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ArribaAbajoTropiquillos


ArribaAbajo- I -

Finalizaba Octubre. Agobiado por la doble pesadumbre del dolor moral y de la cruel dolencia que me aquejaba, arrastreme lejos de la ciudad ardiente, buscando un lugar escondido donde arrojarme como ser inútil, indigno de la vida, para que nadie me interrumpiese en mi única ocupación posible, la cual era contemplar mi propia decadencia y verme resbalar lento, mas sin tregua ni esperanza, hacia la muerte.

Los campos eran para mí más tristes que el cementerio. Habíanme dicho los médicos: «Te morirás cuando caigan las hojas» y yo las veía palidecer y temblar en las ramas cual contagiadas de mi fiebre y de mi temor.

El sereno cielo irradiaba demasiada luz para mis ojos, y cuando, tras el ardor húmedo del día, venían de las montañas, embozados   —212→   en sombras y con la espada desnuda, los traidores vientecillos septentrionales, yo me arrebozaba también en mi pobre capa, y escondía la cabeza para que no me tocasen y pasaran de largo. El campo de mis padres y la humilde casa en que nací eran lastimoso cuadro de abandono, soledad, ruinas. Hierbas vivaces y plantas silvestres erizadas de púas cubrían el suelo sin señal ni rastro alguno de la acción del arado. Las cepas sin cultivo, o habían muerto, o envejecidas y cancerosas echaban algún sarmiento miserable, que, para sostenerse, se agarraba a los cercanos espinos. Árboles que antes protegían el suelo con apacible sombra, a cuyo amparo se reunía la familia, habíanse quedado en los puros leños, y secos, desnudos, abrasados de calor o ateridos de frío según el tiempo, esperaban el hacha y la paz de la leñera como espera el cadáver la paz del hoyo. Algunos, conservando un resto de savia escrofulosa en sus venas enfermas, se adornaban irrisoriamente el tronco con pobres hojuelas, semejantes a condecoraciones puestas sobre el pecho del vanidoso amortajado. Las cercas de piedra no resistían ya ni el paso resbaladizo de los lagartos, y se caían, aplastando a veces a sus habitantes.

Por todas partes, veíase el rastro baboso   —213→   de los caracoles, plantas mordidas por los insectos, enormes cortinajes de tela de araña, y nubes de seres microscópicos, ávidos de poseer tanta desolación.




ArribaAbajo- II -

Dominaba estas tristes cosas el esqueleto de la casa derrumbada, hendida por el rayo como por un lanzazo, renegrida por el incendio, con el techo en los cimientos, los cimientos hechos lodo por la humedad, las paredes trocándose lentamente en polvo.

Al ver tanta cosa muerta, me pregunté si no estaría yo también desbaratado y descompuesto como las ruinas de aquellos objetos queridos, hallándome en tal sitio al modo de espectro, que a visitar venía la escena de los días reales y de la existencia extinguida. Esta consideración evocó mil recuerdos; representome el semblante de todos los de casa, mis juegos infantiles en aquel mismo sitio, luego mi temprana ausencia de la casa paterna para correr en busca de locas aventuras, enardecido por la fiebre del lucro. Vi mis primeros pasos en el lejano continente donde el   —214→   sol irrita el cerebro y envenena la sangre, mis luchas gigantescas, mis caídas y mis victorias, mi sed insaciable de dinero; sentí renovada la quemadura interna de las pasiones que habían consumido mi salud; me vi persiguiendo la fortuna y atrapandola casi siempre; recordé la ceguera a que me llevó mi vanidad y el valor que di a mis fabulosas riquezas, allegadas en los bosques de pimienta y canela, o bien sacadas del mar y de los ríos, así como de las quijadas de los paquidermos muertos; extraídas también del zumo que adormece a los orientales y de la hierba verdinegra que aguza el ingenio de los ingleses.

Después de verme enaltecido por el respeto y la envidia, amado por quien yo amaba, rico, poderoso, vime herido súbitamente por la desgracia. Mi decadencia brusca pasó ante mis ojos envuelta en humo de incendios, en olas de naufragios, en aliento de traidores, en miradas esquivas de mujer culpable, en alaridos de salvajes sediciosos, en estruendo de calderas de vapor que estallaban, en fragancia mortífera de flores tropicales, en atmósfera espesa de epidemias asiáticas, en horribles garabatos de escritura chinesca, en una confusión espantosa de injurias dichas en inglés, en portugués, en español, en tagalo, en cipayo, en japonés, por   —215→   bocas blancas, negras, rojas, amarillas, cobrizas y bozales.

Ya no quedaba en mí sino el dejo nauseabundo de una navegación lenta y triste en buque de vapor cuya hélice había golpeado mi cerebro sin cesar día tras día; solo quedaban en mí la conciencia de mi ignominia y los dolores físicos precursores de un fin desgraciado. Enfermo, consumido, ya no era más que un pábilo sediento, a cuyo tizón negro se agarraba una llama vacilante, que se extinguiría al primer soplo de las auras de Otoño. Y me encontraba en lo que fue principio del camino de mi vida, en mi casa natal, montón de ruinas, habitadas sólo por el alma ideal de los recuerdos. Mis padres habían muerto; mis hermanos también; apenas quedaba memoria de aquella honrada familia. Todo era polvo esparcido, lo mismo que el de la casa. Y yo, que existía aún como una estela ya distante que a cada minuto se borra más, perecía también de tristeza y de tisis, las dos formas características del acabamiento humano. El polvo, los lagartos, las arañas, la humedad, las alimañas diminutas que alimentaban su vida de un día con los despojos de la vida grande, me cercaban aguardándome famélica.

«Ya voy, ya voy... -exclamé apoyando   —216→   mi cabeza en una piedra a punto que la interposición de un cuerpo opaco entre la luz y mis ojos, hízome conocer la presencia de un... ¿Era un hombre?




ArribaAbajo- III -

Sí; no podía dudar que era un hombre lo que vi delante de mí, aunque su redondez ventruda tenía algo de la vanidad del tonel, lleno de licor generoso. Vi una pipa de fumar que aparecía entre enmarañada selva de bigotes amarillentos. Cuando se disipaban las espesas nubes de humo que de la tal pipa salían, presentábanseme dos carrillos redondos, teñidos de un rosicler que envidiaría cualquier doncella, los cuales colindaban con unos ojuelos movedizos y extraordinariamente vivaces, fijos en mí, y que me examinaban con presteza desde la cara a los pies, y desde el capisayo raído a las manos trémulas. La descubierta cabeza de mi observador era redonda, con pelo tieso y duro, ligeramente salpicado de canas.

