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ArribaAbajo- XX -

De Doña Juana Teresa, Marquesa de Sariñán, a la señora de Maltrana


Cintruénigo, Junio.

Hermana y amiga: He tardado en contestarte, esperando a tener noticias claras, fehacientes de tu padre, las cuales ayer llegaron por un propio que nos envió nuestro buen amigo D. Blas de la Codoñera. Resulta que no sólo vive, sino que goza de envidiable salud. Allá le tienes, en el campo de Cabrera, hecho un brazo de mar, agasajado por el cabecilla, bien quisto de todos, desempeñando no sé qué papeles de consejero o de asesor en negocios políticos. Es mucho D. Beltrán. No hay otro en el mundo de más suerte: allí donde matan, él vive y triunfa; allí donde reinan la desolación y la estrechez, él se las arregla para figurar en primera línea, y darse vida y tono de príncipe de sangre real. Sería curioso conocer los prodigios de labia   —158→   y finura con que ha logrado catequizar a tales verdugos. ¡Qué cosas les habrá dicho! ¡Qué invenciones habrán salido de aquella cabeza fecunda en lindos enredos! Voy creyendo que tu padre tiene siete vidas como los gatos. Por conducto de D. Blas a todos saluda y bendice, añadiendo las carantoñas que sabes son muy de su carácter, y con las cuales se hace perdonar sus graves defectos: nos pide dinero y ropa. Hemos acordado Rodrigo y yo enviarle una cantidad no muy crecida, ocho onzas, que me parecen suficientes para mantener su decoro entre aquellos salvajes o para regresar si lo desea. Dime si estás dispuesta a contribuir con la mitad del dicho emolumento, o sea cuatro onzas, pues si a ello te negaras y tuviéramos que acudir solos al remedio del noble señor, nos concretaríamos a seis onzas. Justa es la mitad de esta carga tuya, y aun no sería malo que por entero la llevaras tú, pues nosotros harto hemos hecho por él teniéndole en casa y aguantándole el genio. También te digo que si cansado de aquellas glorias y de los papelones que allí hace, vuelve al arrimo de la familia, sería para nosotros un gran alivio que le tomaras tú por una temporada. Hija, no hemos de estar los de acá siempre a las agrias y tú a las maduras. Para que se reparta equitativamente la persona del primer noble de Aragón, es preciso que tú le tengas y le aguantes un año por lo menos. Así lo propondrá Rodrigo a su abuelo en la carta que le escriba mañana por el   —159→   propio de D. Blas; habla tú de esto con Juan Antonio y dime lo que resolváis, sin olvidarte de mandar las cuatro onzas consabidas. Puedes estregárselas a Capistrana, a quien di el encargo de comprarme y remitirme un buen carnero merino y doce ovejas.

Mejor informada de lo que yo creía estás en el asunto de la proyectada boda de Rodrigo con la niña de Castro-Amézaga. De lo sucedido el otoño último, cuando fuimos a vistas, te enteraría tu padre, de seguro pintando las cosas con exageración y un poco de mala fe. ¡Dichoso D. Beltrán! Dios me le perdone; no puedo menos de atribuirle alguna parte de culpa en el desgraciado giro de aquel proyecto. No hubo tal desaire, ni manifestación de desagrado por parte de la entonces mayorazga: al contrario, bien nos demostró que apreciaba en todo su valor las prendas morales de mi hijo, su nobleza y virtud, y que las físicas le causaban impresión favorable, fundamento de un honesto cariño. Todo habría concluido felizmente si no mediara la envidia oculta, que por medio de cábalas y manejos viles procuró el deprecio de la moneda legítima para poder pasar la falsa. El proyecto se malogró por entonces, perdiendo más en ello Demetria que Rodrigo. Pero tengo el gusto de participarte, para que hagas correr la noticia, que reanudadas las negociaciones hace dos semanas, presentan un semblante lisonjero. Escribió mi hijo a la señorita de Castro reiterándole su anhelo de hacerla Marquesa de Sariñán, y   —160→   ella contestó casi a vuelta de correo. A la vista tengo su carta, que es una monadita de humildad y discreción. Se cree indigna de honor tan grande... su negativa no fue desprecio, etcétera... ni desconocimiento de las cualidades, etcétera... fue que en aquellos días sentía vocación de soltera, etcétera. Si el de las niñas tiene mucho que estudiar, no son menos intrincados y misteriosos los noes de estas muchachas trabajadorcitas y que no quieren ser marquesas... El tono de la carta revela que aquellas ganitas de consagrarse a vestir imágenes pasaron ya: eran sin duda uno de tantos trastornos ocasionados por el cambio de edad, por el despertar de la imaginación, de los nervios, etcétera... en fin, tonterías, y algo de no quiero, no quiero, échamelo en el sombrero. Dice la niña que le demos un par de meses para determinarse... Esto es para no aparecer que lo desea con vehemencia, o una manera garbosa de volver sobre su acuerdo. Tantos melindres y gazmoñerías no tienen otro objeto que dar más valor a la aceptación. Yo traduzco la carta al lenguaje de la sinceridad, y leo así: «Señor Marques, estoy rabiando por casarme con usted... pero quiero darme todavía otro poquito de tono, y pongo la boca chiquita y arqueo las cejas para expresar la vergüenza que siento cuando me hablan de boda».

De veras te agradezco el interés que muestras por mí en este asunto; mas esto no me quita los agravios que de ti tengo, causa de   —161→   que no te escribiera más pronto. Y como me estorban los enojos muy guardados en el alma, allá van los míos, Valvanera, y ojalá queden desvanecidos con tus explicaciones. Aquí estoy aguardando a que me digas la razón de albergar en tu casa, un mes y otro mes, a un sujeto con quien ni tú ni tu marido tenéis parentesco conocido. Verdad que para saber si hay parentesco falta el dato principal: quiénes son los padres de ese mozalbete y su verdadero apellido. No acabo de entender que Juan Antonio, hombre tan mirado, tan atento al decoro de su casa, consienta estos huéspedes fijos, que parece forman parte de la familia. Dime: ¿habéis puesto fonda? Y que le tratáis a cuerpo de Rey, según mis noticias, con unos mimos y un regalo que sólo se prodigan a las personas muy amadas. Podrá en esto no haber ninguna malicia; desde luego declaro que tu reconocida virtud no desmerece por esto a mis ojos; pero no debes creer que sea tan benévola como yo la opinión. No habrá malicia, repito, pero sí hay un acertijo que no entiende nadie, y Juan Antonio debe apresurarse a darnos la clave. Del misterio al escándalo poca distancia hay que recorrer, y como el escándalo habría de afectar a toda la familia, Rodrigo y yo tenemos derecho a que se nos diga quién es ese sujeto, y por qué ha echado raíces en tu casa. Del tal, a quien no puedo llamar caballero mientras no conozca su procedencia, su familia, su nombre, sólo sabemos que con   —162→   pretexto de una herida leve se pasó en la casa de Castro-Amézaga tres meses y medio, a mesa y mantel, cobrándose en vida regalona los servicios que prestó a las niñas en su escapatoria de Oñate; sabemos también que es de la cáscara amarga, es decir, romántico, y el romanticismo no significa otra cosa que el disimulo de la holgazanería y los vicios: todo ello cuadra muy bien a un personaje que no se sabe de dónde ha salido, ni de quién recibe el dinero que gasta. No me saques a mí el cuento de que ignoras quién es. Esa no pasa, Valvanera: tú lo sabes, y vas a decírmelo; de lo contrario, tendría yo que imaginarlo, exponiéndome a errores. No he de suponer tampoco que tu huésped es un gorrón de oficio que reparte el año comiendo tres meses en cada casa. Como a la mía no ha de venir, porque aquí no se mantienen vagos, nada de esto me importa; pero la protección que das a ese sujeto podría ocasionarnos peor gravamen que el comernos un codo, y así te suplico me digas para qué tienes ahí a ese hombre, y qué hace y en qué se ocupa, y por qué no se va a Madrid, que es el terreno del romanticismo y del libertinaje.

Y vamos a otro asunto que con este no tiene, supongo, ninguna relación. La carta que contesto es la primera tuya en que me hablas de mi hermana Pilar, cosa que me sorprende, pues siendo mis relaciones con ella tibias, casi nulas, no parece lógico que me pidas a mí noticias de su salud, mayormente   —163→   cuando con ella te carteas tan a menudo. Yo soy quien debo pedirte a ti noticias de mi desgraciada hermana, pues siempre fuiste tú su amiga y confidente. ¿A qué sales ahora con la falsa tecla de que no sabes de ella y temes por su salud? Sea lo que fuere, te diré que directamente nada sé de Pilar; pero por referencias me consta que está buena, mas con la grandísima pesadumbre de haber perdido a su criada Justina, su mujer de confianza; la que poseía todos sus secretos, que no debían ser pocos, según mi cuenta. Yo también he sentido a la pobre Justina, mujer de una lealtad a toda prueba, reservada y discretísima, como correspondía a quien consagra su vida al servicio reservado de una señora como Pilar. Pues bien: cuando cayó enferma Justina, fue a verla Jerónima, su hermana, que, como sabes, reside en Cintruénigo, y al volver me dijo que Pilar menudea cartas contigo, y que cada semana te emborrona cuatro pliegos. Con que... ten cuidado, Valvanera, ten cuidado: ya ves qué pronto te he cogido en una mentirilla... Es que sois tontas de remate; yo soy lista, muy lista, aunque me esté mal el decírlo, y ninguna simplona como Pilar y como tú, cada cual por su estilo dañadas de romanticismo, ha conseguido engañarme nunca. Nadie me iguala, puedes creerlo, en descubrir en la menor palabra, en cualquier frasecilla insignificante, la punta de un hilito. No puedes figurarte hasta qué punto son sutiles mis dedos para coger   —164→   la hebra casi invisible y tirar de ella. Claro es que algunas veces me equivoco, y no saco nada; pero otras ¡suelen venir a mis manos ovillos tan gordos!... Con que... ándate con cuidado conmigo, Valvanera, y no me busques el genio, que lo tengo muy malo, quiero decir, sagaz, investigador, calculista. Hame dado en la nariz... Y no más por hoy.

Pues dejando esto aparte, hazme el favor de decir a Pilar, en tu primera contestación a sus largas epístolas, que no la quiero mal; que me duelen nuestras discordias, motivadas por mil pequeñeces que no debieran enemistar a dos hijas de un mismo padre; que debemos perdonarnos recíprocamente nuestros agravios y picardihuelas, y esperar la muerte tratándonos como hermanas. Queda convidada a la boda de mi hijo con la niña de Castro, si, como creo, se realiza en el otoño próximo, y tendré una gran satisfacción en alojarla en mi casa, siempre que venga sola, pues con Felipe no espero hacer nunca buenas migas... Y aquí pongo punto final, guardándome todavía no pocas cosillas y reconcomios que ya irán saliendo. Un abrazo mío muy apretado mando a Juan Antonio, a tus hijos muchos besos, y a ti todo el afecto de tu cariñosa hermana -Juana Teresa.



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ArribaAbajo- XXI -

De Fernando Calpena a D. Pedro Hillo


Villarcayo, Junio.

Querido capellán: Hemos pasado unos días crueles con la enfermedad de los niños. Cayó Nicolasa con calenturas el 15 del pasado, reponiéndose al séptimo día; mas antes de que esto sucediera, el segundo de los varones, Federico, fue atacado del mismo mal, que degeneró en tabardillo. Veinte días hemos tenido a la pobre criatura entre la vida y la muerte. Figúrate la ansiedad de los padres, que ha tiempo vienen siendo enfermeros de su prole, dañada de no sé qué mal profundo, insidioso. Tengo la satisfacción, en medio de mis tristezas, de haberme asociado a los afanes de esta noble familia, y por fin, al gozo de verles vencedores del terrible mal. A fuerza de cuidados y desvelos hemos rechazado a la muerte, y lo digo así porque no he sido yo menos padre que ellos, en el sentido de la solicitud vigilante. Cuando el cansancio les rendía, yo he ocupado su puesto, poniendo toda mi alma en aquel servicio humanitario. La gratitud de estos nobles amigos me envanece más que si hubiera yo ganado laureles de los que vivamente halagan el amor propio.

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Y no es esta la única conquista que he realizado en estos días de prueba. Ya sé lo que es calor de familia; en mí anidaron y criaron sentimientos dulcísimos que ya llevaré conmigo en lo que de vida me reste; me va muy bien con ellos; me espanta la soledad en que yo quedaría si estos sentimientos me faltasen, y me compadezco de mí, acordándome del tiempo en que no los conocía. Tengo que razonar para convencerme de que no es mi hermano el pobre niño que hemos salvado de la muerte; sus padres no sé qué son míos: sólo afirmo que les quiero y que me quieren. En los días de ansiedad y de lucha con la muerte, respirábamos los tres con un solo aliento; ellos me daban su temor; yo les daba mi esperanza.

La mañana feliz en que consideramos salvado a Federico, Valvanera selló nuestro espiritual parentesco con una confianza sublime. Incapaz de contener su efusión maternal, me llamó a su cuarto, y en presencia de Juan Antonio me descifró el enigma de mi vida. Ya sabía yo que ella y mi madre son amigas íntimas, que desde la infancia se adoran. Ahora sé el nombre que ignoraba, la condición social y otras particularidades de mi nacimiento y de mi niñez... El desgarrón del velo que envolvía mi origen me hizo caer en un estupor parecido al idiotismo: he pasado un día sin darme cuenta de cosa alguna, mirando con embargada atención la fórmula resolutiva de mi problema, y los nuevos problemas que de aquella solución   —167→   se derivan... Por la noche, solo en mi aposento, lloré largo rato, sintiendo dentro de mí un desconsuelo inexplicable, no sé qué, sin duda reflejo de las aflicciones que por mí ha pasado la persona que me dio la vida. Pensaba que si yo hubiera muerto al nacer, habría evitado sus acerbas penas, y luego las mías. Ya no puedo evitar nada; soy impotente para todo, y la idea de que mi amor y mi gratitud a ese noble ser han de esconderse en la obscuridad y en el disimulo como si fueran delitos, me vuelve loco.

En tanto, mi drama se ha empequeñecido. Dentro de mi espíritu lo veo cada día perdiendo volumen y claridad. Síntomas de olvido empiezan a manifestarse: he notado que pasaban largas horas sin que de su terrible argumento y de sus personas me acordase. Pero ayer y hoy he advertido que me ronda, que viene en mi busca. Una nueva carta de Pedro Pascual me informó ayer de que los Arratias están furiosos contra mí. No ha podido averiguar mi amigo si Aura había regresado al domicilio conyugal: sospechaba que no. Como puedes comprender, estas noticias me inquietan, me trastornan, impidiéndome condensar las ideas y fijar mi voluntad en una sola dirección. Tengo que dividir mi espíritu, como un caudillo militar que dispersa sus tropas para la ofensiva necesaria en un punto y la defensiva en otro. Me halaga la esperanza, querido clérigo, de que se den órdenes para que no se aplace más tiempo tu viaje. Aunque Valvanera y   —168→   Juan Antonio colman mis anhelos de sociedad y de amistad y todo, parece que me falta algo. ¡Que vengas, hombre! Quiero marearte un poco y hacerte rabiar. Por esta noche no escribo más.

Sábado.- He pasado el día haciendo muñecos de papel al niño convaleciente. Te asombrarías como yo de mi habilidad en este arte. He construido una docena de clérigos graciosísimos con sus tejas descomunales, y otras tantas monjitas con blancas tocas; sobre la cama los iba poniendo en correcta formación el pequeño. En la sección de animales he sido menos afortunado; pero aun así, mis gatos, mis burros y mis elefantes han cumplido el objeto para que fueron creados. Por cada cucharada de alimento o de medicina que toma el chiquillo, cobra anticipadamente una figura, y en ocasiones un cuarto. Por la noche, cuando le rinde el sueño, y después que el contacto de su frente y muñecas nos dice la frescura de su sangre, recogemos en una cestita todas las colecciones clericales y zoológicas, para hacer en ellas las reparaciones convenientes. Pero dudo que mañana obtengan el mismo éxito; ya se me ha indicado para mañana un nuevo mundo que debe salir de mis manos hacedoras: torres, puentes, barcos de guerra y fortalezas con cañones.

Te dije ayer que el drama me acecha: hoy te digo que ha venido Churi; pero no le han permitido entrar en la casa, ni yo he de salir a verle: le tengo miedo. Desde mi ventana le he visto rondar por estas inmediaciones,   —169→   con cara famélica y ansiosa. ¿Qué querrá decirme? ¿Me traerá alguna carta? Mejor es que no lo sepa. Juan Antonio ha encargado a uno de los mozos que le despabile, amenazándole con dar parte a la justicia y meterle en la cárcel si no se larga de estos contornos. ¡Pobre Churi! ¿Qué me querrá?

Valvanera y su marido me han predicado un cariñoso sermón sobre la obediencia, y yo he reconocido que a ella me obligan todos los respetos y las nuevas afecciones que siento en mí. No haré más que lo que ellos dispongan. Forzosamente vuelvo a la niñez. La querida persona que se ha pasado lo mejor de su vida sin poder acariciarme y gobernarme, quiere hacerlo ahora, y yo me apresuro a ofrecerle mi sumisión incondicional. Es difícil, no obstante, que pueda darle gusto en una cuestión que, según me ha declarado Valvanera, es su sueño dorado. Bien comprenderá que no puedo disputar al Marqués de Sariñán la excelsa niña de Castro, cuyos méritos son tales que hoy me avergonzaría yo de dirigir hacia ella mis aspiraciones. ¿Qué piensas de esto? Sería imponerme una ridiculez; sería lanzarme quizás a un nuevo desastre. Me siento sin fuerza moral para tal empresa; necesito un largo reposo, y restaurar mi espíritu desquiciado y en ruinas.

Y sobre todo, ¿quién soy yo, ¡triste de mí! para pretender honor tan grande como la posesión de esa maravilla de la humanidad? ¿En qué sentimientos he de fundar mi campaña?   —170→   ¿En la admiración que hacia ella siento? Eso no basta. Mi conciencia, hoy por hoy, no me permitiría expresar otros sentimientos... Me ha revelado Valvanera la situación social dolorosísima en que mi existencia pone a mi madre, y esto acaba de hundirme. Me achico cada día más; me siento enano, microscópico; me pierdo entre las multitudes plebeyas, y deseo que nadie se fije en mí, ni me pregunte quién soy ni de dónde he venido.

La tristeza se me va aposentando en el alma, no como huésped, sino como propietario que se decide a ocupar por siempre su domicilio heredado: no podré arrojarla nunca; la siento que se acomoda y agasaja, que enciende el hogar, que coloca sus muebles, que imprime aquí y allá su huella, y va calentando este y el otro rincón. ¿Pero qué me importa no ser nadie, si soy todo para una sola persona, y esa persona es todo para mí? Te aseguro que si no existiera mi madre y la cadena que a ella me une, para mí no habría un bien como la muerte. Me halaga la idea de no sentir nada; de sentir, si acaso, la vaga impresión de la quietud, de la carencia de todo estímulo. Es dulce notar vacíos de interés los dramas y dormidas en nuestro regazo las pasiones. Ayer fui con el párroco a visitar el cementerio: no puedes figurarte la envidia que me daba de los que duermen bajo aquellas lápidas, protegidos por una cruz. Los hay sin lápida; los hay anónimos, de olvidada filiación; los hay sin cruces ni   —171→   signo alguno. Toda la noche he visto en mi mente las cruces solitarias, algunas no muy derechas, y me ha sido grato pensar en la placidez de los que duermen en la tierra, soñando quizás que han desaparecido del mundo el mal y la ridiculez. Mándame las Noches de Young, que encontrarás en la librería de Boix, Carrera de San Jerónimo, o en la de Pérez, calle de las Carretas, frente al Correo. Mándame también las Noches lúgubres de Cadalso. Adiós: me acuesto sin sueño.

Domingo. -Hoy, oyendo misa con Juan Antonio en la parroquia, no he cesado de pensar que podrías interpretar torcidamente lo que anoche te escribí acerca de mis nuevas amistades con la muerte. El recelo de que supongas en mí intentos de suicidio me inquieta, querido capellán, pues nada más lejos de mi ánimo que el propósito de poner fin a mi pobre existencia. La convicción de que si a mí mismo no me necesito para nada, a otras personas queridísimas soy necesario, me obliga a rectificar aquellas ideas. El vivir no me gusta; pero es un deber; como tal acepto la vida, y procuraré su conservación. No quiero hacer más víctimas. Que las personas que aman mi vida la tengan, aunque a mí me pese. ¿Sabes lo que discurría anoche, desvelado, dando vueltas en mi cama? Pues que Dios debiera pasar a mi naturaleza la enfermedad, raquitismo, o lo que sea, que destruye a los hijos de Maltrana, transmitiendo a estos mi salud vigorosa. ¡Qué contentos   —172→   se pondrían sus padres con este cambio! Pues aunque a mí me lloraran, me llorarían una vez, y sus hijos son cinco, cinco duelos en perspectiva. Hoy me rectifico, amado clérigo, y no pido a Dios semejante cambio de naturaleza; es mucho mejor que los chicos y yo vivamos. Por consiguiente, verás que tacho el párrafo en que te pedía me mandases las Noches de Young y de Cadalso. Déjame a mí de Noches, hombre, y mándame días si los hay. En vez de esos librotes que inducen a la melancolía, haz un paquete con el nuevo drama de Víctor Hugo, Angelo, tirano de Padua, con la Gabriela de Belle Isle, de Dumas, y todo lo demás que de este género encuentres en casa de Boix, y me lo echas para acá con el primer ordinario que salga. Que sean en francés: no quiero traducciones.

Última hora: a mí llega un run-run que, si se confirma, me librará de la falsísima, indelicada posición a que quiere llevarme mi buena madre, haciéndome pretendiente de secano de la sin par Demetria. Susurran de La Guardia que al fin hay arreglo, y que en el frontispicio de Castro-Amézaga se pondrá la corona de Sariñán y de Villarroya de la Sierra. Tú lo verás si vas por allí, que yo no pienso verlo. Paréceme muy lógica tal unión, y no siento más que no tener aquí a mi D. Beltrán para pasarle la noticia por los morros. ¿Serán felices? Averígualo tú, que yo no puedo. Vuelvo a creer que sólo los muertos son dichosos.

