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Capítulo VII

Teodosio Magno, natural de Coca. -Su vida, hazañas y muerte.

     I. Los godos pusieron el imperio en tanto aprieto que para su defensa fue llamado Teodosio, que al presente se hallaba en España, dichosa patria suya, si bien en el lugar de su nacimiento varían los escritores de aquellos tiempos. Marcelino Conde, que en tiempo del emperador Justiniano, ciento y cincuenta años después de Teodosio, escribió en latín un crónico en que hay muchas cosas poco acreditadas, dijo que era de Itálica: Theodosius Hispanus, Italicae Divi Trajani civitatis. Esto es: Teodosio Español de Itálica ciudad del Divo Trajano. A este autor, como más conocido, han seguido nuestros modernos, llevados del aplauso de aquella ciudad, que también hacen patria del gran Trajano, de quien Teodosio descendía, como escribe Aurelio Víctor, que escribiendo en su mismo tiempo, nada escribió en particular del pueblo de su nacimiento. Mas Zosimo, autor griego, que escribió en tiempo del mismo Teodosio y de sus hijos, dice: Eligió por compañero del Imperio a Teodosio nacido en España en la ciudad de Coca de Galicia. Y aunque este autor está calumniado (y con razón) de mal efecto a los emperadores cristianos y sus leyes y acciones, por ser gentil; mas en referir la patria no cabe calumnia. Y por no haber visto nuestros escritores modernos este autor griego, como lo confiesa de sí el diligentísimo Ambrosio de Morales, se ignoró esta noticia tan honrosa a nuestra patria y autorizada por Idacio, obispo de Lamego, y después arzobispo de Braga, que vivió por los años cuatrocientos y setenta. Y prosiguiendo el crónico de Eusebio y San Jerónimo, dijo: Theodosius natione Hispanus de Provincia Galeciae, Civitate Cauca, a Gratiano Augustus appellatur. Merece este autor mucho crédito por prelado y tan cercano de aquel tiempo. Y en el nuestro han seguido esta noticia Filipo Ferrario Alejandrino y general de la orden de los Servitas, en su Tesoro Geográfico, y don Tomás Tamayo de Vargas, ilustre y docto español, coronista mayor de Indias y Castilla, en sus comentarios latinos a Flavio Destro, año trecientos y ochenta y dos.

     II. Cierto es que su padre se nombró Teodosio, también español y famoso capitán; y su madre Termancia, nombre que parece patronímico de la antigua y celebrada ciudad de Termes.

Con que las opiniones diversas de su patria se pudieron verificar, siendo sus padres de ambos pueblos, y él nacido en Coca, villa hoy de nuestro obispado, que entonces todo se incluía en los términos de Galicia, según el repartimiento de Adriano, que en su vida referimos. Y así como compatriota y tan católico, nos obliga a más detenida relación de sus acciones. Nació año de Cristo trecientos y cuarenta y seis (nadie ha escrito el día), sus padres por revelación (según escribe Aurelio Víctor), le nombraron Teodosio, y parece bastaba el ejemplo del nombre de su padre. Como quiera el nombre es misterioso, y en griego significa dado de Dios. Siguió la guerra con su padre, que en África mantuvo la parte del emperador Valente. El cual inducido de Iámblico, embelecador con nombre de filósofo, para saber el nombre del que le había de suceder en el imperio, escribió en el suelo las letras del alfabeto griego, y en cada letra puso un grano de trigo. Y estando el filósofo murmurando no sé qué palabras o embelecos, soltando un gallo guardado para efecto de que las letras cuyos granos primero comiese dirían el nombre del sucesor. Sucediendo en fin que el gallo comió los granos de las cuatro letras T. E. O. D. con que el supersticioso emperador procuró acabar cuantos en el imperio tenían nombre que comenzase con aquellas cuatro letras, TEODatos, TEODulos, TEODoros y TEODosios: y entre ellos nuestros españoles padre e hijo que tanto le habían servido. Murió el padre en Cartago a manos de un verdugo, habiendo poco antes recibido el santo bautismo, como escribe Paulo Diácono: huyendo el hijo a España, donde se hallaba sin que ninguno de los escritores antiguos señale pueblo particular; aunque algunos modernos (sin fundamento) señalan, que en Itálica, cuando Valente murió, y Graciano le llamó a Sirmio (hoy Sirmisch) en Hungría. Allí le nombró emperador de oriente en diez y seis de enero año trecientos y setenta y nueve, en que va nuestra Historia, siendo su edad treinta y tres años. Estaba casado con Placíla, su sobrina, hija de Honorio su hermano mayor, princesa de gran valor y cristiandad.

