando sobre ellas.

Y aunque doña Javiera subió aquella misma noche a preguntarme el resultado de la conferencia, no quise hablarle explícitamente:

«Convencido, señora, convencido», fue lo único que le dije.

Ella insistía que yo estaba mal cuidado en mi habitación de soltero con ama de llaves, a manera de presbítero.

«Usted no quiere seguir mi consejo, y lo va a pasar mal, amigo Manso... Esto no parece la casa de un profesor   -284-   eminente. ¿Qué le pone a comer esa Petra? Bodrios y fruslerías; alimentos pobres que no dan sustancia al cerebro... Si tendré que venir yo todos los días a ponerle de comer... Luego necesita usted una casa mejor. ¡Ah!, señor mío, en la calle de Alfonso XII estaremos bien. Yo me encargo de arreglarle a usted su cuartito, y ponérselo como un primor. No, no venga usted dando las gracias... Soy muy llanota, y usted se lo merece. No faltaba más...».

Estas finezas se repitieron dos o tres veces, hasta que un día, sabedora mi vecina de la resolución de su hijo y de mi consejo, se me presentó cual pantera africana, y después de alborotar con retahíla de espantables imprecaciones, se me puso delante, gesticuló mucho pasando una y otra vez sus manos muy cerca de mis ojos, y al fin pude entender lo siguiente:

«Con que usted... Miren el falsillo, el tramposo; en vez de predicar a Manuel para quitarle de la cabeza su barbaridad, le predica para que me traiga a casa a la maestra... Señor Manso, es usted un mamarracho».

Y con la confianza que solía tomarme, correspondiendo a las suyas, me atreví a responderle:

«El mamarracho ha sido usted, señora doña Javiera, al suponer que yo podría aconsejar a su hijo cosa contraria al honor».

-No hable usted así, que estoy volada...

-Vuele usted todo lo que quiera, pero en este asunto no me oirá usted hablar de otra manera.

-Pero Sr. D. Máximo... ¿qué se ha figurado usted?, ¿que mi hijo está ahí para que me lo atrape la primera esguízara14...?

-Poco a poco, señora. Por mucha que sea la nobleza de usted, no logrará hacer pasar por cualquier cosa a mi protegida, porque sepa usted que Irene es mi protegida, hija   -285-   de un caballero principalísimo que prestó a mi padre grandes servicios. Soy agradecido, y esa señorita huérfana no sufrirá desaires de ningún mocoso mientras yo viva.

-¡Eh!, ¡eh!, aquí tenemos al caballero quijotero... ¿Sabe usted que se va volviendo cargante? Mi hijo...

-Vale menos que ella.

-Vale más, más, óigalo usted, más.

Y a cada sílaba alzaba la poderosa voz. Sus gritos me ponían nervioso.

«Bonito servicio me ha hecho usted... Y lo que es ahora... de verano, amigo Manso».

-Por mi parte, de la estación que usted guste. Los chicos se casarán, y en paz.

-No le doy la licencia -exclamó doña Javiera puesta en jarras.

-Se la dará usted.

Y a pesar del furor de mi amiga y vecina, yo, sereno ante ella, no podía vencer cierta inclinación a tratar humorísticamente aquel grave tema.

-Vaya, vaya... con los humos de esta señora... ¿Es su hijo de usted algún Coburgo Gotha?...

-No ponga usted motes, caballero. Si somos gotas o no somos gotas, a usted no le importa. Y por lo que valga, sepa que de muchas gotitas se compone el mar. No hay orgullo en mi casa, pero sí honradez.

-Pues también la hay en la mía... Vaya, vaya. Cuando se lleva el niño una verdadera joya, una mujer sin igual, un prodigio de talento, de belleza, de virtud... hija de un caballerizo...

-¡Hija de un caballerizo!... -repitió la ex-carnicera con cierto aturdimiento-, de esos monigotes que van al lado del coche real... brincando sobre la silla... Si digo... Vivir para ver...

  -286-  

-Y el mejor día, sépalo usted, señora de Peña, me voy al ministerio de Estado, revuelvo el archivo de la cancillería, y le saco a mi protegida un título de baronesa como una casa... Chúpate esa.

-¿De veras, hombre? -dijo ella mezclando a la cólera un grano de risa-. Con que baronesa... Algo tendrá el agua cuando la bendicen...

-Sí señora...

-Ella será todo lo baronesa que usted quiera; pero si apuesta a fea, no hay quien la gane. No la he visto más que una vez después que es profesora... qué alones, ¡bendito Dios! Es un palo vestido. Cosa más sin gracia no se ha visto. Parece una de esas traviatonas... No sé cómo mi niño ha tenido el antojo...

-Ha tenido muy buen gusto. La que lo tiene perverso es usted.

-No me gustan las personas sabias... ¡Una licenciada!, ¡qué asco! La sabiduría es para los hombres, la sal para las mujeres.

Diciendo esto, parecíame algo desenojada.

«Siga usted, siga usted -me dijo-, elogiando a su ahijada. Es de las que destetaron con vinagre... Si la veo entrar en mi casa, creo que me da un repelón...».

-No será usted tan fiera... La admitirá usted, y al poco tiempo la querrá muchísimo.

«¿De veras...? -exclamó con deje chulesco-. Voy viendo que el señor catedrático no ha inventado la pólvora y es primo hermano del que asó la manteca».

-Qué le hemos de hacer... Por de pronto va usted a hacerme el favor de mandar a su criada que me planche dos camisas. Petra está mala...

«¡Ay!, sí, señor», respondió con oficiosa solicitud, levantándose.

  -287-  

-Otro favorcito... Aquí tengo mi americana, a la cual le faltan botones...

-Sí, sí, sí, venga.

Empezó a dar vueltas por mi habitación como buscando quehaceres.

«Más favorcitos: Aquí tengo unas camisas que no recibirían mal un cuello nuevo».

-Ya lo creo; venga.

-Y aquí me tiene usted hoy, sin saber lo que he de comer...

-¡Virgen!, no faltaba más. Baje usted... o le mandaré lo que guste...

-Bajaré... Hoy no me vendría mal que subiera una chica a arreglar un poco esto... La pobre Petra...

-Subiré yo misma. ¿Qué más?

