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Arriba- XXVII -

La lectura


La escritura y la lectura son opuestas entre sí, como lo son el dar y el recibir, porque la acción de recibir supone la acción de dar; no se concibe que sea posible el recibir, sin que esta acción haya sido precedida por la que consiste en dar; lo mismo es con respecto a la lectura y a la escritura.

La marcha de la enseñanza para la lectura emana necesariamente de la misma naturaleza de las cosas; fácil es de reconocer, pues el joven sabe ya leer según la noción primera que se refiere a esta voz. La lectura era la segunda y necesaria parte de la acción que verificaba el joven cada vez que recibía, y sobre todo cuando transcribía sus pensamientos propios.

La lectura, en la ordinaria acepción de esta palabra, la lectura según la significación que le da la escuela, la lectura de los caracteres impresos y escritos con arreglo a este método, es muy cómoda; pues mientras que, en otro tiempo, el joven, al cabo de un año de estudio, no conseguía sino leer apenas y con esfuerzos grandes, hoy consigue leer, sin fatiga ni pena, después de algunos días de ejercicios.

Lo más importante aquí es que los caracteres impresos sean comparados a las letras grandes romanas precedentemente empleadas para la enseñanza de la escritura, y que se haga resaltar esa similitud a los ojos del niño; decid, por ejemplo: i es = I, o bien o es = O, o u es = U, etc., etc.; pero asimismo importa indicar como las líneas fundamentales de uno de estos géneros de letras se contienen en el otro, y como nuestros pequeños caracteres impresos provienen de las letras latinas.

El punto a que ha llegado el joven en este grado de su desarrollo general, gracias a esta enseñanza, nos permite atestiguar que lee correctamente la escritura escrita y los caracteres impresos, y que indica por diferentes pausas, la división en el conjunto de las voces. El joven se ha desarrollado de tal suerte, que ya le es dado apropiarse otras ideas además de las suyas, comparar sus ideas propias y sus sentimientos particulares con las ideas y los sentimientos ajenos, y elevarse al mayor grado posible de desarrollo y de formación.

Así desde el principio de su existencia hasta el momento en que termina el grado de la edad de adolescente, el hombre se manifiesta bajo todos los aspectos, grados y condiciones del desarrollo de su ser. Hemos indicado, en todo su enlace interno y viviente, en toda la reprocidad de su acción y en sus ramificaciones naturales, como en toda su realidad, el medio por el cual el hombre, llegado a la edad de alumno, puede y debe recibir el desarrollo de conformidad con su edad y con la naturaleza humana en general.

Si todo lo consideramos desde el punto de vista que se ha tratado de hacer predominar en esta obra, notaremos que muchas manifestaciones de vida en el niño no tienen, en manera alguna, dirección particularmente determinada; así el empleo de los colores no supone un pintor, ni el del sonido y del canto un músico; mas estos ejercicios concurren al desarrollo general y a la formación del ser del hombre; son comúnmente el alimento reclamado por el espíritu; son el éter en el cual el espíritu vive y aspira la fuerza, el vigor y la extensión, si se nos permite decirlo así, porque las aptitudes del espíritu, don sublime hecho al hombre por Dios, y que sin disputa procede del mismo espíritu de Dios, deben aparecer en cuanto sean multiplicidad y recibir, a este título, la satisfacción, múltiple también, que las mismas reclaman. Hagamos, pues, constar aquí una vez más, que se da un golpe destructor a la naturaleza del niño, cada vez que se contrarían o se ahogan esas diversas direcciones del espíritu del hombre, que se educa y crece en la vida. Error funesto es el de los que, creyendo servir la causa de Dios, la del hombre y la del niño mismo, y trabajar por la felicidad terrenal, por la paz interna y por la celestial beatitud del hombre niño, descartan de éste tal o tal aptitud, para sustituirla arbitrariamente con tal o tal otra. Dios hace que se desarrolle aun la menor y la más imperfecta de las cosas en un orden siempre ascendente, según una ley eternamente fundada en sí misma, y que eternamente se desarrolla, fuera de sí misma también; y el hombre referirá tanto más a la Divinidad, -el más sublime de sus objetos-, sus pensamientos y sus actos, cuanto más sea, por sus relaciones paternales, con respecto a sus hijos, lo que Dios es con respecto a los hombres. Notemos de nuevo, a propósito de la educación de los niños, que el reino de Dios es el reino de lo intelectual en el hombre, en nuestros hijos, es por lo menos una parte del reino intelectual, del reino de Dios: he ahí porque debemos consagrarnos a la formación general de lo intelectual en el hombre, a la formación y al perfeccionamiento de su cuerpo y de su espíritu, como manifestaciones individuales, y siempre convencidos de que el hombre, para elevarse a la altura de su vocación, debe ser educado en la vida civil y común con arreglo a cada una de las necesidades individuales de su ser.

