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ArribaAbajo- XI -

Lo que menos pensaba D. Fernando, al entrar en el cuarto que le dispusieron, era que aquella misma noche y por inesperado conducto había de conocer algunos hechos que le descifraban el enigma de la familia de Idiáquez.

«Señor -le dijo Sabas cuando entró a prestarle servicio de ayuda de cámara-, si no tiene mucho sueño le contaré los chismorreos de la casa de D. Beltrán, que me ha estado refiriendo su espolique Tomé, el cual habla por siete, y se pirra para sacar a relucir las... cosas de sus amos».

-Cuéntamelo, por Dios, aunque ello sea tan largo que no acabes hasta mañana, y procura que nada se te olvide de esas hablillas de tu amigo, sin reparar que sean mentira o verdad.

-Pues sabrá su merced que este vejete salado y su nieto D. Rodrigo están a matar. D. Beltrán ha sido toda su vida un disipador de lo suyo y de lo ajeno; como que no ha hecho más que divertirse y darse buena vida en los Parises y otras tierras de vicio. En cambio, su nieto ha salido tan allegador y de puño tan cerrado, que no hay más que pedir. Vea su merced trocados los papeles: el viejo pródigo y manirroto, como un muchacho que está en la edad del gastar; el   —104→   chico agarrado a la cuenta y razón, como un viejo que mira por el orden y la hacienda. Me nacieron los dientes oyendo decir que D. Beltrán ha sido y es el primer calavera del Reino, y que se ha pasado la vida en comilonas, cacerías, recreos y larguezas de príncipe, con mucho aquel de buenas mozas, y viajes para acá y para allá. El lujo de su casa y los trenes que tenía daban que hablar, señor. Verdad que otro más generoso y más galán no le hubo: él se divertía; pero lo pagaba bien. Y a su puerta no llegó ningún pobre que se fuera desconsolado. Semejante a D. Beltrán en lo dadivoso, aunque menos caballero, fue su hijo D. Federico, a quien llamaban D. Fatrique o D. Futraque; y entre uno y otro dejaron en los huesos la casa de Urdaneta, tan poderosa antes... la cual quedó hecha polvo; y con los restos de ella, y el caudal no grande, pero limpio, de los Idiáquez, ha podido Doña Juana Teresa, Marquesa de Sariñán, esposa del D. Futraque y madre del D. Rodrigo, amasar una fortunita, que es la que ogaño quieren hijo y madre librar de las manos pecadoras de este vejete... Desde la muerte del D. Federico, la señora viuda y el Marquesito ataron corto al abuelo. Este rezongaba; ¿pero qué remedio tenía más que bajar la cabeza? Cada poco tiempo, gran pelotera en la familia, porque D. Beltrán pedía ocho para sus necesidades y no le daban más que tres. Si corto le ató la señora, más corto hubo de atarle el nieto al llegar a la edad de gobierno, y al hacerse   —105→   cargo de manejar el caudal. Cada día le daban a D. Beltrán menos de aquí, y el pobre señor, con el aguijón de sus vicios rancios, trinaba y se le comían los demonios. Había venido a ser un niño, el niño de la casa, el señorito juguetón y travieso a quien se dan los domingos unas pesetillas mal contadas para que se divierta. A la postre, viendo que no podían hacer carrera de él, y que cuanto más le daban, más pedía, le privaron de emprender viajes, quitáronle coches y caballerías, y hasta le tasaron el tabaco... Tan desesperado se vio el niño anciano, que fue y quiso despeñarse por una gran sima que hay más allá de Cintruénigo; pero... lo dejó para otro día. Y también se fue una noche hacia el Ebro para darse un remojón; sólo que por estar el agua muy fría, no se determinó.

Lo demás que refirió Sabas, repitiendo los anales transmitidos por el cronista de la casa de Idiáquez, Tomé Torres, quedó bien presente en la memoria de Calpena, que con aquellas noticias se durmió, aplacada la sed de su curiosidad. Cuando se veía D. Beltrán en extremas apreturas, porque sus proveedores le fiaban y no hallaba medio de pagar, tomaba dinero a préstamo, pues por artes del demonio su crédito era grande en aquellos pueblos, y la casa no tenía más remedio que pagar las deudas contraídas por el gran niño, para evitar desdoro y escándalos, resultando de aquí mayores disturbios entre los tres, abuelo, nuera y nieto. Últimamente,   —106→   al tratarse en familia el magno asunto de la boda con la mayorazga de Castro, iniciado por Doña María Tirgo, D. Beltrán no intervino para nada. Mostrose después algo inclinado a la oposición; pero su nieto lo estimó como un artificio para obtener dinero, y se mantuvo en sus trece, dejando al anciano que saliese por donde le dictasen sus marrullerías. El venir a La Guardia con la familia, no fue por acompañarla en las vistas precursoras de matrimonio, ni por gusto de visitar a las niñas y a sus tíos, con quienes tuvo siempre amistad. Era que el noble Urdaneta, cuando los de Cintruénigo le sitiaban por hambre, arrancábase como los lobos en tiempo de nieve. Del primer tirón se iba a Villarcayo a que le sacase de apuros su hija Valvanera, esposa de un ricachón: allí pasar solía grandes temporadas explotando a su yerno, hasta que este y la hija se cansaban, y con buenos modales le reexpedían para Cintruénigo.

Con su servidumbre salieron los tres de la casa señorial y tomaron el camino de La Guardia. D. Beltrán se había procurado algún dinero, no se sabe cómo, y llevaba su tren de costumbre: mula bien aparejada, los criados con las maletas, y cuanto pudiera necesitar un gran señor que viaja por recreo. En La Guardia hicieron alto los Marqueses de Sariñán y el Sr. de Urdaneta, con el objeto que ya se sabe. Alojados en la Rectoral, no faltaron querellas entre el abuelo y el nieto por la eterna cuestión de   —107→   ochavos; mas todo quedó en la familia, sin que Navarridas se enterara. Instaba este a D. Beltrán a que se quedase por lo menos una semana; pero el prócer, pretextando negocios apremiantes y el deseo ardiente de abrazar a su hija y nietos de la otra banda, dejó los ocios de La Guardia al día y medio de reposo. Cabalgando a los alcances de Calpena por los mismos caminos, reuniéronse en la venta de Trespaderne, donde ocurrió lo que referido queda hasta la noche en que mudaron de cuarto a Fernando para evitarle la desazón de los ronquidos. Durmió tranquilamente el joven, sin que turbase su sueño el sonambulismo de la moza bonita, como anunciado le había D. Beltrán, y por la mañana, cuando Sabas le ayudaba a vestirse, entró Tomé Torres a decirle de parte de su señor que le esperaba para tomar juntos el desayuno.

«¿Y para cuándo -dijo Calpena a su noble amigo, sentado frente a frente en la cocina, tomando chocolate-, para cuándo calcula usted que se verificará la boda?».

-¿Qué boda?

-La de su nieto con Demetria. Supongo que de las vistas saldrá la conformidad de ambos...

-O no... ¿Usted qué sabe? Podría suceder que el trato determinara una repulsión, un antagonismo de caracteres... Perdóneme querido Calpena; pero no puedo ser más explícito. El respeto que debo a la familia me veda extenderme más en asunto tan delicado...   —108→   Y si usted no se ofendiera, le diría que nuestra amistad es muy reciente para que pueda yo ponerle en autos de mis desavenencias con Rodrigo. Mi nieto y yo no congeniamos. Su carácter es radicalmente opuesto al mío... En cuanto a la boda, no pienso en intervenir para nada en ella. Allá se entiendan.

-¿Acaso teme usted que D. Rodrigo no sea feliz?

-Quizás... y puesto a temer, no estoy muy seguro de que Demetria alcance la felicidad al lado de mi virtuoso nieto.

-¡Oh!, eso es imposible.

-O es usted un inocente, querido Fernando, o se pasa de listo y pretende de mí que le diga lo que sabe mejor que yo.

-D. Beltrán, ignoro por qué me habla usted de ese modo.

-¿Quiere las cosas claras? Pues allá van las cosas claras. Me equivocaré mucho si no resultara el completo fracaso de los planes de Doña María Tirgo. Soy perro viejo; conozco el mundo, y el corazón de las niñas casaderas no tiene para mí ningún secreto. El fracaso puede venir, o porque Demetria no guste de mi nieto, o porque esté enamorada de otra persona.

-¡Oh, no creo...!

-Pues si es usted simple, yo no, a Dios gracias, y ahora sí que lo afirmo resueltamente. Demetria no puede elegir ya. Su corazón pertenece a otro.

-¡D. Beltrán...!

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-¡D. Fernando! Advierta usted que habla con setenta y ocho años de experiencia, de observación y conocimiento de las humanas pasiones. Me basta una palabra, un gesto; me basta el tono, el acento de una frase, para comprender lo que pasa en el ánimo de quien la pronuncia... He pasado un día en la casa de Castro. Allí me contaron sucesos, escenas, lances, aventuras... las he oído de boca de Navarridas, que las reviste de su candor. Las he oído de boca de las niñas, que en ellas ponían su alma. No he necesitado más. Salí de La Guardia con la impresión de que Demetria espiritualmente no se pertenece. La pobre niña, sin darse cuenta de ello quizás, ha entregado sus pensamientos y su alma toda a un hombre que no es mi nieto... Ea, no digo más: es usted un gran tuno, si persiste en que yo le regale el oído con mis cuentos de viejo corrido. También usted corre que se las pela. A su edad, sabía yo lo mismo que sé ahora o poco menos... Y punto final. Hablemos de otra cosa.

-Hablemos de lo que usted quiera.

Trataron en seguida de la continuación del viaje. Calpena mostró gran impaciencia. D. Beltrán no tenía prisa. Su opinión era que esperaran tres días más, para ir más seguros. Como D. Fernando manifestase el propósito de seguir solo, le dijo quejumbroso: «Lo siento en el alma, porque me inspira usted una gran simpatía. ¡Y yo que iba a proponerle que se pasara unos días en Villarcayo!   —110→   Verá usted qué agradable familia la de Maltrana. Tengo dos nietas lindísimas».

-No puedo, Sr. D. Beltrán; no puedo detenerme. Créame que lo siento.

-Sí, sí, ya recuerdo: me contó Navarridas que tiene usted su novia en Bermeo, o no sé dónde... que es un compromiso antiguo, un afecto hondo, un lazo indisoluble. ¿Qué es ello? Alguna pasión de estas que nos ha traído el romanticismo. Cuéntemelo usted todo. Siento que mis años, y más que mis años, esta ceguera maldita, me impidan acompañarle... asistirle como amigo, ver y admirar a su amada, que me figuro será muy bella.

-Todo cuanto usted imagine, Sr. D. Beltrán, será pálido ante la realidad de esa hermosura pasmosa.

-Mire usted que yo he visto mucho... por delante de estos ojos, que ahora se empeñan en borrarme los objetos, han pasado bellezas verdaderamente soberanas, bellezas celestiales... sublimes.

-Con todo, si usted viera esta, declararía que antes no había visto nada.

-Hombre, es mucho decir... Me pica usted la curiosidad de un modo terrible.

Y al expresar esto, el rostro de D. Beltrán se rejuvenecía: se le encandilaban los ojos, medio ciegos ya, y se le aguaban los labios.

«Lo que sí estimaré en grado sumo, recibiendo en ello la mejor prueba de su amistad, es que no nos separemos hasta Villarcayo».

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-Si no se detiene usted mucho en el camino, para mí será gran satisfacción.

-Gracias... Y yo le compensaré a usted su esclavitud refiriéndole los motivos de mis discordias con Rodrigo de Urdaneta; seré más explícito en mis apreciaciones acerca del probable fracaso de las vistas de La Guardia; aventuraré algún consejo para que se aproveche de ese fracaso quien debe aprovecharse... ya usted me entiende... En fin, ¿se aviene usted a que vayamos juntos?

-Sí señor; pero no accedo a permanecer en Villarcayo más que horas.

-Bueno... ya se verá eso... Hoy pasaremos aquí el día tranquilamente, charlando de nuestras cosas. Pero, voto a Sanes, no sea usted tan callado, ni me reserve sus afectos, sus planes, sus pasiones con tan extremada discreción. La juventud se ha vuelto ahora más taciturna y sombría que la vejez. Volvamos a los tiempos clásicos, amigo Calpena, y pongamos todos los misterios del alma encima de una mesa y entre dos copas de buen vino.

Propuso Calpena dar un paseo; pero como el cariz del tiempo anunciaba lluvia, quedáronse, después de una corta salida, al amor del fogón, en la cocina hospitalaria, acompañados de gatos y perros, viendo a Sabina y Gervasia mover cacharros y atizar la leña crujiente.

«Amigo mío -dijo D. Beltrán, refrescando memorias de su mocedad borrascosa-, mi experiencia cree prestar a su juventud un   —112→   gran servicio enseñándole con mi ejemplo a poner frenos a la imaginación, a no abandonar lo cierto por correr tras lo dudoso. ¿No me entiende? Pues oiga un poquito de historia personal mía, que se relaciona con la historia del mundo. El año 795 me fui a París en persecución de una hermosura sorprendente, de esas que parecen hechas por Dios para trastornar a la humanidad, para quitarnos el poquito seso que nos queda después de las revoluciones y degollinas que armamos por las ideas, por el pan o por el poder...».

-Dispénseme, D. Beltrán. Ha dicho usted el 95. Me había contado Navarridas que estuvo usted en París de secretario de la Embajada el 89, y que presenció parte de la Revolución francesa.

-Es verdad. Lo tomaré desde más arriba. Yo me casé el 87 con una ilustre dama, sobrina del Duque de Granada de Ega; enviudé el 88, al mes de haber nacido mi único hijo Federico; deseando aventar mis penas, pedí a Aranda que me destinase a una Embajada, y en efecto, fui nombrado segundo Secretario de la de París. Todos los sucesos de la Revolución, desde los Estados Generales hasta Junio del 91, en que el Rey fugitivo con su familia fue detenido en Varennes y llevado prisionero a París, los presencié. Retirose la Embajada, y casi todo el personal volvió a España, y en España y en mis Estados permanecí yo hasta el 95... Como no es mi objeto contarle a usted aquel incendio terrible, la Revolución, voy a mi cuento, y lo sigo repitiendo   —113→   que el 95 me fui a París en persecución de una hermosura sobrehumana, a quien conocí en Zaragoza en casa de mis primos, los Condes de Bureta.




ArribaAbajo- XII -

-Adelante. Loco de amor fue usted a París...

-En pleno Directorio, hijo mío. ¡Qué distinto de aquel París del 88, tan aristocrático, tan tónico y elegante, en medio de los sustos que ya ocasionaba la Revolución incipiente!... Pero ¡ay!, querido, se me ha olvidado un detalle, y tengo que volver un poquito atrás.

-Volvamos... Salió usted de Zaragoza...

-Despreciando un partido de segundas nupcias que me arregló mi buen padre...

-¿Y era hermosa, D. Beltrán?

-Agradable, esbelta, mayorazga riquísima, de familia noble, bien educadita, hacendosa. En fin, una alhaja, querido, incomparable para una vida de descanso, de opulencia prosaica, con probabilidades de larga sucesión, y mucha labranza, recreos de campo y caza... Pero yo no estaba por la prosa. Mi padre quiso sujetarme. Yo me escapé a París, como digo, y aquí viene la moraleja...

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-¿Tan pronto? Según eso, la hermosura ideal que usted perseguía...

-Era un fantasma, y los fantasmas hacen la gracia de no dejarse coger. A los tres meses de revolver todo París buscándola, pues la vida y las circunstancias especialísimas de aquella mujer la rodeaban de misterios, la encontré, sí... En una palabra: la que para mí más que mujer era una diosa, la que en España me juró amor eterno, se había casado con un jefe de policía, protegido de Barras.

-¡Demonio! Pues con la policía parisiense no jugaría usted, D. Beltrán, si es que persistió en perseguir a la beldad fantástica.

-Persistí: soy navarro. Cultivando mis antiguas relaciones, y mariposeando de salón en salón, llegué a ser uno de los predilectos en el de Madame de Beauharnais. Por cierto que... No, no olvidaré la noche en que vi entrar por primera vez a un joven militar, melenudo y pálido, de menos que mediana estatura.

-Ya le veo, ya...

-Era un chico que prometía. Al poco tiempo, la dueña de la casa, que era una gran coqueta, para que usted lo sepa, una coqueta saladísima, y temible, atroz, enloqueció al chico de Córcega. Barras no influyó poco para que se casaran... Pues sigo mi cuento. Conté mi triste historia a Josefina, y Josefina se la contó a Napoleón. A poco de salir este para mandar el ejército de Italia, la generala Bonaparte dio en protegerme, interesándose   —115→   vivamente en mi causa amorosa. La hermosura fantástica no tardó en aparecer en los salones de Josefina.

-Y allí...

-Sí; pero ya el espectáculo del libertinaje parisién me había arrancado toda ilusión. La prodigiosa hermosura se me deshizo en humo... no sé cómo expresarlo. La sociedad del Directorio transformó completamente mis gustos. ¿Quiere usted que lo cuente todo? Pues Josefina me agradaba extraordinariamente, y acabó por enloquecerme.

-¿Y se atrevió usted, D. Beltrán?

-¿Que si me atreví? A fe que era la niña asustadiza. Créalo usted: Napoleón era celosísimo, y algunos, no diré muchos, algunos motivos tenía para ser tan escamón... Y ya no le cuento nada más, porque es usted un niño, y los malos ejemplos no convienen a las imaginaciones juveniles, exaltadas. Basta, pues, basta...