-Que es preciso dar la licencia a Manuel.

La risa, la complacencia, su deseo anhelante de servirme luchaban con su inexplicable orgullo; pero me hacía gracia oírle decir entre risueña y enojada:

«No me da la gana... Pues me gusta...».

-Vaya, que sí lo hará usted.

-Me llevo esto.

Aludía a mi ropa, que recogió con diligencia, y examinaba con ojos de mujer hacendosa.

«Subiré en seguida... Traeré una de las chicas para que me ayude. ¡Virgen, cómo está esta casa! Pero verá usted, verá usted qué pronto la ponemos como el lucero del alba».

Y desde la puerta me miró de un modo particular.

«Aquello, aquello...» le grité.

-Que no me da la gana... Usted tiene ganas de oírme. El buen señor es pesadito...



  -288-  

ArribaAbajo- XLVI -

¿Se casaron?


Pues ya lo creo. ¿No se habían de casar, si esto era la solución lógica y necesaria? Conciencia y naturaleza la pedían con diversos gritos. Yo tuve empeño particular en conseguirlo. Agradecida a mí debía vivir la tórtola profesora toda su vida, pues sin el pronto auxilio del buenazo de Manso, es seguro que no hubiera podido realizarse el salvamento que se deseaba. Porque indudablemente Manuel Peña estaba indeciso aquella noche que le amonesté, y si era poderosa su pasión, también lo eran sus perplejidades, sus preocupaciones, y la influencia que sobre él tenían amigotes casquivanos y su amante mamá. Así, tengo el orgullo de haber resuelto, en sentido del bien y con sólo cuatro palabras apuntadas al corazón, aquel difícil pleito. No me gusta elogiarme, y sigo mi narración... Pero como no quiero atropellar los acontecimientos, retrocedo un poco para decir que no habían pasado veinte minutos desde que partió mi vecina diciendo aquello de Pesadito, etc., cuando sonó la campanilla.

Una criada.- La señora que baje usted a ver unos muebles.

«Bueno; que allá voy, que me estoy vistiendo».

Al poco rato: tilín...

«La señora que haga usted el favor de bajar a ver unas cortinas».

Era que la de Peña, ocupada en hacer compras para arreglar su nueva casa, no se decidía en la elección de cosa   -289-   alguna sin previa consulta conmigo. Yo era para ella el resumen de toda la humana sabiduría en cuanto Dios crió y dejó de criar. Mayormente en cuestiones de gusto, mis caprichos eran leyes.

Bajé. Toda la sala estaba llena de muebles de lujo, comprados en famosas tiendas, y un francés tapicero presentaba muestras de cortinajes, portieres y telas diversas.

«¿Qué le parece, Sr. de Manso? A ver, decida usted... ¿Estas sillotas no son demasiado grandes? Esto para el Papa será bueno. ¡Qué cosas inventan! ¿Pues y estas otras que parecen de alambre? Si me siento en ellas, adiós mi dinero... Y todo desigual; cada pieza es de diferente forma y color. A mí me gustan cosas que hagan juego... Estas cortinas, Sr. de Manso, parecen tela de casullas; pero la moda lo manda...».

Sobre todo di mi opinión, y la señora, muy complacida, renunció a adquirir muchos objetos de dudoso gusto, a los cuales puse mi veto.

«Si quiere usted darse una vuelta por la nueva casa, amigo D. Máximo... -me dijo más tarde-. Porque yo no sé lo que harán los pintores si no hay una persona de gusto que les diga... pues... Yo mandé que en el comedor me pintaran muchas liebres, codornices muertas y algún ciervo difunto. No sé lo que harán. Dicen que ahora se adornan los comedores con platos pegados en el techo. Antes los platos se usaban para comer. No entiendo esas modas nuevas. Usted me aconsejará. Lo mejor es que se plante usted en la casa y lo dirija todo a su gusto... Eso; disponga a su antojo, y quite y ponga lo que le parezca... Me figuro que en los salones será moda también colgar las sillas del techo... y poner las arañas en el suelo... Mire usted, Sr. de Manso, se me ocurre una cosa. Esta tarde no tiene usted nada que hacer. ¿Vámonos a la casa nueva? Ahora me van a traer el coche   -290-   que he comprado. Lo estreno hoy, lo estrenaremos, y usted me dirá si es de buen gusto, si tiene los muelles blanditos y si los caballos son guapetones... Verá usted qué casa, aunque aquello está todo revuelto y lleno de yeso y basura. Virgen, ¡qué calma la de esos pintores y estuquistas! Ya ve usted: aquí he tenido que meter todos los muebles, y está la sala tan atestada, que no se puede dar paso en ella. ¿Con que vamos allá?».

A todo accedí. La señora fue a vestirse. Al poco rato me mandó llamar para que viese una bata que le probaba la modista.

«Me parece muy bien, señora. Le cae a usted que ni...».

-Que ni pintada. Eso ya lo sabía yo... A mí todo me cae bien. ¿No es verdad, Mansito? Todavía doy yo quince y raya a más de cuatro farolonas que van por ahí.

Y al quitarse la bata probada, quedó la señora un poco menos vestida de lo que es uso y costumbre, sobre todo delante de caballeros extraños.

«¡Eh!, no se vaya usted, hombre; confianza, confianza. Ya saben todos que no soy gazmoña. ¿Qué se me ve?, nada. Ya estaba usted enterado de que por mis barrios...».

Al decir por mis barrios, se pasaba suavemente las manos por los hermosos, blancos y redondeados hombros. Y continuó la frase así:

«...no se usan almacenes de huesos... Eso se deja para ciertas sílfides que yo me sé... ¡Qué alones! En fin, no quiero enfadarme».

Vistiose prontamente.

«Lo que es sombrero -me dijo mirándome como si se mirara al espejo-, no pienso ponérmelo. Mi cara no pide teja... ¿no es verdad?... Venga la mantilla, Andrea... Date prisa, mujer, que está el señor catedrático esperando».

Decidido a complacerla, la acompañé, estrenando coche   -291-   y dándonos mucho tono por aquellas calles de Dios. Yo me reía y ella también. Por el camino, la conversación ofreciome oportunidad para decirle algo de la famosa licencia, y al oírme se enfadó, aunque no tanto como antes, alzando demasiado la voz.

