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ArribaAbajo- XXI -

No le fue muy fácil a la hermosa doncella adaptarse al nuevo molde de vida, y hacerse a tal ambiente; pero al fin hubo de rendirse al fuero de la necesidad y de la costumbre. La estrechez de la casa, un entresuelo sin luces en la parte interior, causábale opresión,   —201→   angustia. Mejor respiraba en la tienda, aunque en ella dejaban poco desahogo los rollos de cabos, las piezas de lona, y los innumerables hierros de barco que por todas partes había. Pronto se familiarizó con el olor de alquitrán, y gustaba de bajar a la tienda, y de presenciar las animadas escenas de la venta y compra. El lenguaje marinero la encantaba, y la rudeza de aquellos rostros curtidos por el viento despertaba en ella simpatía y admiración. Llamada más de una vez por Martín para que le ayudase en el escritorio, descendía gozosa, y copiaba facturas y cartas; después divagaba por el local, enterándose de la extraña nomenclatura marítima. Las tardes de poco despacho, los dos dependientes, viejos navegantes desembarcados ya por inútiles, se esmeraban en darle lecciones. Aura les preguntaba: «¿para qué sirve esto?, ¿aquello para qué es?». Y ellos, bondadosos, respondían a todo, dándole una idea de las maniobras en que habían gastado sus mejores años.

El escritorio era un rincón de la tienda, separado de esta por tabique de cristales, que en tal sitio debía llamarse propiamente mamparo. No había más espacio que el preciso para revolverse con estrechez entre la mesa, con carpeta para dos personas, y el estantillo de los libros. Dos taburetes, la menor cantidad de asiento posible, completaban el mueblaje. Lo demás del reducido garitón lo ocupaban estantes atestados de género, casi todo lo de pesca, paquetes de anzuelos, redes,   —202→   plomos; en otra parte, piezas de lanilla para banderas, brochas, cepillos, defensas, y más arriba, pendientes del techo, bombillas de diferente forma, faroles de costado, etcétera...

Martín iba y venía del escritorio a la tienda por una puerta estrecha, no más holgada que las que suelen dar paso al camarote de un buque de mediana comodidad. Salvo a la hora en que le era forzoso escribir, recorría todo el local, desde la pieza grande, que daba a la calle, a la más interior, fin de una serie tortuosa de aposentos en que el olor del alquitrán y la obscuridad y falta de aire remedaban el ahogado recinto de la bodega de un barco. En lo más hondo estaban los barriles de brea en piedra, de alquitrán, los bloques de sebo; y a lo largo de las estancias, los rollos de jarcia formaban una estiba bien ordenada, como sillares de una serie de columnas, dejando para el paso un angosto callejón. Viendo cómo cortaban de los rollos pedazos de cuerda y cómo los pesaban y vendían, aprendió Aura los nombres de las diferentes piezas de cáñamo usadas en la navegación, y supo distinguir el calabrote y la guindaleza de la flechadura y cabo de acolladores. Todo lo preguntaba, y todo lo retenía en su prodigiosa memoria. «¿Te gusta este comercio?» le preguntaba Martín, que buscaba la manera de echarle una flor, sin poder conseguirlo: tales eran su timidez y respeto. Y ella respondía: «Las cosas feas se vuelven bonitas cuando vamos   —203→   aprendiendo a ver en ellas la utilidad. Esto que parece tan feo, va dejando de serlo a medida que entendemos para qué sirve. Mira tú: yo me he criado entre piedras preciosas. ¡Como que he jugado con ellas! ¿Pues creerás tú que ese comercio nunca me hizo gracia?».

-Como que es un comercio que sólo vive de la vanidad -dijo Martín, henchido de satisfacción-. Las piedras son objetos de puro lujo, y esto, Aura, esto es la vida, esto es el pan... Porque si no hubiera barcos, fíjate bien, prima, no habría comercio, y sin comercio no tendríamos ni camisa que ponernos, y viviríamos como los salvajes.

Cuando entraba Zoilo y la veía sentadita en el escritorio, junto a Martín, y él corrigiéndole las copias, para lo cual se acercaba demasiado, juntando casi cabeza con cabeza, el pobre chico no sabía lo que le pasaba. ¡Vaya que también esa!... ¡Y dar la casualidad de que aquel hombre fuera su hermano! Si no lo fuese, ya le habría enseñado a ponerse a la distancia que debe guardarse entre caballero y señora cuando no son novios. Por suerte de Zoilo, existía la guerra, que evidentemente le favorecía. La casualidad de que hubiese guerra tenía sobre las armas a la Milicia Urbana, y a cada momento, mañana o tarde, venía el ordenanza con avisos que hacían salir a Martín de estampía. «D. Martín, revista a las tres... Don Martín, a las dos ejercicio». Y primero faltaba una estrella del cielo que dejar el joven de   —204→   acudir al llamamiento de la patria y de la libertad. Gracias a esto, Zoilo quedábase solito con Aura, y si había venta de cosas menudas, la enseñaba a despachar, o le daba previamente instrucciones para cuando viniese alguien en busca de agujas de coser lonas, de hierros para calafatear. «¿Para qué sirve -le preguntaba ella- este zoquete redondo de madera con tres agujeros, que parece una cara con sus ojitos y abajo la boca?...». «Esto llamamos bigota, y sirve para las flechaduras de la jarcia». Seguía una larga lección de aparejo, que comúnmente Aura no entendía. Ello es que, sin entenderlo bien, pedía la niña noticia de todo; y él, con seriedad científica, le explicaba la aplicación de las distintas clases de grilletes, guardacabos y demás hierros. Le mostraba un rempujo y la manera de usarlo para coser velas, y se lo ponía y sujetaba con la hebilla, para que se hiciera cargo de aquel dedal de la palma de la mano; la instruía en el modo de calafatear, metiendo en la unión de las tablas y apretándola bien con hierros, la filástica, que era la estopa de los cabos inútiles... «Te enseñaré cómo se hace la filástica. Pero tus dedos son muy finos para esta operación. No, no: déjame a mí. No hay más que ir abriendo la estopa... Es muy fácil».

-¡Vaya, con todas las cosas que hay dentro de un barco! Me gustaría tener una fragata muy grande, muy grande.

-Y a mí. Para ir a ver tierras tú y yo... Y luego la traíamos llena de perlas y brillantes;   —205→   cargada de piedras preciosas hasta las escotillas.

-¡Jesús qué disparate!

-Sí: de piedras preciosas, que, aun con ser tantas, serían pocas para adornar tu hermosura. Di que sí.

-¡Qué tonto!

-Es verdad. ¿Qué son las piedras? Morralla... Para adornarte a ti no hay más que el sol y las estrellas, con la luna en medio, y dos docenas de rayos por cada banda.

-¡María Santísima... divino Dios!

-No hay más Dios divino, ni más divinidad que tú... Yo lo digo, y aquí estoy para sostenerlo...

Al fin se arrancó el hombre. Entre seria y festiva, Aura le contestaba riendo y volviendo la cabeza, burlándose un poco o asombrándose de su audacia.

«Pero, Zoilo, ¿estás loco?».

-Sí, sí... me da la gana de estar loco. Es mi gusto... Como lo será el morirme o matarme si tú no me quieres...

-Cállate, Zoilo... no bromees con eso... Cállate, que la tía baja... Me parece que la siento.

Lo que hacía Prudencia era llamarla desde lo alto de la estrechísima escalera, más bien escala de barco, que comunicaba la tienda con el entresuelo. «Voy, tía», gritaba Aura, mientras Zoilo, contento de haber roto el fuego, de haber puesto fin a un mutismo que le requemaba el alma, se decía: «Esta lagartona de mi tía Prudencia la manda abajo   —206→   cuando está Martín, para que el otro le diga cosas, y la llama cuando yo estoy, para que yo no pueda decírselas... Ya le enseñaré yo a mi señora tía quién es Zoilo Arratia». Y se puso a medir brazas de cabos, que los dos dependientes iban pesando.

Sabino y su hijo mayor se pasaban casi todo el día en el almacén de Ripa, donde tenían gran cantidad de duela, magníficas tosas de caoba y cedro, y una regular partida de teca y riga que no lograban vender en aquellos calamitosos tiempos por estar encalmada la construcción de buques. Por la noche reuníanse todos en el entresuelo de la Ribera y cenaban juntos, comentando la guerra, llevando al seno de la laboriosa familia ecos de la opinión del pueblo respecto a la inminencia de un segundo sitio, más apretado que el primero. Valentín, Martín y Aura eran partidarios de la resistencia a todo trance, y confiaban en el éxito, movidos de la ardorosa fe bilbaína. Sabino y José María se hacían intérpretes de la minoría desconfiada y algo pesimista del vecindario. Temían que la villa tuviera que rendirse; no daban excesivo valor a las bravatas de los milicianos, ni estimaban posible que la guarnición escasa hiciese maravillas. Al primer partido, patriótico y entusiasta, se arrimó Zoilo, afirmando que quería derramar su sangre por Bilbao, y contribuir a la defensa con todos sus bríos. Apoyábanle unos, otros se reían, y Prudencia declaró, siempre dentro del sagaz criterio que le imponía su nombre,   —207→   que la familia no debía significarse toda del lado isabelino, sino dividirse en las dos opiniones para estar a las resultas de los acontecimientos. «Si todos -decía- nos vamos con la Libertad, ¡ay de nosotros en el caso de que venga la mala, y se vaya la Libertad a paseo y triunfe el obscurantismo!». Pero estas razones las rebatió con firme lógica y hasta con elocuencia, Valentín, sosteniendo que no era decoroso el doble juego, sino poner las dos velas a Dios y ninguna al diablo. Dios era la Libertad. De esta definición hubo de protestar Sabino, asentando que no había que mezclar a Dios en cosas de política. Que se juzgase conveniente defender la Libertad y el Trono de Isabel, muy santo y muy bueno; pero nada de meter a Dios en estos líos, porque Él no era constitucional ni realista, sino Dios a secas, y su divina voluntad era que no se derramase tan locamente sangre de cristianos.

En ello convinieron todos, como también en que si a Zoilo le pedía el cuerpo andar a tiros, se le procurase el ingreso en la Milicia Nacional. Con gran alegría acogió esta idea el interesado, y Aura, también gozosa, propuso que se comprara sin pérdida de tiempo la tela para el uniforme, y que una vez cortado por el sastre, ella lo cosería con sus propias manos, aunque tuviese que velar. «Ya tenemos a Periquito hecho fraile -dijo Prudencia-. Coseremos pronto la ropita, para que pueda lucirla en la formación del domingo». Aquella misma noche, andaba   —208→   por el comedor y los pasillos con aire marcial. Sentía no tener listo su uniforme antes de que viniera Churi, el cual se había ido en su asno a sus acostumbradas exploraciones del país encartado o del valle de Mena, por puro vicio de independencia, más bien de vagancia, pues ya no había para qué traer leña y carbón. ¡Qué sorpresa le iba a dar, si cuando volviese le encontraba en todo el esplendor y magnificencia de su facha militar! ¡Y que no rabiaría poco al verle! Que rabiara, sí, y que se le llevasen los demonios, en castigo de las burradas que al partir le había dicho. De lo último que hablaron se copia lo menos violento, dejando intraducidas y al natural las locuciones del maligno sordo.

ZOILO.- Estoy seguro de que me quiere... ya no pienso en matarme, sino en vivir, en hacer cosas de mucha dignidad, en aprender todo lo que no sé, en ser valiente, en portarme como un caballero.

CHURI.- Patuo, no cuerras tanto... por detrás el pingajo te cae... ¡Qué pamparria tener tú!... Eso dite, pues.

ZOILO.- Hazte a un lado, zopenco.

CHURI.- (Sin entenderle.) Prínsipe arrecho vendrá él, y casarse hará con ella, y más... Al dimonio tú aquí mismo, y más. Eso dite, pues... ¿Qué harás si la tía Pudrencia saberlo ella?... ¿para qué es desir? Murirte harás... Reírme yo... dite qué patuo eres, patuo y parol.

ZOILO.- Cállate... o verás.

  —209→  

CHURI.- Aura sielo es, y más... tú sarama... Sarama al sielo subirse no hará... Con escoba que te arrecojan...

Ingresó Zoilo en la Milicia; hizo solemne estreno de su uniforme, y el endiablado sordo no parecía. Quien llegó fue Negretti, en un estado moral lastimoso, herido de cruel desengaño, renegando de la hora en que puso su inteligencia al servicio de la Pretensión. Hombre de sinceridad, reconocía su error y se lamentaba honradamente de no haber seguido la opinión y consejos de su esposa. ¡Ay!, las mujeres suelen tener, en asuntos de negocios relacionados con la vida social, olfato más seguro y vista más penetrante que los hombres... Toda la familia se aplicó a consolarle desde el primer día, rodeándole de atenciones y cuidados, pues su salud, con tan graves quebrantos y sinsabores, se había resentido notablemente. Hablando a solas con Valentín del tristísimo pasado, del negro presente, y de las cerrazones del porvenir, le decía: «Me siento tan abatido, tan descorazonado, que como no vengan estímulos de fuera de mí, dudo que pueda yo sacarlos de aquí dentro. Espero que pasen días, muchos días, a ver qué giro toma esta maldita guerra. Y también te aseguro que sólo he venido a Bilbao por tomar algún descanso, y por el gusto de pasar unos días con vosotros antes de irme a Francia. Aquí no me encuentro, querido Valentín; no me atrevo a salir a la calle, temeroso de que me echen en cara el haber traído acá   —210→   pegadas a las manos las limaduras de la Maestranza de D. Carlos. Me tendrán por enemigo, quizás por espía... No me conocen lo bastante para ver en mí al obrero neutral, que sirve donde le pagan. La realidad, las flaquezas humanas, me han hecho comprender que la neutralidad es imposible, y por ello no se acaba esta guerra... Tesón allá, tesón aquí... ¡Desdichado de aquel que, como yo, se ve cogido y aplastado entre los dos tesones!... ¡Ah!, vosotros, más felices que yo, podéis levantar una bandera, y defenderla, y hasta morir por ella... Yo no puedo... me he inutilizado para este partido y para el otro... Lo que sí te digo es que ya podéis prepararos bien, porque os van a sitiar, y con poderosos elementos. Nadie los conoce como yo... Os apretarán de firme, y como no venga un buen ejército a romper la línea de ellos, habréis de veros muy mal, pero muy mal, créelo. Si Bilbao no hace una hombrada, me parece que pronto seréis vasallos de Carlos V... Es triste; y si en mi mano tuviera yo el fuego del cielo, os lo daría para resistir. Por que... no soy vengativo, eso no, ni quiero el daño de nadie; pero a esos, ¡ah!, a esos les deseo que se les indigeste Bilbao, a ver si revientan de una vez».

Los anuncios de Negretti respecto a la inminencia del sitio, se confirmaron en los días siguientes. El 21 y 22 de Octubre los carlistas abrían trincheras en Artagán. Al otro lado del monte Archanda, sobre el camino de Bermeo, tenían los cañones que habían de   —211→   emplazar en diferentes puntos, para dominar Begoña y Achuri. Hacia Ollargan preparaban fuertes baterías contra San Mamés y la Concepción, y por Sodupe disponían los ataques a Burceña y el Desierto. La situación era, pues, gravísima. Desde las alturas de Santo Domingo y Archanda, por la orilla derecha del Nervión, y por la derecha desde las de Ollargan, los carlistas miraban a Bilbao en el fondo de la cazuela, y no tenían más que alargar la mano para coger el pobrecito chimbo y devorarlo.

Y mientras a la defensa se aprestaba, más parecía la capital de Vizcaya un pueblo en plena fiesta que un pueblo condenado a los horrores de la guerra de sitio: diríase que se habían propuesto los bilbaínos animarse unos a otros con enfáticos alardes de júbilo y desprecio del peligro. Su actividad en los preparativos cobraba nuevos alientos de aquel gozo común, de aquella confianza que o sentían o simulaban. Gran virtud es en estos casos la ficción de entereza. Los pueblos viven del sentimiento colectivo, y los bilbaínos supieron en tan suprema ocasión cultivarlo, creándose previamente la atmósfera en que debían consumar sus inauditas hazañas; atmósfera falsa, si se quiere, pero que los hechos, la constancia y tesón de aquel divino mentir convertirían luego en real y positiva. Y organizaban el éxito con prematuros alardes, sostenidos sin desmayo, como papeles de una comedia heroica. Los histriones dejarían de serlo a fuerza de fingir   —212→   bien y de mostrarse alegres cuando la realidad les imponía la tristeza. Era un pueblo de imaginativos, y los imaginativos que proceden con intensidad en su labor psicológica, acaban por crear.




