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ArribaAbajoCapítulo V

Apodérase Almagro de Cuzco.- Hace prisionero a Fernando y Gonzalo Pizarro.- Derrota a Alvarado.- Negociaciones con Francisco Pizarro.- Su rompimiento.- Batalla de Salinas.- Prisión de Almagro.- Su proceso y muerte.- Retrato de este caudillo


No teniendo nada que temer ya de los naturales, Almagro avanzó rápidamente hasta las puertas de Cuzco, y envió mensajeros a los hermanos Pizarro para intimarles que evacuasen una ciudad donde sólo él tenía derecho de mandar. Fernando contestó con dignidad y cordura que mandaba en Cuzco en nombre del gobernador, y que no abandonaría su puesto sin sus órdenes expresas; a más de que añadió, no era por la fuerza de las armas como debía hacer valer sus pretendidos derechos, sino por medio de negociaciones leales tratar con el gobernador.

Estos argumentos apoyados por la mediación de los capitanes más distinguidos de los dos bandos que se veían con horror amenazados de una guerra civil, movieron a Almagro a concluir una tregua. Convínose en que Fernando enviaría un mensajero a Lima para dar cuenta   —100→   a Pizarro de lo que había pasado, y que hasta que llegase la respuesta los dos partidos se abstendrían de todo acto de hostilidad. Esta tregua no fue de larga duración; los amigos de Almagro le echaron en cara que llevaba hasta el exceso la debilidad y la confianza; recordándole la conocida doblez de los Pizarros, le hicieron creer que Fernando sólo se había propuesto ganar tiempo para recibir refuerzos que le permitiesen continuar la guerra con ventaja, persuadiéndole por fin de que no debía dejar escapar una ocasión tan propicia de apoderarse de Cuzco.

Almagro se dejó convencer por estas razones, y como muchos de los soldados de Pizarro se habían pasado a sus banderas, creyó que arrastraría fácilmente a los demás. Decidiose pues a sorprender la ciudad y apoderarse de los jefes. Este plan le salió a medida de sus deseos: la guarnición de Cuzco dormía descuidada, y cuando un soldado corrió a anunciar a Fernando que las tropas de Almagro entraban en la ciudad, aquél le respondió que debía equivocarse, puesto que un soldado y hombre de honor no podía faltar así a su palabra. En esto Almagro habíase apoderado de la población: llegó sin obstáculo a la morada de los dos hermanos y les intimó que se rindiesen; mas éstos se negaron a ello, y atracando las puertas, preparáronse a una defensa obstinada. Almagro mandó pegar fuego a la casa, y las llamas hicieron tan   —101→   rápidos progresos, que los Pizarros, no teniendo otro medio de evitar una muerte horrible, se rindieron a discreción. Cargóseles de cadenas, lo mismo que a los principales capitanes, y la autoridad de Almagro fue reconocida por todos.

A la primera noticia de la insurrección de los peruanos, Francisco Pizarro había enviado a pedir socorros a todas las colonias españolas, y mientras los aguardaba, había defendido a Lima con bravura. Cuando llegaron refuerzos dispersó al momento al ejército enemigo, y se halló en estado de enviar un cuerpo de tropas de quinientos hombres a las órdenes de Alfonso Alvarado y de Garcilaso de la Vega, el padre del historiador, para socorrer a Cuzco, si todavía era tiempo. Aquella pequeña hueste llegó a muy corta distancia de la capital, antes de que pudiese sospechar que tuviese que combatir otros enemigos que los indios; así que causó grande admiración a Alvarado y a los suyos ver a sus compatriotas apostados en las orillas del Abancay resueltos a disputarles el paso. Almagro sin embargo hallábase todavía indeciso: temía empeñar una acción con tropas más numerosas que las suyas, con tanta más razón, cuanto que teniendo en sus filas a algunos soldados de Pizarro, podían éstos abandonarle en el momento del combate. Una circunstancia del todo inesperada vino a sacarle de su irresolución.

Había en la hueste venida de Lima un oficial   —102→   llamado Pedro de Lerma, que quejoso de Pizarro, quería vengarse de él pasándose a Almagro. Escribiole pues para darle a conocer sus intentos, y le aseguró que en cuanto se acercase, se le reuniría con cien hombres. Almagro no despreció el aviso; púsose de acuerdo con Lerma, y atacó por la noche a Alvarado que, abandonado de parte de sus soldados, fue fácilmente vencido y hecho prisionero con sus principales jefes.

Con esta ventaja hubiera quedado resuelta la contienda para siempre, si Almagro, como sabía vencer, hubiese poseído el arte de aprovecharse de su victoria. Rodrigo Orgoñez, oficial de gran talento, que militando las órdenes del condestable de Borbón, en sus guerras en Italia, se había acostumbrado a las resoluciones atrevidas y decisivas, le aconsejó que hiciese morir a Fernando y Gonzalo Pizarro, a Alvarado y algunos otros a quienes no podía prometerse ganar, y marchase en seguida sobre Lima con sus tropas victoriosas, antes que el gobernador tuviese tiempo de prepararse para la defensa. Almagro conocía todas las ventajas de este consejo y no carecía de la resolución necesaria para seguirlo; pero cedió a sentimientos que no parecían convenir a su posición, deteniéndose ante escrúpulos, honrosos sí, pero que parecían extraños en un jefe de partido que había desenvainado la espada para provocar una guerra civil   —103→   . Su humanidad le impidió derramar la sangre de sus adversarios, al paso que el temor de ser tenido por rebelde no le permitía entrar espada en mano en una provincia que su soberano había dado a otro. Sabía muy bien que la querella entre él y Pizarro sólo podía terminarse por medio de las armas, y no rehusó este modo de resolverla; pero quería que su rival fuese considerado como agresor, por cuya razón tomó tranquilamente el camino de Cuzco, para aguardar que Pizarro fuese allí a buscarle (julio de 1537).

Eacute;ste ignoraba aún todo lo que había pasado: la vuelta de Almagro, la toma de Cuzco, la muerte de uno de sus hermanos, el cautiverio de los otros dos y la derrota de Alvarado, todas estas noticias llegaron a él al mismo tiempo, cual si la fortuna hubiese querido abatir de una sola vez su ánimo altivo y resuelto. Fue aquello un golpe terrible para el gobernador, quien a la par que deploraba la muerte de su querido hermano y temía por la existencia de los otros dos, sentía atormentado su espíritu por el orgullo, la humillación y la sed de venganza, y parecía deber sucumbir bajo el peso de tantos infortunios. Mas su valor indomable le dio fuerzas para resistir a este terrible golpe, y llamó en su auxilio toda su energía para detener los progresos del mal. Como era dueño de la costa y aguardaba considerables refuerzos   —104→   en hombres y provisiones, importábale tanto ganar tiempo y evitar una batalla, como conveniente hubiera sido para Almagro activar sus operaciones y llegar pronto a una acción decisiva. En su consecuencia Pizarro entabló negociaciones con su rival, y con tal habilidad las condujo, que duraron muchos meses sin dar ningún resultado. Cansado de esas dilaciones Almagro se adelantó con su ejército hasta las fronteras de la jurisdicción de Lima, donde se detuvo para aguardar la respuesta definitiva de Pizarro. Al salir de Cuzco se había hecho acompañar por Fernando, que sabía que era enemigo suyo declarado, y de este modo tenía siempre en su poder un rehén importante. Confió el mando de la ciudad a Gabriel Rojas, cuya adhesión y valor le eran conocidos. Por más activa que fuese la vigilancia de este capitán, no pudo burlar los esfuerzos que hacían Gonzalo Pizarro y Alvarado para recobrar su libertad. Los dos presos ganaron a los soldados encargados de su custodia, los cuales les proporcionaron en secreto armas y herramientas por medio de las cuales les fue fácil romper sus cadenas. Una noche, en el momento en que Rojas había ido a visitar a los presos, éstos le cercaron, apoderáronse de él y le amenazaron con la muerte si gritaba. Rojas se sometió; Gonzalo y Alvarado salieron de la ciudad con un centenar de hombres, y no tardaron en reunirse   —105→   con el gobernador. Esta fuga causó grandísima alegría a Pizarro, pero el cautiverio de Fernando le imponía la necesidad de continuar siguiendo la marcha política que le había salido tan bien hasta entonces. Almagro por su parte desalentado por la fuga de sus presos y la defección de sus soldados, y asustado de los grandes preparativos que hacía Pizarro, parecía dispuesto a venir a un acomodamiento. Esto era lo que Pizarro deseaba; así pues nombró cada uno de ellos dos parlamentarios con plenos poderes para tratar. Los primeros artículos del convenio establecían que Fernando sería puesto en seguida en libertad y que pasaría a España, acompañado de un criado de Almagro para someter al rey la causa de su contienda, y que entre tanto los dos rivales permanecerían en posesión de los territorios que cada uno de ellos ocupaba. Almagro no vio el lazo que se le tendía: firmó el convenio y puso al momento a Fernando en libertad. Desde el instante en que Pizarro no tuvo que temer por la vida de su hermano, se quitó la máscara y declaró que sólo con las armas en la mano debía decidirse quién de los dos entre él y Almagro sería dueño del Perú. Hizo los preparativos con la prontitud que resolución tan atrevida reclamaba y convenía a su carácter. Pronto tuvo setecientos hombres en estado de marchar sobre Cuzco, y dio el mando de ellos a sus dos hermanos, en quienes   —106→   podía contar para la ejecución de las medidas más violentas, puesto que, además de su ambición, se hallaban animados por el reciente recuerdo de su prisión y de sus sufrimientos. Después de haber intentado, aunque sin éxito, atravesar las montañas para llegar por un camino directo a Cuzco, marcharon por la costa hasta Nasca, desde donde torciendo a la izquierda, penetraron en los desiertos del ramal de los Andes que los separaba de la capital. Almagro, en vez de seguir el consejo de los capitanes que querían que procurase defender los pasos difíciles, aguardó a su enemigo en la llanura de Cuzco. Dos razones habíanle determinado a tomar esta resolución; no tenía más que quinientos hombres, y temía debilitarse más enviando destacamentos a las montañas; y como por otra parte su caballería era más numerosa que la de los Pizarros, no podía aprovecharse de esta ventaja sino combatiendo en un país llano.

No tardaron los dos ejércitos en encontrarse, mostrando igual impaciencia para poner fin a una querella que duraba tanto tiempo hacía. Compatriotas y combatiendo poco antes bajo el mismo estandarte, los españoles podían ver las montañas que rodeaban la llanura cubiertas de numerosas partidas de indios, reunidos para gozar del placer de verlos degollarse mutuamente, y dispuestos a atacar en seguida al partido   —107→   que quedase vencedor. Mas todas esas consideraciones de nada servían ante el cruel rencor de que se hallaban animados; no se dio en uno y otro bando ningún consejo de paz; no se dejó oír ninguna propuesta de arreglo. Desgraciadamente para Almagro su edad avanzada no le permitía soportar largos trabajos, y extenuado en aquel momento crítico por las fatigas y privado de su actividad ordinaria, se vio obligado a confiar el mando a Orgoñez, el cual, aunque excelente capitán, no era tan amado de sus soldados ni ejercía sobre ellos tanto ascendiente como el jefe, a quien estaban acostumbrados a seguir y a respetar.

El 6 de abril de 1538 diose pues la sangrienta batalla de Salinas, la cual empezó por una carga de caballería sostenida de una y otra parte con indecible tesón. Fernando fue derribado de caballo con no poco riesgo de su vida. El combate se hizo pronto general y terrible. Almagro tenía mayor número de veteranos y de jinetes; mas estas ventajas estaban compensadas por parte de los Pizarros, por dos compañías de mosqueteros bien disciplinadas, que el emperador había enviado de España al saber el levantamiento de los indios. En aquella época el uso de las armas de fuego estaba poco generalizado en América entre los aventureros, que se equipaban sin regularidad y a sus expensas; así pues aquella pequeña partida de   —108→   mosqueteros fue la que decidió la suerte de la jornada: dondequiera que llevaba su fuego, bien dirigido y sostenido, derribaba todo cuanto tenía delante. Cuando el enemigo comenzó a batirse en retirada, los Pizarros reunieron todos sus recursos para hacer un último esfuerzo. En aquél momento Orgoñez fue herido y cayó de caballo: aquélla fue la señal de la derrota: las tropas de Almagro se dispersaron en todas direcciones, y los que escaparon a la matanza debieron tan sólo su salvación a la fuga.

Demasiado débil para tenerse a caballo y para tomar una parte activa en el combate, Almagro, llevado en una litera, seguía desde lo alto de una colina el movimiento de los dos ejércitos, y presenció la derrota de los suyos con la indignación de un viejo capitán acostumbrado tiempo hacía a la victoria. Viéndolo todo perdido intentó huir; mas Gonzalo y Alvarado lanzáronse ellos mismos en su seguimiento, y lograron apoderarse de su persona.

Una de las circunstancias más notables de esta desastrosa jornada, fue la inacción de los indios, que dejaron perder una ocasión tan propicia para exterminar de un solo golpe a casi todos sus enemigos. Habían muerto ciento cuarenta españoles, y hallábanse los demás tan extenuados por sus heridas y el cansancio, que les hubiera sido imposible defenderse contra la multitud de los peruanos. Nada en la historia   —109→   del Nuevo Mundo prueba quizás mejor que este hecho el admirable ascendiente que habían tomado los españoles sobre los americanos. Éstos se contentaron con despojar a todos los que encontraron en el campo de batalla, así a los muertos como a los heridos.

Los Pizarros mancharon su victoria con actos de atroz crueldad. Orgoñez, de Lerma y muchos otros partidarios de Almagro fueron muertos a sangre fría, si no por orden de los jefes, al menos con su aprobación. Cuzco fue entregado al pillaje, y los vencedores encontraron un botín considerable formado en parte de lo que quedaba de los tesoros de los indios, y en parte de las riquezas recogidas por sus adversarios tanto en el Perú como en Chile.

Sólo faltaba entonces ocuparse en la suerte de Almagro, la cual no parecía dudosa, puesto que desde los primeros momentos se había resuelto su muerte. No atreviéndose sin embargo a hacerle perecer secretamente, los Pizarros quisieron cubrir su venganza con un simulacro de justicia, y resolvieron hacerle comparecer ante una comisión encargada de juzgarlo. Temieron sin embargo que los antiguos partidarios del acusado, incorporados a sus tropas, no verían a sangre fría a su intrépido e infortunado caudillo conducido como un vil criminal a una muerte ignominiosa, después de los grandes servicios que había prestado; por cuyo motivo   —110→   Fernando Pizarro creyó deber retardar el momento en que podría satisfacer el odio que contra Almagro alimentaba. No tardó en presentarse la ocasión que deseaba. El botín recogido en el saqueo de Cuzco no había correspondido a las esperanzas de los vencedores, y murmuraban ya de la inacción en que se les tenía. Fernando propuso en su consecuencia a varios capitanes que se pusiesen al frente de algunos destacamentos a fin de recorrer el país. Esta proposición, tan conforme con el carácter y el deseo de los aventureros, fue recibida con alegría; preparáronse algunas expediciones, y Fernando tuvo buen cuidado de hacer que tomasen parte en ellas todos los antiguos soldados de Almagro y aquellos de sus compañeros de quienes no estaba enteramente seguro.

