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Capítulo XXXVIII

Prosiguen las comunidades su alboroto. -Rota de Villalar y perdón general. Segovia sirve con mil honores en la guerra de Navarra.

     I. Llegó el alcalde Ronquillo a nuestra ciudad; hallándola, como hemos dicho, en defensa, se retiró a Arévalo, su patria. Allí le envió a mandar el gobernador se volviese a Valladolid; pues las amenazas sólo aumentaban resistencia, y el caso requería nuevas consultas: no lo hizo, que pretendía fama de riguroso, y en el ministerio de justicia disimulaba rencores antiguos; antes se vino a Santa María de Nieva, donde asentó juntos plaza de armas y tribunal de justicia. Levantó un cadahalso, y mandó pregonar que nadie trajese bastimento a la ciudad con pena de la vida. Andaba por el contorno de aldea en aldea, amagando el golpe que no alcanzaba, menos plático en la guerra que en los pleitos. Viernes veinte de julio llegó a Zamarramala, arrabal distante, como hemos dicho, de nuestra ciudad media legua; fijó unos carteles o edictos, dando por rebeldes y traidores a los que impedían su entrada en Segovia; citándoles para que pareciesen ante él dentro de cierto término. Vuelto a Santa María de Nieva multiplicaba pregones y amenazas, sin advertir que por sosegar un pueblo los alborotaba todos. Los atajadores que traía corriendo la campaña prendieron dos mozos desarrapados. Lleváronles ante el alcalde, que les preguntó patria, oficio y viaje; dijeron ser cargadores que de Salamanca habían venido a trabajar a Segovia; y viendo la revolución se volvían. Mandó que los apartasen; y preguntó a cada uno por sí cómo había pasado la muerte del regidor Tordesillas: variaron dando indicios de culpados, y amenazándoles con el potro, confesó el uno ser el que sacó la soga con que arrastraron y ahorcaron al regidor; y el otro haberle mesado cabello y barbas. Condenólos a arrastrar, ahorcar y cuartear; disposición divina por donde éstos vinieron al castigo de su culpa, y el alcalde pudiera conocer cuál era la gente que causaba tantos empeños.

     II. La comunidad en nuestra ciudad estaba tan enfurecida, que pregonando franco perpetuo para la provisión, mandaron alistar la gente; donde el furor y el miedo alistaron doce mil hombres de guerra. Martes veinte y cuatro de julio, víspera de Santiago, salieron como cuatro mil de éstos, sin orden aún de los diputados, con más cólera que disciplina y más ímpetu que armas, a pelear con Ronquillo. No llevaba este cuerpo de ejército, mal formado, más cabeza (según hemos entendido) que un Antón Casado, pelaire de oficio, de ánimo atrevido, largo de manos, y corto de entendimiento. Llegaron donde estaba el alcalde con su gente y capitanes, que salieron a ellos; y con solas algunas escaramuzas les hicieron volver huyendo, con prisión de algunos, que justició el alcalde; al cual llegó de socorro el sábado siguiente, veinte y ocho de julio, la compañía de don Álvaro, con muchos escopeteros (así nombraban entonces los arcabuces) y hombres de armas, con que determinó estrechar el cerco. Al punto lo supo la comunidad; y otro día domingo despacharon a pedir favor a las comunidades de muchas ciudades, y principalmente a la de Toledo, a Rodrigo de Cieza, y Álvaro de Guadarrama, con una carta más colérica que advertida.

     III. El fuego ardía; apenas había pueblo sosegado y todos se convocaban para Ávila, lugar señalado para la junta; que sin poder remediarlo sus nobles; con ser tantos y tales, se comenzó este mismo domingo veinte y nueve de julio en el capítulo Catredal, donde sólo había una mesa y sobre ella una cruz, y los evangelios; sobre que los procuradores en entrando juraban procurar sólo la defensa y remedio del reino. La comunidad de Toledo, en recibiendo la carta, despachó el socorro; y nombró capitanes para la guerra, y procuradores para la junta, que en un día salieron los procuradores para Ávila, y los capitanes para el Espinar; donde concurrieron Juan de Padilla con la gente de Toledo, Juan Zapata con la de Madrid, y Juan Bravo con la de Segovia; juntándose en todos dos mil infantes y docientos caballos; con que determinaron desalojar a Ronquillo de Santa María de Nieva.