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Ahora que me acuerdo: mándame también el tomo de poesías de Víctor Hugo, Hojas de otoño. Este poeta me enloquece. De Walter Scott quiero la Fiancée de Lamermoor, que conozco y quiero leer de nuevo, y la Hermosa de Perth, que no conozco. Me siento ávido de poesía y literatura; mas no me mandes nada clásico, que me apesta. Tu D. Javier de Burgos y tu D. Félix Reinoso, que me esperen allá hasta el día del Juicio, con sus versos acartonados, que ya deben de saber de memoria sus lectores fervientes, los ratones. Al buen Horacio déjale dormir en mi baúl, junto al somnífero Despreaux. En cambio, me harás feliz si me empaquetas para acá los volúmenes que me quedaban de Lope, ya que no sea posible recuperar los que le presté a Pepe Díaz y a García Gutiérrez, y añades los dos tomos que tenía de Schiller. Relamiéndome estoy pensando en el drama Los bandidos, que leeré hasta aprendérmelo de memoria. Vaya, no te da más jaqueca tu férvido amigo y discípulo -Fernando.

P. S.- Me enseña Juan Antonio un periódico de Madrid que anuncia la reciente publicación de un nuevo tomo de Víctor Hugo, Les voix intérieures. Por lo que más quieras, Hillo de mis pecados, vete corriendo a casa de Boix y cómprame ese libro, si lo tiene, y si no lo tiene dile que lo pida al momento. Aquí no hay medio de encargar ningún libro a París, como no mandes un propio con el dinero. Ya me muero de ansiedad por leer esas Voces... Ya me parece que las   —174→   oigo antes de leerlas. ¿Quién no tiene voces dentro? Sospecho que las que ha escrito Hugo no son las suyas, sino las mías. -Vale.




ArribaAbajo- XXII -

Del Sr. de Maltrana a su hermana política la señora Marquesa de Sariñán


Villarcayo, 1º de Julio.

Hermana mía y amiga: La grave enfermedad de nuestro hijo Federico ha privado a Valvanera del gusto de contestar a tu carta. Aun hoy, ya mejorado el niño y contentos nosotros de que nos le conserve Dios, mi mujer no se decide a tomar la pluma: su cansancio, después de tantas noches de ansiedad y desvelo, ya puedes figurártelo. Yo me encargo de cumplir aquel deber, empezando por manifestarte que accedo gustoso a contribuir, en la parte que me corresponde, para el auxilio del pobre D. Beltrán: quedan entregadas las cuatro onzas, y no tendré inconveniente en aprontar mayor suma, si necesario fuese para sacar definitivamente de aquel infierno al primer noble de Aragón. Haced porque venga, y le tendré en mi casa todo el tiempo que guste, si él se aviene a esta soledad desabrida, donde halla tan pocos atractivos su exquisita sociabilidad. Voy creyendo que ni los años ni el desdichado sesgo de   —175→   sus últimas aventuras han sido parte a quebrantar su genio de señor prepotente, ni a domar sus ambiciones de grandeza y rumbo. Pero venga como viniere, aquí será bien recibido, y tendrá la consideración, el respeto y cariño de todos.

Por encargo especial de Valvanera, y por cuenta propia, tengo el gusto de manifestarte que el Sr. D. Fernando Calpena es persona dignísima, y ya debiste comprenderlo así, sólo con saber que hace meses le tenemos en nuestra casa. Pertenece a una noble familia con quien tuvo mi padre relaciones de íntima amistad, y que actualmente reside en el Mediodía de Francia. A su hidalguía, a su intachable conducta, une el Sr. de Calpena una ilustración extraordinaria, pocas veces vista entre nosotros, que hace de él una de las personas más gratas y amenas que es posible tratar. Creo que bastará esta manifestación mía para que levantes la injusta sentencia que habías lanzado contra nuestro caballero, y rectifiques juicios temerarios, originados quizás de vulgares hablillas.

En la primera carta que a Pilar escriba, tendrá mi mujer la satisfacción de expresar a esta tus disposiciones de concordia, y le transmitirá tus frases de piedad y cariño. Cree que celebraremos muy de veras la reconciliación, y ver terminadas vuestras desavenencias con un tierno abrazo fraternal. También será para nosotros motivo de júbilo que se realicen tus proyectos de unión con   —176→   la casa de Castro-Amézaga, suceso que consideramos felicísimo para una y otra familia. ¡Dios nos dé a todos salud, y paz y reposo a nuestra querida patria, que vemos desangrada y empobrecida por crueles guerras interminables! Que miren por el procomún los hombres de arraigo y buena voluntad como Rodrigo, tratando de llevar sus buenas ideas a la vida política, es lo que conviene, para imposibilitar las maquinaciones de los malos patriotas y holgazanes, causa de tantas desdichas. Unámonos los hombres de posición y de ideas juiciosas, y España se levantará del suelo ensangrentado en que yace, recobrando su dignidad y poderío. Digo esto porque ha llegado a mi noticia que aspira Rodrigo a la diputación a Cortes en la vacante de Tudela, y, si es verdad, le felicito y felicito al país. Que disponga de mí y de mis buenas relaciones en la Ribera, así como de mi amistad con Olózaga, con Luzuriaga, Arrazola y Carramolino.

Recibe los cariños de Valvanera y de mis hijos, y la constante amistad de tu afectísimo hermano -Juan Antonio.



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ArribaAbajo- XXIII -

De Gracia a Calpena


La Guardia, Julio.

Si sigues así, tan descuidado, tan triste y estúpido, la que te ama caerá en la desesperación, y la desesperación es mal remedio de amor. Declárate pronto, y no te pongas baboso y pesado. No agas lo que Ernesto de Melville en la Eponina, que por su cortedad de genio dejó morir de pena a su amada, y él, no sabiendo cómo desenlazar la novela, se tiró a un estanque. Me figuro yo a Ernesto de Melville melenudo, de mal color, los ojos en blanco, y el dedo metido en la boca, como los niños mal criados. Así estás tú también, y yo, si no te quisiera, te pegaría una buena mano de cachetes. Como te descuides, como sigas aciendo el figurín de la delicadeza, lo pierdes todo; la que te ama se morirá de aburrida, y tú al fin no tendrás más remedio que tomarte un veneno. Ya ves: podían los dos ser felices, y serán muy desgraciados, por estarse mi niño con la boca abierta, mirando a la iguera, a ver si le cae la breva en la boca.

Otra cosa tengo que decirte, para que estés sobre aviso. El sábado pasado llegó a   —178→   casa una mujer preguntando por ti. Salí yo a la puerta y puse en su conocimiento que no estabas aquí, sino en Villarcayo. Te daré las señas a ver si sacas por ellas quién puede ser la que te buscaba. Era de buena estatura, delgadita, bien echa de cuerpo. Venía mal trajeada, descalza, rendida de cansancio, sucia y cubierta de polvo. Tenía la piel de la cara desollada, del sol caliente y del aire frío, y por esto y por el polvo no pudimos saber si era bonita o fea. Si e de decirte la verdad, me pareció gitana. La Rosenda y yo le icimos preguntas, y no contestó más sino que tenía que entregarte una carta; díjele que me la diera y yo te la mandaría, y no quiso la muy perra. Tomó el pan y unos cuartos que le di, y se bajó al camino. Desde mi ventana vi que se le unían dos ombres de mala traza, también algo agitanados, y despacito se alejaron y se perdieron de vista.

Cuando Demetria se enteró de esto, mandó a Bernardo en seguimiento de la cuadrilla; mas no pudo dar con ella asta un día después, en La Bastida, donde vio a los ombres, pero no a la mujer. Esta, según los tales le contaron, abía caído mala de una fuertísima pataleta, motivada de cansancio y penas. Dijéronle también que ellos no la conocían, ni sabían su nombre; que encontrándose en el camino, abían andado juntos algunos días. Averiguó después Bernardo en el parador que la mujer, enferma de gravedad, abía sido recogida por unos vecinos   —179→   piadosos, que la llevaron al ospital de Miranda, y colorín colorao: no sé más.

Valdría más que no me dejaran leer novelas, porque aora, si no leo las invento, y se me a metido en la cabeza que esa que parece gitana es tu novia, la que fue tu novia. Pero quizás sea un disparate muy gordo lo que se me ocurre. No agas caso. Demetria es de opinión que no debemos decirte nada de esto; yo creo que conviene que lo sepas, por si son gente perdida que se lleva alguna idea mala contra ti. Yo me figuro que, si la gitana es ella, uno de los ombres es el marido, y que van todos disfrazados con las caras pintadas, para robarte y matarte después. Yo que tú, si parecen por aí, daría parte a la justicia, para que les metieran a los tres en la cárcel. Yo veo un complot como el de Valeria y Beaumanoir, cuando la novia que izo la gran traición se une a los úngaros... en fin, ya no me acuerdo.

¡No me a costado pocas fatigas escribir esta carta sin que se enteren mi ermana y mis tíos! Te la mando con Sabas, que oy vuelve a Villarcayo, para que tú dispongas si sigue o no sigue a tu servicio. Con él mandamos a Doña Valvanera cuatro orzas de mostillo, orejones y tres pares de palomas de la nueva raza que nos an traído, blanquitas, chiquitas, con la cola como un abanico. Cuando las veas acuérdate de lo que te digo. Que te decidas y no agas más el Ernesto de Melville, que se tiró al estanque de puro loco. Mira que ya la que te ama se   —180→   cansa de esperar, y el amor que te tiene se convertirá en aborrecimiento, en menosprecio de tu necedad. Abur, amigo. Esta carta no la firmo, para que no te des tono con ella. Sólo pongo -La misma.




ArribaAbajo- XXIV -

De Pilar a Valvanera


Madrid, Julio.

Amada mía: Hoy está Felipe de malas, quiero decir, de peores, suspicaz y fiscalizador como nunca, queriendo meter en todo sus robustas narices. Aprovecho su ausencia, que no puede ser larga: ha ido al Ministerio de Estado y volverá pronto, para que su víctima no descanse ni respire...

Bueno: me corre por el cuerpo toda la electricidad de una mediana tormenta. Trueno y relampagueo. Debo decirlo al revés: primer el relámpago... Creo que mi excitación sube de punto con el júbilo de saber que tu niño está ya fuera de peligro. ¡Qué días he pasado! Bendito mil veces sea el Señor que te le conserva, y a mí me da este gran consuelo. Mi alma, que ha tiempo mora en Villarcayo, vuelve acá de un vuelo cuando la necesito, y ha estado trayéndome y llevándome recaditos con las alas de mi ansiedad. Ahora la mando otra vez para allá, con las alas de mi amor, para decirte que ese plan   —181→   de transacción decorosa, asignando a cada galán una de sus niñas, me parece de perlas. Pero conste que en todo caso, la mayor, la buena, ha de ser para mí. Mi sobrino, que sólo busca una dote, puede apencar con la pequeña, en quien veo una nerviosilla sin juicio, quizás malhumorada y enferma. No me conviene. He leído las cartas de entrambas. La gravedad con que Demetria se sostiene en su papel, permitiéndose tan sólo alusiones muy finas e ingeniosas a la situación de Fernando, me encanta. En la de Gracia no veo clara su intención. ¿Aboga por su hermana o por sí misma? Digas lo que quieras, por el texto de la carta no podemos colegir si es una pobrecita inocentona, o si se vale de la inocencia para declararse. Esta duda me inquieta. ¿Es ella la enamorada, o es la otra? No sé qué novela he leído, de las más románticas, en que esta duda y confusión llenan las páginas de un voluminoso libro, para salir con la patochada de que las dos aman, y cada una resuelve sacrificarse, de lo que resulta que una y otra se envenenan. ¡Qué horror! Y lo más chusco es que el galán se casa luego con una tercera, con la que las indujo al sacrifico. ¡Qué simpleza! El romanticismo me tiene cogida, llenando mi cabeza de ideas tétricas, de complicaciones diabólicas. Ese Dumas trae loca a la humanidad.

Quiero espantar de mi mente todo ese mundo imaginativo. Bastante tengo con mi drama, de cuya realidad no puedo dudar por los   —182→   torozones y horribles sacudidas que me causa pataleando dentro de mí. Este sí que es drama, y por Dios que ya deseo un desenlace, aunque sea de los más violentos. No puedo ya con tanto disimulo y ficciones tantas. Mi arte se agota; cada día tengo que inventar resortes nuevos, y mi potente iniciativa para el enredo envejece y se apaga. Quiero una solución, cualquiera que sea. Desde hace dos días me absorbe completamente la idea de consultar el caso legal con un buen abogado, que al propio tiempo sea hombre de honor y delicadeza. He pensado en Cortina, y no pasará el día de mañana sin que le escriba pidiéndole hora para una consulta, con la advertencia de que se trata de cosa muy secreta, que ha de quedar entre los dos. Sí, sí: no vacilo más; tendré que revelarle el caso de pe a pa, sin omitir nada, absolutamente nada. Si para el fin que persigo no hubiere más remedio que romper por todo, romperé, estallaré como una bomba; que ya toda esta pólvora, toda esta metralla que llevo dentro de mí años y más años, quieren salir a que les dé el aire.

Me apresuro a concluir, temerosa de que vuelva Felipe, que hoy está tremendo, hija, un Júpiter tonante, jaquecoso, que por rayos tiene los interrogatorios impertinentes. ¡Ay, comprendo el suicidio ante un fiscal semejante! Se ha empeñado en saber qué empleo doy a los dineros que recibo para mis gastos particulares. Los extraordinarios cuantiosos para vestidos que aún no se han   —183→   hecho; los que pedí para embellecer y amueblar el palacito de Balsaín, ¿dónde han ido a parar? Ya no compro cuadros ni abanicos; más bien vendo. Mi marido se asombra de mis aptitudes mercantiles; todo le parece bien menos que él ignore en qué empleo mi dinero. Poco antes de salir, sintiéndome ya colérica y a punto de dispararme, le dije que bien puedo dar a las rentas de mi patrimonio la aplicación que mejor me acomoda. Naturalmente, no se conformó con esta teoría. Es el esposo; no me priva de lo mío, pero tiene derecho a saber... Ya viene, siento el coche. Adiós, mi amadísima. Mañana, si me deja este monstruo de curiosidad, repetiré... Mil y mil besos. -Pilar.

Miércoles.- No tengo tiempo más que para cerrar esta, después de añadir cuatro palabritas. Mi pariente, en todo el esplendor de su impertinencia. Ha faltado poco para que le tire a la cabeza una tetera de porcelana. No puedo más, no puedo más. Mañana hablaré con Cortina. Dios me fortalezca y a él le ilumine.

Con la prisa no te dije que mi alegría fue grande al leer en tu carta que habías revelado a Fernando mi nombre y demás... ¡Lo que lloré aquella noche!... ¡Ay, bien lavaditos tengo ya mis pecados! No son flojos ríos de lágrimas los que he derramado sobre ellos.

Hoy, escribiendo corto, también soy tostada... Me achicharra este hombre.



  —184→  

ArribaAbajo- XXV -

De Sabas a D. Fernando


Miranda de Ebro, 20 de Julio.

Respetable señor y amor mío: Para comunicar a usted con la brevedad que desea el cumplimiento del encargo que se sirvió hacerme, me valgo de la pluma de mi primo Bonifacio Cebrián, coadjutor de la parroquial de este pueblo, pues ya sabe que soy muy torpe de escritura, y sobre que tardaría en poner la carta más tiempo del regular, la llenaría de disparates, con perjuicio de la buena explicación de las cosas. Si descansado llegué a Villarcayo, donde el señor me ordenó volver para acá con esta misión de que voy a darle cuenta, no llegué lo mismo a Miranda, pues como las órdenes eran de apretar el paso, tan a la letra lo hice, que la yegua no pudo pasar de Leciñana, y allá me habría quedado yo también si Gay no me proporcionara un jamelgo. Sobre él entré en esta ciudad a las nueve de la mañana, y al momento, ganando minutos, me personé en el Hospital, y pedí razón de la mujer enferma que en dicha santa casa debió ingresar la semana pasada. Manifiestas las señas que en el papel apuntamos para que no se   —185→   me olvidasen, ya que no podía dar el nombre, por ignorarlo, díjome el capellán de aquel establecimiento que la desgraciada señora o mujer, cuyas señas con las de nuestro papel concordaban, había muerto anoche, después de siete días de enfermedad, con pérdida de todo conocimiento y de toda sensación. De su nombre sabían en la santa casa tanto como yo, pues no se le había encontrado papel ni prenda alguna por donde su estado y circunstancias pudieran conocerse. Descorazonado yo de no hallarla viva, pedí que me la mostraran difunta, lo que no pudo ser porque media hora antes se la habían llevado al cementerio. Allá corrí sin detenerme en parte alguna; mas también llegué tarde, pues acababan de darle sepultura, y no alcancé más que a ver cómo colmaban el hoyo, apisonando después la tierra. Bien habría querido yo que esta fuera cristal para poder ver la fisonomía del rostro mortuorio de la difunta, y sacar de sus facciones macilentas algún dato, alguna luz que al señor sirviera para salir de su confusión; pero no vi más que la tierra, la cual era como la demás tierra que vemos. Ni me dijeron nada tampoco las caras de los sepultureros, a quienes miré largo rato, porque como el señor me dijo: «mira bien, observa...» ¿yo qué hacía? Mirar y observar hasta secarme los ojos.

Pienso yo, señor, que con el cuerpo de la fenecida señora o mujer enterraron la carta, que debía de tener cosida en las ropas de   —186→   dentro, a no ser que antes se la quitaran, lo que también pudo acontecer. Yo miraba, miraba a la tierra, calculando a qué profundidad estaría, y me figuraba que estaba muy honda, muy honda. Desconsolado, convidé a los sepultureros a unas copas, lo que ellos agradecieron y aceptaron, y les llevé a la taberna más cercana, con la esperanza de que algo podían decirme de lo que yo no había visto y ellos sí. Uno de ellos, el que menos bebía y me miraba mucho, díjome que la enterrada era mujer en quien por encima de lo cadavérico se traslucía una gran hermosura; sí, señor, así me lo dijo. Y el otro afirmaba con la cabeza. Por la fe de los enterradores, puedo dar sólo este dato.

He cumplido, señor, el encargo que me confió, y mi conciencia está tranquila respecto a la rapidez de mi marcha, pues ni volando por los aires habría llegado más pronto de lo que llegué. En ninguna parte me entretuve: todo lo hice aceleradamente; pero más que mi buen deseo pudo la casualidad, o que así lo dispuso Dios. Mi amo me mandó en busca de conocimiento de una persona viva; mas no quiso que yo tomara razones de la eternidad, porque a esta yo no la entiendo ni mi amo tampoco. He cumplido, aunque sin ningún fruto, o con el solo fruto de saber que era bella, si no me engañó el sepulturero; que también pudo ser que a él le pareciera hermosura la fealdad, cosa muy natural en los que andan entre muertos.

Y no teniendo nada que hacer aquí, después   —187→   de escribir al señor, como me encargó, tomo un buen caballo, y sigo para La Guardia con las cartas y regalos que allí tengo que entregar a las que fueron mis señoras.

Mi primo Bonifacio, a quien debo el favor de relatar en buena escritura lo que yo le iba diciendo, aprovecha esta ocasión para ofrecer al Sr. D. Fernando sus respetos y su inutilidad, como presbítero y primo del infrascrito, y detrás de él echo yo todos los afectos del corazón de este su fiel y humildísimo criado, que lo es -Sabas de San Pedro.




ArribaAbajo- XXVI -

De Pilar a Valvanera


Madrid, Julio.

Amada mía: Dame la enhorabuena, dámela pronto por esta paz, por esta confianza que desde ayer entraron en mi alma, novedad grande para la pobrecita, pues tiempo ha que no conocía más que zozobras, ansiedad, terror y anhelos no satisfechos. Debo este grande alivio al mejor de los hombres y al más sabio de los jurisconsultos, Manuel Cortina, ante quien descorrí ayer la que encubría mis secretos, mostrándole mi vida toda, mi corazón, mi voluntad. No habría hecho tanto con mi confesor, pues a este sólo se le muestra la falta, y en el caso presente, reuniéndose en una sola persona el sacerdote,   —188→   el amigo y el letrado, he tenido que volcar la sagrada arqueta hasta dejarla vacía, echando fuera todo, todo, lo bueno y lo malo, no reservando ni nombres de personas, nada absolutamente de lo que he sentido, de lo que he pecado, mis artificios y sutilezas para ocultar mi falta, así como mi firme resolución de unirme a quien tiene derecho a mi amor y mi vigilancia. Todo lo sabe: sabe algo que tú ignoras, porque aún no ha sido ocasión de decírtelo; pero te lo diré.

Entré temblando en el despacho de Cortina: yo le había prevenido que tenía que hablarle de un asunto en extremo delicado, contando con su caballerosidad, y reclamando una audiencia larga, de un par de horas lo menos. Mas estas ideas que mandé por delante, como batidores que me despejaran el camino, no me salvaron del grande apuro de romper en mi declaración. Los primeros minutos, querida mía, fueron horribles. Un acceso de llanto y la exquisita bondad de mi letrado confesor sirviéronme como de puente para salvar la parte más escabrosa. Después me sentí en terreno llano, y pude continuar con desahogo, adquiriendo poco a poco el dominio de las ideas y de la palabra, el cual en la última parte fue ya tan grande, que te habrías maravillado de oírme. Ayudábame D. Manuel anticipándose con gran perspicacia a mis juicios y aun a la referencia de los hechos... Es también adivino, y me trazó el cuadro de mis tormentos antes de que yo se los manifestara. ¡Qué alivio, amiga   —189→   mía! Ahora podré fortalecerme con los sentimientos de madre, y prepararme una vejez dichosa y tranquila. Para llegar a esto, dije a Cortina que aceptaré los procedimientos que él determine, imponiéndome cuantos sacrificios sean necesarios, los cuales estimo como una operación quirúrgica, con dolores transitorios. Venga todo lo que quiera. Hago en mí una revolución; destruyo lo pasado y fundo un régimen nuevo.

