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Capítulo XLVIII

Don Pedro de Castro, obispo de Segovia. -Nacimiento del príncipe don Felipe cuarto. -Sínodo diocesano en Segovia. -Fundación del Hospital de Convalecientes. -Espulsión última de los moriscos de España. -Muerte de la reina doña Margarita. -Y del obispo don Pedro de Castro.

     I. A don Maximiliano de Austria, promovido a la silla de Santiago, sucedió en la de Segovia don Pedro de Castro y Nero, presente obispo de Lugo; su vida admirable, digna de memoria y de imitación, dilatará la brevedad que hasta ahora hemos seguido. Nació en Empudia, obispado de Palencia, año 1541. Sus padres fueron Alonso de Castro y María Martínez, de limpia sangre. Estudió Pedro latinidad en Palencia con grandes muestras de virtud y cuidado; y en Alcalá dialéctica, filosofía y teología, aventajado a sus concurrentes. Por sus letras y virtud alcanzó el curato de Lanceita en el obispado de Ávila. Continuando estudios y pensamientos altos fue colegial en el colegio de Cuenca de la Universidad de Salamanca, en la cual leyó cátedra de artes. Vacando el canonicato magistral de Ávila fue llamado por el Cabildo que ya le conocía, y en oposición obtuvo la prebenda; y de allí otra en la santa iglesia de Toledo, donde el rey don Felipe tercero le presentó al obispado de Lugo. Confirmada la presentación por Clemente octavo, le consagró en Madrid, domingo diez y ocho de junio de 1599 años, don Juan de Fonseca, obispo de Guadix; asistiéndole don Sebastián Quintero, obispo titular de Gallipoli, y don fray Juan de Mendoza, de Lipari. Entró en Lugo en diez y nueve del agosto siguiente; gobernó aquel obispado con prudencia y cuidado admirable, visitándole todo por su persona, con escesivo trabajo por su mucha estensión y aspereza de las mayores de España; causa de que muy pocos de sus antecesores hubiesen visto aquellas ovejas, que en vida y costumbres diferenciaban poco de irracionales; viviendo en suma miseria por la esterilidad de aquellas montañas. A uno y otro acudió don Pedro con tanta caridad, que llegándole cédula real de la promoción a la iglesia de Segovia, mandó que cuanto tenía se vendiese y el dinero se repartiese entre aquella pobre gente, sin reservar más que su cama y un baúl de ropa blanca. Esto nos certificó persona y ministro de su casa, que efectivamente, ejecutó el mandato; afirmando que así sentía y lloraba cualquiera de aquellos pobres súbditos la ausencia de tal obispo, como pudiera la de su propio padre; tanto que le obligaron a salir de noche, porque muchos estaban resueltos a seguirle. Domingo veintiocho de setiembre de este año 1603 tomó posesión de este obispado don Pedro de Castro su sobrino, canónigo magistral de Coria.

     II. Sábado veinte y cinco de otubre, fiesta de nuestro patrón San Frutos, por la tarde vinieron a nuestra ciudad los reyes con mucho cortejo. Otro día fueron a la Catredal a misa mayor que celebró el deán don Cristóbal Bernardo de Quirós con mucha solemnidad; y el siguiente día pasaron al bosque.

     Jueves seis de noviembre entró el obispo don Pedro de Castro, recibido de Cabildo y Ciudad con mucho aplauso, por la gran fama de su virtud y letras.

     Sábado siguiente llegaron a nuestra ciudad los tres príncipes de Saboya, Manuel, Carlos y Filiberto, recibidos con mucho aplauso de nuestra ciudad y salva del alcázar. La siguiente mañana fueron a la iglesia Catredal; a cuyas puertas salieron a recibirles obispo y Cabildo. Celebró el prelado la misa. Después de comer bajaron al Ingenio real donde vieron batir todas monedas desde la fundición al corte; y por la alameda fueron a caballo al Azoguejo a ver la celebrada Puente, que miraron con atención. Aunque Juan Botero que les asistía no tuvo mucha, pues después, en su nueva relación de España, escribió de la Puente, que tiene tres órdenes de arcos uno sobre otro, no teniendo más que dos, como escribimos en su descripción. El siguiente día lunes partieron al bosque.