     III. Había Teodosio visto antes en revelación, que un obispo le coronaba emperador, presagios que incitaban su ánimo a grandeza; con que partió a oriente a resistir a los godos, que soberbios con las vitorias amenazaban la misma Constantinopla. Y sabiendo la venida, salieron al encuentro al nuevo emperador, que bien dispuesto el ejército, los acometió animoso a la entrada de la Tracia, como escribe Teodoreto. Los romanos animados en confianza de tan gran capitán, acometieron con tal ímpetu, que a los encuentros primeros volvieron los bárbaros las espaldas, muriendo muchos atropellados de su misma muchedumbre, y muchos a manos del vencedor, que los siguió hasta que pasaron el río Danubio, nombrado en aquellas partes Istro. Y presidiadas aquellas fronteras, volvió en persona a dar la nueva a Graciano con tanta presteza que pareció imposible, y los envidiosos del suceso la afirmaban, por tal, dando el exceso del valor fuerzas a la misma envidia, hasta que Graciano envió personas que, vista la grandeza de la victoria, volvieron aumentando la primera fama. Y volviendo Teodosio a Constantinopla, corte del imperio, enfermó en Tesalónica (hoy Saloniche) al principio del año trecientos y ochenta.

     IV. Aun no estaba Teodosio bautizado, que sólo era catecúmeno, costumbre de aquellos tiempos. Y apretado de la enfermedad y perplejo en las herejías que pretendían anublar la verdadera religión romana, mandó llamar a Ascolio, obispo de aquella ciudad, insigne en virtud y letras, a quien en sustancia dijo: le llamaba movido de su buena fama y como a prelado en cuyo territorio estaba para instruirse en la verdadera religión. Pues aunque tenía por más segura y cierta la que enseñaba Dámaso pontífice romano, quería antes de profesarla en el sagrado bautismo, enterarse de un hombre tan virtuoso y docto, y en fin obispo, de una cosa tan sumamente importante sobre todas las humanas. Respondió a esto el santo obispo.

     Que a tanto podía haber llegado la malicia astuta de los herejes, que inclinase a dudar el ánimo de príncipe tan católico. Pero que como la duda del apóstol Tomás había reforzado la fe de los demás apóstoles, así la que su Majestad había mostrado daría refuerzo a toda la Iglesia oriental, perseguida de las blasfemias de Arrio y otros herejes. Pues tenía por cierto quela divina providencia, cuidadosa aun de las hormigas, cuanto más de cosas tan grandes, le había hecho católico y puesto en aquel obispado y punto, para que asegurado tan gran monarca, profesase la verdadera religión católica romana, asistida siempre del Espíritu Santo, como Cristo había prometido en su evangelio.