Cuatro largas horas duró la conferencia, pues en la segunda parte, cuando ya me había serenado y abordamos la cuestión legal, hízome una exposición clarísima de las diversas soluciones que podían darse al asunto, según la cantidad o extensión de escándalo que yo afrontar quisiera. Sin ningún ruido, y guardando el secreto, es imposible que mis deseos tengan satisfacción. Si consiguiéramos (y él hablaba en plural como haciendo suyo el asunto) conquistar a Felipe, tendríamos andada la mayor parte del camino. ¿Pero quién es el guapo que conquista a mi señor? Examinando esta dificultad mostró Cortina más confianza que yo. Según él, los hechos consumados, irremediables dentro de la Naturaleza, tienen fuerza colosal para domar las voluntades más rebeldes: de seguro hará Felipe demostraciones imponentes, de gran aparato, más escénico que real, y acabará por rendirse, prestándose a un arreglo que evite el escándalo.

A mis aspiraciones, demasiado ambiciosas, de que Fernando posea todo mi bienestar   —190→   material o gran parte de él, llevando además mi nombre y un título de Castilla, opuso Cortina razones que me convencieron. No es posible que lleguemos al deseado fin sino por caminos sesgados; tenemos que resignarnos a que la personalidad de Fernando sea modesta y obscura, no exenta del misterio original; aspiramos a que el esplendor de su nombre se funde en los méritos y ventajas personales, no en el abolengo y tradiciones de familia. Debemos darnos por satisfechos con crearle una posición mediocre bien guarnecida de provechos materiales; pero nada más por hoy. Él ilustrará su vulgar apellido, si quiere y se aplica.

Para llegar a esto, lo primero es abrir un hueco en la gruesa muralla que nos cierra el paso para todos los caminos, y esta muralla es Felipe. No quiero cansarte refiriéndote todo lo que hablamos D. Manuel y yo, ni podría tampoco trasladar fielmente la parte suya, tan elocuente en algunos pasajes, serena y dulce siempre, a veces graciosa. Díjome al concluir que puesto el asunto en sus manos, debía serenarme, descansando en la seguridad de que sabría corresponder a mi confianza. Estudiando concienzudamente el asunto, para lo cual se tomaba cuatro días, me propondrá lo que crea de más fácil y conveniente realización. Como caballero, como amigo y como letrado, me prometió poner en este asunto su inteligencia toda y algo de su corazón; yo debía prometerle sumisión incondicional al plan que me trace,   —191→   en el cual habrá dos órdenes de actos: los actos sociales y morales que yo debo efectuar conforme a su consejo, y los actos de ley, de cuya dirección él se encarga. Con alma y vida le expresé la abdicación de mi voluntad en la suya para todo lo que quisiera disponer y ordenarme, y tratamos al fin de los documentos y papeles que debo poner inmediatamente en sus manos: la partida de bautismo de Fernando, toda mi correspondencia con el cura de Vera, Sr. Vidaurre, y algo más. De la documentación referente a mi propiedad hereditaria, a mi dote, gananciales y demás, nada necesita, pues para conocerlo le bastan las copias del pleito con Osuna que tiene en su archivo. En fin, mi amadísima compañera, que estoy contenta. ¡Siento un alivio...! Mi cruz sigue siendo pesada; pero acabo de encontrar un robusto Cireneo que a llevarla me ayuda.

Para que no haya nunca dicha completa, ahora que mi drama parece entrar en vías de solución... clásica, ¡gracias a Dios! me inquieta más el de allá. Esa mujer errante; ese peligro de que resucite la funesta pasión que nos ha traído tantas desdichas; las complicaciones que pueden sobrevenir; las represalias posibles, las probables escenas de venganza, no se apartan de mi mente. Agravo yo las situaciones con mi pesimismo, y estoy por decir con mi inventiva, que a veces me parece poética; y de sucesos comunes, inocentes tal vez, hago escenas terroríficas, de estupendo asombro, de interés   —192→   palpitante; escenas que no vacilo en llamar bellas, aunque me causen pavor. ¿Para qué me daría Dios esta imaginación tan viva? Con ellas en otro tiempo me rodeaba de bienandanzas, cuando en realidad estaba rodeada de peligros; mas con ellas también, en días no tan lejanos y en los presentes, levanto en derredor mío aparatos de consternación, con materiales que quizás sean más para mover a risa que a terror. No ceso de pensar en las sorpresas, y para que no lo sean ni me cojan desprevenida, estoy siempre imaginando cosas malas probables, con la idea de que previéndolas no sucedan. ¿Has visto? Lo mejor es poner freno a la previsión pesimista, y decir aquello tan sencillote, y al parecer tonto, que nos enseñaron nuestras madres: Sea lo que Dios quiera.

Noto a mi Felipe un poquito moderado en sus hábitos de mortificación. No sé lo que le pasa. Tiene conmigo atenciones desusadas, y se cuida menos de contrariarme y contradecirme. No obstante, desconfío de estas apariencias, y sigo empleando mis inveteradas precauciones. He perfeccionado el escritorio que en mi cuarto de baño tengo (ya te hablé de este ingenioso aparato), y puedo consagrarme con toda libertad a mi correspondencia secreta, guardando todo de un modo segurísimo cuando concluyo, o por cualquier causa tengo que interrumpir el trabajo... Siglos se me hacen los cuatro días que me ha señalado Cortina para proponerme la solución que ha de ser término   —193→   de mis afanes, llevándome de una vida de artificios a otra moldeada en la realidad. ¿Será posible, amiga querida, que en esa vida me vea yo? Ese día no me voy a conocer. Creeré que me he muerto y he resucitado, que soy otra, que no soy yo, sino la señora tal, o tal mujer, lo mismo me da... Y desde mi nuevo ser veré el pasado triste, y tendré lástima de lo que fuí...

Me canso un poquito. Seguiré mañana.

Martes.- No sé por qué, pienso que Felipe barrunta la tempestad que le tengo armada. Algo noto en su cara, en sus ojos, que me pone en este cuidado. ¿La suma suspicacia no puede llegar a ser el sumo adivinar?... Para mí es una desdicha esta penetración que el histrionismo social en su desarrollo más perfecto me ha dado. Como yo leo el pensamiento de los que me rodean, pienso que los demás leen el mío.

Y hay más, cara Valvanera. Hoy encontró Felipe a Cortina en el Ministerio de Gracia y Justicia y le convidó a comer. El hecho no tiene nada de particular y ha ocurrido más de una vez. Pero se me ha metido en la cabeza que este convite no es un caso natural, inocente quiero decir, sino que encierra la cruel intención de ponernos frente a frente al letrado y a mí para observarnos las caras... Veo que te ríes. Sí, la mal intencionada soy yo. Es que el cerebro se me ha convertido en un nidal de dramas... Me paso la mano por la frente, y afirmo, todavía con un poquito de recelo, que la invitación   —194→   de Cortina, como la de Narváez, como la de Salamanca y otros, también para esta noche, es absolutamente ajena a toda idea dramática.

Se me había olvidado decirte que no me fío de los cariños de Juana Teresa. Su agudeza corre parejas con su maldad. Esto no es suspicacia: es experiencia. En la historia de estas dos medias hermanas, todos los capítulos que empiezan con sus carantoñas acaban con mis rabietas. Si no estuviese yo decidida plenamente al abandono de toda ficción, sus sospechas me harían temblar. Pero ya no temo nada. El paso de mentirosa a verdadera me ha de costar algunas amarguras; pero una vez en terreno firme, ¿qué me importa lo que Doña Urraca piense, averigüe y conozca? Me compensará de mis pasados berrinches el placer de birlarle la niña de Castro... Y a propósito: nada sé del señor Hillo. Espero con afán su primera carta.

Miércoles.- Mis temores respecto a la invitación de Cortina resultan infundados. Bien decía yo que soy harto maliciosa; pero, por más que me reprendo este defectillo, no hay forma de corregirme. La comida agradabilísima, con pocos, pero buenos comensales. A Narváez le conoce tu marido; de Salamanca, que ahora principia a figurar, no tenéis noticias. Es un granadino muy despierto, de gallarda figura y finísimo trato, y en la amenidad de la conversación se lleva el primer premio entre todos los que conozco. Despunta en la política, y más aún en los negocios.   —195→   Cortina no me habló nada de mi asunto, naturalmente, y sólo en un ratito que estuvimos sin testigos repitió su promesa de darme la solución en el día fijado, recomendándome la serenidad y paciencia... Mis comensales y las señoras que vinieron después picotearon de política, ya puedes suponer; algo de teatros y ópera, de bailarinas y cantantes, engolosinándose al fin con un poco de chismografía social. Todo esto me aburría, pues no hay tema que no me parezca desabrido, insignificante, si le aplico las ideas revolucionarias que alborotan mi espíritu. ¡Oh, cuándo llegará eso que llamo mi tránsito, paso inevitable de una vida a otra! ¿Será como una muerte; será como una resurrección?

¿Imaginas tú algo más enojoso y abrumador que una vida en que tenemos que figurarnos y representarnos de otra manera que como somos? En esta existencia, amasada y recompuesta por la general simpleza, no sólo nos es forzoso disimular nuestras faltas, sino también nuestro talento... la que lo tenga. No, no te rías. No habiendo recibido de Dios el don de tontería, es forzoso proporcionarse una tontería artificial. Yo he sido y soy una tonta de trapo; y aunque sé muchas cosas que he aprendido en mis lecturas (y otras que he cursado en mis desgracias), me revisto de una ignorancia deliciosa, que es el encanto de mis amigas. No soy la única que adopta este sistema; pero sí la más aprovechada, la que sabe esconder con su disimulo   —196→   un mundo más grande de conocimientos y un mayor tesoro de agudezas. Rara es la que no se ha creado una representación falaz de su persona para poder vivir; pero en mí el histrionismo es más meritorio que en ninguna, por la enorme distancia entre lo que soy y lo que represento, entre mi ingenio secreto y mi estolidez pública.

Pues bien, amada mía: yo quiero romper este capullo, que con mis palabras y pensamientos de representación he tejido, quedándome encerrada en él. Ya tengo mi pico bien afilado para taladrarlo y echarme fuera... quiero volar, pues me han salido aquí dentro unas alas grandísimas.

Amiga de mi alma, siento una efusión divina, un inmenso anhelo de volar hacia ti, por ti y los tuyos, y por el mío que entre los tuyos y en tu amante compañía tienes. Dile a Fernando todo lo que se te ocurra. Tú eres la maestra, la doctora, la que dispone lo que ya debe saber y lo que todavía conviene que ignore. Todo ello, lo sabido y lo ignorado, ha de ser para que me quiera más. Creo que me amará mucho, como yo a él.

Adiós, mi bien. Hasta que pueda contarte lo que me propondrá mi gran letrado para romper el capullo. Reparte mil abrazos y besos por cuenta de tu amantísima -Pilar.



  —197→  

ArribaAbajo- XXVII -

De D. Pedro Hillo a Fernando Calpena


La Guardia, Agosto.

Distraído Fernando: ¿Pero no reparas que ya estoy aquí? ¿No me has visto? Echa para La Guardia tu catalejo, y alcanzarás a ver a este clérigo insigne, a esta lumbrera esplendorosa del Vicariato General Castrense, esparciendo su claridad por los ámbitos de... No acabo la figura, porque ignoro qué ámbitos debe iluminar la inspección que me encomendaron... ni sé qué inspecciono, ni por qué me han mandado, ni a qué he venido. Presumo que me traen a esta tierra todos los intereses posibles, menos los del instituto religioso-militar a que pertenezco. Por de pronto, aquí me tienes aposentado en la parroquial vivienda del gran Navarridas, que es como decir que habito en el reino de la cortesía y de la abundancia. Tanto el bondadosísimo D. José como su bendita hermana se desviven por agasajarme, y te aseguro que ni probé jamás tan mullido y albo lecho como el que aquí disfruto, ni entraron por esta boca pecadora condimentos tan substanciosos, ricos y variados como los que en obsequio mío presentan diariamente en su mesa. Hijo mío, ¿qué tierra es esta,   —198→   tan fecunda en galanos amigos y en frutos regalados? Aquí quiero pasar mis días, entre la sencillez amable de los hombres y las amorosas caricias de la prolífica tierra. Aunque te enfades, prorrumpo en versos clásicos:


¡Oh tú, del Arlas vagoroso, humilde
orilla, rica de la mies de Ceres,
de pámpanos y olivos! Verde prado
que pasta mudo el ganadillo errante,
áspero monte, opaca selva y fría...

En esta región de delicias he visto al fin la deidad que en ella preside las funciones de la Naturaleza, la que a todo imprime hermosura y majestad con su divina presencia, la escogida entre las escogidas; y de tal modo me prendaron su gracia y su nobleza, que a no hallarme imposibilitado por mis votos, de que son emblema las negras ropas que visto, entre el primer saludo que le dirigí y una respetuosa declaración de amor, habrían mediado pocos alientos. ¡Pues si yo fuera seglar y joven, cualquiera me quitaba a mí esa sin par hembra!... Nada quiero decirte de su discreción, que conoces mejor que nadie. Sabrás que hablamos largamente de omni re scibile, quedándome pasmado de la solidez de su juicio y de su dulce serenidad. En fin, amado discípulo, que aquí me tienes enamorado (no retiro la palabra), enamorado de ese portento, y alabando al Supremo Artífice por esta nueva maravilla que ha puesto ante mis ojos... Aquí me venía bien   —199→   otra clásica estrofa para expresarte mi entusiasmo:


    ¿A quién primero ensalzaré cantando
Sino al gran padre que la estirpe humana
Y la celeste rige...?
Él es primero y solo; igual no tiene
       Su esencia soberana;
Si bien segunda en el honor divino
Inmediato lugar Palas obtiene.

Pienso, querido Fernando, que aquel condenado Rapella, a quien echamos tantas maldiciones, merece ahora nuestra gratitud por haberte llevado a Oñate, donde encontraste a la celeste Palas. No me retracto de nada de lo que acabo de escribir. Todo lo sostengo, y lo hago cuestión personal. Es Demetria el cielo en la tierra, y la divinidad humana. Así lo firma y signa con el emblema de nuestra redención tu amigo - imagen Pedro Hillo.




ArribaAbajo- XXVIII -

De Fernando Calpena a D. Pedro Hillo


Villarcayo, Agosto.

¿Qué yo vaya a La Guardia, querido clérigo? ¿Con qué fin, con qué razón o apariencias de ella? ¿Por verte y abrazarte? Para eso, más natural es que tú vengas aquí; si así lo hicieres, en ello me darías mucho gusto, y   —200→   me evitarías el decirte por escrito lo que con más prontitud y claridad se dice de palabra.

Por de pronto, sabrás que recibí los libros: desde que a mis manos llegaron, he vivido en ellos, ya reanudando antiguas amistades, ya entablándolas nuevas. Grandes y leales amigos son los libros, ¿verdad, mi caro capellán? Gracias a ellos, ningún vacío de nuestra existencia deja de amenguarse un poco. Leemos, y lentamente caen sobre nuestra alma gotitas de un bálsamo consolador. Lo que siento infinito es que no encontraras las Voces interiores del gran Hugo, que anhelo conocer, y ojalá suenen tanto que apaguen la vibración de las mías. Confío en que Boix no dejará de pedir y enviarme ese libro, y lo espero porque sé que no falta en Madrid quien le apremie para complacerme. Gracias mil a todos.

Mi drama ya no es drama: la última escena conocida se me presenta en forma de leyenda de un color harto lúgubre, sobria en sus líneas, altamente patética. Como todas las leyendas que ha puesto en circulación el romanticismo, reviste forma enigmática, o así me lo parece a mí, sin duda porque no conozco más que un fragmento de ella. Verás: una mujer desconocida, de mísero aspecto, aparece en La Guardia portadora de un mensaje para cierto caballero residente a la sazón en Villarcayo. No encontrando al caballero en ese pueblo donde tú estás, dirígese a este donde estoy yo; pero al llegar a Miranda muere... En las leyendas,   —201→   como en la vida, la muerte viene siempre a tiempo, es decir, cuando según nuestro criterio no debe venir. La oportunidad del morir es siempre contraria a todos nuestros deseos y previsiones. Sin esta lógica artística del morir no habría leyendas, ni tampoco vida, la cual también es una gran obra de arte. Falta en la leyenda lo más interesante, que yo me atrevo a planear del modo siguiente: Lee: Muerta la señora, es enterrada. Sabedor de ello el caballero, corre a Miranda, y obtenido permiso de la autoridad, exhuma a la señora: quiere reconocerla, recoger la carta... ¡Oh, gran Hillo! vieras allí la tristísima escena: abrirse la tierra, entregando su secreto; vieras la duda curiosa penetrando con atrevida mano en el seno de una tumba, para sacar lo que al olvido y a la descomposición pertenecía ya. Todo eso verías tú, si lo vieras. Sale el cadáver, después de tres días de descanso y corrupción, y el caballero le dice: «¿Quién eres? Dame la carta».

Ya te oigo preguntándome: «¿Quién era? ¿Qué decía la carta?». No contesto, porque esta segunda parte no es más que una idea, es lo que yo debí haber hecho y no hice ni haré. Desde que he renunciado a la voluntad, no sé dar fin a las leyendas, ni aun siendo tan reales como la que te cuento. Me quedo en mis horribles dudas tejiendo con ellas nuevas historias, terminadas siempre en ignorancias que desgarran el corazón, en enigmas que trastornan la mente. Con los libros platico, en   —202→   ellos busco soluciones, les pido consejo, les doy mis ideas a cambio de las suyas; pero la ardiente amistad que con ellos trabo no me da la serenidad que apetezco, no me despeja el cerebro de sombras. Los libros me compadecen; pero no pueden, y bien claro me lo dicen, no pueden remediar mi mal. Ellos imitan la vida, pero no son la vida; son obra de un artista, no de Dios.

¿Y en tal situación quieres que yo vaya a La Guardia? No puede ser. Quien ha venido a ser mi dueño absoluto y mi gobernante no me ha mandado eso, ni me lo mandará, porque me ama y me estima, y no me pondrá jamás en una situación desairada. Así me lo ha dicho Valvanera, que es como ella misma, y además la propia discreción. Yo no puedo pretender los favores de la divina Palas, porque pretendiéndolos, tendría que fingir una disposición de espíritu que estoy muy lejos de tener, desgraciadamente. ¿Soy un aventurero? No. Ni ella ni tú podéis suponerlo. La situación moral y psicológica en que me encuentro aumenta de un modo increíble mi respeto a la sin par mayorazga. Creo que, si ante ella me viese de improviso, me turbaría como pobre chicuelo sin sociedad, educado en convento o seminario, que tiembla y se ruboriza ante una mujer. Observo qué sentimientos nacen en mí al pensar en Demetria, y por más que me estudio, sólo encuentro vergüenza, cortedad, una infinita modestia ante criatura tan fuerte y grande. No dudes que soy una nulidad social y moral.   —203→   Mi amor propio en ruinas me señala como el último de los seres. Si alguien lograra restaurar en mí la arrogancia perdida, me sentiría yo menos pequeño, y al paladearme, empleando en mi propio examen el sentido del gusto, me encontraría menos desabrido.

Además, oh prudente amigo y maestro, la descomposición de mi voluntad ha dejado en mi alma un residuo amargo, la duda, que se ha extendido por todo mi ser, y no puedo ya pensar en cosa ni persona sin que al punto la vea desvirtuada y deslucida. Dudo de cuanto existe. Cierto que no puedo negar la virtud, los méritos notorios de la niña de Castro; pero si a ella me aproximara con las intenciones que tú quieres sugerirme, cree que a mis ojos desmerecería. No podría ser ya la Demetria en quien vi tantas perfecciones... Contémplala en su altura, en su apartamiento, que ella, como todo lo sagrado, más ha de valer y representar cuanto más distante se encuentre de la acción de nuestros sentidos, y déjame a mí en esta miseria tristísima. Estoy recogiendo uno a uno los huesos dispersos de mi esqueleto, hecho pedazos en el espantoso choque de la caída. Poco a poco iré armando mi personalidad, que con tantas soldaduras y pegotes no podrá ser nunca lo que fue. Gracias que pueda sacar de mí mismo la resignación, o sea la cola con que me voy pegando, y uniendo mis propios fragmentos. Luego que el vaso esté bien sujeto con lañaduras, recogeré, si puedo, las varias esencias del alma que salieron volando   —204→   en la catástrofe, y andan por ahí como vapores que trae y lleva el viento. Procuraré condensarlo todo. Algo he recogido ya, pero es poco; no sé por qué espacio andarán esencias mías muy sutiles, de las cuales no me ha quedado más que el olor... Ya, ya sé lo que vas a decirme... que algo mío anda por ahí y que debo ir a buscarlo. No: lo único mío que en la explosión pudo volar hacia La Guardia es el respeto, y ese vale más que se quede por allá, para que lo unas a tu admiración y hagas un lindo ramillete con que obsequiar a la celeste Palas. Otra clase de flores no me pidas. Ya sabes, Mentor mío, que las rosas


no nacen entre el hielo; y si nacieran,
sólo al tocarlas yo se marchitaran.

Por hoy no te marea más tu fiel amigo -Fernando.




ArribaAbajo- XXIX -

De Pilar a Valvanera


Madrid, Agosto.

Amada mía: Llegó por fin el supremo instante. El oráculo, Manuel Cortina, me ha presentado la cuestión social y jurídica con pasmosa claridad, procurando atenuar las amarguras que la solución del problema traerá   —205→   forzosamente. Con grande ansiedad le oí; con sumisión he prometido aceptar y seguir el plan que me trace. Imposible transmitir a Fernando un título de nobleza de los muchos que tengo (y que no me sirven para nada), sin obtener un rescripto del Papa. Sospechando que ello no habría de ser grato a mi querido hijo, renuncio por ahora a satisfacer este anhelo de mi corazón. Para transmitirle aquella parte de mi patrimonio de que puedo disponer libremente, es forzoso que me valga de un fideicomiso. De este modo entraría en posesión de mis bienes a mi muerte. Para asignarle desde ahora, sin más dilaciones, una renta decorosa, necesitamos emplear artificios legales, cuya forma me ha explicado detenidamente el gran jurisconsulto. No acabaré nunca de alabar la claridad con que este hombre expone las ideas, realizando el milagro de hacer comprender a una mujer, como yo ignorante de estas cosas, las más áridas cuestiones de Derecho. Jamás, en los enmarañados pleitos de mi casa con Osuna y con Gravelinas, pudo entrar en mi cabeza una idea jurídica. Hoy mis ansiedades maternas me han aclarado considerablemente el sentido, y aquí me tienes hecha una estudianta de Leyes, capaz de obtener buenas notas si de ello me examinara.

