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ArribaAbajo- XX -

Acudieron a la nefanda trapatiesta los Bellidos, marido y mujer, que así se llamaban los primos de Manolita, y con tirones vigorosos separaron a la hija y a la madre, manifestando que en su casa no toleraban tales escándalos. Teresa, recobrada de improviso la razón, libre del bestial coraje que la transfiguró eclipsando su ser pacífico, se deshizo en llanto y dijo que su madre tenía la culpa, por haberla enloquecido y precipitado con los horrores que le propuso... Desde aquel lance quedaron una y otra confinadas en sus aposentos. Pasó Teresa una noche de perros, afligida por el recuerdo de su acción odiosa, y diciéndose que daría parte de su existencia por no haber hecho lo que hizo, o porque resultase un caso de pesadilla... Y en verdad que fue horrendo delito y que no podía justificarse alegando que medió trastorno, de donde vino el impulso inconsciente y mecánico. No había disculpa para una hija, ni aun suponiendo en la madre toda la maldad del mundo.

De doña Manolita cuentan las historias que pasó parte de la noche escribiendo larga epístola a persona que residía cerca de la villa; y hecho esto, se curó y disimuló con afeites los rasguños que su desnaturalizada   —202→   hija le hizo en la cara; se peino con esmero, poniendo en su lugar los arrancados añadidos y descompuestos moños, y por la mañana tempranito, después de mandar a su destino con un muchacho la carta que había escrito, vistiose de negro, con hábito y correa, y se fue pian pianino al santuario de Nuestra Señora de Riansares, que está como a media legua de Tarancón. En los colmos de su infortunio, la pobre señora no veía quizás más consuelo que encomendarse a la Virgen para que esta le deparase un honrado medio de subsistencia.

Sola y desatendida de sus parientes quedó Teresa en la triste casa, sin tener a su lado persona alguna con quien desahogar su pena, pues Felisa, la fiel criada desde los tiempos del francés Brizard, ya no estaba a su servicio. En Valencia le había salido un novio, buen chico, que comerciaba en vinos y azafrán. Se casaron y fueron a establecerse a Herencia, lugar de la Mancha. Sin madre ya, sin criada y sin amiga, pasó la dolorida mujer casi todo el día en el cuartucho bajo, cosiendo y arreglando algunos desperfectos de su ropa, el pensamiento fijo, más que en la labor, en las enormes y complejas calamidades que llovían sobre ella; y cuando más absorta estaba en su aguja y en sus negras ideas, sintió ruido combinado de caballería y de persona... y oyó una voz que, de no ser tan ronca, le habría sonado como la de Leal. ¿Era o no era? Antes que pudiera salir de esta duda, entró   —203→   el propio Jacinto en la habitación, abriendo la puerta de golpe y con estruendo. Si de la súbita entrada se asustó Teresa, no le dio menos espanto la cara que traía el hombre, sudorosa y descompuesta, los ojos enrojecidos, con un mirar que parecía de sangre, y toda la facha y ropa en lastimoso descuido y deterioro. Él, tan pulcro y tan mirado, venía hecho un Adán, lleno de porquería. Antes que Teresa pudiese interrogarle sobre su aparición brusca y su mal pelaje, la cogió de un brazo, la sacudió rudamente y le dijo con ronquera y malos modos: «Déjate de preguntas... Traigo mucha prisa, Teresa... No me irrites... Dame todo el dinero que tengas.

-Aguarda, hijo... Vienes muy cansado... ¿Quieres tomar algo?

-Dame el dinero, Teresa, y no me saques la cólera... No puedo entretenerme. Mañana te diré...

-¿Vienes de Ocaña?

-No... Vengo de Villamanrique, ¡fotre!... No me sulfures más, ni me marees con tus preguntas. Dame...

-De lo que me dejaste, no me quedan más que doscientos cuarenta reales. Los necesito para vivir, pues estos generosos parientes nos piden a mi madre y a mí pago de hospedaje.

-¡Mentira, mentira!». La ronquera de Leal, aumentada por su ira y turbación, ya era más bien afonía. Sus palabras sonaban como el bramido de un rumiante furioso...   —204→   Plantose Teresa en la resolución de no darle el dinero, y él, runflando y despidiendo fuego por los ojos, sustituyó la palabra indecisa con la acción brutal. La escena que en breves instantes se desarrolló fue de lo más repugnante que imaginarse puede. Hizo ademán la pobre mujer de cortarle el paso hacia el cofre donde guardaba el dinero, y él, con tremenda bofetada que restalló en el carrillo derecho, la derribó sobre la izquierda. Chilló Teresa... Nueva bofetada formidable la enderezó, arrumbándola luego del lado contrario... Segundos no más tardó Leal en abrir el cofre y sacar un envoltorio que contenía monedas. Ya sabía el indino dónde estaba. Precipitose luego sobre Teresa, que había quedado de rodillas apoyada en la cama, y con mano trémula tanteó la cabeza... buscaba los pendientes. Atendió la mujer con movimiento instintivo a la defensa de aquellas joyas humildes; pero él apartó las manos de ella, vociferando con rugido: «Deja que te los quite, o te arranco las orejas». Obra fue también de algunos segundos. Después le cogió la mano derecha, en cuyos dedos anular y meñique tenía dos hermosas sortijas... El bruto decía: «Yo te lo he dado, yo te lo quito... Déjame... no hables... tengo prisa». De dos tirones sacó las sortijas, y metiéndoselas en el bolsillo, donde ya estaba el envoltorio del dinero, salió echando resoplidos y taconeando fuerte. A los oídos de la casi desmayada Teresa llegó el trotar del mulo en que Leal partía.

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Largo tiempo tardó la pobre mujer en recobrarse del susto y de la indignación, y más aún en traer a su ánimo serenidad bastante para resolver algo y elegir el camino que debía seguir después del infame atropello. Por más vueltas que al problema daba, no veía más que un punto a donde volver los ojos, y este punto era su madre, que al fin resultaba cargada de razón en cuanto le dijo referente a Leal. ¡Y ella, ingrata y desnaturalizada, había puesto sus uñas en el rostro de su consejera y madre, y había deshecho los blancos mechones de aquella venerable cabellera!... Ansiosa ya de verla y de intentar la reconciliación, preguntó hacia dónde caía el santuario de Riansares y a qué distancia estaba. Apenas la enteraron de esto, echose un pañuelo por la cabeza y en marcha se puso por el camino adelante, y sin equivocarse lo recorrió con tan buena suerte, que antes de llegar a la mitad del sendero topó de manos a boca con su afligida y enlutada madre que del santuario volvía. Con entrecortadas frases angustiosas le contó Teresa la terrible escena, y lo mismo fue oírla doña Manuela que sentirse aliviada de sus rencores, y en la mejor disposición para olvidar los arañazos, repelones e injurias con que la maltrató la hija de sus entrañas. Abrazándola y besuqueándola con zalameras babas y cariños extremosos, le dijo que ya podían las dos respirar tranquilas y perdonarse recíprocamente sus agravios, porque Dios les había deparado el alivio   —206→   de tantas penas y el remedio de la gravísima escasez que padecían. Por más que Teresa la incitó a que hablase con claridad, no quiso la sutil tramposa entrar en más explicaciones. Lo primero era serenarse, olvidar lo pasado, y disponerse para vida de reposo y holgura, libres ya las dos del salvaje dominio de Jacinto Leal.