     V. Sosegado Teodosio con la verdad y fuerza de estas razones, recibió el sagrado bautismo por manos del santo obispo. Promulgando en veinte y siete de febrero aquella ley santísima, que hoy tenemos en el código, que de su nombre y autoridad se nombra Teodosiano (y es la primera de Justiniano) que cuantos vivían en el imperio siguiesen la fe romana que enseñaba el pontífice Dámaso y seguía Pedro, patriarca de Alejandría, varón apostólico. Y en los mismos días otras leyes del mismo propósito, estando aun convaleciente en la misma ciudad de Tesalónica; donde tuvo aviso que los godos, sabiendo su enfermedad y aprieto, habían acometido el imperio, rompiendo los presidios. Y saliendo Graciano a la resistencia, había asentado paces con ellos; que Teodosio aprobó, juzgando que la guerra debe siempre encaminarse a la paz. Y convalecido entró en Constantinopla en veinte y cuatro de noviembre, como escribe Sócrates. Estaba aquella gran ciudad y sus iglesias usurpadas de herejes arrianos, cuyo obispo era Demófilo. Mandó por decreto imperial, como refieren Sozoméno y Marcelino, que el obispo y sus secuaces dejasen las iglesias que había cuarenta años usurpaban y fuesen restituidas a los católicos. Yendo en persona el emperador, acompañado del ejército, a aposesionar en la silla al gran Gregorio Nacianceno, como él mismo refiere con los milagros que en esto sucedieron. Y para reprimir los estratagemas de los herejes, en diez de enero del año siguiente trecientos y ochenta y uno, estableció ley, que cuantos profesaban herejías de Focio, Arrio y Eunomio, o otro cualquiera que no siguiese la profesión del concilio niceno, saliesen desterrados, sin que les valiese ningun rescripto que contra esto mostrasen, porque declaraba ser subrepticio.

     VI. Así perseguía nuestro gran español las herejías y conseguía de Dios buenos sucesos, pues llegando por estos mesmos días a Constantinopla Atanarico rey godo, expelido de sus vasallos, gente feroz y mal segura, le recibió y hospedó con magnificencia imperial. Y enfermando y muriendo en breves días, le hizo sepultar con aparato tan grandioso (si bien gentílico, por serlo el difunto) que los godos y citas que habían venido en compañía de su rey, volvieron tan admirados a sus provincias que, (como escribe Zosimo) obligados de la magnificencia de Teodosio, nunca mientras vivió movieron armas contra el imperio; antes pelearon por él en muchas ocasiones. Y los persas, soberbios con la muerte de Juliano y vencimientos de otros emperadores, temiendo capitán que sabía vencer con el beneficio como con la espada, enviaron por estos mismos días (como escribe nuestro español Paulo Orosio, que vivía en este tiempo) sus embajadores pidiendo paz, que el emperador concedió generoso; entablando en todo su oriental imperio una tranquilidad gloriosa a los vasallos y venerable a los enemigos. Con que empleándose en la religión, con licencia y autoridad del pontífice Dámaso, juntó en Constantinopla concilio general de ciento y cincuenta obispos, donde sucedió lo que refiere Teodoreto, que habiendo visto Teodosio en revelación antes de ser nombrado, emperador, como dejamos escrito, que un obispo le ponía corona imperial, estuvo atento por si le conocía entre los concurrentes al concilio. Y viendo entre todos al obispo de Antioquia, nombrado Melecio, varón muy ejemplar, llegó con veneración a abrazarle, refiriendo que era el que había visto.

     VII Decretóse en este concilio la confirmación del arzobispado de Constantinopla en Gregorio Nacianceno, que hasta entonces lo había recusado. Profesaron los padres la fe y obediencia romana, declarando y añadiendo al símbolo niceno la divinidad del Espíritu Santo, blasfemada entonces de los herejes, con otros santísimos decretos. Escribiendo al fin una venerable y agradecida carta al emperador, a cuyo celo y diligencia podemos decir que debe la Iglesia este concilio. Y sabiendo que algunos obispos, permaneciendo en las herejías (con solo nombre de católicos), retenían los obispados contra sus leyes, decretó nueva ley en treinta de julio de este año, nombrando en cada provincia los obispos más seguros en religión y santidad, para que desterrando los herejes, sustituyesen obispos católicos, como se hizo. Y en veinte de diciembre prohibió con pena de la vida, los sacrificios, oráculos y hechicerías, que porfiaban a celebrar de noche los gentiles y algunos cristianos, y no pocos; pues Severo Sulpicio, escritor de este tiempo, escribe en la vida de San Martín, que estaba el mundo tan contaminado de hechicerías, efecto propio de las herejías que padecía, que en nuestra España un hechicero hizo embelecos con que osó decir al principio que era Elías, y después Cristo. Y entre muchos fue adorado de un obispo nombrado Rufo, al cual el mismo Severo escribe que vio privado del obispado por culpa tan sacrílega. Y nos admira que ningún escritor nuestro antiguo, ni moderno, haya hecho memoria de suceso tan notable.