Ha insistido Cortina en que no podré evitar él escándalo, es decir, la publicidad del hecho de autos, y añade la terrible afirmación de que en este vía crucis el primer paso   —206→   es el más doloroso: informar a Felipe, aspirando a obtener su benignidad en el caso moral, su colaboración en el jurídico. ¡Inmenso conflicto, trámite inmenso!... Preguntome el letrado si me encontraba yo con fuerzas para esta terrible confesión, y le respondí resueltamente que no. No tengo ese valor, que es valor de suicida. Propúsome diluir mi revelación en una carta; discutimos; casi accedí al procedimiento escrito, en el cual puedo desplegar recursos mil; hablamos también de una tercera persona, de mi tía Consolación Armada, de mi confesor Padre Acosta... Herida por un rayo de inspiración, le dije: «¿Y usted?». Meditó un rato, y por fin manifestó su asentimiento con palabra lacónica: «Bueno; yo me encargo... Quiero atenuarle a usted la amargura del cáliz... Para esto conviene mutación de escena; que el matrimonio se traslade a regiones frescas. El calor excesivo no es favorable a las operaciones quirúrgicas».

Sabrás que Felipe y yo andamos desde Julio en desacuerdo por si salimos o no de Madrid. No sólo porque el calor me molesta poco de algunos años acá, y la experiencia me ha demostrado que en este mi palaciote vetusto lo paso mejor que en ninguna parte, sino porque veraneando en la Corte entreveo más probabilidades de quedarme sola, heme resistido este año a la temporadita de Balsaín. Felipe, por no darme el gusto de la soledad, apechuga con el calor. Aquí nos tienes haciendo vida monástica, sin salir al   —207→   Prado ni una sola vez. Nuestros jardines nos dan por la noche esparcimiento y frescura. Un reducido contingente de amigos, que no llegan a media docena, nos acompaña en nuestros recreos nocturnos; comemos al aire libre, a la graciosa luz de farolillos de papel colgados de los árboles; charlamos hasta muy alta la noche en lugares placenteros, defendidos del sol durante el día; las ranas de los estanques nos dan música, que a mí me encanta... En fin, no es tan despreciable el verano en estas condiciones, ¿verdad? Yo lo defiendo y Felipe lo ataca: me acusa de extravagancia, de mal gusto. Yo me obstino en no salir, esperando que él se canse y huya del calor; él reniega y persiste en estar a mi lado. La disparidad de voluntades nos junta con una cadena de presidio.

La opinión expresada por Cortina de que la cirugía no es eficaz en las altas temperaturas, me hace cambiar bruscamente de gustos veraniegos, y propongo a Felipe que nos vayamos a Balsaín. Me descuidé en la forma del cambiazo, haciéndolo con sospechosa precipitación, y el resultado ha sido contraproducente. Ahora Felipe no quiere salir: pretexta ocupaciones, temor al reúma en las humedades serranas. ¡Qué torpeza la mía! ¡No haber visto la necesidad de las gradaciones para mudar de gustos en cuestiones de residencia estival! Bien dicen que el mejor escribano... Es que el largo uso de mis facultades diplomáticas, y esta crisis que ahora se plantea me han trastornado. Me   —208→   vuelvo chicuela sin juicio, una pobre aprendiz de arte social... La suma experiencia y el cansancio me tornan inexperta y descuidada. Afortunadamente, mi director me manifiesta, sotto voce, que podremos conservar la misma escena. La mutación no es necesaria. Viene en mi ayuda una tormenta que refresca la atmósfera, y nuevamente me declaro entusiasta del clima de Madrid en la canícula. Felipe reniega y medita: habla poco.

Miércoles.- La proximidad del día, digamos momento, designado para el tremendo paso quirúrgico, me causa un terror indecible. Mi pánico es tal que se me ocurre huir a la calladita. Cortina me recomienda la serenidad, desaprobando toda idea de fuga. Debo permanecer en casa, confinándome en mis habitaciones, mientras él, armado de fieros instrumentos de disección, se encierra con Felipe. Debo disponer mi alma para el sacrificio y la penitencia, realizando un acto religioso en mi capilla. Confesaré, comulgaré... Después mi estado nervioso me impondrá un reposo absoluto; el médico me prescribirá la permanencia en el lecho, apartada de todo lo que pudiera ser causa de viva emoción. Se me dejará en aislamiento riguroso, sin más compañía que la de mi doncella, y esto durará uno, dos, tres días, lo que fuere menester...

Amiga de mi alma, ya me duelen las heridas que D. Manuel, actuando de cirujano, ha de hacer a Felipe. Creo que a los dos nos   —209→   descuartizará juntamente. No puedo más hoy. Desfallezco y parece que me acabo.

Jueves.- El letrado ha decidido un nuevo aplazamiento, dándome para ello razones cuya sensatez reconozco. Verás: aun en el caso de que Felipe entre en razón y se preste a facilitarme la transmisión de parte de mis bienes a Fernando, ello ha de ser penoso y lento. Como he manifestado mil veces la urgencia de construir (no encuentro otra palabra) la personalidad de Fernando, sacándole de esa denigrante situación de inclusero; como todo mi afán es rodearle de dignidad, levantar su espíritu, poniéndole en posesión de los medios sociales que le corresponden, el gran jurisconsulto acude a esta necesidad por medio de un expediente ingenioso, que exige la colaboración de otra persona, y, por tanto, nueva violación del delicado secreto. No me importa. Momentos he tenido estos días de verdadero delirio, en que me ha faltado poco para revelar todo a la primera persona que entre en mi casa. La necesidad de expansión y confidencia es hoy en mí casi orgánica. Me sorprendo a ratos hablando como una cotorra, sin saber lo que digo; pero ello es algo como una lección aprendida, que me figuro ha de embelesar a los que me oyen.

No me hicieron temblar, antes bien causáronme regocijo, estas palabras del buen sevillano: «Nadie como Salamanca podría prestar a usted este servicio. Respondo de su discreción y caballerosidad. Es necesario   —210→   que usted le hable. Yo prepararé el terreno poniéndole al corriente del caso fundamental...». Algo te he dicho ya de este simpático granadino, uno de los hombres más admirablemente dotados para la vida social, y para obtener de ella lo que él llama los frutos de la civilización, pues posee todas las cualidades o virtudes que inducen a la amistad, a la confianza, a las relaciones útiles. Es inteligente, sagaz, amenísimo en su lenguaje, extremado en la cortesía sin llegar a empalagoso; tresillista de primer orden, de los que no pierden la dignidad en las peripecias desgraciadas del juego; comensal delicioso por su gracia tanto como por su apetito de buen tono, y su mucho saber de arte culinario; hombre, en fin, que despunta gallardamente en la política, aplicándola a sus negocios con una habilidad nada común. Su buena figura es la mejor ayuda de su talento en estas campañas. Salamanca será una gran personalidad del siglo, salga por donde saliere, ya se aplique a sumar voluntades, ya a multiplicar dinero.

¿Creerás que cuando vino a verme, instruido y aleccionado ya por nuestro buen amigo, le recibí con serenidad, sin que me turbara la idea de considerarle poseedor de mi secreto? Sus primeras expresiones, delicadas y de cierta ternura, me dieron más ánimos. Me sentí valerosa y, abordando el asunto, le dije: «La bondad de Cortina me libra del trance duro de contarle a usted historias viejas que no sé hasta qué punto   —211→   podrían interesarle. Hoy necesito del auxilio de usted. Es la satisfacción de un deseo, de un capricho... no debo entrar en más explicaciones. Amigo Salamanca, es preciso, indispensable, que usted me proporcione una cantidad... No se asuste...». Respondiome con gracejo que no se asustaba de que una dama le mandase buscar dinero. Para complacerme, lo sacaría de las entrañas de la tierra. Cambiados conceptos ingeniosos por una y otra parte, expresé la cuantía de mi necesidad metálica con frase cortante y seca: «Va usted a traerme, amigo Salamanca, cincuenta mil duros». Vi que su sonrisa se trocó en severo asombro. La cifra le asustaba, y me la devolvió descompuesta en reales. «¡Un millón, señora!...». «Un millón -repetí yo muy tranquila-. ¿Cree usted que no puedo yo responder, con mis bienes, de esa cantidad?». «No se trata de eso. La garantía es más que sobrada, lo sé... En fin, yo estudiaré la forma de realizar el préstamo que desea, el cual, según me ha dicho Cortina, tiene por objeto constituir por medio de tercera persona, una renta en favor de... La cosa es clara. No sé si podré obtener los cincuenta mil duros tan pronto como usted desea. Si yo los tuviese, ahora mismo lo arreglábamos». Añadí que si la diligencia no era fácil para él, me lo dijese francamente, y yo buscaría otro amigo que de ella se encargara, con lo que di tan fuerte pinchazo a su amor propio, que el hombre rebotó, diciéndome que se creería indigno de mi amistad   —212→   si no me dejaba servida y satisfecha en el improrrogable plazo de tres días. Así terminó nuestra conferencia. Confío ciegamente en la eficacia de este hombre tan activo, inteligente y bondadoso, y ya puedo anunciarte que antes de que termine la semana quedará instituido en cabeza de Fernando el capital inmueble que le proporcionará una renta decorosa, sin perjuicio de mayor propiedad y beneficios. Con lo que disfrutará pronto, no dudo que ha de reconocerse con personalidad bastante para pretender sin desdoro la mano de la niña de Castro-Amézaga.

Y ahora, mi amada compañera, esperemos el giro de la gran crisis, la revelación magna y decisiva, que es para mí como llegar a la cumbre de mi destino. ¿Qué habrá del lado allá de este monte inmenso, por cuyas asperezas subo, ya fatigada y sin respiración? ¿Veré un valle risueño, o un negro y espantable abismo? Ya poco me falta para dominar la cúspide. No sé qué me pasa. Este peñón áspero es Felipe. Detrás de él está la paz, el sosiego, la vida. ¿Llegaré?



  —213→  

ArribaAbajo- XXX -

De la misma a la misma


Madrid, Septiembre.

Amada mía: Estoy en la noche que precede al día crítico. Te daré cuenta del romanticismo que se apodera de mí como una enfermedad del cuerpo y del alma, con fiebre y terrores, en los cuales no puedo menos de ver algo de belleza, a ratos una belleza extremada, sin que ello me cause vanagloria, por no ser mi dolencia muy original que digamos. Los sentimientos y visiones que me turban paréceme que no son míos; no han nacido en mi ser; son algo que he leído; son el arte ajeno, que se convierte en ansiedades propias, en dramáticos lances. La ignorancia ¡ay! es una bendición; el saber un suplicio. Me creo espejo de la vida artística, y sus imágenes en mí se vuelven reales. Vas a creer que estoy loca. Más lo creerás cuando te cuente que esta noche he tenido por real y efectiva la escena que voy a referirte. No sé a qué hora, Valvanera de mi corazón, mas era sin duda la hora del miedo, Felipe me mandó llamar. El pobre Pantoja, nuestro anciano mayordomo, me trajo el recado con una solemnidad teatral, inclinando su venerable cabeza calva al manifestarme el deseo del señor Duque. Allá   —214→   me fui, de sala en sala, arrastrando por los pavimentos esterados de fino junco la cola de mi vestido, sin que entonces ni después supiese yo la causa de aquella prolongación de mi ropa, ni entendiese lo que me decía el extraño ruido que tras de mí iba dejando al andar. Pasé por obscuras estancias, por estancias iluminadas. En algunas conocía mis cuadros y tapices; en otras vi objetos y adornos que no eran de mi casa. Llegué por fin a la sala de armas, donde encontré a Felipe y a Fernando platicando de cosas de guerra, armas y ciencia militar, y si no me causó sorpresa verles juntos, tampoco me asombró que mi esposo y mi hijo hablasen de asaltos de castillos, de combates encarnizados, con espadas, lanzas y mosquetes. Todo me parecía natural, y el cariño y confianza que uno y otro se mostraban éranme tan gratos, que permanecí silenciosa y embelesada el tiempo que tardaron en advertir mi presencia. Por fin, el señor Duque me presentó a Fernando, y este y yo nos saludamos con pausadas inclinaciones de cabeza, sin decirnos una palabra. Sin duda no era conveniente que aparentáramos conocernos de muy antiguo, desde que él vino al mundo y yo inauguré la era de mis desgracias. El Duque me dijo que Fernando era un famoso capitán que entraba a su servicio, y que por tal servidor valiente de nuestra causa le reconociese yo. Manifesté mi benevolencia con una sonrisa, ignorando todavía qué causa era aquella en que nos había salido tan esforzado   —215→   paladín. A una señal del Duque, trajo Pantoja ánforas de plata y copas de oro. Debíamos beber los tres a la salud de la familia y de su nuevo defensor. Mandome el Duque que escanciara yo el vino; llené las tres copas; a la mitad de esta operación me temblaba la mano; miré a Felipe, cuya cara parecía de cartón; miré a Fernando, que aguardaba con grave compostura. Mi marido cogió una de las copas, y al dármela para que yo la ofreciese a Fernando, lancé un grito... Esto que te cuento, Valvanera mía, me pasó estando despierta, te lo aseguro... lo vi como estoy viendo ahora el papel en que te escribo... No sé lo que pasó después de aquel instante en que rompí a chillar... ¿Bebió Fernando? Creo que no... Felipe se me apareció entonces con armadura, en una facha altamente caballeresca, que nada se parecía a su común vestir y actitud usual. Su talla crecía, su ademán era noble y fiero. Yo di vueltas y me pisé la cola, enredándome en ella... Te aseguro que todo esto acaeció hallándome sentada en la misma silla en que estoy ahora. Entendiendo que mi mente exigía disciplina, cogí la Imitación de Cristo, y su lectura me produjo gran consuelo. No tardé en reírme de aquel delirio, y prepareme para los actos religiosos con que debo inaugurar, dentro de algunas horas, el día de la tremenda prueba. No ceso de pensar en D. Manuel, y de figurarme las expresiones que emplear debe para la exposición de mi deshonra ante Felipe... ¿Permitirá Dios que   —216→   al fin salga yo de este infierno? Tremenda es la boca de salida, y el dragón que la guarda quiere devorarme; pero le arrojo mi reputación, mi dignidad si es menester, y mientras su glotonería se satisface, me escapo, agarradita a la mano del gran Cortina.

Al fin siento algo de sueño, más bien atonía cerebral. Me acostaré, figurándome que voy a dormir; mas con mi engaño no engañaré las horas. Hasta mañana.

Martes.- Pásmate: he dormido; he despertado con la impresión de un sueño muy bonito. Fernando y yo visitábamos la Alhambra, paseándonos solos por sus patios y estancias, agarraditos del brazo... Serían las ocho, cuando comulgué en mi capilla, después de confesarme. Gran consuelo han sido para mí los actos de religión, y a ellos debo la serenidad con que aguardo mi sentencia. Humillándome ante Dios y sometiéndome a su soberana voluntad, he fortalecido mi alma, he serenado mi conciencia. Y pues mis faltas no pueden desaparecer del tiempo, venga la nueva, la real situación que la propia falta impone. ¿Qué ganamos con vivir en el engaño social, desempeñando mentidos papeles, decorándonos con una opinión ficticia, y haciendo creer que somos lo que no somos? Cada uno es lo que es: bueno o malo, tuerto o derecho, cada ser representa su propio carácter. Apartémonos de la comparsa social, renunciemos a la fastidiosa obligación de marchar a compás, haciendo figuras más o menos airosas. Lo que cada   —217→   uno es ante Dios, séalo ante los hombres. Impere la verdad, siempre superior a los embustes mejor compuestos y con más arte pintorreados. Arrojemos las pelucas, los postizos, los afeites, las ballenas que oprimen, los mil artificios que son deformación y tormento de nuestro ser. Dios abomina de los cosméticos, de las máscaras y de toda farsa. Nos quiere sinceros, puros, con nuestra conciencia bien diáfana, manifiestos nuestros delitos si los tenemos, así como nuestras virtudes, que algunas hay siempre. Así he de ser yo, y el valor que ahora siento no ha de faltarme.

Me encierro en mis habitaciones, conforme a la voluntad de Cortina. El calor es hoy extremado, arde la atmósfera, y el cielo parece que está preparando rayos y centellas, quizás un pedrisco asolador. Oigo truenos lejanos.

A prima noche.- Esta tarde, mientras estallaba una de las tempestades de verano más ruidosas e imponentes que he visto en mi vida, he sentido un pánico horroroso. La idea de que entrase Felipe en mi cuarto a recriminarme, pronunciando el trueno gordo, me ha causado un sobresalto indecible. La tempestad casera que he temido y temo, me asustaba más que la que rodar sentía por los espacios, con sus nubes negras preñadas de electricidad. A las cinco, próximamente, mi susto era tan vivo, que determiné huir. Vestime en un instante; mi doncella recogió alguna ropa en una maletita. Concertamos   —218→   que ella traería un buen coche de alquiler, situándolo en la Ronda, y que nos escaparíamos lindamente por la puerta del jardín sin que nadie nos viese. Luego me pareció algo ridícula esta manera de ausentarme, y determiné salir rápidamente por la escalera y puertas principales sin decir nada. Fuera de mi cuarto ya, retrocedí, acordándome de que había prometido a D. Manuel no tomar resolución alguna sin su dictamen, y he vuelto a mi encierro, donde estoy como en capilla. Heme acogido al Kempis, que por donde quiera que se abra nos muestra un admirable pensamiento, de pasmosa concordancia con lo que sentimos o padecemos. He leído: Cuando el hombre se humilla por sus defectos, entonces fácilmente aplaca a los demás, y sin dificultad satisface a los que le odian.

A media noche.- A las nueve y media, cuando yo acababa de mal comer en mi habitación, entró Cortina. Antes que me hablase, conocí en su rostro grave que el paso había sido tremendo, y que el servicio que me ha prestado merece eterna gratitud. Llorando quise besarle las manos, lo que él no permitió. La revelación, según me dijo, lenta, dificultosa, impresionó a Felipe de un modo tal, que nuestro amigo llegó a temer un acceso de locura. Vino después un abatimiento hondísimo, postración de todas las energías físicas y espirituales, y el hombre se reconcentraba en su dolor con cristiana paciencia. Había cogido el Kempis y leía:   —219→   El humilde, recibida la afrenta, está en paz, porque descansa en Dios, no en el mundo.

Habíase encerrado en su aposento con rigurosa consigna, como yo. Cortina le acompañaría hasta media noche, procurando conservar en su ánimo la serenidad, y prepararle para los actos razonables. Lo que no tiene remedio debe afrontarse con valor y espíritu de concordia. Terminó diciéndome que continuase yo prisionera de mí misma, alejando de mí todo temor de escenas ruidosas y de manifestaciones imponentes. Sus últimas palabras me hirieron en el corazón: «Felipe la ama a usted con locura... Esta es la verdad... quizás sea forzoso reconocer que no ha sabido amarla, porque el amor, dígase lo que se quiera, no sólo es un sentimiento, sino también un arte. Adiós, amiga mía. Ya estamos del otro lado».

Miércoles por la mañana.- No ceso de repetir la última frase de mi salvador: «ya estamos de la otra parte». Me parece mentira. Ya Fernando es mío, y yo soy suya. Ya podré vivir para él a cara descubierta. ¡Cuánto me ha costado llegar a esto! Pero al fin he llegado, estoy en mi terreno, donde pisaremos él y yo libremente. Dale, dale la feliz noticia, con las discreciones y atenuantes que tu buen juicio te sugiera. Que participe de mis esperanzas. En medio de mi triunfo, que triunfo es, estoy triste: no se aparta de mi mente la imagen de Felipe abrumado de dolor por mi causa. ¡Cuántos años de mentira y disimulo! ¡Y cómo pesarán   —220→   sobre él!... Si queriéndole yo nos aliviáramos ambos de este horrible peso, mi corazón se halla dispuesto al amor de todos, a la concordia, a la reconciliación. No sé si esto será posible, dado su orgullo, su dignidad puntillosa, llena de asperezas... Pero por mí no quede. Quiero amar a todos, y que todos me amen, merézcalo o no. Abro el Kempis y leo: Espera un poquito y verás cuán presto se pasan los males.

Por la tarde.- El silencio y la quietud reinan en mi casa. Parece esto un panteón, y a mi sepulcro no llega ningún rumor. ¿Qué pasará en el de Felipe? A ratos me entran vivos deseos de correr de mi cripta a la suya y decirle... No, no me atrevo. Espero que el muerto de allá me visite. Lo deseo y lo temo. Me inquieta que hoy no haya venido Cortina; mas por mi doncella sé que pasó toda la mañana en las habitaciones de Felipe.

Ha roto esta monotonía un billetito de Salamanca, diciéndome en estilo de negocios: «Hecho. Mañana otorgaremos la escritura. Espero instrucciones». Le contesto que se entienda con Cortina. Ya ves: vamos bien. El programa se cumple, y mis deseos se van condensando en la realidad. Pronto será Fernando poseedor de un millón de reales; ya no podrán decirle que se ignora de quién recibe el dinero que gasta. Afirmar puede ya que es rico, porque lo es su madre, y su madre soy yo, que aún tengo otros milloncitos guardados para él. Ya no es humillante   —221→   su actitud ante la incomparable niña de Castro-Amézaga. Con valer ella tanto, mi hijo no desmerece, y aun sostengo que vale más, por su gran cultura, por su talento y finísima educación. Dile a Juana Teresa, si le escribes, que se vaya a paseo, que busque la Marquesa de Sariñán entre los Almontes de Tarazona, enriquecidos por la usura, o entre los Sopuertas de Alagón, que a fines del siglo pasado fabricaban albardas, y ahora las llevan ellos, rellenas de vales reales. La niña de Castro es para mí, para nosotros, y en todo caso, les cedo la pequeña, siempre que no repugne unir sus floridos años a la seca y utilitaria juventud del mayorazgo de Idiáquez.