«Vamos, que me está usted buscando el genio... Pues le tengo fuertecillo. Si vuelvo a oír hablar de la maestra... ¿A que mando parar el coche y le pongo a usted en medio del arroyo...?».

En la casa vi horrores. Había puertas pintadas de azul, techos por donde corrían ciervos, angelitos dorados en los zócalos, muchos vidrios de colores por todas partes, papeles de follaje verde con cenefa de amaranto, bellotas de plata en las jambas, rosetones con ninfas tísicas o hidrópicas, cisnes nadando en sulfato de hierro, y otras mil herejías. Para la extirpación general de ellos habría sido preciso un gran auto de fe. Era tarde ya para hacerlo, y sólo pude disponer algo que remendara y corrigiera el daño; pero sin dejar de hacer a mi vecina cumplidos elogios del decorado de su suntuosa vivienda.

También estuvimos a ver la que me destinaba, que me pareció muy bonita. Doña Javiera hizo la distribución previa, anticipándose a mis gustos y deseos.

«Aquí el despacho; la librería en este testero; allí la cama del señor de Manso, bien resguardada del aire y lejos del ruido de la escalera; acá el lavabo. Voy a ponerle tubería con grifo para más comodidad... Asomémonos. Estas sí que son vistas. Así, cuando usted tenga la cabeza pesada de tanto estudiar, se asoma al mirador, y se traga con los ojos todo el Retiro. Desde aquí puede mi señor catedrático hacer el amor a la ermita de los Ángeles que se ve allá lejos, y discutir a bramidos con el león del Retiro...».

La verdad era que yo estaba profundamente agradecido   -292-   a mi cariñosa providente vecina. No pude menos de manifestárselo así... Pero en cuanto tocaba, aunque de soslayo, la temida cuestión, ya estaba la señora hecha un basilisco. No obstante, al día siguiente encontrela más amansada. Ya no decía: la maestra de escuela, sino esa pobre joven... Por la tarde, cuando la señora y sus criadas estaban arreglando mi cuarto, volví a la carga y me dijo sin irritarse:

«Es usted más sobón... Lo que usted no consiga con su machaca, machaca, no lo consigue nadie... Pero no, no me dejo engatusar... No hablemos más de ello. Si sigue usted, me vuelo...».

-Pero señora...

-Callarse la boca. Si me enfado, cojo el zorro... y por la puerta se va a la calle.

Me amenazaba con echarme de mi propia casa. Y parecía que había tomado posesión de ella, mirándola como suya, y disponiendo de todo a su antojo. No podía quejarme, porque con pretexto de la enfermedad de Petra, que estaba medio baldada, doña Javiera y sus criadas habían puesto mi casa como el oro. Nunca había visto en derredor mío tanto arreglo y limpieza. Daba gusto ver mi ropa y mis modestos ajuares. En varias partes de la casa, sobre la chimenea y en mi lavabo, sorprendí algunos objetos de lujo y de utilidad que no me pertenecían. La señora de Peña los había subido de su casa, obsequiándome discretamente con ellos.

A medida que su amabilidad me proporcionaba nuevas ocasiones de complacerla, disminuían sus voladuras con motivo de la licencia, y al fin, tuve tal maña para agradarla y complacerla, ora dándole dictamen sobre sus aprestos de lujo, ora dejándome cuidar y atender, que una tarde me dijo:

«Para no oírle más, Mansito... que se casen... Lo que   -293-   usted no consiga de mí... Tiene usted la sombra de Dios para proteger niñas».




ArribaAbajo- XLVII -

No me dejaba a sol ni sombra


Bendiciones mil a mi cariñosa vecina, que sin duda se había propuesto hacerme agradable la vida y reconciliarme con lo humano. ¡Ley de las compensaciones, te desconocerán los que arrastran una vida árida, en las estepas del estudio; pero los que una vez entraron en las frescas vegas de la realidad...! Abajo las metafísicas, y sigamos.

Fatigadillo estaba yo una mañana cuando... tilín. Era Ruperto, que me pareció más negro que la misma usura.

«Mi ama, que vaya luego...».

-Ya me cayó que hacer. ¿Qué ocurre? Voy al instante.

Hallé a Lica muy alarmada porque en el largo espacio de tres días no había ido yo a su casa. En verdad era caso extraño; me disculpé con mis quehaceres, y ella me puso de ingrato y descastado que no había por donde cogerme.

«Pues verás para lo que te he llamado, chinito. Es preciso que acompañes a D. Pedro...».

-¿Y quién es D. Pedro?

-¡Ay qué fresco! Es el padre de Robustiana, ese señor tan bueno... Es preciso que le busques papeleta para ver la Historia Natural.

-¡Qué más Historia Natural que él y toda su familia!

  -294-  

-No seas sencillo. Es un buen sujeto. Acompáñale a ver Madrid, pues el pobre señor no ha visto nada. A uno de los chicos hay que colocarlo...

-A todos los colocaremos... en medio de la calle.

-¡Chinchoso! El ama es muy buena. Máximo, buena mano tuviste... Si no hay otro como tú...

-¿Y José María?

-¿Ese? Otra vez en lo mismo. Ya no se le ve por aquí. Parece que lo del marquesado está ya hecho.

-Saludo a la señá marquesa.

-A mí... esas cosas...

No obstante su modestia y bondad, lo de la corona le gustaba. La humanidad es como la han hecho, o como se ha hecho ella misma. No hay idea que la tuerza.

«Yo quiero mi tranquilidad -añadió-. José María está cada vez más relambido... pero con unas ausencias, chinito... Ya se acabó lo de la comisión de melazas, y ahora entra lo de la comisión de mascabados».

A poco vimos aparecer a mi hermano, y lo primero que me dijo, de muy mal talante, fue esto:

«Mira, Máximo, tú que has traído aquí esta tribu salvaje, a ver cómo nos libras de ella. Esto es la langosta, la filoxera; no sé ya qué hacer. Me vuelven loco. También tú tienes unas cosas... El uno pide papeletas, y me va a buscar al Congreso, la otra pide destinos para sus dos lobatos... En fin, encárgate tú, que los trajiste, de sacudir de aquí esta plaga».

