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ArribaAbajo- XVIII -

Del mismo a la misma


La Bastida, Junio.

Instome el cura para que a cenar le acompañase, y accedí gustoso por platicar con él, y prevenirme de cuantos datos y advertencias pudiera darme el buen señor referentes a su sobrino, cuya captura mi caballerosidad emprendía. ¡Triste de mí! Mientras cenábamos, los elogios que el clérigo hacía de mi resolución, del sacrificio momentáneo de mi felicidad, no disiparon las nieblas que envolvían mi alma. Apagado el entusiasmo que la presencia de mi mujer despertaba en mí, se me oscurecía la confianza, y un desconsuelo intensísimo se me posaba en el corazón. ¡Qué pena, qué amargura! Con Demetria sí que emprendería yo las más audaces aventuras y daría terribles batallas para destruir el mal humano: lejos de ella era cobarde, perezoso y egoísta.

Pero ya no había más remedio que sostener la palabra y el papel, y afianzarme bien en mi pobre cabeza el yelmo de Mambrino para que   —186→   no se me cayese. Diome D. Matías referencias de Ibero, que retuve en mi memoria, como utilísimo conocimiento de las posiciones del enemigo. Las últimas noticias eran que Santiago estaba en Madrid, haciendo vida solitaria, apartado de amigos y sin compañía de mujeres, dato este último en extremo satisfactorio, porque ya no tenía yo que batirme con los dragones más espantables. También había escrito a Don Matías un su amigo, coadjutor en San Millán, que el ángel negro hacía vida devota tirando a penitente; que las horas muertas se pasaba en la Latina, en Nuestra Señora de Gracia o en San Andrés, engolfado en rezos y ejercicios espirituales de grandísima edificación. Numerosas eran las personas que le habían observado en esta laudable faena, y no pocas las que podían dar fe de su flamante religiosidad por haberle oído explanar, en círculos de sacristía, enrevesados puntos teológicos. Francamente, esta inopinada conversión de mi amigo no me hacía maldita gracia, ni era lo más lisonjero para la empresa a que con tanta bravura me lanzaba yo. Si por artes del demonio, digamos más propiamente por inspiración del Cielo, el hombre se arrojaba en brazos de Dios, ¿qué podía yo contra encantador tan formidable? ¡Pues digo, si cuando lograse ponerle la mano   —187→   encima, me encontraba con que había cantado misa, valiente negocio hacíamos! ¡Pobre Gracia, triste de mí, si lanzándome a la caballería por cazar un marido, cazaba un sacerdote!...

Del dinero que llevaba di algunas onzas a D. Matías para repartir entre los pobres de aquel lugar, y atender a necesidades de la parroquia, y luego porción bastante para un encarguillo con el cual asegurar quería la comunicación con mi amada esposa. El buen párroco me agradeció mucho, así la limosna como la confianza, y prometió servirme de cabezas, ¡caramelos!, lo mismo que si yo fuera su padre. Fue mi principal cuidado advertir al cura que en cuanto ocurriese alguna novedad grave, digna de mi conocimiento, despachase un propio a Madrid, a mi costa, sin reparar en precio de la caballería ni en gastos de viaje. Dile nota bien clara de la dirección que habían de llevar las cartas de mi futura, y yo dirigiría mi correspondencia, mientras Demetria no dispusiese otra cosa, al reverendo D. Matías Baranda, cura párroco de Samaniego. De acuerdo el clérigo y yo en estos pormenores importantísimos, me despedí, ya sobre las diez de la noche, y hasta largo trecho más acá de su pueblo fue D. Matías acompañándonos, sin cesar de repetir las alabanzas de mi virtud, de mi sacrificio,   —188→   más divino que humano, del cual sólo se encontraban ejemplos en las vidas de los santos, que por triunfar así de sus ambiciones y apetitos habían merecido la bienaventuranza. Bueno, bueno: pues esto y mucho más que el bendito señor me dijo no me consolaba de mi tedio, ni me quitaba del magín la insidiosa idea de haber hecho una descomunal tontería... pues ¿qué se me había perdido a mí con Gracia, ni qué culpa tenía yo de sus penas y de que el otro la dejara, etc...? Sólo pensando en Demetria y recordando su dulce acento, su aplomo soberano, expresión justa de la grandeza de su alma, podía yo arrojar de mi mente aquella idea que me atormentaba como un bufón maligno.

Llegamos a La Bastida cerca de las doce, y levantados, contra su costumbre campesina, nos esperaban Valvanera y Juan Antonio, ansiosos de conocer las resultas de mi viaje. En realidad, como no me esperaban a mí, sino a Sabas, con la noticia de que ya no era yo soltero y de que iba con mi esposa sobre La Guardia, cuando me vieron llegar pusiéronme cara recelosa, y viendo que la mía no era muy alegre, imaginaron cualquier desastre. No quisieron esperar al día siguiente para que yo, punto por punto, les contase el tratado de Samaniego,   —189→   y hasta las dos o poco menos estuvimos de palique. ¡Ay, madre! Todo ello se les antojaba rarísimo, un tanto alambicado y estrambótico, y sin la debida conexión con la realidad humana. La idea de la niña de Castro les pareció un rasgo de santidad, y por tan sublime la tenían, que no les entraba en el caletre. Ya comprenderá usted mi aflicción y el mal sabor de boca que me dejó la ineptitud de nuestros amigos para comprender idea tan grande y hermosa. No he dormido en toda la noche... No sé qué daría, querida madre, por que estuviese usted a mi lado y pudiese yo saber su opinión. Tan penoso ha sido mi desvelo, tan vivo mi afán de comunicarme con usted, que abandoné las sábanas ardientes, y la última luz de una lámpara que luchaba con la primera del día, empecé esta carta, que no puedo seguir ya, porque los ojos se me pronuncian, y ya no respondo de que los garabatos que hago en el papel expresen lo que les ordeno... Déjeme usted que descabece un sueño en la silla, en la mesa... Buenas noches, digo, días...

Hoy (no sé qué día es). -Pues hoy he notado una ligera modificación en el criterio de mis amigos. Entraron a verme Valvanera y Juan Antonio a una hora que no sé, porque se me ha parado el reloj. (Por esta falta de respeto a mi   —190→   persona, le castigo severamente privándole del sustento de la cuerda en todo el día.) Sin duda por consolarme, hame dicho Valvanera que puesta ella en el caso y circunstancias de Demetria, habría determinado lo mismo que mi augusta señora determinó. Juan Antonio, radicalmente desafecto a la caballería, declara que a ser él yo, habría, sí, aceptado el séptimo trabajito hercúleo, pero echando por delante el casamiento, como alivio de penas y necesario refrigerio del alma. Lo dicho, señora y madre, esta gente es bonísima; pero lo sublime no le cabe en la cabeza... Voy entendiendo que la sublimidad es una exótica planta que sólo crece en esas estufas que llamamos tratados de retórica, y que es locura pretender criarla en la intemperie de nuestra vida. En ello me confirmo después de consultar el caso con el agudo D. Beltrán, sapientísimo definidor de teología mundana, el cual con gracejo me dio patente de doctrino, sosteniendo que la primera y más meritoria santidad de un caballero es cumplir con las damas. Así lo manda la ley de galantería,summa ratio, ante la cual todas las leyes y la caridad misma deben humillarse. En cuestiones de esta índole, intervenidas por el amor con o sin matrimonio, la caridad empieza por uno mismo, dígase mejor   —191→   por los dos que se aman. Tanto Demetria como yo no éramos más que unos lindos muñecos rellenos de serrín.

Bueno, bueno, bueno. Quiero marcharme, volar hacia Madrid. Mi tristeza es mortal. Sale de estampía para Miranda un criado de esta casa encargado de procurarme el mejor coche que allí se encuentre y los caballos más veloces. Pago los relevos al precio que quieran. Tráiganme el Pegaso, el Clavileño o cualquier hipogrifo nacido en las yeguadas de la sublimidad.

Esta tarde.

No tengo paciencia para esperar más horas, y me decido a partir con Sabas, al anochecer. Escribo a mi rigurosa Dulcinea una carta dulce y triste, pidiéndole que me ampare y sostenga, que lance por mi camino ráfagas de su espíritu vivificante, y con el mismo fervor a usted me encomiendo, señora madre y sibila de este aburrido caballero.

De nuestros amigos pongo aquí mil finezas, y todo el cariño filial de -Fernando.



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ArribaAbajo- XIX -

Del mismo a la misma


Madrid, Junio.

Madre querida: Mis cartas de Aranda de Duero y de la Venta de Juanilla (a dos leguas de Somosierra), donde se me rompió una rueda del coche, viéndome precisado a pasar el puerto a pie hasta el mismísimo Buitrago, habrán enterado a usted de las peripecias de este viaje, que la fatalidad quiso hacer lento, y que yo he podido acelerar a fuerza de valor, de terquedad y de dinero. He llegado a Madrid en plena crisis ministerial; ya hablaremos de esto. Me metí en los Leones de Oro, donde no estuve más que medio día, en insufribles apreturas, y no sabiendo dónde encontrar comodidad, consulté el caso con Salamanca, para quien fue mi primera visita, no por preferencias de amistad, sino porque a él tuve que acudir a reponer mi bolsa de los tientos que me fue preciso darle en el camino. Después de abastecerme del precioso metal, me llevó Salamanca en su coche a la Carrera de San Jerónimo, donde se ha establecido un suizo llamado Lhardy, que es hoy   —193→   aquí el primero en las artes del comer fino. Vino a Madrid el 39, estrenándose con la industria pastelera, que fue gran adelanto con relación a lo bueno que aquí teníamos, per lo que se dijo que había puesto corbata blanca a los bollos de tahona (que a mí me gustan mucho, aun mal vestidos); alentado por el éxito, introdujo el dar de comer, y ha ganado tal fama por su puntualidad, esmero, pulcritud y por la ciencia de sus cocineros, que ya no hay en Madrid quien se le ponga por delante. No tiene alojamiento para huéspedes; pero dispone de un par de habitaciones para un solo pupilo, siempre que se trate de persona bien recomendada y rica, y como vuesa merced quiere que yo lo sea, y que me dé el lustre de tal, he consentido que Salamanca me entregue al patronato del amigo Lhardy. Aquí me tiene usted, pues, señorilmente aposentado, solo, bien comido, bien bebido y dado a los demonios porque la distancia a que estoy de los seres que amo me quita toda tranquilidad y todo contento.

Me cuenta Salamanca que el Ministerio González ha venido a tierra, y que él, Salamanca, tuvo la culpa de que empezara la situación a desmoronarse por la parte más endeble, el Ministro de Hacienda, Sr. Surra y Rull. Los líos que, por intereses de no sé qué empréstito, mediaron   —194→   entre nuestro buen malagueño y el secretario de Hacienda son tan largos de contar, que prefiero callármelos, para evitar a usted una jaqueca por cosas que pronto han de desvanecerse en el tiempo y borrarse de toda memoria. Ahora bien: ¿quiénes son los perritos en cuyos pescuezos lucen ahora los collares ministeriales? Pues perrito de cabecera es el general Rodil, que mandaba en el Norte. Siguen: Almodóvar, que ha cambiado la guerra por la diplomacia; Zumalacárregui, que gobierna en Gracia y Justicia; D. Ramón Calatrava, que tendrá las llaves del arca nacional; el viejo Capaz, que empuña el remo de la Marina, y en Gobernación nos ponen al Sr. Solanot, muy señor mío. Dios les dé a todos buena mano.

Ofreció D. Baldomero a Olózaga la Presidencia del Consejo; pero no quiso aceptarla Salustiano, a quien traen ensoberbecido sus triunfos oratorios. Tanto él como López acaudillan en las Cortes una partidita de diputados, y entre uno y otro hacen el caldo gordo al moderantismo... No puedes figurarte el efecto que me causa oír a esta gente, ni la desazón de sorpresa y asfixia que invade a los que, viniendo de fuera, entramos de súbito en esta atmósfera. Yo digo: «¿Pero aquí están todos dementes? ¿Es esto la metrópoli de una nación   —195→   o el patio de un manicomio?...». Y pregunto dónde se ha metido el sentido común, sin que nadie acierte a responderme... A juzgar por lo que se oye, el país es un insensato que, aburrido de sí mismo y no sabiendo como vivir, pide a los demonios que se lo lleven... El Ministerio entrante es calificado como de la peor extracción ayacucha. Y yo pregunto: «¿Qué significado tiene esta palabra, y qué se quiere expresar con ella?» Ni Espartero estuvo en la batalla de Ayacucho, funesta para nuestra nacionalidad en América, ni los feligreses de su camarilla, a quienes acusamos de infinitos males, pelearon tampoco en aquella célebre acción de guerra. Esto es tan peregrino como el llamar borracho a José Bonaparte, que no lo cataba. La imaginación popular emborrona la historia, y luego nos cuesta Dios y ayuda descubrir con raspaduras la verdad.

Martes.

Todos los amigos a quienes hoy he visto me han preguntado si soyayacucho, y les he contestado con picardía, según el gusto y aficiones de cada uno. Quiero sustraerme a la política; pero no doy un paso en las gestiones que motivan mi viaje sin tropezar con algún delirante   —196→   que quiera comunicarme su locura. Hoy me ha dicho Espronceda que no habrá paz hasta que no venga la República, una República enteramente a la griega, por supuesto... (me figuro que habla de la Grecia de Byron); Borrego me ha demostrado la circulación clandestina del oro inglés, como causa principal del ayacucho desconcierto en que vivimos; González Brabo sostiene que es forzoso poner patas arriba la Regencia y su tertulia, declarando mayor de edad a Isabel II para que gobierne por su propia inspiración infantil, y después salga lo que saliere; López quiere arreglar a España derramando sobre ella, desde las etéreas regiones, frases de talco de mil colorines; en Fermín Caballero descubro un radicalismo extremado que conceptúo más peligroso por la rigidez de castellano viejo, por la forma fría y clasicona con que lo expresa; en fin, que todos desvarían, y yo no encuentro dos adarmes de seso por ninguna parte, y véome apurado para reponer el mío, que en este ahumado laberinto se me pierde y se me acaba.

Y entre tanto, señora madre mía, Ibero sin parecer. Desde muy temprano empiezo mis pesquisas, y cierra la noche sin obtener ni vagos indicios de la caverna del león fugitivo. Clérigos y seglares he visto en los barrios de acá y   —197→   de allá; Iglesia y Milicia me resultan igualmente ineficaces para el conocimiento que busco. Esto me anonada. ¿Qué debo hacer? ¿Dar por terminada mi misión, con fracaso evidente, o persistir, revolver más escombros humanos y meter el gancho hasta lo más hondo del montón? ¡Ay, qué daría yo por que usted pudiese contestarme ahora mismo... pero ahora mismo!

Jueves.

He almorzado en una taberna de la calle del Humilladero, por no abandonar una pista que segura me parecía, y que al fin resultó más falsa que Judas. Donde creí encontrar a Santiago, topé con un sacristán loco que compone imágenes de santos, poniéndoles cabezas de chisperos y atributos de tauromaquia. De allí (calle de Luciente, 3) me vine a casa, donde recibo la grata sorpresa de que ha estado a visitarme D. Juan Álvarez Mendizábal. Me puse a escribir a mi mujer y a mi madre, y entró... adivínelo usted: Miguel de los Santos. Nos abrazamos con efusión y nos pusimos a recordar cosas de nuestro tiempo. No ha variado nada Miguelito, que es el mismo holgazán perdurable y el gran autor eternamente inédito. Me hizo reír burlándose de la poesía, que considera   —198→   como el diploma de la miseria y la ejecutoria del hambre; hablome luego de un proyecto magno que ha concebido para ganar dinero, el cual no es otro que construir una fastuosa casa de baños en el Manzanares, a estilo del extranjero,y por complemento un recreo de naumaquia o cosa tal, encauzando el río para jugar con él y decorarlo, en una considerable extensión, con cascadas artificiales y con surtidores... ríase usted... con surtidores de vino. Me ha entretenido toda la tarde con estos donaires, y riéndome como un tonto he olvidado mis penas. Dios se lo pague. Le convido a comer. Si él se dejara, le ajustaría yo para que me acompañase algunas horas del día; pero a esto contesta que no puede comprometerse a consagrarme su tiempo, porque tiene que trabajar... ¿Qué hace? Dice que intenta corregir el Quijote y enmendar La Divina Comedia, para que sean obras dignas del respeto de los siglos. A su juicio, la Biblia necesita de algunos toques para ser un libro aceptable, y él se compromete a dejarla como nueva, si le dan en Gobernación una plaza igual a la de Pepe Díaz, con libertad para dedicar las horas de oficina a la composición y lima de versos.

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Viernes.

Comimos juntos Miguel y yo, y nos fuimos al Príncipe. Al teatro le han dado una mano de pintura y le han refrescado el oro. A pesar del afeite, lo encuentro más triste que en nuestros tiempos. La concurrencia me ha parecido la misma: las damas que lucían en plateas y entresuelos, no se han movido de sus palcos, tal fue mi ilusión, desde la última vez que las vi. La de Oliván,empero, ha cambiado de lugar: su constelación deriva un poco hacia el proscenio, metiéndose más en Capricornio y confundiéndose con Arcturus. La Osa Mayor (ya sabe usted quién es) no ha cambiado de sitio en el firmamento teatral, ni Berenice, la de la espléndida cabellera. Junto a ésta brilla Mercurio, que ha tiempo, según dicen, rompió con la mayor de las Cabrillas.Vi La escuela de las casadas, de Bretón, que me recuerdaL'école des femmes. Es linda comedia, y la representan a maravilla Romea y Matilde. En el segundo entreacto subimos al cuarto de Julián, donde fui recibido con vítores y palmadas, y la indispensable denominación de ayacucho.Porque allí, como en todas partes, no se habla más que de política, y el aposento del actor parece club,   —200→   logia o rincón de café patriótico. La procerosa figura de Don Juan Nicasio se destacaba entre el ilustre senado, y no faltaban Vega y Rubí, con quienes reanudé mis amistades, entablándolas nuevas con un poeta que yo conocía de vista, Ramón Campoamor, ahora muy mimado del éxito, autor de un tomo de lindísimas fábulas, que compré en casa de Boix y estoy leyendo. Si a muchos vi con gusto, mas sin interés grande, tuve el sentimiento de no tropezarme con Bretón, a quien expresamente buscaba yo anoche, porque has de saber que este ilustre riojano es quien me ayuda en la cacería de Ibero, con una solicitud que le agradeceré toda mi vida.

Domingo.

Mi desesperación, señora madre, a su colmo llega ya. Ocho días aquí, sin adelantar un solo paso en esta formidable aventura, que ya me está pareciendo del género tonto y deslucido de las leyendas caballerescas que en mi tiempo se escribían. No puedo más. Me fijo un plazo improrrogable de tres días para dar por suficientemente apurado mi empeño, y al cabo de ellos, triunfante o derrotado, tomo el camino del Norte, pues el imán de mis deseos me tiene loco   —201→   de tanto mirar allá... Tan aburrido estoy, que suelo buscar distracción en la lectura de los periodicuchos que difaman al Gobierno, al Regente y a todo lo que significa jerarquía y autoridad, y más me seducen y divierten cuanto más groseros y estúpidos disparates escriben. La Guindilla trae un muñeco que imita la persona de Rodil, con su cara de histrión, su rasgada boca y sus bucles sobre las sienes. Le representa bailando el zapateado, y pone en sus labios unas ridículas décimas con glosa. Adulando los bajos gustos de mucha gente, el papel llama Bobil al presidente del Consejo, y a todas las figuras culminantes de la Nación las señala con soeces motes. Almodóvar es Poenco; Mendizábal, Mamacallos; Calatrava, La Tía Ramona, y Argüelles, Pinchaúvas. Por cierto que ahora vienen alborotados los periódicos con lo que llaman escándalos palatinos. Andan a la greña la camarera mayor, marquesa de Bélgida, y el aya, Condesa de Mina. Pinchaúvas, impávido, se entretiene en quitar y poner maestros a Su Majestad. A la separación del señor Ventosa, sigue el nombramiento del coronel D. Francisco Luján para profesor de Historia y Ciencias Exactas de las regias niñas. Unos alaban y otros denigran al Sr. Luján, como hechura de D. Antonio González, y redactor   —202→   de un papelejo (creo que El Espectador), que defendía las crueldades de Zurbano y le daba el dictado de Washington español. ¡Vaya unos delirios! Vivimos entre locos desmandados. En el novísimo lenguaje de la prensa callejera aparecen cada día nuevos términos y frases que al instante entran en el uso común del pueblo y se apegan a todas las bocas. A los moderados les llaman ahora traseristas, con lo que se significa que progresan hacia atrás.

Martes.

La prensa populachera de hoy habla de un gran cisco en Palacio, entre Pinchaúvas y las azafatas. Éstas se rebelaron en cuadrilla contra el tutor y quisieron arañarle. Parece que dos antiguas azafatas, en connivencia con uno de los nuevos preceptores, entregaron a la Reina un medallón con el retrato en miniatura del hijo mayor del Infante D. Francisco. Se había prohibido por la tutoría soliviantar a Su Majestad con cartas, recaditos o miniaturas de los príncipes que aspiran a su mano, y la desobediencia flagrante a tan sabias instrucciones ha sido motivo del zipizape y del furor del austero D. Agustín. Se asegura y no me cuesta trabajo   —203→   creerlo, que el retrato causante de la gresca procede de la Infanta Carlota, que ya empieza a barrer para su casa. Anúnciase la llegada del primogénito de la Infanta, D. Francisco de Asís, y se inicia ya en Madrid la formación de un núcleo de opiniones afectas a la candidatura de este jovencito para marido de nuestra Soberana. Con tiempo lo toman. La feliz inventiva española para bautizar ridículamente las ideas ha dado en llamarpaquistas a los que se entusiasman con este casamiento.

Tendrá usted conocimiento de la desastrosa muerte del duque de Orleans. ¡Qué horrible desgracia! ¡Morir de fatal muerte, súbita como el rayo y ciega, en la flor de la edad, en la más alta posición, rodeado de todos los bienes, adorado de los suyos!... ¡Qué triste!... Me entra el frío de los presentimientos lúgubres.

Martes.

Madre querida, no quiero hablar a usted de mi tristeza, por temor de comunicársela. Si mañana no puedo darle mejores noticias, irá la de mi salida para Miranda. Anoche estuve en el Circo, que han convertido en teatro, sin conseguir que esté menos feo que antes; pero al espectáculo de los caballitos es preferible la ópera   —204→   italiana con buena orquesta y cantores de mérito. Oí La Vestale, de Mercadante, que me habría gustado si tuviera mi espíritu mejor dispuesto para las emociones del arte. No hay música, por sublime que sea, que ahogue la interna voz de nuestra alma, cuando da por cantarnos el réquiem. Oí la ópera como se oye un organillo de las calles, y admirando el buen estilo de la Teresa Bovay y de Olivieri, les habría dado dos cuartos porque callaran.

Hoy haremos Bretón y yo la última tentativa para que pueda llevarme la conciencia bien sosegada. Si Dios no dispone otra cosa, sólo un día separará esta carta de lo que anuncié a usted la partida de su amantísimo hijo. -Fernando.




ArribaAbajo- XX -

(Del mismo a Demetria)


Madrid, Julio.

Señora y dueña, reina, emperatriz, y más si lo hubiere: ¿con qué palabras te daré las albricias? Ayer te dije que Bretón y yo nos declarábamos vencidos, y hoy, cuando menos lo esperaba, se me presenta el gran riojano y me suelta   —205→   esta bomba: «¿No le dije, mi Sr. D. Fernando, que yo con un ojo solo había de encontrar más pronto que usted con los dos suyos la aguja que buscamos en un pajar?»

En fin, adorada mujer, que ya pareció el ángel negro; al fin Dios ha tenido lástima de mí, de ti y de tu pobre hermana, si, como creo...

Espérate un poco: no sé cómo contarte con brevedad lo sucedido. ¡Si fuera posible pegar desde aquí cuatro gritos para que tú me oyeras! Pues leyendo versos estaba yo, cuando entra Bretón y me abraza, y rompe una copa de agua que yo tenía en mi mesa, y mientras acudo a contener la inundación que cae sobre el libro pasando por mi chaleco, le oigo decir: «Ya tenemos hombre...». En fin, que Ibero vive, aunque no se responde de su perfecto equilibrio cerebral... Y no vayas a creer que tengo ya entre las uñas al novio de tu hermana: aún no le he visto. Para que nuestra dicha no sea completa, el ángel negro está, como quien dice, a la vuelta de la esquina... se ha ido a Cataluña... No recuerdo si Bretón dijo que reside en Barcelona o cerca de ella... Lo mismo da. ¿Te parece que es floja caminata la que tengo que emprender ahora, mujer mía? De la pena de no verte pronto me consuela el gozo de que veré   —206→   a mi madre... Fluctúo entre dos cielos. Ya los juntaré yo.

Escucha y alégrate: por obra de la casualidad (disfraz que toma Dios para sorprendernos, embromarnos y reírse de nuestros afanes), supo Bretón que Santiaguillo había sido huésped del Rector de Monserrat, en la calle de Atocha, por un mes largo, y de que el dicho Rector y otro clérigo catalán se concertaron caritativamente para curarle de sus manías y aliviarle de sus penas, determinando al fin que no había para ello medicina mejor que el cambio de aires y la compañía de sujetos graves. Dos días antes de mi entrada en Madrid, empaquetáronle en una galera de las que llaman aceleradas, consignándole a una casa religiosa donde tendrá la mejor asistencia. ¿Te vas enterando? Pues añado (y esto no se lo digas a tu hermana) que los buenos clérigos de acá, en cuyas manos cayó por designio de Dios nuestro pobre amigo, creen que su reciente vocación de vida religiosa, lejos de ser síntoma de locura, señal clara es de iluminada discreción y juicio, por lo cual recomiendan a los Padres de allá que después de cuidarle, y de nutrirle con sanos alimentos, le administren los más eficaces, o sea la doctrina necesaria para que en un plazo no muy largo cante misa.

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¡Sí, sí; no es mala misa la que le voy a cantar yo!... A mi pesimismo de los pasados días ha seguido un recrudecimiento ardoroso de aquel entusiasmo con que acepté y acometí las duras penitencias que determinaste imponerme. Vuelvo a creer que me destina Dios a consumar una grande hazaña y a producir una de las más bellas eflorescencias del bien humano. Adelante, y echa la bendición a este tu enamorado caballero, que no dilatará el partir a Barcelona más tiempo del que tarde en prevenirse de los lazos mejores para captar novios fugitivos que se acogen a lugar sagrado... Ya te lo explicaré mañana, porque estoy aturdido, loco, y no respondo de que mi trémula mano escriba lo que pienso.