-Corriente. Respeto sus escrúpulos. Pero debo decirle que la lección que ha querido darme no encaja en el caso mío: no hay paridad.

-Eso, usted lo verá... Mire, hijo, cuando el destino nos pone al pie de un árbol de buena sombra, cargado de fruto, y nos dice: «siéntate y come», es locura desobedecerle y lanzarse en busca de esos otros árboles fantásticos, estériles, que en vez de raíces tienen patas... y corren... Yo desobedecí a mi destino, y por aquella desobediencia no he tenido paz en mi larga vida. Créalo: donde no   —116→   hay raíces, no hay paz. Ea, doblemos la hoja.

-Doblémosla. Un momento, D. Beltrán... ¿Y no volvió usted a ver a Napoleón?

-Le vi entrar en París victorioso después de Austerlitz. Años después, cuando la guerra de España, volví allá con mi primo Pepe Villahermosa, con Lorenzo Pignatelli y otros. Era entonces Embajador mi primo Diego Frías, que hizo entonces la tontería de afrancesarse. Don José I le mandó allí representando a la España napoleónica... ¡triste papel! Gran empeño tuvo mi primo en presentarme al chico de Córcega en el apogeo de su grandeza. ¡Y yo le había conocido ciruelo, es decir, novio de la viudita Beauharnais!... Me resistí heroicamente a saludar al verdugo de mi patria.

-¿Y a Josefina?

-Emperatriz, no la vi nunca. Después del divorcio, que, entre paréntesis, le estuvo muy bien empleado, fui un día a la Malmaison a ofrecerle mis respetos. Pero no se dignó recibirme. Era muy lagarta. Murió a los tres meses de mi visita. Fui a su entierro.

Otras anécdotas de su borrascosa vida galante contó D. Beltrán a su amigo, cuidando siempre en sus relatos de poner de relieve lo que sugiriese alguna enseñanza útil al joven Calpena, y esquivando los ejemplos de depravación o cinismo. Terminaban casi siempre las historias con sabios consejos, mandándole que aplicara a su gobierno ciertas enseñanzas, y que en otras pusiese todo   —117→   su estudio en no tomarle por maestro, en hacer todo lo contrario de lo que el biógrafo de sí mismo había hecho. Así demostraba el Sr. de Urdaneta el afecto que con el trato continuo iba tomando a su compañero de viaje, y este, quedándose a media miel en algunos pasajes interesantísimos de la vida del prócer libertino, agradecía el móvil honrado de las frecuentes omisiones históricas.

«No, hijo, no -le decía D. Beltrán, al segundo día, permitiéndose ya tutearle-. Yo he hecho locuras, y no quiero que tú las hagas, no. Eres un chico excelente y muy agudo y entendido. Mereces una vida pacífica y ordenada, por más que sea obscura, y no una vida de ansiedades y tropezones como la mía. Placeres sin fin he gustado; pero grandes amarguras he tenido que tragarme, y heme aquí al fin de la vida, malquistado con mi descendencia... Esto es muy triste, Fernandito, y no lo deseo para ti».

Y cuando iban de camino (pues al fin se arrancaron del mesón de Trespaderne, después de dos y medio días de parada) platicando al paso de la pacífica mula de D. Beltrán, repitió este la parábola del árbol: «No me cansaré de decírtelo, hijo. El que en su camino encuentra un árbol de grata sombra, cargado de fruto, es tonto de capirote si no se planta allí... Si lo desprecias y sigues andando, te expones a no encontrar más que paisajes fantásticos, efecto de eso que llaman miraje. Corres, corres... ¿y qué ves?... pues un magnífico plantío de cardos borriqueros».

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En Villacomparada hicieron otra paradita, que hubo de ser más larga, porque el paso por Medina de Pomar era peligrosísimo. Renegaba Calpena de estos plantones, y a pesar del afecto que iba tomando al viejo, se proponía dejarle y partir solo, arrostrando con su criado los peligros de la facción. Mas Urdaneta, con el poder de su razonamiento, ya grave, ya jocoso, pero siempre sugestivo y cautivador, le aplacaba los fuegos, reteniéndole junto a sí. La confianza, que rápidamente crecía, le fue quitando los escrúpulos de descubrir sus interioridades domésticas, y por fin, una noche, hallándose en la cocina de Villacomparada, se arrancó a decir: «Este nieto mío no sale a los Urdanetas, donde no hubo nunca roñicas. Su madre, que es noble por los Idiáquez, procede, por la línea materna, de los Rodríguez Almonte de Tarazona, que hicieron un gran capital con la usura, y dejaron fama por la miseria con que vivían. A estos sale mi nieto, en quien verás algo de lo que en la opinión corriente se llama virtud; cualidades buenas en principio, pero que dejan de serlo practicadas con abuso y aisladamente. Sabrás que mi nieto mostró desde chiquitín una extraordinaria capacidad para el arreglo: a los veinte años era un prodigio; a los veinticuatro una calamidad. Si le dejaran, arreglaría el cielo y la tierra, y pondría cuenta y razón hasta en los dones de la Naturaleza. Figúrate que tiene veintiséis años, y ya es calvo... sí, hijo mío: se le cae el pelo de tanto cavilar haciendo   —119→   números, y enfilando largas baterías de reales y maravedises. Su calvicie procede también de la sordidez, de la sequedad del entendimiento, donde no han entrado más que los números. Su cabeza es hermosa; su rostro correctísimo, con una expresión glacial. La fantasía no existe en él. Es una máquina de hacer cuentas: no se tuerce, no imagina, no sueña, no teme, no desea... Dime: ¿en conciencia crees tú que el no tener ningún vicio equivale a tener todas las virtudes?».

-¡Oh!, no seguramente. Pero no me pida usted opinión sobre un personaje que no conozco, pues la pintura que usted me hace, con ser muy buena, es pintura, y entre un retrato y su original hay siempre un abismo.

-Es verdad. No quisiera yo decir nada malo de mi nieto... ¡Oh, no!... Quisiera decir mucho bueno... y lo diré, sí; te lo diré, aunque me violente un poco. Rodrigo administra su hacienda como un matemático. Rodrigo es religioso, devoto de la Virgen; cumple con la Iglesia; jamás ha salido de sus labios una blasfemia, ni una palabra mal sonante. Enredos de mujeres nunca los ha tenido... es la misma castidad. Rodrigo no ha tomado nunca nada que no sea suyo: sobre su conciencia no pesa un solo maravedí de propiedad ajena. Rodrigo no dice una mentira ni que le maten; no trasnocha, ni pierde el tiempo en vanas tertulias de holgazanes. Rodrigo no fuma; Rodrigo no bebe; Rodrigo no escandaliza... Con esta pintura, querido, creerás que mi nieto es un santo.

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-¡Oh!, nunca. Veo cualidades negativas. Todo ser humano tiene su reverso.

-Y el reverso es muy feo... Si te empeñas en que yo desdore mi casa dándotelo a conocer, lo haré... Rodrigo desconoce la compasión; para él la caridad es muy semejante a las funciones administrativas, y se reduce a ir juntando ochavos toda la semana, para repartirlos metódicamente el sábado a los pobres que llaman a la puerta de la casa. ¿Quieres que me alabe un poco? No me gusta alabarme; pero lo haré para que me salga el argumento. Si tuviera yo en este instante las rentas que he perdonado a mis caseros cuando se veían apurados por las malas cosechas o por otra desgracia, ¡los pobres!, sería hoy el primer ricachón de España.

-¿Y su nieto de usted no ha perdonado nunca?

-¡Perdonar!... ¡él! Primero se hunde el firmamento. En fin, querido, permíteme que no diga más. No es decoroso para mí sacar a pública vergüenza los defectos de personas de la familia. Yo he sido un disipador, un pródigo, lo reconozco; pero soy el jefe de una casa ilustre; soy un pobre viejo, un glorioso árbol caído, y merezco, si no que se me ame, al menos que se me respete. Juana Teresa me odia porque siempre he sabido ser noble, y ella no, porque los inferiores, los humildes me llaman a mí D. Beltrán el Grande, y a ella Doña Urraca. Es tan corta de alcances, que no ha enseñado a mi nieto más que tres cosas: rezar de carretilla, contar dinero y   —121→   aborrecer a su abuelo... Dos años llevamos de guerra sorda: el pasado rumboso y el presente cominero son incompatibles. Entre la madre y el hijo, rivalizando los dos en crueldad y sordidez, me han reducido a una estrechez humillante... y lo peor es que ponen a prueba mi dignidad, obligándome a pedirles lo que necesito. De aquí las cuestiones, el choque inevitable entre mis apremios y sus negativas... entre mi carácter de noble en decadencia y el de ellos, plebe enriquecida... Yo no puedo menos de ser gran señor... Noble nací, noble moriré... ¿Ver yo una necesidad y no socorrerla? Imposible. ¿Escatimar yo las recompensas a quien me sirve? Imposible. Soy así; me glorío de serlo, y creo que mi piedad es el contrapeso de mis faltas. Me presentaré ante Dios, y le diré: «Señor, he sido un tal y un cual... pero vea Su Divina Majestad estas cositas buenas que aquí traigo en mi haber...». Yo, poniéndome en lo razonable, Fernandito, comprendo que se me tase, que se me sujete a cierta medida, ahora que soy viejo; pero no tanto, no. Ni paso porque mi nieto me trate con esa sequedad administrativa que me envenena la sangre, ni por que trastorne de un modo monstruoso la ley de naturaleza, tratándome como a un niño mal criado, y erigiéndose él en viejo autoritario. Esto es absurdo, esto es repugnante, esto clama al Cielo. ¡Yo un niño calavera... él un viejo regañón!... ¿Has visto...? Tanto él como Doña Urraca se me suben a las barbas, y me riñen con cierta suavidad más cargante aún   —122→   que el desabrimiento, con cierta monita y caída de ojos propias de mojigatos... Un día se escandaliza mi nieto porque, no pudiendo desmentir mi natural obsequioso, digo cuatro chicoleos de buen tono a las muchachas bonitas que van a casa. Otro día se me remonta Doña Urraca porque he ido tarde a misa, porque me escabullo a la salida de la procesión, o porque digo que nuestro capellán es un bendito alcornoque... Y luego me atacan los dos juntos, porque me quejo de la poca variedad de las comidas, o porque no se me dispone toda la ropa blanca que exige mi costumbre de mudarme diariamente; porque hablo de París, o porque sostengo que lo más bello que Dios ha creado es la mujer; porque me río de los que se mortifican y se dan disciplinazos, y sostengo que Dios no nos ha puesto en el mundo para que nos destrocemos las carnes, sino para que nos demos la mejor vida posible y seamos dichosos; porque doy mi ropa en mediano uso al veterinario, al maestro de escuela, o porque me miro un ratito al espejo; porque no quiero arrinconar los retratos de algunas hermosas damas que fueron mis amigas, o por otras mil y mil cosas inocentes, propias de mi edad, de mi hábito noble, de mi condición generosa... ¿Verdad, querido Fernandito, que soy muy desgraciado en mi vejez, y que merezco otra familia? ¡Ay... la entereza me falta!... Me siento decaer horriblemente; creo que el perder la vista es una forma física de la pérdida de la dignidad... Que me muera pronto es   —123→   lo que me conviene. ¿Verdad que debo morirme, para no ser humillado, para no padecer...?

Terminó el pobre anciano sus quejas poseído de viva emoción, que se manifestaba en cortados suspiros, en la humedad de la nariz y de los ojos tiernos, la cual llegó a ser tanta, que hubo de acudir a ella con el pañuelo.




ArribaAbajo- XIII -

«Vamos, D. Beltrán, no se aflija -le decía el joven con sincera y honda lástima-. Sería usted muy desgraciado si fuera esa su única familia. Pero por dicha suya, tiene a su hija Valvanera...».

-Sí, sí... es cierto... -murmuró D. Beltrán sonándose fuerte-. Pero tampoco allá ¡ay!, faltan espinas... No es tanto como en Cintruénigo. Cree que Cintruénigo es para mí un Purgatorio anticipado, donde estoy pagando todas mis tropelías contra la moral, querido Fernando... Pero déjales, que también ellos purgarán sus crueldades conmigo... Sí, me las pagan, me las pagan, y pronto. Dios es justiciero, Dios es vengador, Dios da a cada uno su merecido. Me recreo en mi venganza, en el castigo divino... Tú lo has de ver; no quisiera morirme sin verlo...

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-¿Y qué hemos de ver?

-¿No caes en ello? Pues las calabazas garrafales que le está preparando la mayorazga de Castro... La chica tiene entendimiento, sabe juzgar fríamente las cosas. Imposible que, después de tratarle un poco, deje de ver la sequedad de aquella alma, aquel villano egoísmo, aquella sordidez repugnante; y viendo esto, es imposible que le ame, mayormente cuando su voluntad se encariña con otro hombre, en verdad digno de ella. Demetria no es de estas que se alucinan: no se dejará coger, no, en las redes candorosas de Doña María Tirgo, ni en las astutas trampas de mi Doña Urraca... De modo que... figúrate mi alegrón si triunfamos... y triunfaremos... ¡Ah!, ese roñica ha entrado en La Guardia pensando que pronto meterá en sus baterías de números las rentas del mayorazgo de Castro-Amézaga... No es flojo chasco el que se llevará... ¡Ay!, si Dios me concede que vuelvan a Cintruénigo corridos, no me quedaré sin ir a presenciar espectáculo tan delicioso... Créelo: pensándolo, me rejuvenezco.

A esta última parte de las quejas y resquemores de D. Beltrán, no prestó Calpena toda su atención, porque le distraía un sujeto harto enigmático que momentos antes se había sentado junto al hogar, y no cesaba de mirarle con fijeza impertinente. No era la primera vez que le veía, pues al entrar en Villacomparada se les apareció por delante caballero en un gallardo burro; luego   —125→   se puso a retaguardia, y fue siguiendo la caravana, acomodando al paso de esta el andar de su pollino. No era el tal de aspecto desapacible, ni sus trazas las que suelen caracterizar a la gente sospechosa. Representaba veinticinco años lo más, y era su estatura garbosa y aventajada; su rostro más bien hermoso que feo, aunque ceñudo y lleno de obscuridades; su vestimenta y calzado de hombre rudo, huésped de las alturas pedregosas más que de los valles amenos: zamarra y botas altas, boina, todo de un gris terroso. Si llevaba armas, no se le veían. No hablaba con nadie; consumía fuertes raciones de carne y vino, y comiendo y bebiendo, o sin más ocupación que hurgar el fuego con su vara, empleaba casi todo el tiempo en mirar a D. Fernando, haciéndole objeto de un enfadoso y cansado estudio. Naturalmente, viéndose tan mirado, Calpena le observaba también; y como nada advirtiese por donde pudiera descubrir el motivo de aquel examen descortés, aprovechó las cortas ausencias del sujeto para indagar quién era. Los mesoneros no supieron darle razón. Por el habla parecíales vizcaíno: si llevara armas, creerían que era cazador. No le habían oído hablar con nadie más que con el burro, al cual debía de querer como a hermano, pues a menudo daba una vueltecita por la cuadra para verle comer y acariciarle el lomo.

Por la noche, mientras cenaba, observó Calpena que el del asno, sentado a la mesa   —126→   pequeña con otros dos, persistía en mirarle, como si le estuviera retratando. Ya le cargaba tanto aquel tipo, que estuvo a punto de acercarse a él y pedirle explicaciones. Pero consultado el caso con D. Beltrán, advirtiole este que lo más propio de personas principales era no parar mientes en tal hombre, ni cuidarse de él para nada. «Porque ahora resultará que él puede quejarse de la misma impertinencia por parte tuya, pues mirando a ver si miran, ello es que los dos se provocan, y confunden en una sola necedad sus necedades respectivas. Cambiemos de asiento, y así le tendrás a la espalda... Pues a mí también me mira... Voy a echarle un saludo con la mano... ¿Sabes que más que de cazador tiene trazas de chalán o de tratante en caballerías? Verás cómo después de tanto mirar, se sale con la gaita de que le compremos su burro».

Al siguiente día, caminando los viajeros hacia la sierra, pues por alejarse de Medina de Pomar, donde andaban a tiros cristinos y facciosos, tuvieron que dar un largo rodeo, se les apareció de nuevo el caballero del borrico, que casi juntamente con ellos entraba en la venta de Villalomil. «Oye -dijo Don Fernando a su criado-, hazme el favor de llegarte a ese hombre, y con cualquier pretexto averigua quién es, qué demonios busca por aquí, y cómo se llama; y si consigues entrar en confianza con él, le preguntas que por qué me mira». Cuando cenaban los señores, entró Sabas a manifestar   —127→   a su amo el resultado de sus investigaciones, el cual, contra su voluntad y diligencia, era enteramente nulo. Preguntado había, sí, todo cuanto preguntar puede un hombre que sabe su oficio de preguntón; pero el otro no respondía más que un marmolillo. «Es mudo, señor». Observó a esto Calpena que él le había oído hablar con su burro y con el mesonero de Villacomparada. «Pues entonces, señor, sordo es -afirmó Sabas-: más gritos que yo le he dado, no le daría el pregonero de mi lugar, y no se enteraba ni chispa».