«Los pobres -murmuró Lica-, son tan buenos...».

-Pues ponerles en la calle -indiqué yo.

-¡No, no, que se le retira la leche! -exclamó con espanto Manuela-. Habla bajo, por Dios... Pueden oír...

Hablando bajito, quise dar una noticia de sensación, y anuncié la boda de Manuel Peña. Manuela se persignó diferentes   -295-   veces. Mi hermano, atrozmente inmutado, no dijo más que:

«Ya lo sabía».

Disimulaba medianamente su ira, tomando un periódico, dejándolo, encendiendo cigarrillos. Después, como, al ir a su despacho, tropezara en el pasillo con el célebre D. Pedro, que sombrero en mano le pedía no sé qué gollería, montó en súbita cólera, sin poder contenerse...

«Oiga usted, don espantajo -le dijo a gritos-, ¿cree usted que estoy yo aquí para aguantar sus necedades? A la calle todo el mundo; váyase usted al momento de mi casa, y llévese toda su recua...».

¡Dios mío la que se armó! El titulado D. Pedro o tío Pedro, pues sólo mi cuñada le daba el don, dijo que a él no le faltaba nadie; su digna esposa se atrevió a sostener que ella era tan señora como la señora; los chicos salieron escapados por la escalera abajo, y Robustiana empezó a llorar a lágrima viva. Muerta de miedo estaba Lica, que casi de rodillas me pidió pusiera paz en aquella gente y librara a mi ahijado de un nuevo y grandísimo peligro. En tanto sentíamos a José María dando patadas en su cuarto, en compañía de Sainz del Bardal, a quien llamaba idiota por no sé que descuido en la redacción de una carta.

«Al fin se le hace justicia», pensé; y no tuve más remedio que amansar a D. Pedro y a su mujer, diciéndoles mil cosas blandas y corteses, y llevándoles aquella misma tarde a ver la Historia Natural. A los chicos tuve que comprarles botas, sombreros, petacas y bollos. Lica hizo un buen regalo a la madre del ama. Yo llevé al café por la noche al hotentote del papá; y por fin, al día siguiente, con obsequios y mercedes sin número, buenas palabras y mi promesa formal de conseguir la cartería y estanco del pueblo para el hijo mayor, logramos empaquetarles en el tren, pagándoles   -296-   el viaje y dándoles opulenta merienda para el camino.

¡Cuándo acabarían mis dolorosos esfuerzos en pro de los demás!

«Esto es una cosa atroz -dije para mí, parodiando a doña Cándida-. Bienaventurado es aquel que enciende una vela a la caridad y otra al egoísmo».




ArribaAbajo- XLVIII -

La boda se celebró


Era un martes... Como me agrada poco hablar de esto, lo dejaré por ahora. Algo hay, anterior al acto de la boda, que no merece el olvido. Por ejemplo: doña Cándida, enterada de los proyectos de Manuel por este mismo, vio los cielos abiertos y en ellos un delicioso porvenir de parasitismo en casa de los Peñas. Con todo, no podía contravenir mi cínife la ley de su carácter, que exigía farsas extraordinarias en aquella ocasión culminante, y así, había que verla y oírla el día en que fue a casa de Lica «a desahogar su pena, a buscar consuelos en el seno de la amistad...».

Porque la sola idea de que iba a vivir separada de la inocente criatura, la llenaba de congoja. ¿Qué seria de ella ya, a su edad, privada de la dulce compañía de su queridísima sobrina... única persona que de los García Grande quedaba ya en el mundo? Pero el Señor sabía lo que se hacía al quitarle aquel gusto, aquel apoyo moral... Nacemos para padecer, y padeciendo morimos... Por supuesto, ella sabía dominar su pena y aun atenuarla, considerando   -297-   la buena suerte de la chica. ¡Oh!, sí, lo principal era que Irene se casara bien, aunque su tía se muriera de dolor al perder la compañía... ¡Y que no lloraría poco la pobre niña al separarse de su tía para irse a vivir con un hombre!... Era tan tímida, tan apocadita... Una cosa no le gustaba a mi cínife, y era el origen poco hidalgo de Peña. Reconocía sus buenas prendas, su talento, su brillante porvenir; pero ¡ay!... la carne, la carne... Irene se casaba con uno de los tres enemigos del alma. No se puede una acostumbrar a ciertas cosas, por más que hablen de las luces del siglo, de la igualdad y de la aristocracia del talento... En fin, era una cosa atroz; y la señora, que por bondad y tolerancia trataría a Manuel como a un hijo, estaba resuelta a no tragar a doña Javiera, porque realmente hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas... Ella transigía con el chico; pero con la mamá... ¡imposible! Si al menos no fuera tan ordinaria... ¡Quia!, no podía, no podía vencer Calígula sus escrúpulos... o si se quiere, dígase preocupaciones. Fuese lo que quiera, tenía los nervios muy delicados, la sensibilidad muy exquisita para poder sufrir el roce con ciertas personas... No, cada uno en su casa y Dios en la de todos... Por lo demás, excusado es decir que todo cuanto la señora de García Grande tenía era para su sobrina. Hasta las preciosidades y objetos raros y artísticos, que conservaba como recuerdo de la familia, se los iba a ceder... ¿Para qué quería nada ella ya?... Maravillas tenía aún en sus cofres, que harían gran papel en la casa de los jóvenes esposos... Y el sobrante de sus rentas... también para ellos. ¡Válgame Dios!, su sobrina necesitaría de ella más que ella de su sobrina, y ocasión había de llegar en que la señora sacara a Irene de algunos apuritos.

Oyendo esto, Lica se puso triste y la niña Chucha se secó una lágrima. Quedose doña Cándida a almorzar y   -298-   desde aquel día reanudó la serie de sus diarias visitas a la casa, entrando en una era de parasitismo, que no acabará ya sino con la funesta existencia de aquel monstruo de los enredos y cocodrilo de las bolsas.