Tu segunda carta me ha causado tanta alegría como tristeza me dio la primera. ¡Vítor mil veces!... ¿Conque tenemos a nuestra hermana consolada, por virtud de las esperanzas con que tú, divina médica, has fortificado su espíritu? ¿Y no es broma, Cielos, que mi amigo Navarridas se tiene tragado que somos marido y mujer como quien dice? ¿Hase enterado de que nos vimos en Samaniego y de que allí charlamos y resolvimos cuanto nos dio la gana? ¿Tendrá celos de nuestro bravo capellán y casamentero D. Matías? ¡Cuánto me alegro, y qué   —208→   feliz me haces con estas noticias! Mayor sería mi júbilo si me anunciaras que ha reventado Doña María Tirgo, o que apuntan síntomas del pronto estallido de tan digna señora... ¡Vaya, que la retirada de los tacaños con su brillante Estado Mayor eclesiástico es por demás donosa! ¡Lástima que no estuviera yo allí para avivarles el paso, picándoles la retaguardia con azotes, zorros o escobas! ¡Y ya las de Álava, ¡Dios clemente!, me llaman ilustrado, elegante y de buena educación! Su tardía indulgencia me hace llorar de risa...

La prensa popular no se recata para enaltecer las ideas republicanas. La República es el mejor Gobierno, según estos tribunos de las calles, porque tiene por base y principio el temor de la justicia del pueblo. Al paso que estas ideas se propagan, la procacidad, las groseras injurias a personas respetables son diario alimento de la general demencia. Como París en los días del terror recomendaba el uso constante de la guillotina, Madrid recomienda el corbatín, como eficaz correctivo de ministros y personajes. Se me ha quedado presente una cuarteta que acabo de leer, en la cual se pide que den garrote al ministro de la Gobernación del Reino, señor Solanot:

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Al que todo lo trabuca
y en la adulación se ensaya,
el corbatín de Vizcaya
le pusiera yo en la nuca.



Muletilla constante en la baja prensa, y aun en la de más fuste, es que mientras el pueblo paga, los ministros no hacen más que guardar millones. El Ministerio es una cuadrilla de viejas flatulentas, rapaces, embrujadas; el Real Palacio, una casa de Tócame Roque, donde los dómines y las azafatas, las mozas de retrete y los caballerizos, a diario se tiran de los pelos; la Tesorería, el puerto de arrebata-capas; el Regente, un santón repleto de oro; Rodil, un payaso; Capaz, un Tío Carando; San Miguel, un...

¡Ay, ay, ay, niña de mi corazón!... ahora reparo que pongo en tu carta cosillas destinadas a la de mi madre, que desea le cuente algo de enredos y trapisondas políticas. Como a las dos escribo a un tiempo, alternando en mis dos amores para igualarlas en mi cariño, tiene fácil explicación el error... ¿Qué te importa a ti la política? Sea lo que quiera, no tacho nada de lo escrito... ¡Ay, ay, ay! Espérate: descubro en este momento que en la carta para mi madre he puesto por equivocación un parrafito que es forzoso trasladar a la tuya. ¡Cómo está   —210→   mi cabeza! Copio en ésta lo que en la otra carta escribí, y que a la letra dice: «Mi opinión es que no atiborres de optimismo el espíritu enfermo de mi cuñadita. No vaya a creer Gracia que ya tiene reconquistado el novio, y que le llevaré la felicidad como podría llevarle una caja de pastillas para su rebelde tos. Esperanzas tengo, y eres tú quien me las da, el recuerdo de ti, la fe en tus altas concepciones, cara esposa, emperatriz y papisa mía. Ríete lo que quieras de mis disparates».

Me estremece de alegría, de orgullo, de no sé qué, tu proyecto de derribar el tabique de la sala de oriente, junto a la que ocupé yo, para hacer con las dos una estancia que será de legua y media de largo lo menos, donde instalarás mi biblioteca. Cuando leí en tu carta que ya habías mandado llamar a los albañiles para comenzar la obra, di un brinco, que no fue más que instintivo impulso de abrazar a los tales artífices, aunque me pusiese perdido de cal y yeso... ¡Bendita sea tu alma de gobernante y arquitecta! Cuando pienso que desde que nací hasta que te encontré en Oñate pasaron tantos días sin yo quererte, me causa terror aquel estado de ceguera, de ignorancia y de estupidez. Pues sí, acepto lo de la biblioteca, por el gusto de tenerla, de recrearme en el descubrimiento   —211→   de que para nada la necesito, pues no hay para mí ya más biblioteca que tus ojos, y ellos son mi Enciclopedia, mi Historia, mi Biblia Poliglota y mi Homero y mi Dante... Harás de mi parte fiestas muchas, muchas, al noble Serrano.

Ya concluyo por hoy, y como ahora tengo que echarme a la calle, puntual a la cita que me ha dado Bretón, mañana terminaré la carta para mi señora madre, a quien me permitiré mandar infinitos besos de parte tuya. Antes de salir para Barcelona, te escribirá de nuevo tu fiel caballero, y esposo cuando Dios quiera, -Fernando.




ArribaAbajo- XXI -

Del mismo a Pilar de Loaysa


Madrid, Julio.

Mater admirabilis: Imposible partir para Cataluña sin ver a Espartero y a Jacinta, pues con los afanes de estos días y el continuo callejear no tuve espacio para visitarles. No me riña usted. Hoy he ofrecido mis respetos a Sus Altezas Serenísimas, y sin que yo se lo   —212→   cuente, comprenderá usted que fue tremenda la chillería que me echó Jacinta por mi tardanza. Disculpeme con mis ocupaciones; pero aún tardó gran rato la Duquesa en desarrugar el ceño. Quedeme a almorzar con ellos, y hablamos de todo, de lo público y de lo privado. Ofreciome D. Baldomero escribir a Van-Halen, que allí manda por lo militar, para que me ayude sin restricción alguna en cuanto yo intente. Llevo, pues, carta blanca, y con ella espero que se me consentirá el uso y el abuso de mis iniciativas caballerescas.

No era yo el comensal único de los Regentes en el almuerzo de hoy. Sentáronse también a la mesa D. José Posada Herrera y D. Santiago Alonso Cordero, quien no abandona por nada del mundo la etiqueta popular de sus bragas de maragato. Es un hombre risueño y frescote, con cara de obispo, de maneras algo encogidas, en armonía con el traje castizo de su tierra, de hablar concreto, ceñido a los asuntos. Se enriqueció, como usted sabe, en el acarreo de suministros, y hoy es uno de los primeros capitalistas de Madrid. Ha comprado el solar de San Felipe, inmenso ejido polvoroso, para construir en él una casa que allá se irá con El Escorial en grandeza, y será la octava maravilla de la Corte. Da pena ver las tristes   —213→   ruinas, el despedazado claustro, los escombros del mentidero y las covachas. Ha dicho hoy Cordero en la mesa que propondrá al Ayuntamiento el derribo total de la Puerta del Sol, para hacerla de nuevo con mayores anchuras, a fin de dar cabimiento al paso de tantísimo coche como ahora rueda por estas calles. En el centro se pondrá un monumento conmemorativo de la Milicia Nacional, con un par de fuentes de pilón bien amplio, para que quepan todos los maestros de baile que ahora llenan sus cubas en Pontejos. ¿Qué le parece a usted de estas elegancias y composturas de su viejo Madrid?... El otro comensal, Posada, es un asturiano muy listo, que en nuestro tiempo no se había dado a luz, de cuerpo enjuto y semblante un tanto ratonil, a que dan mayor expresión de agudeza sus orejas no cortas. En el Congreso brilla por su perorar discreto y persuasivo, sin ringorrangos, y brillaría más si el ministerialismo no quitara sal a su elocuencia, pues defendiendo a los que están en candelero, que es como estar en la picota de la impopularidad, no se ganan las palmas oratorias.

Al gran D. Baldomero le encuentro agobiado y melancólico, señal de lo que le pesa el fardo ayacucho, y de las ganas que de soltarlo tiene. Recayó la conversación en la libertad de imprenta   —214→   y en sus repugnantes excesos, y contra la opinión de Cordero y Posada, a la que me permití agregar la mía, sostuvo el Regente que nada perdíamos con que las ranas callejeras chillaran todo lo que quisiesen y escupieran fango sobre los ministros. A él no le afectan las injurias y cree siempre en las ventajas eternas de la libertad, sin mirar a sus pasajeros inconvenientes. ¿No se había expresado del modo más claro la voluntad de la Nación pidiendo que todos los ciudadanos fuesen libres? Pues ya lo eran. Veremos pronto quién acierta, si la opinión general, o la gritería y los resoplidos de cuatro ambiciosos. Se propone sentar la mano de aquí en adelante a los que turben el orden, ya vengan con bandera cristina o moderada, ya con los pingajos de la revolución social. Cumplirá con su deber, sosteniendo los principios de progreso, y si a pesar de esta lealtad, llueven capuchinos de bronce, se encasquetará el sombrero hasta que pase el nublado. La Nación permanece; las tempestades corren; lo que debe quedar queda. O este fatalismo nos revela, señora madre, la más alta filosofía política, o supina ignorancia de las artes de gobierno. El tiempo lo dirá.

Prometiendo volver por la noche, despedime de los Duques y dediqué la tarde a las visitas   —215→   que usted me ha encargado, empezando por su fiel amiga, la de Selva Fría, que rabiaba por conocerme. Bien lo comprendí en la manera de recibirme, pues su finura y gracia quedaron oscurecidas por las demostraciones de curiosidad; tan minucioso fue el examen que la Marquesa y dos de sus amigas allí presentes hicieron de mí, mirándome cara y ojos con atención que rayaba en impertinencia, y haciéndome mil preguntas, cuyo objeto debía de ser el estudio de mi ser moral. Y aun creo que en el largo tiempo de la visita otras miradas ansiosas me observaban detrás de los cristales de la pieza inmediata, como a un bicho raro. Interiormente me reía yo, y procuré que la amiga de mi madre viera en mí una persona bien educada, cariñosa y galante. Con perdón de usted, y empleando un término de la literatura popular andaluza, hoy tan en boga, le diré que su amiga de usted me ha parecido una ezgalichaota; no hallo mejor manera de expresar su ceceo andaluz y la indolencia de sus posturas, por causa de la excesiva lozanía de carnes, que sin duda le pesan: en el desbarajuste de aquella máquina, creeríase que las distintas piezas quieren caerse cada una por su lado. Una de las damas presentes era la que llamamos Berenice, a quien yo traté, ya casada, en las tertulias   —216→   de Castro-Terreño. Sigue cultivando su incomparable cabellera negra, y las dos cascadas de tirabuzones que lleva en las sienes causan maravilla. La otra no la conocía yo: era la de Soterraña, que, según dicen, habla con Sartorius. Habíala visto yo en el Prado, donde días pasados encontré a muchas señoras de mi tiempo y a otras que en el período de mi ausencia se han trocado de señoritas en mamás. La espiritual, la etérea Matildilla Illán de Vargas, a quien yo hacía cucamonas el año 35, hállase en meses mayores; la vi agarrada al brazo de su marido, que le daba remolque con mucha dificultad. No me acuerdo del nombre de él: sólo puedo decir que era inseparable de Ros y de Echagüe. Ya le contaré a mi madre otros encuentros míos en el Prado, más peregrinos, y las paralelas que no una, sino hasta tres familias han querido ponerme, echándome unas niñas tiernas, con más perifollos que seso. Imagínese usted el caso que de estos halagos haría yo, gentilhombre campagnard, desengañado ya de las esperanzas cortesanas y unido con eterno vínculo a la diosa Ceres, nada menos.

El calor ha dispersado a no pocas familias, y hay muchas bajas en el Prado. A Francia y a las provincias no sé que hayan ido más que las Montúfares, la de Santa Cruz, Salamanca, Osuna,   —217→   Bedmar... Otros se han ido a los no lejanos châteaux de Carabanchel, Aravaca y Navalcarnero, o se aposentan en pajares a que se da el engañoso nombre de quintas.

He vuelto por la noche a la casa de los Duques Regentes, que por cierto viven con modestia suma, y su palacio más parece un cuerpo de guardia. Vi a Seoane y a Linaje, furibundos en la declamación contra moderados; vi al bonísimo Cantero y al ardiente Sánchez Silva; vi, por fin, y con no poca satisfacción, al gran D. Juan y Medio, que me abrazó, y estuvo conmigo muy cariñoso, encargándome hasta tres veces que le lleve a usted sus fieles memorias y los más respetuosos afectos. Ha envejecido bastante; mas persevera en las costumbres de la correcta elegancia inglesa, con su peinado de rizos, su pie pequeño bien calzado con zapatito bajo, sus estirados cuellos y el corte y largura de sus afamadas levitas. Ofreciome cartas expresivas para Barcelona, que han de serme de no poca eficacia, encargándome mucho que no deje de visitar de su parte a su amigo el cónsul de Francia, Ferdinand de Lesseps.

Esto y una frase hermosa que dijo Espartero han sido lo más agradable para mí esta noche, sin contar los obsequios de Jacinta, y la   —218→   emoción con que habló de usted y de sus deseos de verla y abrazarla. En el círculo que rodeaba al Regente, como un coro de sacerdotes de chinesco ídolo, se trató del proyecto de prorrogar la minoría de Isabel II, idea que en estos días flota en el ambiente político, sin que se sepa qué intenciones inocentes o pérfidas la han echado a volar. D. Baldomero rechazó la idea con una imagen gráfica que admirablemente expresaba su pensamiento: «Si como puedo adelantar las horas de ese reloj -dijo señalando a la esfera de uno feísimo, puesto en la más ordinaria de las consolas-, pudiera yo acelerar los días que nos quedan de Regencia y llegar al término de la menor edad de Isabel II, crean ustedes que ello sería mañana». Cansado está el hombre, y menos ambicioso de lo que generalmente se cree. Al salir me encontré a Nocedal y a Luzuriaga, que iban disputando. Delante de mí, y poniéndome por testigo, hicieron una audaz apuesta. El uno sostenía que no duraba dos meses la Regencia del Conde-Duque; el otro, que aún tendríamos Regencia y minoría para cinco años. Me vine a casa sin calentarme los sesos en calcular el vencedor probable.

Me hará usted el favor de decir al carísimo Hillo que no he visto a Montes, y lo deploro...   —219→   No torea ya en Madrid hasta Septiembre, por lo cual, a más de privarme del gusto de aplaudirle, falto a la promesa de darle un recadito de parte de nuestro capellán. Sin duda se pondrá éste muy afligido cuando usted le enseñe mi carta y lea el fatídico No he visto a Montes, pues podría creerse que de ver o no ver al tal Montes depende la armonía o desconcierto de las esferas. En verdad lo siento, y tanto él como yo hemos de llevarlo con paciencia. En otoño lucirá su destreza en esta plaza el chairo crúo;mas para entonces no seré yo quien lo vea manejar la muletiya y el mondadiente. ¡Ay, con qué júbilotomo el olivo!

Espero aún dos días para ir bien preparado de los necesarios elementos de investigación, y de los resortes más eficaces para captar a la fiera. Antes de que se cumpla la semana, abrazará y besará mi madre a su. -Fernando.



  —220→  

ArribaAbajo- XXII -

De D. Fernando a Demetria


Sitges, Julio.

Amadísima mujer: Te escribo en la mayor consternación. Encuentro a mi madre enferma, con grave recrudecimiento de su achaque pulmonar, intensa fiebre, postración grande; disneas frecuentes a menudo disminuyen mis esperanzas y aumentan mis temores. Hoy es uno de los días más tristes de mi vida. Llegué con la emoción que puedes figurarte, y al ver de lejos la villa blanca, el corazón se me saltaba del pecho. Mi entrada en la casa fue como el testarazo del ave ciega que en su vuelo rápido se estrella contra un muro. ¿Quién comprenderá mi pena como tú, quién como tú la compartirá? Me consuela el pensar que en cuanto recibas mi carta, seremos dos a soportar esta pesadumbre. ¿Ves, querida mía, cuán cara cuesta la felicidad, y cómo se hace valer, y cómo se hace esperar, y con qué infame perfidia juega el destino con nuestros deseos?... No me   —221→   extiendo más. Basta por hoy con darte conocimiento de mi tribulación. No puedo separarme de mi madre, ni consiento que otras manos cuiden de ella, ni que otros ojos la vigilen, ni que otra boca la consuele y la conforte. El dolor aviva mi comunicación contigo; paréceme que no estoy solo, y cosas pienso que sospecho me las dices tú al oído... Ilusión es ésta de las más vanas. ¡De La Guardia a Sitges qué inmensidad de leguas! ¿Estarán más separados los muertos de los vivos?... Te adora tu -Fernando.

Del mismo a la misma

Sitges, Agosto.

Está visto, Reina, que Dios quiere someternos a pruebas durísimas, como si aún no tuviera bien probada nuestra fortaleza. Yo pregunto: ¿qué hemos hecho para que se desaten contra nosotros los furores del mal humano? Y si salimos tú y yo vencedores de esta batalla, ¿qué compensación de felicidad nos dará Dios? No me digas que no es esto un ensañamiento de la divinidad: cuando mi madre, a fuerza de cuidados y de ciencia, nos vuelve a la vida, tu hermana recae en sus trastornos, se agrava, la   —222→   crees muerta, vive tan sólo en un aliento, en un suspiro. Aunque tu carta de hoy me da esperanzas, y no deja de ser consoladora la opinión del amigo Crispijana, no acabo yo de tranquilizarme. Estoy muy pesimista, y todo lo veo lúgubre, desde que la enfermedad de mi madre me cortó los vuelos.

No creas que me descuido en mis obligacioneshercúleas: en cuanto he visto a mi madre recobrando lentamente la vida, no he pensado más que en lo nuestro, y no siéndome posible separarme de mi enferma ni un día ni una hora, he mandado a Sabas a Barcelona, bien asistido de personas prácticas, para que vaya desbrozándome el terreno y averigüe si ha llegado el hombre, y dónde está y qué demonios hace. Aún no ha vuelto.

Mi madre te consagra todos sus pensamientos. Es tanto y tan ardoroso lo que habla de ti, que a veces tengo que mandarla callar, porque el continuado uso de la palabra no le hace provecho. Ninguna idea la turba y aflige tanto como la presunción de morirse sin verte. No sé las veces que me ha pedido nueva relación de lo que hablamos tú y yo en las célebres vistas de Samaniego, lo que me dijiste, lo que yo te contesté, y qué cara ponías cuando yo te manifestaba mi repugnancia de los trabajos si no   —223→   iban precedidos del casorio. No cesa de preguntarme cómo eres, si es bonito tu metal de voz, si tus ojos son pardos tirando a negros, o negritos del todo. Figúrate tú, mi cara mitad, lo que yo le diré, y qué perrerías se me ocurrirán acerca de tu persona. La pobre va muy despacito en su restablecimiento, y estoy con el alma en un hilo temiendo las recaídas, y temblando de que me la hiera un traidor soplo de aire.

He tomado aborrecimiento a nuestra embarcación y a los paseos marítimos, pues de ahí vino este arrechucho. Cuatro días antes de mi llegada, salieron mi padre y D. Pedro a su diversión por el Mediterráneo: hallándose muy afuera, les cogió una fuerte virazón al Oeste, y aunque la fortaleza de la embarcación les garantizaba del peligro de ahogarse, pasaron un gran susto. Corriendo a la vela con rizos en demanda del puerto, no les fue posible cogerlo, y tuvieron que arribar a Cubella bajo el azote de un tremendo chaparrón que a todos les caló hasta los huesos. Mojados de agua de las nubes, se dieron otro remojo de salada al desembarcar a hombros de marineros. Mi madre se puso tan mala, que tuvo que pernoctar en Villanueva y Geltrú, donde se le manifestaron los efectos de la mojadura y el enfriamiento.   —224→   Me ha contado Hillo que al día siguiente del naufragio, cuando venían para Sitges en la desvencijada tartana que pudieron encontrar, pasó la mayor angustia de su vida, creyendo que mi madre se le quedaba en el camino. No hay bromas con Neptuno. He suprimido el departamento de Marina, y he mandado que me saquen a tierra la barca y que le quiten el aparejo y la cubran con vela, condenada a servir de albergue a dos mareantes que no tienen otra casa. Mírala allí tumbada de un lado, vergonzosa de su mala acción, aunque ella dice que no tiene culpa de lo sucedido, que fue la mar, la juguetona mar quien nos hizo la jugarreta... Y la mar dice que no fue ella, sino el cielo... Ve tú a entenderlos...

Adiós por hoy, vida mía. Cariños mil de tu pobre Hércules, prisionero del amor maternal.

Miércoles.

Hoy te mando más de una receta de medicamentos que creo de gran eficacia para tu hermana. Las drogas son excelentes, y las he obtenido en largas experiencias fármaco-psicológicas. Mas para que obren con seguridad y energía ha de haber mucho tino en la administración de ellas; a tus manos delicadas y a tu   —225→   conocimiento de los diferentes estados en que puede encontrarse la enferma, fío el buen éxito de este tratamiento.

Allá van mis prescripciones y advertencias del modo de aplicarlas. Si ves a Gracia muy triste, quejumbrosa, con mimo infantil, pero sin fiebre ni postración física grandes, le dices que Santiago Ibero está en un pueblecito de Barcelona, bueno y rollizo... es Santiago quien está rollizo, no el pueblo. Gracias a la reposada vida que allí hace y al nutritivo alimento que le dan, curado está el hombre de sus negras murrias, y su intelecto vuelve a lucir con todo el brillo de la sindéresis más pura. Guárdate de añadir a esta receta la noticia de que Santiago se propone, y a ello tiran los buenos religiosos sus maestros, cantar misa en el próximo Diciembre, para lo cual se dan prisa a meter latines y fórmulas litúrgicas en los huecos cerebrales donde antes estuvieron las liviandades amorosas... No le digas esto de la misa, por Dios, que sería trocar en veneno la medicina.

Podrás usar, en caso de gravedad manifiesta, de otro antiespasmódico sumamente enérgico, y es que Ibero no la olvida, que se arrepiente de su botaratada, que todo fue obra de un fugaz rapto de locura. Esto no es verdad, digo, no   —226→   me consta; pero puede ser cierto, y cae dentro de la jurisdicción de lo probable y admisible. Para el caso de muerte, no me falta una prescripción que ya no es medicinal, sino milagrosa. Cuando hayáis amortajado a Gracia y estéis a punto de ponerla en la caja, le dices al oído: «Ya vienen Fernando y Santiago, decididos a casarse con nosotras, naturalmente cada uno con la suya. Santiago te ama, y viene a pedirte perdón». Verás como de un brinco sale nuestra querida hermana del ataúd. Conque ahí tienes la terapéutica gradual que usar puedes, según los aspectos que vaya tomando el desconsuelo de Gracia, representado en la vida física por imponentes alteraciones de la salud, más aparatosas que reales.

Ahora te diré, ¡oh dulce esposa!, el motivo de que yo te mande estas especies farmacéuticas, por las que verás que no desconfío del buen término de mi trabajo, si la salud de mi madre me permite consagrarme a él con alma y vida. Llegó Sabas de Barcelona a los tres días de salir de aquí, y en la cara le conocimos que alegres nuevas nos traía. No halló facilidades para ver a Ibero, y las tres o cuatro veces que llamó al portón de San Quirico, residencia de los padres de la Instrucción Cristiana, en un pueblo que llaman Papiol, no vio más que caras   —227→   displicentes. La intervención de un amigo nuestro, de Barcelona, D. Magín Cornellá, gran beato, más admirador de Tristany que de Espartero, y muy considerado de los que se visten por la cabeza, venció toda la resistencia frailuna, y Sabas tuvo la satisfacción de verse frente a su compatriota en el locutorio de San Quirico. Cuenta que Santiago le conoció al punto, saludándole con la mayor cordialidad, y alegrándose de verle. Por todos los vecinos de Samaniego le preguntó, recorriendo el ciclo de familias sin que ninguna se le olvidara; mas no nombró a las niñas de Castro ni a ningún habitante grande ni chico de Majada Mayor. Fiel a mis advertencias, Sabas tampoco hizo mención de las señoritas ni de sus propiedades y colonos. En nada de lo que dijo Santiago se advertía la menor perturbación: sus juicios eran claros; su palabra, reposada y cortés. Hablando de sí mismo empleó esta figura, que mi escudero ha reproducido con feliz memoria: «Me cogieron en lo mejor de mi vida terribles tempestades, y después de estrellarme en los escollos del error, he venido a tomar tierra en la playa del desengaño». Preguntó luego por mí, y al enterarse de que vivo en Sitges y de que no pasarán muchos días sin que mi madre y yo nos traslademos a Barcelona, palideció el hombre   —228→   y se quedó como suspenso. «D. Fernando -dijo- fue mi mejor amigo, y yo le quiero como a un hermano. Si se acuerda de mí, estará muy enojado porque a sus cartas no di respuesta». Cuidó Sabas de tranquilizarle sobre este punto, asegurándole que no agravios, sino terribles ganitas de verle y abrazarle tenía yo, y él se mostró agradecido a esta manifestación y consolado de su recelo. Como preguntara con gran interés si me había casado y con quién, al saber que pronto seremos tú y yo marido y mujer, se puso muy contento y se le encandilaron los ojos. A punto estuvo mi criado, en tal coyuntura, de hablarle de la señorita Gracia; pero recordando a tiempo mis instrucciones, calló. Al despedirse, indicole que yo tendría sumo placer en visitarle, si tanto él como los Padres me daban su licencia, y a esto respondió que por su parte no pondría reparo; mas no podría ser en algunos días, pues al siguiente le mandaban a Ripoll para dar comienzo a no sé qué espirituales ejercicios... ¡Déjale estar, que ya le daré yo ejercicios y buenos pases de la teología más sutil! Las impresiones que me ha traído Sabas, y que te transmito, son excelentes. Tenemos lo principal, el hombre, y no enfermo, sino en completa salud; no perdido en los laberintos de un caótico pensamiento, sino   —229→   bien hallado en la claridad de ideas juiciosas. Su espíritu no nos pertenece: ha tomado rumbos muy distintos de los que pretendemos señalarle; pero si la obra de rectificar su sendero es difícil y arriesgada, no me parece de imposible realización. Allá veremos: nosotros lo intentamos, y Dios decide. ¿No es esto lo que piensas tú?

Cuenta Sabas que la fisonomía de Ibero es la misma, y que aún no se ha quitado el bigote. Viste de paisano, traje negro de feísimo corte y fementida traza, que desmienten la esbeltez y arrogancia del sujeto... Ya, ya le vestiré yo a mi gusto. Te digo que tengo esperanzas, y observo que cuando las echo de mí, vuelven presurosas, como los pájaros al nido. ¿En qué me fundo para creer que al Señor le da la ventolera de allanarme la senda hercúleadespués de haberme dificultado con tantos tropezones los primeros pasos que en ella di? ¿En qué me fundo, señora mujer mía? ¿Lo sé yo acaso? Otra cosa te diré para mejor inteligencia de mi optimismo. Mejora mi enferma de día en día, y ello es probado que cuando mi madre respira bien y se anima, yo lo veo todo risueño; así como cuando tose y se abate, no veo más que sombras y horrores. Vamos bien; pero la convalecencia de tu mamá política no ha de   —230→   quedar asegurada antes de quince o veinte días. No quiero pensar ahora lo que tendremos al descenso de la estación, cuando nos mande el otoño los primeros fríos. Verás, verás qué idea se me ha ocurrido para el caso de que me obliguen las circunstancias a continuar junto a mi madre... Pero ahora no te lo digo, no, que es tarde y tengo sueño. Quiero además hacerte rabiar un poquito, y que sigas frunciendo el bonito entrecejo: «¿Qué incumbencias me traerá mi señor marido?...». Agur, sedes sapientiae, turris davidica. Te abraza y te besa tu -F.