Llevaba esa magnífica toga pretexta del trabajo, a quien llamamos delantal, y por debajo de la curva que formaba éste sobre el   —217→   vientre, salían dos patas poderosas, digno cimiento de tan admirable arquitectura, y más arriba, junto a los tirantes, dos brazos enfundados en mangas de camisa, los cuales se abrieron en cruz, acompañando con un gesto de asombro y cordialidad estas palabras:

«No, no me engaño; es Tropiquillos... Tropiquillos, ¿no es verdad que eres tú?... sí, el hijo mayor del señor Lázaro Tropiquillos que pasó a mejor vida en esta misma casa la víspera del incendio y antevíspera de la inundación, o lo que es lo mismo, el día después de la batalla de Zarapicos, en que perecieron sus hijos y sus hermanos, Baltasar y Cosme Tropiquillos.

Es pasmoso cómo la desgracia refresca memorias de la niñez, y cómo reconocemos, en horas de angustias, cosas y fisonomías que parecían borradas para siempre de nuestra mente. Aquel era el maestro Cubas, tonelero, amigo y protegido de mi padre en días mejores, hombre excelente, trabajador, cariñosísimo, a quien en el pueblo llamábamos mestre Cubas.

«Yo soy el que usted supone -dije-, y usted es mestre Cubas a cuyo taller iba yo a jugar. ¿Viven Ramoncilla y Belisarión? ¡Oh, mestre Cubas, cuántos recuerdos vienen a   —218→   mi memoria! Todo perdido, todo en ruinas, todo acabado! Yo que parezco vivo no soy más que un cadáver que se mueve y habla todavía.

-Todo sea por Dios -exclamó el bonachón mestre Cubas, que usaba esta frase como estribillo-. Yo creí que no quedaba ya ningún Tropiquillos. Cuando estaba ya para cerrar el ojo el señor Lázaro, me dijo: «Yo soy el último, querido Cubillas, porque mi hijo Zacarías debe de estar allá en lo hondo, con todo el mar por losa.

-No -repliqué sintiendo que mis ojos se llenaban de lágrimas-, aquí está enfermo el que ha sido sano y robusto, miserable el que ha sido rico. Yo, que he mirado los colmillos del elefante como podrías tú mirar las piedras de la cerca, he venido a Europa de limosna.

-Todo sea por Dios... ¡Cómo cambian las cosas! Pues yo que era pobre, soy rico. Lo debo a mi trabajo, a la ayuda de Dios y a tu padre que me protegió grandemente. ¿Ves eso?

Señaló con su mano atlética las lomas cercanas, llenas de viñas, cuyos pámpanos, dorados ya, dejaban ver el fruto negro.

«Pues todo eso es mío».

-¿Ve usted eso? -le respondí con amargura   —219→   señalando mi capisayo-, pues ni siquiera esto es mío. Me lo prestaron al desembarcar para que no me muriera de frío. Tengo el fuego del trópico en mis entrañas, el tifón en mi cerebro, y mi piel se hiela y se abrasa alternativamente en el temple benigno de la madre Europa...




ArribaAbajo- IV -

«Gracias, mil gracias, un millón de gracias, mestre Cubas -dije aceptando los obsequios que en la mesa me hacía aquella honrada familia, pues el buen tonelero me obligó a aceptar en hospitalidad rumbosa.

Me había dicho: «el hijo del señor Lázaro es mi hijo. Si el pródigo no pudo llegar a la casa del padre, llega a la del amigo, y es lo mismo. Yo te acojo, Tropiquillos, y haz cuenta que estás en tu casa.

Mi alma se inundaba de una paz celestial, fruto de la gratitud, y no sabía cómo corresponder a tanta generosidad. No hallando mi emoción palabras a su gusto, no decía nada.

Mestra Cubas era una hermosa campesina, alta de pechos y ademán brioso, como Dulcinea.

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Su esposo tenía cincuenta años, ella cuarenta, y conservaba su belleza y frescura. Eran de admirar sus blanquísimos dientes y su porte sereno que parecía el lecho nupcial de los buenos pensamientos casados con las buenas acciones.

Su hijo Belisarión estudiaba para Cura. Sus dos hijas Ramona y Paulina eran dos señoritas de pueblo muy bien educadas, muy discretas, muy guapas. Estaban suscritas a un periódico de modas, leían también obras serias y se vestían al uso de capital de provincia, mas con sencillez tan encantadora y tan libres de afectación, que, en ellas, por primera vez quizás, perdonó la tiesura urbana al donaire campesino. Hablaban recatadamente y no sin agudeza: tenían su habitación sobre la huerta, llena de fragancias de frutas diversas, de flores y de placentero murmullo de pájaros, y se sentaban a coser en el balcón protegido del sol por ancha cortina. Desde abajo, mientras Cubas me enseñaba sus frutales, las sentía riendo benévolamente de mi extraña facha, y cuando miraba hacia ellas para pedirles cuentas de sus burlas, decíanme:

«No, Tropiquillos; no es por usted... no es por usted.

Mi corazón palpitaba de gozo ante las   —221→   atenciones de aquella honrada familia. Yo sentía mi pobre ser caduco y enfermo resurgir y como desentumecerse por la acción de manos blandas y finas empapadas en bálsamo consolador.

Mestre Cubas comía como un lobo y quería que yo lo imitase, cosa difícil, a pesar del renacimiento gradual de mi apetito.

«Mira, Tropiquillos -me decía-, es preciso que te convenzas de que no debe uno morirse. En este mundo, hijo, hay que hacer lo siguiente: El pensamiento en Dios, la tajada en la boca, y tirar todo lo que se pueda. Dejémonos de tristezas y de aprensiones. Tan tísico están tú como ese moral que nos sombrea y nos abanica con sus ramas. En ocho días has cambiado de color, has echado carnes, se te ha quitado aquel mirar siniestro ¿no es verdad, muchachas? Todavía hemos de hacer de ti un guapo mozo, y hemos de verte arrastrando una barriga como esta mía... Come más de este sabroso carnero. ¿Quieres que te eche un latín? Yo también sé mis latines. Oye este: Omnis saturatio bona; pecoris autem optima. ¿Qué te parece, amigo Tropiquillos? Echa un buen trago de este divino clarete, plantado, cogido, prensado, fermentado, envasado, clarificado y embotellado por mí, en este propio sitio, sí señor, en   —222→   estas tierras de Miraculosis, que son lo mejorcito del mundo.

Yo dije que en efecto me sentía con más bríos, como si entrara progresivamente sangre nueva en mis venas; pero que no por eso dudaba de la gravedad de mi mal, y que tenía por segura mi muerte al caer de las hojas. Lo que, oído por mestre Cubas, fue como si quitaran la espita a un tonel dejando escapar a borbotones el vino: del mismo modo salía del cuerpo su reír franco, primero en carcajada ruidosa, después mezclado con alegres palabras en apacible chorro que salpicaba un poco a los circunstantes.