ArribaAbajo- XXII -

Bien se comprende que en esta organización previa del éxito por la fanática confianza del pueblo en sí mismo, tenían la mayor parte las mujeres, y entre estas, las jóvenes trabajaban más que las maduras en la composición de la atmósfera marcial. Las señoras y señoritas de la clase mayorazguil, las del patriciado comercial, las de menestrales y tenderos, eran la nube en que se formaban aquellos elementos de extraordinaria eficacia, de donde luego tomarían el rayo los hombres. El fuego lo hacían ellas. Ejemplo de esta elaboración de coraje ofrecía la hermosa Aura, que ligada ya por lazos de amistad con las niñas de Gaminde, con las de Orbegoso y otras de la villa, se pasaba todo el día picoteando en círculos femeniles acerca de lo que se hacía en las fortificaciones, de la distribución y destino de las piezas, de lo que hacía y pensaba el gobernador D. Santos San Miguel, de lo que disponía el Ayuntamiento con los corregidores   —213→   de Albia y Begoña, y comentando los planes del brigadier de ingenieros D. Miguel de Arechavala, lo que preparaban la Junta de armamento y defensa, la Diputación y el verbo coronado. Todas ellas tenían el hermano, el primo, el novio, en la Milicia Urbana; los padres de unas pertenecían a la Junta de armamento; los de otras a la Diputación. Sabían, pues, todo lo que ocurría, y lo que no sabían lo inventaban, sin darse cuenta de su fecundísimo numen militar. Tan pronto se pasaba Aura la tarde en casa de las de Gaminde, calle del Víctor, como en casa de las de Busturia (Artecalle), o bien asaltaban todas el domicilio de Arratia, y aquí y acullá, sus manecitas diligentes trabajaban sin descanso, con más gozo que en los aprestos de un baile, en la tarea lindísima de coser sacos de lienzo para los parapetos, en vaciar colchones para llenar sacas de lana, en disponer las camas para los hospitales de sangre, y en hacer hilas, aunque esto no les parecía lo más urgente, porque antes que hubiera heridos tenía que haber baluartes y defensas; y las banderas debían ser muy vistosas; y todo lo que significase triunfos de la Libertad y palos al carlismo había de obtener la preferencia; las hilas y vendajes, que los hiciera el enemigo, como más necesitado de tales remedios.

Zoilo, una vez metido de hoz y de coz en la vida militar, hizo nuevos conocimientos con señoritos de las primeras familias, y apretó más el lazo de sus antiguas amistades.   —214→   Destinado a la cuarta compañía del primer batallón, eran sus compañeros inseparables Pepe Iturbide, hijo del polero que tenía taller de motones, patescas y cuadernales junto al almacén de los Arratias en Ripa, y Víctor Gaminde, hermano de las señoritas con quienes había hecho Aura tanta intimidad. Comúnmente iba con su amigo a casa de este, cuando quedaban francos de servicio, y allí se encontraba a su ídolo, que ansiosa le preguntaba: «¿Dónde has estado hoy, primo? ¿Qué hay?, ¿qué has visto?... Cuéntanos».

-Pues por la mañana se ha trabajado en el fuerte del Morro, en Achuri, donde hemos puesto dos cañones más, y tres que había, cinco, que harán polvo todo el tinglado que están armando ellos más arriba. En Artagán tenemos cuatro piezas, di que cuatro infiernos, que arrasarán cuanto ellos se traigan por Santo Domingo y por Matalobos. Por la tarde hemos trabajado en San Agustín, donde hay una pieza de 36, más grande que este cuarto, y dos de 24, que da gusto verlas, y otras dos, y un obús que, cuando escupa, ya verán ellos lo que es canela. Dicen que mañana vamos a Sabalbide y a la batería de la Reinaga, donde pondremos sin fin de cañones que echarán el fuego más allá de Begoña. No deseo más que empezar para que vean cómo barremos para afuera. ¿Crees tú que no?

-Yo sí; yo creo que les barreréis, que no quedará uno para contarlo.

  —215→  

Y acompañándola después a casa, con su hermano José María y una señora tía de las de Gaminde, que iba a pasar un rato con Prudencia, de quien era amiga de la infancia, hablaron los dos cuanto quisieron, porque José y la señora mayor, que era muy pesada, iban detrás, y ellos con juvenil ligereza se adelantaron. «Aura -dijo Zoilo con grave acento-, no quiero más sino que den el primer toque, para que veas tú de lo que soy capaz. ¿Qué tienes que decirme a esto?».

-No digo nada, Zoilo. Yo quiero que seas valiente... Me gustaría mucho que te celebraran y te pusieran en las nubes.

-¿Y si me celebran y me ponen más arribita de las nubes?

-Me alegraré mucho, créelo.

-Yo quiero que se diga que el más valiente defensor de Bilbao es uno... uno que a ti te quiere, que te quiere más que a su propia vida... Y dirán: ¡dichosa ella, que la quiere el más valiente de Bilbao!

-Bien, Zoiluchu... Si me lo dicen, me alegraré... Falta que seas tan animoso de obra como de palabra.

-Tú lo verás... Di que empecemos pronto... Que haya tiros, que lluevan granadas y bombas deseo yo, y que tengamos que ir contra ellos a pecho descubierto... Ya me cansa tanto preparativo. Hacer fuego y atacar a la bayoneta, mándeme pronto... Lo mucho que te quiero me ha de salvar de la muerte. Con decir «Aura, mi Aura me favorezca», no habrá bala que se atreva conmigo...   —216→   Pero si no me quieres, las balas no me respetarán; di que no.

-No seas tonto. ¿Qué tienen que ver las balas con el cariño?

-Sí tienen que ver, di que sí. Yo estoy seguro de que diciendo: «Aura me ama; atrás, fuego de pólvora», no he de tener ni un rasguño. Y si no lo crees, lo verás, y lo creerás. Quiéreme, y dime dónde hay siete mil serviles para ir solo contra ellos, solo yo.

-¡Jesús, qué locura!

-No, no te rías... Tú pídele a Dios y a la Virgen que empecemos de una vez... Que rompan ellos contra nosotros, que escupan, y ya subiremos nosotros a taparles las bocas y a meterles el hierro en las barrigas. Yo me consumo esperando, esperando. ¿Por qué no rompemos, con cien mil gaitas?

-Pues ya tengo curiosidad de saber en qué paran todas esas valentías tuyas. También quiero que rompan. Esto es hermoso. Un pueblo chiquito, metido en un hondo, defenderse contra tantos miles de hombres furiosos que le tiran desde las alturas. ¡Cosa magnífica, Zoilo; cosa sublime! Yo quiero verlo... ¿Me contarás todo lo que veas?

-Todo, todo te contaré, y tú me querrás, di que sí.

-No seas fastidioso... Ya sabes que no puede ser. Yo te quiero, porque eres mi primo; pero otra cosa no... Eres un buen chico, que puedes llegar a ser un gran hombre. ¿En qué serás gran hombre? Yo no lo sé: tal vez en el comercio, tal vez en la industria...   —217→   ¿y quién dice que no lo serás en la milicia?

-Yo seré lo que tú me mandes. ¿Que me aplique a la milicia y que llegue a general, quieres tú?

-¡Jesús y María... tan pronto!

-Si la guerra sigue, hazte cuenta... Yo seré lo que tú mandes; pero no me digas que no puedes quererme. Si me quieres, si me crees digno de tu amor, ¿por qué me lo niegas? ¡Buena tonta serías si me despreciaras a mí por uno que no ha de venir!

-Yo no te desprecio, Zoiluchu.

-Pues quiéreme... verás qué valiente... ¿Qué cosa levanta más al hombre que el valor?

-Realmente... el valor es más que nada.

-Pues yo soy tuyo, y todo mi valor es tuyo, y lo que yo hiciere gloria tuya es, porque yo, si no te quisiera, sería muy cobarde, y me metería debajo de una mesa. Pero del quererte sale que yo desee subirme hasta las estrellas. Igualarme a ti, concédame Dios. Ya verás luego... Espera un poquito.

-No, si yo espero... Ya ves que me paso la vida esperando.

-Esperando por otro lado lo que no ha de venir... y aquí estoy yo para que no esperes más tiempo... Una batalla dame, y verás.

-¿Pero yo cómo te he de dar una batalla?

-Diciendo que me quieres. Se me ha metido en la cabeza que si me dices eso, en el momento de decírmelo estallarán en esos montes, y en aquellos, y en los de más allá,   —218→   todos de una vez, ¡brmm!, los cañones carlistas.

-¡Ave María Purísima!

-Sin pecado concebida. Lo que es natural, Aura, tiene que venir. Lo natural es que tú me quieras y que los carlistas ataquen.

-Claro: tú llamas natural a lo que deseas. Pues a mí todo lo que deseo se me vuelve sobrenatural.

-Porque no haces caso de mí, que soy lo natural, Aura; fíjate... ¿Pues qué soy yo más que lo natural?

No pudieron decir más. En la puerta de la tienda encontraron a Martín, que les dio la noticia de la llegada de Churi, magullado, hecho una lástima, y además sin burro. Le habían hecho acostar; pero al anochecer, cansado de estar en la cama, se lanzó a la calle, corriendo a curiosear en los puntos fortificados. Se anticipó la cena de Martín y Zoilo para que volvieran a sus puestos, el uno en el Morrillo, el otro en Solocoeche. Habría querido su padre que estuviesen en la misma compañía, a fin de que se prestaran auxilio en algún aprieto y cuidasen el uno del otro; pero no había podido ser. En la casa todo era tristeza. Sabino, que dirigía el rezo doméstico, agregó al rosario de costumbre infinidad de preces, recitadas unas, leídas otras devotamente, de rodillas, en un libro piadoso. Todo era por impetrar del Señor que pusiese fin a la guerra entre hermanos. Y tan largo fue el rezo, que cuando se pusieron a cenar ya estaban desfallecidos.

  —219→  

¡Terminar la guerra por intercesión divina! Ya, ya; bonita terminación se preparaba. A fe que soplaban vientos de paz. Desde el amanecer de Dios empezaron los carlistas a largar bombas y granadas sobre la pobre villa. La plaza les contestaba en toda la línea de fortificaciones, desde Achuri a San Agustín, y desde Ripa a San Francisco. El día fue de alarma, aunque no tanto como el siguiente. En casa de Arratia hallábanse solas las mujeres y Negretti, que forzosamente retenido en Bilbao por el sitio, no salía de casa, permaneciendo en un cuarto interior entregado a estudios y cálculos de mecánica. Algunas señoras de los pisos superiores bajaban al entresuelo, y cuando apretó el miedo, porque se dijo que habían caído bombas en la calle Somera y en Artecalle, bajáronse todas a la tienda, donde se creían más seguras. Ignorantes de lo que ocurría estuvieron hasta que, muy avanzada la noche, llegó Valentín a referirles que la defensa había sido brillante. Sabino había ido hacia Sabalbide, donde, según le dijeron, estaba Martín, y José María funcionaba en el Hospital de Sangre de la Concepción como individuo de la Junta de Socorro y Sanidad.

«¿Quién va ganando?» preguntó Negretti, que sólo por satisfacer esta curiosidad asomó a la puerta de su cuarto.

-¡Hombre, qué pregunta!... Nosotros -dijo Valentín.

Ildefonso pareció complacido, y volvió a   —220→   engolfarse en su tarea, mientras su cuñado explicaba a las mujeres de la casa y a las vecinas allí congregadas los combates de aquel día en los diferentes puntos de defensa. En todos demostraron los bilbaínos tanta serenidad como valor. Las bajas no eran muchas, y los serviles no habían avanzado un palmo de terreno.

El siguiente día fue de grande ansiedad para los vecinos de aquella parte de la Ribera, porque a las primeras horas de la mañana se procedió a levantar un parapeto y barricada en la esquina del teatro, y trajeron un cañón grandísimo para hacer fuego desde allí contra las posiciones carlistas de Uribarri. En medio de alegre bullanga y animación, lleváronse adelante los trabajos toda la mañana: chiquillos, viejos y algunas mujeres ayudaban a llenar sacos de tierra, mientras los soldados y milicianos desempedraban la calle. Todo se hizo rápidamente. Cuando empezaron a disparar, retumbaban los tiros en la casa de Arratia como si se viniera el mundo abajo. Guarecidas las mujeres en lo más hondo de la tienda, de allí no se movieron hasta que cesaron de oír disparos cercanos. Negretti continuaba en su aposento del entresuelo, paseándose inquieto y nervioso. Al oír un zambombazo decía: «¡Esa es buena... a ellos!...» y vuelta a revolverse y a suspirar fuerte, pasándose a cada instante la mano por la cabeza, a contrapelo, cual si quisiera hacer de esta un perfecto escobillón. Su mujer quería llevarle   —221→   a la tienda; pero se resistía, asegurando que la casa era sólida: lo más que podía ocurrir era que se hundiese el tejado. Dos días pasaron en esta situación, sin que ninguno de los Arratias pareciese por allí. Temían que Valentín, dejándose llevar de su temple fogoso, se lanzara al combate. Una vecina dijo que le había visto pasar al frente de una partida de paisanos que iban con picos y palas corriendo hacia el Arenal, donde también estaban emplazando piezas. Esta noticia las tranquilizó; y por la noche llegó Sabino ¡gracias a Dios!, con nuevas felices de todos menos de Zoiluchu. Valentín, después de haber trabajado como un negro, estaba en el Consulado, donde se reunía la Junta de armamento. José María había pasado del Hospital de Bilbao la Vieja al de Achuri; Martín quedaba en Solocoeche sano y salvo, y de Zoilo no se sabía nada. Probablemente continuaba en el fuerte de Mallona. A Churi le había encontrado trabajando en la barricada de la Cendeja.

«¿Quién va ganando?» preguntó Negretti, entreabriendo la puerta de su escondrijo.

-Estos -replicó Sabino; y como en aquel punto entrara Valentín y oyese, subiendo la escalera, el estos pronunciado por su hermano, gritó con fuerza y entusiasmo: «¡Estos, no; nosotros, nosotros!».

Aunque a media noche llegó Martín con la referencia de que Zoilo estaba vivo y sano en el fuerte de Mallona, no acabaron de tranquilizarse, pues su hermano no le había   —222→   visto... Venía el pobre muchacho fatigadísimo, desencajado; el pundonor, más que el marcial denuedo, le sostenía, aunque se hallaba dispuesto a volver a empezar en cuanto se lo ordenasen. Su lividez, el desmayo de su cuerpo aterido, el sobresalto de su mirar, pedían tregua para reponer la enorme dosis de coraje y entusiasmo gastada en las últimas lides. «El deber, hijo, el deber ante todo -le dijo su padre, acariciando el libro de rezos-. Cumplamos con lo que nos pide el honor de nuestro pueblo, y Dios dispondrá lo que nos convenga a todos. ¿Que dispone triunfar? Pues triunfaremos... ¿Que dispone morir? Pues muerte».

Valentín se había lanzado ya a un formidable ataque contra la cena, ya medio fría, que Aura ponía en la mesa. Martín le secundó con brío, y ambos anunciaron su intención de posponer el rezar al comer. Tomó Negretti en silencio algunas cucharadas de sopa, sin poner atención a nada de lo que se decía, y Prudencia se extremaba en las órdenes que daba a su sobrina para cuidar y atender a Martín.

«Sí, tía -dijo Aura-, no me olvidé de guardarle el medio pollo. Lo he puesto a calentar. Ahora lo traeré».

Y sirviéndoselo, le decía, cariñosa: «Come, pobrecito. Tranquilízate... ¿Has hecho mucho, mucho fuego? ¡Qué sería de Bilbao sin los hombres valientes!... De fijo que Zoiluchu habrá hecho alguna calaverada... alguna barbaridad...».

  —223→  

-Es tan arrojado -dijo Valentín-, que me temo que sus bravuras le cuesten caras.

-Pero no hay que temer -añadió Prudencia-. A ese no le parte un rayo.

Martín no dijo nada: comía en silencio, con la avidez de reparación de la materia egoísta. La entrada de Churi renovó en todos la inquietud por Zoilo. Observando la cara sombría del sordo, temían que fuese portador de alguna mala noticia; pero a las interrogaciones que le hicieron, harto expresivas sin necesidad de usar la palabra, contestó con desabrimiento: «¿Yo qué saber? Diez y siete muertos de Mallona sacar... Yo verlos. No estar Zoilo; ningún muerto de los diez y siete es él mismo... Más no sé...».




ArribaAbajo- XXIII -

No se conformaba Aura con ignorar la suerte del menor de sus primos, y en la mañana del 26, a cuantos entraron en la casa preguntaba si sabían algo, si habían visto los muertos de Mallona. Nadie le dio razón. Todo aquel día, que lo fue de grande inquietud, porque en él dieron las compañías carlistas llamadas de argelinos un terrible asalto por Mallona, no llegó a la casa de Arratia noticia alguna de los hombres de la familia. Por la noche, sabedoras Aura y   —224→   Prudencia de que a Víctor Gaminde le habían llevado herido a su casa, fueron corriendo allá. Prudencia no quería más que informarse y comadrear un poco, y dejando allí a su sobrina, se volvió para que Ildefonso no estuviera solo. Vio Aura al joven herido, y a la familia consternada: las hermanitas lloraban; la madre no sabía qué hacer, y el padre, D. Francisco Gaminde, persona en quien la bondad no excluía la entereza de carácter, sonreía con heroico dominio de sí mismo, asegurando que el puntazo del niño no era de muerte; le curarían, le darían buenos caldos para reponer la sangre perdida, y «¡hala, otra vez al puesto! Bilbao no quiere gallinas, sino buenos gallos con espolones». Todo se reducía a un desgarrón de bayoneta en el costado derecho, rozando las costillas. Hilas, esparadrapo, y a los tres días ya podía coger otra vez el chopo. También él lo cogería si fuera menester... Y en último caso, antes que consentir que el absoluto entrase en Bilbao, hasta las niñas, las bravas bilbaínas, tendrían que ir al fuego.