ArribaAbajo- XXIII -

De Pilar de Loaysa a Demetria


Sitges, Septiembre.

Hijita: Ya llegó el día de mi gran contento, el día en que puedo escribirte. ¡Qué gusto! Dios es muy bueno dejándome vivir para que pueda estar algún tiempo entre vosotros y veros felices. Fernando ha ido hoy a Barcelona en compañía de un excelente amigo nuestro, el cónsul de Francia, Monsieur de Lesseps,   —231→   que vino a buscarle, y entre su tocayo, que de él tiraba, y yo, que le empujé cuanto podía, le decidimos a ponerse en camino. ¡Pobrecillo, cuánto le cuesta separarse de mí! Ya sabes a lo que va; sabes también que en todo este largo cautiverio de tu novio junto a mi cama no ha cesado de poner mano en el séptimo trabajillo, valiéndose de personas diligentes. Pero su presencia en Barcelona y en Papiol ha de ser más eficaz que todos los mensajes y pasos que otros llevan y dan en su nombre. Nos han dicho que a esta fecha habrá vuelto el señor Ibero de sus ejercicios en Ripoll. Dios misericordioso, que ahora parece menos airado contra nosotros, hará que los dos amigos se vean y se entiendan.

No ha querido partir mi hijo sin que yo le haga juramento de escribirte hoy confirmando y apoyando lo que hace días te escribió él, movido del afán de que prontamente nos reunamos todos y formemos una piña, no sólo para satisfacer el anhelo de nuestros corazones, sino para que juntos ayudemos mejor al caballero en su magno trabajo. Cree Fernando que a mí has de hacerme más caso que a él, y aunque esto no puede ser cierto, porque nadie le supera en el dominio de tu voluntad, yo te suplico en su nombre y en el mío que, pues no podemos nosotros apartarnos de aquí, por razón   —232→   de mi falta de salud y del negocio de San Quirico, te vengas tú acá con tu hermana. ¿Qué mal hay en ello? Según tus últimas cartas, has plantado con gran tesón en tu castillo, y ante tus buenos tíos, la bandera de tu independencia. Dueña y señora absoluta eres de tu persona y de tus actos, y si por mis males principalmente, y por lo despacio que va la cogida de Ibero, resulta que os ha salido mal la cuenta que hicisteis de la duración del séptimo trabajo, ¿qué razón hay para que os impongáis el martirio de ausencia tan larga, siendo los dos libres y anhelando uno y otro la dulce compañía y el sostén recíproco en las adversidades?

Decídete, decidíos, y ten por seguro que a tu hermana le ha de sentar a maravilla el cambio de aires, la distracción de la viajata; y de nosotros ¿qué puedo decirte? El único peligro es que la alegría de verte nos vuelva locos. Pues no puede ir Sitges a La Guardia, véngase La Guardia a Sitges; ello es tan lógico, tan elemental, que no me sorprendería saber que ya os habéis puesto en camino. También te digo que no están de más las precauciones para la seguridad y rapidez de vuestro viaje: en cuanto sepamos que te determinas, te mando a Sabas y con él a Urrea, el que acompañó a Fernando en sus correrías para las negociaciones de   —233→   la paz, y si menester fuese irá una escolta formal, y hasta un mediano ejército para custodiaros. Otra cosa: como entiendo que no hay por allá coches buenos, construidos según los novísimos adelantos, para ti y tu hermana, doncella y mayordomo que os acompañen, tengo yo una silla de postas que es un prodigio de ligereza, amplitud y comodidad. Niñas de mi alma, no vaciléis: decidme una palabra, y salen rodando para allá mi coche y los criados de confianza, y además un galerón, también muy bueno, en que podréis traer todo el equipaje que os dé la gana, almohadones, víveres, vajilla, y hasta perros y gatos...

¿Qué? ¿Os asusta el paso por Cintruénigo? Pero, hija, ¿crees que los rencores de mi hermana son tan extremados que lleguen hasta causaros daño material? No tanto, no. Juana Teresa azuzará contra nosotros curiales y leguleyos; pero no asesinos. No temáis nada, y si quieres protección de personas eclesiásticas en tu largo camino, ya que mi hermana tiene por aliados a los reverendos de Calahorra y Tarazona, puedo yo, si quieres, ponerte bajo el amparo de mi buen amigo el Cardenal Arzobispo de Zaragoza... El de Barbastro, por cuya diócesis tienes que pasar, también es de los míos. Digo más: soy santa de su devoción, como   —234→   que me debe la mitra. ¡Y que no me costó poco trabajo sacársela...! que Istúriz y el señor Barrio Ayuso no querían, ni por un Dios, y el Nuncio andaba muy reacio...

¡Ay! se me ocurre en este momento una felicísima idea.

Como en tan largo camino, pasando por la Ribera, no podrías librarte de algunas horas, tal vez días de inquietud, vente por Francia, y así compensas la mayor tardanza con la absoluta tranquilidad. De tu pueblo al paso del Bidasoa podrás ir en dos días. Descansas en Bayona, y de esta ciudad a Perpignan tienes un camino magnífico, precioso, que recorrerás fácilmente en tres o cuatro días sin fatigaros, echando una paradita en Toulouse. A Perpignan irá tu novio a encontraros, y luego os venís por Figueras y Gerona cantando sardanas. ¿Qué te parece mi plan? Soberbio; no digas que no. ¡Si estoy por mandarte la silla de postas y el regimiento de criados antes que tú me des conocimiento de tu resolución! Contando con la carta que viene, con el aviso que va y el tiempo que se pierde en preparativos y despedidas, calculo que podrás estar aquí dentro de un mes. ¡Qué largo se me hace!

Perdóname, hija de mi alma, que sea tan machacona, y que con tanto ardor me lance a   —235→   dirigir las voluntades ajenas. No veas en ello metimientos oficiosos; no veas sino la conciencia de que yo soy la causa de que Fernando y tú viváis atormentados por la separación. Esto me abruma. ¿Cómo remediarlo si no está en mi mano mi salud, ni puedo decirle a mi hijo: «Márchate y déjame»? Ni él lo haría, ni tú verías con gusto que se separase de mí. No pudiendo llevar a Mahoma a la montaña, quiero traerme acá la montaña... Sí, sí; por causa mía os ha venido este horrible plantón. Tengamos paciencia: tú de la pena que te causo, yo de causártela; y cree que me paso la vida cavilando en los medios de remediar tanto mal. Pon un poquito de tu parte, y todos seremos menos infelices. Véate pronto o tarde, nadie me quita el gusto de sentirte vibrar en el corazón de mi hijo, en sus miradas y en su voz. Para tu hermanita te mando mil besos, para ti otros tantos y la bendición de tu madre -Pilar.



  —236→  

ArribaAbajo- XXIV -

De D. Fernando a Demetria


Sitges, Octubre.

Turris eburnea: Llego de Barcelona echando venablos y maldiciendo de los enfadosos clérigos de San Quirico, que después de hacerme detener tres días más de lo que pensaba, salen con la gaita de que el educando y corrigendo D. Santiago no vuelve de Ripoll hasta fin del corriente, porque el preste, rector, o sacripante mitrado de allá le señala mayor suma de ejercicios, sin duda para embrutecérnosle más de lo que está. Esto no se puede sufrir, esto es burlarse de todas las leyes divinas y humanas... Perdóname: no sé lo que me digo.

Me ha consolado de estos berrinches tu amorosa carta, y lo más bonito de ella es tu conformidad, en principio, con la idea nuestra de que os vengáis acá. ¡Bendígaos Dios, oh excelsas niñas de Castro! Me contraría la reserva de que no te determinas a emprender la marcha sin que haya motivos en que fundar esperanzas razonables de la captación de Ibero, pues de   —237→   otro modo te sería muy difícil convencer a tu pobre hermana de la conveniencia de veniros acá. Como siempre, te sobra razón en todo lo que dices. Traer a Gracia sin abrirle por esta parte algún horizonte, es empresa dificilísima. Si con horizontes figurados la traemos, y al llegar aquí se le cierran, los efectos del viaje podrían ser desastrosos. Tengamos calma.

Toda vez que mi madre no tiene novedad, y parece asegurarse en su mejoría, a principios de semana saldré a una segunda exploración, y acompañado del bravo Lesseps me iré hasta Ripoll. Ha quedado éste en acopiar buenas recomendaciones eclesiásticas, para que se allanen nuestros caminos. Incomparable amigo es este Cónsul, no tan francés como parece, pues su madre es española, de los Kirkpatrick de Málaga, hombre amenísimo, cortés, muy corrido en sociedad, de estos que en la familiar conversación echan de sí, sin darse cuenta de ello, ideas grandes... Pues bien: Lesseps, a quien enteré del fin que me propongo perseguir, me alienta con simpatía generosa, incítame a llevar adelante el asunto, sin reparar en medios, desplegando, si el caso lo exige, toda la osadía feudal y todas las impetuosidades caballerescas que fuesen menester... Si en esta primera excursión a Ripoll adquiero las deseadas esperanzas,   —238→   te las mandaré a escape. ¡Que no puedan ir con el pensamiento! Dice el Cónsul que pronto establecerán los ingleses el telégrafo eléctrico, y que Francia no tardará en adoptarlo. Mira qué bien nos vendría el gran invento para comunicarnos a tanta distancia y poder yo decirte al oído cuatro perrerías, o mandarte... los rosados horizontes en cuanto los hubiera. Pero ese adelanto prodigioso tardará un siglo ¡vive Dios! en llegar a nuestra España, y en tanto nos gastamos una millonada en levantar torres, que son un telégrafo por medio de garatusas, como las que se hacen los novios entre el balcón y la calle.

Excelente, como de mi madre, es la idea de veniros por Francia. En los caminos españoles no temo yo a los tacaños, sino a las partidas que a lo mejor pueden levantarse, producto espontáneo del suelo; a los ejércitos que se pronuncian por un quítame allá esas pajas, a las juntas patrióticas, al paisanaje que politiquea con formas de bandolerismo. Aquí no hay hora segura, y hoy están las cosas en tal estado de madurez revolucionaria, que bastará un grito cualquiera para que se arme. Sí, sí, por Francia: no hay que vacilar...

Mi madre sigue mejorando, y hasta el presente, la entrada de otoño no le ha causado   —239→   ninguna desazón. La facilidad con que respira y las fuerzas que recobra son para mí un sentido favorable en las enigmáticas rayas de la escritura del Destino. Cada uno tiene su manera de deletrear el porvenir.

Adiós, janua coeli (que quiere decir puerta del cielo). Te adora tu penitente caballero -Fernando.




ArribaAbajo- XXV -

Del mismo a la misma


Barcelona, Noviembre.

Mujer: Déjame que rabie y patalee, y perdona que comience mi carta con airadas expresiones, antes que con las dulces finezas propias de amantes. Pongo el grito en el cielo y llamo a los demonios en mi ayuda... Para que te enteres pronto, volvemos Lesseps y yo de Ripoll, donde hemos visto a Ibero; hablé con él como media hora, saliendo de mi conferencia tan a oscuras como cuando la empezamos. Todo por la interposición de cuatro fantasmones negros, con sotana, que actuaron de centinelas de vista. El material de sitio que llevábamos, recomendaciones   —240→   y cartas de beatos, sólo nos ha servido para que nos concedieran ver al catecúmeno en presencia de cuatro Padres, que es como tener de pantalla a los papás de la novia en una visita de amor. La conversación a solas no la concedieron por más ruegos que les hice, y esto me hace creer que la vocación del ángel negro no es muy segura, y que temen que la tuerza o debilite la persuasiva influencia de un pariente o de un amigo.

Encontré a Santiago en excelente estado de salud, recobrado de sus desazones, el cuerpo ágil, el rostro lleno, la mirada viva, sincera. Ya le han quitado el bigote para ponerle la marca eclesiástica, y con ello se desfigura el negro rostro que hemos conocido tan marcial y varonil... En ciertos momentos de nuestra conversación le vi recobrar la prontitud airosa de sus ademanes y aquel gesto de impaciencia y resolución. El amigo enmascarado habría soltado todos los artificios de su disfraz si le dejaran solo conmigo. Pero ¡ay! siempre que intentaba yo sacar a relucir los recuerdos cuya evocación me convenía, el más antipático de los presbíteros de guardia pronunciaba un absit parecido al del doctor Pedro Recio de Tirteafuera, y añadía: «No nos parece bien que se le reverdezcan al Sr. D. Santiago las memorias   —241→   de sus padecimientos». Por tres veces intenté yo meter baza, y la Inquisición, que tal parecía, no me dejaba. Un momento hubo en que me faltó poco para echar mano a la silla en que me sentaba y estrellarla en la cabeza del Pedro Recio, que no me permitía comer, hablar... Díjome entre otras cosas Santiaguillo que su vocación era tan firme, que no había ya móvil ni mundano interés que de ella pudiera desviarle. Pensé que de otro modo hablaría quizás mi amigo si la esclavitud de aquella casa no hubiera cargado de grillos y esposas su sinceridad. Tan contento estaba de verme, que no me quitaba los ojos, poniendo en ellos una emoción muy viva, y siempre que yo le manifestaba mi cariño, del único modo que hacerlo podía, con palabras, se levantaba para darme abrazos apretadísimos. ¡Pobre Santiago! Nos habló extensamente de Jesucristo y de las hermosuras de la religión, cosas en verdad nada nuevas para mí, pues yo también amo a Cristo y admiro como el primero las bellezas del dogma, sin que por ello se me haya pasado por las mientes meterme cura. Por fin, me propuse que no terminara la visita sin que yo, a despecho de los enfadosos centinelas, soltase alguna expresión o concepto que hiciera vibrar el alma del catecúmeno. Así fue, y ya en pie, despidiéndonos,   —242→   le dije: «Santiago, sabrás que Gracia no se ha consolado del desprecio que le hiciste, y ha tenido bastante grandeza de alma para perdonártelo. Aún espera de tu caballerosidad que...». No pude seguir porque vi venir sobre mí a los cuatro clérigos con una melosa amonestación para que me callara. Santiago cerró los ojos al oírme, y se volvió hacia sus guardianes como para pedirles auxilio contra mi atrevimiento. Pero yo vi la flecha penetrando en sus carnes, y el efecto estaba conseguido. Despedime prometiendo volver, y mientras dos de los curas cogían al ángel negro y para dentro se le llevaban como a un colegial castigado, los otros salieron a despedirnos con empalagosas cortesanías y melifluos agradecimientos por la limosna que les di. Rezarían mucho, según me aseguraron, para que Dios aumentara mi hacienda y pudiera yo hacer caridades sin tasa, asegurándome así el reino de los Cielos. Díjeles que, estimando sincera la vocación de mi amigo, yo miraría por la Instrucción Cristiana, ayudándola en sus necesidades, y me retiré viéndoles hacer muchas cortesías. Quedaron ellos esperanzados de tenerme en su predicamento; yo me fui con la intención de un jarameño debajo de mis urbanidades afectuosas.

De regreso a Barcelona, discutíamos Lesseps   —243→   y yo los procederes más eficaces para sacar el ánima de Ibero de aquel que no sé si llamar Purgatorio a que sus pecados le habían conducido. Era mi opinión que las ofrendas copiosas serían el mejor arte de redención; pero mi amigo me contradijo con vehemencia, manifestando que de todos los caminos, el más errado era el de los sufragios en especie metálica, porque los buenos padres de San Quirico harían la gracia de quedarse con el dinero y con el ánima. Debo yo emplear la intriga o la violencia, según las cosas se presenten. Mas lo primero es explorar seriamente el ánimo de Santiago, y traerle a una conferencia sin testigos. Para esto, nada mejor que los resortes militares, si puedo conseguir que Van-Halen me preste su cooperación decidida. Puesto que no tenemos seguridad de que se le haya concedido al Coronel la licencia absoluta, el Capitán General, ignorándolo como yo, o afectando ignorarlo, puede reclamarle para un acto de servicio, como, por ejemplo, prestar declaración en un Consejo de guerra, interrogarle acerca de tal o cual duda en cualquier cuestión que no es necesario precisar. De este modo, Ibero saldrá por más o menos tiempo de su clausura, y podré hablar extensamente con él. Nos facilita este procedimiento la circunstancia de que el   —244→   ángel negro no ha recibido aún órdenes mayores ni menores, y, por tanto, no le alcanza la jurisdicción eclesiástica.

Con repentina fuerza se posesionó de mí la opinión del Cónsul de Francia, y no había concluido de exponerla cuando ya la tuve por excelente, y me propuse traducirla en hechos con toda prontitud... Hoy, apenas llegado a Barcelona, y cumplida la primera de mis obligaciones, que es escribir a mi cara mitad, tengo que ocuparme de nuestra instalación: ya te dije en mi última carta que resueltamente abandonamos a Sitges, porque los médicos no creen provechoso para mi madre que viva tan próxima a las humedades del mar. Nos aposentaremos aquí, en la misma casa que antes teníamos, Bajada de Santa Clara, y dispuestos varios pormenores de alojamiento, mañana voy por mi madre, pasado estaremos aquí, y al otro veré a Van-Halen para que me preste su ayuda en la honrada barbaridad que intento. ¿Qué dices a esto? Veo tu entrecejo gracioso que me impone el respeto a la moral. Muy elástico es eso: tomamos por leyes morales las pragmáticas dictadas por la tiranía, por la codicia y el egoísmo humanos, y contra toda esta farsa opresora se alza con soberano y libre criterio la orden de caballería, amparo de los   —245→   débiles, de los injustamente aherrojados y oprimidos. Déjame a mí, que no me faltan hombros para soportar el hercúleo trabajo y también la responsabilidad del mismo, que no es floja pesadumbre.

Hasta mañana. Escribiéndote se ha calmado la furia con que empecé este pliego. Ya no rabio, ya no pataleo, ya no maldigo.

Jueves.

Ya estamos acá todos, y para ti es nuestro primer pensamiento al pisar la venerable casa donde nos alojamos, rodeada de silencio, de soledad, de nobles piedras, escritura y lenguaje de la poesía histórica. Mi madre y yo te hablamos con una sola voz y te escribimos con una sola pluma. Las buenas esperanzas, los presentimientos felices entran en nuestro espíritu como una bandada de chiquillos juguetones; les echamos y vuelven, acosándonos con sus graciosos juegos y risotadas. Queremos ponernos en una guardia de pesimismo, que es la más segura, y no podemos. Comprenderás esto cuando sepas que a la hora de bajar del coche, en el patio de nuestro caserón, entró a visitarnos el general Van-Halen, creyendo que habíamos llegado el día anterior, lo que explica   —246→   su inoportunidad, que luego hubo de resultarnos oportunísima. Ha recibido la carta que me ofreció el Regente, y otra de Jacinta encomendándole con el interés más expresivo que visite a mi madre, y se ponga a sus órdenes para cuanto a ella y a mí se nos ocurra mientras residamos en esta ciudad. Pensé yo que no debía diferir el ponerle en autos de nuestro negocio, y el General, un poco serio al principio, risueño después (que esta contradicción fisionómica corresponde a las dos caras, dramática y cómica, del proyecto mío), me ofreció su colaboración oficiosa. Allá van, pues, unas poquitas de esperanzas, que espero remitir con aumento dentro de muy pocos días... Hablando otra vez los dos en uno, mi madre y yo te mandamos nuestras bendiciones, o bendiciones y cariños mezclados, para que tú hagas el apartadijo como puedas. También te van besos y un coscorrón: los primeros, naturalmente, son de mi madre (no te equivoques); el coscorrón no es más que un saludo, quizás demasiado expresivo, de tu -Fernando.

Sábado.

Cara mitad: Vuelvo de la estafeta con la carta, que no he podido franquear, porque están cerradas las oficinas, y en el ventanillo   —247→   un cartel diciendo que oy no ay coreo. Verás lo que pasa. No te asustes. Andan a tiros milicianos y soldados, y la cosa es tan seria, que a casa he tenido que volverme parabólicamente, a fin de evitar el paso por las calles donde sonaba música de fusilería. Por no dejar a mi madre sola, aunque no se asusta tanto de los tiros y de las callejeras trapisondas como pudiera creerse, no me determiné a meter mis narices en los lugares donde más empeñada está la lucha. Si he de decirte la verdad, no conozco bien los motivos de esta zaragata, porque vivo en radical apartamiento de la política, no leo ningún periódico de Barcelona ni de Madrid, y en los últimos días mis ausencias de la ciudad me han cortado la comunicación con las personas que habrían podido informarme. Notaba yo hace tiempo cierta agitación sospechosa, y un recrudecimiento grande del síntoma insano de hablar pestes del Gobierno. Pero no creí que el disgusto popular pasara de los dichos a las armas. Tan acostumbrado estoy a oír diatribas contra nuestros mandarines, sin que ello pase de un desahogo natural de los corazones, que no di valor al ronquido soez de la famosa vox pópuli... Anteayer hubo, según acaban de decirme, no sé qué reyerta entre matuteros y empleados de consumos; ayer anduvieron los   —248→   milicianos por diferentes sitios de la ciudad provocando con injurias a los soldados, y hoy ha estallado el volcán, sin que yo pueda decirte cómo se ha preparado esta erupción ni de dónde ha venido el empuje. Oigo decir que la causa del furor de los barceloneses es la cuestión algodonera. ¿No sabes lo que es? Sencillamente que se ha pensado en rebajar los derechos de los tejidos ingleses, con lo cual creen los de aquí que se arruinarán sus industrias. Ni tú entiendes de esto, ni yo te escribo de materias tan fastidiosas. Hablan también de quintas, porque no es del gusto de los catalanes que les sorteen y les hagan soldados como a los hijos de castellanos y aragoneses. Tampoco de esto quiero hablarte. Lo cierto es que por las quintas con o sin algodones, o por otras causas que ignoro, han roto el fuego, y esto va tomando un cariz tan malo, que no sé cómo acabará.

Oigo en este momento unos terribles zambombazos: el amigo Van-Halen, deseando acabar pronto, reducir a polvo las barricadas y aterrar a sus defensores, emplea la artillería contra los pobrecitos milicianos. Horroroso fuego de fusilería le contesta. Esto se pone cada vez más feo, niña mía; pero no temas nada por nosotros, que estamos bien seguros en nuestra   —249→   casa. Vivimos entre la catedral y la plaza del Rey, en el sitio más recogido de la ciudad, grupo de casas antiquísimas, en estrechas calles, donde no podrá revolverse la artillería, ni es tampoco lugar favorable para barricadas. Mi madre no está tan intranquila como al principio de la jarana temí. La veo animosa, y trato de sostener su fortaleza. Juntos lamentamos que la discordia política, motivada por cualquier idea insustancial, cubra de cadáveres el suelo de esta bella ciudad que tanto amamos.

Crece mi afán por conocer los móviles de la furia de los barceloneses. ¿Qué será ello? Los algodones dan en efecto bastante juego: lo de la conscripción les ha irritado más, porque se ha dicho que venía Zurbano con el encargo de hacerla efectiva, y las brutalidades del hombre de la zamarra sublevan a esta gente. Pero aún no veo bastante claros los motivos de que un pueblo como éste se lance a revolución tan furiosa y tenaz. Algo más habrá que no conozco. Dícenme que los milicianos gritan contra Espartero. No quieren más Regencia, abominan del Gobierno ayacucho, y retiran todo su afecto al antiguo ídolo de los Libres... No sé qué gato encerrado es el que anda por dentro de esta insurrección, moviendo con sus bufidos y   —250→   arañazos tan terrible tremolina... Los vecinos de las casas próximas acuden a la mía; nos agrupamos para que entre todos podamos sobrellevar con más conformidad el luto de esta sangrienta jornada y el terror que los disparos infunden. Oigo hablar de república, y tampoco creo que de ahí venga la borrasca, pues partido tan ideológico y de tan escasa difusión por el momento, no lanza los hombres al combate. Te daría yo una explicación de lo que ha sido, es y será el republicanismo; pero aun contando con que pudiera serte grata mi pedantería, no es bien que de estas cosas áridas hable un hombre con su novia...

A media noche.

Después de anochecido, y cuando cesó el fuego, y a los tiros y voces de espanto sucedió un silencio lúgubre, arrastrome la curiosidad fuera de mi casa. Quería ver los lugares trágicos, marcados aún de la pisada y de la garra de los combatientes, y ver el destrozo de personas y edificios, para dar mayor pasto a mi compasión y hacer más amargo mi desconsuelo, que en esto se goza el alma ante los grandes lutos de familias y ciudades: si grande es el sentimiento por lo que se ha oído, queremos llevarlo a su grado mayor por la vista. Barcelona   —251→   ensangrentada es para los que amamos a esta bella ciudad un tristísimo espectáculo; pero queremos verlo y apreciarlo en todo su horror, para que, siendo más honda nuestra pena, sea más grande el tributo de lástima que ofrecemos al ser querido. Es habitual en mi espíritu personificar las ciudades, y amarlas o aborrecerlas como entes humanos. Las hay simpáticas, las hay odiosas; las veo carilargas o mofletudas, pálidas y exangües, o rollizas y frescas; véolas también risueñas llamándome, o adustas despidiéndome. Barcelona me puso una cara muy afectuosa desde la primera vez que nos vimos.

Pues, como venía diciendo, me fui a ver la ciudad herida, ensangrentada, jadeante de bélico ardor... bajé por la calle de la Libretería a la plaza de San Jaime, donde había no pocos horrores, y en busca de los más imponentes me interné por la bajada de San Miguel hasta la Enseñanza... Pero ¿a qué ponerte aquí indicaciones topográficas, si tú no conoces la ciudad ni sabes nada de esto? El convento de la Enseñanza fue de monjas benitas, y ahora, naturalmente... es cuartel de la Milicia Nacional. Desde que empezó la trifulca, establecieron los nacionales en este edificio su base de operaciones. Los primeros proyectiles fueron piedras,   —252→   que desde las azoteas arrojaban, y aumentado luego el calibre de los instrumentos de destrucción, las casas de la Rambla vomitaron sobre la tropa tiestos, bancos y hasta una cómoda. Lo que empezó motín, acabó en espantosa batalla, de las más encarnizadas y furibundas que en el interior de ciudades se han visto, extremando su coraje hasta el heroísmo nacionales y soldados.

De la extensión y gravedad de la pelea me informaron en la calle personas que, por haber intervenido en los actos de guerra o haberlos presenciado en diferentes barrios, eran la historia misma contándolo por sus bocas. Desde aquel núcleo donde se inició el incendio, éste se fue comunicando a diferentes puntos de la ciudad. Van-Halen, que no contaba más que con dos mil hombres, atacó por la Rambla... ¿No sabes tú lo que es la Rambla? Ya te lo explicaré. Tampoco sabes lo que son los baluartes, que robustecen de trecho en trecho el circuito fortificado de esta gran plaza. Ni tienes idea de la enorme Ciudadela, que defiende y amenaza la ciudad por el Nordeste. Ya te daré noticias de esto... cuando estemos casados y tengamos tiempo para tan largas explicaciones... Sólo te digo por el momento que a la hora en que andaba yo tomando lenguas de lo ocurrido y examinando   —253→   el campo de batalla, nuestro amigo Van-Halen, sin fuerza bastante para dominar la insurrección, o poco diestro en elegir los medios y puntos de ataque, se vio precisado al abandono de sus posiciones y se replegó a la Ciudadela... Esto me cuentan, y si a la primera lo puse en duda, la repetición de la noticia me ha obligado a creerlo. Barcelona está en poder de la revolución victoriosa, que de la noche a la mañana se trocará en insolente, y hemos de ver, si Dios no lo remedia, no pocas brutalidades. Me tranquiliza, no obstante, la confianza en el pueblo catalán, cuyas virtudes conozco. Es bravísimo si le hostilizan sin razón, fácil a la concordia si se logra herir la cuerda del sentimiento fraternal, que en él existe, aunque está bastante honda. Es apacible en su casa, en el común trato sincero y rudo, buen amigo, mal enemigo, amante si le aman, fiero si le aborrecen... El peligro que corremos hoy los que estamos bajo la férula del pueblo barcelonés y de la Juntita que a estas horas se forma, es que se injieran en su seno los perdidos vividores que ordinariamente están al acecho de estas situaciones irregulares para desvirtuarlas y corromperlas.