     VIII. Convocó Dámaso, pontífice romano, el año siguiente trecientos y ochenta y dos, concilio general en Roma, mandando Teodosio que todos los obispos orientales concurriesen a Roma. Mas ellos concurriendo a Constantinopla le propusieron, que sus iglesias, ocupadas hasta entonces de los herejes, quedaban en manifiesto peligro ausentándose sus pastores católicos tan lejos, pues los herejes recien excluidos volverían a ellas con riesgo evidente de la religión católica. Parecía más conveniente celebrar ellos concilio en Constantinopla, y enviar sus procuradores al general que en Roma congregaba el papa. Así se hizo enviando a Roma tres obispos, Ciriaco, Eusebio y Prisciano. Y en diez y nueve de enero del año siguiente trecientos y ochenta y tres nombró Augusto (esto es sucesor del imperio) a Arcadio su hijo de ocho años. Escribiendo al emperador Graciano le enviase un maestro de quien pudiese fiar la enseñanza de sus hijos. Consultó Graciano a Dámaso, y ambos le enviaron a Arsenio, romano virtuoso y docto, a quien Teodosio dijo, como escriben Metafraste y otros: de aquí adelante serás, Arsenio, mas dueño y padre de mis hijos que yo, pues sólo pude hacerlos hombres, y tú podrás hacerlos sabios, como espero de tu prudencia y cuidado. Y en comprobación de tanta autoridad, viendo en una ocasión al discípulo sentado y al maestro que le enseñaba en pie, airado con ambos, mandó levantar al hijo y quitar las insignias imperiales, mandando sentar al maestro diciendo: siempre el discípulo es inferior al maestro.

     IX. Murió Graciano en veinte y cinco de agosto en León de Francia, perseguido de Máximo, tirano, que ocupando a Francia y a España, envió embajadores a Teodosio pidiendo le nombrase compañero en el imperio. Y advirtiendo el emperador el peligro en que estaban Italia y su emperador Valentiniano si Máximo les acometía, suspendió el sentimiento y furor con la respuesta. Y estando por estos días los obispos orientales celebrando concilio en Constantinopla (como dijimos), los herejes, que eran muchos y diversos, y los principales arrianos que negaban la igualdad de las personas en la Santísima Trinidad, solicitaron ser oídos del emperador, que deseoso de reducirlos admitió sus pláticas. Temían la emperatriz Placila, santísima matrona, y los obispos católicos pláticas del emperador con los herejes, siempre lobos con piel de ovejas. Y Antiloquio, obispo de Icona (hoy Goña), venerable en canas y santidad, entró, como escribe Teodoreto, a hablarle en ocasión que ambos emperadores padre e hijo estaban en el trono imperial. Saludó el santo viejo al padre con la veneración debida, tratando al hijo con familiaridad. Y atribuyéndolo Teodosio a poca práctica del obispo en semejantes ceremonias, por haber pasado la vida en el hiermo, le advirtió que Arcadio su hijo era ya Augusto, y se le debía la misma reverencia que a su persona imperial. Respondió el prudentísimo obispo, que bastaba lo hecho. Y viendo encolerizar sobre manera al padre por el que juzgaba desacato a su hijo, dijo con severidad cristiana: Si vuestra Majestad, señor, siente tanto que no se dé igual honor a su hijo, que de ocho años mandó llamar Augusto, cuánto sentirá la incomprensible Majestad de Dios, que los herejes blasfemos osen poner diferencia entre sus divinas personas, que constituyen un solo Dios, misterio incomprensible a los mortales? Convencido quedó Teodosio, y enseñado con cuanta pureza debe tratarse la suprema religión, decretando luego leyes de que los herejes no tuviesen juntas ni disputas, y también que los jueces seglares no juzgasen personas ni causas eclesiásticas.