En cuanto hubieron partido los destacamentos, Fernando se apresuró a llevar a cabo sus proyectos: nombró un tribunal encargado de examinar la conducta de Almagro, procesado como culpable de traición y rebeldía. Entre los cargos que se le hicieron, se le acusaba de haber entrado a la fuerza en Cuzco, entablado negociaciones con el inca contra los españoles, y hecho derramar la sangre de sus compatriotas en los combates de Abancay y Salinas. Estos cargos fueron fácilmente probados y Almagro fue condenado a muerte. La noticia de la sentencia pronunciada contra él fue para el viejo caudillo   —111→   un golpe terrible. Por grande que fuese la animosidad y el odio de Fernando, Almagro no había pensado nunca que le hiciese morir, en el momento sobre todo en que se hallaba imposibilitado de tentar el menor esfuerzo para alcanzar de nuevo el poder: y entonces aquel anciano desafortunado, luchando a la vez contra la enfermedad, el pesar, la debilidad y la vergüenza, faltó a su carácter implorando la compasión de un hombre cuyo corazón no soñaba más que con la venganza.

Fue para el ejército un doloroso y desgarrador espectáculo ver a ese bravo veterano, a ese hombre que había pasado toda su vida en el servicio de su patria, a ese caudillo a quien, después de Pizarro, debía España la conquista del Perú, echarse a los pies de su venturoso rival, y suplicarle con lágrimas en los ojos, que le dejase un resto de vida. Almagro recordó a Fernando que también él había estado en su poder y que sin embargo había respetado sus días; le hizo presente los servicios hechos a su patria, la antigua amistad que le unía con el gobernador a cuya elevación y fortuna había tan poderosamente contribuido. Fernando eludió el contestar a estas razones, que no admitían réplica, y manifestó sorpresa y vergüenza de que un soldado español, de un mérito tan señalado como Almagro, se mostrase tan apocado en presencia de la muerte. Este sangriento   —112→   insulto desgarró el corazón del anciano y le devolvió toda su energía: dejó de suplicar y se dispuso a sufrir su suerte con calma y firmeza. El único alivio que alcanzó en el rigor de su sentencia fue que sería ahorcado en la cárcel y decapitado públicamente. Ejecutose la sentencia, y Almagro recibió la muerte con una tranquilidad y valor dignos de su renombre militar y de sus antiguas hazañas. Tenía entonces setenta y cinco años de edad. Antes de morir nombró para sucederle en su gobierno, en virtud de los poderes que tenía del emperador, a su hijo Diego, preso entonces en Lima. Francisco Pizarro no dio la menor importancia a este testamento, que fue más adelante un manantial fecundo de disensiones y calamidades.

Tal fue el deplorable fin de D. Diego de Almagro, uno de los más distinguidos conquistadores del Nuevo Mundo. No era tan sólo un soldado de un mérito superior; era además un hombre dotado de grandes talentos, y que ofrecía bajo este punto de vista un singular contraste con Pizarro. La conducta de Almagro iba acompañada de cierta franqueza y generosidad caballeresca, mientras que en la de Pizarro se veía a menudo una doblez refinada, y la determinación fija de sacrificarlo todo a sus miras políticas. La vida de Almagro no está ciertamente al abrigo de justas acusaciones; pero si bien cometió muchas faltas, no tuvo jamás que   —113→   echarse en cara esos excesos de crueldad que manchan la memoria de Pizarro. Independientemente de los importantes servicios que prestó en la conquista del Perú, España le debe el descubrimiento del reino de Chile, que fue con el tiempo una de sus más productivas posesiones en América.

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ArribaAbajoCapítulo VI

Viaje de Fernando Pizarro a España.- Su prisión.- Medidas que tomó el gobierno.- Expedición de Gonzalo Pizarro a la Canela


La muerte de Almagro y la dispersión de sus partidarios pusieron término por algún tiempo a las disensiones civiles de los españoles. El gobernador, disfrutando por fin de una tranquilidad completa, empleó aquellos momentos de reposo en organizar con regularidad las provincias a que su jurisdicción se extendía. Sometió en poco tiempo el territorio de Callao, y fue a Cuzco a fin de consultar con sus hermanos sobre las medidas que para lo futuro convenía adoptar. El primer objeto en que se ocuparon fue en los medios que emplearse debían para prevenir la impresión desfavorable que podía producir en el ánimo del emperador la muerte de Almagro. Resolviose que Fernando pasaría   —115→   inmediatamente a España para justificar su conducta y atribuir toda la falta a la rebelión de aquel caudillo; y en su consecuencia partió en 1539, contra el parecer de sus más fieles amigos, que hacían observar lo imprudente que era enviar a España, precisamente aquél sobre quien en especial recaía la acusación de la muerte de Almagro.

Fernando apareció en la corte con una pompa y magnificencia que admiró al pueblo, mas a pesar de la audacia con que se presentó ante el monarca, apercibiose pronto que no podía contar con el favor imperial. En efecto, Diego de Alvarado y algunos amigos de Almagro, que lograron escaparse después de la batalla de Salinas, habían pasado inmediatamente a España, donde no habían dejado de instar a los ministros para que se procesara a los Pizarros. Conocidos de todos eran los hechos que se alegaban, habiendo logrado alarmar al gobierno sobre la tiranía que ejercían los tres hermanos. Acusábaseles de haber establecido en América el más violento despotismo, no sólo con los indios, sino hasta con los españoles: decíase que habían sido los agresores en las contiendas con Almagro, en las cuales se habían conducido con una crueldad y una perfidia inauditas. Nada en una palabra se había olvidado de lo que podía hacerles parecer culpables. Estas acusaciones, con frecuencia repetidas, produjeron su efecto, y el   —116→   monarca indignado mandó que se abriese al momento una información acerca los asuntos del Perú.

Fernando no era hombre para ceder ante las amenazas y ante acusaciones que ningún testigo apoyaba: defendió su causa con una sangre fría imperturbable, y rechazando sobre sus adversarios todo lo odioso de la guerra civil, movió por fin a Carlos V a que escuchase sus recriminaciones. El gobierno por otra parte temía exasperar a Francisco Pizarro, quien a tan larga distancia y con los recursos de que disponía, podía muy bien declararse independiente. El ministerio, completamente imparcial en esta ocasión, sacaba de los relatos que uno y partido le hacían la consecuencia natural de que los asuntos del Perú estaban sumamente embrollados, y que era más que probable que los indios acabarían por aprovecharse de la desunión de los españoles para sacudir su yugo. Era sin embargo más fácil conocer el mal que hallar el remedio. Estaba tan distante el sitio donde aquellos hechos pasaban que era poco menos que imposible señalar a un administrador la conducta que seguir debía; y antes que pudiese seguirse en el Perú plan alguno aprobado en España, su ejecución podía ser funestísima a causa del cambio de las circunstancias y de la situación de los partidos. El único medio de averiguar la verdad era enviar al Perú un hombre influyente que tomase informes exactos   —117→   sobre el estado del país. No era fácil la elección de ese enviado: necesitábase un hombre de elevada categoría para desempeñar aquella misión con la dignidad e importancia convenientes; bastante imparcial para no ceder a las influencias locales, y que estuviese dotado del talento necesario para llegar al conocimiento exacto de la verdad en medio de los informes contradictorios que naturalmente debía recibir. La elección del monarca recayó en D. Cristóbal Vaca de Castro, magistrado de la cancillería de Valladolid, e igualmente recomendable por sus talentos, su integridad y su energía. No se señaló a su misión ningún carácter particular; sino que debía ejercer poderes diplomáticos, políticos, judiciales o absolutos, según las circunstancias. Si a su llegada al Perú encontraba vivo a Francisco Pizarro, debía desempeñar tan sólo las funciones de juez y obrar en apariencia de concierto con el gobernador; mas en el caso de que éste no existiese Vaca de Castro debía ejercer una autoridad ilimitada.

Veíase manifiestamente en estas instrucciones la intención de no herir el orgullo de Pizarro, cuyo carácter y poder se temían: distintos eran empero los sentimientos del gobierno con respecto a Fernando. Las acusaciones dirigidas contra él en particular eran de tal naturaleza que no se las podía mirar con indiferencia. Por otra parte, sacrificándole se daba una satisfacción   —118→   a los enemigos de Almagro, al público un ejemplo imponente de justicia, y se impedía a un hombre peligroso el que fuese a reunirse con su hermano. La política aconsejaba esta medida, y el rey, sin miramiento a los derechos que a su indulgencia tuviese Fernando, y olvidando sus grandes servicios pasados y sus largos infortunios, le mandó cargar de cadenas y encerrarle en un calabozo. Tal es al menos la versión de Garcilaso de la Vega y de Gomara; si bien otros historiadores dan a esa orden un motivo de muy distinta naturaleza: pretenden que Fernando fue preso y aherrojado porque se tuvieron vehementes sospechas de haber hecho envenenar a Diego de Alvarado, que le había propuesto cinco días antes un combate singular; hecho que nos parece de tal suerte contrario al carácter de Fernando, que lo trasladamos y sin darle crédito. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que estuvo veinte y tres años preso, y que cuando fue puesto en libertad tenía el cuerpo y el ánimo quebrantados por la vejez y los sufrimientos. Quedó pobre y sin influencia, y pasó el resto de sus días en el abandono, como casi todos los que, habiendo contribuido a la conquista de América, no perecieron en los combates o en el cadalso.

Durante este tiempo Francisco Pizarro, que no tenía que temer ya ni a la facción de Almagro, ni a los indios, empezaba a desconfiar de   —119→   sus propios soldados, descontentos de la manera como acababa de repartir las tierras. Si hubiese hecho este reparto con imparcialidad, era bastante extensa la comarca para proporcionarle con qué recompensar a sus partidarios y ganar a sus enemigos; mas Pizarro se condujo con toda la injusticia de un jefe de partido, y no con la equidad de un juez que aspira a recompensar el mérito. Empezó por tomar para sí, o para sus hermanos y favoritos, grandes distritos en los puntos mejor cultivados y más poblados. Los demás no recibieron en lotes sino los terrenos menos fecundos o peor situados. Los soldados de Almagro, entre los cuales se hallaban muchos de los primeros aventureros, a cuyo valor y perseverancia debiera Pizarro la mayor parte de sus triunfos, fueron totalmente excluidos de la propiedad de las tierras por ellos conquistadas. Como la vanidad de cada cual le hacía dar un valor excesivo a sus servicios, todos los que se creyeron burlados en sus esperanzas pusieron el grito en el cielo contra la injusticia y la rapacidad del gobernador, mientras que los partidarios de Almagro murmuraban en secreto y meditaban vengarse. A fin de apaciguarlos Pizarro acudió al arbitrio que había sido ensayado ya otras veces con buen éxito: tal fue el disponer diversas expediciones, que tuvo buen cuidado de formar en gran parte con los descontentos.

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De todas aquellas expediciones ninguna fue más notable y tuvo más importantes resultados que la de Gonzalo Pizarro. Encargado por su hermano de conquistar las provincias de Callao y Chanas, más de doscientas leguas distantes de Cuzco, tuvo que luchar contra numerosas partidas de indios que defendieron su país con valor y obstinación. En uno de los combates que tuvo que sostener, Gonzalo se vio cercado por una multitud de indios, y sólo debió la vida al arrojo de cuatro de sus caballeros. Por fin después de un sinnúmero de peligros, de combates y de sufrimientos, Gonzalo logró someter aquellas provincias, donde echó los cimientos de una colonia que fue llamada después la Plata, a causa de las minas que se descubrieron en el territorio.

En este intermedio, Francisco Pizarro, ocupado siempre en engrandecer su poder y aumentar sus riquezas, y que no cesaba de tomar informes acerca los países situados fuera del imperio de los incas, supo que más allá de las fronteras del reino de Quito existía un país rico y extenso, conocido con el nombre de tierra de la Canela, a causa del inmenso número de canelos que había en ella; en su consecuencia llamó a Gonzalo y le propuso que ensayase una expedición a dicho país. Esta proposición fue aceptada con gusto: Gonzalo, el más joven de los tres hermanos, igualaba a los otros dos en   —121→   valor, en audacia y en ambición. El deseo de crearse un gobierno extenso e independiente le hizo olvidar los sufrimientos que acababa de experimentar en su todavía reciente expedición, y su ardor guerrero no hizo más que exaltarse con la idea de los nuevos peligros que iba a arrostrar. A fin de ayudarle cuanto posible fuese, su hermano le dio el gobierno de Quito, donde debía encontrar soldados y provisiones. Habiendo de esta suerte reunido trescientos cincuenta hombres, la mitad de ellos jinetes, y cuatro mil indios, partió para su arriesgada expedición a principios de 1539. Mientras que los españoles marcharon por las provincias sometidas a los incas, fueron por todas partes tratados con cordialidad y respeto por los indios; mas en cuanto pusieron los pies en el territorio de los quizos, viéronse atacados con furor por los naturales. Comprendieron desde entonces que debían esperar encontrar una obstinada resistencia, y sin embargo los fenómenos físicos que presenciaron los asustaron mucho más que los enemigos con quienes tenían que combatir: los terremotos, los huracanes más terribles mezclados con truenos, llenaron de terror hasta a los más animosos. Por espacio de dos meses que duró aquel espantoso temporal, no pudieron hallar ningún abrigo, y ni siquiera podían hacer secar sus vestidos. Para mayor desgracia empezaron entonces a subir los Andes, y el   —122→   frío llegó a ser pronto tan intenso, que arrebató a un gran número de indios, poco acostumbrados a una temperatura tan baja.

Entraron en seguida en una llanura de una extensión inmensa, que atravesaron con la mayor dificultad. En Cumaco, población situada al extremo de aquella llanura, encontraron víveres, de que carecían tiempo hacía, y los soldados, abrumados de fatiga, tomaron un descanso de que tenían extrema necesidad. Gonzalo dejó allí la mayor parte de su gente, y al frente de un escaso número de compañeros más vigorosos o más avezados a las fatigas que los otros, partió para buscar un camino por el cual su reducida hueste pudiese continuar con más facilidad su viaje. En esa marcha los españoles se vieron obligados a alimentarse de frutos silvestres y de raíces, y no podían dar un paso sin tener que abrirse camino por entre bosques o en medio de pantanos. Trabajos tan continuos, en medio de tan grandes privaciones, parecen superiores a la naturaleza humana; mas ¿qué no vencía la constancia de aquellos soldados del siglo XVI?

Después de haber superado estas dificultades, llegaron a la provincia de Cuca, y descubrieron el Cuca o Napo, uno de los grandes ríos que desembocan en el Marañón. Gonzalo resolvió aguardar allí la llegada de la gente que había quedado rezagada y que debía seguirle a cortas   —123→   jornadas. Pronto estuvieron todos reunidos, y después de muchos días de reposo, descendieron a lo largo del río que siendo ancho y profundo, no podía ser atravesado: cerca de cien leguas más abajo las orillas se aproximan gradualmente, y el río pasa por una especie de canal abierto en la roca. El país que acababan de recorrer era tan pobre, árido y desierto que Gonzalo se decidió a aprovecharse de la ventaja que la naturaleza de los lugares le ofrecía para reconocer las regiones situadas en la opuesta orilla. Sus capitanes reunidos en consejo fueron de su mismo parecer, y resolviose echar un puente sobre el río.

Todos pusieron con ardor manos a la obra y fijose en fin el puente con inmensas dificultades, aumentadas por la presencia de los naturales, que desde la orilla opuesta lanzaban de continuo nubes de flechas sobre los trabajadores. Dispersáronlos a tiros y pasaron el río, sin haber perdido más que un solo hombre que cayó en el abismo, arrastrado por el vértigo por haber cometido la imprudencia de mirar abajo desde aquella altura prodigiosa.