Yo me había propuesto no ver más a Irene, porque no viéndola estaba más tranquilo; pero un día se empeñó Manuel en llevarme allá, y no pude evitarlo. La que fue maestra de niños y después lo había sido mía en ciertas cosas, se alegró mucho de verme, y no lo disimulaba. Pero su gozo era de orden de los sentimientos fraternales y no podía ser sospechoso al joven Peñita que, a su modo, también participaba de él. Hablamos largo rato de diversas cosas: ella me mostraba la variedad y extensión de sus imperfecciones, encendiendo más en mí, al apreciar cada defecto, el vivo desconsuelo que llenaba mi alma... Habló de mil tonterías graciosas y cada una de estas era como afilada saeta que me traspasaba. Su frívolo gozo recaía gota a gota sobre mi corazón como ponzoña...

Un gran escozor sentía yo en mí desde el famoso descubrimiento; sospechaba y temía que Irene, dotada indudablemente de mucha perspicacia, conociese el apasionamiento y desvarío que tuve por ella en secreto, con lo cual y con mi desaire, recibido en la sombra, debía de estar yo a sus ojos en la situación más ridícula del mundo. Esto me acongojaba, me ponía nervioso. A ratos me decía:

«¿Qué haré yo para quitarle de la cabeza esa idea? Y de que tiene tal idea no me cabe duda... Es más lista que Cardona y sabe más que todos los tragadores de bibliotecas que existimos en el mundo. Imposible, imposible que dejara de comprender mi... Y si lo comprendió, ¡cómo se reirá del pobre Manso, cómo se reirán los dos en la intimidad de sus soledades deliciosas...! Si me fuese posible arrancarle ese pensamiento, o al menos sembrar en su   -299-   mente otros que, al crecer, lo ahogaran y comprimieran...».

Y ella, cuando hablaba conmigo, bondadosa hasta no más, me miraba con ojos que a mí me parecían llegar hasta lo más lejano y escondido de mi ser. Luego tenían sus labios una sonrisita irónica que confirmaba mi temor y me inquietaba más. Cuando me miraba de aquel modo, yo creía oírla hablar así en su interior:

«Te leo, Manso; te leo como si fueras un libro escrito en la más clara de las lenguas. Y así como te leo ahora, te leí cuando me hacías el amor a estilo filosófico, pobre hombre...».

Pensar esto, y sentir que subía toda la sangre a mi cerebro, era todo uno. Buscaba coyuntura de destruir, aunque fuera con sofismas, la tremenda idea de mi amiga, y al fin... No sé cómo vino rodando la conversación. Creo que Peñita dijo que yo debía casarme. Ella lo apoyó. Vi el único cabello de una feliz ocasión, y me agarré a él.

«¡Casarme yo!... No he pensado nunca en tal cosa... Los que nos consagramos al estudio vamos adquiriendo desde la niñez el endurecimiento... Quiero decir, que nos encontramos curas sin sospecharlo... La rutina del celibato acaba por crear un estado permanente de indiferencia hacia todo lo que no sea los goces calmosos de la amistad».

Poco seguro de la idea, yo no podía encontrar bien tampoco las frases.

«Porque... llegamos a no conocer otro sentimiento que el de la amistad... Es que el estudio torna para sí todas las fuerzas afectivas, y nos apasionamos de una teoría, de un problema... La mujer pasa a nuestro lado como un problema que pertenece a otro mundo, a otra rama del saber y que no nos interesa. He intentado a veces cambiar la constitución de mi espíritu, incitándole a beber en los manantiales de donde, para otros, afluyen tantas corrientes de   -300-   vida, y no he podido conseguirlo... Ni quiero ni me hace falta. Me considero en la falange del sacerdocio eterno y humano. También el celibato es humano, y ha servido en todos los siglos para demostrar las excelencias del espíritu».

¿Conseguí algo con estas paparruchas? Para hacer más efecto, hablé con Irene del tiempo en que ella daba lecciones a mis sobrinitas y del cariño paternal que me había inspirado. Ya se ve... la semejanza de nuestras profesiones, el compañerismo... Nada, nada, no pasaba.

Yo la veía mirarme, y podía jurar que decía para sí:

«No cuela, Mansito, no cuela. Conste que perdiste la chaveta como el último de los estudiantes, y ahora, ni con toda la filosofía del mundo, me has de hacer creer otra cosa. Las maestras de escuela sabemos más que los metafísicos, y estos no engañan ya a nadie más que a sí mismos».




ArribaAbajo- XLIX -

Aquel día me puse malo


¡Qué casualidad! Me refiero al día de la boda. Yo no quise ir... Convengamos en que me entró un fuerte pasmo que me retuvo en cama. Llovía mucho. Del cielo caía una tristeza gris, en hilos fríos que susurraban azotando el suelo. Por doña Javiera, que subió a verme cuando concluyó todo, supe que no había ocurrido nada de particular, más que la obligada ceremonia, los latines, la curiosidad de los concurrentes, el almuerzo en la casa nueva y la partida de los dichosos para no sé dónde... Creo que para Biarritz o para Burgos o Burdeos. Ello era cosa que empezaba con B.   -301-   La paradita no hace al caso. Me levanté en seguida, completamente restablecido, con asombro de doña Javiera, que me notificó su resolución de vivir desde el siguiente día en la nueva casa. Hablamos de Irene, y mi vecina me confesó que empezaba a serle agradable, que yo tenía quizás razón al elogiarla, y que si su hijo era feliz, poco le importaba lo demás. Contome que a Manolo le miraban todas las chicas con una envidia... ¡Vanidad materna que no hacía daño a nadie! Después de almorzar se habían ido los dos solos a la estación, en su coche, tan bien agasajaditos, entre pieles... ¡Manolo estaba tan guapo...! Valía infinitamente más que ella. Manolo daba la hora. La pícara maestra debía tener más talento que Merlín, porque había sabido pescar al muchacho más bonito y de más mérito de todas las Españas.

¡Virgen!, ¡y cuánto lloró doña Cándida!... Mi hermano José también había cogido un pasmo aquel día y no pudo ir. Estaba la señá marquesa, Lica por otro nombre, con su mamá y hermana, y además otras muchas personas notables. Lo de la notabilidad no se me alcanzaba, y así lo manifesté con mal humor a mi vecina. Ella insistió en designar como eminencias a todos los concurrentes; discutimos, y yo concluí diciéndole:

«¿Apostamos a que estaba también el negro Ruperto?».