«¡El caer de las hojas!... ¡vaya una simpleza! Todo sea por Dios... Entramos ahora en la época mejor del año, en la más sana, en la más alegre, en la más útil, en la más santa. De mí sé decir que vivo aburridísimo en las otras tres estaciones. Poco que hacer, el taller casi parado... compostura, echar alguna duela, aflojar y apretar los aros... Pero se acerca el otoño, se ve que la cosecha es buena y... «Mestre Cubas, que me haga usted veinte pipas...» «y a mí doce». «Mestre Cubas, que no me olvide. Pienso envasar ochocientas arrobas...». Luego, no necesito desatender lo mío. Cien Cubas, doscientas, nada me basta, porque Octubre llueve vino... cada   —223→   año más. Desde que empieza Setiembre, mi taller es la gloria, y el martillo, golpeando sobre las barrigas de roble, hace la música más alegre que se puede imaginar. Pam, pum, pim... dime tú si has oído jerigonza de violines y flautas que a esto se iguale... Pues yo te pregunto si conoces nada tan grato como estar en el taller dando zambombazos, deseando acabar para ir a ver las uvas, si cuajan bien, si pintan o no, si las ha engordado la lluvia, si las ha rechupado el sol, y atender al sarmiento que se cae por el suelo y al que está muy cargado de hoja... Y luego viene el gran día, el... el Corpus Christi del campo, la vendimia, Tropiquillos, que es la faena para la cual hizo Dios el mundo. Como la has de ver, nada más te digo. Para mí la vida toda está en esta deliciosa madurez del año, en esta tarde placentera que al darnos el fruto de los trabajos de la mañana nos anuncia una noche tranquila, límite de la vida mortal y principio de la eterna y gloriosa.




ArribaAbajo- V -

Con estas y otras pláticas amenizaba la comida, mostrando en todo su natural honrado y su amor al trabajo, a cuyas virtudes   —224→   debía su bienestar y la paz de su casa. En las tibias y hermosas tardes, más cortas cada día, mientras el gran Cubas se afanaba en su taller, y la mestra dirigía con infatigable diligencia los preparativos de la próxima vendimia, las niñas y yo recorríamos toda la hacienda para coger la fruta madura. Era de ver cómo hacíamos pilas de melocotones, cómo hacinábamos peras y sandías, apartándolas y clasificándolas para entregarlas a los vendedores de la ciudad, después de guardar lo mejor para la casa. Aquellas niñas tan simpáticas que en la soledad y desamparo intelectual del campo habían sabido darse un barniz de cultura, aprendiendo lo más elemental de las letras sociales, sabían también cómo se aporcan las hortalizas, cómo se conservan las frutas para el invierno, cómo se benefician las esparragueras, en qué punto y sazón se deben regar los pimientos, cuáles uvas dan mejor mosto, qué viento es el más propio para que cuajen las almendras, qué orientación debe tener un nidal de gallinas, y cual es el modo clásico, magistral, infalible de disponer una echadura de aves. Yo las acompañaba, por aprender algo de la incomparable doctrina del campo, que excede en belleza y bondad a todas las demás sabidurías humanas.

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Ramoncita se esforzaba en darme lecciones, y cuando íbamos a echar de comer a las gallinas, me decía: -«Es preciso no darles poco ni demasiado; y en caso de no poder medir bien, atiéndase más a la sobriedad que al exceso. La sabiduría consiste en dar a la vida, ya sea moral, ya física, un poquitito menos de lo necesario».

Esta rara sentencia me probaba lo que ya sabía yo, y era que Ramoncita tenía un despejo sin igual, intuición de primer orden, perspicacia grandísima. De tales prendas resultaría, teniendo en cuenta las compensaciones de la Naturaleza, que no debía de ser bonita. Y sin embargo lo era. Ella y su hermana pedíanme que les contara mis aventuras. Yo hablaba, hablaba: referíales maravillas y sorpresas, describiendo países, pintando pueblos, ponderando riquezas que parecían fábulas; y después de tanto charlar, me recogía en mí mismo, creyendo no haber dicho nada. Un millón de palabras había salido de mi boca, y no obstante, mi corazón permanecía lleno y pletórico lo mismo que un tonel en cuya concavidad fermenta el mosto recién sacado de las uvas.



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ArribaAbajo- VI -

¡La vendimia! Mestre Cubas se movía como un epiléptico y gritaba como un loco, mientras la señora daba pausadamente y sin atropellarse sus órdenes. Las cestas llenas de uvas no cabían en el patio del lagar. No lejos de allí, oíase un gargoteo hueco y profundo, cual enjuagadero de bocas de gigantes, que soltaban buches y revolvían entre el paladar y la lengua pequeñas olas. Era que estaban llenando las pipas.

Por otro lado, Ramoncita y su hermana vigilaban la separación de las uvas, agrupándolas según su clase y su madurez, porque no se saca buen vino prensando a granel todo lo que se arranca de las parras. Pronto se vio que las prensas funcionaban, y un chorro obscuro, espumante, opaco recorría la canal para entrar en el estanquillo. Aquí, un hombre metido en mosto hasta las rodillas, lo sacaba en una gran cubeta, midiendo y contando a la vista del amo. Los mozos que hacían el trabajo de prensas, el medidor y los que transportaban el líquido a la bodega aparecían teñidos de un carmín virulento,   —227→   como si sudaran pintura. Los chicos, soliviantados por febril alegría, cogían puñados de uvas ya estrujadas, y se frotaban la cara, y se pintaban rayas en ellas como los salvajes. Yo apuntaba las cántaras de mosto que entraban en la bodega, y sentía comunicarse a mi alma el gozo inquieto de mestre Cubas y la satisfacción prudente y circunspecta de su arrogante esposa. Las chicas, retirándose a la casa, cuidaban de que no faltase nada en la próxima comida que se había de dar a tanta gente.

Y en tanto la bodega se llenaba. Las cubas decían con espumarajos de ira que ya no podían tragar más. Pero había toneles en abundancia, y además vasijas, tinajas, cántaros. Allí estaba recién nacido y ya bullicioso, turbulento, anunciando travesuras mil, el néctar de los dioses, el amigo de los reyes y de los pueblos, el gran demócrata, el gran nivelador, el que a un tiempo es retrógrado y revolucionario, sin dejar nunca de ser consecuente con sus altos principios salutíferos y embriagadores; el que no conoce la esquivez humana, porque le miran con ojos chispeantes el sano y el enfermo; el que preside los festines de la amistad y de la reconciliación, y disparando balas de corcho se presenta en los momentos del mayor regocijo,   —228→   desbordándose en elocuencia, en cariño, en entusiasmo, en exaltada fe y esperanzas; el que en los altares es la sangre del cordero inmolado, y después de figurar junto al pan en la mesa divina, puede gloriarse de haber tenido por amigos a los más grandes hombres, Noe, Anacreonte, Horacio, Shakespeare y otros; el que ha sido adorado como Dios en Grecia, coronado de flores en Roma, cantado en Alemania, ensalzado por los bárbaros y llevado a las más remotas tierras por los conquistadores; el que se adapta con maravillosa flexibilidad al genio de cada país, siendo agrio y fino en Francia, dulce en Italia, grave en Hungría, seco y fogoso en España, delicado y pensativo en Alemania, popular en Inglaterra. Él ha encendido crueles guerras entre el Norte que lo desea y el Mediodía que lo produce; tiene parte en la melancolía del Oriente bíblico, en el estro armonioso de los helenos, en la ruda exaltación goda, en la valentía torca del Romancero, que viene a ser la épica contienda de dos razas que se disputan durante siglos unas cuantas llanadas de cepas. Tiene parte también en la donosa borrachera de la poesía del Rhin, y en las epopeyas colosales de los portugueses, buscadores de mundos, para acercar la copa divina a los labios amarillos   —229→   del hijo de Confucio, y despertar de a su nirvana al bramín que tiene el mal gusto de emborracharse con agua y meditaciones.