El espectáculo que a mis ojos se presentó en el patio de la Enseñanza, convertido en hospital   —254→   de sangre, no te lo describiré, por dos razones: no sé hacerlo con la exacta expresión del horror que me produjo; no quiero poner ante tu vista cuadros tan lastimosos. Los muertos de las guerras campales no son como los muertos de la paz, víctimas de las enfermedades, expresando en su quietud y lividez serena el término natural de la vida. Pues si los muertos de la guerra en campo son más tristes de ver que los de normal muerte, y causan mayor espanto, los muertos de revoluciones, tirados en las calles, los cadáveres sin cabeza, o los trozos de cuerpos descuartizados por la artillería, nos dan impresión de terror más espeluznante que ninguna otra clase de muertes, y el espanto llega a su colmo cuando vemos vivos, con la mitad de su naturaleza muerta, un tronco que alienta, arrastrando extremidades difuntas, o un agonizante que enloquece y pide que acaben de matarle... No más de estos horrores, niña querida; no quiero que la noche que esto leas tengas pesadillas angustiosas. Y por atenuar las trágicas impresiones con otras del orden contrario, que en los mayores desastres no hay quien separe lo humorístico de lo terrible, te contaré una chusca ingenuidad del jefe de nacionales que mandaba la barricada próxima a Capuchinos. Enviole Van-Halen un parlamentario   —255→   con proposiciones honrosas para que se rindiera, y de oficio le contestó lo que vas a leer. Herido en la mano derecha, y no pudiendo escribir, dictó la respuesta a un sargento, que la retiene en su memoria para regocijo de los que amamos la espontaneidad popular. Dice así: A Antonio Van-Halen, jefe de las fuerzas enemigas. -Antonio: no te canses, no cederemos. Si te obstinas en hostilizarnos, te daremos para peras. -Patria y Libertad.

No veo, no, en esta brava gente la ferocidad del revolucionario sin camisa que persigue el pillaje y la disolución, para despojar a los ricos; veo a los sanos y buenos hijos del pueblo que en la última guerra prestaron a la causa nacional servicios tan eminentes, que no habría honores bastantes con que pagárselos. La Milicia Nacional de Barcelona, guarneciendo los pueblos del llano y la montaña y resistiendo terribles embestidas de la facción, demostró una fibra y una resistencia que en muchos casos llegó a las alturas del heroísmo. Ahí están Prim, Lorenzo Milans, Ametller y otros, que pueden contarlo... A esta gente, que tan claras nociones tiene del deber, y tan bien entiende el honor y el patriotismo en sus más elementales formas, no la temo yo. Temo a los pillos que se inoculan en el cuerpo popular y trabajador,   —256→   para envenenarlo y derramar por sus venas elementos de podredumbre.

Cuando a casa me retiré, las opiniones que oía no estaban acordes en señalar el punto adonde Van-Halen se replegaba. Unos le suponían en la Ciudadela, otros marchando hacia Montjuich. ¿Sabes tú, señora de mis pensamientos, lo que es Montjuich? ¡Ay, que no lo sabe!... ¿Creerás tal vez que es un castillo como el de La Guardia, situado en lugar céntrico y eminente, y compuesto de quebrantados murallones y de piedras romas, entre cuyos huecos habita la prolífica república de lagartos? El castillo de tu pueblo es un pobre inválido que de su impotencia se consuela recordando sus tiempos heroicos, cuando la guerra de sitio se hacía con flechas, hondas y otros ingenios. Castillo es también Montjuich, pero más fuerte y buen mozo que el tuyo, y armado de mejores arreos y cachivaches de guerra. Se alza en un empinado monte al sur de la ciudad, a la que tiene bajo su planta y dominio, y no se sabe si las miradas que arroja sobre ella son de protección o de amenaza. De día parece un padre amante que a su adorada hija contempla, con el chafarote levantado, eso sí, por si a la niña se le antoja desmandarse. De noche verías en él un marido celoso que espía el sueño de su   —257→   Desdémona, recelando que pronuncie dormida palabras que enciendan más el volcán de sus celos... Es tan alto Montjuich, que desde su cumbre o cabezo, con yelmo de murallas y cabellera de cañones, me parece a mí que se ha de ver tu pueblo... No tomes esto al pie de la letra. No se te ocurra coger el catalejo que tiene Navarridas para ver los mosquitos que se pasean en el horizonte, y ponerte a mirar hacia acá, creyendo que vas a verme en la cimera de este formidable castillo. En todo caso, no me verías a mí, sino a Van-Halen con las manos en la cabeza, loco y turulato, sin saber de qué medios valerse para volver a echarle el lazo a esta ciudad, florón espléndido de los reinos de España, Barcelona, la hermosa y pizpireta...

Al llegar a casa encuentro a mi madre algo inquieta por mi tardanza. La tranquilizo sin dificultad, refiriendo los hechos a mi gusto, desfigurando el argumento de la tragedia.

Adiós, mayorazga de los Cielos. Adorándote tu -Fernando.



  —258→  

ArribaAbajo- XXVI -

De D. Fernando Calpena a D. Serafín de Socobio


Barcelona, Noviembre.

Señor mío: Antes que a mí llegara su carta pidiéndome noticia de estos trastornos gravísimos, nació en mí la intención de comunicárselos, recordando lo que le agrada el conocimiento exacto de las cosas de nuestro tiempo, a veces más oscuras que las remotas, y comúnmente desfiguradas por narradores ignorantes o de mala fe. Considero asimismo que, por el amor grande que tiene usted a esta ciudad, donde pasó su infancia y lo más florido de su juventud al lado de su tío el reverendo D. Lázaro de Socobio, arcediano de esta santa catedral, le interesará doblemente una información concienzuda de las desdichas de Barcelona en estos aciagos días, y aquí estoy yo para satisfacerle. Aunque no necesito hacer ante usted ningún alarde de mi honradez de narrador, debo manifestarle que me aferro a la más estricta imparcialidad, y usted así lo apreciará cuando lea   —259→   conceptos y juicios desfavorables a mis amigos, y otros que no han de agradar a los del bando contrario, pues éste es un caso en que todos merecen igual vituperio.

No le contaré los pormenores de la espantosa jornada del 15, pues todo lo aparente de ella debe usted conocerlo ya. Aún le queda por conocer lo invisible, lo que estuvo en las conciencias, no en las manos que disparaban los fusiles, ni en las bocas que apostrofaban al Ejército y al Regente. Lo primero que tiene usted que hacer para penetrarse de la verdad es desechar la idea corriente de que esto ha sido una sublevación de republicanos. Desconfiemos siempre de las ideas de fácil adaptación al criterio vulgar; desconfiemos del amaneramiento de la opinión, que no es más que un remedio contra la incomodidad de pensar por cuenta propia. Cierto que el 15 se habló de república, y este nombre fue gritado por muchas bocas; cierto que algunos, más exaltados de palabra que de pensamiento, cantaban el ja la campana sona, lo canó ja retrona; anem, anem, republicans, anem. Pero también es cierto que esto decían porque así se les había mandado, y muchos lo repitieron como en broma, sin verdadero calor. No se trataba, pues, de asaltar la Bastilla y demoler aquel emblema del   —260→   despotismo, sino de quitar de en medio a un triste Gobierno y con él a una situación política, la Regencia de Espartero.

Puedo asegurar a usted que ninguno de los que combatían en nombre del poble invocó a la cesante Reina Gobernadora, ni a nadie se le ocurrió proclamarla; y, no obstante, por ella derramaron su sangre los muy locos, sin saberlo, que es lo más triste del caso. ¡Infeliz pueblo, criado en la inocencia y en la ignorancia de la ciencia política! Él ha sido y es instrumento de los que han estudiado las artes revolucionarias y el mecanismo de los motines. Con esta táctica, los que tiranizan al pueblo saben muy bien cómo han de componérselas para convertirlo en caballería que les arrastre el carro de sus triunfos, mientras que los defensores de la soberanía popular, los propagandistas de la libertad, ignoran hasta las más elementales reglas para utilizar la fuerza de las masas en defensa de sus ideas.

Hablaré primero del teatro. He recorrido toda la escena, y puedo apreciar por mí mismo los estragos de la lucha en los sitios de la ciudad donde fue más encarnizada. En ninguna parte se batió el cobre como en el baluarte del Mediodía. Allí, y en las barricadas que levantaron los insurrectos entre la Puerta del Mar y   —261→   la Aduana, perecieron oficiales y soldados en gran número. Vi en los Encants los destrozos causados por las balas de cañón, lodo ensangrentado, objetos mil que habían servido para improvisados parapetos, todo en tal desorden, que ha de pasar mucho tiempo antes que recobre el desgraciado pueblo los modestos bienes que allí sacrificó al furor de una guerra que no entendía. Cerca de la Virgen del Mar y en el Borne, he visto también no pocos desastres: frágiles casas acribilladas a balazos, muertos que en la mañana del 16 no habían sido aún recogidos. En la calle de Assahonadors encuentro fúnebres escenas, mujeres y niños que tratan de reconocer mutilados cadáveres, y en la plaza deSan Agustí Vell veo una casa derrengada que amenaza caerse si no la derriban pronto. Colchones y trastos entorpecen la vía pública; las mujeres, convertidas en furias, maldicen a Espartero y a Van-Halen, a los algodonerosy a Zurbano, como autores de tantas desventuras. En la calle de San Pedro Más Baja hallo un reguero de sangre, y lo voy siguiendo hasta salir por la Riera de San Juan a Junqueras, donde se contaron los muertos y heridos casi en tanto número como los que había en Puerta del Mar. El claustro se ha convertido en hospital, y de allí salen imprecaciones   —262→   y lamentos. Zurbano es el más malo de los infernales instrumentos del Gobierno de Madrid; Zurbano es el que quiere traer a Barcelona las odiosas quintas...Mes li ha de costá trevall posar á ratlla al poble catalá... ¡Qué torni per un altra!... Avans mori qu' ésser esclaus d' un castellá que no sab ahont te l' cap. Sigo, y en la Puerta del Ángel y calle de Santa Ana observo que no queda un solo canto de los empedrados. En los charcos nadan gorras de milicianos, y en los montones de piedras se ven fusiles rotos, restos de comidas, manchones de sangre, un brazo con manga de paño azul, y otros despojos repugnantes. No tengo ya ni alma ni piernas para seguir observando el teatro en sus bastidores de Estudios y Canaletas, del Carmen y Hospital. Hagamos alto, mi querido D. Serafín, en la Boquería, lugar donde antaño ajusticiaban a los reos de muerte, y óigame decirle que aquí hubiera yo hecho un escarmiento en los que han alborotado tan sin sustancia al pueblo barcelonés.

Sabrá usted, ¿quién no lo sabe?, que en esta revolución ha despuntado un héroe, un imitador de Massanielo. ¿Qué idea ha formado usted del que en las primeras horas del día 15 se constituyó en cabeza de motín, y fue por tantos infelices aclamado y obedecido? Juan Manuel   —263→   Carsy, el alma de esta trapisonda, es un valenciano que hace poco vino aquí; comerciaba sin dinero ni mercancías, y se metió a periodista sin saber escribir. Ni posee el don de elocuencia para fascinar a las muchedumbres, ni la prodigiosa facultad del mando para conducirlas al combate. Es hombre vulgarísimo; y reconociéndolo así toda Barcelona, nadie se detiene a pensar en el enigma de su rápido encumbramiento. Yo encuentro la clave en la inocencia angelical de los hijos del pueblo, y en la ceguera de los pobres nacionales, que saben batirse sin que se les ocurra ahondar en los motivos y fines de su arrojo. Me consta que desde el 14 disponía ese oscuro y ridículo Carsy de grandes sumas de moneda corriente, en plata y oro, las cuales no debió ganar en el comercio ni en el periodismo... Y pregunto yo: ¿de dónde ha salido este dinero?... Un infalible axioma militar nos dice que el oro es el más eficaz elemento de guerra; no es menos axiomático que no se han hecho ni se harán revoluciones a palo seco. Ya le oigo a usted contestarme que el unto con que Carsy ha engrasado esta máquina es el oro inglés;yo lo niego, porque el oro inglés, móvil y nervio de la cuestión algodonera, no había de ser derramado en obsequio de la misma industria que el Gobierno   —264→   británico pretende arruinar. Descartada esta versión absurda, dígame usted: lo que ha brillado en las manos puercas de este Carsy, ¿seríaoro republicano? ¡Ay, D. Serafín de mis pecados! los sacerdotes de esta sonrosada religión que todavía no ha salido de las catacumbas de la inocencia, son pobres de solemnidad, y no acuñan otra moneda que la de sus generosas ilusiones. Convenzámonos de que el oro no era inglés ni republicano. Basta con lo dicho para que usted comprenda de qué arcas procedía, y si me lo niega, no tendría yo inconveniente en demostrárselo, sin otro argumento que el sencillísimo cui prodest.

¿Quién va ganando en este revuelto río más que su ídolo de usted, la Gobernadora cesante, no resignada con su papel de Majestad proscripta, harta de honores y riquezas? Desde que puso el pie en Francia no ha hecho más que conspirar por la conquista del perdido Reino. Por precipitación y desatino le salió fallida la tremenda conjura de Octubre, y fueron lastimosas víctimas de la ambición regia los infelices León y Montes de Oca, Quesada y Borso, y otras de menor talla... El Gobiernoayacucho, atento a privar de medios de acción a la Reina conspiradora, le corta los víveres, suprimiendo la renta que percibía como viuda de Fernando   —265→   VII, y luego le disuelve la Guardia Real, que era el plantel o seminario de donde salían todos los adalides cristinos más o menos audaces. La ilustre señora se envalentona con esto. Firme en su inquina contra Espartero, y más encalabrinada cada día en su mujeril antojo de un pronto desquite, no se satisface con la guerra frente a frente, y mientras prepara un nuevo lanzamiento de los paladines (que ahora celebran en París diarios concilios), emprende,por si pega, el juego de carambolas, lucido juego de manos blancas... y negras. Crea usted, amigo Socobio, que cuanto le digo es el Evangelio, y no le pase por las mientras el rebatirlo con argumentos sentimentales, de los que ya están mandados recoger. Añado que la señora, resueltamente favorecida por Luis Felipe, se lanza intrépida a todas las aventuras con que suelen matar sus ocios los reyes destronados o dados de baja, descollando en estos manejos los que cuando eran reyes de alta no supieron hacerse amar de sus pueblos. Si quiere usted convencerse de la connivencia de Cristina y Felipete (así le llaman aquí los periódicos exaltados, ignorantes de que le sirven), léase la prensa francesa, y refresque la memoria de los acontecimientos de España en los últimos años. Me preguntará usted si me fundo en hechos   —266→   positivos para sostener que el impulsor de este movimiento ha sido el bálsamo cristino, acrecentado con sumas respetables de la Farmacia francesa; y contesto, sí, contesto que en hechos positivos me fundo para sostenerlo; mas no puedo ni comunicarle los hechos, ni referirle cómo los he conocido, ni nombrar a persona alguna como parte activa en estas oscuras y nada limpias maniobras. Conténtese con saber el milagro, que del santo no hay que hacer mención.

Para ilustrar el criterio de usted, le mando dos fajos de periódicos de aquí. El uno es El Republicano, órgano de la gente más levantisca; el otro es El Papagayo, voz de los señores moderados, de los que se tienen por la viva encarnación del orden y de la justicia. Léalos detenidamente, y no una sola vez. Vea usted que el uno es la exaltación misma, el delirio y la procacidad en su mayor grado; el otro cruel, venenoso, feroz en el ataque, implacable en el aborrecimiento. Cuando usted los haya masticado con frecuentes lecturas, podrá saborear esas al parecer diversas opiniones con paladar seguro. Notará que en el fondo tienen tal semejanza y parentesco, que bien se puede asegurar que en el engendro de una y otra hay confusión de padres. Tanto la señora República   —267→   como la señora Papagaya son un poquito y un muchito adúlteras, y cada una de ellas se deja enamorar del marido de la otra. Nada más digo de esto; entrego a su penetración los periódicos de los colores rojo y negro subidos, para que los lea y sobre sus páginas ardientes medite y quizás llore. Mándole también un número del Journal des Débats, llegado ayer aquí, para que en cuatro líneas de él oiga respirar al Gobierno de Luis Felipe, que no se cuida de disimular el júbilo que le causan los disturbios de esta ciudad. «Si el Regente -dice- reprime el movimiento de Barcelona, se acabó su popularidad; si no lo reprime, se acabó su poder». ¿Verdad que al pie de esta congratulación, de esta seguridad del éxito, se ve la elegante firma:Yo la Reina?

Hablando de otra cosa, mucho le agradezco, mi buen D. Serafín, las interesantes noticias de la Milagro, que amplían y completan las que pude yo adquirir en Madrid. Confirmo lo que escribí a usted acerca de Ibero, es decir, que está bajo el amparo de laInstrucción Cristiana. Los individuos que conozco de esta congregación sublime me han entrado por el ojo derecho, y no ceso de admirar su virtud, su modestia y el no común saber que a todos adorna. En buenas manos ha caído el pobre   —268→   Santiago, y bien seguros estamos sus amigos de que con tales ejemplos será un buen sacerdote. Tiene usted razón, señor de Socobio: después de los errores cometidos, gravísimas transgresiones de la moral cristiana, el ángel negro no podía esperar la salud más que del arrepentimiento y de la penitencia, medicinas que en el grado que nuestro pecador las necesita no puede aplicarle el mundo falaz. Si en Madrid discordamos en esto, y me manifesté pesaroso de la vocación del Coronel, ya reconozco mi yerro, y estamos conformes en que dicha querencia del supremo bien y de la verídica salud no debe por nosotros ni por nadie ser combatida... Venga, pues, muy pronto la carta que me ha ofrecido para el prepósito de la Instrucción,padre Bohigas, pues me ha entrado el deseo de apadrinar a Santiago en el solemne acto de su primera misa, y con esto y una buena limosna que hará mi madre manifestaremos cuánta simpatía y admiración nos inspira el naciente instituto religioso.

Y concluyo, mi Sr. D. Serafín, sacándole a usted de un error, no grave ciertamente; pero error. Todavía no estoy casado; me casaré,Deo volente, en cuanto se me despeje la salida de esta ciudad, trocada en infierno por el furor político. Los respetos y afectuosos homenajes   —269→   que usted, en su amable carta, a mi esposa tributa, guárdense para cuando sea efectivo lo que aún no lo es más que en nuestra decidida voluntad. Mi madre me recomienda con insistencia que a usted devuelva sus finas memorias. Despidiéndome hasta la próxima carta, que espero no se me pudrirá en el cuerpo, me repito de usted constante amigo -Calpena.




ArribaAbajo- XXVII -

Del mismo al mismo


Barcelona, Noviembre.

Que el primer acto de Carsy, cuando por artes diabólicas se vio dueño de esta gran ciudad, fue constituir la indispensable Junta, ya lo sabe usted; mas ignora que la componen personas de escasa o nula representación social y comercial. Presididos por el valenciano dictador, gobiernan a Barcelona un confitero de la Plaza Nueva, un hojalatero de la calle de Tantarantana, fabricantes de fideos, de fósforos, de velas... No les nombro porque no quiero dar malos ejemplos a la Historia sugiriendo al público nombres de mosquitos.

  —270→  

Las tropas que aun resistían en el fuerte de Estudios y en Atarazanas nos dieron el espectáculo ignominioso de capitular con esta Junta, y en ello fueron mediadores personas influyentes de la ciudad, que obraban por miedo, y el cónsul de Francia, que no ha sabido disimular su parcialidad en favor de los insurrectos, ni las ganas que tiene de ver humillado a Van-Halen como General de la Regencia. Apunte usted este dato, Sr. de Socobio. A propósito del Cónsul, diré a usted que es mi amigo, que le debemos mi madre y yo mil atenciones, y que le apreciamos y distinguimos por su exquisito trato y afabilidad. A pesar de esto, no hemos querido aceptar el ofrecimiento que nos hizo de darnos asilo en el bergantín Meleagre, fondeado en este puerto. He puesto en delicado entredicho mi amistad con Lesseps, reduciéndola a las meras relaciones entre caballeros, y encerrando con cien llaves la política siempre que hablamos; de otro modo sería difícil evitar un rompimiento desagradable, pues el juego tapado que viene haciendo el representante de Francia, contra lo que previene su obligación de neutralidad, merece todas mis antipatías. El día en que concertamos nuestro entredicho, conviniendo en ser amigos extramuros de la política, se me escaparon de la boca conceptos un   —271→   tanto duros, a los que contestó con otros que pudieran reducirse al mensajero soy, amigo; non merezco culpa, non. Vaya usted apuntando.

Nuestro Capitán General no está, como diría cualquier periódico, a la altura de las circunstancias. Es Van-Halen gran soldado y caballero intachable; pero no parece haberse hecho cargo aún de la humillación que han sufrido sus tropas. Más que el restablecimiento de la normalidad, le inquieta el deseo de no producir mayores estragos, y sueña con que las componendas y los tratos honrosos entre Gobierno y sublevados den solución al conflicto. No ha muchos días subió a Montjuich, desde donde truena con timidez e inoportunidad: tronando antes con fuerza, se habrían evitado tantos desastres. Cada vez que el fiero Montjuich dice alguna cuchufleta a la ciudad que a sus plantas mora, me acuerdo de usted, Sr. D. Serafín, porque al disparo responde acá con su grave son la señora Tomasa, en la torre de la Catedral, y al oírla me viene a la memoria lo que usted me ha contado de su infantil diversión con otros chicuelos, también sobrinos de canónigo, y me parece que les veo asaltando la torre de la Catedral y sobornando al campanero para que les dejara tocar, y a usted, más travieso   —272→   que los demás, imponiendo su predilección por tirar del badajo de la Tomasa.

El barrio en que vivimos parece, hasta hoy, protegido por una deidad benéfica, y en él no se han visto escenas de sangre y duelo. Mi gusto de la arqueología y los honores que hago a esta ciencia, más como aficionado devoto que como conocedor inteligente, me ligan a este rincón histórico, que es mi encanto y el único solaz de mis horas tristes: por un lado tengo a la Catedral, de imponente y severa hermosura; a esta otra parte, la plaza del Rey, con el Palacio Mayor y la capilla, donde duermen tantas grandezas. Lo que hablan estas piedras pardas y el silencioso ambiente que las circunda, mejor lo sabe usted que yo, investigador de las edades gloriosas de esta ciudad y de los culminantes hechos de Condes y Reyes.

Pero no es ésta la mejor ocasión para los éxtasis arqueológicos, amigo mío; que la Tomasa sona, y al oírla vuelvo a mis cuidados de cronista. El miedo a un bombardeo de Van-Halen y a otro del propio D. Baldomero, que se da por seguro, ha traído la deserción de todo el vecindario rico. Los caminos que parten de Barcelona por el Norte y por el Sur no tienen espacio para tanta familia fugitiva. Nosotros, si ello no se arregla antes de la venida   —273→   del Regente, nos iremos a San Feliú de Llobregat, donde nos brinda con espléndido hospedaje nuestro amigo el beato D. Magín Cornellá.

Jueves.

Ya tenemos nueva Junta, en sustitución del areópago de Carsy, quien se ha visto obligado a ceder el puesto a lo mejorcito de la ciudad. Ya ésta respira; en la Junta nueva tiene usted a los Xifré y a los Güell, a los Maluquer y Badía, a los Codina y Arola, personas de fuste, entre las cuales hay no pocos amigos de usted, y alguno que en sus mocedades le acompañó a tocar la Tomasa. Renuévanse las negociaciones, y con ellas la esperanza de que este inmenso lío se arregle por buenas. De muchos sé que si pudieran desbaratar lo hecho, de buen grado volverían al estado anterior al día 15. Muchos liberales, ricos de origen plebeyo, ayudaron a los milicianos y a Carsy por miedo a la solución arancelaria en sentido de favorecer los intereses británicos; pero ya están convencidos de su error, y deploran haber caído en la red que la sagacidad moderada les tendió, presentando en su prensa el problema algodonero con evidente perfidia. Pero estos pobres ricos son la mayor calamidad presente, pues la fe   —274→   en el sistema liberal se les va mermando en proporción del crecimiento de su peculio, y cuando llegan a poseer millones, ya están en plena desconfianza de la idea, temerosos de que los revolucionarios vengan a quitarles el dinero. Los menos peligrosos de estos señores son los que se cruzan de brazos, entregándose a una neutralidad estéril, sin conservar de liberales más que el vano formulismo y un retrato de Espartero en cualquier aposento de sus casas; los verdaderamente dañosos son los que, en el retroceso que su miedo les impone, no paran hasta tropezar con los arrimados a la Iglesia, y ya les tenemos de manos a boca con la hermandad carlista. El clero, bien lo sabe usted mejor que nadie, recibe con toda clase de carantoñas a estos asustadicos de la idea liberal, que reculan con las talegas a la espalda, y congregándoles junto a sí, les ofrecen cuantos remedios espirituales creen necesarios para la tranquilidad de sus conciencias.

Pues bien: estos liberales de poca fe han contribuido también al enaltecimiento de Carsy, aunque no tanto como los carlistas: aquéllos lo hacían por inocencia, éstos por remover el país, a ver si en una de las vueltas salía otra vez del montón la cara de Carlos V. Unos y otros, incluidos por los beatos, han venido a concordar   —275→   en un orden de pensamientos que me apresuro a manifestar a usted para su satisfacción. Lo primero: quitar de en medio al Regente ayacucho, pues bien se ha visto que no sirve para nada; lo segundo: creación de nueva Regencia, que ha de ser triple; lo tercero y principal, para en su día: casamiento de Isabel II con el hijo de D. Carlos, y ya tenemos paz duradera. Luis Felipe prestaría su apoyo a la reconciliación de las dos ramas, siempre que a él le dieran la princesita Luisa Fernanda para uno de sus hijos. Siga usted apuntando...

Lunes.

¿Pero no sabe usted, Sr. D. Serafín, con lo que salimos ahora? La Junta de respetables, de que hablábamos ayer, digo, la semana pasada, no ha tenido valor para hacer frente a la situación. ¿Ve usted lo que le he dicho de la timidez y egoísmo de estos ricachos? ¡Qué idea tendrán de la ciudadanía que pretenden ilustrar con sus nombres, y qué casta de amor será el suyo al pueblo en que han labrado su riqueza!