Riéronse, y no se habló más del asunto hasta dos días después, hallándose en los altos de Medina, con un tiempo horroroso de agua, viento y nieve, que les obligó a guarecerse en unas cabañas de Recuenco. Despejado un poco el cielo, aprovecharon una clara para seguir su camino en busca de mejor pueblo donde alojarse, y no habían andado media legua cuando divisaron burro y caballero, por vanguardia, saliendo de un bosque. Como a distancia de un tiro de fusil anduvo toda la tarde el desconocido, y al llegar al llano que hay cerca de Valmayor empezó a dar carreras muy lucidas de una parte a otra, cual si quisiera ofrecer a los caminantes una verdadera función de jineta borriquil. Admiraban aquellos las airosas carreras del asno, sus desplantes y corvetas, y celebraron la destreza con que lo manejaba su extravagante caballero. Más adelante viéronle parado junto a unos pastores. Como era indudable que hablaban, ya fuese   —128→   con palabras, ya por señas, mandó D. Fernando a su escudero que se adelantase para pedir informes de sujeto tan extraño.

«Y que le proponga que nos venda el burro -dijo D. Beltrán-, que bien merece se le dé diploma de nobleza, elevándole a la categoría de caballo de orejas grandes».

Volvió Sabas al poco rato con las referencias que le dieron los pastores. No sabían más sino que el tal era bilbaíno y que solía venir por aquellas tierras a tratar de cortas de maderas para las ferrerías. A consecuencia de una enfermedad de la cabeza, se había quedado sordo; y aunque no era mudo, como lo decía todo en vascuence o en un castellano de perros, costaba Dios y ayuda entenderse con él. Le llamaban Churi.

Con esto, que no era poco, hubo de contentarse D. Fernando, creyendo que el señor aquel no estaba bueno de la cabeza. En Valmayor encontraron los viajeros mejor acomodo, y no les vino mal, porque arreció el temporal de duro toda la noche, y fue una suerte que no les cogiera en despoblado. Tres o cuatro días tuvieron que permanecer allí, pues los caminos quedaron intransitables, y la glacial temperatura convidaba a no abandonar la proximidad del fogón. Reíase D. Beltrán de ver a su amiguito tan descontento, y gozoso le decía: «No te apures, hijo, que ya llegaremos, ya llegarás a donde te llama tu locura. Te advierto que no siempre estriba nuestra felicidad en llegar   —129→   pronto a donde queremos ir, como dice un refrán; que yo sé por experiencia cuán venturoso es llegar tarde en multitud de casos, tarde, sí, y cuando ya las cosas no tienen remedio». No sólo sentía Calpena contrariedad y disgusto por los entorpecimientos de su viaje, sino tristezas hondísimas, motivadas por causas que no sabía desentrañar. Encontrábase ya demasiado lejos de la señora invisible; veía muy agrandado el espacio entre su persona y la desconocida y amante deidad protectora. Tantos días sin saber de allá le inquietaban, le entristecían, ennegreciendo horrorosamente la impresión de su soledad en el mundo. Una noche de espantosa ventisca, aburrido y desalentado, sin que lograsen sacarle de su melancolía los cuentos galantes y las festivas anécdotas de D. Beltrán, llegó hasta sentir miedo de seguir avanzando hacia Vizcaya. Casi delirante, pensó que debía volverse. ¿A dónde?, ¿a La Guardia, a Madrid? Ni él mismo podía determinar a dónde le llamaban sus recónditos anhelos. La mañana calmó su confusión, y despejado su cerebro, volvieron a dominar los antiguos planes y propósitos. Adelante, pues, con la orgullosa divisa: A Bilbao por Aura.

Estaba de Dios que en vez de disminuir acreciesen los estorbos que así la Naturaleza como los hombres oponían al generoso anhelo de D. Fernando, porque no bien abonanzó el tiempo y se secaron los caminos, viéronse detenidos los viajeros por un tropel   —130→   de gente que en dirección opuesta corría: aldeanos, mujeres, familias enteras, con sus animales, carros, provisiones y aperos de labranza. Eran meneses fugitivos, que abandonaban sus hogares amenazados por la facción. El pánico de que venían poseídos no les permitía precisar las noticias que daban. A muchos interrogó D. Beltrán, sin sacar en limpio más que el hecho indudable de que los carlistas ocupaban parte del valle de Mena, y seguían avanzando, como con intento de cruzar la provincia de Burgos. Quién afirmaba que componían la expedición seis batallones mandados por Zaratiegui, con muchos caballos y artillería; quién que eran la mitad de la mitad, pero los bastantes para asolar y revolver toda la comarca. Entre tanta gente, hubo algunos que conocían a D. Beltrán, y le dijeron: «Señor, vuélvase, y no piense en ir a Villarcayo. Su familia se ha refugiado en Espinosa de los Monteros».

No necesitó Urdaneta saber más para volver grupas, siguiéndole Calpena de malísimo talante. Desandado el camino, como a unas dos leguas encontraron tropas cristinas, las cuales les anunciaron que en Medina de Pomar no había ya facciosos, y que allí podían refugiarse con toda seguridad, añadiendo que no tardaría mucho la tropa liberal en despejar todo el valle de Mena hasta Valmaseda, guarneciendo el puerto de los Tornos y Sierra Salvada, a fin de cortar el paso del enemigo a la provincia de Burgos.   —131→   Si intentara correrse por las Encartaciones hacia la de Santander, también se le pondrían buenas compuertas en Ramales y Guardamino. Con tantas contrariedades y las repetidas tomas de resignación, había llegado ya Calpena a un estoicismo torvo y displicente. «¿Qué remedio tienes, hijo -le decía D. Beltrán-, más que bajar la cabeza ante el destino, o hablando cristianamente, ante la voluntad de Dios? Bien podría suceder que esto que juzgas adverso fuera todo lo contrario: el principio de tu felicidad».

Y he aquí que Medina de Pomar, histórica villa, les recogió y agasajó rumbosa, pues allí tenía Urdaneta amigos y parientes; y no llevaban cinco días de aquella cómoda residencia, que para D. Beltrán era un descanso y para Calpena una esclavitud, cuando vieron llegar buen golpe de tropas cristinas. Sucedíanse los batallones, que se iban escalonando en los pueblos del valle hasta Villasante; la división de Alaix llegó la primera, con numerosa caballería y trenes de batir; siguió la de Oraa, y, por fin, una tarde vieron llegar, con su lucido Estado Mayor al General en Jefe del ejército del Norte, Don Baldomero Espartero, que se alojó en el Palacio del Condestable.

«En todo ha de tener suerte este Baldomero -dijo D. Beltrán a su amigo, a poco de verle pasar-. Por traer consigo todo lo bueno, hasta el buen tiempo trae. ¿Cuántos días llevábamos sin ver la cara del sol? Lo menos diez. Pues lo mismo es llegar mi hombre que   —132→   se abre un gran boquete en la panzaburra de las nubes, y los rayos del sol salen a juguetear en los entorchados del afortunado caudillo. ¿No advertiste que cuando entraba en la plaza se despejó el cielo y nos vimos inundados de claridad y de un dulce calor? Pues es la suerte, hijo, la suerte de este hombre, que vino al mundo en el signo de Piscis, los Peces, por donde ha resultado que es un pescador formidable. Ya le tienes hecho un Tenientazo General, y no por chiripa, sino ganando sus grados en acciones de guerra, batiéndose con arrojo y con éxito; y no es esto sólo, pues en aguas muy distintas de la milicia ha demostrado que es gran pescador. Aquí, donde me ves, soy su víctima, querido Fernando; víctima de la loca estrella de este hombre, que no pone mano en cosa alguna que no le colme de ventajas. ¿Quieres que te lo cuente? Antes de ir a visitarle... ya me vio al pasar... notarías que me saludó muy afable, sonriendo... pues antes de subir a su alojamiento, quiero satisfacer tu curiosidad, y al propio tiempo ofrecerte una saludable enseñanza que espero te sea provechosa... El año 26 vino Baldomero de América con reputación de valiente soldado, y le destinaron a Pamplona, donde yo residía entonces. Pronto nos hicimos amigos. Él y otros jefes militares, con diversos señores y señoritos de la aristocracia navarra, matábamos el ocio de la tediosa vida de aquella ciudad en la agradable mansión de un amigo nuestro, segundón de Ezpeleta, donde   —133→   teníamos una trinca... hombres solos...».

-Y allí se entretenían en verlas venir... pasatiempo muy de militares más o menos gloriosos, y de nobles más o menos arruinados.

-Tú lo has dicho. Ya me había prevenido Ezpeleta: «No juegues con ese ayacucho, que ha traído de América, con la pérdida de las colonias, una racha espantosa para perdernos a los de acá». Pero yo no hice caso. Dominado por el maldito vicio, una noche nos pusimos a matar el tiempo... En menos de dos horas y media me ganó cuatrocientas onzas... cuatrocientas onzas, querido Fernando, que todavía me están doliendo... Ya ves qué a pelo viene la moraleja. Hijo mío, no juegues, no te dejes dominar de ese vicio insano... Ten mucho cuidado con los héroes; que los afortunados en la guerra no lo son menos en el naipe.




ArribaAbajo- XIV -

-Mi desgracia, lejos de enfriar la amistad con Baldomero, la hizo más firme y cordial. Y en vez de mostrarme vengativo, aproveché la ocasión que me presentó el acaso para prestar a mi desvalijador un gran servicio. Nada, que el chico de Granátula me debe su felicidad, la mayor y más bella victoria que   —134→   ha ganado en el mundo. ¿Recuerdas el consejo que te he dado a ti? Pues hallándose Espartero en una situación de perplejidad semejante a la tuya, le dije: «Hijo mío, cuando encuentres un árbol de grata sombra y cargado de fruto, etcétera, etcétera...». Como tú, el buen ayacucho había encontrado el árbol, y como tú vacilaba, perdido el seso por una hermosura tras de la cual corría sin poder atraparla, una visión ideal... Pero yo, que gusto de encaminar a la juventud por las buenas vías que no supe seguir, no le dejaba de la mano, y en nuestros paseos por la Taconera, o charlando en la casa donde teníamos la timba, le enjaretaba a cada instante mi sermón fastidioso: «cuando encuentres un árbol, etcétera...». Pues el hombre, al contrario de lo que haces tú, se penetró de la sabiduría de mi consejo y se sentó a la sombra. El árbol riquísimo es Jacinta Sicilia, rica heredera de Logroño que se hallaba de temporada en Pamplona con su padre, grande amigo mío. Tuve la satisfacción de apadrinarla en su boda con Baldomero, lo que era un doble padrinazgo, porque la saqué de pila: es mi ahijada... Con que ya ves: pensé darte ahora una sola lección, y te he dado dos: la del juego y la del árbol. Mírate en ese espejo; mírate en ese general de fortuna, que hoy tiene cuanto puede apetecer un hombre: la gloria militar y la felicidad doméstica. ¡Qué mujer se ha llevado! No le echa Demetria el pie adelante en lo honrada y hacendosa, y en hermosura   —135→   se queda a la zaga de Jacintita, que es, para que lo sepas, una preciosidad.

-Contesto lo mismo que antes, Sr. D. Beltrán... No hay paridad. Este D. Baldomero es el hombre de la suerte...

-Nació en Piscis: por eso ha pescado.

-Pues yo debí nacer en Escorpión, signo de la desgracia: todo se me dispone al revés de como lo deseo.

-Ríete de cuentos. Es que haces siempre lo contrario de lo que ordena la lógica.

-Dígame: ¿le ordenaba a usted la lógica ponerse a jugar con Espartero?

-En el juego no hay lógica; no hay más que suerte. Y que Espartero la tenía favorable, no puede ponerse en duda. Oye este golpe que me ha contado él mismo. Hallábase prisionero en no sé qué plaza de América y a punto de ser fusilado, cuando por intercesión de una hermosa dama, a quien obsequiaba el gran Bolívar, consiguió que le perdonasen la vida. Escapó como pudo, y estando en Quilea, en espera de un buque que le trajese a España, encontrose mi hombre sin ropa, sin alhajas, sin dinero, en situación absolutamente precaria...

-¿Y qué?... ¿le deparó Dios un árbol?

-Precisamente. Según ha contado más de una vez, encontró en su camino árboles grandísimos que le convidaban a ahorcarse... Pero no lo hizo... Dios le deparó un alemán, sí, un alemanote rico, que iba también buscando barco. Hospedáronse en un caserío, donde no había nada que comer. Buscando por aquí   —136→   y por allí, encontraron una baraja, y por matar el tiempo y engañar el hambre se pusieron a jugar. ¡Cuando te digo que nació en Piscis!... En un par de horas, Espartero le ganó al alemán ¡diez y seis mil duros! Ya ves: ¿es eso suerte o lógica?

-Es lógica, porque al alemán le quedaría otro tanto, y bueno era partir para que el otro pobre se remediara.

-Puede que estés en lo cierto. En fin, me voy a darle un apretón de manos. Ya habrá pasado todo el barullo de la recepción de autoridades. Espérame aquí, que no pienso entretenerme mucho.

Fuese D. Beltrán a visitar al General en jefe, y Calpena le aguardó en la plaza charlando con algunos oficiales que conocía. Enterose de que los carlistas se cernían sobre Bilbao, lo que le puso en grande inquietud, aunque sus amigos, con optimismo juvenil muy propio de la raza, aseguraban que sería cuestión de días el hacerles levantar el cerco. Espartero no se andaba en chiquitas: hombre de formidable empuje, poseía el don divino de infundir a las tropas su bravura y llevarlas como a rastras a la victoria. No era un general de estudio, sino de inspiración, chapado a la española, hombre de arranques, de cosas, con el corazón en la cabeza. Las propias ideas le expresó D. Beltrán al regreso de su visita. Los facciosos se disponían a sitiar a Bilbao en toda regla, decididos a perecer o tomarla. Por segunda vez ponían sus ojos y su alma toda en la valerosa villa,   —137→   esperando domarla al fin y hacerla suya. Pero el hueso era demasiado duro, y Espartero había jurado que allí se dejarían los dientes. Por de pronto tenía que atender a cortar los vuelos a los facciosos mandados por Sanz, que merodeaban ya en el valle de Mena y querían pasarse a Castilla la Vieja. Desbaratada la expedición, llevaría todo su ejército contra los sitiadores de Bilbao. Los elementos con que contaba eran el valor de sus tropas, su buena estrella y la ayuda de Dios.

«Después de lo que me ha dicho Baldomero -añadió D. Beltrán-, conceptúo, querido Fernando, que no hay locura comparable a la tuya si te empeñas en ir a Bilbao».

-Pues téngame usted por rematado -replicó el joven-. Antes que los carlistas establezcan su línea, he de intentar penetrar en ese pueblo glorioso que ya rechazó un sitio formidable, y rechazará también el segundo... Emprenderé mi caminata hoy mismo; y si no puedo entrar por el valle de Mena, intentaré correrme a la parte de Santander para escurrirme por la costa.

-Por una y otra parte encontrarás peligros invencibles. Ya me aflige la pena, el presentimiento de que no volveré a verte, si persistes en tu disparatado empeño. Yo que tú, me agarraría a los faldones del afortunado General, y correría la suerte del ejército de la Reina. Si este rompe el cerco, entraría con él, y si no, me quedaría tan fresco   —138→   de esta otra parte, viendo venir los acontecimientos, que es la gran filosofía.

Objetó Fernando que aguardar a que Espartero entrase a socorrer la plaza, era diferir por tiempo indeterminado su empresa. Decíale el corazón que no debía perder ni un día ni una hora. Al juicioso consejo de que esperara siquiera los días necesarios para recoger en Villarcayo las cartas que de Madrid le escribirían, replicó que si Dios le favorecía en su empresa, tardaría poco en volver satisfecho y triunfante, y que entonces recogería las cartas. Estrechándole más, anunciole Urdaneta irremisible perdición si emprendía el viaje a caballo con su escudero, en el pergenio de señorito rico que viaja por recreo; y a esto contestó Fernando que él y su criado dejarían los caballos en Medina al cuidado de los servidores de D. Beltrán, y emprenderían su caminata a pie, disfrazados magistralmente. Aún no había agotado el tenaz viejo sus argumentos, y por la noche, cenando, volvió a la carga con estas marrullerías: «¿No sabes, Fernandito? Hablé de ti a Espartero, y me dijo que te conocía... No, no; no te conoce personalmente. Tanto él como Jacinta han recibido cartas de Madrid, rogándoles que se interesen por ti y que no te permitan hacer locuras. Esto sí que es raro. ¿Quién les ha escrito esas cartas? No ha querido decírmelo. Yo quedé en presentarte a él».

-A la vuelta, D. Beltrán. Por más que usted crea lo contrario, volveré pronto. Al   —139→   amanecer me pongo en camino. Pasado mañana estaremos Sabas y yo en Bilbao.

-Te apuesto lo que quieras a que no.

-Lo que usted quiera.

-Has dicho que me dejas tu caballo. Pues si antes de tres días estás de vuelta en el Cuartel General, pierdes.

-Y se queda usted con el caballo. Pongo cien onzas encima.

-Cierro.

-Cerrado. Y si dentro de ocho días estoy en el Cuartel General trayendo conmigo lo que voy a buscar, ¿qué me da usted?

-No puedo darte onzas, porque no las tengo. Tuyos son mis dos mejores caballos.

-Cerrado. ¿Gano también la apuesta en el caso de no traer conmigo lo que voy a buscar?

-¿La hembra...? No, no: si no la traes, pierdes. Venga la niña, pues no hay otra manera de acreditar que has entrado en Bilbao. A no ser que traigas su cabeza o siquiera su cabellera. Retratos no valen.

-Pues sostengo la apuesta. Tres días para volverme si no puedo entrar.