No por haber vencido este obstáculo mejoró la situación de los españoles: el país era tan árido y tan desierto como el que acababan de dejar. El hambre era más terrible que nunca, teniendo por único alimento frutos y raíces silvestres; sucumbió un gran número de indios, y   —124→   perecieron de inanición muchos españoles. Reducidos al último extremo, y no hallándose ya en estado de soportar nuevas fatigas, los soldados invocaban desesperados la muerte para que pusiese término a sus males, cuando un nuevo proyecto del comandante, dándoles una vislumbre de esperanza, volvió a reanimar su valor abatido. Propúsoles construir una lancha con la cual bajaría un destacamento por el río para reconocer el país y procurarse vituallas. Los esfuerzos inauditos que en aquella ocasión hicieron los españoles pueden servir para dar una idea de que nada hay imposible a la voluntad del hombre: fue preciso desde luego construir una especie de fragua, en la cual costaba mucho conservar el fuego a causa de la lluvia que caía sin cesar. Las herraduras de los caballos fueron convertidas en clavos, las mantas viejas y los vestidos que se caían a pedazos suplieron al cáñamo; en una palabra los españoles lo sacrificaron todo a la ejecución de un plan, que les parecía el único medio de mejorar su situación, y trabajaron con tanto afán, que hubieron construido en poco tiempo una barca de bastante porte. Gonzalo eligió para tripularla a cincuenta de los más resueltos entre los suyos, y les dio por comandante a Francisco de Orellana, su primer capitán, oficial de gran mérito y justamente citado por su valor e intrepidez. Metieron en la embarcación todo cuanto los soldados   —125→   poseían, junto con todo el botín hasta entonces recogido, que era considerable; Orellana costeaba el río sin perder de vista a sus compañeros, y cada noche se reunían y la pasaban juntos. Los españoles marcharon de esta suerte por espacio de dos meses, pasando algunas veces el río, según el terreno les parecía más practicable o más fértil en una orilla que en la otra. Al cabo de este tiempo nuevas circunstancias vinieron a cambiar este plan de conducta, que parecía sin embargo el más prudente y el más ventajoso.

Encontraron a algunos naturales de un carácter dulce y pacífico, y Gonzalo supo por ellos que el río que hasta entonces siguieran desembocaba en otro mayor, que atravesaba un país poblado, abundante en víveres y rico en toda clase de productos. Pizarro mandó a Orellana que descendiese por el río hasta que llegase a su confluente: allí debía descargar su barco, y volver con víveres a buscar al resto de sus compañeros. Orellana se puso en el centro del río y se abandonó a la corriente, que le arrastró con una velocidad tal, que al cabo de tres días llegó al lugar señalado, distante más de cien leguas. Mas viose cruelmente burlado en su esperanza de hallar un terreno fértil y cultivado: reinaba en todas partes la misma esterilidad, la misma desolación.

Lejos de su comandante, joven y ambicioso,   —126→   Orellana empezó a considerarse como independiente, y deseoso de ilustrar su nombre con algún notable descubrimiento, concibió el atrevido y pérfido proyecto de seguir el curso del Marañón hasta el mar, reconociendo los vastos países que riega este río. Este proyecto era atrevido, porque no tenía para ejecutarlo más que su débil esquife, y pérfido, puesto que abandonando a su jefe y a sus compañeros los entregaba a una muerte casi inevitable. Garcilaso de la Vega pretende que no fue la ambición quien dirigió la conducta del joven oficial, al cual supone movido por las siguientes razones: para el viaje que acababa de hacer en tres días siguiendo el curso del río, necesitaba al menos un año teniendo que luchar con su rápida corriente; su regreso pues no podía ser de ninguna utilidad a sus compatriotas, aun cuando hubiese vuelto cargado de los víveres con que aquellos contaban y que no había encontrado. Cualesquiera que fuesen los motivos que tuviese Orellana, en cuanto hubo formado su proyecto lo participó a sus compañeros, mas no fue por todos aprobado. Sánchez de las Vargas y el fraile dominico Carvajal le dirigieron vivas recriminaciones sobre lo que semejante acción tenía de cruel y de pérfida. Era sin embargo demasiado tarde para retroceder: el joven capitán comprendía que la sola idea de haber querido abandonar a su jefe sería mirada como un crimen; así   —127→   pues persistió en su plan, y a fin de castigar a Sánchez por su oposición, le abandonó cobardemente en aquel país desierto; castigo que si no ejecutó en el fraile fue sólo por respeto al carácter de su persona. «Orellana, dice Robertson, fue sin duda culpable desobedeciendo a su jefe y abandonando a sus compañeros en aquellos ignorados desiertos, donde no tenían otra esperanza de salvación que la que fundaban en el barco que aquél les arrebataba. Mas su crimen se halla en algún modo expiado por la osadía con que se aventuró a seguir una navegación de cerca de dos mil leguas por entre naciones desconocidas, en un buque hecho de prisa, de madera verde y mal construido, sin provisiones, sin brújula, sin piloto, supliendo con su audacia y su ardor a todo lo que le faltaba».

Abandonose pues audazmente al curso del Napo, y fue llevado al sur hasta su unión con el Marañón. Este viaje fue acompañado de muchos peligros y fatigas. Los españoles se veían obligados a menudo a bajar a tierra para procurarse provisiones, y cuando no las alcanzaban buenamente, tenían que emplear la fuerza y combatir con enemigos numerosos y resueltos. En muchos lugares, hasta las mujeres opusieron una viva resistencia, circunstancia que dio lugar a las narraciones fabulosas, y que adquirieron crédito, sobre una supuesta isla de amazonas. Después de muchos padecimientos y peligros,   —128→   que Orellana arrostró con una constancia inalterable, llegó por fin al Océano el 26 de agosto de 1541, habiendo empleado más de siete meses en hacer aquel viaje. Trasladose inmediatamente a la Trinidad, donde se procuró un buque, dándose a la vela para España con muchos de sus compañeros. En cuanto llegó quiso que el público gozase del fruto de sus descubrimientos. Fuese por vanidad o por política mezcló maravillosos relatos a la narración de su viaje, que más que historia parece una novela y no de las menos extravagantes. Pretendió haber descubierto naciones tan ricas, que los techos de los templos estaban cubiertos de planchas de oro y las calles empedradas de este mismo metal; aun hizo más, y fue dar la descripción detallada de una república de mujeres guerreras que no admitían a ningún hombre entre ellas. Estos cuentos ridículos dieron origen a las fábulas del país de El Dorado, en cuya busca se anduvo tanto tiempo. La inclinación natural del hombre a lo maravilloso favoreció esas patrañas, y aunque muchos no admitiesen la posibilidad de lo que contaba, la mayor parte, ya que no diesen entero crédito a su relato, admitían como verdadero una gran parte. Sólo después de mucho tiempo y de no escaso trabajo la razón y la experiencia destruyeron aquellas fábulas. Aquella navegación sin embargo por el Marañón, despojada de sus circunstancias   —129→   novelescas, merece ser notada, no solamente como una de las expediciones más memorables de aquel siglo, tan fecundo en grandes empresas, sino como el primer viaje que diese un conocimiento cierto de la existencia de esas inmensas regiones que se extienden al este, desde los Andes hasta el Océano.

Orellana fue favorablemente acogido por el soberano, que, a petición suya, le nombró gobernador de los países recientemente descubiertos. El botín hecho por los soldados de Gonzalo y que, como dijimos, había sido cargado en el barco, sirvió para los preparativos de una expedición fuerte y poderosa. En poco tiempo Orellana se encontró al frente de quinientos hombres resueltos y bien equipados; mas le sorprendió la muerte antes de hacerse a la mar la flota, y sus compañeros se dispersaron.

Tiempo es ya que volvamos a ocuparnos en Gonzalo Pizarro, a quien hemos dejado siguiendo la orilla del río para llegar a su confluencia, donde esperaba encontrar la embarcación. Grande fue su sorpresa no encontrándola en el lugar designado; sin embargo ni siquiera le pasó por la mente la idea de que Orellana hubiese podido hacerle traición, sino que por el contrario supuso que había acontecido a la tripulación algún incidente, o que alguna circunstancia imprevista había obligado a su teniente a aguardarle en otra parte. En esta convicción   —130→   , púsose de nuevo en marcha siguiendo el Marañón, creyendo a cada instante que iba a encontrar a sus compañeros. Cincuenta leguas más abajo de la unión de los dos ríos halló al desgraciado Sánchez de Vargas, por el cual supo la traición de Orellana. Esta noticia fue un golpe fatal para los españoles. Privados del barco en que tenían fundadas todas sus esperanzas, se abandonaron al más profundo y legítimo dolor: los unos se tiraban al suelo con toda la indiferencia de la desesperación; los otros pedían volver a Quito; y todos tenían la vista fija en su comandante, como para suplicarle que buscase un remedio a tan largas y terribles calamidades.

Gonzalo Pizarro se condujo en esta crítica ocasión con una prudencia superior a todo encarecimiento: olvidó sus temores como hombre, para cumplir con sus deberes como comandante. Arengó a sus soldados con calor y les dijo que estaba dispuesto a conducirlos de nuevo a Quito; pero al propio tiempo les hizo observar que estaban a mil doscientas millas de esta ciudad, y que para volver a ella tenían que experimentar los mismos males que habían ya sufrido. Era pues indispensable que llamasen en su auxilio toda su energía para ponerse en estado de luchar contra las fatigas y los sufrimientos, a fin de que cuando se hallasen de nuevo entre sus conciudadanos, su gloria fuese   —131→   proporcionada a las calamidades de que habrían triunfado.

Los soldados escucharon con respeto las palabras de un jefe en el cual tenían puesta una confianza sin límites. La experiencia les había hecho ver que Gonzalo los aventajaba a todos en firmeza, en valor y perseverancia; le habían visto poner la mano en los trabajos más penosos, y olvidar su dignidad de comandante para ayudar los esfuerzos de los últimos de sus compañeros. Su situación empero era en extremo crítica: habían visto perecer a un gran número de sus amigos, y los que quedaban se hallaban debilitados, abrumados por las enfermedades, extenuados por las fatigas y sumergidos en el desaliento. Nada de lo que habían hasta entonces sufrido los españoles en América puede compararse con los males horribles que abrumaron a Gonzalo y a su gente en su largo viaje. El hambre los redujo a la horrible necesidad, no tan sólo de alimentarse de raíces silvestres y malsanas, sino hasta de devorar los más inmundos reptiles: las serpientes, los sapos, los gusanos, todo ser viviente, por repugnante que fuese, era buscado con avidez. Se habían comido ya todos los caballos, todos los perros, y algunos desgraciados royeron el cuero de las sillas de montar y de los cinturones para sostener su miserable vida.

Una abstinencia tan prolongada debía producir necesariamente enfermedades, que destruían   —132→   prontamente unos cuerpos debilitados ya por tantos sufrimientos. Cada día morían algunos de entre ellos: sus filas se iban aclarando más y más. De los cuatro mil indios perecieron más de la mitad, y gran parte de los restantes se dispersó por el país. No era menos deplorable la suerte de los españoles, de trescientos cincuenta hombres, no quedaban más que ochenta, cincuenta habían partido con Orellana. Así pues perecieron doscientos veinte bravos en esta empresa desastrosa, que duró cerca de dos años.

Cuando entraron de nuevo en Quito los que habían sobrevivido, su primera diligencia fue ir a la iglesia, donde hicieron celebrar una misa solemne para dar gracias a la divina Providencia por su milagrosa conservación. Luego se derramaron por la ciudad, presentando un aspecto tan deplorable, que les costaba a sus compatriotas trabajo reconocerlos. Estaban completamente desnudos, llevaban las barbas en extremo largas, y tenían los cuerpos tan sucios, que causaba repugnancia mirarlos. Extenuados por el hambre y el cansancio parecían más bien espectros que seres humanos.

De esta suerte terminó la expedición de Gonzalo Pizarro. Mas cuando aguardaba este intrépido caudillo gozar de un reposo a tanto precio comprado, viose obligado a hacer frente a los nuevos peligros que le amenazaban, a consecuencia de la espantosa catástrofe que había cambiado el aspecto de las cosas en el Perú.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Descontento de los partidarios de Almagro.- Conspiración contra Francisco Pizarro.- Es asesinado.- Carácter de este gran capitán


Después de la muerte de Almagro, Francisco Pizarro, dueño de un poder sin límites, había descuidado las medidas necesarias para mantener la tranquilidad en un país que acababa de verse agitado por tantos disturbios. Lejos de atraerse a los antiguos partidarios de su competidor, los había alejado constantemente de sí; manifestaba por ellos el mayor desprecio y hasta los creía tan poco peligrosos, que los dejaba conspirar a su gusto en reuniones que tenían lugar en Lima en casa del joven Almagro. Su debilidad hacía la seguridad de Pizarro, y esta seguridad le perdió.

La ciega parcialidad que manifestara el gobernador en el reparto de las tierras, del cual excluyera a los partidarios de Almagro, les había dado a conocer que no podían esperar de él ni amistad, ni olvido. Así pues todos los que estaban libres pasaron a Lima, donde el hijo de   —134→   aquel caudillo les ofrecía un asilo y cuantos socorros podían necesitar. Estas pruebas de gratitud y de generosidad movían poderosamente los ulcerados corazones de aquellos viejos soldados, que, fieles a la memoria del padre, se adhirieron al hijo, y resolvieron ensayar una tentativa arriesgada para hacer que pasase la autoridad a sus manos.

El hijo de Almagro poseía las dotes necesarias para hacerse querer y respetar. A un exterior el más agradable, a unas maneras dulces y seductoras, a un carácter franco y abierto, reunía todas las cualidades militares que habían adornado a su padre y las ventajas de una educación mejor dirigida, puesto que el anciano capitán, conociendo lo mucho que le faltaba en este punto, nada había olvidado para que no lo echase de menos su hijo. Así pues cuando el joven llegó a la edad en que sus cualidades naturales, cultivadas con esmero, pudieron desenvolverse, se manifestó muy superior a todos sus compatriotas. No se le escapaba al gobernador la importancia, siempre creciente, que iba adquiriendo Almagro, y sin embargo nada emprendió para detener los progresos de su influencia. Verdad es que hizo algunas proposiciones a sus partidarios ofreciéndoles destinos lucrativos; mas todos se negaron a aceptar nada de su antiguo enemigo, cuya pérdida habían secretamente jurado.

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El contrario más temible de Pizarro era ese Juan de Herrada en quien, como vimos, tenía puestas Almagro su amistad y su confianza. Tutor del hijo de su amigo, habíase esmerado en perfeccionar su educación; mas a la sazón todos sus esfuerzos se encaminaban a aumentar el número de sus partidarios. Dotado de talentos superiores y gozando de grande influencia entre sus compatriotas, Herrada había logrado reunir en Lima un tan crecido número de descontentos, que era preciso estar tan ciego como Pizarro lo estaba para no alarmarse. Como los amigos del gobernador le hubiesen hecho algunas observaciones acerca el particular, contestoles: «Tranquilizaos, estaré seguro mientras haya en el Perú quien sepa que puedo en un momento quitar la vida al que se atreviese a concebir el proyecto de atentar a la mía». Sin embargo tomó una medida violenta, que sirvió únicamente para irritar a sus enemigos: privó al joven Almagro del número de indios que le habían sido concedidos, y que trabajando para él, constituían la fuente principal de sus rentas.