Continuadas las tentativas de arreglo con Van-Halen, ni éste cedía un ápice de sus exigencias, ni los otros aumentaban el canto de   —276→   un duro en sus concesiones. La Milicia no quería desarmarse, cosa muy natural, y a mayor abundamiento, el bueno de Carsy y sus compinches formaban tres batallones más, con lo peor de cada casa. A esta nueva fuerza dieron sus fundadores el nombre de Tiradores de la Patria;el vulgo la llamó Patulea, y por patuleos respondían los nuevos nacionales, sin ofenderse del tratamiento ni pretender que se lo apearan. Pues aun con esta gentuza anduvo el Capitán General en dimes y diretes, sin decidirse a pegar de firme. En fin, mi querido Socobio, por no cansar a usted con esta menguada historia, que parece el cuento del paso de las cabras, le diré que en pocos días han sucedido Juntas a Juntas. Primero tuvimos la llamada de los Veinticinco, que fue un relámpago; luego, la de los Veintiuno, que también pasó como las rosas; y vino al fin la de los Diez, que hubo de cuajar, ¡gracias a Dios!, y si no hizo todo lo que debía para llegar a la inteligencia con Van-Halen, consiguió matar en flor las glorias de la Patulea. Desarmada ésta, el amigo Carsy se vio solo y sin defensa; y rota en sus manos la estaca de la vil dictadura, fue a esconderse a bordo del bergantín francés Meleagro, donde como a buen amigo le acogieron. Apunte usted, señor escribano.

  —277→  

Miércoles.

Se aproxima el momento supremo, mi señor D. Serafín. Tenemos a Espartero en puerta, decidido a que no se rían de él las Juntas ricas, ni las Juntas pobres, ni la caterva de jamancios, tiradores y patuleas. La Junta de losDiez, ahora de los Once por habérseles agregado Laureano Figuerola como secretario, vuelve del Cuartel general, donde Rodil les ha dicho que no cede sino ante el desarme total. Al notificarlo así a las Comisiones de nacionales, éstos ponen el grito en el Cielo, y declaran que antes que soltar las gloriosas armas, nos darán un nuevotableau de Numancia, al mágico grito de ¡Honor catalán! ¡Patria y Libertad!

¡Por Cristo, que nos vamos enmendando! Creíamos que expiraba la revolución, y hela aquí renaciendo con mayor vida y pujanza. Aún falta la situación culminante en estas populares tragedias: el manoteo y las coces de los más desalmados, sin ningún freno, grillete ni bozal. Sintetizo las ideas de mi crónica con este juicio, que no ha de ser grato al amigo Socobio: «Los descontentos de Septiembre del 40, los vencidos de Octubre del 41, la emigrada Majestad, inconsolable por su cesantía del poder,   —278→   son los empresarios de este carnaval. El pueblo crédulo y sencillote, grotescamente engalanado con trapos y caretas republicanas, baila al son que le vienen cantando moderados y carlistas». Ésta es la verdad, que sostengo sin temor a que ningún cristiano pueda rebatirla. El amigo Socobio dirá: «¿Y qué papel hacen en este sangriento carnaval loscaballeros del Progreso, sus amigos de usted, Sr. D. Fernando?» Sobreponiendo mi sinceridad y rectitud a todo sentimiento de compañerismo, contesto sin rebozo que si los señores de la moderación se han conducido desde que terminó la guerra como una cuadrilla de hipócritas y tunantes, los caballeros del Progreso están demostrando que son un hato de imbéciles.




ArribaAbajo- XXVIII -

Del mismo al mismo


San Feliú de Llobregat, Diciembre.

Amigo mío: Aquí estamos ya sanos y salvos, con la pena de haber dejado a la bella Barcelona en las bestiales manos del motín. La última   —279→   extracción de revoltosos se ha echado de jefe a un vendedor ambulante de perfumería llamado Crispín Gaviria, el cual debe de ser hombre para un fregado como para un barrido. Se pasa el día redactando bandos terroríficos, que son fijados en las esquinas por sus agentes, a los cuales precede un pelotón de tropa tan heterogénea en el vestir como en las armas que lleva. Unos van con morrión y otros con barretina o pañuelo; éste lleva zamarra y trabuco; aquél levita, fusil y pistolas. En los bandos se conmina con pena de muerte al que no se presente con armas al toque de generala; la menor falta se castiga con cuatro tiros, como medida preventiva, y para sufragar los gastos de la defensa de la ciudad decretase la ocupación de bienes de todos los que, habiéndose ausentado, no acudan prontito al llamamiento de D. Crispín.

El vecindario huye despavorido. Centenares de nacionales esconden las armas y se escapan como pueden, por mar o por tierra. Los jamancios y patuleos, desarmados por los Diez,y armados de nuevo por organización espontánea, se constituyen en cuadrillas de vario contingente, dedicándose a cobrar la salida de los que huyen. Familias enteras son despojadas de cuanto tienen, hasta de la ropa, en el momento   —280→   de embarcarse. En tanto que en el puerto y en las salidas de la ciudad unas secciones de Tiradores intervienen la emigración, otras recorren los barrios céntricos y comercialestomando nota de existencia metálica, o recaudando lo que la Patulea necesita para dejar bien puesto su honor en aquel lance. Algo de esto vi, Sr. D. Serafín, y algo me han contado, que no repito para que no diga usted que recargo la pintura con fuertes brochazos y tintas chillonas.

Esperábanos ya en San Feliú nuestro generoso castellano D. Magín, y por cierto que su primera conversación conmigo fue un tanto resbaladiza, y me faltó poco para quebrantar las leyes de hospitalidad contestando a sus sandeces con los puños antes que con la boca. ¿Pues no se condolía del anunciado bombardeo, calificándolo de bárbaro, de inaudito y criminal? Y dos clérigos allí presentes, cruzando las manos y arqueando las cejas con hipócrita sentimentalismo, también dijeron pestes de Espartero porque bombardeaba, y le llamaron Tamerlán, Atila, azote de Dios y otros hinchados disparates. Con lo nervioso que yo estaba, bastaron los ridículos enternecimientos de Cornellá y el farisaísmo de sus amigos para que me volara. ¡Qué oportuna estuvo   —281→   mi madre al contener con una mirada y un gesto la rabia que me enardecía! Tan sólo les dije: «¿Pero qué quieren ustedes? ¿que deje a los patuleos en plena posesión de la ciudad, y encima les mande raciones de chocolate de Astorga?...». En fin, mi madre no me dejó seguir, y se restableció la concordia, conteniéndome yo dentro de las reglas de la más elemental urbanidad.

Desde San Feliú veíamos las tropas de Espartero en Esplugas, y el avance de los convoyes de provisiones hacia la eminencia de Montjuich. Hubiera sido muy de mi agrado llegarme allá para ver a Espartero y hablar con él; pero no quise hacer ostentación de mis concomitanciasayacuchas, y empleaba las horas de aquel destierro paseando con los curas amigos de Cornellá y míos, uno de los cuales era ilustradísimo, de buena sombra y un tantico maleante; el otro cerril y tozudo, con un acento catalán tan gordo y áspero, que me costaba trabajo entenderle cuando llenaba su boca de palabras castellanas, como si la llenara de sopas calientes. No me causó sorpresa oírles hablar con hiperbólica admiración de los clérigos regulares de San Quirico, poniendo en los cuernos de la Luna su prodigiosa sabiduría y la austeridad de su regla...

  —282→  

Ha pasado un día. Continúo con la noticia de que en el actual momento, que señalará la Historia, ha comenzado el bombardeo, amigo D. Serafín... ¡Pobre Barcelona! Lo digo por las casas, pues todos los habitantes dignos de consideración se hallan fuera de aquellos profanados muros. A las once y media largó el Duque los primeros confites: la función, mirada sólo como espectáculo, resulta bonita desde esta planicie del Llobregat. Se ve admirablemente la línea parabólica que trazan los proyectiles, y la caída de éstos en la infortunada plaza. Se me figura que Espartero bombardea con miramiento y pulso, procurando hacer el menor daño posible, en espera de que D. Crispín pida misericordia. Corren aquí voces de que los nacionales que salieron de la plaza y gran número de vecinos honrados darán seguridades al Regente de que la plaza se rendirá esta noche, y en caso contrario, ofrécense todos, en unión de la tropa que ha traído Su Alteza, a forzar las entradas de la ciudad... Dios quiera que todo esto sea cierto. Dícenme además que una nueva Junta de respetablesha surgido ayer, y que en ella figuran su amigo de usted y mío D. Antonio Mas y Brugada, y el simpaticone Ramoneda... El Duque ha trasladado su Cuartel general de Esplugas a Sarriá, donde esperan   —283→   verle los nuevos junteros y acordar con él la salvación de Barcelona. Dios ponga tiento en sus manos, y a todos les ilumine, para que veamos pronto el término de estas aflicciones y respiremos el dulce aire de la paz.

A media noche termino ésta, mi buen D. Serafín, con la noticia de que ha cesado el fuego. Montjuich, desarrugando el ceño torvo y conteniendo el resoplido ardiente, mira compasivo a su esposa, y una vez aplicados los palos que su decoro de marido exigía, parece que examina y cuenta los cardenales que le ha hecho, y le recomienda que se los cure pronto para que luzca en toda su hermosura. «Ráscate un poco y ponte unas compresas, que eso no es nada -le dice-. De tant que t' estimo t' punyego». Es opinión general que mañana entrará Van-Halen en Barcelona, y que terminado el imperio de jamancios y patuleos,volverán las cosas a su antiguo ser y estado, con los quebrantos y rencores que son infalible secuela de estos sacudimientos. En Esplugas, adonde fui al anochecer con los cleriguitos que se dignan acompañarme, he adquirido noticias del próximo desenlace de la tragedia. Espartero cree haber cumplido con su deber, como jefe del Ejército y del Estado, y su conciencia no le acusa de crueldad; antes bien, estima que se ha mantenido   —284→   en la justa medida del rigor que las circunstancias hacían indispensable. No me lo ha dicho Su Alteza, pues no he tenido el honor de hablarle; pero conozco su pensamiento por referencias del coronel D. Felipe Navascués, amigo, según me ha dicho, y que desde esta noche lo será mío. Usted, que le conoce, comprenderá la prontitud campechana con que se ha manifestado en los dos la corriente de simpatía, y cuán de mi agrado es, singularmente, el carácter abierto y leal de este noble hijo de Navarra. No hacía un cuarto de hora que nos habíamos ofrecido amistad, y ya me brindaba su cooperación para cualquier barrabasada que yo le propusiera, añadiendo que mayor sería su gusto cuanto más atrevido y extravagante fuese lo que juntos acometiéramos. No es fácil que usted me entienda, ni ha llegado la ocasión de que yo le hable con más claridad. Por mi conducto, mi flamante amigote Navascués le manda a usted sus recuerdos con toda la ruidosa vehemencia y toda la incorrección que gastar suele.

Un día más. Desmedidas alabanzas me han hecho mis cleriguitos de la piedad y virtud de D. Magín Cornellá, añadiendo en loor suyo que es una de las más firmes columnas de la Instrucción Cristiana, y el protector más ardiente   —285→   de San Quirico. Su ejemplo me ha contagiado de tal modo, que no he querido ser menos que él; y aquí me tiene usted, mi Sr D. Serafín, arrimando el hombro a la Congregación para sostenerla en sus necesidades y ayudarla en el cumplimiento de sus altos fines. A más de llevar mi óbolo modesto al cepillo de la Instrucción, he querido significar a los padres mi simpatía con el regalo de un cáliz de plata sobredorada y de un terno completo para misa de tres en ringla; por fin, sabedor de que no rebosaban de provisiones las despensas de Papiol, heme permitido mandar allá cuatro celemines de garbanzos, tres de judías y dos arrobas del delicioso vino blanco de Sitges.

Ya le veo a usted sonreír, ¡oh espejo de los ladinos!, D. Serafín de Socobio... Pero no dudo que al fin hará justicia a la bondad de mis intentos, conservándome su preciosa confianza y mandando la bendición a su constante amigo -Calpena.



  —286→  

ArribaAbajo- XXIX -

De D. Fernando a Demetria


Molins de Rey, Diciembre.

Maestra: ¿Cómo escribe un hombre a su mujer cuando de un lado le tiran el deseo y la obligación de la carta, y de otro los graves quehaceres que impiden coger la pluma? Pues garabatea lo sustancial en cuatro términos rapidísimos, y si la señora se amosca, que se amosque. El tiempo me apremia; las horas se me escapan... atajo unos minutos para decirte que, apenas franqueadas las puertas de la ciudad, fui a Barcelona con mi madre, a quien dejé instalada en nuestra casa, gozando de cabal salud. Dios se la conserve. Digo también, con la debida celeridad, que sin perder horas me vine a Esplugas, donde vi a Espartero, y hablamos... naturalmente, de política, declarándome yo el más férvido de los ayacuchos; de Esplugas víneme a Molins de Rey, donde estoy... ¡Ah!, se me olvidaba decirte que me traje a Sabas   —287→   y a Urrea, y a seis hombres más, a quienes tengo por descendientes de los almogávares que fueron a Constantinopla; tan decididos y arrogantes son, ávidos de gloria, de... Toda mi gente es de a caballo, y como material caballeresco me traigo un coche, un carro, un arsenal de magníficas armas... ¿y qué más?

¿Qué más?... Trae un formidable caudal de esperanzas tu caballero -F.

Del mismo a la misma

Esparraguera, Diciembre.

Mujer: Tampoco en ésta puedo escribirte largo. Con palabra concisa, ¡aleluya mil veces!, te referiré los hechos grandes.

Recibieron hoy los benditos padres de San Quirico una orden del comandante de la fuerza estacionada en Molins de Rey, reclamando, de parte del coronel de Zamora, al coronel retirado D. Santiago Ibero para que prestara declaración en una causa militar... ¿Te interesa saber qué causa era ésta, y de qué formas se había revestido la donosa impostura? No te interesa... ni a mí tampoco. Naturalmente, el portero de San Quirico despidió con cara de palo   —288→   al mensajero de la Orden, y tres horas después vimos llegar al mismo portón un piquete de soldados con instrucciones tan fieramente ejecutivas, que toda la Congregación anduvo de coronilla, como si ardiera la santa casa por los cuatro costados. Salió el Rector echando venablos; más gordos los echó el Teniente; protestó el primero de que la Congregación no era facciosa, ni allí se había conspirado nunca contra el Progreso ni contra nada; formuló el militar el tercer apercibimiento, declarando que no valían excusas, y que, o se le entregaba por la buena la persona del señor Coronel retirado, o él entre bayonetas la sacaría... y todo esto pronto, pronto, que no iba el hombre dispuesto a gastar tiempo y saliva en ociosas discusiones.

Vieras una hora después al amigo Ibero, entre dos padres, avanzar hacia Molins de Rey a buen paso, conducidos por el piquete como criminales, y viérasme a mí y a Navascués salirles al encuentro en una arboleda situada entre el canal y el río. Se les mandó hacer alto para que tomaran un refrigerio que apercibido tenían mis almogávares; mas no quisieron los curas refrescar, expresando su enojo con displicentes excusas. Llevome Navascués a lo más umbroso de la olmeda, y con donaire socarrón,   —289→   que no olvidaré nunca, me dijo: «He visto en mi vida, no corta, todas las clases de raptos que a mi entender podían existir. Yo mismo robé a una doncella esquiva el año 32, cuando fuimos a la persecución de bandoleros en la serranía de Ronda; vi en Navarra el hurto de una casada tierna que quería cambiar de dueño, y presencié el rapto de una viuda entrada en años, allá por las Cinco Villas de Aragón; he visto robar niños, por piques entre padres y abuelos; he visto afanar ganado y gallinas; pero no he visto jamás robar un cura, y esto lo veré ahora, que es caso de grande novedad e interés». Respondile que no era sacerdote el caballero sacado de los claustros de Papiol, pues si lo fuera no osara yo cometer pecado tan feo como es el de poner mis manos en persona sagrada. No hacía más que llevármele conmigo lejos de la influencia de los padres, para examinarle a mis anchas el espíritu y la conciencia, y ver si en efecto... No me dejó acabar, y echándose a reír me dijo que le parecía de perlas mi determinación, y que ansioso estaba de ver cómo me desenvolvía yo de aquel delicado negocio. Su mayor gusto sería ponerse a mi lado hasta el fin de la empresa, proporcionándome un rapto sacrílego de los más leves, con ayuda de tropa. Pero esto no podía ser, ni sus deseos de servirme   —290→   le permitían mayor transgresión de sus deberes. Ya el Ejército me había dado todo el apoyo que podía: en lo restante arreglárame yo como Dios me diese a entender, y él esperaba la función para verla y gozarla desde la barrera. A esto respondí que con lo hecho en favor de mi causa me bastaba, y ya no quería más. Dándole las gracias, le indiqué que podía mandar que se retirase la tropa si era su gusto.

Pasado un rato, y cuando los soldados se perdieron de vista, llegáronse a mí los dos padres que acompañaban a Ibero, y he aquí que me dicen: «¿Se servirá usted explicarnos, caballero, si esta farsa ha concluido y podemos retirarnos?...». Respondí que podían regresar a Papiol, si gustaban; y agarrando a Ibero por un brazo y haciéndole dar un violento paso hacia mí, dije en alta voz, para que los tres se enteraran bien: «Los señores curas se vuelven a su casa, y este caballero seglar se vendrá conmigo». Desprendiéndose de mi mano, Santiago puso el rostro fiero, y con voz turbada declaró que no me seguiría como no le llevaran a rastras. «No te llevaré a rastras, sino en un buen coche que para el caso traigo. Y no te valen protestas, Santiago, ni has de pensar en una resistencia que habría de ser inútil. Tú me conoces: he dicho que te llevaré conmigo, y con   —291→   decirlo dos veces basta para que no dudes de que conmigo irás». Como ni aun con esto cediera, tuve que subir un poquito el tono: «Teniendo yo la fuerza necesaria para cargar contigo, quiéraslo o no lo quieras, no necesitaré usar de mi superioridad; que no es de caballeros amenazar con el rigor de las armas a hombres indefensos. Pero si necesario fuese apelar a este recurso, por mí no queda... Los señores sacerdotes, que merecen todo mi respeto, pueden irse cuando gusten o quedarse aquí. Tú, Santiago, eres mío, y si no puedo llevarte vivo, entiende que muerto te llevaré.

-¿Y quién te ha dado esa comisión? -dijo el ángel negro con más estupor que furia.

Por un momento no supe qué contestarle. Salí del paso con esta respuesta, que luego tuve por inspirada: «¿Quién me ha dado esa comisión? Pues el juez que ha de juzgarte, Santiago...».

Meternos en disputas habría sido quitar a la acción toda su fuerza. «Ahí tienes el coche -dije a Santiago-. Entra en él sin chistar, y entiende que al menor asomo de resistencia, entrarás atado de pies y manos. Escoge lo que más te agrade».

Miró Santiago en derredor suyo, y viendo que había gente sobrada para realizar mi amenaza,   —292→   se metió en el coche con rápido impulso, gruñendo: «Contra la fuerza bruta, ¿qué puedo yo? Hazaña es ésta, Sr. D. Fernando, sin maldita gracia, y más propia de bandidos que de caballeros». Los sacerdotes apoyaron con timidez esta airosa protesta. «Júzguenme como quieran», -repliqué yo, más atento al fin que a los medios, y entré en el coche. Desde la ventanilla me despedí de los padres, diciéndoles que a pesar de aquel desafuero no les quería mal, y que la Congregación tendría siempre en mí un diligente protector y amigo. Di la voz de arrear de firme, y con bullanga partieron coche y galera, y los almogávares de a caballo. Alejándonos a toda carrera camino del puente, vi a los dos pobres clérigos como estatuas, no recobrados aún de su estupor medroso.

Pasado el Llobregat al caer de la tarde, seguimos por el camino real sin ningún obstáculo, llamando excesivamente la atención de los payeses de aquellas aldeas, que, picados de curiosidad, nos seguían con los ojos. Parecíamos viajeros de otra edad, señores que caminaban con séquito por país infestado de ladrones, o cuadrilleros que conducían un preso de alta categoría. No tengo espacio para contarte lo que hablamos Santiago y yo desde la captura hasta que llegamos a este pueblo. Ello ha sido   —293→   como los primeros saludos de arañazos y golpes entre la fiera y el hombre, cuando en la jaula se ven juntos y alargan la una su garra, el otro su mano. Ya lo sabrás cuando a la conversación de hoy pueda añadir otras de más sustanciosa miga.

Diera yo, cara esposa mía, mi mejor caballo por saber ahora qué te ha parecido la forma y los accidentes del rapto cuasi sacrílego que acabas de leer. Pensarás quizás que mi hazaña carece de mérito y no debe ser anotada en los anales de la caballería. Disponiendo yo de la fuerza con exceso, vine a ser un atropellador vulgar, un señorito pudiente de los que con dinero y buenas amistades imponen su capricho a los que de aquellos resortes están privados. No me alabo del lance ni de él abomino, reservándome la crítica para cuando se haga el integral juicio de mi séptimo trabajo, y puedan verse con claridad los afanes y atrevimientos, las sutilezas diplomáticas y los guerreros lances que han de componerlo. Si es hazaña o no es hazaña lo del robo de cura, luego lo veremos, pues se han de juzgar los hechos por los beneficios que producen, y no es justo que maldigamos los medios cuando bendecimos los fines. Doctrina corriente es ésta en nuestra edad, y ya sabemos la fuerza que traen las doctrinas   —294→   que por lo extendidas debiéramos llamar atmosféricas. La caballería misma, con ser un organismo tan libre y autonómico, en cada época se acomoda al suelo, al ambiente y a la reinante constitución moral.

A ti, que eres mi conciencia y la luz de mi alma, te digo que el acto de arrancar a Santiago de la Instrucción Cristianano fue un producto espontáneo de esta pobre cabeza mía: me lo inspiró la misma sociedad en que vivimos, y el espectáculo de las violencias a mansalva y de los procederes autoritarios que aquí emplean los hombres para conseguir sus fines. No habría hecho yo lo que hice si la revolución de Barcelona no me hubiese dado ejemplos y enseñanzas de persuasión irresistible. He visto a los poderosos, que ambicionan recobrar el mando que perdieron, emplear la corrupción para ganar a los venales, y la brutalidad para sojuzgar a los incorruptibles; he visto que la ley no es nada, que de ella se burlan los institutos armados como los magnates del orden civil, y que sólo la fuerza y el compadrazgo hacen el papel tutelar que a las leyes corresponde. El que dispone de un poco de fuerza y de la firme adhesión de unos cuantos amigos a quienes halaga y sostiene con obsequios o favores, lo tiene todo, y puede burlarse del derecho ajeno.   —295→   He visto también a los poderosos que mandan permitir mil atropellos por sostenerse en el puesto de sus satisfechas ambiciones, y consentir la insolencia de los fuertes y el vejamen de los tímidos. Aquí tienes explicado el rapto de Ibero con la filosofía que aprendí en los nefandos motines de Barcelona. Y yo digo: si mis fines son honrados y nobles, ¿qué importa que me haya valido del engaño y la barbarie para realizarlos? ¡Qué sofisterías, dirás tú, se trae ahora mi caballero! Yo respondo, dulce mujer mía, que los que debemos al cielo una buena posición y un apoyo de amistades poderosas, resucitamos, sin quererlo, en nuestra edad de pólvora, las gracias y desgracias de la edad feudal; y naturalmente, al trasplantar la caballería, le imprimimos el carácter de la vida presente, de donde resulta que, teniendo los modernos adalides más afinidad y parentesco con los caciques de salvajes que con los Cides y Bernardos, la Orden que profesamos debe llamarse del Caciquismo antes que de la Caballería. En fin, ¡oh gran Demetria!, que de tejas abajo lo podremos todo, y si no somos felices, será porque de arriba nos venga la contraria.

Que me caigo de sueño... que no puedo más... que las letras que escribo me pinchan los ojos, como lluvia de alfileres... No suelto la pluma   —296→   sin decirte que vamos bien, que puedes administrar una dosis prudente de esperanzas; y a ti propia ¡oh dulzura y paz de mi vida! te administrarás los veinte mil abrazos, ni uno menos, que en esta carta te manda tu marido -Fernando.




ArribaAbajo- XXX -

Agotado, con la carta que antecede, el precioso archivo epistolar que a la narración con indudable ventaja sustituía, continúa el relato de los hechos, los cuales rigurosamente se ajustarán a los informes que de palabra y en notas ha transmitido el propio D. Fernando a sus amigos, admiradores y paniaguados. Lo primero que debe decirse, tomando el hilo desde que salieron disparados por el camino real los salteadores y su presa, es que transcurrió más de un cuarto de hora sin que D. Santiago y el Sr. de Calpena se dijeran una palabra. Miraba el uno al campo por el vidrio de la derecha, y el otro por el de la izquierda, viendo cómo se oscurecían los amenos campos al avanzar la noche, y cómo se desleían los risueños colores en las sombras opacas. Ibero exhaló un gran suspiro, como los de D. Quijote   —297→   cuando encantado le llevaban en el jaulón, y al oírle, arrancose D. Fernando con estas palabras:

«Lo primero que has de decirme es la calidad de tu persona. ¿Cómo he de mirarte, como sacerdote o como caballero?»

Desdeñoso contestó Santiago que le mirase como quisiera, y picado el otro, agregó lo siguiente: «¿Es que has perdido la condición de caballero sin haber adquirido la de sacerdote? Seas lo que fueres, yo no he de soltarte; pero quiero saber si puedo contar con que llevo al lado mío a un caballero.

-Dame armas -replicó el otro-, y podré responderte mejor.

-Pues para eso mismo te lo preguntaba, para darte armas. Tú y yo tenemos que ajustar una cuenta y poner en claro un grave punto de honor. ¿Estás dispuesto a ello?

-¿A romperme el alma contigo? Sí, hombre: ahora mismo. Manda parar el coche. ¡Si habrás creído tú que Santiago Ibero, porque aprende para cura, no tiene ya el corazón donde antes lo tenía! No confundamos, señor mío, cosas con cosas. La religión es la religión, y el honor es el honor, y ningún hombre, aunque sea Papa, debe quedar mal cuando quieren atropellarle...

  —298→  

-Me alegro de oírte hablar del honor. Yo creí que con tantos rezos lo habías olvidado.

-Y te demostraré que es acción vil arrancar a un hombre de sus obligaciones, de sus compromisos y de la vida que es su mayor gusto... Manda, manda parar el coche.

-No, hijo: la satisfacción que tienes que darme, y ello será con las armas si en otra forma no recibo yo tus descargos, ha de ser en lugar y ocasión más oportunos. Por el momento, veo en los dos una gran desigualdad. Tú vienes solo; yo con mis criados. Abusaría de mis ventajas si en este momento saliéramos del coche para ponernos el uno frente al otro, pistola o sable en mano. Comprende que esto no puede ser».