-Pongamos ocho días para el pro y para el contra. Si vuelves sin ella, pierdes. Si la traes, mis caballos son tuyos, y de añadidura seré tu padrino de boda, siempre y cuando tus ideas sean matrimoniales.

-Lo son... Ya verá qué árbol, D. Beltrán.

-Árbol que va y viene, no tendrá muchas raíces.

-Lo veremos. Tenga presente que el padrinazgo   —140→   es parte integrante de la apuesta.

-Que cerrada entre los dos es como escritura pública. Mis dos mejores caballos y padrino de boda. No hay más que hablar.

-Mi caballo y cien onzas encima.

-¡Cerrado!

A la mañana siguiente, hallándose Calpena con Sabas en un caserío próximo a Medina tratando de la adquisición de unos vestidos para disfrazarse, vieron al sordo que aparejaba su borrico majo para montar en él. Al verles llegar, dejó el animal atado a un árbol y entró presuroso en la casa; Sabas fue tras él, y le vio de rodillas junto a un arcón, muy atento a lo que con dificultad escribía con lápiz en un arrugado papel. «Señor -dijo el escudero a su amo-, está haciendo palotes, y le cuesta, le cuesta, sin duda porque son palotes vascuences». Al poco rato viéronle montar en su pollino y partir a la carrera sin mirar atrás. Una mujer se llegó a Calpena, y dándole un papel le dijo que Churi había dejado para él aquella escritura, la cual era tan tosca, que a duras penas pudo descifrar Fernando sus groseros trazos. Con dificultad pudo interpretar este concepto: «Señor Don Fernando: bayga sarri sarri Bilbo». «Ese tonto -dijo Calpena- me recomienda que vaya a Bilbao, y pronto, pronto, pues cosa de prontitud creo que significan las palabras sarri, sarri. Ha querido decírmelo en castellano; pero a la mitad le ha faltado la suficiencia». Discutieron amo y criado si aquella misteriosa indicación   —141→   era de amigo o de enemigo, inclinándose D. Fernando a lo primero. Opinó Sabas que debían andarse con tiento en hacer caso de tal advertencia, que bien podía ser reclamo de ladrones o de facciosos para armarles una celada en las revueltas del camino. A esto hubo de objetar D. Fernando que no sabía que en ningún tiempo empleasen los bandoleros tales añagazas. Obra de un pobre demente, más que de un malvado, era el tal papelejo, que ni le quitaba las ganas de ir a Bilbo, ni a darse prisa le estimulaba.

Cerca de la Nestosa volvieron a encontrarle, sin que mediara entre unos y otros manifestación alguna, y más adelante, mucho más, próximos a Ontón, en la costa cantábrica, cuando se vieron detenidos por una imponente banda de carlistas, apareció de nuevo el sordo. A la ligereza de sus pies debieron Calpena y Sabas, con otros trajinantes que les acompañaban, salvar la pelleja en aquel conflicto, y mal lo hubieran pasado si no buscaran pronto refugio en una estrecha garganta por donde salieron a las Encartaciones. En su veloz huida pudo Sabas advertir que al sordo le quitaban el jumento. ¿Perdió también la vida? Esto no trataron de averiguarlo, atentos a poner en seguro la propia. Tenaz hasta la temeridad loca, intentó D. Fernando tres días después atravesar la línea por Valmaseda, y allí, con mayor riesgo de perecer, hubo de darse por vencido, retrocediendo al valle de Mena con el pesar de ver frustrado su audacísimo intento.   —142→   «¡Cómo se va a reír mi amigo Urdaneta cuando nos vea llegar! -decía recorriendo con Sabas veredas y atajos, temerosos aún de ver salir tras de cada mata el odiado fusil del guerrillero carlista-. ¡Y cómo se alegrará de haberme ganado la apuesta, pícaro viejo!... ¿Querrás creer que no puedo apartar de mi pensamiento al maldito sordo? ¿Le mataron? ¿Pudiste observar si escapó como nosotros, o si acabaron allí sus correrías?». «Señor -dijo el escudero-, cuando le quitaron el pollino acometió a los facciosos. O es loco rematado, o más valiente que el Cid, pues solo la emprendió a patadas y mordiscos con un tropel de ellos. Juraría que en pelea tan desigual le vi caer patas arriba».




ArribaAbajo- XV -

Cierta era la anterior referencia. El desgraciado Churi, estimando más la posesión del asno que su propia existencia, embistió a los fieros enemigos que le arrebataron lo que más amaba en el mundo. Alguno de los facciosos le conocía, sin duda, e intercedió para que no le mataran. Le apalearon de lo lindo, dejándole, como observó Sabas, patas arriba. Pero en cuanto los carlistas se desocuparon de él, púsose patas abajo, todo magullado y con los huesos doloridos, y se dejó   —143→   caer, o se deslizó gateando por un cantil hacia las rocas donde batía la mar brava, y allí estuvo escondido hasta que, asomando una y otra vez la cabeza entre peñas, adquirió la certidumbre de que los bárbaros iban lejos. Andando con los cuatro remos de costado por los cantos resbaladizos, más parecido a un enorme cangrejo que a un hombre, avanzó todo lo que pudo por la costa hacia el Este, pues los carlistas habían seguido hacia Occidente. Le anocheció cerca de la rada de Berrón. Recogido al amanecer por una lancha de Plencia, desembarcó en Algorta, y de allí salvó en otra lancha la barra, desembarcando al fin sus pobres huesos a la siguiente noche obscura en el propio Desierto. Entró en Bilbao por su pie; en su casa le agasajaron sus primos, padre y tíos, que alarmados estaban ya por su demora, y el primer cuidado fue darle friegas con aguardiente en todo el cuerpo y meterle en la cama, donde sólo permaneció horas, porque su viveza era incompatible con el reposo, y no quería más que correr a enterarse de cuanto en la gloriosa villa ocurría. Era la casa una de las de la Ribera frente a la Merced, con tienda famosa de artículos de mar, bien provista de toda clase de aprestos para la navegación de vela. La muestra ostentaba una fragata bastante bien pintada al óleo, navegando a toda vela, sin añadidura de nombre alguno ni especificación de lo que allí se vendía. Los dueños vivían en el entresuelo: el piso bajo estaba ocupado totalmente por   —144→   el género comercial, hierros, lonas, cabos, y mil objetos tan extraños de forma como de nombre, que la gente de tierra adentro habría creído caprichosos, fantásticos. El olor de alquitrán era como el alma del recinto; y tan connaturalizados con él se hallaban los habitantes de la casa, que les olía mal el aire libre cuando pasaban de la tienda a la calle.

Eran a la sazón dueños del establecimiento los hermanos Vicente, Sabino y Prudencia Arratia, hijos del difunto José María de Arratia, comerciante bilbaíno, que murió el 30, dejando un nombre intachable, y restos de una fortuna quebrantada por malos negocios. Cada uno de los tres hermanos necesita filiación propia, por ser los tres caracteres muy significados y castizos en aquella raza tan inteligente como trabajadora.

Valentín Arratia, el primogénito, con cincuenta y tres años el 36, era piloto de altura, y había pasado lo mejor de su vida rompiendo mares en América y en el Norte. Mandó primero barco ajeno, después barco propio, del cual fue capitán y armador. El 28 se divorció de la mar salada para dedicarse al comercio de tablazón, que hubo de abandonar al principio de la guerra, refugiándose en el establecimiento paterno. Era hombre al propio tiempo duro y dulce, como el turrón de Alicante, aferrado a un corto número de ideas en el orden social y moral, y con gran caudal de ellas en todo lo referente a la náutica y gobierno de naves. Enviudó de   —145→   su mujer el mismo año en que le hizo la cruz a la mar. Esta le dejó un reuma que le cogía todo el costado derecho, haciéndole andar escorado, y su esposa le dejó un hijo, que es el Churi del burro, y además una ferrería situada en Lupardo, barrio de Miravalles.

Prudencia, a quien se da el segundo lugar por respeto a la cronología, con cincuenta y un años el 36, casó en Eibar con un rico armero. Viuda a los tres años de matrimonio, contrajo segundas nupcias con Ildefonso Negretti, residiendo muchos años en Burdeos y Bayona. Esposa dos veces, nunca fue madre.

Sabino, el más joven de los tres hermanos, estuvo largo tiempo en desacuerdo con sus padres, por haberse casado a disgusto de ellos con una moza de Bermeo, hija de pescadores. Hechas las paces con la familia, vivió algunos años en Bilbao dedicado a la construcción de buques; era un habilísimo carpintero de ribera, y muy fuerte en arquitectura naval, que no aprendió por principios, sino por reglas y módulos de maestros empíricos. De su astillero salieron buques muy afamados, algunos tan veleros, que iban a parar a manos de los tratantes y cargadores de esclavos en el Golfo de Guinea. Era además buen mecánico en todo lo que se relacionaba con el arte naval, y muy entendido en la fundición y forja del hierro. Su mujer, que falleció del cólera, le dejó tres hijos: José, Martín y Zoilo, que el 36 eran unos tagarotes de veintitantos años, y no   —146→   desmentían la cepa vigorosa de la familia ni su consistente devoción del trabajo.

Lo más admirable en los Arratias era la unión y concordia que entre ellos, desde la muerte del padre, reinaba, haciendo de los tres hermanos y de su prole una verdadera piña. Apretados uno contra otro, sin que ninguno mirase al interés individual, aplicándose todos con alma y vida al bien común, ofrecían gallardo ejemplo de la fuerza que, según el proverbio, es producto de la unión. Se agruparon, no sólo por virtud, sino por necesidad o espíritu de defensa, pues cuando perdieron a su padre, los negocios de este iban de capa caída, y no se hallaban en situación más próspera los de cada uno de los hijos. Valentín había tenido desgracia en sus últimas expediciones comerciales, perdiendo en las del Norte lo que había ganado en las de América. El bergantín Aurra (el niño) se le quedó en los hielos de Stettin, y sólo pudo salvar parte de la madera de que estaba cargado, el velamen y los instrumentos. La fragata Victoriana, construida por su hermano, fue vendida a desprecio para cumplir compromisos comerciales, resultado de una operación demasiado ambiciosa en cacaos de Carúpano y La Guayra. Quedábale después de estos desastres un capitalito que empleó en el comercio de maderas de Riga, el cual habría sido de seguros rendimientos si no viniera la guerra a entorpecer y paralizar las transacciones.

Por su parte, Sabino había tenido también   —147→   reveses: el tráfico de pescado estaba muerto por la falta de comunicación con el interior, y la ferrería de su hermano, que a su cargo tomó, exigía para funcionar con fruto un gasto considerable, por hallarse en mal estado la turbina y toda la maquinaria. A ello se aplicó con ahínco; mas cuando pudo vencer las dificultades y empezó a trabajar, fue menester dar a los carlistas a bajo precio, por vía de canon, la mayor parte de los frutos de aquella industria. En tanto Negretti, que iba medianamente en la fabricación de armas, fue solicitado para poner sus grandes conocimientos mecánicos al servicio de la causa absolutista. Le repugnaba comprometer su apacible neutralidad política; pero de tal modo le deslumbraron con fantásticas promesas, que al fin cayó en la red, y se ajustó con los agentes de Carlos V, contando con la colaboración de su cuñado Sabino; mas este, influido por los patriotas de Bilbao, se asustó y no quiso ir a Oñate. Trabajó Negretti solo, primero con éxito y valiosas recompensas; después con dificultades y contratiempos mil, hasta que le salieron envidiosos y enemigos en número alarmante, y acusado de masón, fue perseguido y encarcelado inicuamente.

El fracaso de aquel trabajador tan inteligente como honrado, produjo verdadera consternación en la familia, y les movió más a todos a estrechar la piña o fraternal agrupación, así para ir a la conquista de la fortuna como para defenderse de la adversidad.   —148→   Y conviene advertir, para mayor esclarecimiento de la eficacia de la trinca, que el esposo de Prudencia era para Valentín y Sabino tan hermano como la hermana misma; que a falta de hijos a quienes querer como tales, Ildefonso y Prudencia amaban a los de sus hermanos como si fueran de ellos, y que todos, tíos y sobrinos, hermanos y cuñado, padres e hijos, se confundían en un sentimiento amoroso, que era el aglutinante de aquella humana concentración de fuerzas.

Aunque ya se sabe también, bueno es repetir que antes de establecerse Negretti en el Real de D. Carlos como maestro armero y constructor de proyectiles para la artillería, fue a Madrid llamado por un amigo a quien respetaba, y de aquel viaje se trajo una sobrinita, llamada Aurora, que confiaban a su tutela y protección. Sábese que mientras Ildefonso trabajaba en Oñate o Durango, la niña residía en Bermeo con su tía Prudencia, alternando en acompañarla Valentín, Churi y los hijos de Sabino. Alguien creerá que al agregar a la familia la persona de Aura, mujer de excepcional hermosura, de educación harto distinta de la de los Arratias, algo anárquica en sus pensamientos, antojadiza, nerviosa por todo extremo y poco dispuesta a la subordinación, se introducía en ella un principio disolvente, un disgregador poderoso. Así lo creyó Prudencia en los primeros días de su tutela, que fueron en verdad penosos por el desorden mental y el desenfreno imaginativo en que Aurorita se   —149→   encontraba. Poco a poco se fue adaptando esta al modo de ser de los Arratias, y la realidad, el roce continuo con los parientes de su tío, efectuaron en ella como una segunda educación. Algunas molestias ocasionó a Prudencia, en los comienzos de la temporada de Bermeo, el cuidado y disciplina de la joven, y no porque esta hiciese o pensase cosas malas, sino porque todo lo que pensaba y hacía era extrañísimo, perteneciente a otro mundo, a otro planeta... También consideraba Prudencia como una calamidad no floja la belleza, no ya humana, sino divina, de la hija de Jenaro Negretti. Hermosuras tan extremadas, cuyo semejante se encontraba sólo en las pinturas, en las imágenes de santos, o en las estatuas mitológicas, eran, según ella, una aberración dentro de la humanidad. ¿A qué conducía, Señor, que las mujeres fuesen tan rematadamente guapas, más que a producir mil quebrantos y desdichas? Cuantos hombres veían a la moza se volvían locos por ella. Un general carlista que la vio a las dos de la tarde, le escribió a las tres una carta amorosa, y a las cuatro fue a pedirla en matrimonio. Los muchachos no cesaban de rondarle la calle. Los más atrevidos acosábanla en el paseo con requiebros fastidiosos; otros disparaban contra la casa un fuego nutrido de cartitas y amorosos mensajes. Verdad que la hechicera niña, lejos de favorecer estas demostraciones, a todos ponía cara de pocos amigos, y fiel a la devoción sagrada de su amor primero y único,   —150→   no hacía cosa alguna por donde se la pudiese acusar de liviandad, de inconstancia ni aun de coquetismo. Falta decir que Aura correspondió al cariño de sus tíos con una adhesión intensa, y aunque este sentimiento no llenaba ni con mucho el vacío de su alma, servíale de gran consuelo para soportar la dolorosa ausencia, forma sensible de la muerte, como esta silenciosa, con lentitudes de tiempo que daban la impresión de la eternidad.

Desde los primeros días de convivencia, lo mismo Ildefonso que su mujer y los hermanos y sobrinos de esta, respetaron en Aura el conflicto misterioso que la joven se traía consigo, aquella pasión, aquel drama no bien conocido, y del cual el mismo Negretti no tenía más que vagas impresiones o referencias. La niña se había dejado en Madrid a su enamorado, que era un príncipe o cosa así; un joven a quien muchos tenían por hijo de potentado, quizás de un Rey, quizás del propio Napoleón. La familia de este nobilísimo joven había gestionado la separación o el destierro de la enamorada. ¡Qué drama, qué hermosa poesía! Había, pues, traído la niña de Madrid su leyenda, y con ella un inmenso duelo, que respetaron con singular delicadeza los Negrettis y Arratias. Ninguno de ellos trató de desvirtuar la leyenda ni aplicar al dolor los emolientes vulgares. Nadie le dijo: «Olvida eso, que es un delirio, un sueño, una idea...».



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ArribaAbajo- XVI -

Seguramente no se equivocaba la niña al pensar que gente mejor que aquella no existía en el mundo. ¡Qué diferencia de Jacoba! No podía desconocer que el cambio de tutela había sido felicísimo, aunque se hubiera efectuado en las circunstancias más tristes de su vida. Había pasado del infierno al cielo: verdad que era un cielo sin Dios, porque este se le había quedado por allá, en regiones desconocidas, perdido en lontananzas tenebrosas. La temporada de Bermeo fue relativamente grata para la joven, porque allí recobró la salud y adquirió un gran amigo que le rehízo el alma, no combatiendo de frente su dolor, sino suavizándolo con tristezas calmantes, después con melancólicas dulzuras; arrullándola con acentos de vaga poesía; entreteniéndola con juegos y ejercicios muy saludables; templando sus nervios y regalando su imaginación con espectáculos plácidos o sublimes; asustándola a veces un poquito, como para fortificar su innata valentía: este amigo era el mar.