Conservaba el herido su buen humor, y no estaba conforme con que le metieran en la cama. En esto entraron dos de sus compañeros, y alegrándose mucho de verles, se lamentó de no poder estar enteramente curado al siguiente día, para volver allá. No había acabado de decirlo, cuando entró un tercer miliciano, manchado de sangre, la cara negra, de humo, de tizne, del obscuro   —225→   fango de las baterías: era Zoilo, el mismísimo Zoilo, pero en tal facha, que Aura tardó en reconocerle; parecía más delgado, más alto... ¡qué cosa tan rara!... era otro... no, no... el mismo en espíritu; pero más estirado de cuerpo, ahuecada la voz, enflaquecido el rostro. A pesar de estas novedades de aspecto, bien se le reconocía en el mirar grave, en la arrogancia de su actitud sin asomos de fanfarronería, en el aplomo con que presentaba su rudeza ante personas finas de uno y otro sexo, no dejándose vencer de la cortedad. No había concluido de saludar a todos los presentes y de estrechar la mano de su amigo, cuando llegó presuroso Valentín, encargado de comunicar al Sr. Gaminde acuerdos importantes de la Junta, y de rogarle en nombre de sus compañeros que fuese al instante a donde estaban reunidos. Entre el cúmulo de asuntos diversos que este y el otro, reunidos al acaso, expresaban con conceptos tan diferentes, descolló un instante la voz del miliciano herido, diciendo: «Los héroes de Mallona han sido dos... el pobre Mendiburu, y otro que está presente. Cuando los primeros veinte argelinos entraron por la brecha, más parecidos a fieras que a hombres, cinco de nosotros se abalanzaron a ellos... De esos cinco, tres se quedaron a media distancia; dos solos avanzaron resueltos. De los dos, Mendiburu cayó muerto; el otro está vivo, y es este Luchu que ven ustedes aquí. Tras el muerto y el vivo corrimos los demás... No sé cómo fue aquello... un milagro,   —226→   un sueño... no sé... Aún tengo dudas de que vivamos los que vivimos y de que quedaran en tierra destripados no sé cuántos argelinos... Ni sé cómo pudo pasar lo que pasó... no sé, no sé...».

Manifestó Zoilo, ante el relato de su hazaña, una calmosa modestia, sin hipócritas denegaciones ni alardes vanidosos. Su tío Valentín le dio una bofetada de cariño y tres besos que parecían mordidas, gritando: «¡Si es Arratia, bilbaíno de las Siete Calles!... y no hay más que decir». Gaminde, sin extremar la admiración, pues tales hechos debían considerarse, según él, como cumplimiento estricto del deber, no dijo más que: «Bilbao está lleno de estos cachorros, que saben cumplir. ¡Cualquier día entran aquí los absolutos! Vámonos, Valentín».

-Vámonos -dijo Arratia a su sobrina-, que es tarde. Al pasar te dejaré en casa.

-Vámonos, Luchu. Vente a descansar -dijo la niña al heroico joven.

Y eslabonándose unos a otros con aquel vámonos, salieron en cadena los cuatro. En la calle, se adelantaron prima y primo; detrás, las dos personas mayores hablaban de cosas graves.

«¿Es verdad que has hecho lo que cuenta Víctor?» preguntó la doncella.

-Di que nada... -replicó el mozo muy serio-. No me alabo yo de cosas que valen poco.

-Has sido muy valiente... no lo puedes negar.

  —227→  

-Más habría hecho si me dejaran... Pero no le dejan a uno. ¡Qué rabia! Si los demás hubieran querido, salimos y no queda un argelino para muestra.

-Has sido muy valiente -repitió Aura, parándose y mirándole a los ojos. Los de ella resplandecían de júbilo.

Valentín y Gaminde se habían quedado muy atrás. «No lo dude usted, D. Francisco -decía el primero-. Es noticia auténtica. La han traído dos artilleros facciosos que se pasaron esta noche».

-Pero no es creíble...

-Pues créalo usted. Levantan el sitio. No tienen municiones. Las que han repartido hoy son las últimas.

-No nos caerá esa breva, Valentín.

-Además, hay piques entre ellos. Villarreal y Simón de la Torre están a matar, y este se retiró hacia Munguía, negándose a obedecerle.

-Eso lo creo; pero no que se retiren.

-¡Que levantan el sitio, D. Francisco!

Al decir esto se aproximaban a la otra pareja, y Zoilo pescó el concepto «levantar el sitio». No pudo expresar la rabia que esto le produjo, porque llegaron a la tienda, y se vio rodeado de su padre, hermano y tía, que por su vuelta le felicitaban cariñosos. Valentín y el Sr. Gaminde siguieron hacia San Antón, mientras Zoilo, subiendo de mala gana al entresuelo, viose obligado a contestar a mil preguntas impertinentes. Él no había hecho nada de particular: no le hablaran,   —228→   pues, de hazañas ni heroísmos. «Muy bien -díjole Sabino-: el buen soldado cumple con hacer lo que le manden, sin meterse a farolear. Cada cual en su deber, y luego Dios dispone». Aura le sacó golosinas que guardara para él, lo mejor que en la casa había. Pero el chico, tristemente impresionado por la frase de su tío levantan el sitio, no tenía ganas de comer. La indignación, el despecho le trastornaban. Sentía escarnecido su amor patrio, su risueña ilusión por los suelos. «¡Levantar el sitio! -exclamó golpeando en la mesa con el mango del cuchillo, cuando Aura y él se quedaron solos-. No, no: eso no puede ser. Si se retiran, tras ellos hay que ir, y trincarles de una oreja, ¡cobardes!, y volver a traerles a las trincheras... ¡Allí... fuego...! ¿No queríais sitio de Bilbao? Pues sitio de Bilbao... Firmes... hasta que no quede uno... ¡Qué rabia! ¡Retirarse cuando apenas habíamos empezado a cascarles!... ¿Qué dices, Aura? ¿Te burlas de mí?».

-Yo no me burlo, no... Me gusta verte tan fogoso -replicó la doncella-. Pero si ya has hecho bastante, si te has portado como un valiente, ¿a qué quieres más gloria, tonto?

-Yo no hice nada -afirmó el miliciano levantándose de golpe, fiero, ceñudo-. Esos niños bonitos se admiran de cualquier cosa... Ea, no quiero cenar. Más comida no me saques; no quiero... Me pone furioso eso de que levantan el sitio; y de la rabia que tengo, no puedo pasar la comida... Me haría daño; se me volvería veneno. Para mi hermano Martín   —229→   guárdala; que vendrá luego, y vendrá muy contento si sabe lo que yo sé... Me voy a ver qué se dice. Estoy franco hasta las doce; pero no tengo sosiego hasta que sepa si seguimos o no seguimos. ¿Tú qué piensas?

-Pienso -dijo Aura- que sí, que levantan el sitio.

-¡Aura!

-Aguárdate... se retiran para organizarse mejor, y reunir más gente y más cañones y más balas. Cuando tengan todo eso, volverán. Se han propuesto coger a Bilbao, y lo cogerán si tú los dejas.

-¡Yo!... ¡Como no les deje yo!... Aura, no juegues... Si no te quisiera, me importaría poco... pero te quiero... Tú estás muy alta, yo muy bajo. Para llegar a ti, no más que un caminito hay: estrecho es y muy pendiente, formado todo de cuerpos carlistas; de cuerpos vivos, quiero decir, tan vivos que todos se echan el fusil a la cara cuando me ven. Pues por encima de todos esos cuerpos tengo que pasar para llegar arriba... y para pisar sobre ellos, y hacerles escalones míos, tengo que matarles antes... Con que hazte cuenta...

Aura sintió una corriente de frío intensísimo a lo largo de su espinazo. Dando diente con diente, le dijo: «Se retiran... volverán con más cañones, con más fusiles, con más balas... ¡Pobre Zoiluchu!».

-No me digas ¡pobre!... así como por lástima. Yo no soy ¡pobre!... ¿Y por qué tiemblas? Tienes frío...

  —230→  

-Sííí...

-¿Es de miedo?

-O de lo contrario... no sééé...

Retumbó en aquel instante un cañonazo que hizo estremecer la casa. Las mujeres chillaron, y oyose la voz de Sabino diciendo que era el fuego de la batería que ellos habían armado en Uribarri. De un brinco se abalanzó Zoilo a coger su fusil, y se lanzó a la escalera como una exhalación, sin que su padre ni su tía ni la misma Aura pudieran contenerle. De seis en seis escalones bajó, gritando: «¡Viva Isabel...» y ya estaba en la calle cuando acabó de decirlo: «...Segunda!».

Cañonearon toda la noche, y aunque siguieron el día 27 hostilizando la plaza, cundía de hora en hora la noticia de que levantaban el sitio, sin otra razón, a juicio de los bilbaínos, que el vigoroso escarmiento que recibieron al intentar la embestida de Mallona. El 28, flojos ya en sus ataques, empezaron a retirar alguna artillería de la que habían armado contra Banderas, y también por la parte de Ollargan. Al anochecer, las campanas de San Agustín anunciaron la retirada de considerable fuerza enemiga. Entregose Bilbao a demostraciones de júbilo; pero los muchachos no las tenían todas consigo. La pobrecita Aura, queriendo decir a su primo una frase consoladora, había hecho una profecía. Lo raro fue que Negretti opinaba lo propio, asegurando secamente que volverían. Dudábalo Valentín; declaraba Sabino que sería lo que Dios quisiese, y Martín, ávido   —231→   de descanso y con vivas ganas de cambiar el bélico ardor por la pacífica lucha comercial, presagiaba conforme a sus deseos: «La lección ha sido dura, y no es fácil que vuelvan por otra». Como todos los puestos seguían guarnecidos, y los servicios de plaza no sufrieron interrupción, Zoilo no parecía por su casa; según informes de José María, trabajaba en la reparación de los fuertes de Mallona, Circo y barranco de Iturribide, desplegando una actividad loca, pues sus brazos infatigables no descansaban de día ni de noche, insensible a la lluvia y al frío. Se había metido un tiempo del Noroeste capaz de apagar los entusiasmos más ardientes y de entumecer los músculos más vigorosos. Pero al novel soldado no le importaba el temporal: sus compañeros y los trabajadores mercenarios turnaban; él no turnaba más que consigo mismo, y solía decir: «Esto es lo natural, Señor. Hago lo que debo, y debo hacer lo que puedo. Si puedo mucho, yo me sé por qué. ¡Hala!». Una noche (debió de ser la del 5) fue a su casa a mudarse. Aura le encontró más enjuto, el mirar más penetrante y luminoso, los rizos de la frente más juguetones, el rostro ennegrecido, las manos como enormes tenazas de acero. Era la encarnación de la fuerza física, alimentada por el horno interno, inextinguible, de la energía moral; formidable máquina muscular movida por la fe. «¡Cómo acertaste! -dijo a su prima, gozoso, echando chispas de sus ojos negros-. Vuelven... Otra vez ya sobre   —232→   Bilbao. Ahora... dos docenas de argelinos, que me traigan».

-Te has empeñado en ello -dijo Aura, sonriendo, mirándole a los ojos-. Ya estás contento...

-Di que sí... Han vuelto porque yo lo he querido, como yo sé querer las cosas. Todo lo que se quiere con fuerza se tiene, Aura.

-Hombre, todo no.

-Yo digo que sí.

Metiose en el cuarto donde su tía le tenía preparado un buen lavatorio y ropa limpia, y cuando salió con la cabellera húmeda, en mechones duros y enroscados, semejantes a las serpientes de Medusa, se abrochaba con dificultad los botones del cuello de la camisa, por causa de la aspereza de sus dedos. «Aura, échame aquí una mano... Mientras la tía y la sobrina le pasaban los botoncitos, él en jarras, mirando al techo, decía: «Ahora se verá lo que es mi pueblo... Padre, ¿no sabe? Ya no manda Villarreal el ganado servil, sino el manco Eguía. A Villarreal me le han soplado en las Encartaciones para que no deje pasar a Espartero... ¡Si serán bobos!».

-Hijo -indicó Sabino-, no califiquemos... Lo que Dios disponga será. No sabemos nada.

-Yo sí sé una cosa... que Espartero pasará por encima de Villarreal, como yo paso por encima de esa estera; y que el Marqués de Casa-Eguía entrará en Bilbao dentro de dos meses, el día de Reyes... Vendrá de Rey   —233→   Mago, montado en el burro de Churi, luciendo su sombrerito de copa forrado de hule.

-Hijo, no bromees con las cosas santas ni con los sucesos de la guerra, que están sujetos al azar y a mil eventualidades. Yo, qué quieres, siempre deseo la paz. A todas horas le pido a Dios...

-¿La paz?... Pues yo la guerra... yo le pido la guerra... y ya ven cómo me hace más caso que a usted.

-Hijo, no desvaríes. No intentemos penetrar los altos designios...

-Padre -añadió el miliciano ya vestido, ostentando su derrotado uniforme, gallardísimo siempre-, ¿a que no sabe usted lo que dijo Dios cuando hizo el mundo?

-Hombre, pues dijo... dijo... Aura, ¿qué fue lo que dijo?

-Pues, tío, me parece que dijo: «Hágase la luz».

-Y la luz fue hecha. Amén.

-No, no es eso -continuó Zoilo-. Después: más acá, cuando hizo a la humanidad.

-Dios no hizo a la humanidad toda entera de golpe y porrazo. No seas hereje... Dios hizo al primer hombre...

-Y a la primera mujer, y a poco ya estaba hecha la humanidad. Pues cuando Dios tuvo formada la humanidad, dijo: «¡Fuego!...» que quiere decir: «Hágase la guerra».

Cenaron sin Negretti, que, melancólico y enfermo, no salía de su cuarto; Martín y Valentín cenaban con sus amigos los de Vildósola;   —234→   Churi se había largado a pescar su burro... que se le cayó al mar en aguas de Ontón, como burlescamente decía Zoilo; José María estaba en la tienda con los dos dependientes preparando un pedido de grilletes y jarcia que habían hecho aquella tarde los barcos de la Marina inglesa, Ringdorve y Sarracen. Al concluir de cenar, Prudencia fue llamada por Ildefonso, y Sabino se quedó dormidito, apoyando la frente en el piadoso libro de oraciones. Solos Aura y Zoilo, preguntole ella: «¿Por qué eres tan belicoso? ¿Por qué te ha dado por querer la guerra?».

-A quien quiero es a ti, que eres mi guerra, y mi Bilbao, y mi angélica Isabel... O te conquisto, o muero... ¡Conquistar, morir! Decir esto, ¿no es lo mismo que decir guerra?...

Sintió Aura, como en noche anterior, el frío intensísimo que le corría por el espinazo.

-¿Ya estás tiritando? Las mujeres quieren la paz: son medrosas... Yo te quiero a ti; me gusta la guerra, porque ella nos enseña a ganar lo imposible. Un querer fuerte, con mucho fuego dentro, y la voluntad como hierro bien batido, todo lo vence... ¿No crees tú lo mismo?

-Sííí...

-Pues prepárate. ¿Harás lo que yo te mande?

-Sííí...

-Pues nada... Yo me voy -dijo el galán mirando al pasillo, en cuyo término se oía   —235→   la voz de Prudencia hablando con la criada.

-Hasta que Dios quiera.

Despidiose de la tía; esperó a que esta volviese a entrar en el cuarto de Ildefonso. Solos otra vez junto a la escalera, Zoilo repitió, no ya interrogando, sino con acento afirmativo: «Harás lo que te mande».

Asintió la joven con movimientos de cabeza. En esta llevaba un pañuelo de seda, cuyas puntas anudó sobre la boca, mordiendo el nudo. Sentía mucho frío y desmayo completo de la voluntad, correspondiente a un súbito agotamiento de su fuerza nerviosa. Se agarró al barandal de la escalera para no caer.

«Harás lo que te mande -repitió Zoilo, que habiendo bajado ya tres escalones, tenía su cabeza al nivel de la cintura de ella-. Pues lo primero... acércate más para decírtelo bajito... desconfía de Churi, que es muy malo... Desconfía también de la tía Prudencia...».

-¡Oh!, eso no... Prudencia me quiere.

-A ti, sí; pero a mí, no. Quiere más a otro... Paréceme que la siento... Adiós.