     En doce de noviembre se pregonó en nuestra ciudad la subida de la moneda de cobre a doblado valor del que antes tenía; determinación contra toda prudencia política, o más verdaderamente desalumbramiento de los que Dios permite en los gobernadores para duro azote de los pueblos, pues valiendo una libra de cobre en pasta dos reales, subía a valer en moneda diez y siete; precio escesivamente injusto; y ocasión a los enemigos de la monarquía de España, que sólo abundan de cobre para enriquecerse, introduciendo muchos millones de moneda de cobre en Castilla con tanto estrago de sus reinos, que en veinte y cinco años los asolaba, hasta que la fuerza del daño obligó al remedio reduciéndola a su antiguo valor año 1628.

     Miércoles quince de setiembre de mil y seiscientos y cuatro se abrasó casi todo el convento de Párraces por descuido, como casi siempre, de unos criados.

     III. En ocho de abril de mil y seiscientos y cinco años, Viernes Santo, parió en Valladolid la reina doña Margarita, en el gran Felipe cuarto, el gozo universal de la monarquía española; y como tal celebrado en nuestra ciudad con fuegos, máscaras, toros y cañas. Dispúsose el bautismo, principio misterioso de los misterios cristianos, para veinte y nueve de mayo, domingo de Pentecostés, festivo a la descensión del espíritu divino en lenguas ardientes para que todo fuese fausto y feliz en este gran monarca, en el templo de San Pablo, donde el mismo día celebró capítulo general la religión dominicana. Salió por la mañana la procesión de más de seiscientos religiosos, que acompañaron los obispos de Valladolid, Astorga, Osma y Segovia y los arzobispos de Burgos y Toledo, el rey y príncipes de Saboya, con muchos señores, títulos y grandes de Castilla, Aragón y Portugal. Miró y admiró esta solemne procesión Carlos de Hobart, embajador de Inglaterra, que estaba en la corte a concluir las paces. A las tres de la tarde todos concurrieron a palacio con diferentes galas y libreas, que habían sacado por la mañana, riqueza no imaginable. Salió el rey por un vistoso pasadizo, hecho para el propósito desde palacio a San Pablo, acompañado de todos a ver desde una celosía el bateo. Dejando allí a su majestad, volvieron al acompañamiento, que salió con la mayor pompa y lucimiento que ha visto España, todos los señores, títulos y grandes. Llevó el capillo don Antonio Enríquez de Toledo, conde de Alba de Liste; la toalla Ruy Gómez de Silva, duque de Pastrana; aguamanil, don Juan Hurtado de Mendoza, duque del Infantado; vela, don Antonio Álvarez de Toledo, duque de Alba; ofrenda, don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque; salero, don Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla. Salió al fin don Francisco de Rojas y Sandoval, duque de Lerma, descubierta la cabeza, con ropa rozagante de brocado, falda larga que llevaba un paje del rey; y en el descanso de una preciosa banda el príncipe sostenido en sus brazos; a su lado derecho el príncipe de Saboya, padrino; y al izquierdo, la infanta doña Ana, madrina. Seguían las señoras titulares damas de palacio y dueñas de honor; cerrando el acompañamiento muchos guardadamas. Voceó el pueblo le mostrasen su príncipe: y el duque volvió a todos lados para que fuese visto. Llegaron al templo, y en la misma pila en que fue bautizado Santo Domingo, celebró el sacramento don Bernardo de Rojas y Sandoval, cardenal y arzobispo de Toledo, bautizando al príncipe que nombró Felipe, Domingo, Víctor de la Cruz; asistiendo los prelados, acabando juntos acto y día con admiración de la corte, y asombro de los estranjeros.

     IV. Desde el año 1596 no se celebraba sínodo en nuestro obispado, con algún menoscabo del gobierno, que en mudanza de tiempo pedía nuevas leyes. Nuestro obispo don Pedro de Castro le celebró domingo trece de noviembre, en la sala de capítulo de la Catredal; asistiendo en él don Juan Ibáñez de Segovia, canónigo y maestrescuela; don Antonio del Hierro; dotor Lope Ramírez de Prado; dotor Martín de Aguirre, canónigos comisarios por el Cabildo; el maestro don Antonio Idiáquez Manrique, canónigo y arcediano de Segovia y después obispo; el dotor don Pedro Arias de Ávila y Virués, canónigo y arcediano de Sepúlveda; el dotor don Pedro de Castro, canónigo y arcipreste de Segovia, por sus dignidades; y por la Ciudad don Juan Ibáñez de Segovia, del hábito de Calatrava; don Diego de Avendaño y Lama, regidores; con los procuradores eclesiásticos y seglares del obispado. Decretóse en él cuanto pareció faltar en los sínodos de don Andrés de Cabrera, y don Andrés Pacheco; aunque de todo apelaron los procuradores de ciudad y obispado.