Rabio de ganas de escribir a Fernando directamente diciéndole todo lo que se me ocurra, y firmando con mi nombre entero, según la usanza y fuero de mi mayorazgo, que me manda poner en primer término el apellido materno. Recibid el corazón y el alma de -Pilar de Loaysa.




ArribaAbajo- XXXI -

De Valvanera a Pilar


Villarcayo, Agosto.

Amada mía: La ansiedad que revelas en tu carta se me comunica, y no vivo hasta saber el término y solución de la gran crisis   —222→   de tu destino. Bendigo a esos buenos señores, amigos fieles, Cortina y Salamanca, que te ayudan en tu magna empresa. Inspíreles Dios, y a ti te dé fortaleza y serenidad. No ceso de pedirte que encierres con cien llaves tu romanticismo, todo ese imaginar insano que debes a las lecturas continuas, al hábito de vivir dentro del misterio, a esa fatalidad de tener drama oculto, vida de novela por dentro. ¿Me explico? Aguardo impaciente la carta en que me digas el resultado de lo que llamas operación quirúrgica. Encomiéndate a Dios, que no dejará de mostrársete benigno, viendo atenuada tu enorme falta por el sentimiento purísimo que es consecuencia de ella. El pecado y la virtud ¡qué cosa más rara! se ven enlazados en la vida humana, y donde menos lo piensas encuentras un eslabón de oro entre los de hierro de tu cadena. Te reirás de las figuras que se me ocurren. Algo se me pega de tu florido ingenio.

Delicadísima es tu situación frente a Felipe, y todo el tacto que empleares para sortearla me parecerá poco. Considera, Pilar, que las espinas de su carácter están en la superficie; su corazón es bueno. Desgracia grande ha sido que no supiera conquistar el tuyo, aun después del tropiezo. Ya es tarde para la concordia. Si el cariño no puede existir, sálvense la estimación y el mutuo respeto. Te digo todo lo que se me ocurre, sin reparar en que mis exhortaciones lleguen tarde. Pongámonos en manos de Dios,   —223→   que ha de resolver este magno problema. Él decidirá de tu vida futura, poniendo fin a tus sufrimientos, o dándote otros en vez de los actuales. Si así fuere, acéptalo con resignación recordando estas dulces palabras del Kempis: Tanto se acerca el hombre a Dios, cuanto se desvía de todo consuelo terreno. Y tanto más alto sube hacia Dios, cuanto más bajo desciende en sí y se tiene por más vil.

Quiero endulzar tus penas contándote cosas de acá, placenteras: teníamos a Fernando alicaído y triste; hoy está muy gozoso con la visita de su amigo D. Pedro, que se nos entró por las puertas ayer tarde, sin previo aviso. Figúrate la alegría del pobre Telémaco. En el tiempo que aquí lleva, nunca le he visto tan animado, tan expansivo y bien dispuesto. Juan Antonio y yo hemos recibido en palmitas al Sr. de Hillo y le agasajamos todo lo que se merece. En cuanto habla, se manifiesta el cariño que tiene a Fernando, y el afán de verle dichoso. Lástima que sólo esté en nuestra compañía hasta mañana, pues tiene que partir para Vitoria, con no sé qué graves comisiones de su ministerio castrense. Creo que Fernando le acompañaría de buena gana; pero no nos resolvemos a concederle autorización para este viaje. Tanto él como nosotros nos hacemos cargo de que en estas difíciles circunstancias, y en la expectativa de la gran crisis tuya, no debe alejarse. Podría ser necesaria en un momento dado su presencia aquí, tal vez en Madrid. Dice D. Pedro que volverá,   —224→   y esto me alegra, porque su compañía, su afecto y su festivo temple son el mejor antídoto de las melancolías de nuestro amado caballero.

Y allá van otras noticias, que aunque parezcan extrañas a nuestro asunto, quizás tengan con éste indirecta relación. He recibido carta de mi padre, desde Albarracín, donde se hallaba muy obsequiado por los figurones de la facción. ¡Qué hombre, qué carácter flexible y ameno! No hay quien le iguale en el don de ganar amigos y de hacerse simpático a todo el mundo. Me dice que su salud es excelente; que tras las penalidades sufridas con cristiana conformidad, ha recobrado su vigor, el apetito de sus mejores tiempos, la fácil labia y el prurito social. No hay otro D. Beltrán de Urdaneta. Es el prodigio de la Naturaleza y la unión del siglo pasado con el presente. Me dice que quieren agregarle a la expedición de D. Carlos, el cual parece no ha de parar hasta Madrid. En la presunción de que mi padre recale por la Villa y Corte, y de que vaya a parar a tu casa, como otras veces, he pensado que no debes vacilar en informarle del asunto, ganando su voluntad antes que los Idiáquez. Creo que teniéndole preparado y conquistándole hábilmente, como tú sabrás hacerlo, le tendremos a nuestra absoluta devoción en el delicado negocio de La Guardia. ¿Estás enterada?

Ayer hemos expedido un propio para llevarle nuestra carta y el dinero que nos pide,   —225→   necesario para que pueda incorporarse decorosamente a esa ambulante corte del llamado Rey, que quizás lo sea pronto de verdad, por convenio entre las dos ramas borbónicas. Le hablo de Fernando, a quien profesa paternal cariño, diciéndole que le albergo en mi casa desde principios de año, y añado algunas explicaciones de los motivos de este hospedaje, que entiendo han de ser para él una revelación. Le encargo que si a Madrid va, hable contigo de mi huésped, y con esto me parece que ayudo bastante a su penetración y agudeza. Estoy bien segura de que a un hombre como mi D. Beltrán, de tanto conocimiento en cosas y aventuras pasadas, le bastarán las medias palabritas que le escribo para posesionarle de tu secreto. Cualquiera que sea el resultado de esta crisis, cree que el saberlo mi padre no puede ocasionarte ningún perjuicio, y sí ventajas grandes. Agasájale, sé sincera y cariñosa con él, y tendrás un excelente apoyo, un leal consejero y auxiliar.

Y punto final por hoy. Te anuncio el milagro de que mis cinco hijos están buenos, sin ninguna molestia ni alifafe. Dios me les guarde así mucho tiempo. Fernando se ocupa en reanudar los ensayos del . En buen hora sea. Adiós, querida: que tu carta próxima me traiga felices nuevas, el término de tus afanes, el alivio de tu conciencia, y vea yo sobre tu cabeza la bendición divina y la piedad humana. Concluyo recomendándote que mires a Felipe con respeto y cariño.   —226→   El amarle será para ti un inmenso consuelo. No te canso más. Tuya siempre -Valvanera.




ArribaAbajo- XXXII -

De Pilar a Valvanera


Septiembre.

Amiga de mi alma: Pensaba escribirte hoy cosas gratas, y mi destino dispone que no lo sean. Sobre mí pesa sin duda una maldición. No creo en maldiciones: creo en castigos, y el mío es grande, más doloroso y largo de lo que a mi parecer me corresponde, sin duda por la magnitud de mis faltas. En los dos días que han pasado desde el memorable de la espantosa revelación, mi alma se consume en una ansiedad monótona y sin accidentes. Felipe no sale de su cuarto. La noticia de que está enfermo, a mis oídos llegada por referencias de servidores más o menos discretos, me causó ayer inquietud, hoy pena indecible. He llamado a Pantoja, el cual me asegura que el señor Duque no padece más que una indisposición nerviosa. En distintos aposentos de una misma casa, mi marido y yo vivimos tan distantes como si fuéramos antípodas uno de otro. Esto es horrible, y de una tristeza que anonada. Hoy, por dos veces, no pudiendo refrenar mi ardiente afán de hablar con él,   —227→   he salido de mi habitación con ánimo de entrar resueltamente en la suya. A la mitad del camino heme vuelto para mi hemisferio, temblando de pavor. Llegué a mi alcoba rendida y sin aliento, como quien ha corrido largo trecho por senderos pedregosos. Anoche pasé horas de terrible miedo, creyendo que a mi cuarto venía; sentía sus pasos, era él... Componía yo mi rostro, preparaba las frases compungidas que debía dirigirle al entrar... Pero no era, no: mi espíritu, no sé si deseándole o temiéndole, fingía la proximidad de su persona, sus pasos, su acento, su cara... Hoy puedo decirte que sin dejar de temerle, deseo ardientemente que venga y me diga lo que, según la gravedad del caso, debe decirme. Su silencio me duele tanto como mi culpa. Imagino en él padecimientos crueles, que agravan los míos. Por primera vez en mi vida, creo que siento con él, que su corazón y el mío laten a la par.

No puedo seguir. De estas cosas no hables nada a Fernando. Que sepa cuanto a mí se refiere; pero esto no, aunque seguramente lo comprendería. Dile tan sólo que le amo mucho, y que Dios quiere sin duda que mi amor arda en nuevos crisoles para purificarse. Tarda en llegar el bien; aún está lejos la paz dulce y hermosa... No le hables de esto, no; que podría descorazonarse, como yo, y caer en hondísima tristeza. Basta con que sepa que vivo y viviré para él.

Viernes por la noche.- Otros dos días han pasado, querida mía, en la misma lúgubre   —228→   calma, sin que Felipe me vea, sin que pronuncie una palabra delante de mí. Ni me habla, ni me mira, ni me injuria, ni me mata, ni me perdona. Esto es horrible. El buen letrado me ha dicho que espere. Hoy no vino a verme, y su ausencia pone el remate a mi tribulación. Mañana rompo esta cárcel de silencio y soledad en que estoy metida: necesito una palabra de mi esposo, cualquiera que sea; necesito mi libertad, cueste lo que costare.

Dícenme que Felipe no está en cama; que no recibe ninguna visita, ni aun la del médico; que pasa los días sentado en un sillón, o paseándose en su cuarto; que no prueba la comida; que escribe cartas larguísimas y las rompe... No sé qué daría yo por saber si pregunta por mí. Recados suyos a mi calabozo no llegan. Yo repito los míos esperando respuestas que no vienen, que no quieren venir por mas que las llamo. Lo único que me dice Pantoja es que el señor asegura que no está enfermo, que apetece la soledad, que despide a sus servidores con expresiones de bondad flemática. Me asombra saber que no riñe, que no se impacienta por cualquier motivo baladí, que no alza la voz para dar sus órdenes; esto me inquieta más, porque un cambio tan radical en su carácter indica trastorno profundo. La magnitud de la impresión, la sorpresa y dolor han desquiciado su naturaleza, revolviéndola y agitándola desde lo más hondo a lo más superficial. Lo peor será que tras esta crisis venga una enfermedad   —229→   grave, la muerte quizás. ¡Y ello sería por mi culpa! Amada mía, no le digas esto a Fernando: confidencias tan delicadas, tan íntimas, son exclusivamente para ti. Sólo las mujeres entendemos esto.

Sábado.- Llega Cortina y me dice que la situación moral de Felipe es la misma; que debemos esperar a que la benéfica acción del tiempo le restituya a su ser normal. Me recomienda, dando a entender que obra por inspiración propia, pasar unos días en la quinta de mi tía Consolación en Carabanchel. Al pronto, acepto con regocijo la idea que abre un paréntesis en mi ansiedad, y me saca de esta atmósfera de panteón o presidio; pero luego me nacen en el alma energías de protesta contra tal viaje, que se me figura una forma delicada de expulsión. Cierto que mi salud exige descanso, cambio de aires, y en ello insiste D. Manuel, añadiendo que intentará convencer al Duque de la conveniencia de buscar distracción y recreo en el campo. Es probable que pase un par de semanas en la Encomienda, y el mismo tiempo debo yo permanecer junto a mi tía. Accedo a todo: me invade la obediencia, sobreponiéndose a todas las fuerzas de mi espíritu. Me siento máquina...

Dentro de una hora saldré para Carabanchel, donde espero recobrar mis facultades dispersas. Aguardad un día, dos, y recibiréis la verdadera expresión personal de vuestra amantísima -Pilar.



  —230→  

ArribaAbajo- XXXIII -

De la misma a la misma


Carabanchel, Septiembre.

Aquí respiro, amada mía; todas mis penas conmigo me las traigo; pero las atenúa, las suaviza la libertad, el alejamiento de mi martirio. La tía Consolación es un calmante enérgico de mi estado espasmódico, por su bendita indiferencia de todos los asuntos que no sean sus devociones y la paz de su casa, por carecer en absoluto del defecto esencialmente femenino, la malditísima curiosidad. No he visto pasta de ángel como la suya. Si ello es un profundo egoísmo, celebremos la razón de la sinrazón que en determinadas circunstancias reviste los vicios de las apariencias de excelsas virtudes, ofreciéndonos los provechos de estos. A mi tía Consolación no le importa nada de nada: vive siempre en, por y alrededor de sí misma, contenta del medio social, como los pececitos que se hallan bien en su redoma de agua limpia; hablando mucho de las excelencias de la otra vida, y procurando por todos los medios permanecer en esta el mayor tiempo posible; rodeada de curas y de médicos, a quienes oye y atiende como a sibilas de la salud espiritual y física; disfrutando de sus riquezas   —231→   con parsimonia y régimen intachables; practicando la caridad con medida; exacta en todo, fría en sus afectos, cuidadosa de sus pelucas y de sus huéspedes...

A propósito de huéspedes: ¿a quién creerás que me encuentro aquí? A nuestro D. Juan Nicasio Gallego, que veranea en la quinta inmediata de Montecastro. Compite en corpulencia con mi tía Consolación, y la supera indudablemente en ingenio y en ese desahogo frailuno que nos hace tanta gracia. Su conversación me ha distraído un tanto de mis amarguras: ya me notarás semejante a mí misma, aunque todavía no puedo reconocerme todo lo yo que ordinariamente soy. Paso ratos agradables sentadita en el jardín en compañía de D. Juan Nicasio, que se ha dignado recitarme, con la entonación y compás clásicos, su oda a La influencia del entusiasmo en las bellas artes, que yo no recordaba. Se muestra lastimado de que le excluyeran de la dirección de Estudios después de haber hecho el plan de enseñanza general. La jubilación le duele como un castigo injurioso, y habla pestes del régimen traído por la sargentada, y de la nueva Constitución, que, según él, dará óptimos frutos dentro de quinientos años... Si tuviera mi espíritu sereno, a Fernando escribiría yo de mil cosillas referentes a gentes de pluma, pues también andan por aquí Bretón y Gil y Zárate: Ventura Vega viene algunas tardes a la Quinta de Vistabella. Todos me visitan, y aunque procuro huir de la sociedad,   —232→   no puedo eximirme. Me acosan, me asaltan, y he de oírles, por lo menos.

Diariamente recibo noticias de Felipe, que no ha ido a la Encomienda: continúa en nuestro palacio de Madrid, sin alteración en su tristeza y aislamiento. Las noticias de hoy me hacen recaer en el abismo de mis penas, y esta tarde no he querido recibir a nadie, ni al mismo Gallego, que vino acompañado de Eulalia Montecastro y de Pilar Selva Fría. La tía Consolación le les dio chocolate de Astorga, y D. Juan Nicasio contó chascarrillos de confesiones de baturros. Desde mi cuarto, en el piso principal, oía la voz gruesa del clérigo y las francas risas de su auditorio.

Hoy domingo.- Llegó D. José Moya, el socio del librero Boix, y he hallado un consuelito a mi pena tratando con él de un envío de libros que pienso hacer a Fernando. No puedes figurarte cuánto he gozado viendo el catálogo de obras francesas, enterándome de los precios, y oyendo apreciaciones no muy autorizadas sobre el mérito literario de estos o los otros autores. Eligiendo y desechando libros he pasado un buen rato, figurándome que Fernando estaba presente y que aprobaba mi escrutinio, enteramente acorde con mi gusto. La caja contendrá la nueva edición del Ossian con grabados magníficos, y la última Vida de Napoleón, también con láminas muy hermosas. Por cierto que hay entre estas una de la cual no quiero hablar ahora; pero ya te diré algo en ocasión oportuna. Es   —233→   muy triste, Valvanera mía... A su tiempo hablaremos... También le mando la traducción francesa del Don Juan y del Giaour de Byron, y la Corina de la señora Stäel. De latinos recibirá bastante historia: Tito Livio y Suetonio, que son muy buenos, y no lo afirmo porque yo los haya leído; de españoles van Solís y Masdeu, acompañados de Quintana. Las Vidas me gustan, aunque son un poquito pesadas; pero no hay que hacer caso de mi juicio. Y para colmar la caja he añadido todo el romanticismo que encuentro en los catálogos: dramas de acá y de allá, algunos que, sin leerlos, estimo de baja literatura, por un cierto tufillo que se desprende de sus cubiertas; otros medianos, friotes, con rimbombancia de frase y pobreza de ideas... Pero, en fin, allá va todo. Son juguetes que pronto estarán rotos en manos del niño. Este Sr. Moya me promete enviar la caja mañana mismo por un ordinario de confianza. ¡Si pudiera meterme en ella, como un mal drama, qué feliz sería yo! Mi felicidad me consolaría de la pena de ser drama malo.

Martes.- Ayer me trajo Salamanca, que vino acompañado de un escribano y su acólito, un rimero de papeles que firmé. Esto y una carta de Cortina me aseguran que es un hecho la situación provisional de Fernando. Ya no puede decir nadie que sólo tiene de caballero la figura, la ilustración y los modales. Cuéntame qué impresión le causa esto; y si es grata, como supongo, me consolaré de no haberlo hecho antes. Pienso yo   —233→   que las riquezas deben ser siempre para la juventud, bajo la tutela y dirección de los viejos. Lo que Fernando disfrute con la discreción y buena medida propias de su honrado carácter, será mi gloria, mi orgullo. Que tú y Maltrana le habléis de esto, demostrándole que le pertenece lo que hoy está en mis manos. Soy su arca, su hucha; no tiene que agradecerme nada, y yo mucho a él por poner en mí su confianza. Que me le aleccionéis bien, queridos Valvanera y Juan Antonio. Adiós por hoy.

Viernes.- En los dos días que he pasado sin escribirte me han ocurrido cosas que no puedo contarte sin emoción muy viva. Aún me dura el grandísimo dolor que he sentido ayer; encontrarás mi carta como anegada en un mar de amarguras, turbio el estilo y sin ninguna gracia. Buscaré compensación en la claridad y el fiel traslado de los hechos, huyendo de las impresiones de romanticismo, que, a pesar mío, me asaltan el magín. Con un esfuerzo supremo de mi voluntad las echo de mí, presentándote en forma descarnada lo que he visto, y lo que he padecido al verlo... Pues desde el miércoles sentía yo una viva comezón de volverme a Madrid, de entrar en mi casa y adquirir por mí misma noción clara de lo que allí ocurre. Sospechando que me ocultan algo, que no es posible la continuidad de la monotonía fúnebre que dejé allí, ayer preparé con mi doncella una escapadita, que realizamos felizmente. No tuve dificultad para entrar en   —235→   casa, no diré en secreto, porque esto era dificilísimo, pero sí precavida contra las indiscreciones de los criados que me vieron. No me dirigí a mi habitación, pues para esto habría tenido que atravesar los sitios de más peligro: metime en aquel cuarto obscuro ¿sabes? entre el billar y la sala de armas, y allí permanecimos Rafaela y yo muy agazapaditas, acechando una ocasión de aproximarme al encierro de Felipe, que es el gabinete de la esquina, entre su alcoba y el salón rojo. Caía la tarde. Pasó tiempo, y sobre la casa vino la obscuridad, entristeciendo todo y poniéndome a mí más triste que las mismas tinieblas. Ya era noche cerrada cuando el Duque mandó que le llevasen luz. De puntillas acerqueme a la puerta de la habitación, que había quedado entornada al salir Mariano, después de preguntar este a su señor (así me lo figuré) si deseaba comer. Creí entender, adiviné más bien, que la respuesta había sido negativa, y lo confirmó el que pasara mucho tiempo sin que Mariano volviese con el servicio... Nadie me vio, ni yo pude tampoco ver a Felipe, sentado sin duda en el diván que hay en el mismo testero de la puerta. Esperaba yo que se pasease o que cambiara de asiento, poniéndose en el sillón de enfrente, debajo de la gran panoplia colgada entre el Ribera y el Juan de Juanes. No puedo decirte cuánto tiempo estuve en acecho sin oír ruido alguno. «¡Si yo me atreviera a entrar bruscamente! -pensé, fatigada del largo plantón-... Pero   —236→   lo pensaba no más, hija, y la idea de hacerlo me estremecía. Cautelosa me retiraba ya, buscando las partes más obscuras del salón rojo, cuando le sentí ponerse en pie. ¡Ay, se paseaba!... ¡No, no: salía! Tuve tiempo de esconderme detrás del piano a punto que aparecía su figura en el cuadro de la puerta, iluminado por la lámpara del gabinete, y pasó, pasó muy cerca de mí, le vi perfectamente a la tenue claridad del salón. ¡Dios mío, qué impresión, qué inmensa pena! Aquel hombre no era Felipe, no era el esposo mío... o más bien era él mismo tal como pienso yo que será dentro de veinte años. ¿Pero han pasado veinte años sin que yo lo advierta?... ¿Estaré yo en ese grado de vejez? ¿La crisis que atravieso me hace avanzar de golpe casi un cuarto de siglo? Tanta era mi confusión como mi terror por lo que veía, y no daba crédito a mis ojos. La cabeza de Felipe, que apenas blanqueaba hace quince días, es ya enteramente blanca; su cuerpo, antes arrogante y derecho, se encorva hacia la tierra; su paso es vacilante; se agarra a las sillas que encuentra próximas. A la escasa luz, el rostro demacrado, cadavérico, me causó tan viva aflicción, que a punto estuve de perder el conocimiento. ¡Dios de mi vida, qué lastimosa ruina, qué desmoronamiento fugaz! Desapareció hacia la sala de armas; le seguí, apoyándome también en los muebles para no dar con mi cuerpo en tierra... Pasó por habitaciones obscuras, por habitaciones mal alumbradas. Iba hacia la   —237→   mía, hacia donde yo vivo, donde duermo, donde sufro y medito y tramo mis combinaciones mentirosas. Allí está mi pensamiento, que permanece en aquel ambiente cuando yo salgo, y allá va Felipe a buscarme... No encuentra de mí más que una idea, y esto le basta. ¡Y yo tan cerca en cuerpo y alma, sin que él lo sospeche! ¡Pobre de mí! ¿Es tan grande mi culpa que merezco el suplicio de anoche? Sin ver a Felipe, porque la obscuridad me lo impedía, me lo figuraba postrado en mi sillón favorito, los codos en las rodillas, el rostro en las palmas de las manos, evocándome con su pensamiento, quizás para reñirme, para mortificarme, quizás para pronunciar palabras dulces de perdón. Hablaría con la idea de mí, reconstruyendo el pasado, nuestra larga vida matrimonial, y condoliéndose de que haya sido tan árida, tan triste... ¡Que no pudiéramos hacerla nueva, perdonándonos el uno al otro, desprendiéndose cada cual de sus asperezas!... Me faltó valor para esperarle y verle de nuevo a su regreso, que quizás sería muy tarde. ¡Sabe Dios el tiempo que durarán aquellos actos de contemplación o éxtasis!... Sentí vergüenza, y la conciencia de mi inferioridad ante aquel sentimiento intensísimo me precipitó en una fuga loca. Corrí en busca de Rafaela, y nos lanzamos fuera del palacio por la escalera de servicio, metiéndonos en el coche que nos aguardaba en la calle. Por primera vez en mi vida me he tenido por idiota: tal era la fuerza de mi estupor. Se me revelaba un   —238→   mundo nuevo, ¡y cuándo, Dios mío! cuando apenas hay tiempo ya para poder apreciarlo y disfrutar de sus hermosuras. Felipe y yo hemos vivido sin duda en el seno sombrío de una fatal equivocación. ¡Tan cerca uno de otro, y no nos hemos conocido, no nos hemos visto, no sabíamos ni que existiéramos!