     IV. El Consejo de Valladolid ordenó a don Antonio de Fonseca fuese a sacar la artillería de Medina del Campo, donde su hermano el obispo de Burgos estaba negociando la entrega. Sabido esto por los comuneros de nuestra ciudad, previnieron a los de Medina que no la entregasen, con una carta viernes diez y siete de agosto. Luego este mismo día llegaron a nuestra ciudad cuatrocientos alabarderos y trecientos hombres de a caballo, bien armados, que envió Toledo de socorro; con que la comunidad se alegró y animó tanto, que a otro día salieron hasta tres mil y quinientos hombres bien armados y mal regidos, con ímpetu de pelear con Ronquillo y echarle de Santa María de Nieva, y aun del mundo. Capitaneaba esta gente el regidor Diego de Peralta. En medio del camino encontraron con el alcalde y su gente, que marchaba con buen orden. Luego que los comuneros los vieron dispararon, sin ocasión ni efecto, unos tiros que llevaban. El alcalde esperó algo. Y luego mandó retirar su gente con buen orden. Los comuneros pensando que huían, les acometieron con grita y confusión perdiendo el orden de todo punto. Viéndolos desordenados, revolvió el alcalde sobre ellos, y se mezclaron en batalla: a los primeros lances fue preso el capitán Peralta. Estando en la refriega asomaron aunque lejos, las escuadras de Padilla, Zapata y Juan Bravo, que se habían juntado en el Espinar: retiróse la gente del alcalde con buen orden a Santa María; y recogiendo cuanto allí había caminaron a Coca. Los comuneros, habiendo cobrado a su capitán, entraron en la villa aún antes que la gente del alcalde acabase de salir; pusieron fuego al cadahalso: y llegando las escuadras del socorro siguieron al alcalde, que estorbado del bagaje caminaba poco: dispararon dos tiros con que le mataron dos de a caballo, y entre otros prendieron a un pagador con casi dos cuentos en dinero, con que se volvieron a la villa. Allí se alojaron los tres capitanes con su gente; y Peralta se volvió con la suya a Segovia.

     V. El alcalde con su gente pasó de Coca a Arévalo, donde le esperaba don Antonio de Fonseca. Juntos martes veinte y uno de agosto amanecieron con sus gentes sobre Medina, que se puso en defensa para no entregar la artillería: y ofendidos de que jugándola los medineses mataron algunos, mandó Fonseca echar algunas alcancías de alquitrán, con que abrasó, no sólo las casas, haciendas y templos de Medina, pero los ánimos de toda Castilla interesada en aquella pérdida; tanto que le obligó a huir del reino; y los comuneros de Valladolid le quemaron sus casas, declarándose cuantas ciudades estaban dudosas sin haber él conseguido la artillería. Escribió la comunidad de Segovia a la de Medina el sentimiento de su desgracia, como refiere Sandoval en una carta cuya data no entendemos; porque siendo en viernes veinte y cuatro de agosto trata de haber entrado ya Padilla y los demás capitanes en Medina y Tordesillas; y conforme escribe el mismo Sandoval, miércoles veinte y nueve de agosto, llegaron Padilla, Zapata y Juan Bravo a Medina, que salió a recibirles con pendones y banderas de luto. A la verdad era lastimoso espectáculo ver un pueblo tan rico y famoso por sus cambios hecho ceniza. De allí pasaron a Tordesillas; y apoderados de la villa entró Juan de Padilla a hablar a la reina, que le oyó apacible, y mandó usar el cargo de capitán general; con que él quedó autorizado, y los comuneros tan briosos que su junta de Ávila se pasó a Tordesillas, publicando que era orden de la reina; a la cual quitaron todos los criados mayores y menores poniendo otros de su mano. Lunes veinte y cuatro de setiembre tuvieron junta en su presencia. Después de haber besado su mano los procuradores, el dotor Zúñiga propuso el estado de las cosas: la justa razón de quejarse de los ministros estranjeros y la gran necesidad del remedio. Respondió la reina tan conforme a sus intenciones que entonces les nacieron las alas de su perdición; arrojáronse a prender a los consejeros publicando que la reina estaba sana y en disposición de gobernar; nueva de suma alegría para el reino, que entrañablemente sentía no ver a su reina, gozosa memoria de sus gloriosos padres. Los consejeros huyeron, y la comunidad de Valladolid se puso en armas para estorbar la salida al cardenal gobernador que disimulado una noche se fue a Rioseco.