ArribaAbajo- XXIV -

Cumpliéronse hacia el 8 de Noviembre los deseos de Zoilo, que tuvo la satisfacción de ver en los altos de Archanda numeroso ganado carlista que subía de Munguía. Traían   —236→   gruesos cañones que emplazaron en Santo Domingo amenazando a Banderas. El 9 recorrió las líneas el general Eguía con su sombrero de copa forrado de hule y su largo levitón, metida en el bolsillo la única mano de que podía disponer. Todo indicaba que atacarían los fuertes exteriores, sin perjuicio de hostilizar el interior de la plaza. ¡Y Espartero sin parecer! En vano le llamaba el telégrafo de Miravilla, enarbolando sin cesar bolas y banderas. De Portugalete respondían con monótono lenguaje: «Ya vamos; esperarse un poco». Bilbao esperaba con estoica entereza, sin llegar aún a la suprema ocasión de apurar todas sus energías. Aún era grande el repuesto de fanatismo por la defensa, de coraje y de amor propio, que doblaban su fuerza con la sal y el picor de la jovialidad.

En la casa de Arratia, propiamente dicha, no había más novedad que la rotura de cristales y el apabullo de los bohardillones, con amago de incendio, que se cortó felizmente; en la familia no eran grandes tampoco las novedades, ni habían ocurrido sucesos que modificaran de un modo notorio la vida impuesta a todos por las circunstancias; pero algo pasaba en ella que, aun perteneciendo al orden obscuro y sin ningún brillo heroico, no merece el olvido. El narrador no dice nada. Deja que hable Prudencia, la cual, cogiendo a su hermano Valentín en el escritorio, donde acaloradamente disputaba con Vildósola sobre si era fácil o difícil tomar el fuerte de Banderas, le hizo subir, y por la   —237→   escalera le manifestó lo que se copia: «Apártate, hermano, siquiera por un rato de estas novelerías de la guerra y del sitio, y ven en mi ayuda, por Dios, que ya principio a temer no sólo por la salud, sino por la vida de Ildefonso. ¿Has reparado cómo está? En quince días ha perdido la mitad de su peso, los dos tercios de sus carnes, y toda, absolutamente toda la alegría de su espíritu. ¿Qué es esto? ¿Es enfermedad, es tristeza, es pasión de ánimo?... Fíjate en aquella cara que languidece; en aquellos ojos, que tan pronto parecen muertos, tan pronto relampaguean; observa cómo al ponerse en pie se le tuerce todo el cuerpo... y se apoya en las paredes para no desplomarse, él antes tan erguido, tan fuerte, tan vivo, hierro y pólvora... No, no: Ildefonso no está bueno; Ildefonso no puede seguir así. Quiero que le vean los mejores médicos de Bilbao; quiero que acabéis pronto el sitio para llevármele a Francia, a la bendita Francia, lejos de estas luchas, de estos horrores... Valentín, por Dios, entra en su cuarto; no como otras veces, la entrada por la salida... acompáñale, dale conversación, háblale, como tú sabes hacerlo cuando quieres, con gracia... procura desviar su entendimiento de la idea que le está devorando... Yo he agotado mi labia... no he conseguido nada; no puedo más».

-Sí que lo haré... ¡Pobre Ildefonso! Ayer no me gustó... francamente... ¿Continúa sin apetito?

-Hoy no ha comido más que un poco de   —238→   borona. Dice que no puede pasar otro alimento... borona, y si está quemada, oliendo a chamusquina, mejor... Oye lo que se me ha ocurrido: ¿si le habrán traído a ese estado los malditos inventos, en que tiene zambullida a todas horas su imaginación? ¿Esos planos que hace y deshace, y tacha y borra, y vuelta a pintar, con tantas rayas y letritas chicas, qué son? Pues ¿y cuando se está toda la noche llenando de numeritos un pliego de papel, y vengan numeritos, y numeritos, que parecen patas de pulga... y acaba un pliego y vuelta a empezar?...

-Mujer, son cálculos, dibujos... proyectos de alguna mecánica... qué sé yo... Entraré ahora mismo. Déjame solo con él... No te metas tú a farolear. Las mujeres, hablando más de la cuenta, lo echan todo a perder.

Entró Valentín en el cuarto de Ildefonso, y este, sin levantar los ojos del papel en que trazaba líneas y guarismos microscópicos, le dijo: «Parece que quieren quitaros Banderas. ¿Qué crees tú? ¿Se saldrán con la suya?».

-No debes tú pensar tanto en si toman o dejan, Ildefonso. De eso, de disputarles un palmo de terreno, nos cuidamos nosotros. Hazte cargo de que no estás en una plaza sitiada, y si tiran, que tiren.

Respondió Negretti entre suspiros, suspendiendo por un instante su trabajo, que no podía sustraerse a los sobresaltos y al terror del asedio, porque si Bilbao no era su patria, éralo de su esposa y de los hermanos de esta, a quienes como hermanos miraba; que habiendo   —239→   cometido la insigne torpeza de servir a D. Carlos como industrial y maquinista mercenario, sin entender que en ello comprometía su neutralidad política, se encontraba en tristísima situación moral, huésped de un pueblo que los carlistas asesinaban con las armas fabricadas por Ildefonso Negretti. Hallábase condenado a martirio indecible, y cada vez que sonaba un disparo, sentía que los demonios corrían de un lado para otro en diferentes partes de su cuerpo, pero principalmente en la cabeza y en el corazón. Siempre había tenido gran afecto a Bilbao, y admiraba a los bilbaínos por su honradez y laboriosidad. Eran la flor y nata de los hombres... ¡Y él había hecho los proyectiles con que les abrasaban! No, no tenía consuelo. Gracias que las carcasas incendiarias no eran obra suya, sino del francés a quien llamaban Tutorras, y no servían para nada. Ya lo dijo él cuando las estaban construyendo. Pero a las granadas y bombas... por hijas las conocía. Él las engendró ¡ay!, para que destruyeran a la rica y noble Bilbao...

«¡Eh!... no sigas, no sigas -le dijo Valentín, echándole los brazos al cuello-. Ildefonso, ¿tú qué culpa tienes? Nosotros no te odiamos. Bilbao no te quiere mal... Ni una palabra más de guerra y sitio. A olvidar tocan».

-A eso voy, eso quiero: ahogar mis penas discurriendo, calculando.

-Pero no te metas muy a fondo en los cálculos -le dijo cariñoso su hermano-,   —240→   que pudiera ser el remedio peor que la enfermedad... ¿Y eso qué es?... ¿puedo saberlo?

-Recordarás que una tarde, en Bermeo, viendo pasar hacia Levante un barco de vapor, te dije...

-Sí, me acuerdo: que la navegación al vapor, tal como hoy está el invento, no tiene porvenir, sobre todo en la guerra... Yo siempre dije que esas paletas al costado son buenas para navegar en ríos; pero en la mar, con tiempo duro, no hay gobierno posible. Viene mar gruesa, y la menor avería en las paletas deja la embarcación hecha una boya. Si el viento la hace escorar hasta mojar los penoles, ya tienes al animal con una pata debajo del agua y la otra en el aire. Esto es un engaña bobos.

-Los inconvenientes de las ruedas al costado, en el buque de vapor -dijo Negretti con la frialdad y convicción del hombre de ciencia-, quedarán vencidos cuando se aplique un nuevo invento, del cual se hicieron ensayos en Francia. Yo los he presenciado... Consiste en sustituir las dos ruedas por una sola.

-Ya... una sola rueda en el centro, funcionando dentro de un escotillón rectangular, abierto al agua. Eso es complicadísimo...

-Una sola rueda, Valentín, colocada a popa, en una perpendicular paralela al codaste.

-¿Rueda vertical, girando en sentido de la quilla? -dijo Valentín, con la incredulidad pintada en su atezado rostro-. ¿Y cómo   —241→   la mueves?... ¿Con palancas, con bielas? ¿Cómo te gobiernas para que la transmisión funcione dentro del agua?

-No lo has comprendido. El problema es sencillísimo, algo por el estilo del famoso huevo de Colón. ¿No ves cómo anda un bote, una chalana, con un solo remo por la popa? El movimiento lateral de ese remo basta a imprimir a la embarcación una marcha uniforme, avante siempre en línea recta.

-Eso sí... la suma de impulsos laterales, alternos, en sesgo más bien, dan...

-En sesgo, eso es. Pues construye tú un remo que produzca esos impulsos en sucesión rotatoria...

-¡Un remo!...

-Llámalo rueda, pues se reduce a un movimiento circular.

-¿Con paletas que...?

-Resultará esto -dijo Negretti con aire de triunfo, mostrando un dibujo que a Valentín le pareció una rueda de fuegos artificiales-. ¿Me comprendes? Esto es una hélice. Aquí tienes la teoría muy bien expuesta. ¿Conoces tú la Rosca de Arquímedes?

-Mejor conozco las de harina.

-Sobre el eje reposan dos segmentos helizoidales5...

-Mira, mira, a mí no me presentes el problema de la hélice, o de la rosca, en forma matemática. Soy yo muy bruto para entenderlo así. Explícamelo con ejemplos.

Diole Negretti explicaciones vulgares de la hélice como organismo de propulsión,   —242→   añadiendo que no era invento suyo, sino de un francés que no había logrado aún llevarlo a la práctica, por las dificultades que ofrecen la rutina y la envidia a toda innovación grandiosa.

«Yo lo estudio, y si Dios me da vida y se acaba la guerra, trataré de hacer aquí un ensayo. He modificado la teoría del francés, haciendo más agudo el ángulo de las paletas con la normal del barco; y en cuanto a la transmisión, me lanzo a un sistema nuevo, que ahora estoy calculando...».

-Para que la transmisión sea práctica, la máquina tiene que colocarse a popa.

-¡Ah!, no. Yo me lanzo a colocar la máquina en el centro de la embarcación, sobre la cuaderna maestra.

-El barco ha de ser pequeño.

-Yo estudio mi proyecto en un barco ideal, de tamaño doble del mayor que hoy se conoce.

-¿A ver cuánto? Mi Victoriana tenía doscientos cuarenta pies. El mayor barco mercante que he visto no pasaba de trescientos.

-Pues mi barco mide cuatrocientos pies -dijo Negretti con expresión de iluminado.

-¿Y colocas el eje de tu máquina de vapor sobre la cuaderna maestra? -preguntó Valentín, más atento al desvarío pintado en los ojos de Ildefonso que al problema mecánico-. Y para transmitir el movimiento... ¿qué pones?, ¿un rosario de noria, un juego de codillos, ruedas dentadas, o qué?...

-No... pongo un árbol de acero.

  —243→  

-Que tendrá forzosamente ciento ochenta pies lo menos: ese árbol girará sobre su eje...

-Conectado con la hélice... ya ves qué cosa tan sencilla... Por el otro extremo le imprimirá movimiento una excéntrica.

-¿Qué diámetro tendrá ese arbolito?

-Pie y medio...

-Y de acero... todo forjado, naturalmente... Dime otra cosa: con semejante chocolatera andará tu nave... lo menos, lo menos diez millas.

-¡Veinte millas, Valentín; veinte millas por hora!

-Hombre, de poner... pon cien millas -dijo el marino sin disimular ya su burlón escepticismo-. Y otra cosa: ¿la hélice queda debajo del agua?

-Exactamente.

-Y el árbol tiene ciento ochenta pies... y es de acero... y el barco mide, entre perpendiculares...

-Cuatrocientos pies...

-Pues, hijo... avísame cuando todo eso esté, para ir a verlo. Y yo te pregunto: ¿de qué cargamos ese barco? Podríamos meter dentro de él una montaña.

-Justo: una montaña... -murmuró Negretti, engolfándose en su trabajo.

Salió el viejo marino de la estancia tan descorazonado y mustio, que Prudencia no tuvo que preguntarle su opinión acerca del desgraciado calculista. Para sí decía Valentín: «Es hombre al agua. ¡Pobre Ildefonso!   —244→   Su talento macho acaba con él». Pero no queriendo alarmar a su hermana, atenuó su dictamen en esta forma: «Le encuentro un poco ido de la jícara; y si por un lado veo la causa del trastorno en esta tragedia del sitio, por otro paréceme que los cálculos, en vez de ser un remedio, le acaban de rematar. ¡No es mala rosca la que el pobre tiene dentro de su cabeza!... ¡Qué cosas me ha dicho; qué invenciones, hija, obra del mismo demonio!... ¡Figúrate tú un árbol de acero de ciento ochenta pies de largo y pie y medio de diámetro... puesto así en semejante forma, y la máquina en la cuaderna maestra!... Perdido, hija, perdido... Pero si le contrarías, es peor... Dejarle, dejarle que invente barcos monstruos, con hélices a popa, y un andar de ochenta millas por minuto... digo, por hora... Dejarle, dejarle... Yo traeré a D. José Caño que es el mejor médico del pueblo... Y entre tanto, cuida de hacerle comer... inventa tú también la manera de meter carga en esa bodega y víveres en esa gambuza... si no, tu marido casca... o se quedará lelo, que es peor... Yo volveré... voy a ver qué ocurre... Hace un rato que no se oyen tiros...».



  —245→  

ArribaAbajo- XXV -

Consternada oyó Prudencia estas apreciaciones, que no hacían más que confirmarla en su pesimismo, y comunicando este a su sobrina, departieron ambas acerca del mejor modo de distraer al enfermo y apartar su espíritu así de la tenebrosa cavilación del sitio como de los malditos cálculos de mecánica, capaces de secar el cerebro más jugoso y firme. Aura entraba en el cuarto algunos ratitos, y procuraba, con grata conversación risueña, llevar su pensamiento a regiones apacibles. Desgraciadamente, la situación de la plaza sitiada, que en aquellos días de Noviembre se agravó con nuevos desastres y quebrantos, no favorecían los deseos de la joven. El tiroteo era continuo; a cada instante llegaba noticia de hundimientos de techos o de estropicios semejantes en diferentes puntos, y no había medio de ocultar a Negretti la verdad de tantas desdichas. Entró José María cuando menos se pensaba, con la triste certidumbre de que los facciosos habían tomado el fuerte de Banderas, y que también Capuchinos estaba al caer. Faltó poco para que Aura se echase a llorar de pena y rabia.

«No atribuyamos esto a negros ni a blancos   —246→   -dijo Sabino con unción, que en aquel caso no era muy pertinente-: Dios es el que todo lo dispone. Ni ellos deben envanecerse, ni nosotros afligirnos demasiado. Los designios del Señor sobre todo... Si dispone que muramos, será porque nos conviene».

No pararon en esto las desdichas, pues al día siguiente se rindió San Mamés, tras una defensa briosa, y la misma suerte cupo a los fuertes de Luchana y Burceña.

«Ni nosotros ni ellos hemos de decidirlo -decía Sabino a su hijo Martín, que entró abatidísimo por la pérdida de casi toda la línea exterior, con lo que se debilitaba sensiblemente la defensa-. Con la conciencia tranquila acataremos lo que resulte».

«Pues yo no acato -gritó Valentín furioso, dando puñetazos-. Con fuertes o sin fuertes, Bilbao no se rinde; Bilbao perecerá, y que vengan por los escombros de las casas y por los huesos de los vecinos».

La opinión de Zoilo no se sabía, porque no aportaba por allí; continuaba peleando como un león en la batería nueva de la Cendeja. Martín, engranado espiritual y físicamente en la máquina de la opinión general, aseguraba, como su tío que Bilbao se mantendría firme, siempre batallador, siempre glorioso y grande. El comedido Arratia no se tenía por héroe; pero sabría ocupar el puesto que se le designara, fuese o no de peligro, y obedecería ciegamente las órdenes de sus jefes. Nadie le superaba en el cumplimiento estricto del deber.

  —247→  

En una nueva entrevista que tuvieron Negretti y Valentín, aquel le dijo: «Llevo cuenta aproximada de lo que va consumiendo el enemigo. Balas rasas de las que yo hice, han tirado como unas trescientas de a 24 y ochenta de a 36. Mis bombas de 14 pulgadas se van agotando... Usarán pronto otras, que ojalá estén peor fabricadas que las mías. De las de 7 mías han hecho gran consumo... Los botes de metralla de 36 y de 24 no me pertenecen: lo declaro en descargo de mi conciencia...». Más desesperanzado y pesimista salía cada vez Valentín de aquellas pláticas con su hermano, y al punto comunicaba sus impresiones a Prudencia para ver si entre los dos discurrían algún remedio. «Figúrate tú -le decía- si estará trastornado el hombre, que hoy, después de darme cuenta de las balas que arrojan los serviles, me ha largado más explicaciones de sus proyectos, sosteniendo que los barcos no se harán ya de madera, sino de hierro... todos de hierro... tú figúrate. Cierto que un casco metálico flota mientras esté vacío; pero échale a una embarcación de hierro de cuatrocientos pies máquina en proporción, y luego ese molinillo que él dice, de ciento ochenta pies... ¡Qué cosas discurre un cerebro desquiciado! Yo no he querido contrariarle, porque D. José Caño recomienda que se le deje en el pleno goce de su chocolatera, pues si le escondiéramos los papeles o se los quemáramos, tendría quizás accesos de furor... No, eso no: el tratamiento, ya sabes,   —248→   es darle de comer todo lo que se pueda; estibarle bien, aunque sea de borona, y evitar que se le remonte el genio... Y cuando se acabe el sitio, si vivimos, te le llevas a Francia, que allí bien puede ser que el hombre despliegue con más tino sus invenciones. España no es país para eso: aquí inventamos guerras y trapisondas. Cosas de maquinaria, siempre vi que venían del extranjero... de donde deduzco que lo que aquí es locura, en otra parte no lo será».