El gobernador creía que disminuyendo la fortuna del jefe, obligaría a los que vivían a expensas suyas a salir de Lima para buscar en otra parte medios de existencia; mas era un grande error. Los amigos de Almagro prefirieron sufrir la más humillante pobreza, antes que dejar la ciudad; y exasperados por esta nueva   —136→   vejación, escribieron a todos sus nuevos amigos que fuesen a juntárseles, y en poco tiempo encontráronse reunidos dentro de la ciudad hasta doscientos conjurados.

Aquella multitud componíase en su mayor parte de aventureros sin principios y sin medios de existencia, disolutos, jugadores, dispuestos a meterse en todas las conspiraciones sin más objeto que restablecer su perdida fortuna. Vivían en la mayor miseria sin más recursos que las sumas que ganaban en el juego. Herrera nos ha dejado un cuadro lleno de vida de su miseria en la pintura de aquellos doce individuos, que habiendo sido oficiales de distinción a las órdenes de Almagro, vivían en un mismo aposento, y no tenían más que una sola capa, que llevaban alternativamente cuando debían presentarse en público, mientras que los demás se veían obligados a permanecer en su casa. La pobreza había de tal suerte agriado el carácter de aquellos desgraciados, que no miraban al gobernador sino con desprecio, y rehusaban darle las muestras de deferencia debidas, ya que no al hombre, al menos a su dignidad.

Hasta llevaron más allá su insolencia: una mañana aparecieron en la plaza principal de la ciudad tres horcas en la dirección de las habitaciones de Pizarro, de su secretario Picado, y del alcalde Velázquez. Los amigos del gobernador le aconsejaron entonces que castigase a los   —137→   culpables; mas despreció sus avisos, contentándose con responderles que eran los vanos esfuerzos de una rabia impotente, y que era preciso perdonar la irritación de gentes vencidas y desgraciadas. Esta indulgencia no hizo más que envalentonar a los conjurados, los cuales celebraron numerosas reuniones, y después de largos debates resolvieron asesinar a Pizarro. Este crimen era muy fácil de cometer, puesto que el gobernador no tomaba ninguna precaución para su seguridad personal. Nunca había tenido más compañía que un solo paje. En vano sus amigos le instaron para que tomase una escolta conveniente a su rango, pues se negó a ello, diciendo que aguardaba de un día a otro la llegada de Vaca de Castro, y que parecería que le temía si hacía algún cambio en su conducta.

Los conjurados fijaron por último el día en que debía llevarse a cabo su criminal proyecto, y se comprometieron con juramento a ejecutarlo con firmeza y resolución. Juan de Herrada, jefe de la trama, eligió entre los conjurados diez y ocho de los más decididos para ejecutar aquel acto de venganza. El secreto de aquella tenebrosa reunión no se guardó sin embargo tan fielmente, que no llegase algo a los oídos del gobernador.

Un sacerdote diole parte del peligro que le amenazaba, y si bien no pudo dar detalles positivos, dijo lo bastante para dispertar por fin las   —138→   sospechas de Pizarro, que saliendo de repente de su apatía, resolvió obrar con prudencia. El día de la fiesta de san Juan se abstuvo de ir a misa, con admiración de todos, porque el gobernador cumplía siempre y en todos tiempos sus deberes religiosos, a menos de impedírselo alguna grave circunstancia. Desconcertados los conspiradores creyeron al principio que había sido descubierto el complot, mas viendo que se les dejaba tranquilos, aplazaron la ejecución para el domingo siguiente. Aquel día Pizarro pretextó una indisposición y tampoco fue a la iglesia; mas los conjurados, conociendo el verdadero motivo de su ausencia, juzgaron que había llegado el momento de obrar, y tomaron su partido con tanta prontitud como resolución.

El mismo domingo 26 de junio de 1541, hacia el medio día, hora de la siesta en los países calurosos, Juan de Herrada, seguido de sus diez y ocho cómplices, salió de la casa de Almagro, y dirigiéronse todos, espada en mano y corriendo al palacio del gobernador, atronando la ciudad con los gritos de: ¡Viva el rey! ¡Muera el tirano Pizarro!

Los demás conspiradores, advertidos por aquella señal, acudieron a los puestos que les habían sido señalados. Pizarro, rodeado por lo regular de un acompañamiento numeroso, no tenía entonces casi nadie a su lado, porque acababa de levantarse de la mesa, y la mayor parte   —139→   de los criados se habían retirado a sus cuartos. Los conjurados atravesaron los dos primeros patios sin obstáculo. Hallábanse ya al pie de la escalera, cuando un paje dio la señal de alarma a su señor, que estaba conversando en un salón con algunos amigos. El gobernador, que no se alteraba ante ningún peligro, mandó a Francisco de Chaves, uno de sus oficiales, que fuese a barrear la puerta; mas de Chaves, no conservando bastante presencia de espíritu para ejecutar una orden tan prudente, se detuvo en lo alto de la escalera y preguntó a los conjurados qué querían y adónde iban. En vez de responderle, uno de los que marchaban delante le dio un golpe con la espada, y los demás se precipitaron sobre él y le remataron en un momento.

Reinaba en palacio la mayor confusión; una gran parte de la gente de la casa huyó, y Pizarro se encontró tan sólo con Francisco de Alcántara, su hermano uterino, el alcalde Velázquez y doce o trece de sus criados. El gobernador, sin asustarse por su situación, resolvió defenderse hasta el último trance. Colocose con su hermano a la puerta del aposento, armado tan sólo con su espada y escudo, y empeñose un combate terrible en aquel estrecho espacio. Pizarro, lleno de indignación y de rabia, no cesaba de gritar: «¡Ánimo, amigos, ánimo; somos todavía bastantes valientes para hacer arrepentir de su traición a esos rebeldes!».

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El gobernador y sus amigos defendieron vigorosamente la puerta durante algún tiempo, mas aquél no tenía más que su escudo al paso que sus enemigos se hallaban protegidos por sus armaduras. Por último Alcántara cayó muerto a los pies de su hermano Pizarro, y éste herido, tuvo que meterse en el aposento, donde continuó defendiéndose con valor; mas habiéndose quedado solo, viose rodeado de todos sus enemigos, y las fuerzas le abandonaron. Abrumado por el cansancio y debilitado por la pérdida de la sangre, podía apenas sostener la espada. «Y así, dice Zárate, le acabaron de matar con una estocada que le dieron por la garganta, y cuando cayó en el suelo pedía a voces confesión; y perdiendo los alientos, hizo una cruz en el suelo y la besó, y así dio el alma a Dios».

Un grito bárbaro de triunfo dio a conocer la muerte del gobernador, y la muchedumbre se precipitó al palacio, que fue entregado al pillaje con las casas de los principales capitanes adictos a Pizarro. Nada quedó de las inmensas riquezas que contenía. «Al Marqués, añade Zárate, llevaron unos negros a la iglesia casi arrastrando, y nadie lo osaba enterrar, hasta que Juan Barbarán, vecino de Trujillo (que había sido criado de Pizarro), y su mujer sepultaron a él y a su hermano lo mejor que pudieron, habiendo tomado primero licencia de D. Diego para ello. Y fue tanta la priesa que se dieron,   —141→   que apenas tuvieron lugar para vestirle el manto de la orden de Santiago, según el estilo de los caballeros de la orden, porque fueron avisados que los de Chili venían con gran priesa para cortar la cabeza del Marqués (Pizarro) y ponerla en la picota».

Francisco Pizarro tenía 65 años cuando fue de esta suerte tan cobardemente asesinado. Su muerte correspondió a su existencia tempestuosa, y en sus últimos momentos desplegó ese valor de que tantas pruebas había dado en el curso de su vida. Al contemplar las diferentes fases de aquella existencia tan fecunda en hechos, el ánimo se encuentra sobrecogido de espanto a la vez que de admiración. Fue cruel y vengativo, mas los defectos de su carácter desaparecen ante el brillo de algunas de sus virtudes. Habrá pocos, o tal vez ningún hombre que haya hecho mayores servicios a su soberano: era infatigable en la realización de sus proyectos, paciente en medio de las más terribles calamidades, y parecía superior a los peligros y a los sufrimientos.

Pizarro tomó una parte considerable en todas las empresas importantes que tuvieron lugar en América. Sucesivamente compañero de Núñez, de Balboa y de Hernán Cortés, igualó en nombradía a estos célebres capitanes. España le debe el descubrimiento y la conquista del Perú. En ninguna página de la historia del Nuevo   —142→   Mundo, ni aun en aquellas que cuentan las hazañas novelescas y casi increíbles de los conquistadores de México, se hallará un rasgo más grande y heroico, que la resolución tomada por Pizarro y sus trece compañeros de permanecer en una isla desierta, aunque debilitados por las fatigas, las enfermedades y la pérdida de sus esperanzas, antes que renunciar a la empresa que habían comenzado.

Mas por notables que fuesen las cualidades militares de Pizarro, por grandes que hayan sido sus servicios durante el curso de una vida tan larga y laboriosamente empleada, los actos de rapacidad, de injusticia y de crueldad que mancharon sus hazañas, le hicieron perder gran parte de sus derechos a la admiración de la posteridad.

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ArribaAbajoCapítulo VIII

Es reconocido gobernador del Perú el joven Almagro.- Oposición que encuentra.- Llegada de Vaca de Cabra.- Renuévase la guerra civil.- Batalla de Chupas.- Proceso y suplicio de Almagro


Imagen: Página 143

En cuanto Pizarro hubo exhalado el último aliento los conspiradores se diseminaron por la ciudad, blandiendo sus espadas y proclamando la caída del tirano. Mientras que los amigos de Pizarro y los indiferentes, sobrecogidos de espanto, no sabían qué partido tomar, Herrada, aprovechándose sin pérdida de tiempo de aquella   —144→   primera ventaja, hizo montar a caballo al joven Almagro y le hizo recorrer todas las calles, en medio de las aclamaciones de sus amigos. Los conjurados convocaron acto continuo al cabildo o ayuntamiento, y le obligaron a reconocer a Almagro gobernador del Perú, en virtud de los derechos que tenía por su padre. Esta ceremonia, con tanta violencia exigida, no encontró ninguna oposición, y en atención a que Almagro era demasiado joven para encargarse él mismo del mando, Herrada fue investido con las funciones de vicegobernador, objeto secreto de sus ambiciosas miras. Muchos de los partidarios del antiguo caudillo fueron desterrados o presos por los más fútiles pretextos, y otros, entre ellos el secretario Picado y el alcalde Velázquez, que habían escapado a la matanza, fueron ajusticiados sin formación de causa. El buen éxito de la conspiración arrastró a un buen número de soldados de Pizarro a las banderas del nuevo gobernador, que se halló muy pronto al frente de ochocientos hombres de las mejores tropas del Perú.

A pesar de sus primeros logros, los conspiradores no tardaron en apercibirse que los españoles de las otras colonias no aprobaban el cambio brusco que acababa de verificarse. Es verdad que Pizarro era más temido que amado; pero los que no tenían motivos personales para aborrecerle, llenáronse de horror a la noticia de   —145→   su asesinato, y olvidaron lo que pudo haber habido en su conducta de reprensible, para no acordarse más que de sus anteriores servicios. Cuando Almagro envió mensajeros para que su autoridad fuese reconocida, muchos capitanes, mirándole como un usurpador, se negaron a someterse a su jurisdicción, hasta que fuese por el emperador sancionada.

En Cuzco fue sobre todo donde se manifestó la oposición más abiertamente. Nuño de Castro, Pedro Anzares y Garcilaso de la Vega, capitanes todos de un mérito distinguido, y todos amigos de Pizarro y fieles a su memoria, se declararon contra los rebeldes y preparáronse para la resistencia.

Reuniéronse las autoridades, y después de haber oído una misa solemne, procedieron al nombramiento de su comandante, que debía ejercer el poder hasta la llegada del comisario real, Vaca de Castro. La elección recayó en Álvarez de Holguín, que se había manifestado constantemente hostil a la facción de Almagro. El primer acto de este jefe fue reclutar soldados, a cuyo efecto publicó proclamas invitando a los buenos españoles a que se agrupasen en torno del estandarte real para combatir a los traidores y rebeldes. Este llamamiento a la lealtad castellana fue favorablemente acogido: por respeto a la autoridad real, o por efecto tal vez de su genio turbulento, muchos colonos renunciaron   —146→   a su indolente tranquilidad y quisieron tomar parte en la nueva lucha que se preparaba. Los dos partidos tenían una idea demasiado elevada de sus respectivas fuerzas para que ni uno ni otro cediese, y en vez de ocuparse en entablar negociaciones sin resultado, no pensaron más que en aumentar los recursos con que para el triunfo contaban.

En medio de tan críticas circunstancias fue cuando llegó al Perú Vaca de Castro, después de un largo y penoso viaje. Arrojado por la tempestad a una pequeña ensenada de la provincia de Popayán, se trasladó por tierra a Quito. En el camino supo el asesinato de Pizarro y los diversos acontecimientos que acababan de tener lugar; publicó al momento el real decreto que le nombraba gobernador del país y le confiaba iguales poderes a los que había gozado su predecesor, siendo reconocido sin dificultad por Benalcázar, que mandaba en Popayán, y por Pedro de Puelles, a quien Gonzalo había dejado encomendada su autoridad al salir de Quito. Vaca de Castro dio muestras de que poseía talentos, cual los requerían las difíciles circunstancias en que se hallaba. Con su crédito y su habilidad reunió muy pronto un cuerpo de tropas suficientes para hallarse en estado de hacer respetar su poder. Mandó jefes de su confianza a las diversas colonias para hacer notificar legalmente en todas ellas su llegada y   —147→   misión, al propio tiempo que enviaba emisarios secretos que alentaban a los oficiales descontentos de Almagro a mostrarse fieles a su soberano, sosteniendo al nuevo jefe que le representaba. Estas medidas produjeron su efecto. Animados por la presencia del nuevo gobernador, los súbditos fieles se mantuvieron en sus principios y los confesaron más abiertamente. Los que todavía vacilaban o se mantenían neutrales, apurados por la necesidad de tomar un partido, comenzaron a ladearse hacia aquél que les pareció entonces el más seguro a la par que el más justo.

El joven Almagro vio no sin alarmarse los progresos de Vaca de Castro. El descontento y la apatía que se manifestaban ya en su propio partido, justificaban sobradamente sus recelos, aumentados más y más por las enérgicas y decisivas medidas de Vaca de Castro, y por la prisa que en ir a ponerse a sus órdenes se habían dado sus principales capitanes. Sin embargo lejos de ceder a sus temores, debía por el contrario ocultarlos a fin de no desalentar a los que le permanecían todavía fieles. Así pues resolvió atacar a Cuzco antes que llegara Vaca de Castro, y que se hallasen concentradas allí las fuerzas enemigas.

Un acontecimiento inesperado vino a dar un golpe fatal al partido de Almagro; tal fue la muerte de Herrada, alma y cabeza de este partido   —148→   . Desde aquel momento se dejó ver un cambio completo en la conducta del joven caudillo. Eligió a Cristóbal Sotelo para reemplazar a Herrada; mas este oficial, valiente y buen militar, no poseía las grandes cualidades que distinguían a su predecesor. Almagro le mandó partir al momento para que tomase posesión de Cuzco, lo que logró este capitán sin ninguna dificultad, porque Holguín, creyendo que la división de las fuerzas reales podía ser fatal a la causa que abrazara, había preferido abandonar la ciudad para unirse con Alvarado. Almagro entró en la plaza y se apresuró a ponerla en estado de defensa, desplegando en esta circunstancia todos los talentos que debía a su instrucción. Con el auxilio de Pedro de Candía, hábil ingeniero y uno de los trece que se habían quedado en la Gorgona con Pizarro, mandó fabricar una cantidad considerable de pólvora, e hizo fundir muchas piezas de artillería.