     Domingo, primero día del año mil y seiscientos y seis, se trasladó el Santísimo Sacramento del templo antiguo del colegio de la Compañía de Jesús al nuevo en que hoy permanece: celebró el obispo la misa de pontifical con mucho concurso y fiesta de la ciudad.

     V. La corte de España que con apresurado consejo se había mudado de Madrid a Valladolid año 1601, conocidos por la esperiencia los inconvenientes y daños que tan inconsiderada mudanza causaba a ambas Castillas, se volvió este año por el mes de febrero a Madrid, donde sábado quince de setiembre del año siguiente mil y seiscientos y siete parió la reina al infante don Carlos, que malogrado en veinte y cinco años menos cuarenta y ocho días de edad, falleció en Madrid jueves veinte y nueve de julio de 1632 años, y fue llevado a sepultar al Escurial. Domingo trece de enero de mil y seiscientos y ocho años fue jurado en San Jerónimo de Madrid el príncipe don Felipe, con asistencia de los reyes sus padres, por su hermana la serenísima infanta doña Ana y por los prelados, entre los cuales asistió don Pedro de Castro, nuestro obispo; y por los grandes, títulos y señores; y por los procuradores de las ciudades, siéndolo de la nuestra Agustín Baca de Villamizar y Velasco Bermúdez de Contreras.

     VI. En diez de junio de 1579 años falleció en nuestra ciudad el licenciado Juan Núñez de Riaza, natural y médico escelente en ella; el cual no teniendo hijos, quiso emplear la hacienda que en la medicina había ganado, en remediar las necesidades que como médico había conocido; ordenando por su testamento que se fundase un hospital, donde se recogiesen y amparasen los pobres que convalecientes y flacos salían del Hospital general de la Misericordia, aunque curados, tan peligrosos en la flaqueza de la convalecencia, como en la fuerza de la enfermedad. Nombró patrón a Gabriel Polanco, su sobrino segundo, hijo del dotor Diego Velázquez, su primo, y doña Beatriz de Polanco, su mujer. Falleciendo Gabriel Polanco mancebo, sustituyó el patronazgo en su madre, ya viuda. Doña Beatriz, deseosa de cumplir la voluntad del fundador y su propia devoción, compró un espacioso sitio frontero de la iglesia parroquial de San Pedro de los Picos, sobre los muros de la ciudad, al norte; distante del Hospital de la Misericordia al poniente solos cien pasos, para comunicación de ambos hospitales. Comenzó luego la fábrica con mucho fervor; acabado un cuarto comenzó a recibir pobres; y deseosa de perpetuar la fundación nombró por patrón al Cabildo por testamento en diez y siete de junio de 1601 años. Comenzada la iglesia falleció en catorce de setiembre de 1605 años. Mandó el Cabildo acabar el templo, que bendijo nuestro obispo, primero día de febrero de este año de seiscientos y ocho en que va nuestra historia; celebrando el mismo prelado la primera misa en él para sepultar al licenciado Manuel Barrón, primer administrador del hospital, a cuya capilla mayor fueron trasladados luego los huesos de los fundadores, los de Juan Núñez de Riaza al lado del Evangelio, con este epitafio aquí están sepultados el licenciado Juan de Riaza, médico, primero fundador y dotador desta iglesia y hospital. Falleció a [...] de junio de 1579 años. Y Mariana Velazquez su prima, que dejó su hacienda en él, falleció a [...].

     Los huesos de doña Beatriz Polanco al lado de la epístola con este epitafio: aquí están sepultados doña Beatriz de Polanco y el dotor Velazquez su marido y sus hijos. Fundadora y dotadora que ella fue desta iglesia y hospital, y le hizo en su vida. Falleció a 14 de setiembre de 1605 años.