De regreso a la casa, cenaron hija y madre tranquilamente con los esposos Bellido, a quienes Teresa observó menos adustos que de ordinario. ¡Caso inaudito! Doña Manuela les dio dinero a poco de cenar... Y al verla sacar la bolsa, pudo vislumbrar Teresa de refilón que, pagado el hospedaje, aún le quedaban a la ingeniosa dueña bastantes monises. Retiráronse a dormir, y como la vieja no se clareaba, gran parte de la noche estuvo Teresa devanándose los sesos para encontrar la clave de aquella mudanza que en los horizontes de su destino se aparecía. Este pensar vertiginoso y el quemor de sus mejillas, que aún ardían de las fieras bofetadas que le dio Leal, la privaron del descanso que tan hondamente necesitaba. Por la mañana, después de un profundo aunque no largo sueño, vio claro lo que en su ardiente desvelo no había visto, y atando cabos y descifrando palabras de su madre en los primeros días de convivencia en Tarancón, y entrelazando y entretejiendo diferentes hechos con frases oídas a Bellido y sus criados, vino a poseer la verdad o algo que a la verdad se aproximaba.

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Véase, dividida en puntos, la obra de reconstrucción mental. Primer punto: El hombre, señor, caballero o lo que fuese, que por la gestión y altos manejos de doña Manuela resolvería la crisis, entrando en el poder en sustitución de Leal, era don Enrique Oliván, joven campanudo, calvo y pegajoso, de la aristocracia burocrática, que acompañó a Teresa en el tren desde Madrid a Almansa... Segundo punto: Don Enrique estaba a la sazón muy cerca de Teresa, desempeñando una comisión del Ministerio de Hacienda. Hallábase en Uclés, mejor dicho, en la Casa Real de Santiago, cabeza que fue de la famosa Orden de Caballería. No podía precisar Teresa, por lo poco que había oído, la misión del caballero calvo y administrativo; pero ello era cosa de desamortizar o de allegar materiales a la desamortización. Don Enrique revolvía archivos buscando fuentes de propiedad, deslindaba territorios... Para esto llevaba consigo dos oficiales de Hacienda y tres agrimensores... Un coche alquilado le llevaba y traía en sus visitas a los pueblos cercanos, y cuando iba a Tarancón, sólo distante de Uclés poco más de dos leguas, se aposentaba en casa del señor Arcipreste, que fue grande amigo del respetable y coronadísimo don Eduardo de Oliván, padre de Enrique. Tercer punto: ¿En dónde se veían don Enrique y Manolita para tratar de la solución de la crisis? Sin duda para este negocio se dieron alguna cita en el santuario de Riansares, sin perjuicio de las cartas   —208→   que menudeaban de Tarancón a Uclés y viceversa...

Levantose Teresa no muy temprano, y supo que su madre había salido de madrugada. Apenas la vio llegar, serían las diez, anticipose a darle cuenta de su adivinación. ¡Qué talento de chica! En todo había sido zahorí menos en lo del lugar de la cita: no fue el santuario, que esto le habría sabido mal a la Virgen, sino la casita del sacristán o santero, hombre bondadoso, pío y servicial. Y en esto vio Teresa que su madre disponía presurosa los dos equipajes, como persona que necesita salir ganando minutos a un apremiante negocio. Sin suspender ni un momento la faena febril de recoger y guardar la ropa y adminículos, satisfizo la curiosidad de su hija con breves explicaciones. «Nos vamos a escape, niña del alma. Ya tengo apalabrado el coche. Ese señor, que reúne las dos excelencias de joven y respetable, no quiere que tú y él os veáis en Tarancón. Aquí empezamos a dar que hablar, y estos primos que me ha deparado Dios no son muy discretos que digamos. Don Enrique, como sabes, es casado... quiere a todo trance que se guarde un sigilo muy conveniente para él y para ti... Lo que me encanta más de Oliván es la circunspección... Ya sabes que el respeto a la sociedad ha sido siempre línea de conducta. Con arreglo a estas bases procederemos ahora y siempre». La locución con arreglo a estas bases revelaba que en las conferencias de la casa del sacristán   —209→   se le había pegado a Manolita el lenguaje administrativo del perfecto burócrata.

Preguntado por Teresa el punto a donde se dirigían, replicó la vieja que era Fuentidueña de Tajo, lugar no lejano, donde esperarían a Oliván. «Ya he puesto hoy en su conocimiento nuestra partida, para que se dé prisa... Él no desea otra cosa que verte y embelesarse con tu presencia. Habitará en Fuentidueña la casa oficina de la Remonta y Depósito de sementales del Estado... Nosotros iremos a la posada, porque allá, como aquí, nuestra línea de conducta no puede ser otra que guardar escrupulosamente las formas... Ya lo sabes todo... y comprenderás la razón de mis prisas, porque... ¿quién te asegura que aquí estamos libres de otra embestida de es bellaco de Leal?». No aventuró Teresa objeción ni reparo a lo dicho po Manolita, porque su voluntad, por fatal imposición de lo hechos, había quedado debajo de la de su madre, mujer de iniciativas y de admirable tino y audacia para realizarlas Partieron, pues, impacientes y precipitadas, como si fueran a extinguir un incendio, y al anochecer llegaron a Fuentidueña, albergándose en la posada de Pastor, de buen trato y no poca bulla, por el mucho tránsito de arrieros y carretería.

El dechado de la sensatez no llegó aquella noche, como se creía, ni a la siguiente mañana. Manolita, del trajín y fieros disgustos de los días anteriores, tuvo que quedarse en   —210→   el lecho, afligida por una cruel neuralgia que le cogía todo el lado derecho de la cara, tirándole por el pescuezo hasta el mismo omóplato y entronque del brazo. Toda la noche estuvo en un grito. Por la mañana, después de asistirla y darle unturas dejándola sosegadita, salió Teresa al portalón de la posada, y de allí a la carretera, que era calle Mayor o principal del pueblo. Gustosa de observar costumbres y de indagar los medios de subsistencia de la gente campesina, recorrió un trozo de calle. Fuentidueña, a más de la granjería agrícola y ganadera, tenía la industria de preparar y tejer el esparto. En todas las puertas de las casas humildes vio Teresa viejos de ambos sexos y mujeres que trabajaban en la empleita haciendo ruedos, esterillas, serones y otros objetos útiles para personas y animales. Embelesada contempló esta labor humilde, hablando con algunos de los trenzadores, y pensó un momento que sería quizás grato para ella trabajar el esparto a la puerta de su casita, libre de cuidados y sonrojos, comiendo lo que Dios se sirviera darle. Y estando en la vaguedad de estos pensamientos, vio que de una puerta próxima salió un mocetón airoso y alto, comiendo pan y queso... Él la vio y detuvo su paso presuroso; ella le reconoció al instante, y avanzando hacia él hizo con alegre acento esta salutación: «¡Ibero, Iberillo!... ¿Tú por estos barrios?... ¿A dónde vas? ¿De dónde vienes?».

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Afable, pero contenido siempre en su rígida seriedad característica, el muchacho le contestó: «No puedo decirle de dónde vengo ni a dónde voy. No me pregunte más, señora». Sin hacer caso de estos propósitos de reserva, insistió Teresa en sus preguntas: «¿Pero qué es de ti?... Cuéntame. ¡Vaya, que estás robusto y sanote!... ¿Y de don Ramón, qué sabes? ¿Sigues con él?». Ibero, respetuoso, se limitó a contestar: «Perdóneme, señora Teresa. Llevo mucha prisa... He parado un instante para comprar algo que comer.

-¡Y vas a pie, pobrecito!... ¿De veras no te cansas?... Antes corrías por la mar, y ahora navegas por tierra.

-Navego por tierras y mares; hago vida libre...

-Tonto, ven acá... Explícame eso. ¿No te parece que rabian de verse juntas la vida libre y esas prisas que llevas? Dime la verdad: tú andas al servicio de los que conspiran. Tú llevas algún parte, órdenes...».