Instaladas en la casa de Sabino, fue a vivir con ellas Valentín. Los primos alternaban; no había igualdad en el turno, pues   —152→   José abandonaba muy de tarde en tarde la ferrería, y Martín apenas se apartaba de la tienda, en la cual ninguno podía sustituirle sin quebranto. Los que más gozaron de los pasatiempos de la villa marítima fueron Churi y el hijo menor de Sabino, a quien pusieron Zoilo por su madre, Zoila Maruri. El hijo único de Valentín se llamaba lo mismo que su padre; mas todo el mundo le conocía por aquel apodo. Le vino del nombre de un balandro que tuvo su abuelo, en el cual pasó el chico toda su adolescencia, por desmedida afición a la mar. Fue bautizada la embarcación con el nombre de Choria (el pájaro) convertido por el uso popular y las bocas marineras en Churi. Era el chico de una rudeza tal, que no pudieron aplicarle a ninguna profesión ni oficio, y se pasaba la vida entre los chochos de la ría, remando en chalanas de cuatro tablas podridas, o lanzándose a prodigiosos ejercicios de natación. Resistía largas horas en el mar, braceando o tendido de espaldas; y cuando se ofrecía bucear, ninguno de aquellos vagabundos anfibios aguantaba más tiempo en las profundidades. Jamás se logró meter en la cabeza dura de Churi ni una fórmula aritmética ni un concepto gramatical. Toda su geografía estaba comprendida entre Machichaco y Quejo; toda su ciencia en el gobierno de una pequeña embarcación de vela, que manejaba con arte singular, gallardísimo, en días de Nordeste frescachón. Taciturno y medio salvaje, su vocabulario era muy escaso; sus ideas no debían   —153→   de ser luminosas ni abundantes, como no las guardara para mejor ocasión; su voluntad no tomaba otras formas que la de la contumacia en su vivir independiente, y la de una completa inacción en tierra firme. Viendo que no podían hacer carrera de él, la familia se resignó a dejarle en aquel salvajismo y rudeza, tratando de utilizarle en menesteres bajos de los buques de la casa cuando estos se hallaban en puerto. A los diez y ocho años contrajo unas calenturas tíficas que le tuvieron entre la vida y la muerte. Decían que esta le tenía ya cogido, y creyéndole pez, le había soltado con media vida en alta mar. Al sanar había perdido el pelo y la memoria, quedádosele la cabeza como un cudón totalmente limpio, sin ninguna aspereza por fuera ni ideas por dentro. Recobrado el cabello al contacto del agua salada, contrajo nueva enfermedad del cerebro, y al término de ella encontrose con que le había vuelto la memoria y se le había quedado por allá un sentido. Su sordera era como la de una campana que pierde el badajo y cae en los hondos abismos del mar. Churi no volvió a oír ningún ruido.

Con el don de oír se le fue también la palabra; pero esto temporalmente, porque a los tres meses de quedarse como una tapia, empezó a sacar de su cabeza términos y frases vascuences. Diríase que pescaba con ganchos las voces una por una, extrayéndolas como restos de un naufragio. A duras penas reconstruyó una lenta y torpe expresión, mitad   —154→   euskara mitad castellana, que usaba para comunicarse con el mundo, reforzándola con señales muy parecidas a las marítimas, y movimientos de maniobra velera, que él solo y sus compañeros de mar entendían.

Lo más extraño en Churi fue que la transformación traída por la sordera le hizo menos insociable; la familia pudo retenerle en la casa más tiempo, y aun emplearle en comisiones que nunca había querido desempeñar, como la estiba de maderas en el almacén, y el transporte de mena y carbón en Lupardo. Al año de la sordera, ya se pasaba Churi meses enteros sin salir a la mar y aun sin verla, y a los dos años había tomado tanto gusto a la ferrería, que no sabía salir de ella. De la índole de los trabajos que allí se hacían provino la mudanza de sus aficiones, el cambio de lo que hoy llamamos sport y entonces no tenía nombre: se aficionó locamente al balandro vivo de cuatro patas; y si el primer día que montó en él estuvo a punto de desnucarse, pronto su terquedad vizcaína venció los rudimentos de la equitación, y al poco tiempo era un centauro asnal. Varios jumentos tuvo, que vendía para comprar otro mejor, y en ellos hacía excursiones a los montes próximos y lejanos para tratar cortas de leña y partidas de carbón vegetal, alimento de la industria ferrera. De este modo el vagabundo había llegado a ser un brazo más, aunque el menos útil ciertamente, en aquella familia de obreros incansables.

También Zoilo había sido de niño aficionado   —155→   a la mar, como Churi, y buceaba en la ría, y se iba lejos, mar afuera, con sus amigos, en una zapatilla, sin miedo a los peligros que en costa tan brava ofrece la Naturaleza. Pero su inteligencia, su amor a la familia y el deseo de ser hombre y de ganarse la vida, le moderaban en aquellas infantiles vagancias. Estudió algo de pilotaje; era aplicadillo y muy formal; practicó la carpintería de ribera con su padre; servía también para el comercio, y tenía mucho tesón, amor propio, vagas ambiciones de riqueza y poder. Sano y vigoroso, dotado de un temple acerado y de una naturaleza a prueba de inclemencias, no conocía el cansancio. A los veintidós años gustaba de mostrar su fuerza hercúlea en cuantas ocasiones se le presentaban. En el trinquete era un prodigio; en el trabajo del hierro no tenía igual. Su terquedad vizcaína tomaba en él a veces formas de una paciencia dulce, con la cual soportaba las más rudas tareas sin quejarse, siempre alegre y decidor. A su pujante vigor muscular correspondía su intachable conformación corpórea, de líneas estatuarias, y un rostro atezado, de serena expresión, toda lealtad y nobleza sin pulir. Cuando se reía, hacíalo con alma y vida, sacando enterito el corazón al semblante; no conocía ningún arte social de aquellos que tienen por instrumento la palabra; no usaba el disimulo, ni las perífrasis, ni la ironía. Expresaba con bárbaro candor todo lo que le apuntaba la mente, siendo a veces tan cruda su sinceridad,   —156→   que la familia tenía que reprenderle y hasta castigarle. En el ardor del trabajo del hierro sus negros ojos echaban chispas, y los resoplidos de su nariz, que se hinchaba respondiendo al énfasis interno, armonizaban con la música del fuego atacado por los chorros de aire. Tenía conciencia de su fuerza física, y esta era su mayor gala; teníala también de su valor indomable, que también le enorgullecía; pero no sospechaba que era hermoso siempre, y más cuando tiznado y cubierto de sudor domaba la dureza de un metal menos consistente que su voluntad.

Su tío Valentín le llevó a Bermeo para que estuviese al cuidado de la casa y de sus moradoras mientras él pasaba un par de días en Lupardo, y tanto Zoilo como Churi, que iba cuando le parecía y se marchaba sin despedirse, se lanzaron a divertimientos de mar. Ambos consideraban a la niña de Negretti como un ser superior, y sentían junto a ella cortedad y hasta miedo. En los primeros días, tuvo Aura más de un acceso nervioso con gran disloque muscular, llanto interminable, gemidos y otras manifestaciones de desorden cerebral o de histerismo. Los dos chicos, que no habían visto nada semejante en las muchachas que trataban, creían que era aquella dolencia signo de principalidad, achaque propio de los seres de exquisita y refinada complexión, y viéndola sufrir, casi la admiraban tanto como la compadecían. A las dos semanas de esto, y   —157→   cuando Aurora se iba calmando, Zoilo la incitaba a salir con ellos a la mar, donde podría arrojar todas sus penas para que el agua y el viento se las comiesen. Churi no le decía nada: no hacía más que mirarla, sin hartarse nunca; la sordera le aumentaba el uso y los goces de la vista. Cuanto Aura decía producíale a Zoilo unos accesos de risa no menos bulliciosos que los traqueteos espasmódicos de la hermosa doncella. El otro no se reía nunca. Era por naturaleza refractario a la demostración facial del gozo del alma, y cuando lo sentía, expresábalo cantando, pero muy serio, y desentonando horrorosamente por la falta de oído.

Por nada del mundo dejaría Prudencia que Aura saliese a la mar con aquellos tarambanas. No, no: la niña se embarcaría (pasatiempo muy indicado para su salud) con el tío Valentín. Debe indicarse que Aura, al poco tiempo de residir en Bermeo, llamaba tíos a los hermanos de Prudencia, y a los cuatro muchachones, primos. Pues sí: el tío Valentín, que no quería más que complacerla, en cuanto vino de Lupardo preparó una lancha de las mejores, arreglándola de velamen y de todo lo preciso. Lo que gozó Aurorita en sus excursiones cantábricas, no es para dicho. Más intrépida que los marinos que dirigían la gallarda nave, cuando las mares gruesas con su hinchazón y el viento con su mugido les ordenaban volver, ella pedía que fuesen más allá, siempre más allá. Miraba el rostro impasible de Valentín, viejo amigote   —158→   del Océano y de las tempestades, y como no advirtiera en él alteración, quería que el paseo se prolongase. Rara vez dejaba Valentín a su hijo la caña del timón no por falta de confianza, sino porque retirado de aquellas luchas y otras mayores, todavía gustaba de hacer gala de su pericia. Zoilo llevaba la escota. Entre los dos primos arriaban e izaban la vela en las bordadas, y si a la entrada del puerto era forzoso empuñar los remos, desplegaban en ruda competencia cada cual su vigor de puños, y callados bogaban, atentos a las órdenes del patrón, en quien veían un dominador infalible de todas las fierezas de la mar. Allí no se conocía el miedo: Aura, viéndoles tan animosos, tampoco temía nada. Un día de temporal duro habló Valentín, antes de decidirse al paseo, lenguaje de prudencia. No convenía salir. Asombrose Aura, y más aún al oír que los dos chicos apoyaban el dicho del veterano. Creyó que tenían miedo. «Como es por recreo -indicó Zoilo-, y no por necesidad, hoy no salimos. Si padre te deja ir sola conmigo, te llevo... Yo te respondo de que nos mojaremos, pero no nos ahogaremos».

Claro que Valentín no había de permitir tan loca aventura. Churi, que falto de oído se enteraba de cuanto se hablaba, reprendió a su primo por fachendoso. No se atrevía, no, ni era hombre para tanto. Él sí se atrevía, y en embarcación pequeña, mejor: una mano en la caña y otra en la escota... «Lo mismo lo hago yo -dijo Zoilo riendo-, y si quieren   —159→   verlo...». Aura les aplacó cuando la cuestión iba rayando en disputa, proponiéndoles que el primer día que estuviera buena la barra saldrían los cuatro a pescar, a lo que asintió Valentín, mandando a Zoilo que preparase los mejores aparejos que en el pueblo, famoso por sus pesquerías, se pudieran encontrar. Pero aconteció que el primer día bueno hubo de salir Zoilo para Lupardo con un recado urgente, y no pudo el pobre chico disfrutar de los goces de la pesca, que fue un recreo divertidísimo para la niña. Al tercer día de este entretenimiento llegó Martín, el hijo segundo, que ordinariamente regentaba la tienda. Era el más afinadito de los tres; el que parecía más espiritual, sin duda porque no ostentaba formas atléticas, como José María y Zoilo, ni desarrollaba la muscular energía con la espléndida brutalidad de sus hermanos. Era, sin género de duda, el más civil, el que más se adaptaba a la vida urbana de la capital vizcaína por los vínculos de sociabilidad propios del comercio. Hablaba Martín castellano correctísimo, usando frases atildadas y finas, al uso corriente. De los tres, de los cuatro, contando con su primo, fue el que menos zapatos pudrió en playazos y arenales, el que menos tiempo conservó las manos callosas del ajetreo de los remos. Poseía bastante instrucción, distinguiéndose en todo lo comercial; hablaba unas miajas de inglés, y sabía las reglas usuales de la decencia y aun de la elegancia. En aquellos tiempos, la confraternidad   —160→   de toda la juventud bilbaína era un hecho lisonjero, del cual tomó la villa su tesón incontrastable para resistir los asedios carlistas. El entusiasmo político la estrechó más, haciéndola invencible; el buen humor, propio de la raza, la refrescaba dándole más vida; el trabajo en la paz la vigorizaba, y el común esfuerzo en guerra la elevaba a superior virtud. Partícipe de los sentimientos que daban un vigor homogéneo a la juventud bilbaína, Martín Arratia se afilió en la Milicia Nacional desde el primer sitio, y aún continuaba satisfecho y confiado en aquel cuerpo, esperando que la patria, es decir, Bilbao, pidiera a sus hijos nuevos sacrificios para su defensa. Tal era Martín, pieza bien concertada en aquel formidable organismo comercial y guerrero que supo hacer de Bilbao un baluarte inexpugnable contra el absolutismo y un emporio de riqueza. Pasaba en la familia por el de más talento; en la villa le alababan tanto como merecía por sus excelentes prendas, y no hay para qué añadir que en el comercio se distinguía por su severa honradez, pues siendo general esta cualidad en tales tiempos y en tal raza, es ocioso señalarla y hacer de ella un rasgo característico.

Dos días muy agradables pasó allí Martín, entretenido también en la pesca y en paseos por el mar, que le agradaban con buen tiempo. Aura se reía en sus barbas viéndole palidecer cuando eran fuertes las cabezadas de la lancha, y él, sin temor de parecer   —161→   cobarde, aseguraba que cada día era más terrestre, añadiendo que en tierra no faltan ocasiones de mostrar un valor heroico. Si terribles son las olas embravecidas, no es menos pavoroso en ciertos casos el cumplimiento del deber, así en la guerra como en el comercio. Todo es navegar; todo es una continuada lucha, un gran derroche de esfuerzos, arte y valor para no ahogarse.




ArribaAbajo- XVII -

Aunque era Martín la misma sobriedad en los días laborables, cuando llegaba el domingo se le reconcentraban los comprimidos apetitos de toda la semana, y su estómago no tenía fondo. La jira campestre era su delicia, o la comilona en casa, con enorme consumo de merluza en salsa, escabeches y fritangas, de añadidura mariscos, angulas, y encima y en medio de todo tomas muy fuertes del chacolí de la tierra. El domingo que le cogió en Bermeo rindió el debido culto a Baco y a Ceres, con espanto y risa de Aura, que se asombraba de ver comer a sus primos, y de ver cuánto chacolí se atizaban sin emborracharse. Ya iba comprendiendo que no era buen bilbaíno el que no supiera banquetear en días festivos, después de haber sido la misma templanza en los de entre semana.   —162→   Cada cosa en su tiempo: trabajaban con ahínco, hasta con hambre si era menester; pero en tocando a holgar, no había quien les aventajara: así reponían cuerpo y espíritu para volver con más ardor a la faena. Y estos ejemplos no fueron perdidos para la niña de Negretti, en quien se excitaba el apetito cuando sus primos tocaban a refectorio dominguero. También ella iba aprendiendo a comer fuerte y a empinar el codo, con lo que tomaba su faz un color luminoso que ya lo quisieran para los días de fiesta las ninfas de los sagrados bosques helénicos. Total: que con los comistrajes, los paseos marítimos y la vida plácida entre personas que se desvivían por distraerla, se le iban amansando a la enamorada joven las penas intensísimas de su alma. Se divertía viendo el gozo y voracidad de sus primos, que en tales jaranas se ponían como locos, hablando sin término y con donaire, pues el comer les inspiraba, les hacía ingeniosos, a ratos poetas. Y el cascado Valentín, con su medio siglo y su reuma que le hacía ir siempre de bolina, dejábase arrastrar también del vértigo juvenil: él había hecho lo mismo en su mocedad, y estaba dispuesto a repetirlo hasta llegar a la suma vejez, pues no sería buen bilbaíno si no hiciera en cualquier ocasión los honores debidos a un buen plato de bacalao con aquella salsa de bermellón y a una azumbre de chacolí de Somorrostro. Valentín reía con los demás, disparataba, hasta se permitía bailar en mangas de camisa, y hacer un gasto   —163→   horroroso de vocablos vascuences, de exclamaciones y juramentos de mar. El alborozo de la familia se introducía en el alma de Aura, ensanchando sus pulmones y avivando su sangre. Iba tomando su rostro, por la exposición continua al sol y al aire, un tono tostado caliente, de terracotta, enteramente gitanesco. El negro rabioso del pelo armonizaba con la tez, de un bronceado finísimo con veladuras de rosa. Sus ojos eran una inmensa dulzura con llamaradas. El ejercicio había extremado la flexibilidad de su cuerpo, acentuando sus líneas incomparables, dando mayor delgadez a lo delgado, mayor turgencia a lo carnoso. Hasta la voz parecía más vibrante en las alegrías, más blanda y cariñosa en las tristezas... Un domingo en que Martín no estaba, hicieron tantas locuras Churi y Zoilo a competencia, que Valentín, a pesar de no encontrarse en disposición de severidad, hubo de llamarles al orden. Churi se subía a los árboles como un gato, y luego se tiraba de alturas increíbles; Zoilo le desafiaba a correr, y partían como exhalaciones; luego se enredaban en un partido de pelota, o en gimnasias rudas, dando vueltas de carnero, o saltando el uno a los hombros del otro y de los hombros a la cabeza. La de Churi parecía de piedra. Incitándole a divertirse con menos tosquedad, Valentín dijo a Aura: «¡Qué par de brutos! El mío es un modelo de barbarie, como ves; pero Zoilo no le va en zaga. Con todo, son dos criaturas; son buenos, inocentes, siempre listos para   —164→   el trabajo. Mi hermano ha tenido suerte con sus tres hijos: cada uno en su género es una alhaja. Ya conoces a Martín, tan finito, tan caballero... chico de gran porvenir. José María vale lo que pesa, y este Zoilo, aunque abrutado como ves, no tiene pelo de tonto y sabe ganar el pan que come. Ninguno de ellos se queja, aunque les tengas trabajando seis semanas seguidas, sin ningún recreo. Vicios no los conocen... Mira ese par de angelones con qué juego tan primitivo se entretienen: así caen luego en la cama, como piedras. No remusgan2 en toda la noche. ¡Qué conciencias! Bendígales Dios. En sus cabezas no ha entrado nunca un mal pensamiento; no les oirás una palabra fea». Esto no era rigorosamente exacto, porque en el ardor del pelotarismo y la gimnasia, las pronunciaban a cada instante sin reparar que les oían mujeres.