     VI. Con la nueva de la entrada y suceso de Tordesillas se enfurecieron tanto las comunidades, que no había hacienda, casa, ni vida segura. Cualquiera voz de sospecha que derramase un mal intencionado, conmovía al vulgo ya unido y conforme con las atrocidades cometidas, a matar al indiciado y saquearle la casa. Comenzó a divulgarse en nuestra ciudad que un escribano nombrado Miguel Muñoz había escrito algunas informaciones secretas para enviar al Consejo. Tuvo aviso de la plática y huyó; mas la comunidad concurrió furiosa a saquearle la casa que estaba arrimada al toro en la calle Real. Llegaron Francisco de Avendaño, Manuel de Heredia y Gonzalo de Cáceres, con criados y gente, a reparar el daño; sobre que hubo en la casa y en la calle alboroto y heridos. Habiendo de estos sucesos cada día; hasta que la comunidad cobró tanta fuerza, que los nobles, unos huyeron y otros se fortificaron en sus casas.

     VII. Escribieron el gobernador y consejo al emperador el peligroso estado del reino. La junta también determinó escribirle proponiendo el daño y aun la causa: y como el remedio era que las leyes del reino se guardasen; de las cuales enviaron gran suma con dos o tres procuradores que en Flandes estuvieron a punto de ser castigados: que yendo en forma de súplica pareció rigor ordenado por los flamencos, que mucho acriminaban los escesos que ellos mismos habían causado; exagerando una locura popular los que después han tenido tantas populares y nobles. En fin, todos los capítulos o leyes, que eran ciento y diez y ocho (sacados cinco) se mandaron guardar, por ser leyes del reino, mal guardadas hasta entonces. Los pueblos de Castilla ardían entre sí; la nobleza no tenía estandarte real que seguir, ni podía poner en razón al vulgo ya desenfrenado. En nuestra ciudad los nobles huidos (como dijimos) o retirados en sus casas padecían continuos asaltos con nombre de traidores a la comunidad. La cual sabiendo que el licenciado Fernán González de Contreras había venido de Valladolid, y se murmuraba que por orden del gobernador y Consejo; y estaba retirado en sus casas (junto a San Juan), envió la junta, jueves fiesta de San Lucas, dos comisarios que le requiriese con grandes penas, que como ciudadano acudiese a las juntas. Respondió le tuviesen por escusado, pues aunque vecino y natural no podía obedecerles, por estar de paso para volverse a Valladolid. Aprovechó la escusa tan poco que al siguiente día volvieron los comisarios con cuatrocientos hombres de guerra a llevarle a la junta; y resistiéndose hacer de la persona y casa lo que de los demás, apaciguólos con prudencia obedeciendo al tiempo; y habiendo hecho antes una cuerda protesta, que hemos visto original, acudió a la junta.