Ni dentro ni fuera de España veía la buena mujer enmienda para el trastorno cerebral de su pobre marido, víctima, según ella, de su puntillosa rectitud y delicadeza... No, no debían ser los hombres tan rematados en la honradez. Prueba de las desventajas del excesivo puritanismo era Negretti, que se había pasado su vida trabajando, explotado por este y por el otro, con escasísimo provecho suyo y desgaste de sus notorias energías. Pensando en esto, Prudencia se aprestó a recabar dentro del matrimonio la autoridad que hasta entonces había ejercido su esposo, el cual, consultando a veces a su costilla, determinaba por sí y ante sí, conforme a su rígida conciencia. Ya esto no podía ser: hallábase Ildefonso incapacitado para el gobierno; ella, pues, asumía todos los poderes, disponiéndose a resolver cualquier asunto pendiente, aunque fuese de los más graves. Ciertamente, sus resoluciones serían menos rigoristas que las de Negretti, pero más prácticas, inspiradas siempre en el bien de todos, y en las eternas leyes   —249→   del sentido común. Pensaba esto Prudencia, por encontrarse frente a un problema doméstico muy delicado; y después de mucho vacilar entre someterlo al dictamen y sentencia de Ildefonso o resolverlo por sí, se decidió por este último temperamento, como más cómodo y expedito. Sobre sí tomaba la responsabilidad y la gloria del caso.

Y que el problema era delicadísimo se mostrará con sólo enunciarlo. El 2 de Noviembre, uno de los días que mediaron entre el segundo y el tercer sitio de la valiente Bilbao, llegaron a esta tres correos de Castilla, escoltados por el batallón de Toro y otros refuerzos que fueron de Portugalete, al mando del brigadier D. Miguel Araoz. Recibiose en casa de Arratia, con varias cartas comerciales, una para Ildefonso Negretti. Cogiola Prudencia, y conociendo la letra del sobrescrito, la guardó, con ánimo de no entregarla a su marido mientras se hallase tan lastimosamente afectado del ánimo. Convenía evitarle quebraderos de cabeza, y alguno se traía la tal carta, de puño y letra del señor de Mendizábal. No era su ánimo abrirla, que esto habría sido contravenir la subordinación a su dueño y señor; pero pasó tiempo; Ildefonso no mejoraba; según las impresiones de Valentín y el dictamen de D. José Caño, su trastorno era indudable. No se hallaba, pues, en disposición de ocuparse de nada. Sentíase Prudencia abrasada en curiosidad por ver el contenido de la carta. ¿Qué inconveniente había ya en abrirla? La enfermedad   —250→   de Ildefonso era la abdicación de la soberanía matrimonial, que de hecho a la mujer correspondía. Fortalecida su conciencia con estos razonamientos, hizo lo que no había hecho nunca: abrir una carta dirigida a su esposo.

Grande fue su asombro y disgusto al enterarse de lo que D. Juan Álvarez a Ildefonso escribiera. ¡Vaya por dónde salía el buen señor! Que si se presentaba D. Fernando Calpena a pedir a la niña en matrimonio, no se le pusiera ningún obstáculo, y se dispusiese el inmediato casamiento de Aura con el tal D. Fernando... Que este era un sujeto de elevadas prendas, nacido de padres de la más alta alcurnia... Que poseía regular fortuna, y la poseería aún más cuantiosa dentro de algún tiempo... y que patatín y que patatán... «¡Persona elevada! -decía para sí Prudencia, guardando la carta en los profundos abismos de un cofre donde permanecería sin ver la luz por los siglos de los siglos-. ¡Tan elevada que desaparece en los aires! Si este señor quiere tanto a la niña, ¿por qué no ha venido antes?... ¿Por qué la tiene en este abandono?... ¿Qué amor es ese que no se digna presentarse, ni siquiera escribir? Bajo mi responsabilidad, como mujer honrada y que mira por los suyos, me permito mandar a paseo al Sr. D. Juan de las Campanas, y disponer lo necesario para la felicidad de mi sobrina. ¡Sabe Dios en qué malos pasos andará el tal D. Fernando, y cuáles serán los motivos de su ausencia!... No,   —251→   no: aquí no creemos en brujas, ni en elevados personajes que no se sabe de quién han nacido... ¡Pues si con tanta facha resulta que el Calpena es un perdido, uno de esos que escriben en los papeles, un gorrón, un cata-salsas...! No, no: bajo mi responsabilidad, la orden se acata, pero no se cumple. Si Ildefonso lo decidiera, seguramente añadiría una simpleza más a las muchas que ha hecho en su vida. Por ser tan rigorista está como está: pobre y arrumbado...».

Dicho esto, se afirmó en su resolución, y de tal modo expresaba su rostro la dureza de su carácter y el propósito de ir a su objeto sin vacilaciones ni melindres, que el entrecejo parecía más nebuloso, la mandíbula inferior más larga, las arrugas de su frente más hondas, y hasta podría creerse que le crecía el bigote. Sin consultar con Ildefonso ni darle cuenta de nada, pues el hombre no estaba para calentarse la cabeza, determinó encaminar pronta y hábilmente los acontecimientos hasta ver realizado su sueño de oro. ¡Oh, qué ideal! Casar a Aurorita con Martín. Si esto conseguía, más había hecho ella por el bien de la familia que todos los Arratias desde la quinta generación.

Comprendiendo la necesidad de colaboradores, pensó que debía comunicar sus planes a Sabino. Con Martín había que contar, sin duda, aleccionándole previamente, pues era también de la cepa de los delicados, de los rígidos, de conciencia irreductible... Se procuraría llevar las cosas por lo derecho, fomentando   —252→   la afición y simpatía entre los dos seres que habían de casarse. Lo más difícil era convencer a la chiquilla y curarla de aquella ridícula deformación de su voluntad: el amor a un galán fantástico, volátil y perdidizo, que no parecía por ninguna parte. Pero si Aurora pecaba en ocasiones de independiente y arisca, sabiendo manejarla y aprovechar los giros de su imaginación y los desmayos de sus nervios, fácil era hacer de ella todo lo que se quería. Adelante, pues, y a trabajar con fe. En aquella familia de trabajadores, no había de quedarse atrás la valiente obrera de las artes pertenecientes al alma.

Así, mientras los carlistas, tomadas las posiciones principales de la línea exterior de defensa, armaban de noche, a la calladita, nuevas barricadas y parapetos para emplazar su artillería contra la pobre Bilbao, Prudencia y Sabino, paralelamente a la labor facciosa, dieron comienzo a sus trabajos de asedio para expugnar el corazón de Aura y establecer en él su dominio. «Es indispensable obrar con prontitud -decía la señora a su hermano-, y llegar al fin antes que se acabe el sitio». Y como manifestara Sabino que en tal negocio no convenían prisas que pudieran transcender a secuestro, se le hincharon las narices a Prudencia y contestó airada: «Tú siempre con tus calmas, con tu veremos y tu mañana será... Ya ves el pelo que has echado con tal sistema. Déjame a mí, que con los calzones de Ildefonso,   —253→   llevándolos mejor que él y que todos vosotros, sabré realizar esta gran idea». Habíase guardado muy bien de comunicar a su hermano lo de la carta, temerosa de que saliese Sabino con la gaita del rigorismo y del caso de conciencia. ¡Otro que tal! ¡Así estaban todos tan perdidos! También ella tenía conciencia; pero una conciencia práctica, y con su conciencia práctica arreglaría las cosas de modo que cuando viniese el madrileñito con sus manos lavadas a pedir a la niña, pudiera ella (Prudencia) salir y decirle con mucha finura, haciéndose de nuevas: «¿Qué niña, señor? Usted se ha equivocado. Aurora Negretti es la señora de D. Martín de Arratia».




ArribaAbajo- XXVI -

No desalentó a los bilbaínos la pérdida de los fuertes de Banderas, Capuchinos, San Mamés, Burceña y Luchana; antes bien, creciéndose al castigo, sacaron de sus desventuras nuevas energías para defenderse. Ni la guarnición se acobardaba, ni la Milicia y los vecinos tampoco. Cada cual sostenía su entereza, reforzándola con la alegría, de lo que resultaba una colectiva fuerza irresistible. El 17 de Noviembre fue un día penoso: duró el fuego siete horas, sin ninguna interrupción.   —254→   Era principal objetivo de los facciosos poner su mano en lo que creían llave de Bilbao, el convento de San Agustín, situado entre el Arenal y el Campo Volantín, al pie de cerros elevados y casi al borde de la ría. Las compañías de Toro, Trujillo y Compostela se portaron heroicamente, secundadas por los milicianos. Los muros del convento se deshacían, se resquebrajaban con el cañoneo enemigo, y abiertos varios boquetes entre la mampostería derrumbada o hecha polvo, intentó el enemigo con empuje el asalto. Un empuje mayor de bayonetas y pechos valerosos, les paraba la acometida. Allí se quedaban hechos trizas parte de los combatientes; pero las piedras de San Agustín continuaban bajo el poder y la insignia de Isabel II.

Sobrevino el 18 un temporal violentísimo del Noroeste, con viento y lluvia; cesó el fuego en San Agustín, ocupándose los sitiados en reparar los destrozos con sacos de tierra. Pero en el centro de la villa, y particularmente en las Siete Calles, cayeron bombas que hicieron estragos en edificios y personas. Amenazaba hundirse la casa de Busturia en Artecalle, y sus habitantes se repartieron en casas de amigos, yendo a parar a la de Arratia dos señoras y un niño. En Goienkale, hoy Calle Somera, casi todos los vecinos se habían bajado a las bodegas y sótanos. La animación era extraordinaria, mezclándose lloros de mujeres con cánticos de muchachos animosos y alegres. Ya escaseaban los víveres,   —255→   y la relativa abundancia de esta familia iba en socorro de las escaseces de la otra con admirable fraternidad. Corrían entre tanta desolación frases de esperanza, fantasías del patriotismo, centelleos de la fe que nunca se apaga. Espartero recalaba ya en Portugalete con tantísimos miles de hombres, y no tardaría en reventar las líneas carlistas, en apabullar el sombrero de hule del general Eguía y hacerles a todos polvo... Caían bombas aquí y allá; lloraban las nubes; las calles eran lodo, apestando a pólvora. Rojiza claridad siniestra iluminaba la villa. El viento avivaba el fuego, lo esparcía, lo llevaba de una parte a otra. De los sótanos subían los valientes bilbaínos a las techumbres para cortar incendios; andaban por arriba como gatos; descendían negros, ahumados, y en las profundidades de las casas, refugio de los seres débiles, respiraban atmósfera de cuerpos febriles; en las calles pisaban lodo, sangre en las baterías, y si no se volvían locos en noches como aquella era porque sus cerebros se hallaban construidos a prueba de locura, y fortificados por un convencimiento más duro que todos los metales que hay en la Naturaleza.

Amenazada de incendio la casa vecina de la de los Arratias, dispuso Prudencia trasladarse con Negretti a la morada de su amigo Antonio Cirilo de Vildósola, corredor de cambios, en el Portal de Zamudio. Aura y sus amigas las de Busturia se fueron a la casa del Sr. Gaminde, ya del lector conocido, comerciante   —256→   fuerte, que operaba en bacalao, lanas y otros artículos. En estas idas y venidas, hubo dispersiones. Los hombres no podrían estar en todo, pues atendiendo a la mudanza y trasiego de mujeres, habían de abandonar urgentes trabajos en la batería de las Cujas y en la Cendeja. Prudencia, con las dos señoras de Busturia, encontró a Martín en Bidebarrieta, acompañando a la esposa y niños de Ibarra; se detuvo para decirle: «No sé si Aura habrá llegado a casa de Don Francisco. Iba con Nicolás Ledesma, el organista, y Manuela Echavarri». La tranquilizó Martín, asegurando que la había visto minutos antes con las referidas personas, y con su hermano Zoilo. «Entonces no hay cuidado. Recordarás lo que te encargué -díjole Prudencia aparte-. Vas a cenar donde Gaminde, y allí tendrás a Aura en buena disposición para decirle lo que sabes... Procura ser galán, y deja a un lado la sosería». Observó el muchacho que la ocasión no era muy apropiada para las expansiones amorosas. Algo le había dicho ya por la mañana en su casa y en la de Vildósola, cuando fueron a llevar al tío Ildefonso, y por cierto que no se había mostrado la niña muy complacida de sus indirectas, que indirectas eran, pues a otra cosa no se atrevía. «Eres un santo -le dijo Prudencia-, y a los santos, en cosas de amor, hay que dárselo todo hecho».

Siguieron las de Ibarra hacia la calle del Perro; Prudencia se fue al Portal de Zamudio; poco después entraba Martín en casa de   —257→   Gaminde, componiendo en su mente una patética explanación de sus puros afectos para espetársela a su prima sin pérdida de tiempo. Por desgracia, había salido Aura con D. Francisco y las chicas de Orbegozo en demanda de la morada de estas, donde acababan de llevar herido a Juanito Orbegozo, de la 2.ª de Milicianos, y a uno de los chicos de Gandásegui. Hubo de renunciar Martín por aquella noche a proseguir su amorosa batalla, porque otras obligaciones le llamaban a la batería de Mallona, donde entraba de servicio. Por el camino se encontró a José Blas de Arana, que le ajustó la cuenta de las bajas de aquel día, añadiendo con acento lastimoso: «Como Espartero no se dé prisa, paréceme que tendremos que dejarnos aquí los huesos». «Si es preciso; si Bilbao lo quiere -dijo Martín-, los dejaremos, y vayan por delante los míos, que para poco sirven».

Pues en medio de tantos desastres tuvieron calma y humor aquellos hombres para celebrar los días de la Reina (19), recorriendo las calles en grupos clamorosos y vitoreándose recíprocamente tropa y milicianos, cual si se hallaran en vísperas del triunfo. Toda la tarde estuvo tocando la música en la batería del Circo, y las canciones enronquecieron las gargantas de muchos. Dios no les dejaba morir de tristeza y desconsuelo, sugiriéndoles cada día nuevas esperanzas. El 26, cuando el fuerte del Desierto anunció con salva de 21 cañonazos que Espartero había entrado en Portugalete, respiró la gloriosa villa   —258→   por los pulmones y las bocas risueñas de todos sus hijos, cantando victoria, y haciendo befa y escarnio del terrible enemigo. La artillería de este enmudeció, como si lo que anunciaba el cañón del Desierto impusiera pavura en el sitiador embravecido. Pero su silencio era el sordo trabajo preparatorio de la furibunda embestida que pensaban dar al día siguiente 27. Al anochecer del 26, descansaron los carlistas en la firme creencia de hallarse en la víspera del fin. Una noche no más les separaba del premio de su constancia: la rendición de Bilbao.

Cinco días estuvo Aura sin ver a Zoilo, y tres sin saber nada de Martín. Por uno y por otro pasó intranquilidad la familia, y Sabino no hacía más que ir de fuerte en fuerte, interrogando a todo el que encontraba. Acompañole Aura en una de estas excursiones, sin temor al peligro, y al cabo, volviendo del Circo, supieron que Martín no tenía novedad y había pasado a Solocoeche. «Vaya, ya estás tranquila -le dijo su tío-. El chico vive y tú resucitas. Con esa impresionabilidad que te ha dado Dios, parecías muerta de susto y pena».

-Pero aún no debemos alegrarnos, tío: no sabemos nada de Zoiluchu.

-Es verdad; bien comprendo que ese no te llama tanto como Martín; pero también es hijo de Dios, y debemos mirar por él. Aunque parece un tarambana, mi Zoilo vale mucho; a valiente le ganan pocos; tiene su pundonor, y sabe llevar el nombre de la familia.   —259→   Pero no se igualará a su hermano Martín, pues este es de los que entran pocos en libra. No podrás tú ni nadie señalar una buena cualidad que él no tenga.