Suyo es el picor de las conversaciones francesas, impregnadas de travesuras; suya la fantasía de los artistas flamencos, el humorismo de Teniers, la gala de Rubens; suya es también esa seriedad cómica del inglés, esa fiebre de trabajo, esa excitabilidad discreta que a tantos y tan grandes éxitos conduce. En el Olimpo antiguo y el moderno, en la literatura y en la religión, en las costumbres y en las artes, en la vida toda, en fin, hallaréis la influencia poderosa de este inmenso colaborador del trabajo humano.




ArribaAbajo- VII -

Vinieron días húmedos, y una lluvia fría y persistente azotaba los árboles, cuyas ramas se desnudaban a impulsos del viento. A pesar de esto, yo me sentía más fuerte, desaparecieron mis temores de una muerte próxima, y dejaba de inspirarme horror la estación otoñal.

-Ya ves cómo no pasa nada -decíame en la mesa mi amigo, después de celebrar mi buen apetito con actos que al mismo tiempo   —230→   daban testimonio del suyo-. Dos meses de campo y de tranquilidad laboriosa han disipado tus necias aprensiones, dándote salud, contento, esperanza... Todo sea por Dios.

Y luego, tomando un tono más serio, no exento de cierta expresión contemplativa, añadió:

«Estamos en la placentera tarde del año, ya cerca de ese crepúsculo a quien llamamos invierno. Querido Tropiquillos, celebremos el Otoño, que es la madurez de la vida y del año, la experiencia, el fruto, la cosecha cogida y apreciada, y no tomamos que esta noble estación nos anuncie el invierno, que es la decrepitud del año y de la vida. La idea de la muerte sólo causa tristeza a los tontos. Para mí, la muerte no es otra cosa que la siembra para las cosechas de tu inmortalidad.

Después callamos todos. Yo observaba el rostro de Ramoncita, aún turbado del coloquio que poco antes habíamos tenido los dos al volver de la huerta. Cubas tomó de nuevo la palabra, y no ya con rostro grave, sino antes bien ligero y festivo, me dijo:

«Casi todos los grandes hombres han nacido en otoño... ¡Ah! ¿te ríes de mí? Soy hombre de medianas letras. Sí, ahí tienes esa pléyade augusta. Cervantes, Virgilio, Beethoven, Shakespeare nacieron en Otoño...   —231→   Pues todos ellos fueron a morirse a la Primavera. Lee la estadística, querido Tropiquillos, y verás cómo nacemos en estos meses y nos morimos en los de Abril o Mayo... Ja, ja, ja... A los que me hablan mal de mi querido Otoño, les digo que es el papá del Invierno y el abuelo de esa fachendosa y presumida Primavera... Vamos a ver: A su vez, es el hijo del Verano, que al mismo tiempo viene a ser su biznieto... De modo que...

Sin duda la cabeza hercúlea del buen tonelero se resentía del exceso de libaciones, motivado por su prurito de unir el ejemplo a la regla en aquel ardiente panegírico del Otoño. Aquella tarde la pasamos Ramona y yo entretenidos en dulces y honestas pláticas, ambos muy serios, muy proyectistas, muy atentos en mirar y remirar los horizontes del porvenir que empezaban a teñírsenos de rosa. Por la noche, pasada la hora de la cena, mestre Cuba, después de ahumarme con su pipa, me dijo:

«Amado Tropiquillos, yo no me opongo; mestra Cubas no se opone tampoco; de modo que nadie, absolutamente nadie se opone.

Y reposaba su carnosa mano en mi hombro, haciéndome inclinar bajo el peso de ella.

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«El hijo de mi amigo Lázaro -añadió-, debe ser mi hijo... A propósito, ahí están tus tierras que no son malas. Es preciso replantarlas. Las replantaremos.

Dio varias vueltas como pipa que gira impulsada por las manos de los toneleros, y viniéndose otra vez a mí, y abrazándome con efusión sofocante, me dijo:

«Reedificaremos la casa...

Yo no tenía palabras; yo no decía nada, y me dejaba abrazar, sintiendo el contacto de la panza de mi generoso amigo y su rebote, semejantes uno y otro al de una gran pelota de goma.

El tonelero llamó a su esposa, que vino prontamente, seria y afable.

«Ramona, Ramona -gritó después mestre Cubas.

Turbada, ruborosa, entró la doncella esquivando mis miradas. Sus bellos ojos mostraban singular empeño en examinar el suelo antes que mi rostro y el de sus bondadosos padres. ¿Cómo diré que todo quedó concertado aquella misma noche en palabras breves y expresivas? Mi felicidad era una nueva faz de mi salud recobrada. Ya era otro hombre, física y moralmente, y la vida me ofrecía encantos mil que jamás había conocido. ¡Sano, amado y amante, dueño otra vez   —233→   del campo de mis padres y de la humilde casa en que nací, dueño también de un corazón puro y noble, de una mujer hechicera, discreta, buena, rica...! Tanta felicidad debía producir en mí uno de esos estallidos que nos trastornan para siempre. No sé bien cómo fue: no sé si fue en el momento de casarme o poco después, cuando sentí una sacudida en lo más profundo de mi ser... Yo tenía la mano de mi esposa entre las mías. ¿Tenía también su talle? No lo puedo decir. Sólo sé que todo cambió bruscamente ante mis ojos, que el mundo dio una rápida vuelta, que me encontré arrojado en el suelo debajo de una mesa, en un estado que sino era la misma estupidez se le parecía mucho.

La efervescencia de mi pensamiento se iba apagando. Yo tocaba el suelo para cerciorarme de la realidad. Híceme cargo de tener delante una figura tosca que extendía hacia mí sus brazos, como queriendo alzarme del suelo... Creo que lo consiguió y que me puso sobre un sofá.

Era mi criado que al verme entrar lentamente en posesión de mí mismo, trajo una taza humeante, y me dijo:

«Eso va pasando. Se acabará de quitar con café muy fuerte».





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ArribaAbajoTheros


ArribaAbajo- I -

El tren partió de la estación, machacando con sus patas de hierro las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y a otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas o a demonio travieso. Ni siquiera volvía la cabeza para saludar a los empleados de la línea, ni a las señoras y caballeros que poblaban el andén. Descortés y sin otro afán que perderse de vista, dejó atrás los almacenes, los muelles y oficinas de la pequeña velocidad, el cocherón, los talleres, la casilla del guarda agujas, y se deslizó por la Cortadura, un brazo de tierra cuya mano tiene la misión   —238→   de asir a Cádiz para que no se lo lleven las olas.