Con un adiós señora, terminante y cortés, se despidió el mozo, tomando con vivo paso el camino que va del Tajo al Tajuña. La mente de Teresa, caldeada y sutilizada por recientes amarguras, había adquirido en aquellos días un singular poder de adivinación. Con los hechos menudos y las palabras sueltas llegaba por inducción al conocimiento de los hechos grandes, como los hábiles naturalistas que construyen un esqueleto con el simple dato de algunos huesos menores. Viendo el paso vivo de Ibero   —212→   y recordando las escenas de Valencia, pensaba que la maniobra revolucionaria no estaba lejos, y decía para sí con cierto alborozo: «¡Prim, Libertad!».




ArribaAbajo- XXI -

Siguiendo a Ibero con la vista hasta que desapareció, envidiaba Teresa lo que el gallardo mocetón semisalvaje entendía por vida libre, y consideraba dignas también de envidia las misiones secretas que a su parecer llevaba... Al volver a su casa sorteando los baches de la carretera endurecidos por la escarcha, pasaron junto a ella hombres a pie. Teresa les miró: eran caras conocidas; figuras militares vestidas de paisano. Viéndoles seguir la misma dirección que llevaba Ibero, decía para sí: «¿A dónde irán esos?... A mí no me engañan... ¡Prim, Libertad!...».

Después de dar un vistazo a su madre, a quien halló profundamente dormida, volvió a pasear por el camino real, acercándose a la cabecera del puente sobre el Tajo. Antes de que a este sitio llegara, vio venir cuatro jinetes; apartose para dejarles paso, y uno de ellos, reconociéndola y llamándola por su nombre con muestras de gozo, paró su caballo. Aunque iba vestido de zamarra, al   —213→   modo de trajinante rico, y se había dejado la barba, Teresa le conoció: era Clavería. El caballero iba sin duda de prisa, y abreviando su saludo, entró en materia con rápida y nerviosa frase. Véase lo que dijo: «¡Qué suerte encontrar a usted aquí, Teresa!... La Providencia anda en esto, de seguro... Oígame un momento, un momento no más... ¿No sabe usted lo que le pasa al pobre Jacinto? No debe de saberlo; la veo a usted tan tranquila. Pues en Villamanrique tuvo la mala suerte de perder el dinero que tenía... y el que no tenía. Locuras, Teresa, que en estas circunstancias graves son la perdición de los hombres... Terribles traspiés y caídas ha dado el pobre Leal desde que anda solo por estos pueblos. ¿Y usted por qué le deja solo?... ¿De veras no sabe que Jacinto fue preso por la Guardia civil a consecuencia del altercado en Villamanrique? Y no es eso lo peor. Acá le traían con dos criminales cogidos en Belmonte... Pararon en una venta. Jacinto y sus compañeros de desgracia acometieron a los guardias cuando estaban cenando, y gravemente hirieron a uno, golpeándole con una barra. De los presos, uno fue muerto; el otro y Jacinto lograron escapar; vadearon el Tajo... Escondidos están en una casa que verá usted como a doscientas varas al lado allá del puente (señaló al Este). Va usted por aquí; pasa el puente; sigue por un arrabal de casuchas pobres... después por zarzales que costean un prado. La casa está en ruinas y es llamada   —214→   del Águila... No tiene pérdida. La reconocerá usted por un águila de chapa de hierro clavada en una veleta mohosa... que no gira... Lo que yo digo: a usted no le será difícil sacarle salvo de allí, de noche, llevándole ropas de cura o de pastor con que se disfrace».

Alelada oyó Teresa este relato, sin que se le ocurriera más que esta lógica y natural observación: «Y usted y esos otros jinetes que le acompañan, ¿por qué no le salvan, amigo Clavería?...». Pronta y contundente fue la réplica del militar: «Porque mis amigos y yo vamos disfrazados, Teresa, y esquivamos toda ocasión de ser conocidos y descubiertos. Pasamos como sobre ascuas por los sitios en que puede haber guardias civiles, y aquí los hay. Y además, tenemos que estar sin falta esta tarde en Villarejo de Salvanés. Vea usted a mis amigos camino adelante, a cien varas de aquí... Me aguardan... están impacientes, están furiosos. No puedo detenerme más, Teresa...

-No se detenga... Yo sé a dónde usted va... ¡Prim... Libertad!

-Ponga usted en salvo al pobre Jacinto. Usted puede hacerlo; yo no... Adiós. Salve a Leal».

Y sin más conversación picó espuelas, y a trote largo fue a reunirse con sus compañeros que se habían cansado de esperarle. Volvió a su casa Teresa más muerta que viva, y halló a doña Manuela en pie, con la cara hinchada, ceñida de un pañuelo negro,   —215→   por lo que su rostro tenía aspecto de luna en cuarto menguante. Juntas pasaron el resto del día arrimadas a un brasero, Teresa taciturna y medrosa, disimulando la turbación de su espíritu; Manolita satisfecha y locuaz, divagando en amenos cálculos acerca de la nueva casa que habían de poner en Madrid. Llegada la noche, la madre dormía como un tronco; echose Teresa sobre la cama, y a cada instante se levantaba descalza para examinar ventanas y puertas, y explorar el exterior obscuro, sombras de edificios, esqueletos de árboles, sobre un turbio cielo débilmente iluminado por las estrellas. Horroroso miedo embargaba el ánimo de la pobre mujer. Su idea fija era que Leal sabía que ella estaba en Fuentidueña, y favorecido de la obscuridad de la noche, vendría seguramente, no a darle un escándalo, sino a matarla... Como consecuencia de sus últimas degradaciones en el juego y de andar a tiros con la Guardia civil, el hombre había pasado de su antigua condición de caballero a la de bandido... Sí, sí: a matarla vendría... Mil veces le había dicho: «Si me dejas por otro hombre, ponte en salvo, Teresa; escóndete, vete lejos. Si no, moriremos, tú primero, yo después».

Al menor ruido, creía que Jacinto forzaba la puerta, o que escalaba la ventana, trepando por una parra que a ella se le antojaba escalera practicable; le sentía los pasos; le sentía los dedos como garfios, agarrándose a imaginarios salientes de la pared;   —216→   le veía en toda su espantable catadura de facineroso, tal como se le presentó en Tarancón, y oía su ronquera, lenguaje del furor de venganza... Movida de un instinto de defensa, intentó arrimar a la ventana sillas y banquetas, y con el ruido que hizo puso Manolita punto final en sus ásperos ronquidos y acabó por despertarse... «¿Qué haces, hija; qué te pasa?». Resistiose Teresa a decir la verdad. Pero la madre encendió un mixto, dio luz a una vela que junto a su lecho tenía, y con la mirada inquisitiva y las expresiones cariñosas consiguió que la hija le diera cuenta de los motivos de su inquietud pavorosa. Incorporose la vieja en el lecho, también asaltada de zozobra, y llevándose la mano al dolorido, entapujado bulto de su cara, habló de este modo: «¡Ese hombre aquí!... Bueno. ¿Y qué nos importa? No temas nada... Si viniera, con que le diésemos algún dinero se retiraría tan contento. No conoces tú el mundo, hija del alma... Tranquilízate... De noche no ha de venir aquí... Hay buenos perros en la casa: sus feroces ladridos ahuyentan a los rateros y salteadores». En esto lo los perros ladraron furiosamente. Corrió Teresa a la ventana y distinguió bultos en la carretera: hombres que pasaban, no uno ni dos, sino en gran número. «Parece gente armada, mamá. Han pasado el puente van hacia allá... Ya sé... ya sé a dónde van... ¡Prim, Libertad!