Aura no dijo nada, y sintiendo Sabino la necesidad imperiosa de practicar dentro de un recinto sagrado las devociones con que diariamente alimentaba su fe, propuso a la joven entrar en la primera iglesia que hallasen abierta. Por fortuna, en la capilla de la Misericordia estaba el Señor de Manifiesto, y allí se metieron, empleando ambos como una media hora en rezos y meditaciones. Sentose Aura; permaneció Sabino de rodillas larguísimo rato. «He pedido al Señor dos cosas -dijo a su sobrina, tomando al fin asiento junto a ella, todavía con la boca llena de sílabas de rezos-. Primera, que nos conserve la vida del pequeño como nos ha conservado la de su hermano, y que igualmente, ellos y nosotros lleguemos vivos y con salud a la terminación del sitio, sea cual fuere la solución que Su Divina Majestad le dé. Segunda, que me conceda el cumplimiento de un deseo santísimo que me alienta, tocante a Martín y a ti...».

Aura no chistaba. Entráronle súbitas ganas de rezar, y se puso de rodillas, dejando un tanto cortado al buen Sabino. Pero este no se abatía por tan poco; echó también a media voz, en pie, cruzadas las manos, una larga oración; y poco después cuando estuvieron al habla para salir, volvió al ataque. «Comprendo que la cortedad, el pudor,   —260→   la timidez propia de una doncella pura, no te permitan manifestar tus sentimientos... pero tú quieres a mi hijo, ¿verdad?, tú reconoces en Martín el único marido práctico que te corresponde... ¿verdad?... Confiésamelo, dímelo aquí delante de Jesús Sacramentado».

-¿Qué quiere que le diga? -murmuró Aura con expresión dolorosa-. Que las cualidades de Martín son muy buenas... únicas.

-Eso ya lo sé... dime lo otro; dime que aprecias esas cualidades, y que quieres hacer con las tuyas y las de él un hermoso ramillete de...

No le salía la figura. Sacole de sus apuros retóricos la hermosa doncella, declarando que no quería oír hablar de casorios con Martín ni con nadie, porque estaba resuelta a no casarse más que con...

No acabó. Sabino le quitó la palabra de la boca para poner la suya: «Quien vive de ensueños, hija mía, soñando muere. Tú lo pensarás... No has nacido para vestir imágenes, sino para que a ti te vistan de felicidades. A Martín no le faltan partidos; pero te quiere a ti... Ten compasión, que es la madre del cariño, y este el padre del amor... Conviene que seas práctica, a estilo de todos nosotros; conviene que no mires tanto a lo pasado, pues el que mira mucho atrás, atrás se queda... y el que vive entre fantasmas en fantasma se convierte... o en estatua de sal, como la otra... no me acuerdo cómo se llamaba... En fin, no te digo más, que aquí vienen Doña María Epalza y Juanita».

  —261→  

Dos señoras, madre e hija, que acababan sus prolijos rezos, se les agregaron, y a todas dio agua bendita con sus dedos glaciales el bueno de Sabino. Picotearon un rato en la puerta sobre los desastres del sitio y la escasez de víveres. Ya no había carne, ni aun salada. «Si ese generalote no viene pronto -dijo la señora mayor-, ¡pobre Bilbao!... Pero quieren que perezcamos todos gritando ¡viva Isabel II!, y aquí estamos también las mujeres dispuestas a cumplir el programa».

-Será, señoras mías -manifestó Sabino con fervor terciándose la capa-, lo que disponga el de arriba, que es quien dicta los programas. ¿Qué hemos de hacer más que acatar la Divina voluntad?

-Y la voluntad divina -afirmó la señora menor, viudita joven muy guapa- ordena que Bilbao perezca antes que rendirse.

-No, hija: que ni se rinda ni perezca... pues pereciendo no tiene gracia. Hay que sacar adelante a la niña, a nuestra angélica Reina... ¿No piensa usted lo mismo, Sabino?

-Señora, yo pienso...

En la punta de la lengua tuvo ya el conocido dicho de quien con niños se acuesta... pero se abstuvo de soltarlo, por escrúpulos de lenguaje y respeto a las damas. Propuso la viudita que pues aquel día no tiraban, podían correrse pasito a paso hacia la Cendeja, para ver todo lo que allí habían hecho los nuestros, las defensas magníficas, imponentes, donde se estrellaría el coraje faccioso. Dudaba la señora mayor; manifestó Sabino   —262→   recelo de andar por tales sitios; pero tan decidida y entusiasta curiosidad mostraron las muchachas, que allá se fueron por toda la calle de Ascao y la de la Esperanza, hasta que ya en el término de esta les estorbaron el paso lo desigual del piso desempedrado, los charcos y lodazales, los montones de escombros. Por encima de un espaldón de tablas, reforzado con fajinas, vieron que asomaba una cabeza desmelenada; la cabeza de un diablo guapísimo, alegre, que llamaba con fuertes voces. Era Zoilo. Aura fue la primera que le vio. «Tío Sabino, mire dónde está ese pillo».

Corrió el padre, corrieron las damas. Alargando su cabeza por encima del tablón todo lo que podía, el miliciano les dijo: «Aura, padre, ¿han visto el letrero que hemos puesto por la parte de afuera de la batería para que lo vean ellos?».

-Ya, ya sabemos -dijo Aura mirándole gozosa-. Una calavera con dos canillas, pintada sobre negro.

-Y un letrero que dice: Tránsito a la muerte, o lo que es lo mismo: que todo el que venga a tomar esta barricada, muere, y que los que la defendemos, aquí estaremos hasta que nos maten.

-Bien, hijo, bien: no hemos visto el letrero; pero nos figuramos lo bonito que será. Dios te la depare buena. No sabíamos de ti.

-Oye, Zoilo -dijo la señora mayor-: ¿está aquí Luisito Bringas, el hijo de mi sobrina, sabes?

  —263→  

-¿Luis el del indiano? Sí, señora. Aquí cerca, en las Cujas está. Hace un rato comimos juntos él y yo.

-Dirasle que a su mamá le supo muy mal que pidiera venir aquí, donde hay tanto peligro, y que no hace más que llorar.

-Ese es de los temerarios, locos, como mi hijo -observó Sabino-. Dios cuida de ellos.

-¡Bravo, Luchu! -exclamó Aura-. ¿Desde cuándo estás aquí?

-Dos días llevo ya. No salgo, no sea que el puesto me quiten.

-¿Por qué no avisaste a casa, hijo? Estábamos con cuidado. Tu prima y yo venimos del Circo y de Mallona, donde hemos preguntado por ti. Dime, ¿no tienes miedo?

-Sí, señor: un miedo tengo, uno solo. Temo que esos cobardes, después de tanto boquear, no nos ataquen mañana, como dicen.

-¡Tránsito a la muerte! -repitió Aura con admiración, sintiendo no ver el lúgubre letrero-. Pero no morirán... Eso se dice...

-Y se hace.

-Vámonos, vámonos... -dijo Sabino-. Este no es sitio para señoras. Zoilo, por si no lo sabes, José María y yo dormimos en casa de Melquiades Echevarri. Vámonos, no sea que...

-¡Si ahora no tiran! Están rezando el rosario.

Al despedirse Sabino tiernamente de su hijo, se le saltaron las lágrimas, y Aura, de verle llorar, lloraba también.

  —264→  

«¡Ay, qué hijos estos! -decía suspirando la señora mayor-. ¡Lo que inventan! ¡Tránsito a la muerte!».

-Es cosa de los de Trujillo, de los de Compostela -indicó la viudita.

-Y de estos, de los nacionales. Todos son unos.

-¡Sangre de chicos, corazones de hombres!

Y Doña María Epalza, con súbito arranque impropio de sus años y de su obesidad, se cuadró, y elevando sus brazos con frenesí convulsivo hacia el tablero por donde asomaban varias cabezas, gritó: «Sí, cachorros de mi tierra. ¡Viva Bilbao, viva Isabel II!».

Se alejaron pisando fango, escombros, astillas... oíanse lejanos disparos de fusilería; por la parte del barranco de San Agustín venía una humareda negra, olor de pólvora... Hasta el convento de la Esperanza fue Aura mirando para atrás para ver los aspavientos que hacía Zoilo, alargando medio cuerpo fuera del espaldón de tablas. La señora mayor, agarrándose a la capa de Sabino, le decía: «¡Ay, me descompuse; me entró como un furor de alegría, de entusiasmo al ver el tesón de esos chicarrones!... No se puede remediar... está en la sangre bilbaína...». Y la señora menor completó el pensamiento con esta frase: «Bilbao muere, pero no se rinde».

-Así sea -dijo Sabino-. Y por encima de todo, la voluntad de Dios... Por de pronto, señora Doña María, hoy tenemos las alubias a veintiséis cuartos, y el bacalao a siete reales...   —265→   Pero dicen que no importa... No somos nada; el pueblo es todo, y el pueblo dice: «Morir antes que rendirse».

Doña María, que apenas tenía movimiento después del esfuerzo que hizo para engallarse y soltar los furibundos vivas, modificó el concepto: Morir, tal vez; rendirse, nunca.




ArribaAbajo- XXVII -

Lisonjera fue la mañana del 27. Cundió por la villa la creencia de que Espartero iba sobre Castrejana, y si conseguía forzar el puente y pasar a la orilla derecha del Cadagua, los sitiadores se verían comprometidos. Valentín Arratia, que conservaba su excelente vista marinera, subió a la torre de Miravilla, y puesto su ojo en buenos catalejos, distinguió los batallones isabelinos desfilando por el valle de Baracaldo. En Bidebarrieta y el Arenal los patriotas difundían la buena noticia de corrillo en corrillo.

«Para mí -decía Valentín Arratia- no pasa de mañana el tener aquí a D. Baldomero. He visto las tropas de la Reina, como les veo a ustedes, marchando en columnas hacia el puente».

-Lo que resultará no lo sabemos; pero que se están zurrando de lo lindo es evidente -dijo Antonio Cirilo de Vildósola-. Lo que fuere, sonará.

  —266→  

-¡Si ya está sonando! Hemos oído un tiroteo horroroso -aseguró D. Francisco Bringas, rico indiano, exaltado liberal y el primer optimista de la villa. Apuesto lo que quieran a que levantan el sitio esta tarde... ¡contro!...

-Diga usted que convida, D. Francisco, y todos seremos de su opinión.

-Pues me corro, ¡contro!... Aún me quedan dos docenas de botellas de chacolí de Baquio.

-Tanto como esta tarde, no diré yo que nos perdonen la vida -indicó Arratia-; pero mañana temprano... Aquí llega el amigo Arana. Viene de la Diputación, donde habrán llegado gordas y buenas.

-José Blas, ¿qué sabes?

-Sólo sé que no sé nada, como dijo el otro.

-Te lo callas, por no convidar.

El tal José Blas de Arana, uno de los más exaltados corifeos de la defensa, era comerciante en sebo, sardinas de barril, raba y otros artículos similares. En su campechana modestia, permitía que los amigos le llamasen Borra, y se cobraba esta conformidad aplicando apodos a sus conciudadanos.

«¿Convidar yo?... ¿a qué? A metralla, si quieren. Con todo, si se confirma que renuncian generosamente a la mano de Leonorita, como dice Guzmán en La Pata, convido. Poseo una bacalada y hasta medio ciento de galletas mohosas».

Acercose Tomás Epalza, rico por su casa,   —267→   banquero, como los anteriores perteneciente a la Junta de Armamento. Era hombre jovial, satisfecho en toda ocasión y circunstancias, de una fe ciega en la resistencia de Bilbao, dispuesto a dar cuanto tenía si de ello dependiera el completo apabullo de la Pretensión.

«Estos no piensan más que en comer -dijo riendo-. Bueno anda ello... A lo que parece, Espartero viene y nos trae pan de trigo».

-Y si no nos lo trajere o se perdiera en el camino -apuntó Arana-, aquí están los ricos de Bilbao, los más ricos, dispuestos a comer borona y gato estofado hasta que San Juan baje el dedo.

-Los ricos de Bilbao -afirmó el indiano Bringas con jactancia de buena sombra, que no ofendía- tienen su dinero para gastarlo en la defensa ¡contro!, y en su mesa siempre hay un plato para todos los Borras, que no se rinden al yugo servil. Ya sabes... en la calle del Perro tienes la mesa puesta... ¿Te has comido ya todas las velas de sebo?... Pues en casa hay de todo, verbigracia, cacao en grano y nueces... Con que, sepamos, ¿qué se cuenta?

-Que cansados de obtener victorias -dijo Vildósola, el cual se ponía muy serio para bromear-, se van a ponerle sitio a la peña de Orduña, donde está el tesoro escondido.

El indiano expresaba su regocijo rascándose la sotabarba, con cerquillo o carrillera de pelos grises, y dando pataditas para entrar en calor.

«Compañero -le dijo Epalza-, si tiene   —268→   usted ganas de bailar el aurrescu, aquí viene Ostolaza, que no desea otra cosa, para celebrar la venida de Espartero».

Era el llamado Ostolaza uno de los más valientes patricios, comerciante en las Siete Calles, tan aficionado a la danza euskara que no perdía coyuntura de armarla por cualquier motivo que hiciera vibrar la fibra patriótica.

Antes de que el tal hablase, retumbaron terribles cañonazos.

«Ostolaza, ahí los tienes -le dijeron-. ¿No querías aurrescu? D. Nazario quiere bailarlo contigo».

-Bonita música, compañeros -replicó el bailarín gozoso, restregándose las manos-. Yo sé por qué tiran... Es miedo; se les van las aguas de puro canguelo, y creen que tirando nos engañan, para que no hagamos una salida.

-Como les embista esta tarde el amigo Espartero, señores -dijo Bringas-, y dispongamos aquí una salidita con gracia, no se escapa ni una rata.

Acercose al grupo D. Juan Durán, el valiente coronel de Trujillo, que venía de casa del gobernador San Miguel, y les dijo: «Nada, nada: esto es claro. Quieren gastar las municiones para hacernos todo el daño posible antes de retirarse».

-¿Está en Castrejana D. Baldomero?

-Y arreando de firme, según parece.

-Pronto saldremos de dudas. Señores, a comer la puchera el que la tenga.

  —269→  

-La tengo yo para todos -dijo Bringas-, con cecina superior, ¡contro!

-Ea, señores, a comer. Cada cual a su borona... A las tres, junta.

-Y a las cuatro, aurrescu.

-Y a las cinco abrazos... ¡Espartero!... ¡Arriba Bilbao!

Al dispersarse, tomó Valentín la dirección de San Nicolás, donde tenía que dejar una orden de la Comisión de Guerra, y no había andado veinte pasos cuando vio venir a Churi con otros corriendo a todo escape. En el mismo instante sonó vivo tiroteo hacia San Agustín. Llegándose a su padre, el sordo, con aterrada expresión, hablando más con el gesto que con la palabra, le dijo: «En San Agustín, ellos... visto yo... Fuego mucho... Por bajo entraron... Corra; veralos piso alto... fuego». Otros que venían de allí decían lo mismo con distintas expresiones. La noticia cundía con rapidez eléctrica... Valentín se plantó detrás de San Nicolás, vacilante... La curiosidad y el patriotismo empujábanle hacia San Agustín; el miedo le mandaba retroceder. Casi sin darse cuenta de ello fue arrastrado por un tropel de paisanos y nacionales que hacia la Cendeja corrían. Entre ellos vio a Churi, y cogiéndole por un brazo le llevó consigo. «No te separes de mí... Vamos al fuego. Si hace falta gente, aquí llevo un sordo y un cojo: no tengo más».

Habían hecho los carlistas sigilosamente una excavación, por donde penetraron en la   —270→   alcantarilla del convento; de ella subieron al piso principal, dominando la portería y claustros bajos. Sorprendida la tropa que guarnecía el edificio, se defendió con bizarría entre paredes, en las crujías bajas, viéndose obligada a retirarse ante la superioridad dominante de las posiciones del enemigo. Diose una batalla disputando el paso a la sacristía. Ganada esta por los facciosos, empeñose otra acción por el paso de la sacristía a la iglesia. Los valientes de Trujillo hubieron de retirarse, dejando media compañía prisionera. Aún intentaron defender a la desesperada el paso al coro, y el de este a la próxima casa llamada de Menchaca; pero sucumbieron ante el número. En aquella serie de acciones breves, terribles, dentro de un laberinto formado por murallones ruinosos y tapiales medio destruidos, aprovechando unos y otros las ventajas de un ángulo, de un boquete, de un escalón, desarrollaban instintivamente los mismos principios estratégicos que en un gran campo de guerra, donde hay río, colinas, desfiladeros y otros accidentes. ¡Espantosa miniatura! Todo lo que disminuía el tamaño del escenario, aumentaba el horror de la tragedia; y los combatientes eran más grandes cuanto más chico el campo de su encarnizada porfía. Quedaron al fin los carlistas dueños del edificio y casa próxima; desde las altas ventanas dominaban las baterías que antes fueron segunda línea de defensa, y ya eran primera línea. En el frente de esta   —271→   podían leer la lúgubre inscripción: Tránsito a la muerte.