Ibero calló. Viéndole D. Fernando en sombría taciturnidad, que no sabía si era meditación o rezo, no quiso interrumpirle. Llegados a Esparraguera, donde ya tenían apercibido alojamiento, por aviso enviado la noche anterior, tomaron algún descanso; mas éste había de ser corto, porque temía Calpena que los padres de la Instrucción Cristiana instigaran al alcalde de Papiol a tocar a somatén, y mandaran vecinos armados en persecución de los cazadores sacrílegos. Sabas, que venía a ser como un jefe de Estado Mayor, puso centinelas en el camino   —299→   con la consigna de avisar al menor ruido sospechoso, y esta previsión les permitió dedicar algunas horas a la cena y al sueño. Mientras todos juntos, caballeros y servidores, cenaban en una misma mesa, que tal confusión democrática era muy del gusto de D. Fernando, no pudo éste sacar una palabra del cuerpo a su cautivo; pero notando que comía con gana y que no despreciaba ningún plato, señal de que no le agitaban escrúpulos de penitencia, se alegró mucho, y vio en ello un agüero felicísimo. De rato en rato, Ibero miraba de soslayo a su secuestrador, sin que este pudiera discernir si aquellas ojeadas eran de rencor o de miedo, o significaban un afecto tímido, de esos que no aciertan con la forma de revelarse. El cambio que la falta del bigote determinaba en el rostro del ángel negro, desorientó a Calpena en los estudios de la expresión fisonómica del cautivo. Por momentos creía que era un reverendo cura el que a su lado tenía. Aquella cara no era la otra, la del aguerrido y noble militar: mirarla era como leer un libro mal traducido de nuestro idioma a un idioma extranjero. Poco después de la cena, Ibero reposaba en un camastro y cogía fácilmente el sueño; Calpena escribía... De madrugada salieron en dirección de Igualada.

  —300→  

Desapareció el temor de que los vecinos de Papiol fueran en somatén tras de los fugitivos, y si ello por una parte tranquilizó al Sr. de Calpena, por otra le produjo un vislumbre de desilusión, pues ya se regocijaba imaginando la paliza que los suyos habrían de dar a los payeses, si en efecto hubieran salido a perseguirles. «Más adelante -decía ya lejos del pueblo-, será fácil que nos salgan moscones, y no me alegraré poco, pues habiéndome traído todo este aparato de fuerza ofensiva y defensiva, me gustaría tener ocasión de emplearla». Cansado de la reclusión dentro del coche, dispuso que Sabas ocupara su puesto junto al cautivo, y él montó a caballo, marchando entre los jinetes hasta llegar a Igualada. Tampoco allí les ocurrió contratiempo alguno, fuera de los extremos de curiosidad de los vecinos, que al ver el lucido convoy y los coches, se agolpaban en calles y plazas para gozar de tan extraña y teatral caterva de viajantes. Mientras descansaban en la posada, presentose a D. Fernando el Alcalde con arrogancia de autoridad, y quiso saber qué significaban aquellos coches y aquellos bergantes armados. Mas el caballero, mostrándose altivo y sin ganas de explicaciones, exhibió pasaporte dado por el Capitán General y un refrendo del Cónsul de   —301→   Francia, con lo cual se le bajó el copete al Alcalde, que se ofreció a prestar al caballero cuantos servicios necesitara.

Ya le iban cargando al Sr. de Calpena las facilidades que en el desarrollo de su aventura se le presentaban, pues él quería que no fueran las cosas tan mansamente, sino que le salieran al encuentro peligros y obstáculos que afrontar, para que quedase bien probado su ánimo valeroso. «Donde menos se piense -decía- saltará la liebre. Tengo por cierto que los padres de la Instrucción Cristiana no me perdonan este bromazo; habrán llevado sus quejas al Obispo, y éste, con perdón, habrá echado los pies por alto para que se me detenga. ¿Quién me asegura que por medio de las señas telegráficas de esas malditas torres no habrán avisado a Cervera o a Lérida, para que me corten el paso y me quiten el contrabando que llevo?» Díjole en esto Sabas que en la soledad y aburrimiento del coche había tirado de la lengua a D. Santiago, el cual le manifestó su curiosidad vivísima de saber adónde le llevaban. El escudero no había contestado en concreto, alegando que no lo sabía. Luego nombró el cautivo a las niñas de Castro, preguntando si estaba concertado el casamiento de las dos o de una sola; y como Sabas le dijese que la señorita Gracia no   —302→   quería que le hablasen de novios ni de casorios, pues había tomado en aborrecimiento a los hombres, D. Santiago se puso a dar manotadas y a querer tirarse del coche, y afirmó que si el propósito de Calpena era llevarle a La Guardia, antes que consentir en ello se daría la muerte arrojándose en cualquier precipicio, o estrellándose la cabeza contra una piedra. Por la noche, haciendo alto en la Venta del Violín,Ibero dijo al capitán de la cuadrilla que bien podían en aquel lugar solitario solventar la cuestión de honra, internándose sin testigos en un bosque cercano, y rompiéndose tranquilamente la crisma, a la luz de la luna, ya con pistolas, ya con sables.

«De buena gana lo haría -replicó D. Fernando-, que se me hacen años los días que yo tarde en obligarte a confesar tu infamia. Pero es forzoso que esperemos a que te crezca el bigote, para que yo pueda verte en tu ser natural; que tal como estás apenas te reconozco, y si me bato contigo he de creer que me peleo con un cura, lo cual pugna con mis ideas religiosas y turba mi conciencia, como si cometiera un gran sacrilegio. No acabo de convencerme de que eres tú mi amigo Santiago, a quien tanto quise y estimé; ni he de darte la lección de honor mientras no pierdas ese aspecto de clerigacho,   —303→   incompatible con toda virilidad y toda gallardía de hombre verdadero».

Tembloroso y echando por los ojos lumbre, desahogo de su tremenda ira, dijo Ibero que los pelos de su cara pronto le crecerían, y que si tirando de los cañones con tenacillas pudiera él hacerlos salir y medrar más a priesa, lo haría, aunque la cara se le pusiera como la de unEcce homo. Pidió luego que se le proporcionara un barbero, pues tenía ya barba de seis días, y afeitado todo el rostro, menos el labio superior, se iría señalando lentamente el bigote. Vino el barbero, y el hombre fue rapado como quiso. Ya se transparentaba el antiguo rostro sobre las sombras desvanecidas del cariz eclesiástico, y en cada parada pedía Ibero espejos donde mirarse y hacer examen atento de la gradual resurrección de su mostacho. Un día después, metidos los dos caballeros en el coche, entre Cervera y Bellpuig, habló el cautivo con mayor desembarazo, y todo lo que dijo se resume en esta manifestación de sus dudas: «Puesto que hemos de esperar a que yo me componga la cara para sacudirnos el polvo, mientras eso llega, bueno será que me des a conocer el punto de honor por que nos batiremos, pues en conciencia no te he causado a ti la menor ofensa; y si es que vienes por delegación   —304→   de otras personas, sepa yo qué personas son y en qué las ofendí.

En este terreno quería verle D. Fernando, y se agarró a la ocasión para sacar de ella todo el provecho posible. Díjole que no era propio de un caballero el acto de cortar sus honestas relaciones con la señorita de Castro, tan sin motivo ni oportunidad, constándole como le constaba el amor puro, la ardiente fe de la pobre niña. Se había conducido como un lacayo, como un hombre sin principios, como un rufián, y esto no podía quedar sin castigo. No tenían las señoritas de Castro en su familia un hombre a quien fiar el encargo de tomar reparación de tal agravio; pero concertada ya la unión de Demetria con D. Fernando, éste se consideraba ya como de la familia, y su presunta mujer le había dado la misión de castigar la villana burla.

Oído esto por Ibero, se le inmutó el rostro, y con grave acento dijo al que fue su amigo: «Podrá la religión haberme desfigurado el rostro, el habla, los ademanes, la ropa; pero me ha traído un bien muy grande, y es que ha fortalecido mi conciencia, y me ha dado el valor de confesar mis faltas, mis yerros, mis delitos, si así quieres llamarlos. Todo lo que has dicho de mi infamia en el caso de Gracia es verdad:   —305→   lo reconozco. No es esto motivo de batirnos, pues lo que llaman Juicio de Dios, cualquiera que fuese su resultado, a ti no te daría más razón contra mí, ni a mí me aliviaría del peso de mi culpa. Ya ves si soy sincero: confesado por mí el mal que hice, no veo motivo de riña en duelo, sino de castigo... Venga el castigo: yo lo acepto de Dios por ser Dios, y de ti por pertenecer ya, como dices, a la familia de Castro-Amézaga».

Siguió a esto una pausa que bien podría llamarse solemne. Sintió D. Fernando impulsos muy vivos de abrazar a su amigo; mas aún faltaban no pocas explicaciones para llegar a los actos de ternura. El primero que rompió el silencio fue Santiago, con estas palabras: «De ti recibiré el escarmiento. Puedes tomar una de dos determinaciones: o quitarme la vida, tirándome por una barranquera, para que no quede rastro de mí en los caminos, o mandarme otra vez a mi refugio de la Instrucción Cristiana...Con que ya lo sabes... o muerte o religión... que casi viene a ser lo mismo...». Tan confuso estaba el otro caballero, que tardó un mediano rato en contestar: «Pues digo que ni religión ni muerte, que son en verdad cosas bien distintas. Un verdadero creyente debe decir: «Religión, vida». La muerte es el pecado, el deshonor...   —306→   Por de pronto declárate mi esclavo, y yo haré de ti lo que crea más conveniente para tu alma, y para poder llevar a mi familia (por tal la tengo) las seguridades de que la injuria que le hiciste está ya desagraviada». Llevó luego D. Fernando la conversación a otros asuntos, queriendo asegurarse de la firmeza del juicio de su amigo, y oyéndole se confirmaba en que no padecía la menor alteración cerebral: el hombre deshecho se restauraba notoriamente en todo el esplendor de sus nobles cualidades.

Al salir de Bellpuig para Lérida, en una tarde serena y brumosa, dijo Ibero a su señor que le molestaba la inacción dentro del coche, y el entumecimiento producido por el frío. Desde que empezó la caminata, vivísimas ganas de montar a caballo le atormentaban. Si D. Fernando no veía en ello inconveniente, permitiérale echar una cana al aire, cabalgando un buen trecho. Como acogiese el caballero con finas reservas la proposición, picose la dignidad del otro: Qué, ¿temes que me escape? Yo te doy mi palabra de honor de que no me separaré de la partida. ¿Crees en ella, crees en mi palabra?

-Creo en ella como en el Evangelio, Santiago, -dijo D. Fernando con espontaneidad   —307→   generosa; y al punto determinó que Ibero montara el caballo de Sabas, lo que fue tan grato para el cautivo, que se entretuvo un rato en hacer piruetas, maravillando a todos con sus destrezas en la equitación. Era un chiquillo a quien devuelven el juguete de que ha sido privado en castigo de sus travesuras. No cabía en su pellejo de orgullo y alegría, y se recreaba en ver cómo iban acentuándose los signos de su resurrección.




ArribaAbajo- XXXI -

Distraídos en vago coloquio, marchaban los dos caballeros a vanguardia de la escolta y coches, conservando distancia como de medio tiro de fusil, y de improviso, por fácil transición, D. Fernando fue a parar a lo siguiente: «No te valen tus artificios para desvirtuar tu historia en los últimos meses, Santiago. Es ridículo que con tantas reservas quieras tapar sucesos que casi son del dominio público. ¿Qué me das si te cuento todo el argumento del drama que te ha traído a esta situación, drama que tú creías desenlazado, y ahora resulta que vengo yo a ponerle un epílogo?... No me interrumpas,   —308→   canastos, que no he de callar aunque me lo pidas de rodillas... A principios del 42, cuando volviste de Vitoria enfermo y medio trastornado de la impresión que te dejó el fusilamiento de tu amigo Montes de Oca, fuiste a caer de nuevo en la jurisdicción de la Milagro, a quien encontraste hecha una santa, deteriorada su belleza con el llorar continuo, y no pensando más que en soledades, amarguras y penitencias. No tardaste en hacerle el dúo, que nada es tan contagioso como estas enfermedades de la sanidad en las almas apasionadas y soñadoras. Pero el diablo, que con más diligencia se mete allí donde no le llaman, se metió entre vosotros, y tanto hizo el maldito, que de la noche a la mañana, atizando candela en vuestros corazones, convirtió vuestro misticismo en amor, y he aquí que mis dos santos, Santiago y Rafaela, ven más fácil, cómodo y seguro irse derechos al matrimonio que a la canonización. Rafaelita era ya viuda.

-Te diré... Es preciso que comprendas...

-Cállate y déjame acabar. De aquella fecha data tu gran delito de despreciar a Gracia, y manifestárselo en una carta que fue como un rayo para la pobre niña...

-Pero has de añadir que yo... Escucha.

-Ya... ya veo por dónde quieres salir. Puede   —309→   que estés en lo cierto si sostienes ahora que no habías dejado de querer a Gracia con puro, con ideal cariño; que tu apego a la Milagro era una fascinación, una... Palabras mil hay para expresar esto; pero me las callo ahora por no atormentarte. Doy de barato que así fue. Si pudo en ti la fascinación de Rafaela más que el amor dulce y honesto de la niña de Castro, probaste que eras un hombre sin consistencia ni reflexión, de sentimientos volubles, a merced del primero que llegara y los quisiera coger.

-Todas las cosas tienen su doble fondo, Fernando; yo te aseguro...

-No asegures nada, y convéncete de que, con doble o con sencillo fondo, no hay acción mala que no tenga su escarmiento, y el tuyo fue de los más salados. Al volver de Valencia, adonde te mandó Espartero con una engorrosa comisión, hallaste una novedad terrorífica: la Perita en dulcehabía catequizado en toda regla, para convertirle a la religión del matrimonio, al pobrecito Federico Nieto y Angulo: los muchachos de mi tiempo le llamábamosDon Frenético, y nadie le conoce en Madrid por otro nombre. Es un cuitado ese joven, honradote, de buena posición, elegante, con un barniz parisiense que le hace parecer lo que no es. Su carácter se pinta con decir que se dejó cazar   —310→   con liga por la Milagro... Que ésta no tiene un pelo de tonta, bien a la vista está. La niña se pierde de vista: sabe hacer santos y maridos. Total: que a la semana de llegar tú a Madrid de la comisión de Valencia se casaron en tus barbas...

-¿Acabarás de una vez? -dijo Ibero nervioso, apretando las quijadas y haciendo encabritar al caballo.

-Ya concluyo. Tu desesperación fue un furibundo pataleo romántico. Dos caminos tenías: matarlos a los dos o hacerte clérigo. A ellos les convenía más lo segundo, naturalmente, y tú hacías una obra de caridad quitándote de en medio... Ignoro si sabes que La Frenética (nadie le quitará ya este nombre) se porta bien, y cuantos la conocen hoy elogian su buena conducta... ¿Quieres más noticias?

-No quiero sino que te calles -dijo Ibero marchando al paso-. Ya me está cargando tu demasiado conocimiento de esas miserias...

-El casorio de la Perita fue para ti como el canto del gallo para San Pedro: la voz de tu delito y el aviso de tu conciencia. Entonces te acordaste de la divina Gracia, a quien habías ofendido y negado, y dijiste...

-Yo no dije nada, Fernando.

-Dijiste... «Señor, que me trague la tierra,   —311→   pues soy el mayor imbécil que criaste... Desprecié la vida por la muerte, y ahora...».

-¡Que no dije eso, hombre!...

-Pero ya no podías volverte atrás. Conocedor de tu falta, y teniéndola por irreparable, te condenaste al presidio de la vida eclesiástica, único reparo posible... Tu dignidad no te permitía volver el rostro hacia las niñas de Castro, porque te exponías a que la ofendida y su hermana te lo escupieran.

-Y habrían hecho muy bien -afirmó Santiago, acometido de una hilaridad que parecía epiléptica y que terminó con formidable terno.

-Huido, muerto de vergüenza, menospreciado de ti mismo, te retiraste a la Instrucción Cristiana, digno cementerio de tus despojos, pobre Santiago... Pero Dios tuvo piedad de ti, y no queriendo darte ni el amor ni la felicidad, porque nada de esto merecías, te dio una firme vocación, y con ella te salvaste, y con ella te redimiste... ¿Verdad que tu vocación es intensísima, irrevocable, arrebato ardiente del alma?...

-Si sabes que lo es -dijo Santiago displicente, casi grosero-, ¿para qué me lo preguntas?...

-Creo en tu inquebrantable unión con la Santa Iglesia, y porque la creo me determino   —312→   a confiarte una idea mía, que creo será de tu agrado...».

En esto vieron aparecer por una revuelta del camino un grupo de gente, que no distinguían bien por haberse venido encima la noche, arrojando pesadas sombras sobre la tierra. Por el ruido, más que por la vista, se percataron de que eran militares, y detuvieron el paso, hasta que, viéndoseles ya cerca, oyeron el quién vive.

-¡Ayacuchos! -contestó D. Fernando con firme voz. En este punto, el carruaje y coche con la escolta de almogávares avanzaban y detrás de los caballeros se detenían. Adelantose el jefe de la tropa, y dijo con sorna: ¿Con que ayacuchos? Ahora lo veremos. Eh... registrarme pronto ese coche y toda la carga del carro.

-Mi coche y equipaje no se registran -dijo D. Fernando con toda la serenidad del mundo.

-¿Que no se registran? ¿Y quién lo prohíbe?

-Yo... Lo más que puedo hacer en obsequio de usted es enseñarle el pasaporte y salvoconducto que llevo del general Van-Halen para viajar por estas tierras o por otras, en la forma que me dé la gana.

-Ya no es Van-Halen Capitán General de Cataluña: lo es el general Seoane.

-Eso no quita validez a mis papeles.

-Ni a mí la facultad de hacer el registro. No   —313→   es la primera vez que los contrabandistas que detengo contestan como usted: ¡Ayacuchos!, creyendo que esa palabra es la bula de Meco.

-No traemos contrabando. Basta que yo lo diga -afirmó Calpena, parando el caballo al frente de los suyos, en actitud no muy tranquilizadora. Con rápida observación midió las fuerzas del adversario, que eran como de quince hombres; ávido de acometer algún lance peligroso que diera resonancia y honor a su trabajo; comparadas mentalmente sus fuerzas con las del enemigo, se determinó a sentarle la mano. Ya estaban en alto las armas, ya sonaban los primeros gritos de guerra, cuando con un fuerte bote de su caballo, se abalanzó Ibero, y encarándose con el oficial, le gritó: «Nicasio Pulpis, convenido de Vergara, hoy teniente de la primera división de Zurbano, mira lo que haces; respeta la dignidad de este caballero, pues de lo contrario yo, él y yo mejor dicho, con la gente que llevamos, os arrimaremos tan fuerte palizón, que de los hombres que mandas no quedará uno para contarlo».

Conociole el oficial por la voz, y acercándose más para verle el rostro, rompió en esta exclamación: «Por los ajos de Corella, que o yo estoy loco, o es usted el coronel Ibero... En su cara encuentro una novedad... ¿El que veo es   —314→   D. Santiago, ri-Dios, o un cura que se le parece?

-¡Santiago soy, por los caños de Borja!

-Ahora recuerdo... Se dijo que entraba usted en el sacerdocio. ¿Es cura, ajo de Corella?

-No soy cura -contestó recordando un dicho baturro-, que soy hombre, tan hombre como mi abuela, y eso que era mujerona, ¡maño!»

Soltaron todos la risa, y ya nadie pensó en batirse. «Eche acá esos cinco, D. Santiago -dijo Pulpis-, y dispénsenme todos.

-Este caballero es de los más ilustres del Reino, y ha obrado como tal oponiéndose a que le registres... Ya entiendo: estás en las columnas que persiguen el contrabando.

-Sí, señor; y no hay vida más perra que esta del resguardo. D. Martín nos tiene dicho que registremos a todo el mundo, sin exceptuar a obispos y monjas... Y son tan mañeros los contrabandistas de verdad, que cuando les echo el alto, responden: ¡Ayacuchos!Han tomado ese tranquillo... ¡mañeros!

-Ya que somos amigos -declaró D. Fernando-, diré al Sr. Pulpis que me dispense si tomé tan a lo vivo lo del registro. No llevo ni una brizna de contrabando. Si quiere volver atrás, pues la noche viene fría y Lérida no debe de estar lejos, le convido a que allá refresquemos   —315→   todos, su tropa y la mía, y charlemos un rato».

Agradeció Pulpis la fineza; mas no pudo aceptarla, pues tenía órdenes de pernoctar en Bel-lloc, que sólo distaba ya media legua. De nuevo apretó las manos de Santiago, diciendo: «Me alegro de que no sea usted cura, mi Coronel. Ya sus amigos le hacíamos obispo lo menos»; y con estas y otras expresiones de cordialidad se despidieron, y cada cual tomó su camino, siguiendo D. Fernando y su gente hacia Lérida, que sólo legua y media distaba ya.

El frío arreciaba espantosamente, anunciando nevada próxima, y los dos caballeros buscaron el abrigo del coche, donde continuaron la conversación que el encuentro con Pulpis habíales interrumpido en lo más interesante.

-Está de Dios -dijo Calpena-, que resulten fallidos mis deseos de armar camorra con alguien en estos caminos.

-A mí también me pide el cuerpo un poco de jarana. No sé qué tengo... Me pegaría con el primero que en algo me contradijese... Pero vamos a lo nuestro. Cuando apareció la fuerza de Pulpis decías que ibas a revelarme el porqué de esta situación mía, en conformidad de prisionero, de loco o de encantado...

-A eso voy. Convencido de que tu vocación   —316→   es inquebrantable, no siendo ya posible que yo te pida la reparación consabida, porque sería someter a prueba muy dura tu conciencia, se me ocurre que debo llevarte conmigo a La Guardia, adonde yo voy...

-¡Fernando!... ¡Por los ajos de Cristo... o de Corella!... -exclamó Ibero desconcertado y casi furioso-. No me hables de que yo vaya a La Guardia, pues desde ahora te digo que sólo haciéndome picadillo podrías llevarme... ¡En La Guardia yo! ¿Crees que he perdido la vergüenza? ¿Crees que esta cara puede presentarse allí sin que se vuelva una máscara de fuego?... Tú estás demente o quieres martirizarme.

-Déjame seguir, hombre, y no te sulfures. Cierto que si las cosas estuvieran allá como tú supones, razón habría para que antes te arrancaras los ojos que mirar con ellos a las niñas de Castro. Pero verás lo que pasa: Gracia padeció grandes amarguras por tu desprecio; vino tras el dolor la resignación, luego el olvido de tu falta... Tanto ella como su hermana recibieron de Dios la facultad de ahogar los agravios en el perdón, que es gran virtud. Pero hay más: pasados meses desde el día terrible en que la heriste, la infeliz joven comenzó a sentir anhelos de vida religiosa, y esto fue ganando tal espacio en su espíritu, que rápidamente llegó   —317→   a la más pura exaltación de la piedad. El mundo había concluido para ella. Dios la llamaba, ofreciéndole el consuelo único, que es la verdad eterna. Ya la tienes en brazos de Dios, o poco menos, porque todo lo ha dispuesto para entrar en las Huelgas de Burgos, y sólo espera mi llegada para despedirse de la familia y realizar su santo propósito. Su fe es tan ardiente y viva, que cuantos la oyen se quedan maravillados, y creo que si estuviéramos en otros tiempos, la canonización de Gracia sería segura. Hasta se ha dicho que hace milagros, y Navarridas lo asegura y da testimonio de ellos. Yo, la verdad, no los he visto; pero me inclino a creer que algo hay...

-Pues yo -dijo Ibero turbado, inquietísimo-, no los creería mientras no los viera... Por lo demás, siempre tuve a Gracia por criatura celestial, más digna de Dios que del hombre.

-A eso voy... Ha sido un gran bien que dejaras a Gracia, para que así luzca más espléndidamente su excelsa virtud. Yo me la figuro como otra mujer cualquiera, casada, cargada de chiquillos, y ya no es la hermosa figura de santa que ahora nos causa tanto asombro. Conviene, pues, que vengas conmigo, y así se cumplen dos elevados objetos: que tú admires   —318→   su mística perfección, y que ella se extasíe en admirar la tuya. Sois tal para cual, dos nobles espíritus purificados por la adversidad, que derramarán uno sobre otro la luz que han recibido...

-Voy creyendo -dijo Santiago, descompuesto y nervioso-, que te burlas de mí, y esto no lo tolero, Fernando, no lo tolero... ¡Por los ajos de... por Dios, no abuses...». Me robaste, me traes aquí prisionero, y encima te chanceas...!

-Si no es burla, tonto... Te digo la verdad. ¿Y no sería el más bello complemento del cuadro que tú cantaras misa en Burgos el mismo día de la profesión de Gracia, y que...?

-¡Que te calles! -gritó Ibero furioso, abriendo la portezuela-. Que te calles, o me tiro al camino para que las ruedas me pasen por el cuerpo y me acaben de una vez... Yo no voy a La Guardia... Me llevarás muerto; vivo, no... Si profesa, buen provecho le haga... Suéltame, Fernando; suéltame, por Dios, y déjame volver con los mañeros Padres... Eso si no quieres matarme aquí mismo, que sería lo más cristiano, lo más humano...



  —319→  

ArribaAbajo- XXXII -

La entrada en Lérida puso fin por el momento a esta conversación; mas no creyendo D. Fernando bien apurado el tema, mientras cenaban volvió a la carga de esta forma: «Esa vergüenza que de ir a La Guardia sientes ahora, se te irá disipando en el curso de este largo viaje... Y como no me parece natural ni decente que a la que fue tu señora, y ya lo es de Dios y hermana de los ángeles, te presentes en una facha impropia de tu nuevo estado, conviene que pongas fin al crecimiento del bigote. Ni tú lo necesitas ya para presumir de caballero militar, ni yo para verte cara de varón y figurarme que podemos batirnos. Ya no hay duelo... Mañana vendrá el maestro rapista para que te afeite toda la cara, dejándote como un canónigo».

Nada respondió el cautivo, contentándose con echar a su amigo miradas fulminantes. A la mañana siguiente subió el barbero a la estancia donde Santiago dormía, y a poco le vieron bajar despavorido y dando voces. El señor aclerigado le había despedido como a los ladrones,   —320→   amenazándole con tirarle por las escaleras si no desfilaba pronto. Entró D. Fernando temiendo por la salud de su prisionero, y le halló muy destemplado y con cara de insomnio. Había pasado una noche cruel y sentía ganas de pelearse con el Sursum Corda. Notaba en su espíritu el renacimiento de la perversidad, y lo mejor que hacer podría su dueño era soltarle para que a Papiol se volviese. Díjole Calpena que en principio aprobaba el regreso a la Instrucción, visto que era un hombre enteramente aferrado a su destino religioso; pero no se determinaba a soltarle aún porque creía necesitar de su alianza y ayuda para defenderse de un gran peligro que en aquel viaje, más allá de Zaragoza, se le había de presentar. Instado por Ibero a ser más explícito, dijo Fernando que por soplos de su espionaje y advertencias de amigos sabía de ciencia cierta que entre Tudela y Alfaro le preparaban una emboscada los Tacaños de Cintruénigo, y que ya se relamía de gusto pensando en la tunda que se iban a ganar los guapos de la tacañería.Lo que se animó Ibero con esta revelación no es para dicho: apretando los puños y estremeciendo el suelo con fuerte patada, afirmó que no había para él regocijo más grande que pelearse por la honradez y la justicia.