-Estás desatinada esta noche... Ven, siéntate en mi cama. Charlando conmigo, se   —217→   te pasará el susto, que no es más que imaginación». Esto dijo la sutil tramposa; mas no logró calmar la excitación de su hija, que no echaba de su alborotado entendimiento la idea de que Leal había de matarla antes que luciera el día. A instancias de la madre amplió las noticias que motivado habían su espanto, el relato de Clavería y la corta distancia de la casa ruinosa en que se ocultaba Jacinto, la casa del Águila, a doscientas varas por la parte allá del puente. Aunque la muy lagarta de Manolita no las tenía todas consigo, y hasta sentía que el bulto de la cara en peso y volumen aumentaba, adoptó una actitud serena, y con su labia ingeniosa y los recursos de su mundano talento, entretuvo a la medrosa hija hasta que las luces del alba despejaron la obscuridad del cuarto y los sombríos pensamientos de las dos mujeres. Las ocho serían cuando la reverenda señora ordenó a su hija que se arreglara lo mejorcito que pudiera, porque, o mucho se equivocaba, o antes de las diez había de aparecer en Fuentidueña el espejo de los caballeros sentados y administrativos, don Enrique Oliván... En tanto que la joven se arreglaba, la madre se adecentaría un poco, aliñándose la cara y cubriendo con el mejor de sus pañuelos el doliente y feo bulto. Así lo hicieron. Poco trabajo le costó a Teresa ponerse maja y dar realce seductor a su incomparable palmito y a su airoso talle. Doña Manolita, que en gracias personales era ya   —218→   terreno esquilmado y yermo, hubo de contentarse con lavar sus legañas con agua tibia y darse una mano de gato en lo demás del rostro lastimado, endilgando luego el hábito y correa, que a su parecer le hacía figura respetable y de notoria dignidad.

En efecto: llegó don Enrique, alojándose en la casa de Sementales del Estado, y allá se fue doña Manuela con su bulto y sus marrulleras intenciones. Teresa quedó en casa, en expectación de las órdenes que su madre había de traerle; y como esta tardase más de lo presupuesto, se aburría lindamente en el cuarto ante las sábanas revueltas, las tazas rebañadas del chocolate, los migajones de pan y las servilletas rasponas con que ella y su madre se habían limpiado los morros al desayunarse. El aburrimiento no tardó en sobreponerse a la paciencia de la guapa moza, y al fin se manifestó en una vivísima gana de echarse a la calle. Desde que las luces del día limpiaron de nocturnas alucinaciones su cerebro, el estado psicológico de Teresa dio un brusco cambiazo, como veleta que se vuelve del Norte al Sur, y el miedo a morir a manos de Leal se trocó en piedad de aquel hombre sin ventura. Bajó al portal; díjole la posadera que doña Manuela había ido a la Remonta y después a la iglesia, donde estaba oyendo misa.

Alegre Teresa de la probable tardanza de su madre, y sin pensar lo que hacía, dejose llevar de un violento impulso de curiosidad y de otro de caridad, ambos nada nuevos en   —220→   ella, y se metió por las calles del pueblo. La iglesia quedó a su derecha; pasado el puente, luego el arrabal, anduvo, anduvo, pisando terrenos blanqueados por la escarcha, insensible al frío y sin temor ninguno de verse en tal soledad. Creyérase que sus propios pasos eran guías infalibles del punto hacia donde un misterioso afán la dirigía, porque a los quince minutos de pasar el puente, vio una casa que no era la del Águila; luego otra que quizás lo sería... Encontró a un chico que conducía dos cabras; no quiso preguntarle, ni había para qué, pues pocos pasos más adelante, a la vuelta de un matorro de zarzas, vio la ruinosa construcción en cuya techumbre gibosa campeaba el pájaro de hierro sobre un torcido vástago de veleta.

Desde el momento en que vio el signo, quedaron las miradas de Teresa clavadas en la casucha y en un tuerto ventanillo con cruceta de hierro, donde algo distinguió que bien podía ser un rostro humano. Acercose, y en efecto, rostro era; pero no el de Leal... Aproximose hasta tocar una pared de piedra seca, distante como cuatro varas de la casa en ruinas, y el rostro vaciló un segundo, dos segundos; se movía... miraba hacia adentro... Pasó otro segundo... se asomó Leal, el propio Leal: su cara redonda y pálida, sus ojazos, su nariz roma... Quedó el hombre atónito... debió de nombrar a su amante; pero esta no le oyó. Con grande emoción levantó Teresa su mano con la palma   —220→   hacia adelante; luego la recogió llevándosela a los ojos. Tras mediana pausa, Leal, sin maravillarse de verla, le dijo: «Te escribí a Tarancón; por eso has venido». Decidida a mentir, respondió Teresa que sí, y añadió una verdad: que supo por Clavería el lugar del escondite, y lo que era menester para sacarlo salvo de allí. «¿Hay Guardia civil en el pueblo?» preguntó él. Respuesta afirmativa... exhortación de Jacinto a que se retirara. Aunque poca, alguna gente pasaba por aquel lugar desierto. Podían verla... sospechar... dar aviso a los guardias. Dijo a esto Teresa que inmediatamente prepararía lo que el amigo le indicó, un vestido viejo de pastor, armas, algún dinero: comida... Esto por el día, y a la noche caballo para salir como exhalación por aquellos campos.

Habló entonces Leal con voz más entonada. Primero dijo: «Dos caballos, pues a mi compañero no he de dejarle aquí». Y luego, echando toda su voz briosa a los espacios tenía por delante, habló de esta manera: «No, Teresa, no me traigas nada de eso, si antes no me traes tu perdón por las injurias que te dije y las brutalidades mías de aquella tarde... Yo estaba fuera de mí, Teresa; yo llevaba tres noches sin dormir... El juego me emborrachó, y los malos amigos me pusieron de punta el amor propio. Yo era un tramposo y un canalla si no les pagaba... Te aseguro que cuando fui a quitarte el dinero y las alhajas, yo estaba loco   —221→   y no sabía lo que hacía... Lo que he llorado aquel agravio, no lo sabe nadie más que Dios, que lo ha visto. Fui un miserable; no merezco tu perdón... pero yo te lo pido, Teresa, porque sin tu perdón no quiero ni la libertad ni la vida... no las quiero, no... Dios lo sabe, como sabe antes de la barbaridad de aquel día, y después de ella, y en el momento mismo de mi locura, te quise con toda mi alma... Sí, Teresa... y no te digo más porque me ahogo gusto de verte y del pesar de haberte ofendido... y del sofoco de decirte lo que te estoy diciendo... Vete, mujer: mátenme ahora que te he visto... Amor mío único fuiste y eres... Dios lo sabe, y no me digan que no lo sabe... por yo sé que lo sabe... ¡fotre!, y bien que lo sabe...». Dijo las últimas frases con inflexión de ira, golpeándose la cabeza contra el hierro y la piedra que le servían de marco. No podía Teresa sacar de su garganta una sola palabra: en su cuello sentía un dogal... Pero de alguna manera, con sílabas roncas pudo decirle que de corazón le perdonaba. Vio entre el hierro y la piedra la cara inmóvil de Leal, y brillo de sus mejillas mojadas por las lágrimas... Poco después, no vio más que la mano de Leal que con repetido movimiento le mandaba que se retirase... Así lo hizo, y a distancia miró de nuevo, y otra vez vio la mano, cara no, la mano que decía: «Vete, vete».