De pronto le dio a Churi la ventolera de tirarse al mar. Hallábanse en un patio emparrado, cerca de la dársena, y en tres minutos se fueron todos a la punta del muelle a ver nadar al sordo. Pronto se procuró éste traje de baño, el mejor posible, y se arrojó de cabeza, levantando un gran espumarajo. Salió a flor de agua muy lejos, y se le vio enfilar afuera y perderse en la inmensidad, braceando. La mar estaba serena, en pleamar viva, y daba gozo mirar en la escarpa del malecón el agua verde y profunda. Multitud de pilletes, desnudándose en las piedras más avanzadas de la escollera, se arrojaban   —165→   al agua como Dios les echó al mundo; se veían luego sus cabezas, sus mofletes hinchados de soplar, y los cuatro remos en constante brega con el agua. Algunos salían tiritando y pasaban mil fatigas para enfundarse la camisa; otros, ya medio vestidos, se volvían a desnudar, por estímulos y competencias entre ellos, y se reñían por la palma de la habilidad natatoria, se pegaban, al vestirse, porque uno se había puesto los mojados calzones del otro. Aunque Prudencia había dicho a Zoilo que no nadara, porque estaba sudando y sofocadísimo, el chico se permitió en aquella ocasión desobedecerla, ganoso de no ser menos que su primo; y ansiando mostrar que este no le aventajaba en resistencia de pulmones ni en fuerza de brazos, fue por un traje y vino ya en pergeño de bañista, con su formidable tórax y sus piernas estatuarias al aire. Aura y sus tíos no le vieron llegar. Arrancándose silencioso junto a ellos en el borde del abismo, se lanzó de golpe, describiendo una airosa curva en el aire hasta romper el agua con las manos enfiladas sobre la cabeza. Aura dio un grito al ver de súbito el rápido salto y la violenta caída del cuerpo, como si rompiera un cristal, levantando astillas mil, espumas y latigazos de agua que todo lo enturbiaron. La cortada superficie hervía y se llenaba de desgarrones blanquecinos. «¡Qué susto me ha dado! -dijo Aura-. Este Zoilo es de la piel del diablo». Y miraban al fondo sin ver nada. La pleamar era tan viva, que daba   —166→   una profundidad de treinta pies. «¡Pero no sale, no sale! -exclamó Aura, explorando la inmensidad líquida-; ¿o es que va a salir allá lejos, como Churi?».

-No temas, que ya saldrá -dijo Valentín, sonriendo, y Prudencia lo mismo.

-Pero tarda mucho... ¿Cómo se puede estar tanto tiempo sin respirar? De pensarlo sólo siento yo una opresión...

Pasó tiempo. Imposible precisar los segundos...

Por fin distinguió Aura, en medio de la opacidad cristalina del agua, una forma movible, que a medida que subía se determinaba mejor. Era un cuerpo de verdosa blancura, con movimientos de rana. Avanzaba subiendo... hasta que asomó la cabeza de Zoilo, que soplaba y escupía. Brazos y piernas seguían moviéndose para mantener el cuerpo en postura casi vertical.

«No seas bestia; no te aguantes tanto -le dijo Valentín-. Podrías pasarlo mal».

Volteando sobre la cintura, Zoilo se zambulló de nuevo. Se le vio descender con las zancas de rana funcionando hacia arriba pausadamente. El segundo cole fue más breve que el primero, y el tío, al verle salir, repitió sus gruñidos: «Que no juegues, pedazo de atún. Ea, lárgate afuera con descanso a encontrar a Churi, que debe de estar de vuelta».

-No se le ve -dijo Aura-. Este ejercicio me pasma, me maravilla. Gran mérito es nadar así.

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-Esto no es mérito -indicó Prudencia-. ¡Si desde que gatean se echan al agua estos diablillos! Ya el mar les conoce y hasta parece que se divierte con ellos sin hacerles daño.

-Y es la verdad -agregó Valentín-, que adquieren una fuerza y una robustez que en ningún otro ejercicio se logra, amén del valor, de la serenidad que nos vemos obligados a sacar de dentro. Todo lo que ves hacer a esos, lo he hecho yo cuando tenía su edad. Mi Churi es un verdadero pez; y en cuanto a Zoilo, no hay quien le saque ventaja en ningún elemento, porque en tierra es una fiera para el trabajo. Así tiene esa naturaleza que le asegura una vida de salud y de poder para las luchas por el pan. El día que este chico se case, ¡vaya unos hijos que traerá al mundo! Será una generación de Hércules chiquitos, que después serán Hércules grandullones...

-Ya no se ve a Zoilo -dijo Prudencia-: al menos, yo no le distingo.

«Ya parecerán los dos. Como se vayan muy lejos, no podrán volver tan pronto, porque la marea antes de media hora tirará para afuera, Churi es muy capaz de ir a tomar tierra en cualquier playazo y volverse a la noche, cuando suba el agua». Mirando con ojo experto a la inmensidad, creyó distinguir un punto: era un nadador. «Zoilo vuelve. Por mucho que presuma, no resiste como su primo. Ea, vámonos al pueblo».

A poco de regresar a casa la familia, entró   —168→   Zoilo con la cara y manos extraordinariamente lavadas, húmeda la ropa de haberse vestido sin secarse el cuerpo. No podía ocultar su mal humor por no haber alcanzado a Churi, y si no siguió tras él, no fue por falta de poder para ello, sino por obedecer a la tía Prudencia y a la prima Aura, que le mandaron volver pronto.

En aquellos días anunció Negretti en una misma carta la toma de Arlabán por los cristinos, la salida de Oñate para Durango, y el encuentro con el Sr. de Calpena, noticia esta última que fue para la señorita como el estallar de un furibundo trueno. Quedose al oírla como atontada, y luego prorrumpió en llanto y alabanzas al Señor por haber escuchado su ruego. La fuerza del gozo le ponía triste, temerosa de que tanta ventura se desvaneciera súbitamente con nuevas desdichas. ¡D. Fernando en Oñate, a cuatro pasos de allí! ¿Vendría pronto? Seguramente era cuestión de un par de días. No tardó el mismo Ildefonso en referir de palabra todo lo que había escrito, añadiendo que el Don Fernando le había parecido un caballero de excelente educación y sentimientos honrados.

Algo dijo después que enfrió el júbilo y los entusiasmos de la pobre joven: D. Fernando, según informe del señor italiano que con él vino de Madrid, había ido hacia Vitoria la misma noche de la evacuación de Oñate, acompañando a unas muchachas y a un señor enfermo escapado del hospital. Lo natural   —169→   y lógico era que volviese cuanto antes. Consternada se quedó Aura al saber esto, y mil cavilaciones lúgubres y conjeturas pesimistas la desvelaron aquella noche. ¿Por qué retrocedía Fernando cuando estaba tan cerca? ¿Qué mujeres eran las que acompañaba? ¿Y el enfermo quién sería? Se atormentaba imaginando sucesos absurdos, personas monstruosas; y comunicadas sus inquietudes a Prudencia, esta le recomendaba, entre severa y burlona, que tuviese calma, pues la verdad de aquellas idas y venidas se sabría cuando llegase D. Fernando... y si no venía pronto, sus fines no eran buenos, sus intenciones no eran limpias.

A solas Prudencia y su marido, desahogó aquella el mal humor que la noticia del encuentro con D. Fernando le produjo. La repentina aparición del señorito de Madrid, cuando se creía que le habían llevado muy lejos los vientos del olvido, desbarataba sus planes de mujer práctica y allegadora. La señora de Negretti, que físicamente era corpulentísima, bigotuda, recia, de palabra viva y cortante, en lo espiritual atesoraba una voluntad firme, constancia en los afectos, más aún en los caprichos y manías; además un ardiente amor a la familia, y un sentido calculista y aritmético, que ya lo quisieran para los días de fiesta los Arratias masculinos. Desde que fue a sus manos la sobrinita de Ildefonso, pensó que aquella joya, en uno y otro sentido inapreciable, debía ser para la familia. ¿No era tristísimo que una   —170→   niña tan bella, dueña de un capital no menos bonito, fuese pescada por un aristócrata madrileño, que quizás era un silbante, un hambrón, un mala cabeza? Cierto que Aurora tenía clavado muy en lo hondo el dardo de aquella pasión, y no era prudente arrancárselo tirando de él muy fuerte: lo mejor sería que el tal D. Fernando se quedase para siempre en los limbos de la ausencia. El tiempo, gran milagrero, iría curando a la niña de afición tan desatinada, puro mimo, cosas de chicos, y despertaría en ella inclinación más conforme con su clase, nacida al calorcillo de la familia con quien moraba, y que la había hecho suya, rodeándola de cariños y atenciones.

No era la primera vez que Prudencia dejaba traslucir a Negretti la prodigiosa concepción de su genio doméstico. Aquella noche la reveló completa con cierto orgullo y vanagloria, como si se tratara de un invento mecánico, para mover mejor el ánimo de su marido, entusiasta de las invenciones. La maquinaria de Prudencia era que Aurora y su capitalito quedaran definitivamente en casa. Bien por ella y bien para la familia. Modo de conseguir esto: casarla con uno de los sobrinos. El más indicado para tal objeto era Martín, por su educación, por su finura, por la respetabilidad que iba adquiriendo en el comercio. Era la gala y la honra de los Arratias, y uno de los jóvenes más guapos y decentitos que a la sazón había en Bilbao. Claro que esto no se haría forzando las voluntades,   —171→   sino amañándolas con destreza hasta que ellas mismas quisieran acoplarse... Dejáranla a ella sola en el manejo de Aura; quitárase de en medio el fantasmón de Madrid, y ella respondía de que la niña habría de comprender bien pronto el mérito del primo, y todo iría como una seda.

Reconoció Negretti la bondad del invento de su mujer, y lo tuvo por cosa excelente; mas no veía manera de llevarlo de la teoría a la práctica, porque el amor de la niña era muy fuerte, y viniendo el galán con buen fin y propósitos de matrimonio, sería locura pensar en desunirles. Ni por todo el oro del mundo, ni por los intereses todos que hay de tejas abajo, haría él cosa contraria a lo que su conciencia, su idea firmísima del bien y del mal, le dictaban. Sólo resultaría práctico el invento en el caso de que el compromiso entre los amantes quedase desbaratado y nulo por sí mismo, por cosas de ellos, cualquier incidente o sesgo inopinado del drama de amor. Sin este desenlace previo él no haría nada por desviar las cosas de su dirección natural. Su conciencia antes que todo. Y lo que él no haría, no consentía tampoco que lo hiciera su mujer. Dejar a Dios lo que es del alma... ver venir serenamente los hechos humanos, mirando siempre a la verdad, a la rectitud.

Aunque Prudencia no practicaba el culto de la verdad con esta devoción suprema, que hacía de Negretti un carácter excepcional, no tuvo más remedio que acatar lo que él   —172→   decía y ordenaba. Y pues D. Fernando venía como primer ocupante, con indiscutible derecho, y Aura le esperaba y le quería, dejarles su bien, dejarles su paz. «Ya sabes -le dijo Ildefonso al partir- que mi tema es: a cada uno lo suyo, y a Dios siempre lo divino».




ArribaAbajo- XVIII -

Zoilo y Churi se fueron a Lupardo, recorriendo el largo camino con la escasa comodidad que les ofrecía un solo burro para los dos. Aunque Zoilo llevaba siempre el salvoconducto que le permitía franquear sin tropiezo las regiones ocupadas por carlistas, la seguridad de aquel documento (amplio favor que Sabino Arratia debía a su grande amigo el cabecilla Sarasa) no era absoluta, y más de una vez hubieron de esquivar con grandes rodeos o veloces marchas el encuentro con la gente armada de Carlos V. Todo esto solía ser diversión para los dos muchachos, y motivo para desplegar en competencia su pasmosa agilidad y bravura. Alegres empezaban la caminata, y alegres la concluían. Llegó un tiempo ¡ay!, en que de sus caminatas debía decirse lo contrario: enojados y displicentes la comenzaban, furiosos la concluían.

  —173→  

Antes de la dichosa o infeliz (pues no era fácil discernirlo) aparición de Aura en la familia, Zoilo y Churi vivían unidos por una hermosísima fraternidad. Sus viajes eran un continuo juego con emulaciones que terminaban en bromas afectuosas; sus bienes terrenos, comida, moneda de plata o cobre, eran comunes, como las armas y herramientas; comían en el mismo plato, en el mismo vaso bebían, y se tumbaban en el mismo rincón de la choza donde les cogía la noche. Zoilo suplía en Churi la falta del oído, comunicándole con signos de su invención, sólo de ambos comprendidos, los hechos materiales más difíciles de exponer sin palabra, las cosas del espíritu que aun con la palabra son de dificilísima expresión. Se entendían con mugidos, con muecas y patadas, con grotescas contracciones faciales, con rápida telegrafía de manos y dedos.

Pero llegó el día fatal, y aquel amor recíproco trocose en recelo, y el libre lenguaje que los dos idearon para comunicarse su cariño, sólo sirvió para arrojarse el uno al otro centellas de rivalidad, dicterios y amenazas. La causa de este que bien puede conceptuarse como uno de los mayores desórdenes de la Naturaleza, fue la presencia inopinada de una mujer en la familia. A las dos semanas de tal suceso, Zoilo y Churi dejaron de quererse. Como los dos disimulaban instintivamente ante la familia, la rivalidad que les desunía no se reveló hasta que se hallaron solos, camino de Lupardo. Iban   —174→   por la cuesta de Unzaga: Churi, sombrío, taciturno; Zoilo, con alegría febril, cantando, divirtiéndose en pegar brincos para arrancar a tirones las ramas de los árboles. De pronto le cogió Churi por un brazo, y le dijo con desabrimiento, en vascuence: «No me lo negarás: tú quieres a Aura... Aura te gusta, pillo». Más sorprendido que asustado, respondió Zoilo que sí, y todo espontaneidad y efusión, agregó que Dios había pegado fuego a su alma, y que mientras podía conseguir que la prima le quisiese, se consolaba con amarla a su modo, pensando en ella siempre... diciéndole cosas de las que se piensan más que se dicen. ¿Cómo se había enterado el sordo de este secreto que la misma Aura no conocía? Era Churi un observador prodigioso; veía en la mirada, en el gesto, en los actos y en la abstención de los mismos, la verdad de los fenómenos del alma. Su penetración era el contrapeso de su sordera.

Allá se las compuso Zoilo como pudo para expresarle que no admitía su injerencia en aquel asunto; que él (Churi) no tenía nada que ver con que él (Zoilo) adorase a la niña por el aquel de adorarla, y que en las soledades de su conciencia se casase con ella, y fabricara su felicidad con suposiciones o cálculos de cabeza, con un tremendo fuego de amor en toda su alma... «Lo que tú tienes que hacer -le dijo, expresando las ideas con lenguaje verdaderamente epiléptico- es no meterte en lo que no te importa. ¿Qué   —175→   entiendes tú de esto? ¡Amarla tú! No puedes. Eres sordo, y ¿cómo va a querer Aura a un hombre que no oye?». Este argumento no tenía réplica, y Churi se lo tragó entre amarguras, quedándose un buen rato sin saber qué decir. De pronto saltó con una retahíla, acompañada también de gesticulación epiléptica, mezcla de torpes cláusulas castellanas y euskaras, que reducidas a un solo idioma eran así: «Pues eso es un pecado muy grande, Zoilo, y ya verás cómo se ponen los tíos y los primos cuando lo sepan... Y aunque te volvieras otro de lo que eres, aunque Dios te diera un mundo de méritos, sin fin de cosas, Aura no te querría, porque ya tiene su corazón entregado a otro amor, a un novio más guapo y más fino que tú...».

-¿Quién? -gritó Zoilo con furia, enarbolando una estaca que arrancado había de un árbol próximo.

-Madrilgo gizona (el hombre de Madrid).

Lanzó Zoilo carcajada burlona, y doblando por la mitad la fuerte rama, como si fuese junco, sin cuidarse de que Churi entendiera o no lo que decía, hablando solo más bien, exclamó: «¡Madrilgo gizona! Ese no viene, se ha muerto; y si vive y viene, ya verá Aura que debe quererme a mí, y no a él; y si así no lo hiciera, si se aferrara a querer al otro... entonces, ¡ah!, le mato, me mato... mato a todos, a ella, a mí, a ti...».

Viendo tal decisión, aunque los términos en que Zoilo la expresara no le resultaban   —176→   inteligibles, se recogió en la tristeza de su mente, en aquella bóveda sin ecos, pues el verbo humano sólo producía en ella sonidos ideales, y largo rato estuvo sin articular palabra, mientras el primo, que continuaba poseído de su furor de elocuencia, hablaba con los árboles: lo mismo podían ser para estos que para Churi sus ardientes expresiones. «Mía, mía tiene que ser... para mí, para mí... o se sabrá quién es Zoilo. Aunque no le he dicho nada, conozco yo... esto se conoce... que sabe que la quiero; y yo sé que si ahora no me quiere ella, me querrá después, cuando vaya viendo... Pues cuando hay muchos en casa, al que más mira es a mí, y cuando dice algo que es de reír, me mira a ver si me ha hecho gracia... y a los demás no les mira... Y cuando llego, conozco yo que se alegra un tantico, y aunque a cada instante me llama bruto, lo dice como diciendo... 'bruto, te quiero... pues...'».