     VIII. Contra los hijos de la Bobadilla (así nombraban al conde de Chinchón y a sus hermanos) era tanto el odio, que habiendo desde las primeras revueltas puesto cerco (como dijimos) al alcázar, le apretaban con ímpetu continuo. Defendíale valerosamente don Diego de Cabrera, hermano del conde, con algunos caballeros y gente que dentro tenía; y ayudábales Rodrigo de Luna, alcaide de la torre de la iglesia, que como hemos dicho era muy fuerte. Tentaron el asalto algunas veces, mas en vano por la fortaleza del sitio y valor de los cercados. Entendíase que tenían provisión para muchos días; y a la verdad muchos ciudadanos les socorrían de secreto, aunque el peligro era grande, y tanto, que habiendo un ciudadano noble, nombrado Diego de Riofrío enviado un mozo de campo a arar una tierra que tenía en aquella parte, nombrada vulgarmente Tormohito, detrás del alcázar, salieron por un postigo veinte o treinta arcabuceros, y metieron bueyes y yuguero dentro. Publicóse el caso, y alteróse tanto la comunidad, que en breve rato más de dos mil hombres le cercaron la casa que era al Mercado; y saliendo a disculparse con que unos le habían quitado sus bueyes, y otros le perseguían por ello, comenzaron a gritar, muera, muera, que de acuerdo lo hizo para socorrer a los del alcázar. Y a la verdad daba sospecha haber llevado también al mozo. En tanto alboroto, algunos decían que debía ser oído, llevándole preso, con que partieron a la cárcel. Pasando la turba por la calle, nombrada entonces del Berrocal, y hoy de la Muerte y la Vida, salió una mujer a una ventana voceando: ¿Para qué le lleváis a la cárcel? sino a la horca: y si falta soga veisla ahí, y arrojó una soga. Y estuvo la canalla tan a pique de volverle a la horca, que consta de informaciones, que hemos visto de aquel mismo tiempo y caso, que algunos bien intencionados los detuvieron, y corriendo se adelantaron a tener abierta la cárcel, para librarle de la muerte con la prisión, en que estuvo apretado muchos días. Luego los comuneros cortaron la puente que está detrás del alcázar sobre el arroyo Clamores, quitando aquel paso a los cercados.

     IX. Hemos escrito la singularidad de este caso para demostrar el ímpetu con que procedía la comunidad; la cual, viendo la resistencia grande de los cercados, trataron de picar y romper la capilla mayor de la Catredal, para señorearse de la iglesia y torre; y de allí combatir el alcázar con mayor ímpetu y ventaja. Y como en sus consultas determinaba la ira, y ejecutaba el furor, al punto partieron a la ejecución. Salió el Cabildo a la defensa de su iglesia, acudiendo el deán don Pedro Vaca y el maestrescuela don Alonso de Aillón, con algunos prebendados, a decirles, considerasen cuán injusto era derribar un templo, y tan suntuoso, y más para hacer guerra a quien sirviendo a su rey, defendía su alcázar. La confusión era tanta y la canalla tan ignorante y furiosa, que entre otros disparates respondían, que la iglesia era de la ciudad. Viendo tan ciega resolución, se determinó el Cabildo a sacar el Santísimo Sacramento, y colocarlo en la iglesia de Santa Clara, que las monjas habían dejado cuando se pasaron a San Antonio, como escribimos año 1488.