A esta ventaja Almagro juntó muy pronto otra: el inca Manco Capac, que se había retirado a las montañas, le hizo ofrecer su amistad y su alianza, y en prueba de ser ésta sincera le envió escudos, armaduras, espadas, mosquetes y otras armas que cayeron entre sus manos durante el largo sitio de Cuzco. Los asuntos empezaban por consiguiente a tomar un aspecto favorable a los designios de Almagro, cuando el espíritu de envidia y de discordia, que tantos   —149→   males causó a los españoles, vino a echar por el suelo todas sus esperanzas.

Dos de sus principales jefes, Cristóbal de Sotelo y Diego de Alvarado alimentaban tiempo hacía una enemistad secreta; y habiéndose suscitado entre ellos una querella por un motivo de los más fútiles, batiéronse, quedando Sotelo muerto. Los amigos de los dos adversarios tomaron las armas unos contra otros, y se entregaron a actos de violencia que le costó a Almagro no poco reprimir. Advirtiendo Diego de Alvarado que el comandante sentía mucho la pérdida de Sotelo, y no creyéndose seguro, formó el proyecto de asesinarle; mas prevenido Almagro por una indiscreción de su enemigo, tuvo tiempo para prevenirse, y cuando Alvarado se presentó a su palacio para invitarle a que fuese a comer a su casa, fingió aceptar; mas a una señal convenida, cayeron sobre él algunos hombres apostados al efecto y le mataron.

En este intermedio había llegado a Quito Gonzalo Pizarro. Allí supo los graves acontecimientos que habían tenido lugar durante su ausencia, el asesinato de su hermano, la usurpación de Almagro, la llegada de Vaca de Castro, y los diversos manejos de los dos partidos. Pizarro no podía dudar un instante acerca la conducta que seguir debía; y aunque extenuado y casi abatido por los sufrimientos físicos y morales que acababa de experimentar, resolvió   —150→   tomar una parte activa en la lucha que se preparaba; y en su consecuencia ofreció a Vaca de Castro sus servicios y los de sus veteranos. El gobernador respondió con la mayor atención y bondad, que su presencia en Quito era necesaria para proteger esta importante plaza, y para reparar las fuerzas de sus soldados, cuyos servicios debían serle pronto necesarios.

Esta especie de desaire a los ofrecimientos de Pizarro era resultado de una sabia política. Aunque estaba preparado para la guerra, Vaca de Castro no había perdido toda esperanza de venir a un arreglo, y hasta se hallaba dispuesto a hacer concesiones y sacrificios para evitar una nueva guerra, que no podía menos de ser perjudicial, cualquiera que fuese su resultado, a las fuerzas españolas en el Perú. La presencia de Gonzalo en su ejército hubiera sido un obstáculo para todo acomodamiento: este caudillo violento y vengativo no hubiera transigido jamás con los matadores de su hermano, y los partidarios de Almagro no podían dejar de exasperarse al verse en presencia de su más enconado y constante enemigo. Quizás también Vaca de Castro temía al célebre capitán, cuyos talentos y valor admiraba todo el ejército, y a quien los soldados hubieran querido elevar acaso al mando supremo.

Almagro había adoptado un nuevo plan de campaña: en vez de aguardar a Vaca de Castro, había resuelto ir atrevidamente a su encuentro   —151→   y ofrecerle el combate, y partió de Cuzco al frente de quinientos hombres animados del mayor ardor. Distinguíanse en este cuerpo de ejército muchos de los primeros conquistadores del Perú, que tenían que mantenerse a la altura de su antigua reputación, y muchos de los que, habiendo tomado una parte más o menos directa en el asesinato de Pizarro, se hallaban reducidos a la necesidad de vencer o morir.

Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Chupas, a doscientas millas de Cuzco. Antes sin embargo de llegar a las manos Vaca de Castro quiso tentar un arreglo, y propuso a Almagro, que si consentía en volver a su deber, olvidaría todo lo pasado y le daría un empleo capaz de halagar su orgullo y su ambición. Poco satisfecho Almagro de unos ofrecimientos que le parecían vagos, respondió que estaba dispuesto a deponer las armas, si se le reconocía como gobernador de la Nueva Toledo y se le reponía en todas las posesiones de su padre. Pedía además que fuese concedida una completa amnistía a todos sus partidarios, cualquiera que hubiera sido su conducta anterior. Si hubiese limitado sus pretensiones a estos dos puntos, es probable que el gobernador hubiera aceptado; mas a estas demandas añadía una tercera del todo inadmisible, tal era el que se obligase a Álvarez de Holguín, Garcilaso de la Vega, Alonso de Alvarado y otros amigos de Pizarro a residir en diferentes puntos apartados del país, atendido,   —152→   decía, que tendría que temerlo todo para su seguridad personal, mientras que Vaca de Castro estuviese rodeado de sus declarados e implacables enemigos. Mas la fuerza del enviado real estribaba principalmente en el apoyo de estos jefes, y separarse de ellos hubiera sido entregarse a merced del partido opuesto. Imposible era tratar sobre semejantes bases, y una vez destruida toda esperanza de acomodamiento, pensose tan sólo en venir a las manos. Vaca de Castro arengó a su ejército, y después de haberle exhortado a persistir en su deber, en virtud de los poderes reales de que se hallaba revestido declaró a Almagro traidor y rebelde, y pronunció contra él la pena de muerte y de confiscación de sus bienes.

Vaca de Castro dispuso su ejército con un arte que admiró a sus veteranos, los cuales no podían comprender cómo un hombre, cuya vida había sido consagrada al estudio, conocía tan bien la táctica militar. Álvarez de Holguín y Garcilaso de la Vega mandaban las dos alas, Alonso de Alvarado llevaba el estandarte real, Nuño de Castro conducía la vanguardia, compuesta de una compañía de mosqueteros escogidos: el gobernador quiso al principio ocupar este puesto, mas cediendo a las amonestaciones de sus capitanes, se quedó en la reserva con treinta de sus mejores jinetes: estaba para ponerse el sol (16 de septiembre de 1542), cuando empezó el combate. Los dos partidos combatieron   —153→   con el encarnizamiento ordinario en las guerras civiles, aumentado a la sazón con el furor de los odios particulares, el deseo de la venganza y los últimos esfuerzos de la desesperación. La victoria fue largo tiempo disputada; mas la traición de Pedro de Candía, que mandaba la artillería de Almagro, y que dirigió los tiros por encima de las cabezas de los enemigos, dio a éstos una gran ventaja. Almagro se apercibió de esta infame maniobra, y él mismo atravesó al traidor con su espada; mas era ya tarde. Los soldados se batían cuerpo a cuerpo; la lucha, terrible ya de por sí, parecíalo más en medio de las tinieblas. Por último a eso de las nueve Vaca de Castro, dirigiendo una carga de caballería al sitio donde combatía Almagro, decidió la suerte de la jornada: la derrota de los partidarios de éste fue completa. De mil quinientos hombres que tomaron parte en la acción, quedaron la tercera parte muertos y otros tantos heridos. Almagro fue el que experimentó mayor pérdida, porque muchos de sus soldados, no esperando cuartel, se precipitaron sobre las espadas de sus enemigos, prefiriendo perecer a rendirse.

Almagro peleó con un valor digno de su padre. Cuando vio la batalla perdida sin remedio, tomó la fuga con algunos amigos, y se metió en Quito; pero fue inmediatamente preso por las autoridades nombradas poco antes por él mismo, y encarcelado ínterin se aguardaban las   —154→   órdenes del gobernador. Vaca de Castro, que desplegó un gran valor y consumados talentos durante la batalla, observó después de la victoria una conducta no menos digna de elogios. Severo administrador de la justicia, estaba persuadido que eran necesarios ejemplos de rigor para detener el espíritu de licencia que se había introducido en las colonias americanas. Cuarenta de los prisioneros, conocidos por su carácter turbulento y que se habían particularmente señalado en las últimas revueltas, fueron procesados y condenados a muerte como traidores y rebeldes; algunos menos culpables fueron arrojados del Perú, y otros alcanzaron completo perdón.

El proceso del desventurado Almagro fue corto: tratábase únicamente de poner en ejecución la sentencia pronunciada contra él en el campo de batalla de Chupas. Fue públicamente decapitado en Cuzco, en el sitio mismo y por el mismo verdugo que cinco años antes había cortado la cabeza de su padre. Almagro tenía entonces veinte y cuatro años: su muerte fue muy sentida, porque había manifestado cualidades que le hubieran asegurado una carrera brillante, a no haberse lanzado tan joven en una senda fatal. Con él se extinguieron el nombre de Almagro y el espíritu de facción que había por tanto tiempo desolado al Perú.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Leyes y reglamentos promulgados por el emperador acerca los asuntos del Perú.- Es enviado a él Núñez Vela en calidad de virrey.- Mal efecto producido por los nuevos reglamentos.- Violenta conducta del virrey con Vaca de Castro


Mientras que ensangrentaban el Perú estas escenas de violencia, el emperador y sus ministros preparaban leyes con las cuales creían restablecer el orden y la tranquilidad en las colonias españolas del Nuevo Mundo. Las numerosas revueltas que habían agitado al Perú, y que hubieran comprometido la conquista a tener los naturales un carácter más belicoso, llamaban hacía algunos años la atención de la corte de España. Todo el mundo sentía la necesidad de poner término a esas envidias particulares, a esas facciones, a esas tramas, origen de tantas calamidades. Mas el carácter especial de aquel país, su distancia de la metrópoli, y el genio inquieto y violento de los conquistadores hacían esta tarea difícil y delicada.

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Desde que fue descubierta América hasta la época a que se refiere nuestra historia, las diferentes conquistas llevadas a cabo en aquellas regiones lo habían sido por simples particulares y a sus propias expensas, y sin que la corona hubiese cooperado a ellas en nada. Los importantes sucesos que tuvieran lugar en Europa durante los reinados de Fernando y de Carlos, habían impedido a estos soberanos atender a los nuevos intereses que debían resultar de tantos y tan notables descubrimientos y conquistas. Aquellas expediciones tenían muchas veces lugar sin conocimiento del gobierno, y los aventureros, sabiendo que únicamente podían hallar la justificación de su conducta en el favorable resultado de sus tentativas, mostrábanse infatigables en sus esfuerzos.

La corona sacaba un provecho inmenso de esas empresas que nada le habían costado, porque la soberanía de los países conquistados y el quinto del botín pertenecían de derecho al monarca. Mas este sistema de guerra independiente ofrecía por otra parte muchos inconvenientes. Los conquistadores de cada país se repartían el territorio entre sí como recompensa de sus servicios, y estas distribuciones irregulares daban origen a numerosos actos de violencia y de injusticia, que no estaba en manos del gobierno evitar. Los aventureros, demasiado codiciosos e ignorantes para tener ideas de orden   —157→   y ocuparse en lo porvenir, no pensaban sino en acumular de prisa riquezas, sin tener el menor escrúpulo acerca el modo de adquirirlas, y sin examinar si su rapacidad podía traer en pos de sí la ruina de los países que acababan de descubrir. Existía sobre todo un abuso, cuya pronta reforma reclamaban, no menos que la política, la justicia y la humanidad: tal era el que los aventureros consideraban como propiedad suya a los naturales del país que descubrían, y se los repartían como rebaños, imponiéndoles trabajos excesivos, que eran una fuente de riquezas para los crueles dominadores del Nuevo Mundo. Los indios, naturalmente indolentes y poco a propósito por su constitución para soportar semejantes trabajos, perecían en tan gran número, que el Consejo de Indias llegó a temer seriamente ver llegar el momento en que el soberano en vez de reinar sobre extensas y pobladas comarcas, no gobernaría más que en estériles y áridos desiertos.

La deplorable situación de los indios de la Española había excitado ya la compasión de un piadoso eclesiástico, cuyo nombre brilla con un resplandor más vivo que el de ninguno de los conquistadores del Nuevo Mundo. El venerable P. Bartolomé de las Casas había reclamado con todo el ardor de la caridad cristiana en favor de los americanos. El interés personal de algunos cortesanos influyentes había impedido al   —158→   Consejo de Indias escuchar sus justas reclamaciones; pero esto no había hecho sino enardecer más y más el celo del religioso, que sólo aguardaba una ocasión propicia para renovar con mayor calor sus cargos. Las Casas se encontraba de misión en Madrid, cuando recibió los informes que llegaban del Perú, contestes todos en señalar la prodigiosa mortandad de los indios. El momento le pareció favorable, y resolvió redoblar sus esfuerzos y no dejarse detener por ningún obstáculo en el cumplimiento de sus caritativos proyectos.

La penetrante elocuencia de que estaba este religioso dotado sacaba mayores bríos de su carácter de testigo ocular de las escenas de desolación, cuyo cuadro trazaba. Describía con irresistible indignación los horribles tormentos con que había visto abrumados a los indios, y hacía estremecer al demostrar que en menos de cincuenta años había desaparecido casi por completo la población de las islas y que amenazaba igual suerte a la del continente. En sus memoriales a la corte y en sus sermones no cesaba de pedir la emancipación de los indios, como el único medio de impedir la total extinción de su raza. Hacia la misma época publicó su obra titulada: La destrucción de América, en la cual pinta con los más vivos colores la influencia fatal de los españoles en el Nuevo Mundo, y el horrible destino de sus naturales.

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Inmensa fue la sensación que este libro produjo en toda España. El virtuoso prelado, aprovechando un momento en que Carlos había vuelto a Madrid después de una larga ausencia, presentose ante él, y con su vigorosa elocuencia le hizo presente que era para él un deber de conciencia el mejorar la suerte de los indios. Los ocios de la paz permitieron en fin al monarca ocuparse en los asuntos del Nuevo Mundo. Prometió a Las Casas examinar su petición; mas su intento no se reducía tan sólo a endulzar la desgraciada situación de los indios; quiso, al tomar medidas legislativas en su favor, aprovecharse de esta circunstancia para poner un freno a la licencia de los españoles, formulando para sus nuevos estados un código de leyes, y nombrando funcionarios encargados de hacerlas ejecutar, sin que hubiese necesidad de acudir al gobierno de Madrid para recibir instrucciones en las circunstancias graves.

Habíase en efecto hecho necesaria una legislación especial: el gobierno veía no sin recelo las inmensas riquezas adquiridas por algunos aventureros, y que podían convertirse en sus manos en instrumentos peligrosos. Carlos creyó necesario reformar este abuso, que excitaba ya la envidia y la indignación de los grandes de su corte. Así pues reunió el Consejo de Indias y con su asistencia redactó un código de leyes y de reglamentos que le parecieron satisfacer las   —160→   necesidades del momento. Este código fue firmado el 20 de noviembre de 1542, dos meses después de la batalla de Chupas, y antes que fuese ésta conocida en Europa. Estas leyes arreglaban la constitución y los poderes del Consejo supremo de las Indias, la extensión de la jurisdicción y la autoridad de las audiencias reales en las diferentes partes de América, y por último todo lo que se refería a la administración de justicia y al gobierno eclesiástico o civil. Dichas leyes fueron por lo general bien recibidas, mas añadiéronse a ellas reglamentos que excitaron una alarma universal y causaron las más violentas agitaciones. Como se creyó que las concesiones de terreno habían sido hechas sin discreción, se autorizó a las Audiencias reales para reducirlas a una extensión más moderada. A la muerte de su actual poseedor las tierras y los indios que le habían sido concedidos no debían pasar a la viuda y a sus hijos, sino volver a la corona. Los indios debían estar en adelante exentos del servicio personal, y no se les podía obligar a llevar los equipajes en las marchas, ni a trabajar en las minas, emplearlos como buzos en la pesca de las perlas: fijábase el tributo que debían satisfacer a sus señores, y debía pagárseles como sirvientes alquilados por todos los trabajos que hiciesen voluntariamente. Toda persona que hubiese ejercido o ejerciese todavía destinos públicos,   —161→   los hospitales y monasterios debían ser despojados de las tierras y de los indios que poseyesen, y ser aquéllas incorporadas a la corona. Por último todos los habitantes del Perú implicados en la querella de Pizarro y de Almagro, debían ser desposeídos también de sus tierras y de sus indios, en provecho del monarca.