  —321→  

«Y ello ha de ser tan serio, según mis noticias -añadió Calpena-, que tendré que prevenirme y llevar mayor golpe de gente, con un hombre de guerra que me la mande, porque también he sabido... y esto te lo digo con la mayor reserva... he sabido que el de Sariñán ha reclutado una mesnada con los perdidos más feroces de aquellas tierras, y que no queriendo aparecer como hombre que fía sus venganzas al brazo de la patulea, los presentará en batalla con color político, y bajo la enseña de Doña María Cristina nos embestirá, dándonos por partida o mesnada del bando ayacucho.

-¿Has dicho mesnada? ¿Por ventura estamos en la Edad Media?

-¿Pero tú has creído acaso que España ha salido de la Edad Media y del feudalismo?... Señores feudales fueron los frailes y curas, y decretado que ya habían mangoneado bastante, ahora los feudales somos nosotros, los caballeretes más o menos ilustrados, que, protegidos por el Gobierno, hacemos lo que nos da la gana, hasta que viene otro Gobierno, y trae nuevos caciques que nos mandan a nuestras casas.

-Algo de eso había pensado yo... Pero explícame una cosa. ¿No está D. Baldomero bien seguro en su Regencia?

-¡Qué ha de estar, hijo mío! Media España,   —322→   por no decir los dos tercios de la Nación, se vuelve contra él, porque ya lleva largos días de mando, ¡dos años y meses!, figúrate, y sus amigos se eternizan en el comedero. Es urgente echarle, y que venga otra vez la Gobernadora con la cáfila de moderados rabiosos, transidos de hambre. En Madrid, hasta los más fanáticos del Progresoestán ya contra el Duque: Olózaga cerdea, López se amosca, y Fermín Caballero llama a una coalición a toda la prensa. No pasarán muchos días sin que se pronuncie algún regimiento, o quizás división, con la bandera de volver las cosas al estado que tenían antes de Septiembre del 40, y, entretanto, verás cómo salen de debajo de las piedras partiditas que den el grito de Cristina y moralidad o Abajo el ladronicio; mueran los ayacuchos...

-¿Y crees que el de Sariñán lanzará su cuadrilla con esa bandera?

-Con esa bandera, por presumir; pero con la intención de apalearnos, ya que no nos quiten la vida. Lo que desean es ponernos en ridículo, y presentarnos ante todo Aragón y Navarra como unos cobardes.

Tan tremendos fueron los golpes que dio Santiago en el suelo con su pie, que tembló toda la casa, y los que en la habitación de abajo comían creyeron que las vigas del techo se   —323→   quebraban, y el posadero subió, de cuatro trancos a ver si los señores querían agujerar el piso para llamar a la servidumbre con más comodidad. Pidieron, en efecto, que se les diera de almorzar, y mientras lo hacían abajo, en la templada cocina, junto a un buen fuego, siguieron hablando del mismo asunto, y gozándose de antemano en los palos que habían de repartir. Por desgracia, no podían apresurar su viaje porque nevaba copiosamente, y el tiempo no tenía trazas de mejorar. Escribía D. Fernando larguísimas cartas a su madre y a la ideal Demetria; Santiago pasaba el tiempo tumbado en su cama, a ratos dormitando, a ratos zambullido en éxtasis o meditaciones hondas. En ningún momento le sorprendió Calpena rezando, y como en todo el viaje no le había oído hablar de santidades, ni mentar cosa alguna de liturgia o temas teológicos, llegó a creer que lo de la vocación era una sombra, falaz apariencia... Mas hizo propósito de no hablarle de esto, dejándole en sus cavilaciones hasta que su sinceridad reventara por algún lado, y disfrazando su intención, solía decirle: «En cuanto demos el testarazo a los Tacaños de Cintruénigo, te suelto para que te vuelvas a Papiol, que ya te consume la impaciencia y se te hacen siglos las horas que dilatan el cumplimiento   —324→   de tu santo deseo». Callaba Ibero, y como pudiese, llevaba la conversación a terreno muy distinto del de los dogmas y la Orden sacerdotal, diciendo con seriedad y viveza: «Creo que con diez hombres nos bastará, con tal que sean de superior arranque, como los hay por estas tierras. En Zaragoza conozco yo más de cuatro fieras que se relamerían de gusto peleando a mis órdenes... Y hemos de poner mucho cuidado en elegir las armas, Fernando, pues la superioridad de éstas no es de menor valor que el coraje de los combatientes».

Salieron una tarde en la segunda quincena de Diciembre; en Fraga encontraron la novedad de que se había roto el puente sobre el Cinca, y con este contratiempo y el horroroso frío viéronse obligados a pasar allí tristísimas, solitarias Navidades... Hasta después de Reyes no pudieron seguir, y el tiempo seco y con hielos permitioles avanzar bastante durante el día, acogiéndose de noche al abrigo de las ventas de Peñalba, Bujaraloz, Arroyales de Pina y otros pueblos. Pernoctando en Alfajarín, a cuatro leguas ya de la gran Zaragoza, hallábase Santiago en el subido punto de la melancolía negra, atacado de rebelde insomnio, con todas las apariencias de una opresora pasión de ánimo. Creyendo D. Fernando que próxima   —325→   al momento de su explosión estaba la sinceridad delángel negro, y que el mayor favor que hacérsele podría era darle un golpecito para que estallara más pronto, le dijo: Los síntomas de tu cara, de tus ojos y de tu respiración revelan que quieres confesarme... no sé qué, y que te faltan bríos para sacarlo de la hondura de tu pecho. Vamos, hombre, atrévete, y vomita...

-Pues así es, y de hoy no pasa el que yo suelte una verdad que no he sacado antes porque me daba vergüenza. No se trata de acción mala, sino de un error, de un fingimiento mío, que entiendo me cubre de ridiculez si no te lo confieso pronto... Ya me has adivinado... Pues sí, chiquio, bien puedes decir que la querencia religiosa que yo siento ahora te la claven en la frente. Y hay más: no sólo no la tengo, sino que me voy convenciendo de no haberla tenido nunca. Si me metí en esa vida, dejándome llevar por los que así creyeron hacerme un bien... y sabe Dios que lo agradezco... si me colé hasta llegar al punto de idiotez en que me has visto, fue por efecto de mi tristeza y del sentimiento de mi grosería y falta de caballerosidad en el asunto de Gracia. Me metí en la iglesia como el criminal que cree librarse en lugar sagrado de los demonios burlones que le persiguen;   —326→   como el avergonzado y desnudo que se mete en los sitios más obscuros para que no le vean; como el leproso que se zambulle en la piscina creyendo que allí se ha de curar de sus lacerias.

-Gracias sean dadas a Dios, Santiago -dijo Calpena abrazándole-, por habernos traído a esta inteligencia, pues yo sospechaba lo que acabas de decirme, y deseaba no equivocarme... Bien fundadas eran mis sospechas. Tu misticismo, ¿qué era más que la desesperación?

-Justo: desesperación negra, más negra que la que nos lleva a pegarnos un tiro... porque el cuento es que yo no quería morirme, sino quedarme en la tierra... en fin, yo no sé lo que quería... ¿Por dónde salir de aquella cueva espantosa en que me había caído? Pues vi un agujero, el único agujero practicable, y por él me metí. Los amigos que me arrastraban a la santurronería hacíanlo de buena fe, y de buena fe me dejaba yo llevar, creyendo que me darían la paz... En Papiol perseveré más en mi equivocación, y tan ciego estaba, y tan sorbido me tenían el seso los padres, que no concebía ya para mí mejor vida que aquélla. Cuando me sacaste túveme por desgraciado... Pero el aire libre, hijo de mi alma; el tiempo, la influencia de ti, el ver otras caras, el correr por estas   —327→   tierras, me han despejado el caletre... Ya veo el mundo, me veo a mí mismo de otro modo, y si cuando pasábamos por Esparraguera y por Igualada, donde a mi parecer se sentía el tufillo de Papiol, se me iban allá los ojos del pensamiento, ahora me espanta la idea de volver atrás.

-Bien,ángel negro, bien. Dios, por mediación de este amigo indigno, te aparta de la vocación falsa para traerte a la verdadera... Ya despunta el día. ¿Tienes tú sueño? Yo no; vistámonos, mandemos a nuestra gente que enganche y ensille, y vámonos a Zaragoza, donde algo has de ver y oír que te interese. ¿Qué es? Aquí no quiero decírtelo. Es pronto. Vámonos».




ArribaAbajo- XXXIII -

Por el camino contó el Coronel que los padres de San Quirico no le dieron jamás motivo de queja, sino de gratitud y estimación. Eran muy buenos y le instruían con amor, luchando, eso sí, con la incapacidad del neófito para los latines y para las lecciones teológicas. Nada de aquello le entraba en la cabeza, y cada día se iba convenciendo de que nunca sería más que   —328→   un pobre curángano de misa y olla. Pruebas de cariño habíanle dado los sacerdotes, y él por su parte pensaba, en la primera ocasión que se le presentase, demostrarles su afecto. La regla era muy rigurosa, y épocas había en el año en que le mataban de hambre. En los rezos era tan torpe, que a cada momento se equivocaba, ocasionando grandes desazones a los maestros, y renegando él de su falta de memoria. Más de una vez les propuso que no le criaran para las órdenes mayores, sino que le tuvieran allí como familiar o lego, y él les cuidaría el jardín, única cosa para que servía, pues otros menesteres de lavar ropa, coser y afeitar no le encomendaran al hijo de su madre.

Dijo también que los Padres, con toda su mansedumbre y sus austeridades, conspiraban a más y mejor. Dos veces por semana iban allí D. Magín Cornellá, el Sr. de Ramoneda y otros pájaros gordos de Barcelona, de cuyos nombres no se acordaba. Sólo sabía que algunos eran o habían sido carlistas, y otros, liberales de los que imitan el andar ladeado de los cangrejos. El enjuague que se traían aquellos señores con los papiolistas y otros clérigos muy apersonados que venían de Manresa, de Vich o de Tarragona, era formar un potente bando político-religioso que apoyase el casamiento de la Reina   —329→   con el hijo de D. Carlos, para que así quedara triunfante la santa religión. Este partido rechazaría el casamiento con cualquiera de los hijos del Infante D. Francisco, pues ambos, a lo que parece, están dañados de masonismo, y masona es también la Infanta Carlota... Se trabajaría también contra la candidatura del Coburgo, pues de éstos ya se sabe que no vienen aquí más que a comer, y a cajas destempladas había que despedir a todo príncipe extranjero, ora fuese tudesco, ora napolitano. A los hijos del Rey de Francia, nietos de Felipe Igualdad, cañazo limpio; a los de Portugal, contra una esquina; y a todo protestante, un portazo en las narices. No había más rey consorte que el hijo de Carlos V, con lo que de las dos legitimidades se hacía una sola. De esto trataban, y ésta era la razón del entrar y salir de recaditos y mensajes. Creía Santiago que su rector era el que llevaba la correspondencia con la majestad de Bourges y quien recibía órdenes del señor D. Fernando Muñoz; mas de ello no tenía pruebas. Dábale el olor de estos guisados, pero como él no había de catarlos, jamás quiso meter sus narices en la olla.

-Ahora echo de menos -dijo D. Fernando-, que no hubiéramos dado una carrera en pelo a los padres, para que fueran a contárselo al   —330→   proscripto de Bourges y al Sr. de Muñoz... Pero es mejor que les perdonemos la vida y que no nos ocupemos de esas pequeñeces de la cosa pública. Vengamos a lo nuestro, que es lo grande. Agradéceme, Santiaguillo, que te haya sacado del poder y compañía de esa gente, que habría hecho de ti un muñeco negro. Otros podrán ser excelentes sacerdotes; tú no lo habrías sido nunca. Y por hoy nada más te digo. ¿Qué pienso hacer de ti, me preguntas? Respondo que en Zaragoza lo sabrás.

De noche entraron en la por tantos títulos gloriosa ciudad, y se alojaron en la posada de las Ánimas, feligresía de San Pablo, el barrio popular, heroico y baturro, que tanto Ibero como Santiago amaban por todo extremo. Lo que el asendereadoángel negro vio y sintió en la mañana del siguiente día, no bien se abrieron sus ojos después de un profundo y reparador sueño, es episodio de extraordinaria importancia que merece lugar preferente en estas historias, y no ha de pasar una línea más sin referirlo con todos sus pelos y señales. Despertó el hombre en la cama de canónigo que le destinaron, y esparciendo sus miradas por el aposento, que era grandón, bajo de techo y alumbrado de luz de la calle por dos ventanas, vio cosas que al punto tuvo por fantásticas,   —331→   error de sus sentidos y burla de su imaginación. Se incorporó en el lecho, observando con estupor lo que veía, y no satisfecho aún de su examen, se lanzó de entre las sábanas y tocó los objetos, cerciorándose de que eran efectivos y reales. En un sofá de paja vio y tocó su levita de coronel, nuevecita; en una silla próxima estaba el pantalón, y aquí y allí el capote, morrión, espada, tahalí, botas, espuelas y todo el arreo militar de su categoría, para traje de campaña. Vistas y tocadas cien veces las prendas, las encontró superiores, y sin ponerse nada, todo le pareció a la medida. No se sabe adónde habría llegado su confusión si no viera entrar muy oportunamente a D. Fernando, que con su franco reír se dio a conocer como autor del bromazo.

-Chiquio-dijo Ibero-, me asaltó la idea de que, mientras dormía, unos serafines sastres (que también de ese oficio los habrá) me habían tomado medidas y...

-Detén tu fantasía -respondió el otro-, y ve aprendiendo a ver las cosas como son. Aquí no hay más serafines que nosotros. Esa ropa te la hice en Barcelona por mis medidas, que creo exactamente iguales a las tuyas, y allí compré la espada y demás. Eso te prueba las intenciones que traigo desde allá, y mi propósito de   —332→   arrancarte del molde nuevo y volver a meterte en el viejo molde.

-Por los ajos de Corella, que has estado acertadísimo, previsor, y que eres mi ángel... Me has resucitado,¡maño!, y esta nueva vida a ti te la debo... Maestro, ¿y ahora?...

-¿Pero aún dudas lo que tienes que hacer? Vístete sin tardanza, y veamos si alguna pieza necesita reforma.

-Me vestiré, sí... ¡Qué gusto, qué honor! ¡Vuelves a cubrir mis pobres carnes, oh ropa de mi salud, de mi vergüenza y de mi dignidad!... Bendito sea quien me ha resucitado... Ello es como lo digo: abro los ojos después de un largo y estúpido sueño; salgo de un hoyo lóbrego, pestilente, y al despertar veo y siento que he vivido muerto... No sé expresarlo de otro modo. Tú, Fernando, grande amigo, has venido a mi sepultura y me has dicho: «Lázaro, levántate»; y he sido yo un muerto tan mentecato, que a los primeros gritos tuyos no he querido levantarme... Era la pereza, hijo, la pereza de esta muerte, o de este dormir bobo... ¿Con que a vestirme? Pero antes quisiera afeitarme, si no te parece mal. Mira, mira cómo medran estos pelos del bigote. Cada vez que me afeito resaltan más, y antes de quince días estarán como antes de que me metieran en el   —333→   hoyo profundo... ¡Por el Cirineo de Cascante, que estoy contentísimo!...

Media hora después, viéndole vestido y satisfecho de la elegancia y bizarría de su marcial facha, D. Fernando le anunció que vendría un sastre a corregir las imperfecciones de la hechura. Era Santiago bastante presumido en la vestimenta militar, y no perdonaba la menor falta. Aquel día no fueron pocos los reparos que puso al pantalón y las correcciones que señaló en la espalda, cuello y otras partes de la levita; pero reventaba de gozo infantil, y los defectos de la ropa no le impedirían echarse a la calle. A la pregunta de Calpena sobre el objeto de su salida, respondió así: «Pues, chiquio, de aquí me voy derechito a la Virgen del Pilar, a quien tengo que decir que si ella no quiere ser francesa, a mí no me peta ser cura, y que me perdone el haberla engañado con tantos rezos como le eché, diciéndole que me metía en lo religioso... Hocicaré un poco en el pilar que he besado tantas veces de niño y de hombre, y ahora he de besarlo con más devoción que nunca, porque yo soy muy buen hijo de la Pilarica, y le debo haber salido sin un rasguño en cien combates; le debo más, Fernando... porque nadie me quita de la cabeza que es ella la que mandó a su ángel, a ti, a sacarme de aquel   —334→   pozo en que me metieron mis horrendas melancolías, a despertarme de aquel sueño, de aquel error en que he vivido como los muertos no sé cuántos meses, que hasta la duración de mi estúpido letargo se me ha ido de la memoria. Y ya que voy al Pilar, no saldré de la iglesia ¡maño! sin arrancarme ante la Señora con un sin fin de peticiones; gollerías, hijo, que sólo a ella me permito proponer, pues con Dios no me atrevo... francamente. La Virgen sí, la Virgen no le niega nada a un buen militar español... En fin, allá veremos. Si quieres acompañarme, nos iremos luego al café del Coso.

Respondió Fernando que ante todo tenía que ir a casa de la señora marquesa de Lazán, prima de su madre, donde encontraría, según lo concertado con Demetria, las cartas de La Guardia. Desde la casa de Lazán, en la Pabostria, pensaba ir a la Seo, donde tenía que entregar una ofrenda que su madre le encomendó para el Santísimo Cristo que allí se venera; luego al Pilar iría con otra ofrenda. En la basílica acordaron, pues, los dos caballeros reunirse, y de allí, terminadas las devociones, se irían a un café, después a otro, hasta encontrar a sus buenos amigos militares, de guarnición en la plaza.



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ArribaAbajo- XXXIV -

Cumplido el programa tal como por la mañana lo indicaron, comieron los dos caballeros con varios oficiales en la Fonda Nueva, establecida en la calle de San Gil, y hasta la noche no les fue posible zafarse del lazo cariñoso que la amistad les echaba para retenerles. Al verse solos en su posada, D. Fernando y el Coronel soltaron la sin hueso, que no era poco ni baladí lo que tenían que decirse. El que provocó las explicaciones fue Ibero, diciendo: «Grande es tu idea. Has querido resucitarme y volverme la vida militar, porque adivinaste la falsedad de mi inclinación a la religiosa, y me has traído, como se trae a los locos o enfermos, con sutiles engaños. Pero has de dejar a un lado ya la farsa piadosa, porque resuelto yo a obedecerte ciegamente, lo mejor para conducirme será la verdad».

Respondió el caballero reconociendo los artificios hasta entonces empleados, y ofreciendo que no se repetirían, pues ya no tenían objeto. Resucitado el amigo, ya no restaba más que dar a la conciencia de éste la definitiva paz. La   —336→   falta gravísima de Santiago Ibero, causante de todo su trastorno, no podía ser borrada más que con el perdón de la ofendida niña de Castro, y para que aquél tuviese la debida solemnidad y eficacia, era forzoso que el pecador, apadrinado por su amigo, fuese a La Guardia...

Sin dejarle concluir, propuso Ibero que todo aquello del perdón solemne se hiciese por escrito, pues era para él muy duro dar la cara después de su mal comportamiento... No, no mil veces: la idea sólo de verse ante Gracia le turbaba de tal modo, que de fijo no podría, no, afrontar la presencia de la dama ofendida, de aquel ángel de paz y de amor, sin perder el conocimiento. Salió D. Fernando al encuentro de estas razones, diciéndole que considerase los hechos en la nueva situación creada por el tiempo; ya no era Gracia la enamorada doncella, herida por un cruel desaire de su amante; ya casi casi no era mujer, sino criatura celestial, digna de ser puesta en los altares, y ante ella no había que sentir vergüenza, sino anhelos de mística adoración. Ni una palabra le diría la santa niña que pudiera lastimarle, ni de sus labios purísimos saldría la menor referencia o recuerdo del lamentable caso. Podía, pues, el caballero resucitado ir a La Guardia con la mayor tranquilidad, y para que no le   —337→   quedase ningún recelo, le mostraba la carta de Demetria que había recogido por la mañana en la casa de Lazán.

Ávidamente leyó Ibero la epístola. Escrita por la mayorazga con puntual observancia, de las instrucciones que desde Lérida le había dado D. Fernando, en síntesis decía que se despojara el caballero negro de toda cortedad al presentarse a las niñas de Castro, pues ningún desabrimiento había de recibir en la visita, sino un gusto inefable, como el que ellas tendrían de verle. El olvido de las ofensas era la virtud de las almas grandes. Las dos hermanas extremarían ante el Coronel la cortesía y afabilidad que emplear sabían con todos los buenos amigos de la casa. Dispuesta ya Gracia para tomar el camino de las Huelgas de Burgos, adonde la llamaba su destino, o por hablar mejor, los divinos brazos del único esposo digno de tal doncella, esperaba que Ibero llegase antes de su partida, para decirle adiós y manifestarle su fraternal afecto... Algo más decía la carta en explanación de estas ideas. No se hartaba Santiago de leerla, y de todo cuanto decía se penetró, teniéndolo por la misma verdad, sin sospechar el gracioso engaño con que la mayorazga le facilitaba la vuelta al amoroso redil. Tal era el carácter candoroso y leal de aquel   —338→   hombre, que en su mente no penetraba la malicia sino con gran trabajo, y para todas las ideas nobles y puras, aunque fueran mentirosas, estaban abiertas de par en par las puertas de su alma.

Después de mirar al suelo y al techo sucesivamente, echando para arriba y para abajo tremendos suspiros, Ibero se levantó y dijo: «Pues vamos a La Guardia... Podrá ese ángel de Dios tratarme con la piedad que dice su hermana... no lo dudo, pues ella lo declara... ¿Mas quién me asegura que Navarridas y mi tío no dirán al verme: '¿Cómo tiene cara este canalla sin vergüenza para venir acá?' En fin, ¿tú lo mandas? ¿Las niñas lo mandan? Pues ya estamos en camino... Pero no precipitemos la marcha, querido Fernando, y demos tiempo a que el bigote se me desarrolle en toda su totalidad, porque... formalmente te lo digo... de mí obtendrás todo lo que quieras, menos que yo me presente en La Guardia con cara de cura, o de semicura...».

A esto objetó D. Fernando que no podían dilatar el viaje, porque Gracia el suyo a Burgos detenía por esperarles, y no era propio de caballeros ocasionar desavío a mujer de tal calidad por razón tan frívola como el tamaño de unos bigotes. Y aun podría ser que hallándose   —339→   Gracia transformada en sus gustos, viera con mejores ojos las caras rapadas que las peludas... No se dio por convencido Ibero, que en todo transigía menos en aquel punto delicado, y acordaron salir al día siguiente, reservándose acelerar o contener su andadura según el grado de lozanía que se fuera observando en el crecimiento del mostacho.

Al partir muy de mañana, en coche, por el Portillo, a tomar la carretera, dijo Ibero a su amigo: «Anoche, querido Fernando, no he podido dormir pensando lo que vas a saber. Se me metió en el magín la idea de que a mi adorada Gracia le ha pasado lo que a mí. ¿No entiendes, hombre? Pues que se ha caído en el pozo, como me caí yo, que la han enterrado, que es una pobre muerta, y que tú debiste emprender, antes de venir por mí, la grande obra de sacarla, o resucitarla, o despertarla, que de todas estas maneras puedo decirlo... Aún será tiempo, chico. Sácala, por los ajos de Corella... Se me figura que la Virgen del Pilar no habría de ofenderse... Todos nos alegraríamos; y que ladren de rabia las mañeras monjas de Burgos.



  —340→  

ArribaAbajo- XXXV -

Fluctuando entre risueñas ilusiones y angustiosos recelos, iba D. Santiago por el camino real que, bordeando la derecha margen del Ebro, enlaza la metrópoli de Aragón con la Ribera de Navarra y con la feraz Rioja. En la Venta de Pepe, a dos leguas de Alagón, donde la partida hizo alto para el necesario repuesto de piensos y comidas, la locuacidad del señor Coronel revelaba una grande expansión de su espíritu. Entre las peregrinas cosas que dijo a su compañero de caballería, la siguiente fue del orden más utilitario: «A ti y a mí se nos ha olvidado un detallito muy importante. Muy lejos ya de las austeridades de Papiol, paréceme que eso del voto de pobreza no reza conmigo. Dígolo, mi querido Fernando, porque ya no tengo idea de lo que es un duro, ni un real, ni un maravedí. Creo que debes completar tu obra de regeneración prestándome algún dinero, para que yo no vaya por estos caminos como un pelagatos de mucha facha y poca enjundia. Ten entendido que no pasaré más allá de Logroño sin hacerme toda la ropa de paisano que requiere   —341→   mi posición social. Los trapitos de Papiol los dimos a un pobre; pero ahora resulto yo más pobre que San Francisco, y de nada me vale tener en Samaniego un lucido acopio de mis rentas. Yo lo destinaba, puedes suponerlo, al fomento de la Instrucción Cristiana; pero... están verdes. Lo dividiré en dos partes: una para mí, otra para la Virgen del Pilar... Con que, ten entrañas caritativas, hombre, y compadécete de este humillado caballero.

Soltando la risa, reconoció Calpena su descuido en materia tan importante, y le dijo que no necesitaba pedir dinero, sino tomarlo del bolsón de Sabas, que era el intendente y cajero de la partida. Todos los bienes de ésta eran comunes, comunes los peligros y venturas, y si el parné se les acababa, practicarían el latrocinio, como galanes bandoleros. Viéndose con tan amplias licencias, poco tardó Santiago en hacer abundante provisión de metálico: cambió en la primera parada onzas en duros y éstos en plata menuda y cuartos, y era una mano rota para dar limosnas a cuantos pobres le salían en el camino. Venían en enjambres, en cuadrillas, en invasoras tribus. El Luceni y Gallur, en Pedrola y Mallén, fue grande el remedio de necesidades y el socorro de gandules pedigüeños. A cuantos clérigos veía, daba Ibero ración   —342→   de plata para los feligreses pobres de sus parroquias, o para monjas que padeciesen hambre y escaseces, y más habría repartido a no andar Sabas tras él echando recortes a su espléndida caridad... Por cierto que al paso por Tudela, Alfaro y Aldea Nueva, notó Santiago que no parecía por ninguna parte la mesnada de los Tacaños de Cintruénigo,que, según lo dicho por D. Fernando, les acechaba en aquellas encrucijadas para embestir con la bandera de Cristina al valiente escuadrón ayacucho. Las risas de Calpena confirmaron a Santiago en lo que ya sospechaba, esto es, que lo de los Tacaños era uno de tantos artificios ingeniosos para llevarle el genio y conducir más fácilmente su espíritu a la regeneración deseada. Insistió Ibero en que su amigo aclarara por completo sus planes, poniendo el asunto en los términos de la más severa verdad; mas no quiso el jefe de la partida correr todo el velo de golpe, y poquito a poco lo hacía, llegando al total descubrimiento en Logroño, donde se determinó que el descanso no sería muy breve.