     X. En el siguiente año trecientos y ochenta y cuatro por setiembre, como escribe Marcelino, parió la emperatriz en Constantinopla segundo hijo, al cual su padre mandó nombrar Honorio, en memoria de su mayor hermano; adoptando (como se lee en el poeta Claudiano) a sus dos sobrinas y cuñadas, hermanas de su mujer, Termancia y Serena, que casó con Estelicón, matrimonio que revolvió a Europa. Y en el trecientos y ochenta y cinco murió la emperatriz con sentimiento notable del emperador y del imperio, por sus excelentísimas virtudes, con particular odio a los herejes, como predicó en su entierro el gran Gregorio Niseno, y entrañable caridad con pobres y enfermos, visitando y sirviendo en los hospitales por su misma imperial persona en los más humildes ministerios con tanto amor y humildad, que queriendo estorbárselo (como escribe Teodoreto), respondía: que en socorrer necesitados se conocía la majestad imperial, mejor que en la corona. Con que aquella ilustrísima princesa ilustró la temporal y conquistó la eterna (como escribe San Ambrosio). Apenas se pasaba mes en que nuestro emperador no decretase ley contra los herejes; y para reprimir la sacrílega avaricia de algunos cristianos que desenterraban los cuerpos de los mártires para vender sus reliquias, lo prohibió con rigurosa ley en veinte y seis de febrero de trecientos y ochenta y seis años. Y en el siguiente trecientos y ochenta y siete le llegaron de repente embajadores del emperador de Roma Valentiniano y Justina su madre, que habían desembarcado en Tesalónica, huyendo del tirano Máximo, que vencido y muerto Graciano (como dijimos año trecientos y ochenta y tres) atravesando los Alpes entraba asolando a Italia.

     XI. Mucho sintió Teodosio la fatiga de Italia, y la desdicha de su fugitivo emperador, a cuyo mayor hermano debía la corona; y partiendo con algunos senadores a Tesalónica, los trató con apacibilidad de hermano, y grandeza de emperadores, consolando su aflición con ánimo agradecido. Traía Valentiniano consigo, a Gala su hermana, con quien Teodosio casó este mismo año. Y determinando bajar a Italia a remediar sus daños y restituir al cuñado en su imperio, para los gastos de tanta empresa impuso algunos tributos, que las ciudades y particularmente Antioquia sintieron tanto, que alborotadas arrastraron las estatuas del emperador y la emperatriz Placila difunta, con rebelde desacato; tan sentido de Teodosio, que despachó dos capitanes con ejército que pusieron aquella gran ciudad en tanta confusión y aprieto como refiere San Juan Crisóstomo que con muchos ermitaños vino del hiermo, donde vivía, en esta ocasión a predicar y consolar aquel afligido pueblo antioquiano. Hasta que Flaviano su obispo fue a Constantinopla, y con larga oración y lágrimas aplacó al emperador de modo que le mandó volviese presuroso a publicar el perdón a su pueblo y celebrar con él la pascua, que llegaba cerca.