Corriendo por allí, veíamos el mar de Levante, las turbulentas aguas y el nebuloso horizonte, que bien podríamos llamar el campo de Trafalgar, veíamos por otro lado la bahía, en cuya margen se asientan sonriendo alegres ciudades y villas; veíamos también a Cádiz, que daba vueltas lentamente cual fatigada bolera, y tan pronto se nos presentaba por la derecha como por la izquierda.

Después, el tren pisó las charcas salobres de la Isla, abriéndose paso por entre montes de sal. Franqueó los famosos caños en cuyos bordes España y Francia han dirimido sus últimas contiendas; cruzó las célebres aguas en que flotó el manto del último rey de los godos, y se dirigió tierra adentro avivando el anhelante paso. Llevábale sin duda tan aprisa el exquisito olor de las jerezanas bodegas, que más cerca estaban a cada minuto, y por último, la inquieta maquinaria dio resoplidos estrepitosos, husmeó el aire, cual si quisiera oler el zumo almacenado entre las cercanas paredes, y se detuvo.

Estábamos en la más colosal taberna que han visto los siglos, llena de lo más fino, delicado y corroborante que en materia de   —239→   néctares existe. Al llegar a aquel punto del globo, ningún viajero puede permanecer indiferente. Ve un glorioso campo de batalla sembrado de despojos, los mutilados miembros de la sobriedad vencida y destrozada por su formidable enemigo. El triunfo de este es completo. Su insolente orgullo ha poblado de emblemáticos trofeos el campo. Millones de vides coronan de verdes pámpanos la tierra. Toneles hacinados se alzan en pilas, o ruedan como borrachos que han perdido la cabeza. Todo es bulla, animación, mareo.

No se puede resistir a la tentación del hijo de Noe. Es del color del oro y tiene el sabor de la lisonja. Beberlo es tragarse un rayo de sol. Es el jugo absoluto de la vida, que lleva en sus luminosas partículas fuerza, ingenio, alegría, actividad. Su delicado aroma se parece a un presentimiento feliz; su gusto estimula la conciencia corporal. Engaña al tiempo, borra los años y aligera las cargas que nos hacen doblar el fatigado cuerpo. Lleva en sí un espíritu poderoso que se une al nuestro, y juntos forman una especie de seráfico genio, el cual, si se ensoberbece, puede trocarse en demonio.

Yo fui de los seducidos, y antes de que el tren partiera me llené el cuerpo de rayos de sol. Poco después admiraba las villas, respetables   —240→   madres de aquel insigne vencedor de las naciones, cuando sentí que me tocaban el hombro.

Sorprendiome esto, porque me creía solo en el coche; volvime con presteza y,




ArribaAbajo- II -

... en efecto, era una mujer; quiero decir, que al volverme vi a una mujer. Al partir de Jerez, hallábame solo en el coche. ¿Cómo, cuándo, por dónde había entrado aquella señora? He aquí un punto difícil de aclarar, mayormente cuando mi cabeza, forzoso es declararlo, no gozaba del beneficio de una perspicacia completa.

«Caballero...

A esta palabra siguieron otras que no pude entender bien. Tengo idea de haber dicho:

«Señora...

Pero no estoy seguro de lo que tras esta palabra balbucieron mis torpes labios, aunque debió ser alguna frase de cortesía.

Es indudable que yo estaba aturdido, no sé en realidad por qué, como no fuera por el   —241→   maldito zumo de oro que había alojado en mí. Hallábame cortado y absorto, y seguramente contribuiría mucho a esto el aspecto singularísimo y por mí nunca visto de aquella persona.

Causábanme estupefacción indecible su persona y su traje, del cual no podía apartar los asombrados ojos: y en verdad, no es fácil imaginar atavíos más originales. No debía sostenerse que el traje de la dama fuese extravagante, sino que no tenía traje alguno.

Tengo idea de haber dicho a medias palabras, teñida de rubor la cara y apartando los ojos:

«Señora, tenga usted la bondad de vestirse... Eso traje, mejor dicho, esa desnudez no es lo más a propósito para viajar en pleno día dentro de un coche del ferrocarril.

Echose a reír. Era de una hermosura sobrehumana.

Yo recordaba vagamente haberla visto en pintura, no sé dónde, en techos rafaelescos, en cartones, dibujos, quizás en las célebres Horas, en relieves de Thornwaldsen, en alguna región, no sé cuál, poblaba por la imaginación creadora de los dioses del arte.

Nada de cuanto modelaron griegos, ni de cuanto cincelaron florentinos, puede superar a la incomparable estructura de su   —242→   cuerpo. Su rostro era como el que la tradición artística da a todas las ninfas acuáticas y terrestres, a las diosas que fueron, a las jubiladas matronas simbólicas que durante siglos han representado en doradas techumbres el pensamiento humano. Más perfecta belleza no vi jamás; pero no era fácil contemplarla, porque sus ojos eran pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían quemando la vista, de tal modo que perdería la suya el observador si se obstinaba en mirar sin vidrios ahumados la hermosa imagen. De sus cabellos ni diré si no que me parecieron hilos del más fino oro de Arabia, perfumados de aroma campesino, y que en ellos se entretejían amapolas y espigas en preciosa guirnalda.

Su vestido era, más que tal vestido, una especie de túnica caliginosa, una flotante neblina que la envolvía, ocultando o dejando ver, según las posturas de la dama, esta o la otra parte de su cuerpo. No tenía yo noticia de aquella singularísima manera de presentarse en sociedad, y si he de hablar claro, el atavío de mi noble compañera de viaje pareciome en el primer momento escandalosa y desenvuelto en gran manera. Pero bastaron algunos minutos de observación para formar juicio más favorable. En las divinas   —243→   formas, en la actitud graciosa y natural de la viajera, así como en sus palabras y ademanes, resplandecían la castidad más perfecta y la más irreprensible decencia.




ArribaAbajo- III -

Y eso que la señora, sino era el mismo fuego, lo parecía. Dígolo, porque echaba de su cuerpo un calor tan extraordinario, que desde su misteriosa entrada en el wagón8 empecé a sudar cual si estuviera en el mismo hogar de la máquina.

-Señora -le dije respetuosamente, limpiando el copioso sudor de mi rostro-, permítame usted que me aleje todo lo posible de su persona, porque, o yo no entiendo de verano, o es usted la misma Canícula en cuerpo y alma.