     X. Defendían los del alcázar también la iglesia: y viendo el ímpetu de los comuneros, se determinaron una noche a pasar las reliquias de San Frutos y demás santos; la imagen de Nuestra Señora y el crucifijo, a la capilla del mismo alcázar. Jueves, veinte y dos de noviembre, apretaron los comuneros tanto el combate, que entre la capilla mayor y la de San Frutos abrieron un portillo, por donde entraron hasta cincuenta hombres. Peleóse dentro con más odio al enemigo que veneración al templo. En fin, los comuneros, muertos dos y heridos cinco, volvieron fuera, perdiendo lo ganado por sobrevenir la noche. Los cercados, considerando que en una noche no podía repararse el portillo contra quien le había podido romper en la argamasa antigua, le repararon con malicia, cavando por la parte de dentro un foso de la hondura, que permitió el tiempo. Aun antes de la siguiente luz volvió la turba al combate, habiendo prometido largos premios a los que primeros entrasen. Adelantóse un pelaire, vizcaíno impetuoso, con una bandera a quien seguían cuarenta o cincuenta, que impelidos del premio y del furor rompieron los reparos del portillo, dando los más en el foso. Acudieron los de dentro a lograr la estratagema y los de fuera al socorro. Murió el vizcaíno, dejando la bandera en manos de los cercados; y los comuneros se retiraron con algunos heridos. Pero nada bastó a que no volviesen a entrar catorce muy furiosos; y dejándoles entrar bien adentro, dieron los cercados sobre ellos; mataron cinco, hirieron los restantes: enfurecidos con la pena, acudió de tropel toda la turba furiosa y desatinada. Los cercados rendidos a la continua fatiga se retiraron al alcázar, desamparando la iglesia al ímpetu de los comuneros, que quitaron rejas, sillas y laudes para barreras y reparos contra las continuas baterías de los del alcázar, que duraron seis meses con tanto coraje, que sucedía estar los cuerpos muertos entre las baterías sin haber quien se atreviese o quisiese sepultarlos, hasta que el mal olor y corrupción, más que la piedad, forzaba a enterrarlos.

     XI. Había el conde de Chinchón partido a Burgos a pedir socorro al condestable, que le dio diez arcabuceros: llegaron a Pedraza este mismo día veinte y tres de noviembre, y tomado allí cuatro arrobas de pólvora salieron al anochecer con una guía, que les encaminó desmintiendo caminos y guardas hasta el Parral, donde aguardando a que la luna se pusiese, y estando todos, cercados y cercadores cansados de los combates, entraron en el alcázar con secreto, aunque no tanto que a la mañana no se publicase que había entrado socorro a los cercados; aumentándose los recelos que los comuneros siempre traían de que los nobles daban aviso y socorro al alcázar. Averiguándose después que el condestable les había enviado gente, y que en Pedraza les habían dado pólvora, salió una compañía con ímpetu de destruir la tierra de Pedraza. Salieron en su seguimiento Pedro de la Hoz y Diego de Tapia, caballeros, y Diego de Llerena y Juan de Murcia, ciudadanos; y proponiéndoles Que iban a dar la pena a los que no tenían culpa: y quitaban la provisión a la ciudad, destruyendo las aldeas que debían favorecer. Sosegaron el ímpetu, volviéndose sin hacer daño. Lo que no era posible mitigar era el odio que aquella canalla había concebido contra el conde de Chinchón. Y sabiendo que estaba en Burgos, determinó la comunidad que algunas escuadras fuesen a su estado. Las cuales habiendo llegado derribaron las fortalezas de Chinchón y Odón. De camino saquearon El Espinar, abrasando la casa de Juan Vázquez, compañero, como dijimos, de Tordesillas en la procuración de cortes, habiendo él huido con su familia a un monte, de donde veía arder su casa. Llevaba la turba muchas mujeres del pueblo; los padres y maridos siguiéndoles, enviaron a decirles, que si pasaban de un puesto que señalaron, se quedasen con ellas para siempre. No sabemos qué escogieron.