Regresó la pobre mujer al pueblo y a la posada, y no fue poca suerte que su madre   —222→   no hubiese vuelto aún de la visita y careo con el señor Oliván. Este retraso dábale tiempo para serenarse, componer su rostro, y pensar en el arduo conflicto que Dios le había deparado. Hizo al fin su aparición doña Manuela, sofocada de haber venido con prisa, y se dejó caer en el desvencijado sofá de paja antes de soltar la sin hueso en esta relación: «Cordera, habrás estado en ascuas por mi tardanza. No he podido evitarlo. Figúrate que al llegar a la Remonta me dicen que el señor don Enrique está en misa... corro a la parroquia, y allí le encuentro. Díjome que hoy, 2 de Enero, es San Isidoro, el santo de su señora, y que esta le tiene muy recomendado que celebre como de precepto el día de su santo, y los de los santos de toda la familia... Bueno, señor: tuve que cargarme mi misa... Después de todo me alegré, porque con tantos ajetreos viene una retrasada en sus obligaciones para con la Iglesia... Concluido el Santo Sacrificio, pude hablar con don Enrique, aprovechando un momento en que nos dejaron solos los que le acompañaban... ¡Ay, hija! está el buen señor todo asustadico y sobresaltado... Dice que aquí no podéis veros porque viene con él el señor Arcipreste de Tarancón, que no le deja a sol ni sombra... Nada, que las buenas formas se imponen ahora más que nunca, y que habéis de tener paciencia y disimulo, para que de esto no se entere nadie... Quedamos en seguir hasta Aranjuez, a donde irá él mañana, en cuanto se sacuda al engorroso   —223→   Arcipreste y a los zánganos de Sementales... Aunque nos contraríen estos aplazamientos, yo alabo la cautela de don Enrique, que nos viene muy bien para nuestro decoro... ¿no te parece? Sí, hija del alma, ya sabe Oliván lo que se pesca... Este no es un tarambana; este es de los que saben hacer feliz a una mujer sin faltar a la circunspección, y con arreglo a los preceptos... etcétera...».




ArribaAbajo- XXII -

Siempre le fue antipático a Teresa el administrativo personaje. Su alianza con él, gestionada por la sutil tramposa, se le hacía muy dura; por fin, en la situación psicológica que le trajo inopinadamente su destino, el hombre la estomagaba... Devolvía su persona o la vomitaba como el bolo gástrico de un alimento indigesto, venenoso. Disimuló heroicamente ante su madre las bascas que sentía, y la dejó concluir así: «Pues ahora, prenda, te dejo otra vez. No he venido más que a calmar tu impaciencia. Don Enrique me ha citado en la oficina de Sementales para darme dinero y sus últimas instrucciones... pues en caso de que en Aranjuez encontremos testigos pegajosos, debemos seguir a Madrid, donde, por la   —224→   reunión y revoltijo de tantas almas, hay más libertad y menos cuidado de criticones... Tú te estás aquí quietecita hasta que yo vuelva, y vas recogiendo todo por si es de necesidad que esta misma tarde salgamos pitando, y luego sabrás el dinero que me da... Pienso que no ha de ser poco, si paga como Dios manda esta vida de vagabundas que llevamos por él».

Desobediente a lo que su madre le mandaba, echose Teresa a la calle minutos después de Manolita, y a distancia discreta la fue siguiendo hasta el lugar llamado Sementales, por una larga calleja transversal que iba a parar cerca de la cabecera del puente. Apostada junto al tronco de un árbol, como a treinta pasos de la portada del Depósito, vio entrar a su madre; vio, además, dos guardias civiles hablando con dos paisanos. Los cuatro entraron luego y volvieron a salir. La presencia de los guardias infundió a la pobre mujer pavor intenso y un deseo muy vivo de intentar el salvamento de Leal... ¿Pero cómo, si carecía de todo recurso para tal empresa, y a nadie conocía en el pueblo? Nunca como en aquella ocasión echó de menos a Felisa. Si allí estuviera su fiel criada, en ella tendría un auxiliar poderoso, pues era mujer lista, que se metía por el ojo de una aguja... Privada de tal auxilio, a cuantas personas vio, hombres y mujeres, atentamente miraba, tratando de encontrar en los rostros signos indicadores de bondad y nobles sentimientos... Pero   —225→   aun contando con las almas caritativas, poco hacer podría, por falta de dinero. Con lo que sustrajo del bolsón de su madre aquella mañana, la segunda vez que esta la dejó sola, no tenía ni para empezar... Y ni su madre ni Oliván habían de darle lo que para tal empresa necesitaba.

Alocada por tales amarguras y ansiedad tan honda, pasó el puente y dejó atrás el arrabal. Por último, en su correr incierto de un lado a otro, con el pensamiento en absoluta indisciplina, sintiendo como si llamas de alcohol, azuladas, se arremolinaran dentro de su cerebro, fue a parar a un lugar desolado, donde yacían sinfín de troncos de chopo recién partidos por el hacha, y en uno de estos se sentó, rendida del incesante caminar. Hallándose en aquel osario del reino arbóreo, sintió que en socorro de su tribulación venía una idea, la única que podía consolarla y dar al conflicto una solución eficaz. La sintió llegar a su mente, entrar con timidez... La incitó a entrar como en su casa, y la acarició después para que no se escapara. Esta idea era compartir la suerte de Leal, y dejarse llevar con él a donde Dios quisiera llevarle. No tardó la voluntad con fuerte vibración en disponerse a ejecutar el soberano deseo. Levantose Teresa del tronco, y con un ojear rápido trató de indagar el mejor camino para trasladarse en breve tiempo a la casa del Águila... No pocos pasos de un lado a otro tuvo que andar para orientarse, y lo consiguió al fin, describiendo   —226→   una gran curva al través de los campos. Algunas casas que había visto antes acabaron de señalarle el derrotero. Su idea, como estrella milagrosa de las que alumbran de día, con certera indicación la guiaba.

En el trastorno de sus sentidos para todo lo que no fuese su idea temeraria, vio, como vagos espectros o apariciones, dos hombres agobiados por cargas de sarmientos, chiquillos vagabundos que apedreaban a los pájaros; se fijó en el vacío nido de cigüeñas prendido en la torre de la iglesia; miró el cielo azul, brumoso en el horizonte, el suelo abrillantado por la escarcha, las ovejas flacas que pastaban en los rastrojos, el lejano escuadrón de álamos sin hoja alineados en las márgenes del Tajo... y al fin, descollando sobre el gris difuso del paisaje, la casa del Águila, de ladrillo viejo y quemado, con violentos chorretazos de rojo sanguíneo.

Al cabo, como en la misteriosa ordenación de los sucesos del mundo no suelen ir estos bien acordados con nuestras ideas, resultó que, de súbito, un vago rumor de humanas voces apartó de la casa del Águila la atención de Teresa, llevándola a un apiñado grupo, distante un tiro de fusil en dirección contraria al pueblo. Creyó ver la moza en aquel gentío tricornios de la Guardia civil. Maquinalmente corrió allá, delante y detrás de unas cuantas personas igualmente movidas de curiosidad... Poco habían andado, cuando sonó un tiro. Detuviéronse medrosos hombres y mujeres. Alguna gente   —227→   de la que a los guardias rodeaba, retrocedió con susto y azoramiento... Teresa oyó estas confusas explicaciones del suceso: «Dos bandidos que cogieron en la casa del Águila... Nada, que han tenido que matar a uno... que estaba rabioso y se echó sobre el civil, mordiéndole la mano... No fue así, mujer... como el bandido no quería dejarse llevar, y saltó la zanja, de un tiro le dejaron seco... No, hombre: el bandido sacó un hierro que había cogido de las rejas de la casa, y quiso clavárselo al guardia... vele allí herido... el guardia herido... el bandido muerto... Ese ya no la hace más... A la Guardia con esas bromas... Vamos al pueblo a contarlo... No vayas, que ya está aquí todo el pueblo».