Sonrió con bondad, y rebuscando en cierto morralillo que a la espalda traía, ofreciome un abanico. Felizmente yo llevaba espejuelos azules con los que pude resguardar mi vista de los flamígeros ojos de la señora. A pesar de estas precauciones, cuando el tren se precipitó por las llanuras de la izquierda del Guadalquivir, la irradiación calorífera   —244→   de mi compañera aumentó de tal modo, que destrocé el abanico sin poder refrescarme. Las perspectivas, ora interesantes, ora comunes del viaje, aburríanme soberanamente. Los pinos valsaban en mareantes círculos ante mi vista; marchaban en columna cerrada los olivos de Utrera, como ordenados ejércitos que van al combate, sin que estos juegos de óptica, ni el variado espectáculo de las sucesivas estaciones, ni la cercana presencia de Sevilla, que desde el último confín visible nos saludaba con su Giralda, aplacaran mi mal humor.

Sevilla nos vio llegar al fin junto a sus achicharrados muros, que quemaban como calderas puestas al fuego. Reposaba la placentera ciudad bajo mil toldos, adormeciéndose en la fresca umbría de sus patios. Las cien torres, presididas por la veleidosa mujer de bronce que da vueltas, a ciento veintidós varas del suelo, desafiaban al furioso sol. Cual condenados, cuyo itinerario de expiación ha sido invertido, subían a los infiernos.

No pude contenerme, y dije a la dama:

«Presumo que usted se quedará en esta estación que tan bien cuadra a su temperamento.

-No señor -repuso con la timidez de una novicia-. Voy a Madrid.

  —245→  

Y diciéndolo, se acercó a mí. Creí hallarme de súbito en la proximidad de un incendio, porque no era ya calor, sino llamaradas insoportables, lo que el misterioso cuerpo de la endemoniada ninfa despedía.

-Señora, señora, por amor de Dios -exclamé-. Es muy doloroso para un caballero huir... Es un desaire, una grosería, pero...

Me hubiera arrojado por la ventanilla si la rapidez de la locomoción no me lo impidiese. Felizmente, la misma que tan sin piedad me achicharraba, brindome con refrescos, que sacó no sé de dónde, y esto me hizo más tolerable su platónica respiración y aquel tufo de infierno que de su hermoso cuerpo emanaba.

Íbamos por la alegre comarca que separa las Dos famosas Hermanas andaluzas a orillas del florido río, entre naranjales y olivos, saludando cada dos o tres leguas a un pueblo amigo, tal como Lora, Peñaflor, Palma. Ya cerca de Córdoba, mi sofocación puso a prueba mi paciencia, pues sintiendo que los sesos me burbujaban como si hirvieran, y que mi sangre se iba pareciendo a un metal derretido, tomé la resolución de librarme de la molesta compañera que desde Jerez traía, y al punto, una vez parado el tren, apresureme a poner en ejecución mi pensamiento,   —246→   dando parte del caso a los empleados de la vía.

No sé por qué se reían de mí aquellos malditos, oyéndome formular mis justas quejas. Podría colegirse que yo me habría expresado en frases incongruentes y desatinadas. Era para reventar de cólera. El mismo jefe de la estación tratome como a un loco cuando le dije:

-Sí señor, sí señor. Va en mi coche una señora que echa fuego por los ojos, y por todo el cuerpo un calor tan vivo que se podrían asar chuletas y freír pescado sobre las palmas de sus manos. Esto no se debe permitir... Es un abuso, un escándalo. Me quejaré al inspector del Gobierno, al Gobernador, al Gobierno mismo.

Movioles la curiosidad, más que otra cosa, a registrar el departamento. En él continuaba la dama. Yo la vi... era ella misma sin duda; pero no ya con aquellos ligerísimos ropajes que tanto llamaron mi atención, sino vestida con el habitual modo de nuestras damas. Sus ojos picarescos y vivos no deslumbraban ya; su cuerpo no tenía rastro de haber pasado por el infierno, llevaba en la cabeza el vulgar sombrerillo adornado de espigas, mas todo conforme al arte de las modistas, sin nada que trajese a la memoria el tocador de las diosas.



  —247→  

ArribaAbajo- IV -

Mudo y perplejo la contemplé, y no es dudoso que me deshice en cumplimientos y excusas, achacando a desvanecimiento de mi cabeza la increíble equivocación en que había incurrido; mas apenas marchó el tren camino de las sierras, volvió la dama a presentarse en su primera forma y desnudez, con los mismos cendales vaporosos que contorneaban sus bellas formas, con el mismo ornato de rústicas espigas en la cabellera de oro, los mismos ojos que no se podían mirar, y la propia irradiación abrasadora de su cuerpo. El calor que despedía era ya un calor ecuatorial, intolerable, un fuego que derretía mi persona, como si fuese de cera. Quise saltar del coche, llamar, vocear, pedir socorro; mas ella me detuvo. Caí exánime, sin fuerzas, todo sudoroso, desmayado, sin aliento; creo que mis facultades se alteraron profundamente9; perdí la noción de todas las cosas, se nubló mi juicio, y apenas pude formular este pensamiento angustioso: «Estoy en las calderas infernales».

Arrojado cual cuerpo muerto sobre los   —248→   cojines aspiraba con ansia el rarificado aire. La diabólica aparición llegase a mí: sostuvo mi cabeza, diome a beber no sé qué delicado y refrigerante licor que facilitó el trabajo de mis pulmones, difundiendo cierta frescura por todo mi cuerpo, y entonces me sentí mejor; mis excitados nervios se dilataron, dándome algún reposo; y al aclarárseme los sentidos, pude oír el discurso que con dulce voz me dirigió la señora, y que si mi memoria no me es infiel, fue de este modo.




ArribaAbajo- V -

«Yo soy la plenitud de la vida, la cúspide del año natural; soy la ley de madurez que preside al cumplimiento de todas las cosas, la realización de cuantos conatos bullen en el seno infinito de la Naturaleza. Antes de mí, todo es germen, esfuerzo, crecimiento, aspiración; después de mí, todo decae y muere. Soy el logro supremo y la victoria que se llama fruto, victoria admirable de las múltiples fuerzas que luchan con la muerte. Por mí vive todo lo que vive. Sin mí la Creación sería en vez de gloria y triunfo, una especie de bostezo perenne, el fastidio de los elementos   —249→   al verse sin objeto. En el hombre, soy la edad del discernimiento y del trabajo; en la mujer, la fecundidad y el amor conyugal; en la Naturaleza, el desarrollo de todos los seres que al verse completos se recrean en sí mismos, apreciando por su propia magnificencia la magnificencia del Creador. Mis cabellos son el sol; mis ojos la luz; mi cuerpo el ardoroso ambiente que al pasar reparte la existencia; mi sombra el rocío que bautiza las nuevas vidas; mi habitación es el cielo con sus admirables ritmos, mi trono, el zenit. Soy la sazón universal».

»En mi curso infinito, guíame el dedo de Dios. Cuando aparezco, ya está todo preparado10.

Bástame sonreír para que el mundo se llene de frutos. El labrador me espera con ansia, porque mi benignidad o mi cólera deciden su suerte. Doile abundantes mieses y regalados frutos; le anuncio los mostos que llenarán sus tinajas; multiplico sus ganados y sus colmenas; aumento para el pescador los inmensos rebaños de los mares, y al industrioso le ofrezco días largos, al enfermo alivio, al sano alborozo, expansión al rico, consuelo al miserable.