Decimos a veces, sin dejar de reconocer estas verdades, que nos es más posible aplicarlas a nuestros hijos llegados a los límites de la edad de adolescentes, y nos preguntamos qué utilidad sacarían aquellos de esta enseñanza general, para su individuo o para su vocación; pues se aproxima el tiempo, añadimos nosotros, en que tendrán aquellos que subvenir a las necesidades materiales y cuotidianas de la vida y ayudarnos en nuestros trabajos. Tenemos razón; muy avanzados en edad son nuestros hijos para lo que deberían aprender aún; pero también, ¿porque no hemos cuidado de dar a su espíritu el alimento que le era necesario? ¿Deben por ello, estos jóvenes, perder su desarrollo y su formación futura? Con frecuencia decimos también que cuando nuestros jóvenes sean mayores, tendrán tiempo de recobrar lo que puedan haber perdido. ¡Insensatos de nosotros! Al hablar de tal suerte, ¿no oímos, por poco que escuchemos, una voz interior que en nosotros se rebela? Puede suceder que más tarde se recobre acá y acullá, algún poco de lo que no tenemos por qué ocuparnos aquí; pero lo que fue disipado o abandonado, durante los años de la infancia, en la educación y en el desarrollo del hombre, eso no puede recobrarse más. Así pues, nosotros, hombres, padres, madres, cuidemos de no dejar por más tiempo abiertas las sangrientas llagas que agotan la vida; fortifiquemos los lados débiles de nuestra alma; evoquemos los sentimientos y las ideas verdaderamente nobles, verdaderamente dignas del hombre que pueden haberse alejado de nuestra inteligencia; encendamos de nuevo esas apagadas antorchas del alma. ¿Disfrazaríamos a nuestros ojos todo lo que no es sino la prueba de haber dejado huecos en la educación de nuestra propia infancia y de nuestra propia juventud? ¿Rehusaríamos ver, en nuestra alma, los nobles gérmenes que, en cada una de las épocas de nuestra vida, fueron rechazados, comprimidos, abogados y extinguidos? ¿Y nos obstinaríamos en no querer reflexionar sobre ello cuando el interés de nuestros hijos lo exige? Poseemos una carga del todo regulada, un destino muy elevado, una misión por completo lucrativa: el empleo de la vida. Pero, si nos regocijamos con nuestra formación social y refinada, ¿podríamos evitar que los vacíos y las brechas de nuestra formación interna no se presentasen a nuestra alma, y que pudiese extinguirse en nosotros el sentimiento de esa imperfección, que tiene sobre todo su origen en los defectos de la educación de nuestra juventud?

Si queremos que nuestros hijos, que han alcanzado ya el límite de esta edad sin haber aprendido nada, ni haberse desarrollado con arreglo a lo que esta edad supone, lleguen aún a ser hombres buenos y útiles, deber nuestro es conducirlos de nuevo a la enseñanza del grado de la infancia, o por lo menos, al del grado del adolescente, a fin de hacerles recobrar, en cuanto posible sea, lo que hubiesen perdido.

Puede suceder que, de esta manera, nuestros hijos alcancen el objeto determinado un par de años más tarde que sus contemporáneos, ¿qué importa? ¿No será mucho mejor dejarles alcanzar un objeto cierto algo más tarde, que un objeto ficticio algo más pronto? ¡Queremos ser hombres probados en la vida, y comprendemos tan poco y tan mal las exigencias de la vida verdaderamente digna! ¡Nos preciamos de ser artesanos de la vida, hombres que comprenden todos los asuntos íntimamente enlazados con la vida, y, no obstante, ahí en donde estos asuntos son tan importantes, tan serios para nosotros, cuán mal o cuán poco los comprendemos! Ostentamos la pretensión de una gran experiencia, y si se trata de recoger los frutos de la misma, ¿qué nos toca?

Si resumimos en un solo punto el grado de formación que el hombre ha adquirido por la marcha de educación y de enseñanza hasta aquí seguida, veremos con certeza que el joven ha obtenido el sentimiento de su ser intelectual, individual y espontáneo; que se reconoce como un todo intelectual, en su unidad como en su multiplicidad; que ha adquirido la facultad de manifestarse como tal en todos conceptos, de manifestar fuera de sí, y por la multiplicidad, su existencia en toda su unidad y su multiplicidad.

Encontramos y reconocemos así al hombre, lo mismo que al joven, apto para cumplir el deber más importante, más sublime de su destino, a saber: la manifestación de la acción divina de su ser.

El presente libro y toda la vida del autor no tienen otro fin que el de hacer adquirir al hombre esta aptitud del conocimiento firme y seguro de sí mismo, para la penetración, para la claridad de la vida libremente formulada, para todo lo que conduce, por grados sucesivos de desarrollo y de formación, de la edad del adolescente a la vida. Y si necesario fuese invocar en testimonio de ello una garantía exterior, todos esos niños, dotados de tanta frescura o ingenio, de valor y de alegría, de inteligencia y de alma, que formaban como una graciosa guirnalda en que se inspiraba el autor y que mientras él escribía este libro le rodeaban, sin fatigarse jamás de sus lecciones, reclamándole sin cesar una satisfacción, un nuevo alimento para su actividad y para su vida; esos niños, repetimos, estarían ahí para atestiguar que escribía la verdad.




 
 
Fin