El corazón de Teresa, con breve lenguaje trágico, dijo a esta que el bandido muerto era Leal. Su propio terror llevó adelante los pasos de la desdichada mujer, y confundida con los curiosos, vio y comprobó con sus ojos lo que el corazón le había dicho. Era Jacinto... Muerto yacía sobre un ribazo, traspasada la sien de un tiro, contraídos aún brazos y piernas del furor que precedió a su muerte... Quiso matar, y pereció al primer intento. En la mueca de su rostro quedó estampada su última exclamación de insana rebeldía. Apagados, sus ojos eran fieros; muda, su boca blasfemaba... Huyó Teresa despavorida en dirección del pueblo; mas luego tomó camino distinto, que si la horrorizó el cadáver de Leal, no menos la espantaba la   —228→   idea de ver a la sutil zurcidora Manolita Pez. De ella y del remilgado caballero burocrático quería huir para siempre. Voló, pues, con las alas de su pánico; pasó el puente, la calle principal, y aunque el aliento le iba faltando, con esfuerzo de pulmones siguió campos adelante, hasta que desaparecieron de su vista las casas de Fuentidueña de Tajo. Ya era tiempo de respirar, y así lo hizo, tirándose en el suelo.

En aquel reposo de su cuerpo, yacente en el frío rastrojo, fue acometida de una pena insuperable que abrumaba su espíritu. Claramente veía que ella era culpable de la muerte del pobre Leal, porque con increíble simpleza, movida de un miedo nocturno, reveló a su madre el sitio donde el infeliz hombre se ocultaba. Cierto era como la luz del día que su madre llevó el cuento al señor Oliván, este al Alcalde... Lo demás del terrible suceso por sí mismo se reconstruía... ¿Quién le sugirió a ella la perversa confianza que tuvo con Manolita, la indiscreción de aquella noche aciaga? El demonio, sin duda. Y el demonio fue más listo que los ángeles, pues antes que estos la incitaran a perdonar, el maldito había tramado la delación... Sí, sí: todos los agravios fueron perdonados cuando vio a Leal en situación tan miserable, escondido de la justicia como un facineroso. Bien segura estaba de que su intención frente a la siniestra casa del Águila fue perdonar, perdonar sin reserva...

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Mas ni con estas consideraciones ni con otras que hizo al ponerse en pie para seguir andando, consiguió el menor alivio de la enorme pesadumbre que tenía sobre su conciencia. Con todo aquel peso y el de su cuerpo fatigado siguió a campo traviesa, hallándose al caer de la tarde en un camino real que, a su parecer, era el que partía de Fuentidueña para los pueblos del Tajuña. Desfallecida, pidió socorro en una caseta de peón caminero, donde su bella persona y traje levantaron un vientecillo de sorpresa, curiosidad y murmuración. La caminera y dos vecinas con chiquillos en brazos le dieron pan y aceitunas, y ofreciéronle hospitalidad para pasar la noche, que ya se venía encima. Aceptó Teresa la comida y no el hospedaje, diciendo que tenía prisa por llegar la pueblo próximo, de cuyo nombre no se acordaba. Maravilladas las mujeres de que la hermosa señora bien trajeada no supiese el nombre del lugar a donde iba, dijéronle que era Villarejo de Salvanés... Sin disimular con una breve explicación su extraña ignorancia del pueblo a donde se dirigía, siguió adelante, dejando en la casa caminera un remolino de maliciosas conjeturas.

La noche cubrió de sombras el camino. En la soledad medrosa de su andar lento, oyó Teresa tras de sí formidable rumor de creciente intensidad, como si las aguas de un gran río se desbordasen y corriesen en seguimiento de ella para cogerla y arrastrarla   —230→   al mar. Asustada se detuvo; el ruido no era de aguas desbordadas, sino de miles de caballos que estremecían la carretera con su trotar vivo, quadrupedante sonitu. Apartose, y dejó pasar la ola. Su alterada imaginación le aumentaba la veloz ringlera de corceles, que a su parecer no tenía fin... No iban desmandados; pero sí con menos orden del que se admira en las marchas ordinarias de Caballería. Oyó las voces de los jinetes, raudas, desgarrándose en la velocidad y estiradas por el viento en flotantes hebras. No entendía; más bien adivinaba... ¡Prim... Libertad!

Viendo pasar los veloces caballos, recordó Teresa que en la propia dirección habían ido Clavería con algunos paisanos, y el intrépido vagabundo Santiago Ibero, con su frugal desayuno de queso y pan. Sin duda iban todos hacia el pueblo cercano, cuyo nombre le enseñaron las mujeres en la caseta del caminero. Era Villarejo de Salvanés. Pensando en esto, cristalizó al fin en la mente de Teresa un propósito fijo referente a sí misma, y se dijo: «Por aquí se irá también a Aranjuez, y por Aranjuez pasa el tren de la Mancha. Allá me voy; tomo mi billete de tercera, y me planto en Herencia, donde viviré con Felisa... hasta que quiera Dios aliviar mi alma de este peso que me agobia».

A Villarejo llegó Iberito al mediodía del 2; al atardecer, Clavería y sus comilitones, que fueron recibidos por amigos disfrazados   —231→   de paletos. Dijeron estos a Clavería que el movimiento se había preparado en Madrid con arte y precauciones muy sutiles, que forzosamente traerían un éxito loco. ¡Ya era tiempo, vive Dios! Se contaba con tropas de las acantonadas en Leganés, con las del cuartel de la Montaña, y con otras que en el mismo día 3 darían el grito en Ávila y Valladolid, produciéndose de este modo levantamientos simultáneos que el Gobierno no podría sofocar por pronto que acudiese. Se contaba también con la Caballería de Alcalá de Henares y con Cazadores de Figueras, que guarnecían aquella ciudad. En cuanto a los regimientos de Caballería, Calatrava y Bailén, acuartelados el uno en Aranjuez, el otro en Ocaña, ya podían decir que los tenían en la mano. El primero estaba cogido por el capitán Bastos y el coronel Merelo; el segundo traíanlo Terrones y Oñoro: los dos amanecerían en Villarejo. La cosa se presentaba esta vez con buen cariz. El General, con Calatrava y Bailén y las fuerzas de Alcalá, caería sobre Madrid, donde gran parte de las tropas de la guarnición estaría sublevadas.

De madrugada llegó a Villarejo por el lado de Arganda un coche ligero de los que llaman góndolas. En la puerta de una casa de buen aspecto, propiedad de un acomodado labrador de la villa, descendieron cinco caballeros vestidos de cazadores: eran Prim, Milans del Bosch, Pavía y Alburquerque, Monteverde y Carlos Rubio. De este último   —232→   se duda que fuera vestido de cazador, como dice la historia: en todo caso, su traje sería el de los desastrados pajareros que en las cercanías de Madrid persiguen gorriones y pardillos. Prim, sobre las prendas venatorias, llevaba un gabán con el cuello levantado: se había constipado en el viaje y tiritaba de frío. Monteverde y Milans del Bosch llevaban capotes de campo. En cuerpo gentil iba Pavía, insensible a la baja temperatura. Lo primero que preguntó el General al entrar en la casa fue si habían llegado los uniformes. Allí estaban desde mediodía, y no sólo llegaron los uniformes, sino algunos comisionados de comités de provincias, y mensajeros que traían interesantes avisos y comunicaciones. Entre estas agradó mayormente a Prim la que trajo de Levante un avispado mozo que por su puntualidad y tino, por la ligereza de sus piernas, parecía el hijo predilecto de Mercurio.