»Celébranme los hombres de todas castas, y los que cultivan la tierra festejan mis clásicos días destinados al comercio, a la   —250→   amistad, a los campesinos banquetes, a las regocijadas bodas. San Antonio, San Juan, San Pedro, el Carmen, Santiago, Santa Ana, San Lorenzo, la Virgen de Agosto, San Roque, la Virgen de Septiembre son en el orden religioso mis triunfales fechas.

»Mis días son fecundos y la vida se duplica en ellos, porque avivo las pasiones de los hombres, y exaltando su entusiasmo, les llevo a las acciones más osadas. Acúsanme de incitar a las revoluciones y de seducir a las muchedumbres, agitando en mis manos ardientes la bandera roja de la emancipación. Me vituperan por triunfos populares, y yo, sin pronunciar sentencia sobre esto, tan sólo digo que derribé la Bastilla, que destruí al vencedor de Europa no lejos de estos sitios por donde vamos, que también aquí salvé al mundo cristiano de las huestes de Mahoma. Yo abolí la Inquisición de España; yo detuve a los turcos a las puertas de Viena; yo he realizado mil y mil altísimos hechos cuyo número no puede contarse, pues son más que las vueltas que en todo el curso de nuestro viaje dan las ruedas del coche en que velozmente caminamos».



  —251→  

ArribaAbajo- VI -

Y era la verdad que caminaba con rapidez, traspasando ya la fragosa sierra que es muro de Castilla. Había caído mansamente la tarde, y con la mudanza del cielo la señora aplacaba sus insoportables ardores, como fragua en que mueren durmiéndose las brasas. Sus ojos seguían brillando, mas no con el resplandor del sol, sino con claridad blanquecina semejante a la de la luna. Su cuerpo despedía tibieza grata, que poco a poco se iba trocando en frescura. De este modo, la repulsiva diosa, cuyo contacto sofocaba, se convertía en el ser más bello y amable que imaginarse puede, y todo convidaba a reposar a su lado con sosiego y descuido, viendo rodar las horas y los astros, sintiendo pasar el aire rico en fragancias.

Sus miradas me cansaban dulce arrobamiento. Vi en sus pupilas algo semejante al plateado reflejo de un lago tranquilo, y su sonrisa me sumergía en dulce éxtasis. En sus labios observé no sé qué cosa semejante celestiales puertas que se abrían.

Así pasamos toda la noche, recorriendo   —252→   de un cabo a otro la tierra ilustre que sirvió de campo a la imaginaria contienda de lo ideal con el positivismo. Pero la noche recogía sus obscuridades para huir a punto que salían a saludarnos los primeros árboles de Aranjuez, no lejos de donde celebran pacto de amistad eterna Tajo y Jarama.

Rueda que rueda y silba que silba, entre polvo y ruido, llegamos al fin a Madrid, donde mi compañera de viaje, profundamente aficionada a mi persona, no quiso dejarme, y me siguió en el coche, y se aposentó en mi mismo cuarto, y se sentó a mi mesa, vuelta ya a su primitivo estado, o sea a la desnudez abrasadora en que se apareció, pero conservando siempre aquel natural fantástico que la hacía invisible para todos, excepto para mí.

Por el día, hízome sudar la gota gorda, y me sofocaba con sólo acercar a mí las yemas de sus candentes dedos; mas llegada la noche, recobró su constitución tibia y placentera, alcanzando de mí las amistades que no podía concederle a la luz del sol.

Lo más extraño es que habiéndola invitado a comer en los Jardines del Buen Retiro, la bendita señora descubrió de súbito unas mañas que me pusieron en gran desasosiego, y fue que en mitad del yantar, pretextando   —253→   que su naturaleza lo exigía, empezó a menudear copas y a vaciar botellas con tanta presteza, que aquella no era señora, sino más bien una bacante.




ArribaAbajo- VII -

No bien hablamos concluido de comer, cuando la dama, enteramente transformada por todo aquel líquido que había metido entre pecho y espalda, empezó a hacer los más desaforados desatinos que pueden verse. Agitó primero las palmas de las manos, al modo de abanico, haciendo correr un aire cálido y seco que tostaba. Después rompió a reír con carcajadas estrepitosas de insensato, y cayó espantosa lluvia, que puso como nuevos a los parroquianos de aquel hermoso sitio, obligándoles a dispersarse. Corrió después la niña con tanta rapidez que parecía vendaval, rompiendo las bombas de vidrio, alzando las faldas a las señoras, arrebatando sus sombreros a los galanes, desgarrando el telón del teatro, doblando los árboles, haciendo gemir las ramas y cubriendo de hojas los mecheros del gas. No he visto dispersión tan precipitada, pánico tan horrible ni   —254→   confusión más grande. ¡Y cómo reía la pícara al ver tales estragos! Yo procuraba calmarla, mas esto no era posible. Temí que la llevaran a la prevención por sus diabluras; pero la muy tunanta tuvo la suerte (como todos los pillos) de que no la viera la policía.

Después que desató sobre Madrid la importuna lluvia que tanto molestó a los paseantes, sopló a diestro y siniestro, y he aquí que comienza un frío seco y displicente que hace tiritar a todo el mundo. Estirando los cuellos de sus ligeros gabancillos, y abrigándose con pañuelos de la mano a falta de otra cosa, los madrileños corrían a sus casas, y gruñendo murmuraban: «¡Qué demonio de clima! ¡Maldito sea Madrid y quien aquí puso la corte de España!».

La misma autora de tantos desastres andaba con capa aquella noche burlándose de los cortesanos y de su cólera. Yo no pude contenerme y le eché en cara su conducta, diciéndole que no me parecía propio de personas bien educadas molestar al prójimo y turbar diversiones lícitas.

Echose a reír de nuevo, y me dijo que en Madrid no pasaba semana sin hacer alguna travesura de aquel jaez; que la alegría de la capital y su constante humor de bromas era contagiosa, por lo cual ella no podía   —255→   resistir a la tentación de dar chascos; que se complacía en deshacer la fiesta, en trastornar el tiempo, en soltar los fríos del Norte después de sofocantes horas, y que se divertía mucho viendo el descontento de la gente madrileña. Añadió que no pudiendo eximirse de asistir a francachelas y comilonas, la obligaban a empinar el codo, y que una vez alterado el sentido, hacia las mayores locuras, casi sin darse cuenta de ellas.

Yo le dije que la veía camino de Leganés si se repetían sus pesadas bromas; pero ella, riendo de mi enfado, me contestó que al día siguiente el calor sería más insoportable.

Así fue en efecto, por lo cual tomó las de Villadiego hacia el Norte, metiéndome en el tren al pie de la montaña del Príncipe Pío: y he aquí que no había andado dos metros la máquina, cuando mi compañera y amiga tomaba asiento junto a mí.




ArribaAbajo- VIII -

-Madrid es feliz -le dije-, si usted le abandona.