Cuando llegaban Valentín y Churi a la calle de la Esperanza, el fuego era horroroso. Las baterías carlistas cañoneaban sin cesar. Considerado el espacio entre San Agustín y el Arenal como llave de la plaza, el sitiador no tenía más que alargar la mano, alargar el pie para franquear aquel breve terreno, cosa en verdad muy fácil si allí no estuviera el corazón bilbaíno. Y este se apresuró a obstruir el paso con tanta celeridad como bravura. Acudieron todos los jefes militares, todos los nacionales que no hacían falta en otros puntos, los paisanos que se hallaban en disposición de tomar un fusil. Mucha carne hacía falta para cerrar aquel boquete. Allí se jugaban los bilbaínos la suerte de su querida villa: un paso más de los facciosos, y Bilbao les pertenecía.

Toda la tarde duró el formidable duelo: uno de los primeros heridos fue el Gobernador de la plaza, D. Santos San Miguel, y a poco cayó también el brigadier Araoz: ni uno ni otro tenían heridas graves; pero quedaron inutilizados. Urgía elegir otro jefe de la defensa. Reunida en San Nicolás la Comisión permanente de guerra, nombró al brigadier Arechavala, que mandaba en Larrinaga. Fue a buscarle Valentín Arratia, ansioso de ser útil, ya que no se creía apto para la lucha, pues ningún arma sabía manejar. Maquinalmente, sin darse cuenta de lo que hacía, entregó a Churi el fusil y los cartuchos   —272→   que le habían dado momentos antes, y se fue corriendo hacia Larrinaga. No bien se vio el sordo armado y con pertrechos de guerra, corrió a donde con más ardor hacían fuego nacionales y tropa. Él también tiraba; su puntería no era mala. Del cañoneo y estruendo del combate no percibía más que un mugido y trepidaciones hondas; ¿pero qué le importaba? En un momento gastó los cartuchos que le había dejado su padre, y pidió más, y se los dieron, y sin cesar hizo fuego, con vivo deleite de su alma ruda, solitaria. Habría querido poseer un arma que de un solo tiro lanzase infinidad de balas para matar a muchos de una vez, no importándole gran cosa que al caer los facciosos cayera también alguno de los de acá. Estimaba en poco las vidas humanas, y pues él no era feliz, ni podía serlo por carecer de un precioso sentido, extendiérase por el mundo la infelicidad, y reinara la muerte donde debía florecer la vida. Ignoraba absolutamente el por qué fundamental de la guerra, y no había sabido discernir el motivo de que la causa de una Isabel fuera mejor que la de un Carlos. Participaba, eso sí, sin darse cuenta de ello, de la fiera terquedad bilbaína. ¡Defenderse a todo trance! Esto era una causa, una razón, una bandera.

Corrió, pues, Valentín al cumplimiento de su misión, como individuo de la Junta, y en la calle de la Ronda se encontró a José María, que venía del hospital con un convoy de camillas, llevadas por viejos del Hospicio   —273→   y algunas mujeres. «Corre, hijo, corre, que buena falta hará todo esto... ¡No es mal chubasco el que hay por allá! Pero antes que las camillas, harán falta buenos tiradores... Antes que pensar en heridos, pensemos en matar... Oye, oye. Si no te dan un fusil, ayuda al acarreo del agua... Llévate todas las mujeres del barrio... y señoras llévate... que trabajen a la hormiga. Cubos hay en San Nicolás... Hoy perece Bilbao, si no echamos el resto...».

Partieron en dirección contraria. Al regreso de Larrinaga, pasando por la calle de Ascao, multitud de mujeres, así del pueblo como del señorío, refugiadas en tiendas y portales, querían detenerle con sus clamores, con ansiosas preguntas. «¿Es cierto que también atacan por el Circo? ¿Y de la Cendeja qué sabe, Valentín? ¿Hay muchos heridos?... ¡Qué horror de día! ¿Se acabará pronto?... ¿Entrarán?... ¡Como no entren!».

De un grupo de señoritas y muchachas del pueblo, en deliciosa confusión, vio salir a Aura, pálida, desordenado el pelo, los ojos echando chispas. «Tío Valentín, ¿están allí Zoilo y su hermano? ¿Sabe algo de ellos?».

-Hija, no es ocasión de dar noticias... ni puedo detenerme... No sabemos cómo acabará esto. Apretada anda la cosa.

-¿Entrarán?... ¿Pero entrarán?

-¿Quién, ellos? ¡Nunca!...

Irguiéndose en medio de la calle, soltó el registro más ronco de su voz para gritar: «¡viva Isabel II, viva la Libertad!, y sepan que   —274→   donde está Bilbao está la bravura española...».

Las exclamaciones que respondieron a estos gritos atronaban la calle.

«Niñas, mujeres, señoras, ser valientes... Que los hombres no os vean cobardes... Si vosotras sois bravas, el chimbo no cae, ¡qué ha de caer!... Ánimo, y que desde allá os oigan reír, no llorar... llorar no. Hoy no se llora aquí... Y si os mandan llevar cubos de agua para refrescar los cañones... ¡hala con ellos, a la hormiga!».

Los desplantes que tuvo que hacer al largar los vivas recrudecieron su dolor crónico, y se fue renqueando, mas no por eso menos presuroso, aunque le molestaba horrorosamente su antigua avería en la aleta de estribor. Oíase en toda la calle el coro, con diversidad de voces, cantando las animadas estrofas del himno compuesto en aquellos días por los milicianos Zearrote y Casales:


    Entre ruinas, valientes bilbaínos,
vuestras sienes ceñís de laurel,
y en estruendo marcial sólo se oye
libertad y que viva Isabel.

Soldados de Trujillo y Toro, y algunas compañías de Nacionales, defendían la Cendeja, llave del Arenal y de Bilbao, con un tesón de que sólo se encontraría ejemplo en las épicas jornadas de Zaragoza y Gerona. Decididos a que los dueños de la posición de San Agustín no dieran un paso fuera de ella, juraron hacer con su carne y sus huesos una   —275→   compuerta que no abriría el sitiador sin desembarazarse antes de las vidas que la componían. Tan firme voluntad, entereza tan grande, produjeron en el curso de la tarde estupendas hazañas particulares y colectivas y lastimosas muertes. Cada instante el número de heroicos bilbaínos mermaba dolorosamente. Antes que resignarse los vivos a una muerte segura, discurrieron un arbitrio que les permitiría fortificar sus posiciones y redoblar su esfuerzo. Para que los carlistas no pudieran hostilizarles con tan terrible insistencia en las formidables posiciones que habían conquistado, era menester proporcionales ocupación distinta del tiroteo de cañón y fusil. Pensaron algunos combatientes de la Cendeja que si lograban pegar fuego a San Agustín y a la casa de Menchaca, el enemigo tendría bastante que hacer con apagarlo. Esta idea se fue condensando en las cabezas calientes que allí había, y al fin tomó cuerpo de eficaz resolución en la cabeza principal, en el jefe de la defensa, el brigadier D. Miguel de Arechavala. Propúsolo en la cruda forma propia del apretado caso: «Muchachos, ¿os atrevéis a incendiar el convento?». Respondieron que sí. Y el jefe de Nacionales, D. Antonio de Arana, gritó: «El enemigo quiere fumar: ¿hay quien se atreva a llevarle candela?». No se oía más que «¡yo, yo, yo!».



  —276→  

ArribaAbajo- XXVIII -

Muy pronto lo dijeron; pero una vez dicho, no había más remedio que ejecutarlo. José María Arratia, que había hecho fuego sin cesar, agregado a los Cazadores Salvaguardias, fue de los primeros en traer de San Nicolás cantidad de paja en haces; otros acarreaban jergones, brea y alquitrán. Ya tenían la candela. ¿Quién era el guapo que al enemigo se acercaba para brindársela? El teniente de Nacionales D. Luciano Celaya dio el ejemplo de temeridad loca, dirigiéndose a la puerta de la casa de Menchaca con un jergón debajo del brazo, como quien lleva un libro, y una tea encendida en la otra. Los carlistas abrieron la puerta, y la volvieron a cerrar azorados; entre tanto, dos salvaguardias y un chico nacional trepaban por montones de escombros hasta ganar una ventana, y arrojaron dentro del edificio paja encendida. El nacional, que no era otro que Zoilo Arratia, se guindó aún a mayor altura, descalzo, y metió por donde pudo, despreciando la lluvia de balas, listones dados de azufre y ardiendo, que le alargaban otros no menos atrevidos, aunque no tan ágiles para trepar gatescamente, agarrándose con una mano y llevando el fuego en la otra... Tras   —277→   de Zoilo subieron dos más: uno se cayó a la mitad de la ascensión, estropeándose una pierna; el otro, agarrado a una reja, cayó muerto de un disparo que le hicieron a quemarropa. En tanto, subieron dos más por la cortadura de la casa de Menchaca. Llevaban botes de alquitrán, haces de paja y mechas de pólvora. Felizmente, Zoilo consiguió ganar el tejado, y poniéndose panza abajo en el alero, logró coger de manos de sus camaradas las materias combustibles y arrojarlas por una bohardilla medio deshecha; todo con tal rapidez y habilidad, que cuando acudieron los carlistas ya estaba él descolgándose por un canalón, en el cual no pudo realizar todo el descenso porque se desprendió la mohosa hojalata, y con ella vino guarda abajo el animoso chico. Por suerte, todo el daño que se hizo fue en la ropa, y la sangre que echaba de un pie era de un rasguño sin importancia.

Repitiose la tentativa de incendio con increíble arrojo, perdiendo mucha gente. La mitad de los incendiarios se quedaba en el camino, a la ida o a la vuelta; el fuego de la fusilería enemiga era horroroso, apoyado por el cañón de los fuertes de Albia, Campo Volantín y Uribarri. A la caída de la tarde, el baluarte de la Cendeja hallábase atestado de muertos y heridos, que no era ocasión de retirar todavía, ni había quien lo hiciese; los vivos seguían batiéndose en ese paroxismo del coraje que no da espacio a la flaqueza ni tiempo a la reflexión, y el convento   —278→   con la casa inmediata ardía como un infierno. El objeto estaba conseguido: los facciosos tenían dentro de casa un enemigo más, favorecido por furioso viento del Noroeste, que había venido a ser partidario de Isabel II.

Contuvo la quemazón a los carlistas y salvó a Bilbao. Llegada la noche, los héroes de la Cendeja, no molestados ya por la fusilería facciosa, pudieron recoger sus heridos y retirar los muertos. Pero nadie descansó aquella noche, porque toda fue empleada en reparar los destrozos del baluarte, reforzando la cortadura de la primera línea desde Quintana a la Cendeja, y estableciendo otras dos de caballos de frisa. Además, se engrosó la batería por el costado que miraba al cañón de Albia; se dio mayor consistencia a los merlones en la parte del muelle, y, por último, se prepararon las casas de la calle de la Esperanza para incendiarlas en caso de grande aprieto. Todo el vecindario que no estaba sobre las armas, ayudaba en esta operación. Si el enemigo lograba conquistar en combates sucesivos el palmo de terreno radicante entre San Agustín y la Cendeja, se encontraría ante una inmensa barricada de fuego, que luego lo sería de escombros. El tenaz bilbaíno, por defender a todo trance el recinto de su villa sagrada, cogía una casa y se la estampaba en los morros al fiero sitiador; y si no bastaba una, allá iban dos, tres y más. ¡Fuego y piedra en ellos!

Vagaba Churi inconsolable por las inmediaciones de San Nicolás, viendo el tráfago   —279→   incesante de los que entraban y salían con herramientas, sacas de lana y demás material de ingeniería militar. Le habían quitado su fusil para darlo a un combatiente más útil; mandábanle a veces cosas que al revés entendía, y por fin, ordenáronle salir, pues allí no era más que un estorbo. Incitado por José María, que se le encontró sentado en el quicio de una puerta con la cabeza apoyada en las manos, oyéndose a sí mismo, ayudó al transporte de heridos, y desde las diez de la noche hasta el amanecer estuvo cargando camillas, sin más descanso que el que se tomó en San Antón para comer un poco de pan y bacalao crudo. Su padre se agregó también al servicio sanitario, rivalizando en actividad con ilustres mayorazgos y comerciantes ricos. En el hospital, Sabino Arratia asistía con entrañable amor y piedad a los heridos, y consolaba a los moribundos, asegurándoles que de par en par se les abrían las puertas del Cielo, y que en este encontrarían el eterno galardón por haber cumplido con su deber. «Allá, digan lo que quieran, no se distingue entre absolutistas y liberales, y Dios les mira a todos como hijos, sin fijarse en que peleen por estas o las otras causas. Esto de las causas y de los derechos es cosa de los hombres, con un poquito de mangoneo de Satanás». Dicho esto, iba por el Viático, que para los más era ya la única medicina.

También había hospital de sangre en Santa Mónica, con asistencia caritativa de señoras   —280→   y mujeres, sin distinción de clases. A poco de amanecer arrimose a la puerta Prudencia Arratia, con mantón, acompañada de la criada, que llevaba una cesta al brazo como si fuera a la compra. Necesitaba procurarse carne, aunque fuese de la peor, para dar a Ildefonso algo de substancia, pues estaba el buen hombre perdido de la cabeza. Salió de la casa de Vildósola, y antes de dirigirse a Belosticalle, donde esperaba encontrar cabra y siquiera un par de huevos, llegose a Santa Mónica por ver a su sobrina, que allí, entre el mujerío principal y plebeyo, prestaba a los heridos asistencia. No se determinaba a entrar la buena señora, temerosa de que la obligaran, mal de su grado, a funcionar de enfermera, y esperó a que recalara persona conocida que la comunicase con Aura. Ella tenía su enfermo en casa, su herido grave, y del cerebro, que es lesión peor que cualquier pérdida de pata o brazo, y cuidándole bien cumplía con Dios y con Bilbao. Llegaron en esto Doña María Epalza y la viudita, y de ellas se valió Prudencia para transmitir a la niña la fausta nueva de que Martín estaba bueno y sano. «Me hará el favor de decírselo en cuanto la vea, señora Doña María... que estará la pobre muerta de ansiedad... No ha sido flojo milagro que escapase el chico en medio de aquel horroroso fuego. La Providencia, señora. Dios protege a los buenos».

-Pues bien bueno era Fernando Cotoner -dijo la viudita prontamente, arqueando las   —281→   cejas y frunciendo la boca-, y está si vive o muere.

Convinieron las tres al fin en que debían abstenerse de cargar tales cuentas a la Divinidad, y sentir las desgracias y alegrarse de las venturas, dando gracias a Dios por estas sin meterse en más dibujos. Como dejara traslucir Prudencia el objeto de su salida, le dijo la señora mayor que no se cansara en buscar huevos, porque difícilmente los encontraría. Ella había comprado el día anterior los últimos que había en casa de Gorriti (calle de la Ronda), al precio exorbitante de veinte reales la media docena. Con un gesto de resignación se despidieron, y Doña María Epalza y su hija entraron en Santa Mónica. No tardó la viudita en tropezarse con Aura en medio de aquel barullo, y le soltó las albricias, maravillándose de que no las recibiese con tanto júbilo como ella esperaba. Fueron las dos a la cocina en busca de tazas de sopa para los heridos, las cuales recogieron de manos de las ilustres cocineras señoras de Orbegozo, de Arana y de Mac-Mahon. También las pobres enfermeras tenían que mirar por su vida; y una vez cumplida su obligación, se fueron a un ángulo de la cocina a tomar un sopicaldo.

«¿Sabes? -dijo a su amiga la viudita, que era muy despabilada y un tanto maliciosa-. Anoche nos quedamos en casa de mis tíos los de Arana. Llegó esta mañana Antonio Arana, ¿sabes?, el comandante de la Milicia, y nos contó las heroicidades de tu primo...   —282→   creo que Martín; pero no estoy segura. Él llevó el primer fuego a la casa de Menchaca y al convento, y toda la tarde fue el número uno en el peligro... en fin, que ha sido el asombro de todos...».

-Nada de eso sabía -dijo Aura sintiéndose orgullosa, y orgullo debía de ser el ardor que le salió a la cara-: ahora lo oigo por primera vez; pero si alguno de mis primos ha hecho valentías, créete que no es Martín, sino su hermano.

-¿El pequeño?

-¿Pequeño? Es un hombre como hay pocos, con un corazón tan grande, que casi da miedo. No hallarás ninguno tan valiente, ni que sepa, como él, poner toda su alma en lo que mandan el honor y el deber.

-Y es guapo, más guapo que Martín.

-Ea, vámonos, que estamos haciendo falta.

Todo el día estuvo Aura pensando en lo que le contó la viudita; y como por diferente conducto llegaran a ella noticias de las hazañas de su primo, sentíase muy satisfecha por la honra que en ello recibía la familia, y deseaba ver al héroe para darle la enhorabuena. Por la noche, cuando vino Sabino a recogerla para llevarla con las señoritas de Gaminde a casa de este, hablaron de lo mismo. Al padre se le caía la baba repitiendo las alabanzas que en todo el pueblo se hacían del inaudito arrojo del chico. «Se ha portado como un valiente, y ha subido hasta las estrellas el nombre de Arratia. Dicen que   —283→   van a proponerle para la cruz de San Fernando, y también puede ser que de golpe y porrazo me le hagan teniente o capitán. Esto lo sentiría... porque como es así, de un genio tan fogoso, podría tomar afición a la milicia... y los militares no son de mi devoción. Estoy por lo civil, por lo comercial, por lo pacífico...».