     XII. Partió luego Teodosio contra Máximo, habiendo antes enviado a pedir a los ermitaños de Egipto orasen a Dios por el buen suceso. Y en particuar aquel célebre ermitaño Juan tan alabado de San Jerónimo y San Agustín; el cual profetizó la victoria, como sucedió, hallando el enemigo en Panonia (hoy Hungría) confiado en la muchedumbre de sus gentes, siempre hasta allí vencedoras. Pero acometidas de nuestro español fueron desbaratadas huyendo Máximo a Aquileya. Y siguiéndole Teodosio se le opuso Marcelino, hermano de Máximo, a quien había dejado con poderoso ejército a defender la entrada de Italia; mas vencido de Teodosio se acogió con su hermano en Aquileya. Y porque de allí con mejor consejo no huyesen a Francia o España, los cercó con tanta presteza y valor, que desesperados los cercados en veinte y siete de agosto de trecientos y ochenta y ocho años le presentaron a Máximo adornado entre prisiones, de las insignias imperiales. Y olvidado el vencedor de la ofensa, le miró condolido del infortunio; mas los soldados sangrientos, quitándole de su presencia, le cortaron la cabeza. Este furor compensó Teodosio, situando a su madre con que viviese de las rentas imperiales, y a sus hijas entregó a un pariente que las criase, como refiere Pacato en su panegírico. Y reduciendo el triunfo de tantas victorias a paz de las repúblicas, decretó ley en Aquileya en veinte y dos de setiembre, que las cosas se redujesen al estado en que estaban cuando el tirano entró en Italia. Reforzándola en diez de otubre en Milán, donde estuvo hasta junio del año siguiente trecientos y ochenta y nueve, en que partió a Roma que le recibió con triunfo muy igual a los mayores, en que llevó a su lado a Valentiniano, generoso ejemplo de agradecimiento español, como encarece San Agustín; a quien se debe más crédito que a Zosimo, que mal afecto a los príncipes cristianos (como dejamos advertido) atribuye las virtudes de Teodosio y sus acciones religiosas y gallardas, a impulsos de incontinencia y vanidad.

     XIII. Mandó en Roma que los ídolos y sus templos se destruyesen. Desterró a Simaco, célebre orador de aquel siglo, porque en una trabajada oración instó demasiado en pedir que no se tocase en la ara de la victoria en el Capitolio, ignorando como gentil que quien no sigue a Cristo, le persigue; pues la deidad no admite división. Y porque aquella república con las revoluciones de la guerra era sentina de herejías y maleficios, a instancia de Siricio, papa sucesor de Dámaso, estableció leyes con que aseguró aquella gran ciudad cabeza del mundo en la religión y sosiego cristiano, diligenciando que el papa juntase concilio en Cápua. Y saliendo de Roma primero día de setiembre volvió a invernar en Milán, donde llegó aviso de un gran tumulto que los ciudadanos de Tesalónica habían hecho contra los ministros imperiales con muerte de algunos. Y con ira española mandó que tan gran delito se castigase, con que los soldados mataron en un día siete mil personas como refiere Teodoreto, sin distinción de edades, estados, ni culpas; horrible atrocidad que asombró al mundo. Y queriendo el emperador entrar en el templo de Milán, saliendo a las puertas su gran arzobispo Ambrosio afeando con ásperas palabras crueldad tan inhumana, le descomulgó en público, excluyéndole de los oficios divinos hasta que hiciese penitencia. El emperador se retiró a su palacio reconociendo su culpa, con ejemplo admirable de que el pecado del príncipe, público siempre por la eminencia de su estado, pide pública enmienda como Teodosio la hizo. Después de la cual y muchas muestras de humildad, en la fiesta de Navidad, postrado en el templo dijo en voz alta el verso del salmo 118: Adhoesit pavimento anima mea: vivifica me secundum verbum tuum. Admirando al mundo más que la culpa la enmienda, poco usada de los poderosos, y como tal alabada de los santos en nuestro gran español, que a instancia de San Ambrosio hizo ley de que sentencia de muerte no se ejecutase hasta pasados treinta días.