     XII. Así pasaban las cosas en nuestra ciudad; cuando condestable y almirante, con orden y poderes que habían recibido del emperador, para gobernar con el cardenal Adriano, juntaban en Rioseco su ejército, cuyo general era el conde de Haro, primogénito del condestable. Don Pedro Girón, general que ya era del ejército de las comunidades, alojó diez y siete mil infantes, y casi tres mil caballos en Villa Bráxima, Tordehumos y Villagarcía, casi cercando a Rioseco. Acompañábale el obispo de Zamora, don Antonio de Acuña, más inclinado a la lanza que el báculo. Habiendo estado a pique de acometerse diversas veces, se concertaron vistas, de que resultó pasar don Pedro Girón el ejército a Villalpando, desembarazando con ignorancia, o engaño, el camino a los imperiales, que pasando con el suyo a Tordesillas, la entraron con sangrientos combates miércoles cinco de diciembre. Sintió la comunidad notablemente esta pérdida, retirándose don Pedro Girón mal opinado con todos, en cuyo lugar fue electo en Valladolid Juan de Padilla, por el aplauso del pueblo, y muestras de capitán venturoso. Nunca los pueblos de Castilla se vieron en tan miserable estrago, los tratos muertos, los oficiales soldados, los tributos escesivos, la justicia atropellada y la guerra entre padres e hijos. Muchas personas prudentes y celosas de la paz y salud pública procuraron atajar guerra tan abominable: los principales eran fray García de Loaisa, general dominicano, y fray García Vayón, del mismo instituto y obispo titular de Laodicea. Sabiendo esto algunas personas de nuestra ciudad, que deseaban el remedio de tantos daños, acudieron día de Santo Tomás apóstol (como dicen las informaciones) a pedir a fray Pedro de Calahorra, prior de Santa Cruz, fuese a Valladolid, y con intercesión de su general y del obispo procurase que las cosas de nuestra ciudad se compusiesen. No sabemos si fue el prior.

     XIII. Las comunidades estaban tan alborotadas y ciegas, que la de nuestra ciudad, pasada Navidad, despachó setecientos hombres, que se juntasen con otros que venían de Salamanca, pero en el camino fueron desbaratados por don Pedro de la Cueva. Sabiendo la rota de los que volvieron destrozados, alistaron nueva gente, que con Juan Bravo, viernes, primer día de febrero de mil y quinientos y veinte y un años entró en Valladolid, donde se juntaba el ejército de las comunidades, que después de algunas consultas cercó y saqueó a Torrelobatón, con recios combates. Tratábanse medios de paz entre los imperiales que estaban en Tordesillas y la junta de las comunidades que estaba en Valladolid; y había enviado por comisarios a don Pedro Laso de la Vega, procurador por la comunidad de Toledo, y al bachiller Alonso de Guadalajara por la de Segovia; personas de calidad y buen celo, que viendo que nada se concluía, y que los intentos de los capitanes y procuradores comuneros iban muy fuera de los primeros propósitos, dejaron de seguirlos retirándose. Los caballeros juntaban armas y gente en tanto que los comuneros menguaban uno y otro, pues por estarse en Torrelobatón, gozando aquella pequeña vitoria, perdieron la ocasión de asegurarla, dando tiempo a que muchos de sus soldados huyesen ricos con la presa; y a los caballeros a que juntos y reforzados saliesen de Tordesillas a cercarlos.

     XIV. Conoció Juan de Padilla el daño de su dilación cuando no tenía remedio. Y resuelto de fortalecerse en Toro, partió martes veinte y tres de abril, día muy lluvioso, con su ejército bien dispuesto; la artillería en la avanguardia y por batallón la infantería en dos escuadrones; y él en la retaguardia con la caballería. Los caballeros acometieron a un tiempo por el lado a todas tres partes del ejército comunero, cuya artillería no se jugó por el mal tiempo y peor disposición de los artilleros. La de los caballeros se comenzó a jugar atravesando las hileras con escesivo daño de los contrarios; cuya infantería estorbada de la presa y de la culpa, y poco interesada en la pérdida o la vitoria, comenzó a desmayar y desordenarse; sin ser bastantes sus capitanes con palabras y obras, a que sin calar las picas no huyesen a Villalar, pueblo cercano. Y viéndose furiosamente acometidos de los contrarios, y estorbados del lodo hasta las rodillas, y de un gran aguacero que sobrevino cuando batallaban y les daba de cara, se quitaban algunos las cruces coloradas, insignia de los comuneros, y se las ponían blancas que era de los imperiales, batallando desdichadamente cruces contra cruces y hermanos contra hermanos. Peleaban los capitanes con valor; mas desamparados de sus gentes se rindieron con muerte de más de cien y prisión de mil y docientos. Siendo muchos los heridos que en aquellos campos pedían a voces confesión sin haber quien les oyese, habiendo muchos que les desnudasen en carnes; que nunca la guerra conoció más Dios que la venganza y el interés.