Al llegar a Carabanchel me arrojé en mi lecho sin querer ver a nadie, y lloré no sé cuánto tiempo lágrimas muy amargas. ¡Cuánto habría dado porque él las hubiera visto! Su figura claudicante, agobiada por el dolor, los blancos cabellos, el rostro extenuado, la respiración ansiosa, se representaban no sólo ante mi imaginación, sino ante mis ojos. Toda la noche me tuvo la visión en un estado de angustia contemplativa, y aun hoy, en pleno día, no ha cesado de acosarme. ¿Será esto romanticismo? Sólo sé que es verdad. Y la verdad romántica es la revolución desencadenada en nuestras almas, el pueblo que se encrespa, los tronos que caen, la pequeñez volviéndose grandeza... No sé lo que digo. Comienzo a desvariar, y suspendo mi escritura. Me tengo miedo.

Mis penas, en vez de disminuir, aumentan. Mi paz no aparece. ¿Volveré a Madrid? ¿Me arrojaré a los pies de Felipe? ¡Cuánto daría por tenerte a mi lado para que inmediatamente me respondieras a esta consulta! Yo me consulto, y no sé qué aconsejarme. Estoy loca. Sólo sé sentir; pensar no puedo.   —239→   Llamo a Cortina, que es mi pensamiento.

No puedo más. Cariños sin fin de vuestra -Pilar.




ArribaAbajo- XXXIV -

De D. Beltrán de Urdaneta a D. Juan Antonio de Maltrana


Herrera de los Navarros, 26 de Agosto.

Amado hijo: Gracias mil por la prontitud, en estos tiempos milagrosa, con que contestasteis a la que desde Albarracín escribí a Valvanera. Me han sido entregados por el primo de Pulpis los sacros dineros, que vienen a remediar las escaseces de este vetusto prócer, y a devolverle la perdida dignidad en presencia de los señores y príncipes en cuya compañía me encuentro. Si en todas las ocasiones la carencia del precioso metal ocasiona a los humanos infinidad de males, en este mi crítico estado la desdicha del no tener llega a proporciones increíbles, amados hijos míos. Sois mis ángeles consoladores, sois la alegría de mi ancianidad, pues a más de haber contribuido con los tacaños de Cintruénigo, en la parte correspondiente, al alivio del viejo loco, añadís por vuestra cuenta mayor y más generoso alivio. Dios os lo pague en salud de vuestros pequeñuelos, mis nietos adorados.

No es flojo gusto el que me da la carta   —240→   que incluís de Fernandito Calpena, mi simpático amigo, de quien conservo tan grata memoria. El saber que lleva luengos meses en vuestra compañía me colma de gozo, y si no he podido descifrar aún la charada en que Valvanera, para ejercitar mi caletre, me da como una explicación enigmática de las causas de ese hospedaje, tengan por cierto que en cuanto a ello me ponga la descifraré, que bien sabéis que soy un águila para los acertijos. Ya escribiré despacio a mi amiguito cuando tenga algún descanso, que ahora me falta. Decidle que no olvide mi parábola del árbol, y que no desperdicie ninguna coyuntura que para llevarla a la realidad se le presente. Decidle, y sabed vosotros también, que esta situación favorable en que ahora me encuentro la debo al industrioso italiano con quien fue a Oñate, y que ahora se ha trabado conmigo en grande amistad. Nos encontramos cerca de Alcañiz, cuando yo, vencido de la pesadumbre de mis años, no menos que de las horribles hambres, fatigas y sustos que he padecido, intentaba salir de este peligroso terreno tomando a pie las vereditas de mi tierra, y me brindó con su apoyo, y sustentome con sus vituallas, y me fortaleció el espíritu con su donosa conversación, como el cuerpo con sus vinos; y habiéndole yo caído en gracia por mi entender social y político, como él a mí por su fino trato, intimamos y nos unimos en los alojamientos y en las caminatas, para las cuales hubo de franquearme un hermoso   —241→   caballo, aunque no iguala, no, al que gané a Fernando. De esta amistad vino la del Infante D. Sebastián, mandarín en jefe de estas tropas Reales (que así me veo forzado a llamarlas), el cual se ha dignado ver en mí no sé qué superioridad de maneras, de juicio y de conocimiento que me llena de confusión. En todo el tiempo que le deja libre el militar servicio, quiere tenerme a su lado. Nuestras pláticas, así literarias como políticas, no acaban nunca, y suelen ser de gran substancia por mi experiencia del mundo y esta larga vida mía, que con la virtud de mi feliz memoria me ha hecho histórico archivo de cosas y hombres. Conozco a medio mundo; sé juzgar lo que he visto y describir con exactas líneas los caracteres en lo privado y en lo público.

De todo ello ha resultado que el Infante quiere llevarme en su Cuartel Real hasta Madrid, hacia donde marchan resueltamente. Parece que ahora va de veras, y que están las cosas bien amasadas para que la discordia de las dos ramas tenga un término dichoso, y se ataje este río de sangre que en todas las partes de la madre patria brota por las crueles heridas de la guerra. No puedo deciros más sobre este punto, sino que, habiendo recapacitado en la conveniencia de llevar a Madrid estos pobres huesos, acepto la invitación del excelso Infante, y mediante el beneplácito de su señor tío, a quien a boca llena llamamos Rey, me agrego a la Corte, y con ella voy, como el famoso loro, a onde me leven,   —242→   siempre con el sano propósito de desviarme si el punto de parada definitiva no es la Villa del oso. En esta me aguardan innúmeros amigos, y algunos intereses desperdigados a los que no vendrá mal mi presencia para entrar en vereda. De Madrid, si llegan allá mis nobles pedazos, os escribiré.

En un lugar cercano, Villar de los Navarros, se dio ayer una batalla en la cual quedaron vencidos los que aquí llaman facciosos, mandados por Buerens. Perdieron mucha gente; corrió sin tasa la sangre. ¡Oh desdicha, oh tiempos! El brazo derecho y el brazo izquierdo de la Nación, contra el pecho de esta descargan a compás furibundos golpes. ¡Cuánto he visto, Dios mío, y cuántas abominaciones me permitirás ver todavía!

Vaya, no más. Mi bendición a todos, mis amantes besos a los niños, y a ese gallardo mancebo, el de la charada, un cariñoso abrazo de vuestro padre -Beltrán.




ArribaAbajo- XXXV -

De D Beltrán de Urdaneta a Fernando Calpena


Madrid, Septiembre.

Feliz mortal: Díceme una linda boca, a quien ni los años ni las penas han privado de su nativa gracia, que te recreas en los estudios históricos. Yo voy a contarte sucesos   —243→   recientes, presenciados por mí, y que mañana, si hoy mismo no, han de entrar en los dominios de Clío; que no es bien que yo me muera sin transmitirte conocimientos que mi vejez ya no puede utilizar. Tú, joven inteligente y lleno de vida, archivarás este como otros sucesos que te he contado, para que los perpetúes si quieres, dedicándote a la enseñanza de gentes y a la extirpación de la ignorancia, el más grande mal que hay sobre la tierra.

Ya sabes que tu amigo Rapella, el siciliano astuto que anduvo en esos fregados de concertar las dos ramas borbónicas, obrando mancomunadamente con un francés que responde por Neuillet, y con otros pájaros que revolotean en la Corte trashumante, fue quien me puso en candelero entre la caterva militar y civil de D. Carlos. A él debo los honores y atenciones que he merecido de D. Sebastián; por él he llegado sano y salvo a Madrid, y esto bastará para que yo le esté muy agradecido los pocos años que me quedan. Débole asimismo algunas ideas referentes al embrollo que traía, las cuales, con el auxilio de mi natural perspicacia, me han servido para descubrir todo este pastelón que ofrezco a tu paladar de historiador curioso.

Y antes de continuar, doy gracias a Dios por verme libre de la pejiguera de llamar Rey a D. Carlos, Reales a las tropas, y Generalísimo al señor Infante, mi amigo. La justicia oblígame a declarar que debo también gratitud al titulado Rey, por haberme   —244→   permitido agregarme a la expedición desde Albarracín hasta Arganda; algunas atenciones le merecí, pocas y frías, de esas que no llegan al corazón. Tuvo mi respeto, pero nada que a cariño se pareciese, y me atrevo a decir que la mayor parte de los que le siguen se hallan en la propia situación de ánimo. El hombre no sabe ser guerrero ni político, ni posee el arte de tratar a las personas cuyo concurso anhela. Distingue a los clérigos de los seglares; pero ni a estos ni a los otros sabe distinguirlos entre sí. Entiendo que me ha mirado con benevolencia desdeñosa, no considerándome buena presa, es decir, no creyéndome útil para su partido, por causa de mi decaimiento y pobreza, que han cuidado de revelarle los aragoneses que me conocen. En la misma moneda de compasivo respeto le he pagado yo. Declaro en conciencia, sin asomos de pasión, que la única vez que he tenido el gusto de escucharle, comiendo en la casa de los Muñoces, en Tarancón, oí de sus augustos labios soberanas vulgaridades. No tenía yo ideas muy optimistas de su inteligencia; mas aquel día formé opinión cabal y definitiva de los puntos que calza esta pobre Majestad, y no vacilo en afirmar que no calentará el Trono, si en él llega a sentarse.

Trataré de poner método en mi relato, Fernandito mío, para que te enteres bien. Lo primero que te digo es que no creas que esta carta es falsificada, como la que recibiste con la firma de un Miguel de los Santos Álvarez,   —245→   y luego resultó escrita por blanca mano; que no fue mal bromazo el que te dieron. Esta es mía, obra de mi feliz memoria y de mi cacumen, sin que tenga con aquella otra semejanza que el ser también escrita para distraerte y aventar tus penas, de las cuales ¡ah! me río yo después de sabido lo que sé. Fernando de mi corazón, eres el niño mimado de la fortuna, y han sido tus amas de cría y tus niñeras todas las hadas de los cuentos infantiles. Entras en el mundo con pie derecho; tú lo tendrás todo: la Naturaleza te dotó generosamente, y las diosas y ninfas de la tierra te abren sus amantes brazos... Yo te bendigo, yo te auguro un esplendoroso porvenir, porque tú... Pero dejemos esto, y vuelvo a mi asunto.

Con el pegote de mi asendereada persona, salió la Real expedición de tierra de Teruel, pasando a la de Burgos, donde se nos unió Zaratiegui. Huyendo de la persecución de Espartero, nos volvimos hacia el Este, corriéndonos hacia Cuenca. No quiero hablarte de las batallas, más bien encuentros y escaramuzas, que he presenciado. Ellas son de una monotonía desesperante. No sé si a ti te pasará lo que a mí, que jamás he podido leer ningún libro que relate exclusivamente batallas y contradanzas de campeones. Y lo que no me gusta leer, no me agrada escribirlo. Te ahorro los malos ratos que he pasado yo, contemplando de cerca la estupidez de estas guerras. Es una demencia sin ningún brillo, y un pugilato salvaje   —246→   con mecánica bravura y poco o ningún arte polémico. Compadezco al que tenga que escribir esta parte de la historia patria. Me figuro que andando el tiempo, si nos civilizamos, nadie leerá las páginas que de esto se emborronen, o más bien determinaremos que se envuelva el aciago período en una espesa capa de silencio, y las generaciones echarán capa sobre capa, hasta erigir en honor de la guerra civil, de sucesión o como quiera llamársela, el grandioso monumento del olvido.

Quedamos, pues, en que le escamoteo a la señora Clío las idas y venidas de estos llamados ejércitos, que más bien son bandas; la sorpresa de aquí, la derrota de más allá, el inmolar de prisioneros, las rápidas marchas y contramarchas. Si mal dirigido anda el brazo del Pretendiente, no lo está mejor el de acá. Uno y otro brazo no dan más que palos de ciego. Francamente, en la campaña contra la Expedición Real no he reconocido el militar arranque de mi amigo Baldomero. Es hombre de rasgos, de momentos, de inspiración; pero se las arregla mal sobre el mapa. Verdad que la desorganización del Gobierno es causa de que ninguno de nuestros Generales tenga en su mano los elementos precisos para combatir con éxito. Córdova con su talento macho, Oraa con su pericia, Espartero con su bizarría, no han podido realizar más que hazañas aisladas: no vemos resultados de conjunto, y ello consiste en que no hay cabeza que   —247→   administre y gobierne. Todo se vuelve aquí intrigas y discursos, miedos grandes de mujeres y ambiciones pequeñas de hombres. Falta un noble carácter de Rey, juicioso, valiente y honrado. Los liberales no tienen cabeza, y la de los facciosos es una cabeza de cartón. Te reirás de mi filosofía histórica; pero lo dicho dicho está, y pruébame tú lo contrario.

Desde la fácil victoria de Villar de los Navarros hasta que se nos unió Cabrera en Buenache de Alarcón, en mi memoria se marcan principalmente los días por los Te Deum que cantaban algunos pueblos al ver entrar al Rey, por las misas que este mandaba celebrar, por la continua matanza de prisioneros. Las fragosidades de Albarracín por la parte de Teruel y por la de Cuenca nos vieron correr de misa en misa, de ración en ración, de susto en susto. ¡Qué horribles pueblos! Me resisto a inscribir en las lápidas de la Historia los nombres de Villar del Humo, Trama Castilla, Calomarde, Salvacañete, Campillo de Alto Buey... No puedo asociar a tales nombres más que la miseria y la barbarie. La incorporación de Cabrera me fue muy grata, porque en él he visto siempre un caudillo de verdad, y en aquella ocasión hallé un amigo que me consideraba más de lo que yo merezco. Verías allí cómo todo se animó en el ejército Real, donde se codeaban los admiradores del tortosino con los envidiosos de su gloria. Con tal hombre en su mano, otro Rey habría intentado un golpe decisivo;   —248→   pero aquel buen señor es incapaz de golpe alguno, como no sean los golpes de pecho. Ni sabe lo que posee, ni distingue los hombres extraordinarios por su mérito efectivo de los que lo parecen por su destreza en la lisonja. Les mide por la adhesión idolátrica que le manifiestan; ha venido haciendo el ídolo de pueblo en pueblo, fiado en que Madrid le tendría dispuesto el altarito.

En confianza te diré que tuve una conversación a solas con el leopardo, y las medias palabras que pronunció me revelaron su pensamiento, conforme con el mío, de que con este buen señor no se va a ninguna parte. Recelaba el fiero cabecilla que la aproximación a Madrid era un movimiento político antes que militar, y que corríamos a un desenlace de comedia de figurón. Preguntome si sabía yo algo de enjuagues proyectados: respondile que no, en lo cual me permití ser más diplomático que verdadero, pues así me lo exigía mi delicadeza. Lo que yo sabía, no podía decírselo a Cabrera ni a nadie, y si a ti te lo cuento ahora es porque el fracaso del laborioso arreglo me libra del compromiso de la discreción. Si aún conviene guardar el secreto en las conversaciones frívolas, no pequemos de remilgados frente a la Historia, y la Historia eres tú, el hombre del porvenir, ante quien este viejo del pasado vacía el saco de sus conocimientos.

Los personajes de mi comedia son la Reina Doña María Cristina; su hermano el Rey de las Dos Sicilias; la Infanta Doña Luisa   —249→   Carlota; Luis Felipe, Rey de los Franceses; Don Carlos V, pretendiente al Trono de España; y por bajo de estas cabezas más o menos coronadas, y no muy provistas de seso, figuran embajadores y mensajeros con nombres efectivos o figurados: el Príncipe de La Tour Maubourg, emisario del francés; el Barón de Milanges, enviado del de Nápoles, y otros como tu amigo Rapella, de quien he sabido que anduvo en Francia ostentando un título de Marqués. Figura también entre los actores el banquero Rostchild, que habla poco, pero con substancia. Los ministros de la Reina, o no se han enterado, o hacen como que no se enteran; pero hay algún general y más de cuatro próceres que están en el secreto, aunque no dan la cara, por lo cual me abstengo de escribir sus nombres, que no conozco con absoluta certeza. No apunto más que lo que sé, y dejo dentro del saco las sospechas y presunciones.

Sale Cristina maldiciendo, en férvido monólogo, la llamada revolución de la Granja, que ha mancillado su Real dignidad. He aquí la Corona de España manoseada por cuatro sargentos, y la suprema autoridad traída y llevada del cuartel a la cámara regia. La Reina no se cree tal Reina, sino un juguetillo masónico, y la situación liberal nacida de aquella rebeldía grotesca, cáusale pavor y repugnancia. Desde su palacio ve a los liberales enjaretando con infantil candor una nueva Constitución, que se ve obligada a reconocer y jurar como el mejor de   —250→   los entretenimientos posibles. Ha vuelto los ojos a los moderados, que no calman sus ansias, pues también se hallan dañados de liberalismo, y ve sombrío y dudoso el porvenir de sus tiernas niñas. Los remedios y soluciones que le propone su esposo morganático, D. Fernando Muñoz, no tranquilizan su turbado ánimo, pues entre los moderados no se alcanzan a ver fuerzas y caracteres que repriman la patriotería, acabando al propio tiempo la lucha civil. Sale la Infanta Carlota, mujer de pesquis y entereza, y afirma que el mal grande, comprensivo de todos los males, es la guerra, y que mientras no se dispare el último tiro, ya sea con bala, ya con pólvora seca, no puede esperarse que las cosas de la Real familia vayan por el camino derecho. Retírase Muñoz por el foro, y las dos hermanas continúan hablando en italiano con familiar viveza, ambas avispadas, nerviosas. Sostiene Carlota que urge terminar la guerra como se pueda, sacrificando algo si es menester, no parándose en pelillos, pues no están los tiempos, ni las cosas de los tiempos, para escrúpulos y fililíes. Sálvese una parte, si no todo, de lo que se posee, y no se haga puntillo de honor de los llamados derechos, pues estos, en toda ocasión histórica, no son tales derechos si no les acompaña y robustece la fuerza. Donde no hay más que una fuerza limitada, intercadente, quebradiza, los derechos se debilitan y acaban por ser torcidos: nadie les hace caso. Llegan, por fin, las dos señoras   —251→   italianas a la conclusión de que la realidad impone una franca inteligencia con D. Carlos, el cual, a su vez, por no disponer tampoco de toda la fuerza que ha menester, no ha de llevar a punta de lanza la cuestión de derechos. Cediendo cada parte un poco de su divinidad legal, se celebrará un acto de concordia, quedando todos contentos y disfrutando por igual de sus provechosos puestos en las cabeceras de la mesa nacional.

Salen en esta parte de la escena multitud de partes de por medio, italianos y franceses, que llegan de Nápoles o reciben instrucciones para partir hacia allá. Cambia la escena. Aparece Fernando II, Rey de las Dos Sicilias, trayendo a su lado por confidente a Rapella, y le dice que ha meditado en el caso gravísimo de la sucesión de España, sacando en limpio de sus cavilaciones que María Cristina es prisionera de la revolución y un instrumento de la anarquía española. Desea, pues, el Soberano de Parténope que su querida hermana se aleje del foco revolucionario, cortando relaciones con la caterva masónica que ha convertido el suelo ibérico en una morada infernal. Por usurpadora tiene la llamada Causa de la angélica Isabel, y reconoce y declara como legítimo sucesor de Fernando VII a D. Carlos María Isidro, en quien ve el escudo de la fe y la salvaguardia de los buenos principios de gobierno. Acuerda, pues, proponer a su hermana Doña Cristina que busque medio de evadirse del cautiverio en que la tienen liberales y democratistas,   —252→   trasladándose a un punto donde pueda reconocer la legitimidad de su egregio cuñado. Corren emisarios con estas determinaciones hacia el Cuartel Real de Guipúzcoa y hacia Madrid, los cuales regresan trayendo misivas en que se acepta el plan de reconocimiento de D. Carlos como única Majestad Católica, a condición de que las hijas de Fernando VII obtengan la posición más próxima al Trono, y si es posible, en el borde del Trono mismo. Se propone un casamiento, y para la Reina madre se piden preeminencias y jerarquía de Soberana exenta, sin que sea parte a menoscabar su dignidad el casamiento equívoco con D. Fernando Muñoz.