En vano los ministros representaron al rey que los españoles establecidos en el Nuevo Mundo no podían convertir en valores los extensos terrenos de que se habían apoderado, y que los indios naturalmente indolentes y perezosos se negarían al trabajo desde el momento que no se los obligase a él; en vano manifestaron el temor de ver secarse de esta suerte fuentes de riquezas, que tan productivas empezaban a ser para la metrópoli; Carlos, fuertemente aferrado a sus ideas, rehusó escuchar aquellos avisos, y eligió para hacer ejecutar sus decretos hombres conocidos por su carácter firme y despótico, nombrando gobernador del Perú, con el título de virrey, a Blasco Núñez Vela. A fin de que su autoridad fuese más imponente de dar fuerzas a su administración, estableció en Lima una audiencia real, donde debían funcionar como jueces cuatro afamados jurisconsultos.

En cuanto fueron conocidos en el Perú los nuevos reglamentos manifestose un profundo disgusto. Los conquistadores de ese país, nacidos   —162→   en su mayor parte en las clases inferiores y embriagados por sus inmensas riquezas en poco tiempo adquiridas, se entregaban a una licencia sin límites, licencia que favorecían la distancia de la metrópoli y su estado de anarquía y de confusión, consecuencia precisa de tantas guerras civiles. Concíbese por consiguiente el despecho y consternación que debió producir entre aquellos turbulentos aventureros el anuncio de una legislación severa que iba a poner un freno a sus pasiones, y arrebatarles una fortuna que miraban como justa recompensa de sus trabajos y de sus sufrimientos. En cuanto los reglamentos fueron conocidos, juntáronse todos, hombres y mujeres, éstas llorando, aquellos declamando contra la injusticia y la ingratitud del soberano que les privaba de sus bienes, sin siquiera haberles oído. «¿Es éste, decían, el premio de tantos males como hemos sufrido, de tantos peligros como hemos arrostrado para servir a la patria? ¿Cuál de nosotros hay, por grande que sea su mérito, por irreprochable que haya sido su conducta, que no pueda ser condenado en virtud de alguna de esas nuevas leyes, en términos tan vagos y generales concebidas, que al redactarlas no parece sino que se ha tenido la intención de tendernos a todos un lazo?».

Fue tal la exasperación pública, que los descontentos se reunieron para concertar los medios de oponerse con la fuerza a la entrada del   —163→   virrey y a que la nueva legislación fuese promulgada; Vaca de Castro, con la prudencia y la habilidad que le caracterizaban, esforzose en conjurar la tormenta que amenazaba estallar. Había resuelto conformarse a las disposiciones tomadas por el rey, pero sabía que era preciso desplegar una grande habilidad para determinar a los españoles a someterse a los grandes sacrificios que se les exigía. Convocó a los principales habitantes, y les prometió que en cuanto llegasen el virrey y los individuos de la Audiencia les presentaría él mismo las quejas de los colonos, y que les pediría que permitiesen llegar sus humildes representaciones al soberano, para suplicarle que tuviese a bien modificar las disposiciones que más lastimaban los intereses de los colonos. Vaca de Castro esperaba aún que algunas ligeras concesiones podrían disipar aquellos síntomas alarmantes que amenazaban al Perú; mas para alcanzar este resultado hubiera sido preciso que el virrey juntase la moderación a la firmeza, y poseyese una prudencia exquisita. Desgraciadamente Núñez Vela carecía de todas estas cualidades. De áspero carácter y de una rígida severidad, considerábase únicamente como encargado de hacer ejecutar las órdenes de su soberano, y creía que debían emplearse, si preciso era, los medios más violentos para llegar a este resultado.

En cuanto el virrey tomó tierra en Túmbez, el 4 de marzo de 1544, comenzó a obrar de   —164→   manera que quitaba toda esperanza de un acomodamiento. Por todas partes a su paso puso a los indios en libertad, privó de sus tierras y de sus trabajadores a todos los que desempeñaban algún destino, y para dar un ejemplo notable de la estricta observancia de las nuevas leyes, no quiso permitir que su equipaje fuese llevado por los indígenas. Su marcha parecía más bien una invasión hostil, que la entrada de un virrey que iba a tomar posesión de su gobierno. Su llegada produjo en los pueblos una consternación que aumentó todavía más al contestar a las primeras representaciones que le fueron dirigidas que había venido, no para discutir el mérito de los reglamentos, sino con la firme resolución de hacerlos ejecutar en todas sus partes. Esta declaración severa iba acompañada de maneras altivas y arrogantes, que chocaron grandemente a los veteranos del Nuevo Mundo, poco acostumbrados a respetar la autoridad civil.

Desde entonces Vaca de Castro perdió toda esperanza; mas estaba lejos de aguardar la suerte que le estaba reservada. Había partido para salir al encuentro del virrey, y a fin de dar una prueba mayor de respeto hacia el representante de su soberano, se había hecho acompañar por un numeroso cortejo compuesto de los más distinguidos habitantes. En el camino recibió un mensaje de Núñez Vela intimándole que depusiese su autoridad. Vaca de Castro obedeció al momento, y continuó adelantándose resuelto a   —165→   obedecer al nuevo virrey; mas si él se resignó de buen grado, los que le acompañaron no pudieron ver sin enojo el orgullo y la dureza de Núñez Vela. Volviéronse a Cuzco indignados de su conducta, y llenos de terror al ver puestos en tales manos la vida y los bienes de los españoles.

Sabedor Vaca de Castro de que habían informado al virrey contra él, y que le habían dicho que venía al frente de un partido armado, rogó a los amigos que le acompañaban que le dejasen, para no dar lugar a que se sospechase de su conducta, y envió un mensajero al virrey para asegurarle de su perfecta sumisión.

El ex gobernador encontró al virrey a tres leguas de Lima y se presentó a él con las manifestaciones del más profundo respeto. Los diputados de la ciudad de Lima dirigieron a Núñez Vela algunas observaciones llenas de moderación sobre los reglamentos, mas éste manifestó en los términos más precisos su determinación de cumplir rigurosamente sus funciones, y hasta declaró que consideraría como un acto de traición y de rebeldía toda tentativa que se hiciese para obligarle a desviarse de la línea de conducta que se había propuesto seguir. A pesar de las penosas sensaciones causadas por esta respuesta, Núñez Vela obtuvo una acogida digna de su rango; recorrió las calles rodeado de una gran pompa, y luego pasó a la catedral, desde donde, después de haber asistido al santo   —166→   sacrificio de la misa, se dirigió al palacio de Pizarro, destinado para su morada.

A pesar de haber aparentado que quedaba satisfecho de la conducta por Vaca de Castro observada, no dejaba el virrey de desconfiar de él, y como supiese al día siguiente que los jefes que habían regresado a Cuzco habían promovido en esta ciudad una especie de asonada, atribuyó este movimiento a la influencia de su predecesor.

En su consecuencia le hizo arrestar y se apoderó de todos sus bienes. Sin embargo y a consecuencia de las observaciones que se le hicieron, le mandó sacar de la cárcel pública y retenerle en un sitio más decente, después de haber recibido de los principales habitantes de Lima una fianza de cien mil escudos, que éstos consintieron en entregarle, a pesar de no estar en perfecta armonía con Vaca de Castro.

No se limitó el virrey a este acto de rigor; muchos ciudadanos distinguidos fueron presos, otros desterrados, y algunos condenados a muerte por haberse resistido a sus disposiciones tiránicas. Mas esta severidad intempestiva, lejos de producir el efecto que de ella esperaba, sólo sirvió para arrastrar al país a un abismo de males. Agotose el sufrimiento de los españoles, quienes resolvieron seriamente sacudir el yugo tiránico que los abrumaba.

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Imagen: Página 167




ArribaAbajoCapítulo X

Gonzalo Pizarro es nombrado procurador general de los indios y comandante en jefe del Perú.- Muerte del inca Manco Capac.- Odio general contra el virrey.- Sus disidencias con los magistrados de la Audiencia real.- Es depuesto y preso por ellos


El arresto de Vaca de Castro había producido una indignación general; es probable sin embargo que el virrey hubiera tenido suficiente autoridad para impedir que estallase de una manera violenta, si los descontentos no hubiesen encontrado un jefe capaz por su crédito y su rasgo de reunir sus voluntades y de dirigir sus esfuerzos. Desde que eran conocidas en el Perú las nuevas leyes, todos los españoles habían puesto los ojos en Gonzalo Pizarro, como el único hombre capaz de evitar las desgracias que amenazaban a la colonia.

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Gonzalo Pizarro, inferior a sus hermanos en talentos, los igualaba en resolución y firmeza; habíase además hecho querer de la mayor parte de los aventureros por su franqueza y su generosidad, cualidades que los soldados estiman, y de que carecían Francisco y Fernando. Los eminentes servicios que prestara durante la conquista del Perú, y el renombre que adquiriera en su extraordinaria expedición a la Canela, hacíanle aparecer como el jefe más a propósito para dirigir una empresa difícil. De todas partes recibía cartas y diputaciones invitándole a defender a los españoles contra las medidas que los oprimían, prometiendo todos compartir con él su fortuna o morir en su defensa.

Gonzalo Pizarro era ambicioso y resuelto, y sin embargo permaneció algún tiempo indeciso acerca la marcha que debía seguir. Pensaba, no sin temor, en una demostración que le obligaría sin duda a tomar las armas contra las tropas reales; mas por otra parte no podía olvidar la ingratitud del emperador para con su familia. Su hermano Fernando gemía en un calabozo; los hijos de Francisco estaban bajo la vigilancia del virrey; él mismo se hallaba reducido a la condición de un simple particular y expuesto además a ser despojado del fruto de sus servicios, por la aplicación de los nuevos reglamentos. Todas estas consideraciones le disponían a responder al llamamiento de sus compañeros   —169→   de armas, y le determinaron a salir de Chuquisaca de la Plata, lugar de su residencia, para trasladarse a Cuzco, donde fue acogido con transportes de alegría, y como en triunfo. Mirábasele como al salvador de su país, y en el primer calor de su entusiasmo los habitantes le nombraron procurador general de los españoles en el Perú, encargado de alcanzar la reforma de los desastrosos reglamentos. Las demás ciudades se apresuraron a imitar este ejemplo, y parecían competir entre sí sobre cuál le daría más pruebas de confianza. Mientras que las municipalidades le concedían el poder, los soldados, de común acuerdo, le proclamaban general en jefe de todas las fuerzas del Perú, título que halagaba más al viejo capitán que todas las dignidades que le concedían los cabildos.

Pizarro recibió con vivo agradecimiento estos testimonios de la confianza pública; prestó solemnemente el juramento de desempeñar con toda fidelidad los cargos que acababan de conferírsele, y defender hasta la última gota de su sangre los derechos del pueblo. Juzgaba con razón que la consecuencia necesaria de ese movimiento sería una guerra, y por lo tanto tomó las medidas más enérgicas para intimidar a sus enemigos. Levantó un cuerpo de cuatrocientos hombres, a quienes equipó completamente; apoderose en seguida del tesoro real, y nombró los capitanes del ejército y los funcionarios civiles,   —170→   impuso contribuciones, publicó decretos, y aunque tomó en sus manos la autoridad absoluta, nadie se manifestó descontento. Propagábase por el contrario el espíritu de hostilidad contra el virrey; varios oficiales distinguidos fueron de diferentes partes del Perú a agruparse bajo el estandarte de Pizarro, quien se encontró en estado de desafiar las fuerzas de Núñez Vela. Entonces salió de Cuzco al frente de un ejército lleno de ardor y entusiasmo, y se puso en marcha hacia Lima, aunque sin estar bien decidido sobre el plan de conducta que debía adoptar.

El orden de los tiempos nos obliga a interrumpir la relación de estos sucesos para referir la muerte del desgraciado Manco Capac, que aconteció por esta época. Algunos españoles, entre los cuales se hallaba uno llamado Gómez Pérez, habían huido de Cuzco para escapar de la tiranía de los Pizarros, y hallado al lado del inca protección y seguridad. Para jugar con los españoles, este príncipe se había mandado hacer un juego de bolos bajo la dirección de éstos, porque los indios no conocían esta diversión, en la cual gustaba al inca ejercitarse. Gómez Pérez, tan grosero como maleducado, suscitaba siempre disputas sobre las jugadas, y un día entre otros contrarió con tanta insolencia y obstinación al inca, que éste le pegó recordándole a quién hablaba. Furioso el español   —171→   levanta en alto la bola que tenía en la mano, y la arroja con tanta fuerza a la cabeza del príncipe, que el desgraciado cae sin vida en el suelo. Al ver esto los indios se arrojan sobre los españoles, que haciéndose fuertes en una cabaña, resistieron al principio a sus ataques; mas habiendo aquéllos pegado fuego a la habitación que les servía de refugio, quisieron huir, y sucumbieron todos bajo las flechas de los salvajes. Tal fue el fin de aquel desgraciado inca, a quien su retiro en las más escarpadas montañas de su reino no pudo librar de las manos de los españoles, y que murió víctima de los mismos a quienes colmara de beneficios.

Entretanto la posición de Núñez Vela en Lima era de cada día menos halagüeña. Su carácter violento le había enajenado la voluntad de la mayor parte de sus oficiales, y afirmado a sus enemigos en sus proyectos hostiles. Su administración era detestada por el pueblo, por los ciudadanos de todas clases, y sobre todo por los oidores de la Audiencia real a quienes su altivez indignaba. Ya durante la navegación habíanse manifestado entre ellos y el virrey síntomas de frialdad y de desconfianza; esta falta de armonía había ido en aumento desde su llegada, y éste fue un nuevo elemento de discordia que vino a acrecentar los que existían ya en la comarca.

Instruido Núñez Vela de la marcha de Pizarro   —172→   y de la formidable actitud que tomara, comprendió que no debía perder un momento en reunir fuerzas que pudiesen resistir a las de sus adversarios; mas viose flojamente secundado por los funcionarios públicos que había nombrado. No fue éste sin embargo el peor desengaño que tuvo que deplorar. Pronto echó de ver que no podía fiarse de sus oficiales, y vio a muchos de ellos pasarse a las banderas de Pizarro con los soldados que capitaneaban.