En casa de Gaminde contaron que aquella mañana, después de la brava respuesta que dio la plaza a la intimación del general carlista Eguía, reuniéronse Arana y otros jefes de la Milicia en el café del Correo, y convidaron a Zoilo, que por allí pasaba. Largo rato estuvieron brindando y cantando coplas, y victoreando a Bilbao y a la Libertad. El uno improvisaba discursos, el otro nuevas estrofas del himno. En un rapto de alegría, Zoilo se soltó su brindis, en el cual las ingenuidades y las bravatas chistosas sonaban a militar elocuencia: «Él no era valiente sino terco... No le mataban porque se moría de ganas de vivir... Todo lo que el hombre quiere lo consigue cuando hay voluntad firme, que por nada se tuerce ni se dobla... Los carlistas no entrarían en Bilbao; quedaban en la villa muchas piedras, mucho fuego, las pelotas de los trinquetes, los puños de los hombres... y los corazones de las mujeres, de donde salía toda la fuerza...». Tanto se entusiasmó Arana al oír estas frases ardorosas, que, después de abrazarle, le regaló una magnífica pistola que llevaba al cinto. Un señor muy anciano, bilbaíno, D. Calixto   —284→   Ansótegui, veterano de la guerra del Rosellón, se llegó a Zoilo, y estrechándole en sus brazos, le besó en la cabeza y le dijo: «en nombre de mi pueblo, te beso y te bendigo». Estas y otras escenas y sucesos de aquel día despertaron en la mente de Aura ideas bélicas, de militar grandeza, y toda la noche se la pasó soñando, entre dormida y despierta, con héroes legendarios y con maravillosas hazañas. Los que había conocido humildes se crecían a su lado, y eran ya grandes capitanes, caudillos, reyes... ¡qué delirio! Y Bilbao era el pueblo sagrado, intangible, gracias al valor de sus hijos, que lo defendían y lo ilustraban con sus hazañas para luego hacerle rico y próspero entre todos los pueblos de la tierra. Se reía con lágrimas pensando esto y deseaba vivir para presenciar tantas grandezas. Y cuando Zoilo le contara sus actos de heroísmo, ella disimularía su admiración, y se haría la indiferente, pues no era discreto ni decoroso que la viese tan entusiasmada... ¡Qué diría, qué pensaría!...




ArribaAbajo- XXIX -

Envalentonados por la fácil conquista de San Agustín, que aunque les resultó un guiso quemado, conquista era, emprendieron los facciosos el asalto de la Concepción, convento   —285→   destinado a cuartel a la otra parte del río. Después que se hartaron de cañonearlo con las baterías de Mena y Santa Clara, y cuando ya tenían hechos polvo los débiles muros de aquel edificio, lo asaltaron con denuedo. Los bilbaínos, sin más apoyo que el que les daba el cañón situado en la torre de San Francisco y la fusilería de la Merced, les resistieron bravamente a la bayoneta. Setenta muertos se dejaron allí los carlistas y más de cien heridos, algunos de los cuales pudieron retirar. Con este feliz suceso, que levantó los ánimos, coincidió el feliz parte transmitido desde Portugalete a Miravilla por el telégrafo óptico, que decía: Continúe Bilbao defendiéndose. Pronto será socorrida.

En la defensa de la Concepción fue Martín levemente herido en el brazo izquierdo. No se contaba de él nada extraordinario: era un exacto cumplidor del deber, sin excederse nunca. La herida no tenía importancia; casi se avergonzaba de hablar de ella, refractario en toda ocasión a los alardes de valentía. Resistiose a que le hicieran la cura en el hospital, donde había que atender a casos más graves, y se fue a casa de Vildósola, buscando el arrimo de Negretti y Prudencia. Esta mandó al instante a buscar a Aura, y al verla entrar le dijo: «Nos ha caído que hacer. Tenemos a Martín herido; y aunque no parece cosa muy grave, me temo que se complique por ser del lado del corazón... Ahí le tienes tan pálido y triste que da lástima verle». Al instante procedieron las dos a   —286→   curarle con gran solicitud, y él, recobrada su serenidad y buen humor, bromeaba con Aura, permitiéndose ponderar su belleza, y concluyendo con la exquisita galantería de que se conceptuaba dichoso de aquel estropicio para que tales manos se emplearan en curarle. Respondió la niña con buena sombra que la honra era para quien podía con su inutilidad prestar ayuda a la causa bilbaína, auxiliando a los héroes; rechazó con modestia el galán dictado tan sonoro, que a su hermano correspondía, y aseguró no apetecer más glorias que las de una ciudadanía decorosa consagrada al trabajo. Así estuvieron tiroteándose un ratito, hasta que llegó la criada de Gaminde con el recado de que fuera pronto allá la señorita Aura, pues Jesusita se había puesto mala y deseaba tenerla a su lado. Respondió Prudencia que más tarde iría con su tío Valentín. En vez de este llegó Sabino, con un poco de bálsamo samaritano que había ido a buscar para la cura de su hijo, y con él salió al poco rato la niña. El hombre tenía prisa, pues había quedado en acompañar el Viático que a la misma hora daban a Leonardo Allende y a Paco Amézaga, heridos mortalmente en los últimos combates. Quiso la buena suerte de Arratia que antes de llegar a la esquina de la calle del Matadero, se les apareciese Zoilo, que iba, después de tantos días, a echar un vistazo a la familia. Coyuntura tan feliz alegró al padre, que no quería más que largarse al Viático, como si pensara que éste no   —287→   era eficaz sin su concurso. «¡Qué oportunamente llegas, Luchu! -le dijo-. Cuando te encontré en Santa Mónica y te mandé venir, no creí que anduvieras tan listo. Luego subirás a ver a tus tíos y a tu hermano: la herida de este es insignificante. Ahora acompañas a tu prima a casa de Gaminde, y yo me voy por aquí a Santiago».

-Corra, padre, corra; que si se descuida no alcanza...

Habíase quedado la niña de Negretti completamente paralizada de voz y pensamiento al ver a su primo. Tenía muy pensadas las expresiones que debía dirigirle la primera vez que le viese después de sus heroicidades, y todo se le borró de la memoria.

«Vamos» dijo Zoilo, viendo desaparecer a su padre por la calle de la Tendería. Y ella repitió vamos, creyendo que con esto decía bastante. -¿Por qué estará tan callado? -se preguntó cuando, recorrida toda la calle de la Cruz, llegaban al ángulo de la Sombrerería- ¿Estará enfadado conmigo?... No sé por qué podrá ser.

Al llegar a la entrada de la Plaza Nueva, dijo el miliciano secamente: «Por aquí, por aquí es por donde vamos».

-¿Qué pasa? -indicó ella-. ¿Está interceptada la calle de la Sombrerería?

-No: es que hace días, muchos días, que no nos vemos, Aura, y he dispuesto que demos un paseo... nosotros mismos.

-¡Pero, chico, si me están esperando!...

-Que esperen... Más he esperado yo...   —288→   ¡Tantísimos días sin verte, y a cada instante creyéndome que llegaba mi última hora y que ya no te vería más!

-Ya sé que has sido muy valiente. Todo se sabe. Todito me lo han contado, y yo he dicho: «Se porta como quien es, y hace lo que se propone».

-Para eso está uno en este mundo, dilo. Se hace siempre lo que se debe, y con voluntad se tiene cuanto se desea.

-¿Y qué tienes? ¿Qué has ganado con tus heroísmos?

-¿Qué he ganado?... ¿Pues te parece poco? Algo que vale lo que el mundo entero, y más. Te gano a ti.

-¡A mí!... ¡Qué cosas tienes!... Pero di, tonto, ¿a dónde me llevas? ¿Salimos por aquí al Arenal? No vayamos muy lejos. Que el paseo sea cortito.

-El paseo será del tamaño que disponga yo mismo.

-Arrogante estás.

-¿Cómo no, llevándote conmigo?

-Un ratito corto.

-O largo...

-Si tardo, me reñirá tu tía.

-A ti no tiene que reñirte mi tía ni ninguna tía del mundo, porque en ti nadie manda más que una persona.

-Pero esa persona no está aquí.

-Esa persona está aquí, y soy yo -afirmó el miliciano, parándose en firme...

-Zoiluchu, no digas tonterías; yo no te pertenezco.

  —289→  

-Tú me perteneces. Te he conquistado... Que he sabido ganarte, sábeslo tú, sábelo Dios... Sigamos hasta la Ribera, que aún tenemos mucho que hablar.

-Cuidado... ¡Si nos ven solos por aquí...!

-Si nos ven solos, dirán: «Ahí va Zoilo Arratia, pues, con su mujer».

-¡Jesús, qué barbaridad!

-Porque si no lo eres todavía, lo serás, sin que nadie pueda evitarlo, porque yo lo quiero, y también tú... tú y yo, que es como decir nosotros en uno mismo... Puede que mi padre y mi tía lo lleven a mal, porque otros planes tienen; pero ni mi tía, ni mi padre, ni la familia entera, ni todo el género humano, impedirán lo que yo quiero, llamándome nosotros, lo que debe ser y será.

La firme voluntad de Zoilo, tan categóricamente formulada, sin atenuación alguna; poder incontrastable, irreductible, del orden de los hechos fatales o de las leyes de la Naturaleza, actuaba sobre el espíritu de Aura como una fascinación, como un exorcismo, más bien como la atracción sideral. Era ella el cuerpo pequeño que se veía arrancado de su órbita, asumido a la órbita del cuerpo mayor. El inmenso querer, el inmenso desear de Zoilo la envolvía y se la llevaba consigo en un giro infinitamente grande.

«¿Pero qué estás diciendo?... Que tú... que nosotros... que yo...».

-Digo que eres mi mujer, y dilo tú; que pues yo lo he querido, es así... y ante esto, Aura, la familia y el mundo entero tienen   —290→   que bajar la cabeza... Lo que vas a decirme, ya lo sé.

Sonó un cañonazo. Albia despidió un proyectil curvo; a los pocos segundos disparó otro Landaverde. El uno se pasó; el otro vino a caer en la ría, más abajo del Arenal.

«Vámonos por Barrencalle a coger los Cantones... Por aquí... No tengas miedo. Esos mentecatos tiran a esta hora por las Ánimas benditas... No temas nada. Dios ha dicho que ni tú ni yo moriremos en el sitio. Porque lo sé soy animoso, no por valor propiamente... ¿me has entendido? Mi valor es Aura, mi fe es Aura, dilo... y creyendo en Aura y teniéndola, no hay balas, no puede haber balas que a uno le toquen».

-Sí, fíate... -murmuró la doncella queriendo reír.

-Pues sí; ya sé lo que a decirme vas: que si el compromiso, que si D. Fernando... Don Fernando no viene ya... o se ha muerto, o no es caballero... Y aunque venga... ¿qué?... Reino abandonado, reino perdido. En su trono me he sentado yo, Zoilo Arratia, y a ver si me echa él... con sus manos lavadas... con sus manos bonitas... Las mías, quemadas y oliendo a pólvora, más que las suyas podrán.

-Eso no... Luchu, eso no... -dijo la niña muy apurada, no sabiendo encontrar en su mente fecunda más que aquella denegación anodina, infantil...

-Yo digo que sí... Nada temo. Estorbos para mí no hay. Voy contra un ejército si es   —291→   necesario... No sé lo que es desconfianza; lo que es miedo no sé... Ni a ti misma te temo. Sé que he de triunfar de todo, y nada me importa D. Fernando, venga o no venga. Ni el mismo San Fernando, si del cielo bajara, me importaría.

-¡Cómo te creces, primo! -exclamó Aura pensativa, subyugada por aquel torrente irresistible de voluntad-. Arrogante estás.

-¡Que si me crezco! Di que tengo vida de sobra... ¡Y lo que falta! Aura, por mucho que yo suba, aún estás tú más alta. Y verte tan arriba no me pesa... Mejor, así crezco yo más.

Muy poco adelantaban en su paseo, porque se paraban a cada frase para poder verse las caras frente a frente, y aumentar con la vista y el mutuo llamear de sus ojos la expresión de lo que decían.

«¿De modo -dijo Aura- que tú nada temes?».

-Nada. Dios me dice que tendré todo lo que quiero, porque lo sé querer.

-¿Según eso, tú, Zoilo... no dudas?

-¡Dudar yo! ¿De qué? Eres mi mujer, te tengo... Nadie te apartará de mí...

-Muy pronto lo has dicho. ¿Y si yo, suponiendo que quisiera ser tuya, no pudiera serlo?

-¡No poder... queriendo!... ¡Ah!, ya sé por qué lo dices... ¿Crees que hago caso de esa bobada de mi tía Prudencia, que quiere casarte con Martín?... Yo me río; ¿y tú?

-También.

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-Pero no has tenido valor para decirle a la tía Prudencia y a mi padre que eso no puede ser.

-¡Oh, no me atrevo!

-Pues yo sí. Ahora mismo voy y se lo digo.

-¡Oh, no por Dios!... Lo que has de hacer ahora mismo es llevarme a casa de Gaminde. Basta ya de paseíto. ¡Qué dirán, qué pensarán!...

-Pensarán que debemos casarnos pronto.

-¡Dale!

-Nada: ¿no tiene D. Francisco un hermano cura?

-Sí, D. Apolinar: allí está siempre.

-Pues voy a verte, y después hablo con él para que nos case.

-¡Zoilo! -exclamó Aura, dando un paso atrás aterrada de tan extraordinaria decisión. No había visto ella nunca una fuerza que a la de su primo se asemejara. El fogoso chico era la acción misma; no imploraba los favores del Destino, sino que cogía por el pescuezo al propio Destino y lo hacía su esclavo. Mientras dio la niña aquel paso en retirada, dijo Zoilo que si D. Apolinar no quería casarles, él conocía un capellán de tropa que lo haría en menos que canta un gallo. La atracción, gravitación o lo que fuera, actuó de nuevo sobre el espíritu de Aura, que dio el paso adelante, sin atreverse a decir más que esto: «Bueno, primo; creo que debemos irnos ya...».

-Como quieras... Quedamos en que iré a verte a casa de Gaminde.

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-¡Oh, cuánto hablaron de ti ayer, y cómo te ponían en las nubes! Yo, naturalmente, estaba muy orgullosa... por la familia, por ti...

-Di que por ti más...

-También contaron lo del café; el brindis que echaste, lo que te dijo Arana al regalarte la pistola, y el beso que te dio, en nombre de Bilbao, el viejecito Ansótegui.

-El beso no era para mí, Aura.

Diciendo esto, y sin darle tiempo a retirarse, le cogió la cabeza, y apretándola fuertemente, le estampó como unos veintitantos besos en diferentes partes, desde la coronilla a la garganta.

«Por Dios, ¡ay, ay!, no seas bruto... ¡Qué atrevido, qué...! Déjame... Ya no más... Me haces daño... No, no; quita, quita... Que pasa gente... ¡Ay, no!».

-Si pasa gente, que pase -dijo Zoilo al concluir-. Estaría bueno que no pudiera uno acariciar a su mujer donde se proporciona...

Ocurriéronsele a la niña razones de gran fuerza para protestar de aquella bárbara violación de la compostura, del respeto que ella merecía; pero entre la mente y los labios perdiéronse las razones, y cuando quiso buscarlas no parecían... Sólo pronunció entrecortadas voces que eran, empleando un símil guerrero, como migas de pan arrojadas contra un baluarte de granito. La joven siguió su camino temblando, como una brava res cogida y amarrada por potente cazador.

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«Eres muy atrevido, Zoilo -dijo, rehaciéndose cuando pasaban de la soledad de la calle de la Torre a la plazuela de Santiago-, y eso no está bien... Te repito que no está bien... Llegaré muy tarde, y me reñirán».

-No hagas caso. Yo soy tu dueño, y no te riño, pues.

-Y a ti te regañará tu padre, si sabe...

-Soy hombre... Mi padre me respetará como yo le respeto a él... Si algo me dice, que estoy casado le responderé.

-Eres atroz, Luchu.

-Soy terrible... Cuando me convenzo de que tengo que ir a un punto, voy. Nada me acobarda... Nadie me domina, y yo domino todo lo que quiero, y más.

-Es mucho decir...

-Más hago que digo... Yo hablo con las acciones.

En esto llegaron a la casa de Gaminde, y él fue tan juicioso que no la detuvo en el portal. «Súbete pronto. Ya sabes que vendré a verte cuando el servicio me lo permita».

-Adiós... No hagas barbaridades. Bastante te has lucido ya.

-Yo no quiero lucirme... Me ejercito; me lo pide el cuerpo... y el alma... Así se hace uno fuerte para lo que venga, Aura. Adiós.

-Adiós... Me subo volando.