     XIV. En fin del año trecientos y noventa murió en Constantinopla Gala Augusta, segunda mujer de Teodosio; hizo sepultarla Arcadio su alnado con pompa imperial. Y el viudo habiendo estatuido leyes severas contra los sacrificios gentiles y severísimas contra los apóstatas de la verdadera religión cristiana, volvió a Constantinopla en diez de noviembre año trescientos y noventa y uno, como escribe Sócrates; donde en llegando colocó la cabeza de San Juan Bautista recien hallada en Cilicia, habiendo hecho edificar para su colocación un suntuoso templo, como escriben de los griegos, Sozoméno, Cedréno y Nicéforo Calisto; y de los latinos Próspero y Sigiberto. En esto se ocupaba cuando tuvo aviso de que Valentiniano había sido muerto por unos conjurados en Viena en quince de mayo de trecientos y noventa y dos, víspera de Pentecostés como advirtió Epifanio; y consiguientemente llegó a Constantinopla Rufino Ateniense, embajador de Eugenio, a quien el ejército inducido de los conjurados, había nombrado emperador de occidente; cristiano sólo en el nombre y en las obras muy dado a encantos y hechicerías, por cuyos embelecos se anunciaba el imperio, y por su embajador pedía confirmación del nombramiento. Teodosio que en la embajada conoció la cautela de divertirle, por los mismos filos dilató la respuesta y dispuso la jornada. Y nombrado Honorio, su hijo segundo, emperador de occidente en diez de enero del año siguiente trecientos y noventa y tres, habiendo encomendado el suceso a Dios por las oraciones de obispos y monjes santos, y principalmente de Juan el de Egipto, que (como dijimos) le profetizó la victoria de Máximo y también ésta de Eugenio, que en Roma estaba renovando los sacrificios gentiles y con hechizos y agüeros blasonando la victoria contra Teodosio, partió a Italia.

     XV. Con estos aparatos se encontraron en los Alpes en seis de setiembre, como escribe Sócrates, del año trecientos y noventa y cuatro, el capitán y ejército gentil en sitio aventajado esperaban al cristiano, que siguiendo las cruces de sus estandartes acometió al enemigo. Fue la batalla tan porfiada que los apartó la noche, como refiere Zósimo; y fatigado Teodosio, de ver derramada tanta sangre cristiana se puso en oración, en la cual, como escribe Teodoreto, y se ve en monedas de aquel tiempo, que pone Baronio, le aparecieron los apóstoles San Juan y San Felipe prometiéndole ayuda y vitoria, La misma visión tuvo un soldado que luego vino a referirla al emperador; con que al amanecer volvió animoso a la batalla en que sucedió aquel milagro tan celebrado de los escritores y particularmente del poeta Claudiano, que soplando el aire al principio contra el ejército cristiano, se volvió revolviendo flechas y lanzas a los mismos gentiles que las tiraban con tanta furia y daño, que asombrados y vencidos volvieron las espaldas, y Eugenio preso fue llevado ante Teodosio; en cuya presencia los soldados, recelando que le perdonaría le cortaron la cabeza: acabándose en esta sola vida aquella guerra civil, porque nuestro gran español mandó luego publicar general perdón; y que los hijos de Eugenio que se habían amparado en los templos recibiesen el bautismo siguiendo la fe con el amparo.

     XVI. Avisó a sus hijos de la victoria, mandándoles viniesen a Milán, donde los encomendó a su gran arzobispo Ambrosio. Y juntando el Senado encargó con gravísimas razones, profesasen y defendiesen la religión cristiana, en cuya defensa Roma y sus emperadores gozaban tantos triunfos; y abominasen la idolatría de los que habían llamado dioses siendo demonios: en cuyo engaño Eugenio y sus secuaces habían muerto, y morirían cuantos en ellos creyesen. Cuando con tanta cristiandad y valor disponía el imperio, enfermó en Milán; y habiendo precedido terribles terremotos y señales, murió en diez y seis de enero de trecientos y noventa y cinco años, en cincuenta de su edad y diez y seis de imperio, admirable en tantas valerosas acciones, hijo de su valor, gloria de su patria, amparo de la iglesia y tranquilidad del mundo. Aunque Suidas, (siguiendo en esto a Zósimo) no pudiendo negar el valor de sus obras, le imputó pensamientos viciosos. Tanto impele un afecto pervertido. Su cuerpo fue llevado a sepultar a Constantinopla.

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