-Y bien guapo; parecía una persona servida en tinta de calamares... Eso; búrlese usted... ya verá D. Máximo ir gente grande a mi casa, cuando Manolo empiece a figurar, y demos tees... Será aquello un pueblo...

No recuerdo cuánto más charló su expedita e incansable lengua. Para consolarse de su soledad, empezó a disponer la mudanza desde aquel día. Aprovechando dos que estuve de expedición en Toledo con varios amigos, la misma doña Javiera hizo la mudanza de todos mis muebles, libros   -302-   y demás enseres, con tanta diligencia y esmero, que al volver encontré realizada la instalación y ocupé sin molestia de ningún género mi nueva vivienda. En realidad, yo no tenía con qué pagar tantos beneficios y aquella creciente adhesión, que parecía salirse ya de los comunes términos de la amistad. Y como, por desgracia, mi antigua sirvienta seguía paralizada de una pierna, y de la otra no muy sana, mi casa continuaba en manos de la señora de Peña, que a todo atendía con extremada solicitud, dando motivo a murmuraciones de maliciosos amigos y vecinos. Yo me reía de estas picardihuelas y un día hablé francamente de ellas.

«Déjeles usted que hablen -me dijo con menos desparpajo del que solía tener, antes bien algo turbada-. Riámonos del mundo. A usted no le hacen los honores que merece, ni le aprecian en lo que vale... Pues a mí me da la gana de hacerlo y de traer a mi señor D. Máximo a qué quieres boca. Es justicia, nada más que justicia, y estoy por decir que es indemnización... ¿se dice así? Estas palabras finas me ponen siempre en cuidado, por temor de soltar una barbaridad...».

Lo que mi vecina me dijo me afectó mucho, hízome pensar y sentir, y ha quedado por siempre grabado en mi memoria. ¿Provenía su afecto de esa admiración secreta, inexplicable que suele despertar en la gente ordinaria el hombre dedicado al estudio? He visto raros y notabilísimos ejemplos de esto. Doña Javiera había puesto en circulación un extraño apotegma: La sabiduría es la sal de los hombres. Cualquiera que fuese el sentido de tal dicharacho, yo atribuía los obsequios de mi vecina a su temperamento un tanto acalorado, a su sensibilidad caprichosa que tomaba vigor de la renovación de los afectos. Por eso me decía yo: «le pasará esto, y llegará un día en que no se acuerde de mí». Pero no pasaba, no; por el contrario, la veía yo buscando   -303-   la intimidad, y apropiándose cada vez mayor parte de todo lo mío, principalmente en los órdenes moral y doméstico, que son la llave de la familiaridad. Y acostumbrado a aquella blanda compañía, a aquella diligente cooperación en todo lo más importante de mi vida, llegué a considerar que si me faltaba la amistad fervorosa de mi vecina, había de echarla muy de menos. Por eso, insensiblemente arrastrado, me dejaba llevar por la pendiente, sin ocuparme de calcular a dónde llegaría.

No quiero dejar de contar ahora el regreso de Manuel y su esposa, después de haberse divertido de lo lindo en su excursión de amor. Según me dijo doña Javiera, no se les podía aguantar de empalagosos y amartelados. Tanto se habían hartado de la famosa miel. En conciencia yo deseaba que les durara aquel dulce estado lo más posible. Irene me pareció más guapa, más gruesa, de buen color y excelente salud. Doña Javiera, que todo lo confiaba, me dijo un día:

«Parece que hay nietos por la costa. En cuanto yo vea que los menudea, pongo casa aparte. No quiero hospicios en la mía».

Irene me trataba siempre con la consideración más fina. Aunque nada debía sorprenderme, yo me admiraba de verla tan conforme al tipo de la muchedumbre, de verla más distinta cada vez ¡Dios mío!, del ideal... ¿Pues no se dio a organizar, con otras señoras, rifas benéficas y funciones y veladas para sacar dinero y emplearlo en hospitalitos que no se acaban nunca? También la vi presidiendo una junta de señoras postulantes, y su marido me dijo que le gastaba algún dinero en novenas y festejos eclesiásticos. Para que nada faltase, un domingo por la tarde la vi graciosamente ataviada de negra mantilla, peina y claveles. Iba a los toros, y preguntándole yo si se divertía en esa   -304-   fiesta salvaje, me contestó que le había tomado afición y que si no fuera por el triste espectáculo de los caballos heridos, se entusiasmaría en la plaza como en ninguna parte...

Sentencia final: era como todas. Los tiempos, la raza, el ambiente no se desmentían en ella. Como si lo viera... desde que se casó no había vuelto a coger un libro.

Pero hagámosle justicia. En su casa desplegaba la que fue maestra cualidades eminentes. No sólo había introducido en la mansión de los Peñas un gusto desconocido, teniendo que sostener más de una controversia con su suegra, sino que también supo mostrarse altamente dotada como una señora de gobierno. Con esto y su tacto exquisito, unas veces cediendo, otras resistiendo, supo conquistar poco a poco el afecto de su mamá política. Tenía, sin género de duda, grandes dotes de manejo social y arte maravilloso de tratar a las personas. Manuel empezó a recibir en su salón, por las noches, a varias personas de viso y a otras que aspiraban a tenerlo.

Cómo trataba Irene a los distintos personajes; cómo atraía a los de importancia; cómo embaucaba a los necios, cómo sacaba partido de todo en provecho de su marido, era cosa que maravillaba. Yo veía esto con pasmo, y doña Javiera estaba asustada.

«Es de la piel del diablo -me dijo un día-, sabe más que usted».

¡Verdad más grande que un templo y que todos los templos del mundo! Lo más gracioso es que doña Javiera, que siempre había dominado a cuantos con ella vivían, fue poco a poco dominada por su nuera... Casi casi le tenía cierto respeto parecido al miedo. A solas la señora y yo, hablábamos de las recepciones de Irene, y nos hacíamos cruces.

«Esta nació para hacer gran papel».

  -305-  

-Buena adquisición hizo Manolito, ¿no lo dije?

-Como siga así y no se tuerza...

-¡Oh!, si ella es buena, es un ángel...

Y a veces nos consolábamos mutuamente con tímidas murmuraciones.