Pedro Puelles, jefe de distinción, que había sido teniente de Gonzalo en Quito, apenas supo que su antiguo comandante marchaba hacia Lima, cuando se apresuró a ir a reunírsele, llevando consigo más de cien hombres, la mayor parte de ellos montados. La noticia de esta defección llenó de despecho al virrey, el cual envió al momento a Gonzalo Díaz con fuerzas suficientes para impedir la unión de Puelles con Gonzalo; mas en lugar de desempeñar su misión, Díaz determinó a sus soldados a seguir el ejemplo de Puelles, y fueron juntos a reunirse con el ejército de Pizarro en Guamanga. Estas defecciones, que no fueron las únicas, dieron a conocer a Núñez Vela que no debía fiarse en ninguno de sus capitanes, y en su consecuencia tomó la resolución de dirigir él mismo todas las operaciones. Detestado del pueblo, abandonado de sus soldados, en todo contrariado por los jueces, manifestose más que   —173→   nunca severo, hasta que un acto de crueldad llenó la medida del odio de que era objeto y apresuró su caída. Habiéndose pasado a Pizarro dos parientes del comisario Illán Suárez, Núñez Vela sospechó que este hombre honrado había favorecido su fuga, y mandó a un oficial que fuese de noche con algunos soldados a la habitación de Suárez, y lo trajese al instante a su presencia. Esta orden fue puntualmente ejecutada, intimose a Suárez, sorprendido en la cama, que se levantara, y fue conducido ante el virrey. En cuanto tuvo delante a Suárez, Núñez Vela le dijo con acento descompasado: «¡Traidor! ¿conque has enviado a tus sobrinos al servicio de Pizarro? -No soy traidor, señor,» respondió con calma Suárez. El virrey replicó jurando: «Eres traidor al rey.- Señor, replicó el comisario, soy tan bueno y leal servidor del rey como vos». Núñez Vela, incapaz de moderar su furor, lanzose sobre él, y le hundió su puñal en el pecho; los soldados que estaban presentes se arrojaron entonces sobre aquel desgraciado y le remataron sin que pudiese resistirse.

En cuanto este acto de crueldad fue conocido, conmoviose toda la ciudad: sabíase que el comisario había sido siempre uno de los más celosos partidarios del virrey, y si tal tratamiento reservaba para sus amigos, ¿qué podía esperarse que haría con sus contrarios? Los jueces   —174→   de la Audiencia comenzaron una información, a consecuencia de la cual tuvo el virrey que jurar que el crimen había sido cometido sin participación suya.

Otra medida causó también una gran sensación en Lima: el virrey dio orden a Cueto que prendiese a los hijos de Francisco Pizarro, y que los llevase a bordo de una nave, donde los tendría bajo su custodia, con el licenciado Vaca de Castro. Con este motivo dio a Cueto el mando de la flota, porque temía que Antonio de Ribera ocultase aquellos jóvenes confiados a su vigilancia. Esta traslación hizo mucho ruido: el pueblo se conmovió, y los oidores enviaron a uno de ellos, el licenciado Zárate, a suplicar al virrey que no retuviese a la hija de Pizarro, doña Francisca, en un lugar donde no podía permanecer sin desdoro suyo, entre marinos y soldados. No tan sólo no pudo alcanzar nada acerca de esto, sino que el virrey le manifestó su intención de retirarse a Trujillo. Respecto de esto los magistrados le respondieron que habiéndoles su Majestad enviado para residir en Lima, estaban resueltos a no salir de esta ciudad sino por una nueva orden del monarca. El virrey formó entonces el designio de apoderarse del sello real y llevarlo consigo a Trujillo, a fin de que si los oidores no querían seguirle, quedasen en Lima como simples particulares, sin poder dar audiencia ni despachar ningún negocio. Conocedores   —175→   los magistrados de este designio, enviaron a llamar al canciller, le quitaron el sello, y lo pusieron en manos del licenciado Cepeda, como el más antiguo de todos. Redactaron en seguida una acta protestando contra toda violencia que se les hiciese para obligarles a salir de Lima, e invitando a todos los buenos ciudadanos a defenderlos. De esta suerte encontrose el pueblo dividido en dos partidos: uno que sostenía al virrey, y otro que defendía a los oidores. Éste era el más popular y más numeroso, si bien el primero se apoyaba en la fuerza.

El virrey empezó por hacer levantar barricadas en muchas calles y fortificar su palacio, rodeose de guardias y sus patrullas recorrían continuamente la ciudad. Entre tanto reuniéronse en secreto los más fogosos partidarios de los oidores; mas como hubiesen fracasado en su tentativa de ganar la tropa del virrey, hallábanse en extremo indecisos, mirando su causa como perdida. El peligro era urgente, cuando Francisco de Escobar, hombre distinguido y que gozaba de gran crédito, propuso osadamente tomar las armas, bajar a la calle y morir como valientes, antes que dejarse prender sin defensa. Sus palabras electrizaron los ánimos, y todos los que asistieron a aquella reunión salieron de ella para correr a la plaza pública, aunque sin saber fijamente qué era lo que iban a hacer.

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Era media noche, y el virrey fatigado de los trabajos del día acababa de retirarse para entregarse al sueño. Hallábase el palacio rodeado de fuertes destacamentos de soldados, que era imposible forzar. En aquel momento crítico y cuando los oidores y sus partidarios empezaban a perder toda esperanza, vieron con tanta sorpresa como alegría a dos oficiales, Robles y Ribera, que estaban de guardia en la puerta del palacio, abandonar su puesto con sus soldados y venir a reunirse con ellos. Este ejemplo fue seguido por otros, y la deserción se hizo en pocos instantes tan general, que sólo quedaron para defender el palacio del virrey unos cien hombres apostados en el interior.

Este cambio inesperado puso a los oidores en estado de tomar la ofensiva, y creyendo inútil disimular sus intenciones, hicieron publicar una proclama que atrajo a una gran multitud del pueblo. En aquel momento fueron disparados algunos tiros desde las ventanas del palacio, y los soldados, irritados con aquel acto de hostilidad, declararon a gritos que iban a tomar el palacio por asalto. No queriendo los jueces recurrir a la violencia hasta que no les quedase otro recurso, emplearon todos sus esfuerzos para calmar la exasperación de los soldados, lo que felizmente alcanzaron. Entonces enviaron un oficial, Antonio de Robles y a fray Gaspar de Carvajal, superior de santo Domingo, para entrar en tratos   —177→   con el virrey. Invitáronle a que fuese a la iglesia mayor para tener en ella una entrevista con los jefes del movimiento, suplicándole que dejara de tentar una resistencia imprudente, que podría ser fatal a él y a los suyos. Esta recomendación era inútil, porque al acercarse los parlamentarios a doscientos hombres, que habían permanecido hasta entonces en su puesto, lo abandonaron de repente. En esto soldados y populacho, a quienes nada contenía ya, entraron en el palacio y lo saquearon. Alarmado por este ataque repentino y temiendo por sus días, Núñez Vela tomó el único partido que le quedaba, y fue salirse por una puerta secreta para ir a la catedral, donde le aguardaban ya los oidores.

Pasaba esto el 28 de septiembre de 1544, y desde aquel momento los magistrados miraron su triunfo como seguro. Núñez Vela era tan generalmente odiado, que su caída no fue endulzada por la menor muestra de compasión; sino que por el contrario todo el pueblo se entregaba por todas partes a la alegría. Después de una corta deliberación, los oidores determinaron enviar al virrey a España, y acto continuo fue conducido a la costa para ser embarcado. Topose empero con un obstáculo inesperado. El almirante Cueto negose a obedecer una orden que consideraba como ilegal, y hasta amenazó declararse contra los que acababan de usurpar la autoridad. Los oidores contestaron a   —178→   esto que Núñez Vela respondería con su cabeza de la obediencia del almirante, quien consintió por fin en lo que tan imperiosamente se le exigía, soltando a los hijos de Pizarro y recibiendo al virrey a bordo. Sin embargo como las naves no estaban en disposición de hacerse a la vela, el virrey fue enviado a una pequeña isla ínterin se disponía su regreso a España, a donde se dispuso que le acompañase el oidor Álvarez, a quien dieron sus colegas el encargo de apoyar ante el emperador las acusaciones contra aquél dirigidas, y defender sus propias acciones.



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ArribaAbajoCapítulo XI

Desavenencias de los oidores con Gonzalo Pizarro.- Entrada de éste en Lima.- Se hace nombrar gobernador general.- Aparece de nuevo en escena Núñez Vela.- Levantamiento de Diego Centeno.- Retirada del virrey.- Batalla de Quito.- Muerte de Núñez Vela


El primer cuidado de los oidores, en cuanto fue reconocido en la ciudad su poder, fue ocuparse en los nuevos reglamentos, para cuya ejecución proclamaron una prórroga. Movíales a obrar así un doble motivo, a saber, dar una satisfacción al pueblo exasperado con aquellos reglamentos, y encontrar un pretexto para alejar a Gonzalo Pizarro, cuya ambición y poder les causaban no infundadas zozobras. Mas como por otra parte no podían esperar que un hombre del carácter de Pizarro se aviniese a abandonar tranquilamente la posición formidable en que se colocara, quisieron ante todo sondear sus intenciones. Tomaron en su consecuencia el partido de enviarle un mensaje oficial para darle a entender que, no existiendo ya el motivo que le había impulsado a tomar las armas, licenciara su ejército y fuese sin tardanza a Lima acompañado tan sólo de   —180→   veinte hombres. No era fácil encontrar personas bastante resueltas para desempeñar una misión tan peligrosa con un jefe del carácter de Gonzalo; mas Agustín de Zárate (el historiador del Perú) y Ribera consintieron en encargarse de ella y partieron para el valle de Zanja, donde se hallaba aquél acampado. Pizarro tenía ya noticia de la embajada que se le mandaba, y temiendo que si los enviados de los oidores se presentaban ante el ejército y notificaban públicamente la orden de los magistrados, se promoviese alguna asonada entre sus soldados, que deseaban entrar en Lima en son de guerra, mandó al momento a Villegas, uno de sus capitanes, con un fuerte destacamento para detener a los mensajeros. Esta orden fue ejecutada sin dificultad, y Zárate, portador de los despachos, fue preso y conducido a Pariacuca, para que aguardara allí al general, que llegó a los diez días.

Pizarro estaba muy distante de querer someterse a lo que mandaban los oidores: su ambición, excitada por las favorables circunstancias que le rodeaban, le mostraba cercano el día en que podrían realizarse todos sus sueños de gloria y de poder: creía que en medio de la confusión que reinaba en el Perú, tocaba al momento en que podría llegar a la autoridad absoluta. Parecíale en efecto que el prestigio de su nombre y su propia celebridad debían ganarle todos los sufragios, y que el pueblo no podía dejar de   —181→   preferirle a unos magistrados recientemente llegados al país y sin ningún conocimiento militar. Alentábale en estas ideas ambiciosas Francisco Carvajal, quien habiendo pasado su vida en los campamentos estaba por las medidas osadas y decisivas. «El simple título de procurador general, decía, no puede bastar a un Pizarro; preciso es que se haga nombrar gobernador general y comandante en jefe de los ejércitos del Perú». Costole poco a Pizarro adherirse a unas ideas que tan en consonancia estaban con las suyas, y que se hallaban robustecidas por el apoyo que le prestó uno de los oidores.

Cepeda, presidente a la sazón de la Audiencia, y consagrado en apariencia a los intereses de su partido, mantenía tiempo hacía una correspondencia secreta con Pizarro. Hábil y astuto, había visto que el poder de sus compañeros no descansaba en ninguna base sólida, y convencido de que la fortuna brindaría con sus favores a Pizarro, había procurado conciliarse las buenas gracias de este jefe, dándole seguridades de su activa cooperación.

Entretanto Gonzalo se había acercado hasta una milla de Lima, e intimado a los oidores que le reconociesen como gobernador y capitán general del Perú; mas como éstos vacilasen, Pizarro, impaciente, quiso poner término de una vez a sus dudas.

Carvajal entró en la ciudad con un fuerte   —182→   destacamento, mandó prender a veinte y ocho habitantes de los más notables y conocidos como enemigos de Pizarro, y al día siguiente hizo salir de sus calabozos a tres de los presos, y sin formación de proceso mandó colgarlos de un árbol a la entrada de la ciudad, amenazando tratar de la misma manera a todo el que se opusiese al nombramiento de Pizarro. Aterrorizados los oidores y sabiendo que Carvajal era hombre para realizar sus amenazas, consintieron en todo lo que se exigió de ellos. Los habitantes, asustados, enviaron muchas diputaciones a Pizarro para suplicarle que pusiese freno a la crueldad de su capitán; y el general, que no había expedido tales órdenes, deploró vivamente aquel funesto acontecimiento, que podía serle muy perjudicial, y mandó al momento a Carvajal que cesase en sus rigurosas ejecuciones, que pusiese en libertad a todos los presos, y hasta que se quitaran del árbol los cadáveres de los que habían sido ahorcados. Pizarro ordenó después de esto su hueste, e hizo su entrada en Lima con gran pompa el 28 de octubre de 1544. Dirigiose en seguida, acompañado de sus principales jefes, a la habitación de Zárate, donde estaban los oidores, los cuales le reconocieron como gobernador y capitán general del Perú. Recibidos sus juramentos, Pizarro se trasladó a la municipalidad donde tuvo lugar la misma ceremonia; y desde aquel momento fue   —183→   reconocido su poder primero en la ciudad, y luego en las provincias cercanas.

Viéndose ya Pizarro dueño de un poder que nadie le disputaba, nombró para los principales empleos a sus más fieles partidarios. Proveyó además, por el ministerio de los magistrados de la Audiencia, al despacho de los negocios públicos y a la administración de justicia. Mas aunque puso mucho cuidado en el puntual cumplimiento de sus deberes, no dejó de hacer descontentos. Fue uno de ellos el capitán Diego Gumiel, apasionado servidor que había sido hasta entonces de Pizarro, el cual le abandonó repentinamente porque no había obtenido de él un departamento de indios que le pidiera para uno de sus amigos. Empezó entonces a quejarse abiertamente del general y de los oidores, diciendo que habían usurpado el gobierno que tocaba de derecho al hijo de Francisco Pizarro, y que los buenos españoles debían reunir sus esfuerzos para hacer que fuese dada la autoridad al legítimo heredero de su antiguo gobernador. Como llegasen estos rumores a oídos de Gonzalo, encargó a Carvajal que tomase averiguaciones e impusiese silencio al capitán. Daríale probablemente esta orden sin intención de mandar una ejecución violenta; mas Carvajal, naturalmente inclinado a emplear los medios extremos, fuese en derechura a casa de Gumiel, y sin más forma de proceso, le mandó estrangular   —184→   y exponer su cadáver en la plaza pública. Tales actos de crueldad, con harta frecuencia repetidos con menoscabo del buen nombre de Pizarro, que cerraba los ojos a los actos bárbaramente atroces de su principal consejero, empezaron a suscitarle muchos descontentos.

Apenas estuvo Pizarro en el poder cuando vio que en vez de gobernar pacíficamente una comarca feliz, se vería pronto obligado a acudir a las armas para sostener su autoridad, mas de todos modos no creía que estuviese tan cerca el momento de la lucha, así como estaba muy distante de pensar en el enemigo formidable que contra él iba a levantarse.

Dejamos apuntado más arriba que el virrey había sido puesto a bordo de una nave bajo la custodia de un individuo de la Audiencia, que debía llevarlo a España. En cuanto estuvo el buque fuera del puerto, Álvarez se acercó al virrey con los ojos bañados en llanto y, ora fuese que sintiese en realidad remordimientos de haber tomado parte en un acto ilegal, o que temiera las consecuencias de su conducta a su llegada a España, echose a sus plantas, y manifestándole su sentimiento por la parte que tomara en todo lo que acababa de pasar, declarole que desde aquel momento era libre, y que sólo él tendría el mando del buque. Juntósele pronto otra nave tripulada por amigos suyos, y el virrey aprovechándose de estas circunstancias   —185→   favorables mandó dirigir las dos embarcaciones hacia Túmbez.