Si Alicante y Valencia, como se anunciaba, respondían al movimiento el mismo día 3, apuradillo se vería el Gobierno para acudir a echar agua en tantos incendios. Llegaron asimismo en el curso de la noche paisanos catalanes, entre ellos uno muy arrogante y decidido, cabecilla de agitadores callejeros, a quien llamaban el Noy de las barraquetas. La misión de estos era salir de allí con proclamas que irían repartiendo en todo el tránsito hasta Barcelona... Nadie durmió aquella noche; nadie pudo eximirse del delirio expectante, del presumir   —233→   y anticipar el suceso futuro, que todavía era un enigma. En las cabezas grandes y chicas ardían hogueras. Las llamaradas capitales, Prim, Libertad, se subdividían en ilusiones y esperanzas de variados matices: Prim y Libertad serían muy pronto Paz, Ilustración, Progreso, Riqueza, Bienestar...




ArribaAbajo- XXIII -

Desde el amanecer, la humilde Villarejo, comúnmente silenciosa y pacífica, parecía un campamento. Calatrava y Bailén, y la turbamulta de paisanos, fueron recibidos con grande estrépito de aclamaciones. Acto seguido, las improvisadas cantineras servían a los sublevados: el aguardiente del vecino Chinchón venía como llovido a confortar los ateridos cuerpos, y a encender en las cabezas los sentimientos más patrióticos. Un vértigo de organización corría de un lado a otro, y las órdenes restallaban a lo largo de las calles villanescas, como las tracas de la fiesta valenciana. ¡Caballos, hacen falta caballos!... Cuatro fueron los que con el suyo trajo Clavería; de Huete, de Tarancón y Aranjuez vinieron como dos docenas, parte montados, parte conducidos por patriotas.

Al fin, como se pudo arreglose que tuvieran   —234→   cabalgadura los amigos más inmediatos a Prim, y los demás, los que venían de mirones o para hacer bulto, que se apañaran borricalmente, o en los camellos que la Casa Real había instalado en Aranjuez. Esto decía Milans del Bosch, siempre inquieto y jovial, multiplicándose en los sitios donde había dificultades que vencer. Era corto de estatura, vivísimo de genio. Vistos una vez, nunca se olvidaban su encendido rostro, su bigote largo y su mirar impulsivo. El auditor de Guerra, Monteverde, cautivaba la atención por su lucida estatura y la nobleza y hermosas líneas de su rostro, alta la frente, blanquísima la barba. Dejábase tratar llanamente de todo el mundo, y sus compatriotas, los canarios, le llamaban Frasco Monteverde; era hombre modesto, sencillísimo, afable, gran corazón, y uno de los amigos más adictos y leales que tuvo don Juan Prim. Pavía no se dejó ver en la calle, atento al estado de ánimo del General, que a las seis de la madrugada extrañaba no haber recibido aviso de hallarse en marcha los sublevados de Alcalá; a las ocho comenzó a sentir inquietud, y a las diez impulsos de montar a caballo para salirles al encuentro. En el pueblo corría la voz de que los de Alcalá estaban ya en Pozuelo del Rey; pero ¿quién había traído la noticia? Los pájaros, el deseo tal vez.

Ello era que no sin motivo se hallaban todos en ascuas, porque al General se habían dado vehementes seguridades de que   —235→   los Cazadores de Albuera, los Coraceros del Rey y de la Reina, con Cazadores de Figueras, se pondrían en marcha en la noche del 2 al 3... En estas ansiedades estaban los más allegados a Prim, cuando llegó a Villarejo, reventando el caballo, un capitán llamado don Bernardo del Amo con la tristísima nueva de que las fuerzas de Alcalá no habían podido salir, y que las de Madrid se quedaban en sus cuarteles esperando mejor ocasión. ¡Y para traer la noticia de tal desastre, el capitán había corrido con velocidad de hipogrifo! ¿Pero qué había pasado? El jadeante mensajero no podía contestar concretamente. Los de Alcalá no salieron cuando debían, por un error o azoramiento de Lagunero; y antes de que intentaran salir nuevamente, se echó encima el General Vega Inclán, a quien había telegrafiado el Gobierno... En Madrid, según indicó Del Amo, hubo imprudencias, delaciones... Sobre los entusiasmos de Villarejo se desplomó el cielo con toda su pesadumbre glacial de tenebrosas nubes.

Si el horrible desengaño dejó a los pobres insurrectos enteramente aplanados y casi sin respiración, Prim oyó con frío dolor la noticia, que era un toque más de la fatídica trompeta del fracaso, que ya conocían bien sus oídos. De tantos golpes y adversidades, de tantas esperanzas fallidas en el momento supremo, el hombre se había hecho estoico. Su alma se revestía de coraza durísima, y su propio amargor bilioso le tenía bien preparado   —236→   para más intensas amarguras. La magna empresa política y militar requería el valor de los héroes, la paciencia de los bienaventurados, y quizás la abnegación de los mártires. De todo había de tener un poco y aun un mucho, pues el reino de la Justicia y de la Libertad que intentaba conquistar, se alejaba cuando parecía estar al alcance de la mano, y a cada embestida del expugnador se revestía de mayor fortaleza... Y ante el nuevo fracaso érale forzoso aguzar su entendimiento para decidir pronto si debía volverse a su casa vestido de cazador como vino, o ceñirse la espada y montar a caballo para salir a una fugaz aventurilla en los campos manchegos. Lo primero era desairado, lo segundo peligroso. Optó por lo peligroso, solución más conforme con su altivez. Había llegado a Villarejo con la ilusión de reunir un ejército como el que O'Donnell llevó a Vicálvaro, y el mons parturiens no le dio más que los húsares de Aranjuez y Ocaña. ¿Cuál era el contingente efectivo de Calatrava y Bailén? Pavía le dio la cifra exacta: Seiscientos ochenta y cuatro hombres.

Pues con sus seiscientos ochenta y cuatro jinetes y la irregular cuadrilla de paisanos armados, se sostendría en campaña todo el tiempo que pudiese. Corría el riesgo de ser acosado por tropas que O'Donnell mandara en su persecución. ¿Pero no podría sobrevenir algo feliz entre tantas adversidades? Aún no se tenían noticias de Ávila, donde   —237→   Campos y González Iscar debieron pronunciar el batallón de Almansa; ni de Zamora, donde Villegas y Pieltain cooperaban resueltamente. Si estos cumplían en Castilla, y Latorre en Valencia, y Ferré no se había dormido en Tortosa, quizás el alzamiento, que tan torcido nació en Villarejo, podría enderezarse, cobrar aliento y vida... Adelante, pues, y Dios diría. Decidido a probar fortuna y sin oír otra voz que la de su esforzado corazón, salió Prim al campo; arengó a sus húsares, que le respondieron con vítores ardientes, y quedó dispuesto que se dedicara la noche al descanso, pues tenían por delante grandes fatigas y privaciones.

En las primeras horas de la mañana del 4, con un frío casi glacial, salió de Villarejo la tropa sublevada. Hallábase el gran Ibero en la plaza, metiendo maletas y fardos de víveres en la góndola que había traído al General y a sus amigos, cuando se sintió tocado brusca y pesadamente en el hombro. Al volverse, se encontró con la cara rugosa de un payo viejo y estas corteses razones: «¿Es usted por casualidad un mozo de ojos negros mismamente, a quien llaman Santiago Ibero?... ¿Sí?... Gracias a Dios que acierto, señor. Pues vengo de parte de una señora que en mi casa está, si no moribunda, poco menos». Respondiole Ibero que él no podía dejar su obligación por acudir a mujeres desconocidas, y el hombre siguió así: «Bien hará en ir a donde le llaman, que la señora   —238→   desvalida tiene buena traza, y en el llorar y en la hermosura es, a mi ver, como la Magdalena, aunque sea mala comparación... Y dígame ahora dónde se halla un caballero militar llamado don Jesús, a quien también desea ver la madama». Ibero señaló a Clavería, que muy cerca estaba, instruyendo a los paisanos en el orden de marcha... Antes de abocarse con él, el payo indicó a Ibero la situación de su casa, que blanqueaba no lejos de allí, a la incierta claridad de la mañana brumosa... Fue Santiago de un vuelo al sitio de donde con tanto apremio le llamaban, y vio a Teresa en estado lastimoso, yacente sobre una estera, mal cubierta de mantas, la hermosa cabellera destrenzada y terrosa como si hubiera servido de escoba para barrer el suelo, encendidos los ojos de fiebre y llanto... Una vieja y dos mozas en cuclillas junto a ella, la miraban con piedad y querían reponerla con friegas y vino caliente.