-Ven acá -le dijo Churi tras largo rato de silencio-. Cuando los tíos y tus hermanos sepan eso, verás cómo no te perdonan la desvergüenza. Porque Aura espera que venga el de allá, y si no viniere, bien puedes estar seguro de que no será para ti... Yo no oigo, pero veo, y veo más que tú, y nada de lo que piensan nuestros tíos se me escapa... siento en mí los pasos que dan los sentires, los pensares de ellos cuando andan pasando por sus almas; lo siento todo, Zoilo; dentro de mí retumba... Pues te diré una cosa para que se te quite la esperanza. La tía   —177→   Prudencia, que es la que manda en el tío Ildefonso, hace ascos al novio de Madrid y quiere que no venga, porque está en la idea de casar a la niña con tu hermano Martín, que es el señorito de la familia y el que vale más, porque nosotros, tú y yo, somos unos grandes gaznápiros, y él es fino, como quien dice, ilustrado. Pues sí; esta es la idea de la tía Prudencia; yo se la he sacado por la manera como mira a Martín cuando viene, y por el modo de mirar a Aura cuando habla de tu hermano... ¿Y ahora qué dices, ganso? Porque a tu hermano no le has de matar... ¡Estaría bueno eso: matar a un hermano!... ¿Qué dices, qué piensas?

Zoilo no pensaba sino que el firmamento se le venía encima, y alzó las manos como para detenerlo antes que le aplastara. «Eso no es verdad -dijo-; tú me engañas, Churi; tú eres un envidioso... Pero conmigo no juegas». Momentos después, en gran abatimiento, lloraba como un niño. Puestos de nuevo en marcha, no hablaron más en todo el camino. Alojados en un caserío humilde, no se acostaron en el mismo montón de paja de maíz. Metiose Churi en el lugar más escondido, con la cabeza apoyada en un yugo, y allí se pasó la noche en triste monólogo, oyendo la respiración de su primo que profundamente dormía. «Yo también la quiero -decía entre otros mil peregrinos conceptos-. ¿Cómo no, si es tan preciosa como los ángeles, o más?... ¡Que no me digan a mí de ángeles ni ángelas!... Donde está ella,   —178→   que se quiten todos... ¿Pero qué caso ha de hacer de mí?... ¿Cómo ha de querer a un sordo... a quien no le oye su voz?... Pues si yo oyera, Dios, ¿quién me la quitaba? ¡Ay, no hay mujer bonita ni fea que quiera al hombre falto de oído!... pues aunque se puede ser buen marido sin oír nada, no quieren ellas, no quieren... y yo me pongo en lo justo... Pero si para mí no es, para este bestia de Zoilo tampoco... ¡Estaría bueno! ¿Qué ventaja me lleva mi primo? Que oye... ¿Y quién me asegura que a él no le falta también algo? ¡A saber!... Y si no le falta nada, le sobra fatuidad... No, no será suya, sino del caballero de Madrid... ¡Ojalá viniera mañana, para que se la llevara, y nos quitáramos todos de este suplicio!... ¡Cómo me reiría yo de este tontaina, fantasioso, fullero!... Echa roncas porque oye; que a lo demás no me gana, porque yo puedo más que él, y soy más valiente, y hasta más guapo... ¿Qué tiene Zoilo de más guapo que yo? Nada. Los ojos que le brillan... ¡Vaya una gracia! También me brillaban a mí antes de venirme el silencio... pero ahora... con el silencio, todo se le apaga a uno. Y Zoilo es un descarado que se está siempre riendo, enseñando los dientes... Pues eso no debe de gustarle a ninguna mujer... Que venga, que venga pronto ese caballero de Madrid... ¿Y el tal cómo será? Seguramente que silencioso no es... Pero será elegante, y tan fino, ¡arre allá!, que se meterá por los ojos de las mujeres... ¡Mundo maldito! Debiera uno morirse para no verte».

  —179→  

A los pocos días de esto, hallándose Zoilo en Lupardo y Churi en Bermeo, se enteró este del encuentro del tío Ildefonso con Calpena, y le faltó tiempo para ir a contárselo a su rival. En aquel viaje llegó el pobre burro lleno de mataduras; tanto le arreó el jinete para llegar pronto. Y llevando aparte a su primo, le soltó la tremenda noticia. «Ya está; ya pareció... ya viene... ¿No caes en ello? Zopenco... ¡Madrilgo gizona!... Habló con Ildefonso en Oñate... Ya viene... mañana... verás».

-Es mentira -replicó Zoilo blandiendo las tenazas-. No viene... Y si viene, sin ella se volverá. Juro que no se la lleva...

Al día siguiente fue Churi a las Encartaciones a contratar leña, y los dos primos estuvieron dos semanas sin verse. Pasó en este tiempo Zoilo algunos días en Bermeo, donde tuvo la satisfacción de ver que fallaban los anuncios de la próxima llegada del señor de Madrid, príncipe o archipámpano. Observó en Aura tristeza, duelo, reproducción de los arrechuchos nerviosos, y viéndola llorar se decía: «Llora, llora, que lo que es a ese no le verás más... Aquí está el hombre que ha de consolarte, tu Zoilo, a quien has de querer, porque él se lo merece... y si no, pruébalo y verás... Este que te mira sin atreverse a decirte nada, por cortedad, te tiene guardado un amor como el de todos los corazones que hay en el universo... de todos juntos en uno. El corazón mío es de un tamaño como de aquí al sol, o un poco más   —180→   allá, según voy viendo... Llora, llora, que tras mucho llorar, vendrá el olvidar... Con tanta lágrima se te lava el alma del amor viejo, y vendrás a tu Zoilo, a quien has de querer y adorar como él te adora y te quiere, que así lo manda la Divinidad».

Tales eran sus mudas declaraciones siempre que junto a ella se veía. En esto llegaron las tristes noticias del disfavor de Negretti, de las acusaciones con que la ignorancia o la perfidia le denigraron, de su prisión y de la causa que por infidencia o masonismo le formaban. Fácilmente se comprenderá la desazón que estos hechos causaron a toda la familia, particularmente a Prudencia, que adoraba a su esposo. Valentín rugía de cólera, Sabino ponía el grito en el Cielo. Y esta es la ocasión de referir que el buen Sabino era el único de los Arratias que sentía inclinaciones hacia el absolutismo, siquiera fuesen platónicas, determinadas por móviles religiosos más que políticos. Hombre piadoso, formulista y un tanto santurrón, disentía de su hermano Valentín, algo dañado de volterianismo, lo que no impedía que, profesadas una y otra opinión con tibieza y en el terreno ideológico, viviesen los dos en armonía perfecta, sin significarse públicamente por uno ni otro partido. Nunca llevó a mal Sabino que sus hijos perteneciesen a la Milicia Urbana, pues sus ideas retrógradas en ciertos y determinados puntos cedían ante la suprema devoción de la ciudadanía bilbaína. Pero si nadie podía   —181→   tacharle de carlista, tampoco él podía negar sus grandes amistades en el campo enemigo, de las cuales supo obtener alguna ventaja para los negocios de la casa de Arratia. El comandante general de la división de Vizcaya, Sarasa, era su íntimo y cariñoso amigo desde la infancia, y amigos eran también Guergué, los coroneles Urréjola y Altolaguirre, el brigadier Tarragual, de la división navarra, y el jefe de la división cántabra, Don Cástor Andéchaga. A estos conocimientos debía el paso franco por la zona comprendida entre Bilbao y Bermeo, y el favor inapreciable de que le permitieran trabajar en la ferrería de Lupardo, con la obligación de ceder a la Maestranza de Vizcaya cierta cantidad de hierro a precio bajo, forma indirecta de canon o impuesto de guerra.

Fiado en sus excelentes relaciones, corrió Sabino al interior del reino carlista, y ni en Durango, donde estaba el Rey, ni en Tolosa, donde sufría Negretti la prisión, pudo conseguir nada en pro de su hermano político, el cual no habría concluido en bien sin la decidida protección del ilustrado Príncipe don Sebastián. Y en tanto que esto ocurría, la familia continuaba agobiada de pesadumbres, pues para que nada faltase, ni parecía el D. Fernando, ni de los motivos de su tardanza se tenía noticias, dando lugar este singularísimo caso a que se le creyera muerto en alguna escaramuza o lance de guerra. Mientras Aura languidecía, mostrándose al fin como fatigada de tan larga   —182→   espera, con habilidad trataba su tía de infundirle el convencimiento de que el galán de Madrid había pasado a mejor vida, y era locura aguardarle más tiempo y subordinar una lozana juventud a las idas y venidas de un fantasma. Bien podía la niña excusarse de llorarle más, pues todo lo que suspirado había por la ausencia se le tomaría en cuenta por el fallecimiento. Que este debió de ser glorioso no podía dudarse, siendo Calpena un noble caballero esclavo del honor. A pesar de que esto pensaba y decía, Prudencia, consecuente con su nombre, no se lanzaba a determinaciones radicales, y esperaba la eficaz ayuda del tiempo para proponer a su sobrina, resuelta y gozosa, los desposorios con Martín Arratia.




ArribaAbajo- XIX -

Que Zoilo estaba en sus glorias con el largo eclipse del caballero de Madrid, y que Churi, por el contrario, se daba a los demonios y habría corrido gozoso en su busca, no hay para qué decirlo. El primero, fiado en su buena estrella, alentado por la fe que le infundía su ardorosa pasión, creía firmemente que el caballero no vendría ya, sin meterse en cálculos y averiguaciones del por qué de tal ausencia; el segundo, nutriendo su credulidad en su malicia y en el odio al primo,   —183→   siempre esperaba que Madrilgo gizona se aparecería, cuando menos se pensase, a reclamar lo suyo, y esta esperanza era el consuelo picante, amargo, de su existencia silenciosa.

Por fin, a mediados de Agosto, comunicó Ildefonso que estaba libre; pero tan harto de la suspicacia, estrechez de miras e ingratitud de la sociedad del nuevo reino, que no deseaba más que perderla de vista. Como no creía prudente que su escapatoria terminase en Bermeo, ni esta villa era muy segura ya para la familia, por alcanzar también al buen Sabino las malquerencias y desconfianzas de los facciosos, ordenaba que se fuesen todos a la ferrería y en ella permanecieran hasta que otra cosa se determinara. En el acto se dispuso Prudencia a levantar el campo, pues ya le incomodaba la residencia de Bermeo, donde todo se volvía perseguir a la niña mozos y señoretes, y hasta vejestorios, con ridículas manifestaciones de amor, y una mañanita salió para Lupardo con Aura, Sabino y Churi. No se cansaba la buena señora de lamentar la desgracia de su marido en el servicio del Pretendiente, lavándose las manos al tratar de un asunto en que Negretti obró en absoluto desacuerdo con ella. Bien le había dicho y redicho que no accediera a las instancias con que los artilleros de Oñate asediaban su voluntad. Honrado y crédulo en demasía, Ildefonso había tomado en sentido recto las ofertas pomposas de aquellos señores, las cuales no eran más que cantos   —184→   de sirena. ¿Qué resultó? Que el hombre se había matado a trabajar sin que parecieran por ninguna parte las villas y castillos que se le ofrecieron. Salía de la Corte de Carlos V, como había entrado, desnudo de todo capital, y además perdido en el concepto de los liberales. Bien caro pagaba su obstinación, y el desoír las advertencias de la mujer práctica, que siempre vio un señuelo falaz, una engañifa, en las galanas cuentas que se le ponían ante los ojos para deslumbrarle. ¡Perdido el trabajo de sus manos, perdido el fruto de su mente! Pero el sino de Ildefonso era sucumbir ante la maldad y el egoísmo, por ser excesivamente recto, confiado, esclavo de la conciencia hasta en las cosas nimias. «Es un santo -decía Prudencia, terminando con un gran suspiro-, y yo, por más que he revuelto todo el Año Cristiano, buscando la santidad en la industria, no he podido encontrarla. De los conventos y de las soledades han salido todos aquellos benditos; ninguno de los talleres».

Llegaron a Lupardo con felicidad, lo que no era poca suerte, según estaba el país de soliviantado por la facción, y allí vio Aura escenario bien distinto del de Bermeo. Hecha a los grandiosos espectáculos marítimos, que favorecen las expansiones del alma, y estimulan el atrevido volar del pensamiento, la primera impresión de Aura fue de tristeza, como de caer en honda sima, y sentir sobre sí pesos enormes de tierra y cielo desplomados. La estrechez del valle le oprimía   —185→   el corazón. ¡Qué diferencia de aquella inmensa lejanía de los horizontes oceánicos, que hacía casi realizable el ensueño de medir lo infinito! ¿Pues y la pureza de los aires, aquella frescura que con la intensidad de la luz inundaba cuerpo y alma? En el valle del Nervión pesaba la atmósfera, y las alturas verdes, las laderas cultivadas eran composturas mal hechas en la Naturaleza por el hombre, y arreglitos que la echaban a perder. Entre las dos vertientes, a la orilla del río entintado por la arcilla ferruginosa, se alzaba el edificio de la ferrería, roja de medio abajo, de medio arriba negra, despidiendo humo denso a todas horas; harto parecida a un monstruo iracundo, por su respiración cadenciosa y los ruidos espantables que acompañaban sus funciones: el bullicio medroso de la turbina en lo más hondo, el martilleo con estridores metálicos arriba, y el soplido ansioso del fuelle. Respiraba la ferrería, latía su sangre, daba puñetazos continuamente sobre la materia indomable. Así lo vio Aura en su viva imaginación.

La casa en que moraban los trabajadores era humilde, también roja y negra, sin más que lo preciso para que tuvieran breve descanso los duros huesos de aquellos atletas. Una alcoba pequeña que ocuparon las dos señoras; una grande, donde dormían todos los hombres; otra pieza donde comían, pagaban los jornales y hacían sus cuentas, eran las piezas altas. En las bajas, tenían   —186→   la cocina, depósitos de leña y carbón vegetal; del lingote producido, enormes piezas dobladas por la mitad, y algunas formando lazos. Allí encontró Aura al mayor de los primos enteramente transformado, pues las dos veces que le vio en Bermeo iba vestido de señor con bastante desavío, y en Lupardo cubría todo su cuerpo con un largo camisón de lienzo veteado de negro y rojo, mena y humo, los brazos arremangados, los pies en almadreñas, la cabeza descubierta. Era el más alto de la familia, y el menos guapo de rostro, de pocas carnes, seco, acerado. Su rostro revelaba cansancio, resignación honda de todas las facultades ante la pesadumbre del deber, quizás desconfianza del éxito. Se parecía bastante a Zoilo, siendo este hermoso, y José María no. Su actividad no era vertiginosa, como la de Churi y Zoilo, sino reflexiva, paciente, llegando hasta una tensión increíble.

Prefería Sabino el trabajo directivo al material; era menos forzudo que sus hijos, los cuales, a excepción de Martín, habían heredado de su madre Zoila Maruri la constitución hercúlea. De esta señora se decía que si no la hubiera matado el cólera, habría vivido un siglo. Su madre y su abuela vivían aún, en Mundaca; contaba la primera ochenta años, y la segunda ciento dos. Pues sí: Sabino tenía especial acierto para organizar el trabajo de los demás, y daba sus órdenes de un modo paternal, persuasivo, sin gritos ni alboroto alguno. En cambio, Zoilo era todo   —187→   viveza, todo ruido y alegría; desde el punto y hora en que Aura llegó a la ferrería, se multiplicaba en el trabajo, y redoblaba hasta lo increíble la cháchara y gorjeos de su alborozo juvenil. Coplas castellanas y vascuences salían sin cesar de sus labios; los rizos que ornaban su frente parecían, en manos del viento, aureola de salvajes crines. Su rostro era una paleta en que dominaban el rojo y el negro, mezclados y revueltos por el sudor copioso; la blancura de sus dientes y el carmín de sus labios brillaban con colorido picante en medio de tanta suciedad; sus manos tiznadas eran manos de un diablo que se ocupara en los menesteres más bajos del infierno; su gala era ser negro, y en los febriles accesos de júbilo cogía tizne con los dedos y se pintaba rayas en la frente y brazos. Renunciando a todo calzado, lo mismo chapoteaba en el fango que las lluvias acumulaban junto a los montones de mena, que en las verdosas aguas de la presa. Para secarse restregaba los pies en el polvo de carbón: hacía esto, según decía, para sacarse lustre a las botas. Iba de una parte a otra saltando, aunque transportara grandes pesos. Acudía más pronto que la vista a donde se le llamaba, sin repugnar ninguna faena por difícil y enojosa que fuese; su ardor era el asombro de todos, y no se le reñía más que por lo mucho que alborotaba y por sus expresiones incongruentes, pues no había que chillar tanto para hacer bien las cosas. Al llegar la hora de la comida   —188→   y tomar su asiento en la humilde mesa sin manteles, hacía, sin melindres, desmedidos honores a la pitanza, con gran contentamiento de Aura, que gozaba y reía viéndole comer, por lo cual extremaba él su apetito sin incurrir en la fea glotonería. Después de la cena, Sabino les convocaba en torno suyo para rezar el rosario y dar gracias a Dios, con jaculatorias de su invención, por la salud que disfrutaba toda la familia, para pedirle que esta recogiese el fruto de tanto trabajo, y que se acabara pronto la guerra. Terminadas las devociones, se acostaban todos. Zoilo tardaba en dormirse, porque su cerebro era una devanadera, en que sin cesar envolvía hilos interminables: amor, esperanzas, proyectos, palabras que pensaba decir a Aura, palabras que, a su parecer, esta le diría. Cuando sentía que su padre y su hermano dormían, se echaba del camastro donde reposaba medio vestido, y se iba al otro lado de la habitación, acurrucándose junto a un tabique desnudo y frío. Allí se pasaba otro rato devanando sus hilos con la más pura espiritualidad, y antes de dormirse daba repetidos besos al tabique. Al otro lado, en la próxima estancia, dormía la niña bonita.