«Veremos lo que dura. No me gustan tantos tes, tanto recibir, tanto exhibirse».

-Pues ni a mí tampoco... Quiera Dios...

-Se ven unas cosas...

¡Execrable ligereza la nuestra! Ella y él se amaban tiernamente. El amor, la juventud, la atmósfera social cargada de apetitos, lisonjas y vanidades criaban en aquellas almas felices la ambición, desarrollándola conforme al uso moderno de este pecado, es decir, con las limitaciones de la moral casera y de las conveniencias. Esto era tan natural como la salida del sol, y yo haría muy bien en guardar para otra ocasión mis refunfuños profesionales, porque ni venían al caso ni hubieran producido más resultado que hacerme pasar por impertinente y pedantesco. Las purezas y refinamientos de moral caen en la vida de toda esta gente con una impropiedad cómica. Y no digo nada tratándose de la vida política, en la cual entró Manuel con pie derecho, desde que recibió de sus electores el acta de diputado. Mi discípulo, con gran beneplácito de sus enemigos y secreto entusiasmo de su esposa, entraba en una esfera en la cual el devoto del bien, o se hace inmune cubriéndose con máscara de hipócrita o cae redondo al suelo, muerto de asfixia.



  -306-  

Arriba- L -

¡Que vivan, que gocen! Yo me voy


Para ellos vida, juventud, riquezas, contento, amigos, aplauso, goces delirio, éxito... para mí vejez prematura, monotonía, tristeza, soledad, indiferencia, tormento y olvido. Cada día me alejaba yo más de aquel centro de alegrías que para mí era como ambiente impropio de mi espíritu enfermo. Me ahogaba en él. Además de esto, cada vez que veía delante de mí a la joven señora de Peña, mujer de mi discípulo, aunque no discípula, sino más bien maestra mía, me entraba tal congoja y abatimiento que no podía vivir. Y si por acaso la conversación me hacía encontrar en ella un nuevo defectillo, el descubrimiento era combustible añadido a mi llama interior. Cuanto menos perfecta más humana, y cuanto más humana más divinizada por mi loco espíritu, al quien había desquiciado para siempre de sus firmes polos aquel fanatismo idolátrico, bárbara devoción hacia un fetiche con alma. Todos los días buscaba mil pretextos para no bajar a comer, para no asistir a las reuniones, para no acompañarles a paseo, porque verla y sentirme cambiado y lleno de tonterías y debilidades era una misma cosa. El influjo de estos trastornos llegó a formar en mí una nueva modalidad. Yo no era yo, o por lo menos, yo no me parecía a mí mismo. Era a ratos sombra desfigurada del señor de Manso como las que hace el sol a la caída de la tarde, estirando los cuerpos cual se estira una cuerda de goma.

  -307-  

«¿Pero qué tiene usted?» me dijo un día doña Javiera.

-Nada señora, yo no tengo nada. Por eso precisamente me voy. Entre dos vacíos, prefiero el otro.

-Se queda usted como una vela.

-Esto quiere decir que ha llegado la hora de mi desaparición de entre los vivos. He dado mi fruto y estoy de más. Todo lo que ha cumplido su ley, desaparece.

-Pues el fruto de usted no lo veo, amigo Manso.

-Es posible. Lo que se ve, señora doña Javiera, es la parte menos importante de lo que existe. Invisible es todo lo grande, toda ley, toda causa, todo elemento activo. Nuestros ojos, ¿qué son más que microscopios?

-¿Quiere usted que llame un médico? -me dijo la señora muy alarmada.

-Es como si cuando una flor se deshoja y se pudre llamara usted al jardinero. Coja usted unas tijeras y córteme. Ya la luz, el agua, el aire, no rezan conmigo. Pertenezco a los insectos.

-Vaya usted a tomar baños.

-De eternidad los tomaré pronto.

-Nada, nada; yo llamo a un médico.

-No es preciso; ya siento los efectos del gran narcótico; voy a tomar postura...

Doña Javiera se echó a llorar. ¡Me quería tanto! Aquel mismo día vino Miquis acompañado de un célebre alienista, que me hizo varias preguntas a que no contesté. Cuando los vi salir, me reí tanto, que doña Javiera se asustó más y me manifestó de un modo franco el vivísimo afecto con que me honraba. Yo la oía cual si oyera un elogio fúnebre pronunciado en lo alto de un púlpito y en frente de mi catafalco... Y tal era mi anhelo de descanso, que no me levanté más. Prodigome sin tasa mi vecina los cuidados más tiernos, y una mañana, solitos los dos, rodeados de gran   -308-   silencio, ella aterrada, yo sereno, me morí como un pájaro.

El mismo perverso amigo que me había llevado al mundo sacome de él, repitiendo el conjuro de marras y las hechicerías diablescas de la redoma, la gota de tinta y el papel quemado, que habían precedido a mi encarnación.

«Hombre de Dios -le dije-; ¿quiere usted acabar de una vez conmigo y recoger esta carne mortal en que para divertirse me ha metido? Cosa más sin gracia...».

Al deslizarme de entre sus dedos, envuelto en llamarada roja, el sosiego me dio a entender que había dejado de ser hombre.

Los alaridos de pena que dio mi amiga al ver que yo había partido para siempre, despertaron a todos los de la casa; subieron algunos vecinos, entre ellos Manuel, y todos convinieron en que era una lástima que yo hubiera dejado de figurar entre los vivos... Y tan bien me iba en mi nuevo ser que tuve más lástima de ellos que ellos de mí, y hasta me reí viéndolos tan afanados por mi ausencia. ¡Pobre gente! Me lloraban familia y amigos, y algunos de estos fueron a las redacciones de los periódicos a dedicarme sentidas frases. En cuanto lo supo Sainz del Bardal, agarró la pluma y me enjaretó ¡ay!, una elegía, con la cual yo y mis colegas del Limbo nos hemos divertido mucho. Aquí llegan todas estas cosas y se aprecian en su verdadero valor.

A mi hermano, Lica, Mercedes, doña Jesusa y Ruperto les duró la aflicción qué sé yo cuántos días. Manuel se puso tan amarillo, que parecía estar malo; Irene derramó algunas lágrimas y estuvo dos semanas como asustada, creyendo que me veía asomar por las puertas, levantar las cortinas y pasar como sombra por todos los sitios oscuros de la casa. Ni que la mataran, entraba de noche sola en su cuarto. ¡También supersticiosa!