En cuanto llegó a este puerto empezó a obrar con tanta actividad como energía; hizo que fuese reconocida su jurisdicción sobre esta colonia, y envió emisarios a todas las provincias para denunciar la conducta ilegal de Pizarro, e intimar a las autoridades de los establecimientos cercanos que viniesen a ponerse bajo sus banderas, amenazando con tratar como rebeldes a los que no obedeciesen. Comprendiendo cuán necesario era reunir fuerzas suficientes antes que pudiese Pizarro marchar contra él, nada descuidó para juntar un ejército, y sus esfuerzos no fueron infructuosos. Reuniéronsele un gran número de españoles, unos por inclinación, descontentos otros de la conducta violenta de Pizarro. Núñez Vela se encontró pronto al frente de una hueste, poco numerosa sin duda para arriesgar una batalla, pero bastante considerable para servir de punto de reunión a los que se sintiesen inclinados a abrazar su causa. No pudo sin embargo permanecer mucho tiempo en Túmbez: un oficial de Pizarro llamado Bachicao, que se hallaba casualmente en esta comarca con una misión particular, apoderose de las dos naves, y obligó al virrey a retirarse al interior.

Habiendo llegado a noticia de Pizarro que Núñez Vela, puesto en libertad, trabajaba para   —186→   recobrar el poder, envió a todas partes los oficiales que le eran más adictos, con el doble objeto de reclutar soldados para él e impedir que el virrey recibiera refuerzos. Esperaba destruirle fácilmente en cuanto lograse interceptar toda comunicación con la costa, puesto que Núñez Vela carecía de medios para sostener largo tiempo la lucha en el interior de las tierras.

Sobrevino por este tiempo un suceso que, dividiendo las fuerzas de Pizarro, favoreció grandemente la causa del virrey. Francisco Almandras, comandante por Gonzalo en la Plata, llevado de un celo indiscreto, había hecho prender por meras sospechas a Gómez de Lema, uno de los habitantes más distinguidos de la ciudad. Esta severidad exagerada descontentó a los demás moradores, que dirigieron representaciones a Almandras rogándole que pusiese en libertad al preso. Negose éste a escuchar sus reclamaciones, y como hubiese oído a algunos amigos de Lema decir en tono amenazador que ellos sabrían libertarle, dio orden para que el desgraciado fuese estrangulado durante la noche, y que su cabeza fuese expuesta en la plaza pública. Este espectáculo llenó de indignación y de sorpresa a los habitantes de la Plata, y convencidos de que sus vidas no estarían seguras mientras estuviesen en poder de un hombre tan cruel, reuniéronse muchos de ellos en secreto y trazaron una conspiración contra Almandras.   —187→   El más distinguido entre los conjurados por sus talentos y categoría era Diego Centeno, antiguo partidario de Pizarro, y que le había vuelto la espalda al verle arrogarse un poder arbitrario. Centeno excitó a los más exaltados, y quedó resuelta la muerte del comandante. Los conjurados se reunieron un domingo en casa de su víctima con la intención aparente de acompañarle a misa, y lanzándose de repente sobre él le apuñalaron, aunque teniendo la bárbara complacencia de no rematarlo, y arrastrándole hasta la plaza, le hicieron decapitar como rebelde y traidor al rey de España.

Esta insurrección, pues realmente lo era, necesitaba un jefe, y fue elegido Centeno. Envió al momento a López de Mendoza a Arequipa para sorprender al jefe que mandaba allí en nombre de Pizarro; aquél huyó y Mendoza se apoderó de todas las armas y provisiones que pudo encontrar, alistó nuevos soldados y volvió a la Plata. Centeno se encontró con esto a la cabeza de doscientos cincuenta hombres.

Al acaecer esta rebelión Pizarro no estaba ya en Lima, sino que marchaba contra el virrey resuelto a presentarle un combate, cuyo resultado no podía ser dudoso, atendida la diferencia numérica de los dos ejércitos. En posesión de las rentas públicas, teniendo bajo su jurisdicción las principales ciudades del Perú, y estando al frente de un ejército valiente, numeroso y adicto,   —188→   encontró desde luego tantos recursos como se presentaban al virrey obstáculos. Decidido empero éste a no aceptar la batalla se retiró a Quito para aguardar allí los refuerzos con que contaba.

Pizarro marchó en su seguimiento, y Carvajal, que mandaba la vanguardia, hubiera más de una vez caído sobre los contrarios, a no estorbárselo la vigilancia de Núñez Vela, que quería evitar un encuentro que le hubiera sido funesto. De esta suerte los dos partidos recorrieron, el uno marchando en retirada y el otro persiguiéndole, un espacio de más de mil leguas. Durante esta marcha extraordinaria, de que hay pocos ejemplos en la historia, fueron indecibles las fatigas y los padecimientos por una y otra parte: unos y otros sufrieron los rigores del hambre y viéronse reducidos muchas veces a comerse sus caballos. Las tropas de Pizarro eran sin embargo las que más padecían, puesto que Núñez Vela nada dejaba en pos de sí, y Gonzalo vio renovarse todos los desastres de su expedición a la Canela. Los soldados de uno y otro bando manifestaron una constancia a toda prueba, y ninguno se quejó de un destino tan cruel. El virrey invitó muchas veces a los que estaban extenuados a que abandonasen su servicio, mas ninguno de ellos quiso aprovecharse de este permiso, a pesar de la suerte que les amenazaba. Carvajal se apoderaba de los rezagados, y ¡ay   —189→   de ellos si eran de alguna categoría! pues eran muertos en el acto. El ejército del virrey llegó por fin a Quito en el estado más deplorable.

Aquel mismo día la vanguardia de Carvajal apareció bajo las murallas, y Núñez Vela tuvo que evacuar aquella plaza que le era imposible defender; saliendo de ella con tanta precipitación, que su marcha más que una retirada, parecía una derrota. Su ejército no experimentó ningún alivio, porque Pizarro continuó persiguiéndole con la misma rapidez y perseverancia. Núñez Vela pudo escapar por fin a su enemigo, metiéndose después de muchas fatigas en la provincia de Popayán, y Gonzalo, perdida la esperanza de darle alcance dejó de perseguirle y volvió a Quito, donde era necesaria su presencia para hacer rostro a nuevos peligros.

Diego Centeno había sido después de su rebelión infatigable en sus esfuerzos, y tomado una actitud temible: casi todas las provincias del sur le eran adictas y disponía de considerables fuerzas. Pizarro no perdió ni un solo instante para detener a tan peligroso enemigo, y envió al sur al fiel Carvajal, mientras que él permanecía en Quito para observar los movimientos del virrey, y dar a sus soldados el descanso de que tanto necesitaban.

Núñez Vela no permanecía entre tanto inactivo: en cuanto tuvo un momento de respiro empleó toda su energía en aumentar sus medios   —190→   de resistencia. Benalcázar, capitán de grande influencia, cuyo nombre hemos citado tantas veces, había ido a reunírsele y levantado con su activa cooperación más de cuatrocientos hombres en la sola provincia de Popayán. El virrey mandó entonces intimar a todas las autoridades civiles y militares de las ciudades inmediatas que prestasen su apoyo a la causa legítima. Algunos de su bando, con el objeto de evitar los desastres que son consiguientes en toda guerra civil, le aconsejaban que entrase en negociaciones con Pizarro; mas Núñez Vela rechazó este parecer con indignación, declarando que no transigiría jamás con traidores y rebeldes, y que no habría entre él y ellos más árbitro que la espada.

Pizarro conocía la firme resolución de su antagonista, y conveníale por otra parte poner fin a tan porfiada contienda. Como veía claramente que el virrey no saldría de Popayán ínterin no se encontrase al frente de fuerzas superiores o cuando menos iguales a las suyas, Gonzalo resolvió valerse de la astucia para hacerle salir de su retiro y atraerle al campo de batalla que él mismo eligiese. En su consecuencia hizo correr la voz de que iba a marchar contra Centeno, y que Pedro Puelles se quedaría en Quito con solos trescientos hombres. Fingió ponerse él mismo en disposición de ejecutar este designio: señaló a los que debían formar parte de la expedición   —191→   y los que quedar debían con Puelles, y después de una revista general salió de Quito, aunque deteniéndose a tres jornadas so pretexto de enfermedad. Su plan hubiera fracasado completamente a haber tenido el virrey noticia de estos hechos por un conducto menos sospechoso; y en esto la casualidad sirvió a Pizarro a medida de sus deseos. Núñez Vela tenía en Quito un espía encargado de seguir los pasos del enemigo; mas este espía, haciendo traición al que le empleaba, descubriose a Gonzalo, y le dio a conocer las cifras de que se servía en su correspondencia con el virrey. Pizarro le mandó escribir todo lo que pasaba y entregó la carta al indio portador ordinario de aquellas comunicaciones: además de esto y por consejo suyo Pedro de Puelles escribió al ejército de Popayán que se había quedado en Quito con solos trescientos hombres, y que si quería moverse hacia esta ciudad podía hacerlo sin temor puesto que el país había quedado sin defensa con la ausencia de Pizarro. Puelles encargó esta comisión a indios que habían sido testigos de la marcha del ejército de Gonzalo para que pudiesen afirmarlo, y lo preparó todo de suerte que las cartas fuesen fácilmente sorprendidas por los agentes del virrey, como así sucedió en efecto.

Núñez Vela dio crédito a estas cartas, que le parecían proceder de conductos tan diferentes,   —192→   y figurose que con sus cuatrocientos hombres vencería fácilmente a Pedro de Puelles, y que la derrota de éste llevaría en pos de sí la de Pizarro. Salió pues de Popayán y marchó rápidamente sobre Quito. Conocedor Gonzalo de todos los movimientos del enemigo y sabiendo que estaba a doce leguas de la ciudad, reuniose con Puelles, y se adelantó al encuentro del virrey, aunque por un camino distinto del que éste había seguido. Núñez Vela llegó delante de Quito sin sospechar siquiera la estratagema empleada contra él, y firmemente convencido de que no tendría que combatir más que con Pedro de Puelles, entró sin la menor oposición en la ciudad, donde supo el lazo que le habían tendido y la reunión de los dos jefes. Esta noticia era para él un golpe terrible, porque Gonzalo, con su último movimiento acababa de cortarle la retirada, y no había más recurso que rendirse o combatir. El virrey optó por este último partido.

Al día siguiente, 18 de enero de 1546, el virrey reunió sus tropas, las arengó para alentarles a que se mantuvieran fieles a su soberano, y dio en seguida la señal del combate. «Llegados los escuadrones a vista uno de otro, dice Garcilaso de la Vega, salieron arcabuceros de una parte y otra a trabar la escaramuza. Los de Pizarro hacían mucha ventaja a los del visorrey, por la mucha y muy buena pólvora que llevaban   —193→   , y los arcabuceros muy diestros por el mucho ejercicio que habían tenido; y los del visorrey todo en contra. Los escuadrones se acercaron tanto, que fue necesario recogerse los sobresalientes a sus banderas. De parte de Gonzalo Pizarro salió a recoger los suyos el capitán Juan de Acosta, y con él otro buen soldado llamado Páez de Sotomayor: entonces mandó Gonzalo Pizarro al licenciado Carvajal, que con su compañía acometiese por el lado diestro de los enemigos, y él se puso delante de su gente de caballo; mas sus capitanes no lo consintieron, y lo pusieron a un lado del escuadrón de la infantería, y con otros siete u ocho en su compañía, para que de allí gobernase la batalla. La gente de caballo del visorrey, que serían hasta ciento y cuarenta hombres, viendo que los del licenciado Carvajal iban a ellos, les salieron al encuentro y arremetieron todos juntos de tropel, tan sin orden y tan sin tiempo, que cuando llegaron a los enemigos iban ya casi desbaratados, porque una manga de arcabuceros que los esperaba por un lado, les hizo mucho daño, y el licenciado Carvajal y los suyos los maltrataron mucho, que aunque eran pocos tenían ventaja a los del visorrey, porque ellos y sus caballos estaban descansados y fuertes para pelear; y los del visorrey, por el contrario, cansados y debilitados, y así cayeron muchos de los encuentros de las lanzas; y juntándose todos pelearon   —194→   con las espadas y estoques, hachas y porras, y fue muy cruel la batalla. A esta sazón acometió el estandarte de Gonzalo Pizarro con hasta cien hombres de caballo, y hallando los enemigos tan mal parados, los acabó de desbaratar con mucha facilidad. Por otra parte era grande la pelea de la infantería con tanta vocería y ruido, que parecía de mucha más gente de la que era... El visorrey andaba peleando entre su gente de caballo, había hecho muy buenas suertes, que del primer encuentro derribó a Alonso de Montalvo, y hizo otros lances con mucho ánimo y esfuerzo; andaba disfrazado, que sobre las armas traía una camiseta de indio, que fue causa de su muerte; viendo los suyos ya perdidos quiso retirarse, mas no le dejaron, porque un vecino de Arequipa, llamado Hernando de Torres, se encontró con él; y no le conociendo, le dio a dos manos con una hacha de armas un golpe en la cabeza, de que lo aturdió y dio con él en tierra... El licenciado Carvajal, viendo vencidos los contrarios, anduvo con gran diligencia corriendo en el campo en busca del visorrey, para satisfacer su ira y rencor sobre la muerte de su hermano: halló que el capitán Pedro de Puelles le quería matar, aunque estaba ya casi muerto, así de la caída, como de un arcabuzazo que le habían dado. A Pedro de Puelles dio a conocer al visorrey un soldado de los suyos, que si no fuera por el aviso que éste   —195→   le dio, no le conociera según iba trocado el hábito... Entonces mandó el licenciado a un negro suyo que le cortase la cabeza, y así se hizo y la llevaron a Quitu (sic), y la pusieron en la picota, donde estuvo poco espacio hasta que lo supo Gonzalo Pizarro, de que se enojó mucho, y la mandó quitar de allí y juntarla con el cuerpo para enterrarlo... Algunos soldados hubo muy desacatados que le pelaron parte de las barbas... y un capitán de los que yo conocí trajo algunos días por pluma parte de las barbas, hasta que también se las mandaron quitar. Así acabó este buen caballero, por querer porfiar tanto en la ejecución de lo que ni a su rey ni a aquel reino convenía, etc.».

Esta batalla costó la vida a cerca doscientos hombres del partido del virrey, al paso que Pizarro, según el testimonio nada sospechoso de Agustín de Zárate, no perdió más que siete.

La conducta de Gonzalo Pizarro después de la victoria fue muy distinta de lo que de él se esperaba, puesto que no manchó su triunfo con la muerte de ninguno de sus prisioneros, y mostró una clemencia cual no podía esperarse de su carácter. Repuso al bravo Benalcázar en el empleo de que gozaba antes, mostrando la misma inteligencia con otros capitanes que le juraron obediencia. Mandó celebrar magníficos funerales en honor de Núñez Vela y de otros personajes distinguidos que perecieron en el combate   —196→   , asistiendo él mismo de gran luto a la fúnebre ceremonia, con sus principales jefes. Aquellos actos de clemencia, el perdón concedido al hermano de Núñez Vela y su conducta en general eran a propósito para hacer nacer las más lisonjeras esperanzas, así que la mayor parte de los españoles consideró aquella batalla como un acontecimiento venturoso, que iba a volver en fin la tranquilidad al país.