Alojados en el mismo posadón donde estuvo D. Fernando en los días de sus visitas a Espartero, aprovechaban el tiempo en abastecerse de todo, entre sastres, zapateros y costureras de ropa blanca. La segunda noche que allí pasaron,   —343→   no pudiendo ya el ángel negro contener sus ansias de poseer la verdad, pidió a su amigo el favor de la franqueza. «Por nuestras últimas conversaciones en Alfaro y en Calahorra, he comprendido que desde que me cogiste en Molins de Rey has venido usando diferentes caretas que traías para este viaje. En Lérida y Zaragoza arrojaste las que más disfrazaban tu rostro; pero todavía te pones alguna que, aunque de las más claras, quisiera ver desechada también. Ya con tu compañía de tal modo se me va despejando el caletre, que las cosas que me presentaste como verdades se me antojan grandes desatinos. Déjate, pues, de ficciones, y tenme al corriente de todo, sea lo que fuere. He dado en creer que la noticia del arrebato místico de Gracia y de su monjío es un embuste más, y que aquella divina mujer, agraviada por mí en un momento de ofuscación, es tan santa como yo y como mi abuela. A Gracia no le ha tirado nunca la Iglesia. Si he de decirte la verdad, cuando me contabas lo de su extremada perfección yo no acababa de creerlo, y para entre mí, muy para entre mí, decía: «ésta no cuela, Fernandito...». ¿Me equivoco?

-¿Qué has de equivocarte, si estás hablando como la misma razón? -replicó Calpena-. Ni Gracia es santa, ni beata, ni nada de eso, sino   —344→   una mujercita excelente, delicada, enfermiza, tierna, piadosa de amor, sin más debilidad que quererte como una simple, ni otro deseo que ver entrar por la puerta de su casa al bruto de Santiago Ibero para decirle...

-¿Qué?... ¡Aclárate pronto, por los benditos ajos de Corella!

-Que todo aquel agravio no es más que una broma, que el perdonar es la mayor gloria del corazón de la mujer, y que si tú eres caballero, ella será tu señora, y os casaréis como unos benditos tontos...

Acometido Santiago de una emoción que empezó manifestándose con los tonos más vivos de su altivez, se cuadró delante de su tirano libertador, y le dijo: «Mira, Fernando, que si me engañas de nuevo, no tienes perdón de Dios... No puedo, no, resignarme más tiempo a que juegues conmigo, primero con mi voluntad, después con mi corazón... Pero no; tú no puedes ser un farsante... Dime toda la verdad: entre Demetria y tú os traéis alguna gran intriga contra mí, digo, contra mí no, sino en provecho mío y de toda la familia... ¿Acierto?

-Te mostraré todas las cartas de Demetria -dijo D. Fernando sacándolas de la maleta en que su tesoro guardaba-: lee y entérate... Verás los móviles de toda esta comedia que he tenido   —345→   que representar para hacerte nuestro y restablecerte en tu primera condición; verás también el tristísimo estado de salud, de mortal desconsuelo, a que ha venido la pobre Gracia por tu culpa, y la obligación que te impuso Dios de devolverle la salud y la vida... Toma, hijo... ahí lo tienes todo: ya para ti no hay secretos. Te dejo, para que a tus anchas leas, sientas y medites».

Salió Calpena, dejando en sus manos el papelorio, y se fue a ultimar la compra de diferentes prendas de vestir para los dos caballeros, y principalmente para Santiago. Al regresar a la posada encontró a éste abrumado en un sillón ante la mesa, la cabeza en ambas manos sostenida. Las cartas estaban en dos montoncitos, uno de los cuales parecía intacto. «¿Has leído? -preguntó al Coronel.

-Todo no -replicó éste, encarando hacia el amigo su demudada faz-; pero sí lo bastante para conocer lo que ignoraba... También te digo que no es muy nuevo para mí lo que dicen las cartas; yo lo sospechaba... En Papiol, más de cuatro noches soñé todo esto.

-Y leído el protocolo, ¿qué piensas, qué sientes?

-Que Gracia es señora tan alta, tan hermosa por su constancia y su perdón, que ahora   —346→   me entra a mí el furor de ser digno de tal dama. De tu Demetria no puedo decirte sino que mujer no me parece. Te casas con el Padre Eterno.

-Motivos tienes para estar contento, y te veo triste.

-Triste de puro alegre, y medroso de tanto bien. Ahora doy en pensar que llegaremos tarde... o que estoy soñando, que la felicidad para que sea cierta... No pueden trocarse tan fácilmente y por arte mágico los males en bienes... Dime tú: ¿no podríamos seguir nuestro viaje con el vuelo de las águilas? Salgamos ahora mismo; no perdamos una hora, ni un minuto... ¿Llegaremos tú y yo a La Guardia? ¿No se abrirá la tierra en el camino y nos tragará? ¿Veremos, tú a Demetria, yo a Gracia, los dos a las dos... vivas, gozosas de vernos, más gozosas aún de ser nuestras mujeres?»




ArribaAbajo- XXXVI -

Antes de salir de Logroño, fue asaltado D. Fernando de ideas tétricas. Recapitulando en su memoria los incidentes de la captura de   —347→   Ibero y el largo viaje, se decía: «Este séptimo trabajo que mi mujer me impuso ha resultado tan fácil, que debemos dudar de su desenlace lisonjero. No he tenido que afrontar peligros, ni que dar batallas, ni que vencer obstáculos serios de la Naturaleza y de los demás hombres. Si después de tantas felicidades, llegáramos al fin del trabajo viendo realizado todo lo que apetecíamos, se alteraría el orden natural de las cosas humanas. Me apoderé de Santiago con la más tonta y rudimentaria de las maniobras; nadie me persiguió; ningún impedimento me ocasionó molestias; fácilmente también vi al pobre enfermo del alma renacer a la vida y a la razón, declarándome sus errores y disponiéndose a enmendarlos. En fin, que el hombre fue mío, y pude modelarlo entre mis dedos y hacer de él lo que a los planes de Demetria y míos conviene. La protección del Cielo ha sido bien manifiesta desde que emprendí el trabajo hasta la presente hora. En lo que falta, es forzoso que algo adverso sobrevenga, pues no hay ejemplo de que las empresas humanas sean en su totalidad tan a gusto del que las acomete. En esta mi aventura, que no merece tal nombre, todo ha sido caminos llanos, todo claridad, y tienen que venir veredas tortuosas y sombras tristes... Es inevitable, de todo punto inevitable,   —348→   pues así está escrito en los libros del Destino, y la religión también nos lo enseña... Me causa miedo el cúmulo de chiripas que han marcado uno tras otro los días de mi expedición. A remachar tanta ventura vienen las cartas aquí recibidas: informada Gracia de que su hombre ha resurgido y es el mismo de los buenos días de sus amores, de que le llevo conmigo y vamos tan contentos a casarnos, cada uno con la suya, se ha curado de todos sus males, y no tiene ya más enfermedad que la manía de contar las horas que faltan para nuestra llegada... No, no; tanta dicha es imposible. Vería yo más lógica en el destino de los cuatro si al aproximarnos a Samaniego (adonde Demetria nos manda ir), supiéramos que Gracia había caído con calenturas, o que había ocurrido un incendio en la casa de La Guardia... salvándose todos, por supuesto. También sería lógico que mi cautivo, próximo al fin de nuestras ansias, se cayera del caballo y se descalabrara... Con estos contrapesos de las facilidades y dulzuras del viaje, podría yo esperar un éxito dudoso, agridulce; con tantas venturas y todo tan ordenadito, no puedo creer sino que algún golpe nos espera, y alguna desazón muy gorda nos prepara la Providencia, el Acaso, Dios, en fin; pues si no, habría que suponer   —349→   alteradas, en provecho nuestro, las leyes de la vida, que ordenan la contraposición y enclavijado de males y bienes. Tiene que ocurrir algo malo: lo que será, no lo sé. Tal vez que al vadear el Ebro nos ahoguemos Santiago y yo... que a Gracia la muerda un perro rabioso... o que... vamos, que Demetria se dé un pinchazo en un ojo con las agujas de hacer media, y se me quede tuerta... o que a mí me salga un grano en la nariz que me ponga como un adefesio...».

Semejantes eran en pesimismo y sombrío recelo los pensamientos de Santiago, a quien la contemplación de tantas dichas inspiraba la angustiosa sospecha de terribles desastres. En la posada de Fuenmayor dormían los dos, en sendos camastros, distantes uno de otro como dos varas, cuando despertó Ibero con fuertes voces: «Fernando, Fernando, ¿duermes? Despierta, y dime si lo que veo es realidad o sueño... Me muero de congoja... Escucha: he soñado lo más horrible, lo más espantoso que puedes figurarte. ¡Se ha muerto Demetria!

-¿Cuándo?... ¿De qué muerte? -dijo Calpena saltando en el lecho y poniéndose de rodillas.

-Esta noche... de muerte repentina... un ataque al corazón... lo mismo, Fernando, lo   —350→   mismo de que murió su mamá... lo he visto, lo he visto... No es la primera vez que un sueño me ha revelado sucesos reales... tristísimos, ¡ay!

-Pues yo -dijo el otro con voz cavernosa-, cuando me despertaste con tus gritos, soñaba que se había muerto Gracia.

-¡Las dos muertas! Eso no puede ser; sería demasiado... ¡Pero quién sabe!... Quizás la una muriese del dolor de ver expirar a la otra... Es lógico.

-Serenémonos -dijo Calpena-. Cierto que podrá ser. ¿Sabes lo que se me ocurre?

-Lo que a mí: levantarnos, pasar el Ebro. Al amanecer estaremos en La Guardia.

-Eso no: Demetria y Gracia nos mandan ir a Samaniego.

-¡Pero si se han muerto!...

-En este caso, si Dios ha llamado a sí a nuestras mujeres, vamos al Ebro, no para pasarlo, sino para ahogarnos en él... Lo que se me ha ocurrido es mandar un propio...

-Sí, que vaya un propio... Me levantaré; no puedo dormir. Que salga Sabas inmediatamente. Imposible vivir en esta inquietud. Queremos saber si viven y están buenas.

-Irá Urrea. A Sabas le necesitamos al lado nuestro. Si he de decirte la verdad, buen Santiago,   —351→   aunque estoy persuadido de que no llegaremos al término de nuestro viaje sin que nos ocurra una desgracia, no pienso que ésta sea tan grande como el fallecimiento repentino de nuestras esposas.

-Dios te oiga. Y dime: en tu sueño, ¿de qué muerte moría mi adorada Gracia?

-De la mordedura de un perro rabioso.

-¡Por los ajos de Corella! -exclamó Ibero, sentado ya en el camastro, dándose un puñetazo en la rodilla-. Eso mismo pensaba yo ayer tarde, y a todo perro que veía le arreaba un fuerte latigazo... Pues tú dirás lo que quieras, pero yo no estoy tranquilo.

-Ea, tengamos juicio: el mal que ha de venir... porque, eso sí, tiene que venir... no puede ser tan extraordinario... Y puesto que el dormir es imposible, y no hay descanso para nosotros, salgamos a pasearnos por el pueblo en la deliciosa oscuridad... Pero no, ¡demonio!: hace un frío horroroso, y no tendría maldita gracia que cogiéramos una pulmonía.

-Lo que yo haré será aguardar un poco, y al toque de alba me salgo, me meto en la iglesia mayor... Algo tengo que hacer allí. Miremos al cielo, Fernando, en esta ocasión crítica. Si los sueños que hemos tenido no son verdad, pueden serlo, o tal vez se nos preparen sorpresas   —352→   menos terroríficas... Déjame a mí. Seamos buenos cristianos.

Bajó Fernando a poner en planta a su gente, y antes de que apuntara el día dirigiose Santiago a la parroquia, palpando paredes, que no era posible de otro modo recorrer las empinadas, tenebrosas y retorcidas calles de Fuenmayor, hasta dar con la plaza. Sin su conocimiento de la topografía del pueblo, fácil habría sido que a la mitad del camino quedara el Coronel perniquebrado y maltrecho; y fue lo peor que llegando por fin al término de su atrevido viaje, encontrara cerrada la puerta de la iglesia. Requiriendo su capote, arrimose al muro y esperó; a poco llegaron dos beatas pobres, de las que acuden a la primera misa, y se maravillaron de verle, y aun se persignaron creyendo que era el diablo en traje de cristiano militar. Dioles él limosna, que tomaron agradecidas, y en esto sintió voces que desde lo profundo de un callejón frontero le llamaban. Claramente oyó: «Santiago, Santiago, ¿dónde demonios estás?» Gran susto le causaron aquellas voces; mas luego conoció que era Calpena quien las daba, y viéndole aparecer en compañía de Urrea, avanzó a su encuentro.

-¿Qué haces aquí? -le dijo su amigo-. Déjate ahora de rezos; no importunes a las potencias   —353→   celestiales, que sin duda están descuidadas... y por ese descuido nos van saliendo tan bien nuestros asuntos... No lo dudes: la máquina del bien y del mal anda descompuesta. Vente conmigo.

-¿Partimos ya? ¿No podré entrar un rato en la iglesia, oír una misa?

-Tiempo tenemos de oír misas... Ahora no, hijo; no pidamos nada... Me da el corazón que ni Dios ni la Virgen del Pilar se han fijado en nosotros... Podría ser que nuestras peticiones despertaran a esta o la otra potencia celestial que duerme, y que alguien de allá arriba cayera en la cuenta de que, trastornado el mecanismo de los acontecimientos felices y desgraciados, tú y yo nos aprovechamos de ese trastorno para robar la felicidad eterna... No pidamos... pueden oírnos... notar el desconcierto, repararlo a escape... y, en este caso, figúrate la catástrofe que nos espera.

-¡Ay, ay, querido Fernando! Estás más loco que yo, que es cuanto hay que decir.

-Más loco que tú... Yo digo que estamos a la puerta del Paraíso, en un momento en que por descuido la han dejado abierta, y que debemos colarnos callandito, muy callandito, sin llamar, sin hacer el menor ruido... chist...».



  —354→  

ArribaAbajo- XXXVII -

Trastornado, en efecto, parecía el buen Hércules. Su voz no era clara ni segura, ni sus ideas las de un hombre en perfecto equilibrio cerebral. «Vente conmigo -dijo a su compañero, cogiéndole por el brazo-, y sabrás lo que pasa. Sigue la broma del Destino, chico, y con tal furor desata los bienes sobre nosotros, que debemos apresurarnos a llegar al fin, antes que venga el estacazo. Démonos prisa... y nada de rezos por ahora. Tiempo habrá... Pues oye: acababas de salir para echarte a rodar en busca de la iglesia, cuando llegó a la posada un propio, mandado por nuestras damas...

-¡Jesús!... ¿Y no se han muerto?

-¡Qué se han de morir, si están las dos buenísimas, como dos manzanas, como dos soles, y hoy de mañanita salen para Samaniego, donde nos esperan!

-Fernando, Fernando, más loco que yo, no me traigas esos cuentos, que me vuelve otra vez el terrible espanto, el miedo al Destino. Imposible que de aquí a nuestro encuentro con las niñas deje de ocurrirnos algún accidente muy malo, pero muy malo».

  —355→  

Llegaron a la posada, donde ya la marcha se disponía, y allí pudo Santiago escuchar de los labios del mensajero las felices nuevas. «¿Estás seguro de que gozan las señoritas de cabal salud? -dijo al mozo con acento de incredulidad-. ¿Alguna de las dos no se quejaba siquiera de dolor de cabeza, o de fatiga en la respiración? Porque con estos fríos andan unos resfriados terribles, que suelen parar en calenturas malignas».

Desmintiendo el pesimismo de Ibero, los motivos de satisfacción se multiplicaban. El propio, juntamente con el recado verbal, había traído una carta de Demetria, que D. Fernando dio a su amigo para que la leyese. Sólo decía que la salud de toda la familia era excelente; que Gracia deliraba de puro contenta, y que las dos saldrían temprano para Samaniego. Concluía recomendando a los expedicionarios que por acelerar su viaje no vadearan el Ebro por Tronconegro, sino que se subieran a Briones y pasaran el puente, yendo en derechura de Ávalos. Este camino era el más seguro en tan rigurosa estación. Las últimas frases eran un tanto escamonas, como un eco de los presentimientos fatídicos de los dos andantesayacuchos. Decía la dama: «Tanta felicidad me llena de inquietud, y la disposición venturosa de los   —356→   sucesos, sin ningún percance, sin ninguna sombra, me hace temblar... ¿Nos permitirá Dios que veamos llegar sanos y salvos a nuestros caballeros? Y a nosotras, ¿no se nos caerá el cielo encima antes de verles?... No perdáis tiempo, amiguitos... Tened mucho cuidado. Veníos por Briones. Confío en Dios».

No fue para Ibero muy tranquilizadora la esquela de la mayorazga, y aunque de pronto no dio a conocer sus nuevas inquietudes, cuando iban de camino hacia Cenicero, ya en pleno día, extremó los reparos y cavilaciones: «Hablando ingenuamente, después de la cartita veo menos claro que antes. ¿Por qué no trazó Gracia algunas líneas al pie de la escritura de su hermana? Francamente, el silencio de mi novia no tiene explicación. Doy en pensar que no ha concluido la farsa, que me traes aquí con un objeto que ignoro, que... vamos, lo diré tal como se me ocurre... Pienso que Gracia no existe, que Gracia es un mito».

Soltó la risa D. Fernando, y por sosegar al fatalista díjole que aliviado se sentía de aquel delirio de los presentimientos; que en el orden natural del cielo y de la tierra está la repetición y constancia de los bienes, como lo está la suerte contraria en casos mil; que así como es frecuente ver que sobre tal o cual   —357→   hombre caen las desdichas con aterrador encadenamiento, del mismo modo acaece que llueven felicidades, sin que se vea el término de ellas. Negó con energía D. Santiago el segundo punto, y con ejemplos reforzó sus negaciones. Esperaba con cristiana conformidad los infortunios que Dios le mandara, y se condolía de que su amigo le hubiera tan intempestivamente arrancado de la puerta de la iglesia, impidiéndole rezar un poquito, que buena falta hacía para dulcificar las iras celestiales. A esto replicó el buen Hérculesque se reconocía culpable de la necedad de no dejarle entrar en la iglesia, y la explicaba por el temor de irritar a Dios pidiéndole gollerías. Fue como un pánico irresistible... Pero pronto se le despejó la cabeza, y ya se reía de los disparates que había pensado y dicho aquella mañana. No obstante su equilibrio, seguía lleno de ansiedad, y no respiraría mientras no viese claro y feliz el desenlace en los campos de Samaniego.

-Pues hay otra cosa, Fernando -dijo Ibero-, que a mí me trae con el alma en un hilo. No quería hablar de esto; pero mejor es que lo sepas. Nos manda la señora que no vayamos por el vado de Tronconegro, sino por el puente de Briones. Malo debe de estar el vado, es cierto, porque con las nieves últimas vendrá el   —358→   señor Ebro con las narices hinchadas. ¿Pero tú no sabes que el puente de Briones amenaza ruina, y que el invierno pasado le echaron tapas y medias suelas en uno de los estribos, con lo que se quebrantó más, y ahora todos los que lo pasan van con el Credo en la boca? Mira tú: tendría gracia que estuviese decretado por Dios el hundimiento del puente en el instante preciso de pasar nosotros... ¡Por los ajos de Corella, no me digas que es imposible!

-Hombre, imposible, como imposible, no. ¿Pero tan desgraciados habíamos de ser que...?

-Es lógico, querido Fernando, es lógico que tantas dichas no sean eternas. ¿Quién te dice que no se nos prepara un tremendo desquite del aluvión de felicidades que disfrutamos sin merecerlas? Yo no aseguro que se caiga el puente... Digo tan sólo que el hundimiento sería natural y muy puesto en razón... Y otra cosa vengo pensando. Veo yo una idea sublime y espantosa en esa casualidad, digo, providencia, de que sea Demetria el instrumento designado por Dios para darnos el tremendo jicarazo, pues ella es quien nos lleva por arriba, que yo, francamente, guiándome de mis impulsos naturales, al paso por Briones preferiría el vado de Tronconegro, con todos sus peligros...

  —359→  

-Cállate, cállate, por Dios -dijo Calpena palideciendo-, que ya me contagias otra vez de tu pesimismo. Venzamos, querido Santiago, estas manías, que no son más que una flaqueza de nuestros cerebros fatigados. No pensemos en desgracias ni horrores, y adelante, confiados en Dios y en nuestras damas, que con sus divinos alientos nos hacen invulnerables.

Ni con estas envalentonadas expresiones, dichas con el doble objeto de animarse a sí propio y de animar al amigo, se tranquilizó Santiago. Por todo el camino hasta Briones fue taciturno y suspirante, viendo la reproducción de su lúgubre fatalismo en objetos diferentes que a su paso encontraba. Un árbol escueto se le representó como diablo burlón que, después de reírse de él cuando pasaba, le seguía buen trecho amenazándole con una vejiga; un gato acurrucado en el alféizar de una ventana con rejas, tenía la mismísima cara del rector de Papiol; un esquinazo de vieja casa en ruinas, con podridos aleros y ahumado escudo, era un monstruo que le amenazaba echando fuego de sus ojos. La bandada de palomas que del terrible esquinazo levantó el vuelo al paso de la partida, describió extrañas curvas, en las cuales vio el Coronel letreros que decían cosas muy malas. En tanto D. Fernando, sin quitar   —360→   los ojos de un negro celaje que aparecía por el Norte, decía: «Es lo que nos faltaba: una nube, el diluvio, un fuerte golpe de nieve que nos detenga, una crecida repentina que arrastre el puente, o una descarga de rayos y centellas que nos abrase a nosotros o a nuestras benditas mujeres. Estamos divertidos, como hay Dios».

Comieron o hicieron por comer en Briones, que ninguno de los dos tenía gana, y se lanzaron al paso del puente. Los vecinos aseguraban que no había cuidado, como no viniera una fuerte riada. Santiago se anticipó diciendo: «Si hemos de perecer, sea yo el primero que caiga, por haber dudado...». Y pasó, pasaron todos felicísimamente, y tras ellos y delante, mulos y personas pasaban también sin el menor recelo. Y como si la Naturaleza quisiera festejar la dichosa entrada de la caravana en el territorio alavés, fin y objeto de sus ansias amorosas, disipose la nube que había infundido tanto miedo a D. Fernando, y un sol espléndido iluminó los campos y los lejanos montes. El paisaje soltaba una juguetona risa, y los dos caballeros respondieron a ella con expansión dulce de sus oprimidos corazones.

«Santiago, ya no temo nada, ya estamos en casa -dijo Calpena a su amigo-; y por más   —361→   que te devanes los sesos, no discurrirás una desgracia que en tan corto tiempo puede sucedernos.

-Todavía, todavía -murmuró el ángel negro, poniendo frenos al júbilo que en él se desbordaba-. Mientras más cerca estoy del fin, más trabajo me cuesta desechar la pícara idea de que Gracia es lo que llaman un mito.

-¡Tú sí que eres un mito!... -dijo Calpena rebosando de gozo-; el mito de la desconfianza. Adelante.

Pronto distinguieron las primeras casas de Ávalos. Paró de pronto el buen Hércules su caballo, y señalando a un punto lejano, gritó: «Santiaguillo, ¿no distingues allí dos manchas o dos cuerpos negros?

-¿Son ellas?

-No, que son ellos: dos reverendos curas.

-Ya, ya los veo... son mi tío y D. José Navarridas, que vienen a traernos alguna mala noticia.

-Ya se acercan, montados en sendas burras... ya nos han visto. Navarridas nos saluda; Baranda levanta en alto el paraguas cerrado, que abulta como una manga cruz».



  —362→  

Arriba- XXXVIII -

Dos minutos tardaron en estar al habla, en saludarse con exclamaciones de alegría loca y en darse apretadísimos y palmeteantes abrazos. Según afirmaron los reverendos, a la media hora de andadura encontrarían a las niñas, que, paseando despacito, venían por la vega de Samaniego, y ya la impaciencia de los dos caballeros no pudo conceder a la cortesía más que breves segundos. «Dejen las borricas y métanse en el coche -dijo Calpena a los curas-, que nosotros nos adelantamos al trote...».

Así lo hicieron. «Y ahora, ¿dudas? -fue lo único que D. Fernando dijo a su compañero.

-Hombre, espérate un poco. ¿Ves algo?

-Es pronto todavía. Como tenemos el sol enfrente, su resplandor nos encandila. ¿Ves tú algo?

-¿Qué he de ver, ajos de Corella, si me estoy quedando ciego?

-¿Has mirado fijo al sol?

-Sí... hombre... me pareció ver en el sol una cara que me decía que no desconfiara más...».

  —363→  

Paró Calpena, paró Santiago. El primero prorrumpió en gozosas exclamaciones... «Mira, mira, bruto, ángel negro maldito. ¿No ves allá dos puntos rojos? Son las sombrillas. Pica bastante el sol... ¿No ves como dos gotas encarnadas en medio del gris de las tierras y de los viñedos sin hoja?

-Espérate un poco... No veo, no veo. Con esta tontería de mirar al sol, no veo más que soles por todas partes: soles violados, soles verdes, soles amarillos... Corramos. ¡Hala... al galope!

-Allí están... ¿las ves ahora?... Nos han visto: nos saludan con sus pañuelos...

-Ahora sí, ahora sí las veo; pero las veo violadas, verdes; estoy encandilado de mirar al mañero sol... Sí: veo las sombrillas, los pañuelos... Fernando, grande amigo, no sé qué me pasa... Me caigo del caballo... Lleguemos hasta aquellos árboles, y allí nos apearemos.

Dicho y hecho: las niñas avanzaban, agitando pañuelos y sombrillas.

«¿Dudas todavía?

-No dudo, no; pero siento un miedo horrible, una vergüenza que... Fernando, deja que me arrime a este arbolito...

-Bestia, no temas... Míralas qué guapas, míralas qué esbeltas, míralas qué gozosas, míralas   —364→   llorando de emoción de ver a sus caballeros, la tuya por ti, la mía por mí... ¡Ánimo, Santiago, y a ellas!

-¡Oh!, déjame; ya voy... Siento ganas de arrodillarme.

-Nunca. ¿Lo ves, ves cómo todo es buena suerte, cómo estamos aquí, y aquí están ellas? Observa que de los cuerpos y de las cabezas de las niñas de Castro sale un resplandor celestial.

-Sí, sí: lo veo. Son mitos, digo, ángeles, ángeles efectivos, que mañana serán nuestras mujeres...

-Observa mejor: la gran luz, el fuerte resplandor que nos ciega, sale de Demetria.

-Sí, sí; es el Padre Eterno. ¡Oh, qué alegría! Ya no temo nada. Soy más valiente que Dios, y al que lo ponga en duda le enseñaré quién es Santiago Ibero. ¡Fernando, a ellas, a nuestras divinas hembras, a nuestras esposas! Ya están aquí. Ellas lloran; nosotros, no. Abracémoslas, cada uno a la suya... y fuerte, fuerte. Yo beso a la mía.

-Y yo a la mía.

En todo lo restante no hubo más que plácemes, alegrías y gratitudes al Señor por tantos y tan bien ganados bienes, y llegó el día del doble casamiento, que fue principio de una era   —365→   matrimonial gloriosa y fecunda. De esto se hablará en otra parte de estas historias, alternando con sucesos graves, como la caída del gran Ayacucho, y el cuento de unas bodas más afamadas y no tan venturosas.




 
 
FIN DE LOS AYACUCHOS
 
 


Madrid, Mayo-Junio de 1900.