     VII. Los moriscos daban cuidado en España; porque privados de ser clérigos, frailes ni monjas, y casándose todos, aumentaban gente, haciendas, fuerzas y peligro. Los de Valencia, declaradamente mahometanos, maquinaban rebelión, solicitando a su amparo al Gran Turco y reyes africanos. Muchas juntas de gente dota y prudente se habían hecho en España, desde el emperador Carlos quinto para reducirles, y ningunos medios ni perdones habían bastado. El arzobispo de Valencia don Juan de Ribera, avisaba con instancias que el daño estaba dispuesto y pedía remedio secreto y presto, y lo mismo se había conocido de cartas que se les habían tomado. Determinó el rey, para consultar el remedio efectivo, salirse de la corte donde todo se escudriña y habla y los enemigos tienen sus espías. Vínose a nuestra ciudad con voz de pasar en su alcázar los ardores del verano; donde llegaron los príncipes jueves veinte y cinco de junio de mil seiscientos y nueve años, y los reyes jueves dos de julio. A pocos días confirmó el rey, estando en nuestra ciudad, las treguas o paces, que con las islas de Holanda y Celanda se habían capitulado en catorce de abril, con tan malas consecuencias de todas las coronas de España, principalmente de Portugal: luego vino a nuestra ciudad el Consejo de Guerra, y poco después don Agustín Mesia, a quien se encargó la empresa de la espulsión de los moriscos de Valencia, a donde llegó en veinte de agosto; y a pocos días don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca y general de las galeras de España. Concurrieron a las costas de Valencia las galeras de Nápoles, Sicilia, Aragón, Cataluña, Portugal y las armadas del mar océano; porque el desprecio no causase en Valencia el daño que en Granada. Diose principio a la espulsión embarcando algunos para África; y rebelándose diez o doce mil en las sierras de Aguar y Cortes, fueron acometidos sábado veinte y uno de noviembre, fiesta de la Presentación; y los más pasados a cuchillo, embarcando los restantes. Siguiéronse las espulsiones de Aragón, Cataluña, Andalucía y las dos Castillas; saliendo en todas más de cuatrocientos mil, más dañosos para enemigos domésticos que provechosos para vasallos apóstatas. Los reyes habiendo estado dos meses en nuestra ciudad, que les hizo muchas fiestas y regocijos, partieron a Madrid jueves tres de setiembre.

     VIII. Domingo veinte y cuatro de otubre de mil y seiscientos y diez años, en las vísperas de nuestro patrón San Frutos, se comenzó en todo nuestro obispado su oficio y rezo propio con octava, ordenado por don Pedro Arias de Virués, segoviano nuestro, canónigo y arcediano de Sepúlveda; y aprobado por el pontífice Paulo quinto, a petición de nuestro obispo, deán y Cabildo, con intercesión de su majestad, que para ello escribió al Santo Padre, y a la Congregación de Ritos.

     Lunes tres de otubre de mil y seiscientos y once años falleció en San Laurencio el Real de sobreparto del infante don Alonso, nombrado por eso el Caro, la reina doña Margarita de Austria en edad de veinte y seis años, nueve meses y nueve días; reina digna de mucha más larga vida, si España la mereciera. Nuestra ciudad celebró sus exequias último día de noviembre y primero de diciembre en la forma referida en otras ocasiones, con gran sentimiento y solemnísima pompa y túmulo, uno y otro describió Antonio de Herrera, coronista de su majestad, en relación particular, que se imprimió por orden y costa de nuestra ciudad.

     IX. A nuestro obispo, que por muerte de don Juan de Ribera patriarca y arzobispo de Valencia, estaba promovido a aquella silla, sobrevino a sus muchos dolores y achaques una aguda enfermedad que sobre setenta años de edad le acabó la vida antes que la paciencia, en veinte y ocho de otubre, fiesta de San Simón y Judas, de este año de once; prelado digno de imitación y memoria eterna por sus muchas y escelentes virtudes. Cuando el verano de 1609 estuvieron, como dijimos, los reyes en nuestra ciudad, estaba nuestro obispo fatigado de un corrimiento tan dolorioso en el ojo izquierdo, que visitándole los médicos de cámara, y entre ellos el protomédico Juan Gómez determinaron sacársele. Dispuestas las herramientas y llegando a tan doloriosa ejecución como sacarle el ojo a pedazos, tuvo tan increíble paciencia que los médicos juzgaron que aquella parte estaba insensible por cancerada, y así lo dijeron a personas de su casa, ordenando que le administrasen la santa unción y dispusiesen a morir. Y el protomédico dijo al rey que presto vacaría el obispado de Segovia; refiriendo la cura y lo que juzgaba del enfermo. Mostró el rey sentimiento por su natural compasión y la pérdida de tan buen obispo, ordenando al protomédico le visitase en su nombre, y así al siguiente día entró al enfermo diciendo: ahora no vengo como médico, sino como embajador de su majestad, que apesarado de la enfermedad de V. S. me ordenó le visitase en su real nombre. Estimó el prudente obispo tan gran favor como era justo. Y advirtiendo la prisa con que le habían oleado con lágrimas y sollozos de sus criados, preguntó al protomédico por qué juzgaban tanto aprieto en su enfermedad; respondióle con resolución, Que sin duda la parte afecta se canceraba, pues no había sentido cura tan terrible. Replicó el paciente con sosiego admirable: Pues no estoy tan descaído que no pueda pasar más por mis culpas, aunque no lo pasaré por la salud ni la vida. Admiróse el protomédico de la paciencia y la respuesta; y el enfermo mejoró en breve.