-No, porque allí dejo mis delegados, que son como yo misma.

  —256→  

Excuso decir que la señora, transformada por la noche, era la más grata compañera de viaje que puede concebirse. De tiempo en tiempo sus ojos despedían lívidos relámpagos, lo que me puso algo intranquilo; pero no pasó de ahí, y a la claridad que difundían sus miradas por todo el espacio, vi el Escorial, monte de arquitectura al pie de otro monte; vi los extensos pinares, cuyo bailoteo al paso de minueto me recordaba los olivos de Andalucía; traspasamos la alta sierra en cuyo término Santa Teresa ha dejado su imperecedera memoria sobre un caserío amurallado que parece montón de ruinas.

Arévalo, Medina, los graneros y las eras de Castilla, nos vieron pasar, y sobre el suelo amarilleaba la paja recién separada del grano. Pasábamos por los dormidos pueblos, que ni al estrépito del tren despertaban, y cuando avanzó la noche y aumentó el silencio de los campos, nuestro inmenso vehículo articulado parecía un gran perro fantástico que corría ladrando de provincia en provincia.

Valladolid la dormida se quedó a mano izquierda, obscura, grande, glacial, acariciada por su amante Pisuerga, que anhela y apenas lo consigue. Atravesamos luego los frescos viñedos y deliciosas huertas de Dueñas la troglodita, que vive   —257→   en cuevas. Vino al poco rato Venta de Baños, que es un mesón puesto en una encrucijada de vías férreas en desierto campo. Torciendo ligeramente a la izquierda, tocamos en Palencia, ya inundada de sol, sin soltar jamás el manto de polvo que la cubre, y luego atravesamos la tierra de Campos, surcada por el arado de un cabo a otro, toda seca, llana, ardiente, verdadero mapa trazado sobre yesca. Ninguna montaña grande ni chica ha encontrado apetecibles aquellos sitios para fijar su residencia; ningún río caudaloso la ha escogido para pasearse en ella; ningún bosque arraiga en su suelo.

Más allá, arroyos y lagunas, en cuyo espejo se miran hileras de chopos, anuncian la frescura de próximos montes cuyas primeras estribaciones acomete el tren sin que le estorben rocas ni pantanos. Venciendo las grandes masas de la cordillera, que convidan a la ascensión, el tren se empeña en subir a Reinosa, la encapotada vecina de las nubes, y lo consigue.

Más allá un monte huraño se empeña en detenernos el paso. ¡Pueril terquedad! En castigo de su impertinencia es atravesado de parte a parte, y el tren pasa como la aguja por la tela. Después todo es fragosidad, aspereza, bosques en declive que se agarran a la   —258→   tierra y a las rocas con sus torcidas raíces: arroyos que se precipitan gritando como chicos que salen de la escuela. Pero antes vimos el Pisuerga, un miserable hilo de agua, que describiendo más curvas que un borracho se dirige al Sur, y el Ebro, un niño que pronto será hombro, y marcha hacia Levante.

Nosotros marchamos con las aguas que van hacia el Norte. A poco de salir de aquel largo túnel, que parece una pesadilla, se nos presenta a la derecha un chicuelo juguetón que marcha a nuestro lado brincando, haciendo cabriolas, riendo y echando bromitas a todas las piedras y troncos que en su camino encuentra. Es el Besaya, un modesto río que nos acompañará gran trecho.

Mientras descendemos con no poco trabajo la gigantesca escalera de Cantabria, el pillete, en vez de trazar curvas como nosotros de monte a monte, baja a saltos, y le vemos en la hondura, riendo y jugando. Pero no quiere abandonarnos, y en Bárcena de pie de Concha se nos pone al lado izquierdo, y por todos aquellos valles y cañadas nos va dando conversación con mucha cortesía y sosegado estilo.

En una garganta tapizada de lozano verdor, hallamos las Caldas, una gran tina entre dos montañas, y poco más allá, agujereando   —259→   montes y franqueando precipicios, salimos a un ancho y hermoso valle. Allí el Sr. Besaya se despide cortésmente de nosotros, pues su amigo (El Saja) le espera en Torrelavega para ir juntos a tomar baños de mar. Lo damos las gracias por su atención y seguimos.

Las praderas verdes y limpias a nada del mundo son comparadas en belleza; los bosques de castaños se extienden por las laderas, a cuya falda ricas huertas Y frondosos maizales recrean la vista y el ánimo con su lozanía. Atravesamos por entre rejas un gran río que dicen Pas, y poco después olemos el mar. Sin duda está cerca. Anúnciase en irregulares charcas, como dedos retorcidos; vemos después sus manos que agarran la tierra, y por último un enorme brazo que se introduce entre dos cordilleras.




Arriba- IX -

¿Y mi compañera de viaje?

Al llegar aquí, mejor dicho, desde que dejamos aquellas fastidiosas llanuras castellanas, desaparecieron los accidentes caniculares que tan aborrecible me la habían hecho.   —260→   Amenguose el resplandor molesto de sus ojos, que brillaban, sí, pero empañados por tenues celajes; dejó de echar fuego como fragua su hermoso cuerpo, y pude acercarme libremente a ella, sintiendo, antes que calor, un dulce temple que a un tiempo confortaba cuerpo y alma.

Despertose de improviso en mi viva inclinación hacia ella. Hablamos, se animó mi conversación con requiebros y se salpimentó con suspiros, me entusiasmé, coqueteé, me entusiasmé más, me declaré, hícele proposiciones de matrimonio. ¡Ay! humanos, ¿sois mortales porque sois débiles, o sois débiles porque sois hombres?

Condújome la taimada a un delicioso lugar nombrado Sardinero, vecino al Océano, verde y cubierto de flores como un jardín, reuniendo en sí la suave tibieza de la tierra y la frescura del mar, un vergel con playa de doradas arenas, donde las holgazanas olas se extienden desperezándose al sol, un montecillo encantador, primaveral, compendio de todas las bellezas de la Naturaleza.

Mi compañera, a quien desde aquel instante llamé mi esposa (porque consintió en serlo con pérfida complacencia), me sumergió en el mar, me invitó después a paseos y meriendas. ¡Oh, qué felices días pasamos!   —261→   ¡Qué apacibles noches! ¡Cómo rodaban las horas sin que sus pasos sonaran sobre aquel césped florido ni sobre las cariñosas arenas de la playa! Yo era el hombre más feliz de la creación hasta que un día, ¡infausto día!... nunca había visto a mi compañera tan hermosa, ni tan alegre, ni tan amable...

Nos bañamos juntos, disfrutando del halago de las olas, asidos de las manos, mirándonos el uno al otro, cuando de repente desapareció no sé cómo ni por dónde, dejándome lelo, lleno de desesperación. Busquela por todos lados, dentro y fuera del agua. No estaba en ninguna parte. Me eché a llorar y sentí frío, un frío que penetraba hasta mis huesos.

¡Triste, tristísimo día, horrible fecha! La recuerdo bien.

Era el 22 de Setiembre.