Ningún mal pensamiento obscurecía el cielo purísimo de aquella pasión, toda nobleza y frescura infantil. Era Zoilo un hombre hecho y derecho, pues ya había cumplido veintidós años; pero su pasión le reverdecía la niñez con todas las candideces deliciosas   —189→   de esta, con sus ensueños y la facilidad increíble para ver trocadas en realidad las cosas más absurdas. No carecía de estudio su candorosa travesura, pues bien seguro estaba de que su ardor infatigable en el trabajo, su ligereza gimnástica, el comer mucho, el hablar cantando, el cantar riendo, y otras extravagancias, agradaban a la señora de sus pensamientos. En esto no se equivocaba. Con penetración de enamorado descubría en los ojos y en la sonrisa de Aura una complacencia y gusto muy singulares al verle hacer cosas tan contrarias a la compostura. Empleaba, pues, el chico un original resorte de agrado que podría muy bien llamarse la contra-coquetería, consistente en aplicar a su persona todas las reglas opuestas a las de la vulgar presunción. Adivinaba, veía, mejor dicho, que era más hermoso cuanto más libre en el vestir, dentro de la decencia, y que no le querían conforme al patrón de los señoritos atildados.

Más elegante sería cuanto más se pareciese al aire, a las olas, a los pájaros. Esto no lo razonaba, lo sentía, acariciando un vago propósito de dejar de ser pájaro y ola cuando las circunstancias le indujeran a ser hombre verdadero, y hasta hombre fino, si fuese menester.

El trabajo de la ferrería era muy duro: lo hacían exclusivamente José María, Zoilo, Churi y dos guipuzcoanos contratados: vestían todos, menos Zoilo, largos camisones de lienzo. El capataz o jefe de la tarea era designado   —190→   con el nombre vasco de arotza. Llamábanse fundidores los que aplicaban el fuego a la primera materia para obtener el hierro, operación que se hacía en un hoyo revestido de ladrillo, donde metían el mineral y gran cantidad de carbón. Sabino, José María y uno de los guipuzcoanos eran muy expertos en apreciar el grado de ignición y el temple necesario. Cuando estaba el mineral al rojo, formando la pasta o zamarra, comenzaba el trabajo de forja, y allí era de ver el arte combinado de los fundidores y los llamados tiradores, que descargaban los martillazos sobre la pieza candente, puesta sobre un firme o yunque, que tenía por base estacas hincadas a gran profundidad. Un agujero daba entrada al aire que arrojaban pulmones mecánicos, movidos por la turbina. El martillo tenía por cabeza una masa formidable de hierro, y por mango un árbol enorme, horizontal cuando no funcionaba, articulado por su extremo. Un mecanismo rudimentario lo movía, manipulado por los tiradores, mientras los otros manejaban con grandes tenazas la zamarra, dándole las necesarias vueltas para recibir por una cara y otra el golpe... Las tremendas cabezadas del martillo batiendo la masa roja y blanda, iban limpiándola de escoria, y ajustando las moléculas de aquel hierro incomparable para todos los usos de la agricultura y de la industria. Zoilo y un guipuzcoano solían hacer de tiradores, mientras José María y el otro volteaban la pieza con las tenazas. El   —191→   prestador era el obrero de menor categoría en la forja; sus funciones se concretaban a preparar la comida, amasar la borona y ponerla entre las planchas calientes, y al propio tiempo ayudaba a los demás a cargar el horno, llevando espuertas de mena. De prestador hacía comúnmente Churi, que guisaba muy bien, sin perjuicio de ayudar como el primero en el transporte del material y en dar fuego a la hornilla... Quemar mucha leña, atizar candela era su mayor goce.




ArribaAbajo- XX -

Comían ordinariamente caldos de habas secas con cecina, borona y buenos tragos de chacolí. Al comienzo de la campaña mataban una res, cuya carne salaban y ponían después al humo. En los días en que Prudencia y Aura aportaron por allí, mejoró un poco la mesa de los cíclopes de Lupardo, porque la señora de Negretti había llevado un par de cestos de provisiones, entre las cuales sobresalía por su magnificencia un pan de trigo de cuatro libras; lo demás era una gallina asada, patatas, fruta seca, huevos y pasta de tomate en botellas, de industria doméstica. Esto fue lo único que pudo traer de Bermeo, donde ya escaseaban las provisiones de un modo alarmante, pues los arrieros que llevaban pan de Vitoria una vez   —192→   por semana, iban ya rara vez; sólo abundaba la merluza, que en aquella época del año, por preocupación incomprensible, era desestimada, y se vendía a ochavo la fibra. Prudencia había hecho un riquísimo escabeche, que llevaba en orzas grandes bien acondicionadas.

Con estas viandas, hubo proporción de celebrar en Lupardo verdaderos festines, de que participaban los guipuzcoanos, estimando estos como bocado exquisito el pan de trigo que no habían catado en meses, y que Prudencia repartía en discretas raciones. Y por contra, Aura gustaba con preferencia de los caldos de habas con cecina y de la borona; no hay que decir que Zoilo, por agradarla, consumía porciones monstruosas de aquel grosero alimento.

Hubiérale gustado a la niña bonita poner también sus manos en aquel rudo trabajo del hierro; pero como Prudencia la vigilaba, manteniéndola dentro de su jurisdicción de señorita fina, y no hallaba ocasión de echarse a la cabeza una pesada cesta de mena para descargarla en el horno, ya que no podía trabajar, se arrimaba lo más posible a la forja, sin miedo al calor intenso, sin reparar que se le sentaba en la piel del rostro el rojo polvillo del mineral. Si tuviera espejo, habríase visto trocada en figura egipcia, por el encendido color de cerámica que lucía como proyección de un incendio. Su belleza era entonces más para que la gozaran los dioses que los pobres humanos, estragados   —193→   por el convencionalismo estético y las falsas artes de la presunción. Con el criterio vulgar de estas juzgaba Prudencia el nuevo cariz de su sobrina, diciéndole: «¡Ay, hija, estás hecha una visión! Gracias que no hay aquí gente que te vea. ¡Lo que pareces con esa cara tan abochornada! ¡Cuándo querrá Dios que nos vayamos a Bilbao para que te adecentes!».

No debía esperar mucho la señora para ver cumplidos sus deseos de adecentar a la niña, porque una tarde, cuando no llevaban cinco días de estancia en Lupardo, llegó Martín en un caballejo, y tuvo con su padre un vivo diálogo, del cual había de resultar la suspensión del trabajo de la ferrería. «Padre -decía el joven, que a las primeras palabras planteó la cuestión-, esto no puede ser. En Bilbao nos critican porque mientras todas las ferrerías de Vizcaya suspenden, la nuestra sola trabaja. ¿Y por qué? Porque trabaja para ellos, para los carlistas, y de aquí sacan el material de guerra con que quieren asesinarnos. Esto no puede ser. Yo he corrido a avisarle para que se entere de lo que por allá dicen y piensan. Antes que le hagan parar a la fuerza, suspenda el trabajo por su determinación. Considere que somos bilbaínos y que tenemos que vivir con la opinión y con los sentimientos de nuestro querido pueblo».

Algo tuvo que remusgar3 Sabino; pero cedió al cabo ante los expresivos argumentos de Martín. «Soy miliciano nacional; a gala   —194→   tengo el pertenecer al cuerpo que defiende la sagrada villa, y no puedo en ningún caso discrepar del parecer de mis compañeros». Lo mismo opinaba Valentín. No convenía, pues, a la familia, por la índole y el estado de sus negocios, divorciarse de la opinión del pueblo, donde dominaba el espíritu de resistencia implacable. Bilbao sería un montón de ruinas antes que consentir que pisara su suelo Carlos V. O morir todos, o defenderse hasta la desesperación. Ya era seguro que reunían sus batallones y se repostaban de artillería y balas para poner cerco a la capital, decididos a conseguir lo que no pudo Zumalacárregui. No dejaron de hacer su efecto en el ánimo de Sabino estas razones, pues si bien no sentía maldito entusiasmo por la causa liberal, érale imposible sustraerse a la solidaridad bilbaína, no sólo por amor al pueblo natal, sino por la influencia que sobre él ejercían su hermano y su segundo hijo. En otra ocasión habría tenido sus dudas, pues del campo carlista le tiraban amistades de gran fuerza, y le seducía el carácter de religioso desagravio que a su causa imprimía el Pretendiente; pero ya no podía ser. Su hermano mayor había soltado prenda por Isabel, prestándose a que le metieran en juntas de armamento y defensa; Martín era miliciano, y ambos figuraban como fervientes apóstoles del Bilbao no se rinde. Por nada del mundo daría Sabino el triste espectáculo de aparecer en desacuerdo con los suyos. ¡Qué horrible discordia la que   —195→   hace enemigos a hijos y padres, a hermanos queridos! No, no. Antes la muerte que ver el odio en su familia, aunque este odio fuese político. Adelante, y allá se iban todos bien apretaditos uno contra otro. Bilbao y la familia eran un solo sentimiento, y al decir Bilboko echea se decía lo más grato al corazón.

Determinose, pues, que en rematando unas piezas que estaban en la forja apagarían los fuegos, y se retirarían llevándose todo el material de hierro que pudiesen, pues el que allí se dejara no tardaría en ser cogido por la facción. Logrado su objeto, y después de un rato de plática con Prudencia y Aura, Martín se dispuso a montar de nuevo en su caballejo, pues no podía faltar de la tienda. Prudencia le dijo: «Es un dolor ver a esta chica cómo se ha puesto. Mira qué cara, mira qué manos». Aura reía, declarando con ingenuidad que aquella vida le gustaba, y que no creía desmerecer de figura por haberse puesto del color de la mena. Opinó Martín que aunque se pintara de negro-humo o de almazarrón, siempre sería una divinidad; pero que no le correspondía perder su aire de señorita principal; y añadió que habiendo llegado a Bilbao la fama de su hermosura, ya había por allí muchas personas que deseaban conocerla. La sociedad bilbaína era muy entonada. Aura había de causar arrebato... Él se alegraría mucho de que el domingo próximo, vestidita con su mejor ropa, fuese a ver desfilar la Milicia Nacional,   —196→   cuando iba a misa a Santiago. Después tocaba la música en el Arenal, y allí se paseaban las señoritas con los milicianos y la oficialidad del ejército. Dicho esto y otras cosas pertinentes a la guerra y a la amenaza del sitio, se retiró el simpático joven en su jaco, despidiéndose de las señoras con un afectuoso hasta mañana.

Caía la tarde, y no gustando Sabino de que su hijo fuera solo, mandó a Churi que montase en su burro y le acompañara, volviendo al día siguiente para ayudar al transporte del material. La familia iría en un carro del país, bien aparejado, saliendo a hora conveniente para llegar antes de anochecer. Mal le supo a Zoilo la disposición paterna de trasladarse a la capital, porque en aquel salvajismo de Lupardo se encontraba el mozo en sus glorias; y teniendo allí a su ídolo, y pudiendo tributarle ardiente y secreto culto a todas horas, no cambiara la ferrería por el Paraíso Terrenal. Y casi casi asegurar podía que a la niña tampoco le supo bien la traslación, porque allí gozaba viendo los trabajos, y ¡qué demonio!, viéndole a él; allí tenían los dos por intermediarios de sus amores, al menos por parte de él, las llamas y el calor de la forja, el aire del soplete, y aquel campo ameno y triste, el río que mugía, los pájaros, la mena roja y el carbón negro. Todo aquello hablaba, todo sonreía, y era bueno y... amigo.

Se desesperaba el pobre Zoilo pensando cuán árida y fastidiosa sería la vida en Bilbao.   —197→   Allá vestirían a la niña de damisela, llevándola de visita en visita, o me la tendrían todo el santo día en la sala, donde él apenas entraba; y si por fin de fiesta le confinaban, como era muy de temer, en el almacén de maderas de Ripa, se divertiría como hay Dios. En tanto, gozarían de la dulce presencia de Aura las visitas cargantes, los señores y señoras de Ibarra, de Gaminde y Vildósola; y para colmo de fastidio, Martín podría verla a todas horas, y él no. Esto era en verdad peor que un castigo. Aura bajaría por las mañanas a la tienda, y como tenía tan bonita letra, puede que Martín la pusiera en el escritorio, a su lado, a copiar cartas y facturas, tocándose el codo de él con el de ella... No, no mil veces: esto no lo sufría. Como viera los codos juntos, de fijo haría cualquier barbaridad. Pensando estas tonterías se llevó casi toda la noche, y en lo más avanzado de ella, mientras su padre y su hermano dormían, calentó con sus besos el frío revoco del tabique. Efectuose al siguiente día tranquilamente el apagar de hornos, la recogida de herramientas, la disposición y arreglo de todo lo que había de quedar allí, el transporte del hierro elaborado, y en un carro que mandaron traer de Miravalles se trasladó a Bilbao toda la familia.

Resultó ¡ay dolor!, lo que Zoilo temía: que desde la noche de llegada se vio la casa infestada de visitas, que acudían como las moscas; señoras y señoritas pegajosas que iban   —198→   a picotear, a gulusmear4, y a estarse las horas muertas en la sala. Las alabanzas a la bella sobrina eran entusiastas; los plácemes por tenerla allí, muy empalagosos. Zoilo hubiera cogido un zurriago y arrojado a la calle a todo aquel señorío importuno, que le quitaba a él su bien propio; pues con tanto mirar a la niña, y tanto sobarla y besuquearla, colmándola de lisonjas, se llevaban pegadas a las manos y a las bocas partículas de aquel ser divino. ¿Qué le importaba a nadie que Aura fuese un prodigio de hermosura? ¿Ni qué tenía que ver aquella gente curiosona, entrometida, con que fuese huérfana, prometida de un principillo, y qué sé yo qué? Ya se le iban atufando al hombre las narices, y le entraban ganas de demostrar a chicos y grandes que sólo a él le importaba la guapeza y demás méritos superiores de su prima... No poco se alegró de que no le confinaran en el almacén de Ripa, atestado de maderas, barriles de alquitrán y brea, pues si su padre le señaló un trabajo que allí le retenía algunas horas, las más del día estaba en la Ribera, ayudando a Martín en el trajín del despacho. Gracias a esto podía extasiarse en su divinidad, sin hartarse nunca. Si viéndola en el llano vestir de Bermeo y en el desgaire de Lupardo se había enamorado de ella como un tonto, en Bilbao, cuando se la vistieron de señorita para llevarla a misa o al visiteo, y con los trapitos de cristianar para presentarla en el Arenal, su tontería se trocó en locura, con hondos   —199→   desvanecimientos y accesos de rabia.

Efecto maravilloso y estupefaciente causó Aura en la juventud bilbaína, cuando hizo su primera salida con Prudencia y la señora y señoritas de Gaminde en el paseo del Arenal, pues si bien la fama había anticipado ya ponderaciones de tan singular belleza, la realidad empequeñeció la obra de la fama, al contrario de lo que en la mayoría de los casos sucede. Y aunque entonces, como ahora, la gallardía y hermosura mujeril eran cosa corriente en Bilbao, el tipo de Aura, su sencillez y majestad, las incomparables líneas de su cuerpo, su helénico perfil, y la expresión divinamente humana de sus ojos, fueron motivo de general admiración y embeleso. Mirábanla los hombres encandilados, turulatos los viejos, con asombro receloso las mujeres, y no se oían a su paso más que alabanzas. Si por una parte satisfacían a Zoilo tales demostraciones, por otra le mortificaban horriblemente, porque de tanto mirarla y alabarla resultaba que no era suya, sino del público. Rondando solo, separado de sus amigos, por los bordes del paseo, tomaba las vueltas a su prima y observaba de lejos la cara que ponían los jóvenes, así militares como paisanos, al pasar junto a ella; o bien iba detrás de los grupos de paseantes, tratando de escuchar lo que decían. Las exclamaciones «¡vaya una mujer!...» «es más de lo que dijeron...» «esto ya no es mujer, es diosa», eran como otros tantos estiletes que clavaban en su pecho.   —200→   Si más que mujer era diosa, los malditos dioses no consentirían que hembra tan superior fuese para él... Y cuando pudo ver y oír que en un grupo de milicianos, donde iba su hermano Martín, felicitaban a este por tener a tal beldad en su casa, y le daban bromitas, faltó poco para que la emprendiese a bofetada limpia con aquellos majaderos, desvergonzados... Nervioso y descompuesto, marchaba en una y otra dirección por el círculo más excéntrico del paseo, que era como el voltear de una noria, pensando que si hubiera pistolas de muchos tiros, y él poseyera arma tan prodigiosa, la emprendería bonitamente en aquella ocasión... ¿Cómo? Arreando un tiro ¡pim!, a todos los que al paso de Aura decían ¡ah!, ¡oh!... y otro tiro ¡pam!, a los que se permitieran comentarios de la hermosura, y qué sé yo qué... y otro y otro tiro ¡pim, pam!, a los graciosos y bromistas... ¡Hala!... ¡y que volvieran por otra!