De todo esto se trata por embajadas que van y vienen, hasta que sale Luis Felipe, también echando pestes contra la revolución y el jacobinismo, pues aunque él debe su Trono a un alzamiento popular, no fue éste denigrante y rastrero como nuestra sargentil algarada. Ha meditado en ello, acariciándose con la gruesa mano su cabezota en forma de pera, y saca de su magín la clara idea de que el decoro monárquico exige a la pobrecita Reina Cristina burlar, con una bien dispuesta escapatoria, el cautiverio en que la tienen los masones y carbonarios disfrazados de hombres de gobierno. Da instrucciones a su embajador La Tour Maubourg para que no se separe de la Reina de España, induciéndola a emprender con sus niñas el viaje de Madrid a Santander, donde embarcaría para Francia. No le parece bien   —253→   al Rey de los franceses que nuestra Soberana ponga su realeza en manos de D. Carlos. Opina que las paces deben hacerse en Francia, despacito, por medio de apoderados de una y otra rama, procurando conciliar los derechos de todos. En cuanto al proyectado casamiento de Isabel con el hijo de D. Carlos, Luis Felipe no se halla plenamente convencido de su conveniencia bajo el punto de vista europeo. Quizás fuera más conforme con el interés general pensar en otros enlaces y combinaciones matrimoñescas; pero se abstiene por el momento de pronunciarse en tal sentido, y sólo desea que, si Cristina rompe con los liberales, sea tratada por las tropas y agentes de D. Carlos con todo el miramiento que por su rango merece, como viuda de un Rey y Gobernadora del Reino, quand meme... Su matrimonio, que considera un grande error político y una increíble debilidad, no debe ser tenido en cuenta para lo que se determine respecto a la suerte de España. No se retira Luis Felipe de la escena sin informarse de la opinión de Metternich sobre los asuntos españoles, y de paso inquiere si Rostchild está dispuesto a prestar dinero a D. Carlos en caso de que sea reconocido Rey efectivo por la madre de Isabel II. En brevísimas expresiones, apareciendo y ocultándose rápidamente, dice el Sr. Rostchild que, cuando se vea claro cómo termina el grave pleito entre la revolución y la Monarquía en España, verá si le conviene o no abrir su caja al Rey, Reina   —254→   o Dictador que flote en la riada. Cierto que la cara de la revolución le asusta a él, Don Dinero; pero la de Carlos V, que también trae mueca revolucionaria, y de las más feas, no es muy tranquilizadora. Sépase quién logra condensar una fuerza eficaz, potente. Ese tendrá el dinero a espuertas, por la sencilla razón de que las fuerzas efectivas se juntan naturalmente, por ley de atracción... ¿Sabes, Fernandito de mi alma, que este hombre es muy práctico y discurre con admirable sentido? Siempre lo dije: cuanto más rico es un hombre, mejor razona y sentencia. El sofisma, la falsa dialéctica, la palabrería ociosa, insubstancial, ¿qué son más que el natural producto de la pobreza? Cuando veas que se pierde en el mundo la razón, no la busques en la guarida polvorienta del filósofo: búscala en la tienda del guerrero, dominador de pueblos, o en el palacio del allegador de caudales.

Y perdóname, Fernando amigo, que emplee un estilo que calificarás de zumbón, y formas de planear comedias, en este histórico relato. Pesimista quizás, convienes conmigo en que no merece el asunto mejor empaque y vestidura; quizás compasivo con la ancianidad, le permites imitar en sus manifestaciones la ligereza de la infancia. De estos dos criterios estimo por más justo el primero, pues aunque muy entrado en años, tu amigo D. Beltrán no chochea todavía. Como viejo, he juzgado con tonos de broma la intriga, induciéndome a ello lo cómico   —255→   del desenlace. Estas combinaciones de príncipes para transigir sus discordias, o repartirse el goce de sus derechos, resultan serias o festivas según el término que les dan sus autores. Rematada felizmente conforme a programa la tramoya, que llamaré napolitana por darle algún nombre, habría merecido los honores de una narración grave; concluida por un fracaso, entra en los dominios sainetescos.

Y aquí he de tomarme un respiro, pues, aunque me encanta platicar con los jóvenes y contarles cositas que ellos, pobres inexpertos, no han visto, cree que me canso de este largo escribir. Suspendo por hoy, prometiéndote continuar mañana mi epístola. Mi bendición te mando, y con ella votos sinceros por tu felicidad, la cual quiero que sea tan grande como tú te mereces. Me incita al descanso una gentil persona que se ha empeñado en tenerme de huésped, y en ello he consentido, gozoso del honor que me hace y de su dulce compañía. Encárgame que te exprese los afectos de su corazón. ¡Cuán fácilmente pago su hospitalidad! ¡Si la hubieses visto llorar cuando le dije que yo te amo también, que desde que te conocí te hice un hueco en mi corazón...! En fin, no sigo. Repito que eres el hombre de la suerte, y que me convido a tus bodas, resuelto a ser padrino si queréis, aunque ruja Cintruénigo. Te abraza tu veterano amigo -B. de U.



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ArribaAbajo- XXXVI -

Del mismo al mismo


Madrid, Septiembre.

Aquí me tienes otra vez, Fernandito mío, pluma en mano, dispuesto a concluir mi cuento, que no lo es, aunque lo parezca. Sabrás que la marcha desde Buenache de Alarcón a la villa de Arganda fue alegre y al modo triunfal, pues no he visto pueblos más regocijados con la presencia del Rey, ni campanas más vocingleras en el repicar. Arcos de ramaje vi en algunos puntos; en otros hubo toros, cañas y berridos de entusiasmo. Como toda esta región central es la menos castigada por la guerra y están los pueblos vírgenes de exacciones, encontramos abundantes víveres, con lo cual remediaron su hambre atrasada los expedicionarios y el sinnúmero de clérigos y covachuelistas que siguen al Rey. Tal séquito era una horrorosa carga que estorbaba las marchas y ofrecía dificultades mil para los alojamientos. Venía toda la administración de Don Carlos, sus Juntas y Consejos, un verdadero ejército de caracoles o tortugas, con la casa a cuestas, es decir, con todo el papelorio de las oficinas. Entre la turbamulta de parásitos había cundido la idea de que entrarían   —257→   en Madrid sin disparar un tiro, por estar el pastel bien amasado y dispuesto para comerlo por mitad. Lo creían como el Evangelio, y no anhelaban más que llegar a la Villa y Corte para ocupar cada cual su blando puesto en las Secretarías y Ministerios, o en la Intendencia palatina.

De este optimismo participaba el Rey, a quien los italianos que le rodeaban habían hecho creer que entraría pacíficamente, acatado por tropa y pueblo, dirigiéndose a Palacio, donde reunida toda la Real familia, se daría solemne sanción legal al concierto dinástico. Mal defendido Madrid por escasa guarnición y por la Milicia Nacional, no había que temer seria resistencia, en caso de que el masonismo la intentara. Se contaba con la connivencia de varios generales, incondicionalmente afectos a palacio. Otros habían recibido instrucciones para hacerse los desentendidos. En las líneas del Este y del Sur, Puertas de Atocha y de Toledo, mandaban jefes de confianza. No había, pues, nada que temer. Madrid era del Rey, y Madrid es la llave de España y sus Indias. Con tales ideas, los últimos días de marcha fueron alegres, sin que turbaran el contento batallas ni ningún militar compromiso. Pasado el Júcar, más acá de Alarcón, entramos en un camino triunfal. No me acuerdo del lugar donde salió a recibir al Rey el escuadrón de Terpsícore, un grupo de muchachas muy lindas, con panderetas y canastillas de flores, bailando y cantando. Las coplas no   —258→   eran de lo más clásico; pero resultaba un bonito efecto. El comistraje ofrecido al Rey no fue malo, según dicen, pues yo no lo caté. En Tarancón alojaron a S. M. C. en la propia vivienda del padre de D. Fernando Muñoz, donde no halló desahogo de aposentos ni un trato muy fino, y mi humilde persona se arregló con Cabrera en casa de unos hidalgos labradores, que nos trataron guapamente. La recua clerical y covachuela lo pasó tal cual ese día, pues no hubo para ella buen acomodo, quedándose algunos en cuadras pestíferas y en bodegas obscuras. Pero no faltó vino para todo el parasitismo, con lo que los duelos fueron menos y el quebranto tolerable. En Fuentidueña salió el clero con palio, el Ayuntamiento con estandarte, y la Sacra Majestad se dirigió solemnemente a la iglesia, donde la obsequiaron con religiosos cánticos. Igual demostración de gratitud al Omnipotente tuvimos en Villarejo de Salvanés, con merienda suntuosa y pellejos de vino a discreción. La alegría de la ojalata llegó a manifestarse con estruendo impropio de gente tan sesuda y de la gravedad de un Monarca que hacía su regio papel imitando a los ídolos. Llegamos por fin a la villa de Arganda, famosa hasta hoy por sus caldos, y que lo será en lo sucesivo por la solemnidad del Te Deum que nos endilgó con desusada fiesta de pólvora, colgaduras y demás manifestaciones de pública inocencia. Divisadas desde allí las torres y chapiteles de la metrópoli de las Españas, prorrumpieron   —259→   tropas y clérigos en alaridos de monárquico frenesí. ¡Cuán cerca estaba el triunfo! Un día no más les separaba del descanso. Concluiría la guerra; se inauguraría el reinado de la justicia y la legitimidad, quedando encadenada para siempre la infame hidra de la revolución.

El impetuoso Cabrera se aproximó el 12 a Vallecas, tiroteándose con unos desdichados milicianos que salieron por la Puerta de Atocha. Ello fue poca cosa, más bien nada. Al mediodía recalaron en el Real alojamiento de Arganda tres pajarracos de la Junta carlista de Madrid. Dijéronme, pues yo no veo bien, que no traían caras de Pascua, sino de tristeza y desaliento. Por la tarde, aun con mi corta vista, pude apreciar la consternación que se pintaba en los rostros de los expedicionarios del brazo eclesiástico, así como del militar y civil; y lo apagado y cavernoso de sus voces, oyéndoles cuchichear, me demostró que las risueñas ilusiones de aquellos infelices eran juguete del viento. En la bodega donde Rapella y otro italiano y dos franceses se alojaban, supe que la Reina Cristina se había vuelto atrás. No había nada de lo dicho, y lo convenido y tratado entre las dos ramas enemigas no debía mirarse más que como una broma.

Creí yo que este no era el desenlace, pues D. Carlos tenía bastante fuerza para demostrar que con él no se juega. Esperábamos todos que al día siguiente 13 se daría un ataque formal a la coronada Villa. Cabrera   —260→   no deseaba otra cosa: quería ser el primero en asaltar la guarida de la revolución y el masonismo. Mal guarnecida la Corte, el Pretendiente tenía frente a sí la ocasión suprema, la hora crítica de su destino. Se jugaba la Corona, eso sí; mas no le faltaban probabilidades de ganarla, y ganarla en tal momento era ser Rey de carne y hueso, no de cartón. Cualquier hombre de juicio claro y de corazón grande no habría vacilado en acometer la empresa, arriesgando el todo por el todo. El sino de D. Carlos María Isidro era no hacer nada a tiempo, y ver silencioso y lelo el paso de las ocasiones.

A eso de las diez se nos dijo que S. M., celebrado Consejo, había decidido retirarse. Saldría la expedición a las dos de la madrugada en dirección de Alcalá. ¡Oh desencanto, oh infinita tristeza! Vi movimientos de desesperación, manos que iracundas asían mechones de cabellos, resoplidos de angustia y rabia. ¡Vaya, que tocar a Madrid con las puntas de los dedos, y no agarrarlo! A Cabrera no le vi. Supe que trinaba; que el matiz de su cara era verde; que sus ojos echaban fuego; que rechinaba los dientes. Dicen que dijo: Mentras este abad de Poblet nos mani, no farem cosa bona. Por mi parte, no pensé más que en preparar también mi retirada, o sea mi separación de la Causa, lo que no me fue difícil, ocultándome, de acuerdo con D. Aníbal, en la bodega de mi alojamiento. Al rayar la aurora del 13, cuando ya no se veían ni rastros de carlistas   —261→   en las inmediaciones de Arganda, agregueme a unos trajinantes que venían a Madrid, y oprimiendo los lomos de una poderosa mula, hice mi entrada triunfal por la Puerta de Atocha, sin que salieran a recibirme muchachas con panderetas, ni el fastuoso clero con alzada cruz. Una corazonada felicísima, que más bien me ha parecido después secretico del Espíritu Santo, me llevó a pedir hospitalidad a cierto palacio tan viejo como suntuoso, que extiende sus amenos jardines no lejos de las Vistillas y de Nuestra Señora de la Almudena. Y vieras tú cómo allí me recibieron con palio, y me cantó el Te Deum una dulcísima y fiel amiga, a quien he diputado siempre como la hembra de más sutil ingenio que mecieron doradas cunas. Gala es de ambas aristocracias, castellana y aragonesa, y digna de que se estampe con letras de oro en el libro de la fama su bonito nombre: Pilar de Loaysa, por nacimiento Condesa de Arista, amén de otros sonoros títulos; por enlace, Condesa-Duquesa de Cardeña y Ruy-Díaz. En su corona se juntan los ilustres timbres de los Bustos de Lara y de los Idiáquez y Loaysa... Mas tantas preeminencias históricas no igualan a la grandeza de su talento, a la supina aristocracia de su amabilidad y cortesanía. Hame recibido como a un rey, agasajándome y proveyéndome de cuanto necesitaba mi caduca salud. Hemos hablado largamente a solas, querido Fernando, concluyendo por ponernos los dos muy alegres, y con esto te   —262→   digo más que si te escribiera seis pliegos.

Se me olvidaba una cosa: Pilar y yo tenemos parentesco, no muy lejano, por los Sobremontes, por los Pignatellis y Javierres, y otras ramas que se cruzan e injertan en nuestros respectivos árboles nobiliarios. Pero esto ni quita ni pone. Lo importante es que te estimé cuando te conocí, y ahora te conceptúo el primero de mis amiguitos, hallándome dispuesto a guiar tus pasos en la vida social con mis consejos, con la inagotable ciencia que me han dado mis años y el continuo vivir entre gente de viso... Pronto hemos de vernos, pues en cuanto yo dé a mi pobre osamenta algún reposo, y me recobre del quebranto de estos siete meses de increíbles aventuras, tomaré el caminito de Mena, y juntos en esa dulce casa, en compañía de mis hijos y nietos, os contaré los lances, ora trágicos, ora festivos, interesantísimos todos, de mi larga permanencia en el campo de la facción. Sucesos oiréis que os pondrán los pelos de punta, otros que os moverán a risa, y algunos que debieran perpetuarse en letras para enseñanza de las generaciones futuras. Y entreverando mis historias de viejo con la tuya juvenil, te diré cosas que han de serte de gran provecho en la brillante vida que te aguarda.

Y ahora sólo me falta rematar el cuento pasado con la explicación del por qué y cómo de haber Doña Cristina dado al Pretendiente el solemnísimo chasco de Arganda. No acertaba ya con la clave de este político   —263→   enigma, ni pudo mi mente salir de confusiones, hasta que Pilar de Loaysa me refirió lo que te transmito, sintiendo que al pasar de sus labios a mi pluma no conserve el encanto y la gracia que ella sabe dar a cuanto dice. Fue que a mediados de Agosto se sublevaron los oficiales del ejército de Espartero, acantonado en Pozuelo, Aravaca y El Pardo, pidiendo la caída del Ministerio Calatrava, el cambio de Gobierno y de política, o sea la anulación de todo lo creado en la trifulca de La Granja por los atrevidos sargentos Gómez y García. Acudió a sofocar el movimiento el Conde de Luchana, asistido de sus buenos amigos Seoane y Van-Halen, y de primera intención fueron separados del servicio los oficiales revoltosos, y ascendidos los sargentos para cubrir las vacantes. Pero como el nubarrón venía de lo alto, sin más objeto que destruir todo lo hecho desde la infausta noche de San Ildefonso, y volver las cosas al estado que tenían antes de aquel suceso, intervinieron voluntades palatinas para que los oficiales fueran reintegrados en sus empleos y honores. Armose tumulto en las Cortes; tu amigo Mendizábal señaló al propio Baldomero como autor de este inesperado cisco; defendiole Seoane; los ministros increparon el pronunciamiento, invocando las sacras libertades, la disciplina y demás cosas bellas que nadie ha sabido respetar, y al fin resultó lo que se deseaba, que era el menoscabo y vuelco de la situación liberal y masonil. Los oficialitos, en suma, han quedado   —264→   triunfantes, y se vanaglorian de haber destruido la obra de sus subordinados, el audaz Alejandro y el astuto Higinio. La buena lógica pide que la revolución de sargentos sea enmendada por oficiales, y la de estos por generales, hasta que las hagan los mismísimos Reyes, sublevándose contra su propia majestad y prerrogativas. Henos aquí, mi buen Fernando, en presencia del fenómeno histórico que singulariza a la España de nuestros días; y perdona que tome este tonillo cargante y este amanerado estilo de discurso para señalarte el dicho fenómeno. Tantas frases sonoras y campanudas se me ocurren para maldecir esta endiablada máquina de las sublevaciones militares, que prefiero no transcribir ninguna, seguro de que otras voces y plumas lo expresarán más campanuda y gravemente que yo en el curso infinito de nuestras políticas trapisondas. Es un hecho, es un vicio de la sangre, del cual participamos todos, y con él hemos de vivir hasta que Dios quiera curarnos. Yo no he de verlo, y se me figura que tú tampoco lo verás.

Dicho esto, voy a la miga del cuento, y aquí recobro mis mañas de vejete maleante, diciéndote que salen Doña María Cristina y Doña Luisa Carlota batiendo palmas de gozo. Dan por fenecido el vergonzoso estado político que instituyeron con brutal grosería Higinio y Alejandro. El liberalismo y las logias cayeron. Su Majestad y Alteza han convencido a Espartero de que se deje nombrar   —265→   Presidente del Consejo de Ministros, poniéndole de compinches al indispensable D. Pío Pita Pizarro, a Bardají, Vadillo, Salvato y General San Miguel. El aura popular del de Luchana, su autoridad ante el ejército, y el grande amor que le tienen jefes y tropa, devuelven a la Reina la confianza perdida desde la sargentada. Ya no cree su Causa en peligro, ya respira, se crece, se sacude el miedo; ya se atreve a mirar cara a cara al obcecado Pretendiente. Y restablecidas en su travieso carácter ambas hermanas, dan por nulos y sin ningún valor los tratos para reconciliar los dos brazos de la familia, y adiós soberanía de D. Carlos, adiós casamiento, adiós ilusiones del absolutismo, adiós paz del Reino... Sabedoras las napolitanas de que el figurón anda con sus tropas por Vallecas, desde palacio dirigen hacia allá sonrisas de burla y desdén, y una de ellas da a San Miguel la orden de que sea trasladado al centro el general que mandaba en las líneas de Atocha, pretextando que, por tenerle en gran aprecio, se le quería apartar del punto de más peligro. El tal (me callo su nombre) estaba en el ajo: su misión, de prevalecer el convenio, era franquear la entrada a la facción, y su recompensa, ser nombrado Ministro de la Guerra por el Rey absolutísimo.

Se me ocurre presentarte aquí un lindo ejemplar de sombras chinescas. Imaginemos, caro Fernando, un blanco muro, que es el fondo de la Historia patria. Sobre él aparecen   —266→   dos lindos bustos negros. En las graciosas cabezas, de perfil, reconoces al punto a las dos napolitanas, señalándose por más bello y picante el contorno de la Reina, colocado delante del de su hermana. Ambas aplican el dedo pulgar a la punta de la nariz, extendiendo la mano y dando a los otros dedos un temblorcito gracioso. Vuélvense las caras y manos hacia la parte aquella de Abroñigal, donde se supone que está el Pretendiente recomendando a los suyos la confianza absoluta en la protección de la Santísima Virgen de los Dolores.

De fijo llevarás a mal que trate yo una grave cuestión histórica por arte bufonesca. Pero, hijo, considera que los años me hacen infantil: quiero ser serio, y no lo consigo. Mi experiencia, madre de mi descreimiento en estas materias, es abuela de mi humor festivo. Añade a esto que el descanso, la paz y las comodidades que disfruto en este palacio, después de tantas desdichas, despiertan en mí una alegría retozona. Te presento el lado gracioso de esta Real intriga, porque es el que más a mis ojos se destaca. Tú, niño ilustrado, a quien las probabilidades de tomar un buen papel en la política imponen la seriedad, podrás darle la vuelta (todas las cosas tienen dos caras) y presentarlo por el lado grave, para gobierno y enseñanza de esta generación más estudiosa en los libros que en los hechos. Por mi edad y mi ciencia del mundo, estoy autorizado a ser extravagante, a tener cosas, a reírme de lo que   —267→   vosotros miráis con ojos de carnero y expresáis con retóricas almidonadas. Mi relato histórico pecará de burlesco... A mi modo, soy también romántico, de la cepa maleante. El romanticismo es la juventud y también la vejez. El mundo antiguo y el presente en él se enlazan. Por un lado llora, por otro ríe. Risa y llanto constituyen la vida, y yo no estoy ahora en disposición de llorar. En todo caso, imagínate que me he muerto ya, y que tienes delante de ti, contándote historias verídicas, no a un hombre, sino a un esqueleto. Mi calavera, asaz expresiva en sus ojos huecos y en su rasgada boca, te cuenta con gracejo lúgubre los errores de nuestros primates y el inocente abandono de nuestro pueblo.