     X. Era de ánimo naturalmente compasivo, escediendo su caridad aún a su obligación. Cobraba secretamente dineros de los mayordomos de los partidos, y guardábalos para dar a pobres secretos y envergonzantes, sin registro de criados; y cuando le faltaba dinero, daba la ropa de su cama y vestidos. Viniendo de Turégano a Segovia en un coche, por sus enfermedades, llegó a pedirle limosna un clérigo casi desnudo, mandó le diesen cuatro reales; y advirtiendo que al trasponer de una cuesta su gente no le vería, se apeó fingiendo cansancio y mandó adelantar el coche y toda la gente; y llamando al clérigo le dio un ferreruelo de muy fino veintidoseno, que llevaba sobre la ropa, mandándole se detuviese, y el obispo se entró en el coche que al trasponer la cuesta le esperaba, sin que nadie entonces advirtiese en el ferreruelo, hasta que a la mañana siguiente le echó menos el camarero, y alborotado despachó quien con diligencia le buscase. Hallaron al clérigo cubierto con él, y sin valerle la verdad de su disculpa, le trajeron preso a su cárcel eclesiástica. Súpolo el obispo y sintiólo entrañablemente; juzgando que sus culpas eran causa de que no acertase a hacer bien. Mandó llamar al clérigo a su presencia, y consolándole mandó devolviesen el ferreruelo que ya le habían quitado, y diesen limosna para pasar su camino y pena; riñendo al camarero de que sin avisarle hubiesen hecho diligencia tan escusada, pues la falta del ferreruelo estaba por cuenta de quien le llevaba.

     XI. Don Sancho de Paz, caballero de nuestra ciudad, que en Ávila había comunicado familiarmente al obispo, cuando canónigo vivía aquí muy alcanzado, comunicó con don Juan de Heredia, amigo y vecino suyo, que de su parte propusiese al obispo el aprieto y necesidad que padecía con mujer noble y reputación de su estado. Hizo don Juan la proposición al obispo, que respondió: el tienpo estaba muy apretado: y eran muchos los que pedían para el sustento natural, necesidad más urgente que la reputación de estado: con que despidió la proposición con muestras de sequedad: y enviando otro día a llamar a don Sancho le dijo estando a solas: bien entiendo, señor don Sancho, que los dos estamos quejosos uno de otro: sólo falta averiguar cuál tiene razón, V. m. se quejará de mi respuesta y yo de su correspondencia: pues como a prelado y amigo debía descubrirme su aprieto, y necesidad y no manifestarle a dos por escusarle a uno, que en fin le había de saber, y sentirle como tal. Cuanto yo tengo es de los dos por más causas que yo quisiera: pues bastaba la amistad, sin que la necesidad me obligara como a prelado. Y dándole docientos escudos de oro le despidió, abrazándole y continuando el socorrerle con sumo secreto, hasta que murió; que el favorecido, como noble, publicó la fineza del amigo y piedad del prelado, que en todo su prudente gobierno mostró cuánto importa al superior haber sido súbdito para la anchura de pecho, y espera de condición.

     Un corregidor le propuso reparase que con las muchas limosnas que se daban siempre en su casa se ocasionaban vagabundos en la ciudad; y respondió con mucho sosiego y advertencia: A mí me toca la misericordia y a V. m. la justicia. A la muerte de tan gran prelado hicieron nuestro Cabildo y Ciudad las exequias debidas en pompa y sentimiento, sepultando su venerable cuerpo entre los dos coros de la iglesia Catredal, donde yace con este epitafio:

D. O. M.

     D. Petrus de Castro i Nero, grandis eleemosynis, supra modum Munificus concionandi munere nulli secundus, omnigena eruditione et virtute: ex Lucens, et Segoviens. Ecclesijs, in Valentinam suffectus; diem clausit extremum, faelicen sibi; luctuosum nobis 28 Octobris Anni 1611 aetatis suae 70.

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