     XV. El siguiente día, miércoles, en Villalar dos soldados de corte, por orden de los gobernadores, sacaron a degollar a Juan de Padilla y a Juan Bravo, que oyendo que el pregón decía por traidores, dijo: tú mientes y aun quien te lo mandó decir. Traidores no; mas celosos del bien público sí, y defensores de la libertad del reino. Pasaron algunas palabras entre él y los alcaldes; y oyéndolas Juan de Padilla dijo: Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros, y hoy de morir como cristianos. Quiso el verdugo degollar a Juan de Padilla, y pidióle Juan Bravo que le degollase primero a él, porque no quería ver la muerte de tan buen caballero. Dijéronle se tendiese sobre el tapete, y respondió lo hiciesen ellos, que él no había de tomar la muerte por su voluntad: con que el verdugo hizo su oficio. Llegaron a Juan de Padilla que viendo el cuerpo brotando sangre dijo: ¿Ahí estáis vos, buen caballero? Con que rindió la cabeza y vida al cuchillo. Y cierto en el valor con que estos caballeros acabaron la vida, mostraron que habían pecado más de engañados que desleales.

     Con la rota de Villalar pasó el ímpetu de las comunidades como furiosa avenida de nublado repentino. Huyeron muchos de los culpados; y algunos de los procuradores de la junta trataban de venirse a fortalecer a nuestra ciudad, donde sabiéndolo los nobles y muchos buenos ciudadanos, acudieron a la junta que la comunidad hacía a proponerles, considerasen los estragos pasados, y cuánto había sido peor el remedio que el daño: pues el más bárbaro vencedor, saqueando la ciudad, no la hubiera destruido tanto como ellos con voz de defenderla. No se empeñasen segunda vez por temer el rigor: pues vian la clemencia del emperador y sus gobernadores, en los perdones de Valladolid y Medina que ya se habían publicado. Comenzó la turba a sosegarse y la razón a cobrar fuerzas. Tratóse de que se alzase el cerco del alcázar, yendo Gonzalo de Cáceres, Manuel de Heredia, Diego de Riofrío y Juan de Piña en nombre de la ciudad, a pedir a don Diego de Bobadilla que con la Ciudad escribiese a los señores gobernadores cuánto importaba que con presteza viniesen a nuestra ciudad.

     XVI. Vinieron a los principios de mayo con suma alegría de la nobleza, hasta entonces oprimida; y jueves diez y seis de mayo, a las tres de la tarde, salieron del alcázar con lucido acompañamiento; y en la plaza Mayor hicieron pregonar perdón general de los alborotos sucedidos en la noble y leal ciudad de Segovia (así dicen los instrumentos auténticos que hemos visto), escetando diez y nueve o veinte personas, cabezas principales de los alborotos; y mandando reparar algunos edificios públicos y particulares. Grande fue el contento que en nuestra ciudad hubo este día, considerando las miserias y estragos que en un año menos trece días se habían padecido. Donde a pocos días llegó por la posta don Antonio Manrique, duque de Nájera y virrey de Navarra, a pedir a los gobernadores socorro contra un ejército francés, que había entrado aquel reino hasta Logroño, en cuyo cerco quedaba. Alteró estrañamente oír juntas la entrada y la conquista. Nuestra ciudad, consideró el aprieto y la ocasión, dio mil hombres para la guerra; nombrando capitanes a Pedro de Tapia, Martín de Peralta, Hernando Arias, Gabriel de Contreras, Rodrigo de Peñalosa, y por cabo o coronel, Alonso Dávila. Fueron los franceses rotos junto a Pamplona, domingo último día de junio; perdiendo el reino aún con más presteza que le habían ganado.

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