Y sigo. El pobre D. Carlos es víctima de su ineptitud. Las traviesas napolitanas, que iban de capa caída, llevan ahora la mejor parte. Han derribado a Calatrava y su partido inepto, que no gobierna ni administra; se han congraciado con Luis Felipe, que juega con dos cartas, halagando por un lado al absoluto, por otro a la Reina, y solicita de esta que sofoque el incendio revolucionario y masónico; se han agarrado al brazo fuerte de Espartero; han dado a la oficialidad el gusto de anular la obra de los sargentos. Pondrán freno a la libertad de imprenta, convertirán en un papel mojado la reciente Constitución, y este no es más que el primer paso para ir a un régimen de fuerza y autoridad. ¿Qué sucederá después? Si   —268→   quieres que sea también profeta, te diré que seguirá funcionando la máquina de los pronunciamientos; que no habrá revoluciones temibles, porque el pueblo es un buenazo, a quien se engaña con colorines y palabras vacías; que tendremos disturbios, cambiazos y trapisondas, todo sin grandeza, pues no hay elementos de grandeza, y las ambiciones son de corto vuelo. Redúcense a obtener el mando, y a que los triunfadores imiten a los vencidos en sus desaciertos y mezquindades. No late en la raza la ambición suprema de un Cromwell o un Napoleón. Todo es rivalidad de comadres y envidias de caciques. ¿Qué, te ríes? Pues tú lo verás, tú, que has de ser actor en esta comedia, y te contentarás con hacer tu papelito modesta y gravemente, creyendo que haces algo. Cuando llegues al término de la vida, nuestras dos calaveras tendrán un careo gracioso en las honduras de la tierra... y nos reiremos.

Entre tanto, vive y goza. Es preciso que lo que ha padecido por ti esta noble dama, mi excelsa castellana, se trueque ahora en goces de los dos, en alegrías y confortamientos recíprocos. Hora es ya de que ella te tenga, y de que tú le entregues tu corazón y tu voluntad. Lo dicho: me iré pronto allá, llevándote mi sabrosa compañía, mi conversación amena, mis consejos sapientísimos, mis reglas de vida. Te anticipo la severa amonestación de abordar sin recelo tu enlace con la niña de Castro. No hagas tonterías, Fernando; déjate de melindres y repulgos,   —269→   que no servirían más que para dar la victoria a Doña Urraca. Esto me produciría la muerte instantánea, del berrinche tan grande que cogería. De modo que si no lo haces por ti mismo, hazlo por tu madre, que te adora, y por mí, que te bendigo. Apresuraré mi viaje todo lo que pueda, pues para esos arreglos me pinto solo, y de concierto el Sr. Hillo y yo, abordaremos al buen Navarridas; y a Doña María Tirgo, si no se pone de nuestra parte, la encerraremos en un armario de la sacristía, y todo quedará solventado en horas veinticuatro. Hazme el favor de anticipar a mis hijos los tiernos abrazos, y a mis nietos los besos, que pronto les dará el antes desgraciado y ahora feliz viejo -Beltrán de Urdaneta.




ArribaAbajo- XXXVII -

De Pilar a Valvanera


Madrid, Septiembre.

Dame mil abrazos y besos, mi amiga del alma, y recibe con mis ternuras la feliz noticia de que mi problema está resuelto. Felipe me perdona, y consiente en facilitar todos los arbitrios legales que proponga Cortina para transmitir a Femando una parte de mis bienes, por donación inter vivos, por... en fin, no sé cómo, pero ello será. Felipe decreta mi libertad, permitiéndome que dentro   —270→   de algún tiempo, previas las gradaciones y habilidades convenientes, viva con Fernando fuera de Madrid. ¡Ay, qué felicidad, qué descanso tan dulce al término de este fatigoso viaje de mi vida!

Has de saber ante todo que Felipe ha mostrado una grandeza de alma que nunca creí pudiera existir en él. ¡Vaya, que preciarme de tan lista, serlo efectivamente, haber cultivado en secreto las dotes de mi inteligencia, la observación y estudio de caracteres, y no haber comprendido la grandeza de este hombre! Pero no es culpa mía que dicha virtud no se haya revelado hasta que se planteó la magna crisis. Las almas desvirtuadas por el artificio social no se descubren en su íntimo ser sino cuando las agitan graves problemas emanados de la Naturaleza. Sin las sacudidas del cataclismo, no es fácil que se descuajen los caracteres de formación apelmazada y dura. ¡Cómo nos eternizamos en nuestros errores, mayormente cuando no seguimos el camino de la verdad y vivimos en un mundo de mentiras y disimulo! Comprenderás que mi dolor ha sido inmenso al ver el de Felipe en los primeros días, y después su resignación y calma sublimes. Todo lo he visto de lejos y en acecho, querida mía, pues desde la operación quirúrgica no ha mediado una sola palabra entre él y yo. Quebrantada su salud gravemente; envejecido en pocos días, cual si sobre su cabeza recayera en un día el peso de quince años, su primo San Quintín le catequizó   —271→   para llevársele a la Encomienda, y allí está. Yo me vine de Carabanchel al día siguiente de su partida, y dos después se me presentó aquí tu padre, a quien recibí como puedes suponer, no vacilando en seguir tu consejo de informarle de todo. Me ha dado ánimos, y asegura batiendo palmas que me prestará su eficaz ayuda con alma y vida. ¡Pobre D. Beltrán! Viene cansado, muy mal de la vista; pero con el espíritu más despierto que nunca, el corazón henchido de benevolencia, y en todo el esplendor de su ingenio chispeante, peregrino. En cuanto se reponga, te le mando allá.

Volviendo a Felipe, te diré que su profundo abatimiento, su inmensa turbación con formas de cristiana humildad, me han trastornado a mí de un modo que no puedo expresar. Cree que a esto debo los días más tristes y angustiosos que he pasado en mi vida. Lo que me atormentó mi conciencia culpándome de tan terribles males, no es fácil decirlo con palabras. Me creía mujer perversa, indigna de perdón, justamente condenada a crueles martirios en esta vida y en la otra. Por fin, mi alma ha recibido consuelo; me lo trajo el buen Cortina, que vino ayer de la Encomienda con la definitiva sentencia del dueño de mi destino.

Felipe me perdona, deplorando que en tantos años haya escondido este terrible secreto por miedo a sus rigores. Sin dejar de comprender cuán difícil era mi revelación, siente que yo, con mi silencio, haya malogrado   —272→   toda nuestra vida matrimonial, poniendo entre los dos el espesor y frialdad de una muralla de recelo, y confinándonos una y otro en triste soledad.

Tratándose de un hecho irremediable, y sin atenuar mi enorme falta, no hay más remedio que bajar ante él la cabeza, pues nada se adelanta con las soluciones violentas y trágicas a nuestra edad, que ya reclama sosiego y volver los ojos a mejor vida. Él no aspira más que a una vejez obscura, preparándose a un buen morir. Desea que yo procure ponerme en paz con Dios, limpiar mi conciencia, y no traer más desventuras sobre las que ya deploramos.

Autoriza cuanto Cortina crea pertinente para los fines que anhelo y cuya justicia reconoce, y al concederme la libertad me impone la obligación de seguir residiendo en nuestro palacio de Madrid, hasta la fecha que él determine, a fin de evitar en lo posible los inconvenientes de una separación brusca y escandalosa.

Aunque espera que al fin se extinguirá en su alma el resentimiento, por hoy rechaza toda reconciliación formal, y proscribe las escenas de abrazos, lágrimas, protestas y demás manifestaciones de un gusto teatral. En un largo plazo, que él fijará, no nos veremos ¡ay! Felipe y yo. Seguirá en la Encomienda hasta muy entrado el invierno. Accede a la proposición que le han hecho de enajenar el palacio en la primavera próxima para demolerlo y construir en él casas de vecindad.   —273→   Cuando vuelva a Madrid, habitará en un palacito moderno que le proporcionará Salamanca, y yo donde quiera. Prefiere que me establezca lejos de Madrid.

¿Qué te parece, querida mía? Las papeletas de que te hablé perecieron todas en este terremoto seguido de incendio, y en su lugar veo surgir el espíritu de un grande hombre, de un santo más bien. No sólo me inspira ya veneración, sino un amor puro y acendrado. Mi mayor gloria sería infundir en el alma de Fernando este nuevo cariño... Pero el Duque y Fernando no se verán nunca. En su santidad, ahora descubierta, conserva Felipe el tesón y la intransigencia de raza.

Explicado lo más esencial, y sin perjuicio de contarte más cosas, vamos a lo nuestro. Ya estará Fernando enterado de lo que más directamente le interesa, pues Juan Antonio, al darle cuenta de la donación, le habrá informado de los motivos de hacerla en esta forma, la única posible. Escribo también a Hillo, para que regrese a Villarcayo, y entre todos incitéis al caballero a pedir la mano de Demetria. Si estimáis más pertinente y delicado preparar antes el terreno, partiendo Fernando a Vitoria y La Guardia, como un hábil medio de reanudar amistad con las niñas, no me opongo: al contrario, me parece muy bien. Luego se unirá tu padre a la conjuración, y él se encarga de poner en conocimiento de los Navarridas quién es Fernando, y los bienes que posee y poseerá. No creo que surjan escrúpulos por parte del   —274→   buen párroco y su señora hermana. Y en último caso, la divina Palas es quien ha de decidirlo. Cuento con la vehemencia de su afición y la firmeza de su carácter. Tenedme al corriente de lo que resolváis. Allá se va toda el alma de vuestra amantísima -Pilar.




ArribaAbajo- XXXVIII -

De Fernando Calpena a Pilar de Loaysa


Villarcayo, Octubre.

Amada madre mía: La mejor satisfacción que puedo dar a quien por mí ha padecido tantas amarguras es consagrarle lo que de estas ha sido causa, mi existencia, mi pobre existencia, martirio ayer de quien me dio el ser, hoy consuelo y esperanza. Allá va, pues, con mis cariños más ardientes, la protesta de ofrecer a usted toda mi voluntad, de ponerla bajo su amparo y gobierno, para que en el dominio constante de ella reciba mi madre las alegrías que apetece, fruto tardío de su grande amor, y compensación de sus acerbas penas. Juntas y confundidas nuestras voluntades, la mía se complacerá en la obediencia, sabiendo como sé que el clarísimo entendimiento de mi señora madre ha de imponerme actos y resoluciones de innegable sensatez. La obscuridad de mi nombre, al que no puedo añadir el más grato a mi corazón, no me exime de ser caballero. Leal   —275→   y honrado nací; aspiro a que mi conducta intachable y noble me dé la consideración, el aprecio de las gentes, y aun el brillo social a que no puedo aspirar por mi nacimiento. Con orgullo puedo decir que algún rayo de la pasmosa inteligencia de mi madre ha venido de su ser al mío, y esta riqueza que mi alma posee no la cambiara yo por las más gloriosas vanidades de los nombres. La luz de mi madre arde en mí, y con esto y su amor me basta; no quiero nada más, ni otros bienes apetezco.

Deseo vivir y tener salud para gloria y felicidad de la que ha vivido padeciendo por mí; deseo agradarla en todo, amoldar absolutamente mis acciones a sus deseos. Acepto la explicación que se sirve darme de su plan referente a mi matrimonio con la niña de Castro-Amézaga, y le agradezco infinito que haya tenido en cuenta las razones que por conducto de Valvanera le expuse para no precipitar este asunto y someterlo a los trámites que me imponen la dignidad de todos y mi delicadeza. No haré, pues, manifestación alguna de propósitos matrimoniales, concretándome a pasar por La Guardia de regreso de Vitoria, en compañía del buen Hillo. En esta visita veré cómo soy recibido, formaré juicio de los sentimientos de aquella ilustre familia con respecto a mí, y de las direcciones que haya tomado o tome la voluntad de la diosa, como dice nuestro capellán. No haré papeles de pretendiente ni de rival del Marqués de Sariñán,   —276→   concretándome a reanudar mis buenas amistades con ambas señoritas. ¿Estamos conformes en esto, madre querida? ¿Soy razonable, discreto, noble, y al propio tiempo sumiso y obediente hijo? Creo que sí; y seguro de que mis sentimientos están en perfecta concordancia con los de usted, no recelo en emprender mi viaje. Prontos a partir, estas letras de despedida llevan a usted los respetos del gran Hillo, el cariño de los Maltranas, chicos y grandes, y el corazón y el alma toda de su amante hijo -Fernando.




ArribaAbajo- XXXIX -

De Valvanera a D. Pedro Hillo


Villarcayo, Octubre.

Amigo mío: Mando la presente por un propio que expedimos en seguimiento de ustedes, encargándole que pique espuelas para alcanzarles pronto. Lleva la carta que hoy se ha recibido de Pilar para su hijo, la cual nada contiene de particular, y la envío para que sirva de pretexto al viaje del propio: el verdadero fin de este es informar a usted de un hecho que me ha producido alguna inquietud. Se lo cuento en esta carta, que el mozo le entregará, según mis órdenes, sin que Fernando se entere.

Esta mañana presentose en casa un sujeto, a caballo, con trazas de caminante afanado   —277→   y presuroso, y habiendo preguntado por Fernando con vivo interés, renegó de sí mismo y de su suerte cuando le aseguramos que había partido. Resistiose a creerlo; y como Juan Antonio, en vista de la insistencia y disgusto que mostraba, le dijese que bien podía manifestarnos a nosotros el motivo de su viaje, nos contestó lo que fielmente le transmito, mi Sr. D. Pedro: «Pues sepan, señora y caballero, que yo soy Zoilo Arratia, para servir a ustedes. El objeto que aquí me trae sólo al Sr. D. Fernando puedo manifestarlo, por ser cosa de la incumbencia suya y mía particularmente, y así díganme pronto a qué punto de España se encamina, para correr tras él hasta que le encuentre». Ya tenía Juan Antonio la palabra en la boca para responder la verdad, pues es hombre a quien mucho trabajo cuesta ocultarla, cuando yo, que vi al instante un peligro en dicha verdad, anticipé la mentira de que Fernando iba camino de Burgos para seguir luego hasta Madrid, adonde le llaman sus intereses. En el rostro vivo del tal Arratia conocí que no me creía. El hombre es rudo, fuerte, bien plantado, de hermoso rostro moreno y ojos como centellas. Debió de ver en los míos el temor y la curiosidad, y quiso explicarse mejor con estas otras palabras, que, grabadas en mi memoria, copio con la posible fidelidad: «Señora y caballero, sepan que le busco para proponerle que seamos amigos, y si no lo quieren creer, no lo crean. Como digo también que si D. Fernando no quisiera las   —278→   paces, en la guerra me encontrará, y ya verá quién es Zoilo Arratia. Dispénsenme los señores, y manden lo que gusten a su servidor». Se fue a la posada, donde le aguardaban otros dos del mismo pelaje, que en su compañía vinieron y siguen. Al mediodía supimos que, después de dar un pienso y corto descanso a sus caballos, trotaban hacia Miranda. ¡Qué mal hice en indicar la vuelta de Burgos, sin acordarme de que forzosamente la tomarán por Miranda de Ebro! No me perdono esta torpeza mía.

En fin, mi Sr. D. Pedro, ello podrá ser un hecho insignificante, sin malas consecuencias; pero nos hallamos inquietos, y hemos acordado avisar a usted para que esté con cuidado, y evite, si es posible, el encuentro con ese maldito bilbaíno, cuya presencia inesperada viene a turbar mi gozo por el buen giro que tomaban los asuntos de Pilar y Fernando. Puesto el caso en su conocimiento, nos tranquilizamos, en la seguridad de que sabrá usted evitar nuevos disgustos. Quedamos pidiendo a Dios que les guíe, y que a todos nos dé la paz que merecemos. De usted atenta servidora y amiga -Valvanera.



  —279→  

Arriba- XL -

De Doña Juana Teresa a la señora de Maltrana


Cintruénigo, Octubre.

Amiga y hermana: No tengo sosiego hasta no desahogar mis agravios contra ti, y hoy me decido a manifestártelos, que si en ello tardo más, de seguro reviento. Ya sé que tu casa es, como si dijéramos, el cuartel general de las intrigas fraguadas contra mi hijo y contra mí, lo que no entiendo, a menos que me demuestres la razón de querer más a tu sentimental y misterioso huésped que a tu sobrino, hijo de tu hermano, mi esposo, que santa gloria haya. Descíframe este acertijo, o de lo contrario creeré que te has vuelto romántica y que mereces salir al teatro con velo negro por la cara y puñal en la mano. Si no estás loca rematada, haciendo pareja con la pobre Pilar, explícame la protección que das a ese trovadorcillo, y la celada que intentáis armarle a la niña de Castro-Amézaga.

¡Si creerá Pilar que a mí me engaña! Sus enredos vienen a mi conocimiento sin que yo los busque, y a poquito que yo extienda mi tela de araña, cojo a la pobre mosca y la devoro. ¡Qué lejos está ella de que le he tendido la red! Pero no: más bien ha sido obra de Dios, que vela por los inocentes y   —280→   estorba las maquinaciones de los envidiosos. La casualidad, o hablando cristianamente, la Providencia, ha puesto en mis manos un testimonio de los devaneos antiguos de mi media hermana, los cuales fácilmente se enlazan por ley de Naturaleza con sus embrollos presentes y con la existencia del mancebo romántico, que ostenta en su escudo todos los emblemas nobiliarios de la Santísima Inclusa... Dos días hace que me ocupo en atar cabitos, y no quiero que ignores el resultado de mis trabajos. Yo también me doy a la historia menuda, lo que puedo hacer con grandísimas ventajas, porque ha puesto Dios en mis manos el archivo mundano del más glorioso perdido del siglo pasado y de parte del presente, D. Beltrán de Urdaneta.

Estoy recopilando mis apuntes, que pondré a disposición de las personas a quienes incumbe el llamar al orden a Pilar, o pararle un poco los pies, reduciéndola al papel de penitente que le corresponde. Y para que no creáis que obro con alevosía, a ti, que es como confiarlas a ella, confío mis investigaciones, empezando por la más grave y delicada. ¿Qué dirás que me saltó a los ojos una tarde que me entretuve, sin malicia, puedes creerlo, en revolverle el papelorio a mi libertinísimo suegro? Pues una carta que con fecha de Julio de 1811 le dirige a París una tal Lea Delisle (¡buena pieza sería!) desde Ax de las Termas. Traducida en su parte más interesante por Rodrigo, que, para que   —281→   lo sepas, posee muy bien el francés, dice así: «Ya te conté que la Duquesa tu amiga se dejaba hacer la corte por Su Alteza el Príncipe José Poniatowsky (pongo mucho cuidado en copiar este nombre diabólico letra por letra), general del Imperio, gran figura, caballero insigne, sobrino del Rey de Polonia. Hoy puedo asegurarte que el príncipe guerrero, a quien llaman el Bayard polonais (esto lo dejo en francés), y la dama española, están unidos en apasionada liaison (en francés lo dejo también para mayor decoro de nuestro idioma). Anoche, al volver de una excursión a la cascada de Orlu, se perdieron en el bosque de Ascou. Aún no han vuelto».

Yo no lo he buscado: a la mano se me vino por designio de la Providencia, como vinieron luego otras cartas de la misma pendanga, en que decía que el Príncipe y la Duquesa habían parecido. Lo que no parece, digo yo, es el decoro de Pilar. Buscando, buscando, por si Dios me deparaba nueva luz, encontré una esquela de Engracia Pignatelli, tía de Pilar, en la que consta que esta fue a pasar una temporadilla en Zaragoza, de donde pasó a Lumbier, residencia de su amiga Serafina Palafox... En fin, no quiero hacer cuenta del tiempo, ni ajustar meses, compaginando fechas con fechas... No vayas a decir que soy cruel con la que merece lástima, y a tanta lejanía de tiempo, algo de indulgencia. Ya sé que ha llorado mucho. Ignoraba yo la causa: ahora no diré lo mismo.

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Al pronto se me ocurrió felicitarte, Valvanera de mi corazón, pues no cae todos los días el honor de hospedar en nuestra casa a un príncipe polaco, descendiente de Reyes, que, aunque destronados y errantes por esos mundos, siempre han de conservar algún aire o tufillo de testas coronadas; pero hablando de esto con Rodrigo, que sabe muy bien historias de todos los países, agarró una Enciclopedia que le saca de todas sus dudas, y en ella vimos que el tal señor de Poniatowsky, el Bayardo polonés, como le llaman, después de diversos hechos heroicos en las campañas de Rusia, Varsovia y no sé qué otros puntos, murió el año 13, al pasar a caballo un río de nombre muy enrevesado. Y luego de leídas estas referencias, hojeó Rodrigo la Historia de Napoleón con láminas, y me mostró una que representa al Príncipe luchando con la corriente del río en que se anegaron y perecieron tantas glorias. Si no miente la estampa, era un guapo mozo, y debía de ser hombre de gran coraje.

Cuéntale todo esto a tu amiga, y adviértele que Doña Urraca, a pesar de todas estas cosillas que andan en libros extranjeros, no la quiere mal; que se halla dispuesta a la indulgencia, al olvido de las historias de 1811 y 1812, y a reconocerla y diputarla como una mujer ejemplar, siempre y cuando ella sea comedida; que obligadas al comedimiento están las que no se hallan libres de ciertas máculas. ¿A qué se empeña esa loca en cosa tan absurda y desleal como cerrarnos   —283→   el caminito de La Guardia cuando a punto estábamos ya de verlo franqueado y mis deseos satisfechos? ¿A qué se mete ella en este negocio, que por mal que vaya para mí no ha de ir bien para ella, pues la mercancía adulterada que pretende introducir no puede ser admitida, no, allí donde todo es nobleza y virtud, y se ha de mirar mucho al honor y limpieza de los nombres? Que su necedad no me ponga en el caso de emplear la malicia por derecho de defensa. Ella me conoce: soy muy buena, muy tolerante, amantísima de la familia; en todo caso, estoy dispuesta al perdón, y soy la primera en arrojar velos y más velos sobre las faltas de las personas que me son caras; pero que no me pise, por Dios, que no me pise, porque al sentir el ultraje y el pisotón, me revuelvo y clavo el diente... no lo puedo remediar... Y basta por hoy.

Muy enfadada me tienes, como encubridora y auxiliar de esa pérfida; pero nada temas de mi enojo. Soy tu amiga, te quiero, reconozco tus virtudes, y en mis oraciones, siempre que pido a Dios que conserve la salud de mi hijo, nunca se me olvida echar una palabrita por ti y los tuyos. Mil afectos a todos de tu cariñosa hermana -Juana Teresa.




 
 
FIN DE LA ESTAFETA ROMÁNTICA
 
 


Santander (San Quintín), Julio-Agosto de 1899.