  -309-  

Pero todos se fueron consolando. Quien se quedó la última fue mi doña Javiera del alma, tan buena, tan llanota, tan espontánea. Según datos que han llegado a mi noticia, más de una vez fue a visitar el sitio donde está enterrado el que fue mi cuerpo, con una piedra encima y un rótulo que decía que yo había sido muy sabio.

De doña Cándida sé que oyó algunos centenares de misas, y que siempre que entraba en casa de Peña, donde diariamente desempeñaba el papel de la langosta en los feraces campos, me había de nombrar suspirando, para mantener vivo el recuerdo de mis virtudes. A mi noticia ha llegado, por no sé qué chismografía de serafines, que no se puede calcular ya el dinero que le han dado para misas por mi reposo, el cual dinero suma tanto, que si se aplicara por los demás, ya estaría vacío el Purgatorio. De las casas de mi hermano y de Peña saca la señora con estos giros de ultratumba mediana rentilla para ayudarse. No hablo de la admiración que nos causa a todos los que estamos aquí el fecundo ingenio de Calígula, porque debe suponerse.

Y a medida que el tiempo pasa se van olvidando todos de mí, que es un gusto. Lo más particular es que de cuanto escribí y enseñé apenas quedan huellas, y es cosa de graciosísimo efecto en estas regiones el ver que mientras un devoto amigo o ferviente discípulo nos llama en plena sesión de cualquier academia el inolvidable Manso, si se va a indagar dónde está la memoria de nuestro saber, no se encuentra rastro ni sombra de ella. El olvido es completo y real, aunque el uso inconsiderado de las frases de molde dé ocasión a creer lo contrario. Diferentes veces he descendido a los cerebros (pues nos está concedida la preciosa facultad de visitar el pensamiento de los que viven), y metiéndome en las entendederas de muchos que fueron alumnos míos, he buscado en ellos mis ideas. Poco, y no de lo mejor, ha sido   -310-   lo descubierto en estas inspecciones encefálicas, y para llegar a encontrar eso poco y malo, ha sido preciso levantar, con ayuda de otros espíritus entrometidos, los nuevos depósitos de ideas más originales, más recientes, traídas un día y otro por la lectura, el estudio o la experiencia.

De conocimientos experimentales he hallado grandísima copia en Manuel Peña. Lo que yo le enseñé apenas se distingue bajo el espeso fárrago de adquisiciones tan luminosas como prácticas, obtenidas en el Congreso y en los combates de la vida política, que es la vida de la acción pura y de la gimnástica volitiva. Manuel hace prodigios en el arte que podríamos llamar de mecánica civil, pues no hay otro que le aventaje en conocer y manejar fuerzas, en buscar hábiles resultados, en vencer pesos, en combinar materiales, en dar saltos arriesgados y estupendos. También he dado una vuelta por el vasto interior de cierta persona, sin encontrar nada de particular, más que el desarrollo y madurez de lo que ya conocía. En cierta ocasión sorprendí una huella de pensamiento mío o de cosa mía, no sé lo que era, y me entró tal susto y congoja que hui, como alimaña sorprendida en inhabitados desvanes. Después vine a entender que era un simple recuerdo frío, mezclado de cálculo aritmético. Por el teléfono que tenemos me enteré de esta frase:

«No, tía, ya no más misas. Decididamente borro ese renglón».

Rara vez hacía excursiones hacia la parte donde está el pensar de mi hermano José. No encontraba allí más que ideas vulgares, rutinarias y convencionales. Todo tenía el sello de adquisición fresca y pegadiza, pronto a desaparecer cuando llegara nueva remesa, producto insípido de la conversación o lectura de la noche precedente. Como etiqueta de un frasco, estaba allí el lema de Moralidad y economías.   -311-   José no pensaba más, ni sabía hablar de otra cosa.

Como si hubiera encontrado la piedra filosofal, se detiene aún en aquel punto supremo de la humana sabiduría. ¡Moralidad y economías! Con esta receta ha reunido en torno suyo un grupo de sonámbulos que le tienen por eminencia, y lo más gracioso es que entre el público que se ocupa de estas cosas sin entenderlas, ha ganado mi hermano simpatías ardientes y un prestigio que le encamina derecho al poder. ¿Será ministro? Me lo temo. Para llegar más pronto ha fundado un periodicazo, que le cuesta mucho dinero y que no tiene más lectores que los individuos del grupo sonambulesco. Sainz del Bardal lo dirige y se lo escribe casi todo, con lo cual está dicho que es el tal diario de lo más enfadoso, pesado y amodorrante que puede concebirse. De los grandes atracones que ha tomado el miasmático poeta para cumplir su tarea, contrajo una enfermedad que le puso en la frontera de estos espacios. Cuando lo supimos, se armó gran alboroto aquí y nos amotinamos todos los huéspedes, conjurándonos para impedirle la entrada por cuantos medios estuvieran en nuestro poder. Dios, bondadosísimo, dispuso alargarle la vida terrestre, con lo que se aplacó nuestra furia y los de por allá se alegraron. Propio de la omnipotente sabiduría es saber contentar a todos.

Un día que me quedé dormido en una nube, soñé que vivía y que estaba comiendo en casa de doña Cándida. ¡Aberración morbosa de mi espíritu que aún no está libre de influencias terrestres! Desperté acongojadísimo y hubo de pasar algún tiempo antes de recobrar el plácido reposo de esta bendita existencia en la cual se adquiere lentamente, hasta llegar a poseerlo en absoluto, un desdén soberano hacia todas las acciones, pasos y afanes de los seres que todavía no han concluido el gran plantón de vivir   -312-   terrestre y hacen, con no poca molestia, la antesala del nuestro.

¡Dichoso estado y regiones dichosas estas en que puedo mirar a Irene, a mi hermano, a Peña, a doña Javiera, a Calígula, a Lica y demás desgraciadas figurillas con el mismo desdén con que el hombre maduro ve los juguetes que le entretuvieron cuando era niño!

Madrid.- Enero-Abril de 1882.


 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 




 
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