Apenas vio al errante mozo, trató la doliente Teresa de explicarle con entrecortadas voces su situación y sus deseos... Se había quedado sola en el mundo. Ya no tenía madre; ya no tenía tampoco a Leal... Todo su afán era reunirse con su criada Felisa, habitante en Herencia. Andando había la infeliz toda la noche... Sacando fuerzas de flaqueza, trataba de llegar a Aranjuez, donde tomaría el tren hasta Madridejos... pero le habían faltado las fuerzas, cayéndose como cuerpo muerto en el camino real...   —239→   En esta parte de la relación, entró Clavería, y Teresa hubo de repetir algo de lo dicho, refiriendo además la desastrada muerte de Leal... En su desolación, entendió que Dios no la abandonaba por completo. Acordose de los amigos que tenía en el ejército de Prim, y a ellos acudió en demanda de socorro, pues aunque no le faltaba dinero para tomar en Aranjuez billete de tercera, no lo poseía para llegar al Real Sitio en cualquier galeón o carromato, y antes que ir a pie, prefería que la llevasen de una vez a la sepultura.

No la dejó concluir Clavería. Impaciente y compadecido, fluctuaba entre sus obligaciones, momentos antes de la marcha, y su piadoso deseo de atender a la guapa moza. Solucionó al fin estas dudas a lo militar, soltando cuatro gritos y apoyándolos con patadas enérgicas. «No podemos entretenernos en arreglarle a usted su viaje, Teresa... ¿A dónde va, pues? ¿A Herencia, a Madridejos, a la Argamasilla? No, no lo repita usted, Teresita, pues ni tiempo de escucharla tenemos ya... Yo no puedo abandonar... a la viuda de un tan querido amigo mío... ¡Eh, hala!... usted se viene con nosotros... Chitón... no admito réplica ni observaciones... ¿Qué tiene que decir?... Silencio... A callar digo. Ibero, cógela y métela en la góndola. Si chilla, que chille: no le hagas caso... Cuando el carricoche pase por aquí, mandas parar, y adentro con ella. Figúrate que es un fardo más que llevas... un bulto más,   —240→   quiero decir... Abur... Hasta luego». Corrió desalado... ya los batidores y cornetas iban saliendo del pueblo.

No le valió a Teresa protestar del despótico proceder de Clavería. Hecho Iberito a la estricta obediencia de lo que se le mandaba, metió en la góndola el no muy pesado bulto de Teresa, como una carguita más entre las que se llevaban; le arregló en el interior el mejor y más cómodo sitio para que descansara, y... andando velas... ¡Rediez! antes de pelear habían cogido los sublevados un hermoso botín. Por cierto que al enterarse del camino que seguían, volvió Teresa al tole-tole de su espanto y lloriqueo, diciendo: «¿Pero qué... me llevan otra vez a Fuentidueña? No, por Dios, no... Ibero, déjame en medio de la carretera antes que llevarme a ese pueblo donde puede verme mi madre, puede verme el desaborido señor de Oliván...». Recomendole Ibero silencio y paciencia; y como la quejumbrosa no le hiciera gran caso, tomó la actitud de un guardián inflexible, y así le dijo: «Usted, señora, va donde la lleven, y yo, que aquí estoy para cuidar de usted como ha mandado el señor Clavería, no la echaré a la carretera, ¿estamos? Cierre el pico y no tenga miedo, que aquí no se permiten alborotos... El capitán ha dicho que al pasar por los pueblos se guarde el mayor silencio... y que de haber gritos, sea no más que ¡viva Prim... viva la Libertad! pero de ningún modo gemidos ni cosas tristes, porque tal como va   —241→   usted, señora, parece que la hemos robado para divertirnos por el camino».

Y pasaron por Fuentidueña sin tropiezo: Prim y sus húsares aclamados, aunque nadie sabía si traían la victoria o iban tras ella; Teresa inadvertida, cuidadosamente arrebujada y tapándose la cara con un pañuelo. Lo primero que hizo Prim una vez que pasó el Tajo fue mandar cortar el puente, incomunicando así su menguado ejército con las columnas que O'Donnell había de mandar en su persecución. Sin detenerse dejó la carretera de las Cabrillas, siguiendo por caminos transversales hasta Santa Cruz de la Zarza, donde pernoctó. Alojáronse los principales de la expedición en casas del pueblo, otros en corralizas y corralones, y Teresa quedó muy a gusto en el coche, pues, según dijo mil veces, no quería que nadie la viese y sólo deseaba llegar pronto a una estación del ferrocarril por donde pudiera encaminarse a Herencia.

A visitarla fue Jesús Clavería, y la encontró más consolada y repuesta, aunque todavía chillaba de vez en cuando; que tan fácilmente no había de pasar la trágica emoción de su desdicha. Ordenó luego al buen Ibero que si Teresa no iba bien en la góndola, la trasladase a un carro de la impedimenta, acomodándola sobre sacas de paja. También le recomendó con severidad que cuidase a la lastimada y enferma señora, y al fin le dijo: «De acuerdo con el General, te dejo venir en la columna, en previsión   —242→   de algún servicio que puedas prestar; pero ya sabes... has de obedecer ciegamente cuanto se te mande. Con tu vida me respondes de que Teresa no tendrá nada que sentir en su viaje, y de que nadie le ha de faltar al respeto y consideraciones que se le deben». Tan al pie de la letra cumplió Iberito estos mandatos, que aquella noche misma hubo de tener una seria cuestión con dos albéitares de Calatrava, que se permitieron ametrallar con chicoleos a Teresita, por pasar el rato y tantear el terreno... que si tendría los ojos más bonitos si no llorara tanto... que si se tapaba demasiado la pechera... que ellos le darían conversación para distraerla... Todo esto le pareció a Ibero de una descortesía impertinente, y llegándose a ellos en actitud decidida y calmosa, les dijo: «Caballeros, déjense de ofender a esta señora con flechazos y tonterías, porque aquí estoy yo con órdenes terminantes para no permitirlo... ¿Qué?... ¿Se ríen?... ¿Toman a chacota lo que les digo?... Pues el guasón que no esté conforme, salga al camino con el arma que quiera o a puño limpio, y Dios dirá quién se ríe y quién se pone serio... Fuera de aquí, y que no les vea yo más molestando a esta señora».



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ArribaAbajo- XXIV -

Penetrando en el espíritu de Jesús Clavería y leyendo en él la verdadera intención del interés que por Teresa se tomaba, lo primero que se encuentra es la piedad, después el egoísmo, que en todo hombre existe más o menos imperante, aunque lleve el nombre de nuestro Salvador. Pensaba el amigo de Leal que muerto este, le correspondía la herencia de los únicos bienes que al morir dejaba, las gracias de Teresa. La viudez de esta no podía ser larga, si en Madrid hacía feria de sus encantos. Pues él, Jesús Clavería, la libraba del sonrojo de buscar nueva protección, y conociéndose ambos como se conocían, seguramente habían de llegar a formal inteligencia. Firme en esta idea desde el instante en que la encontró desolada en el casucho de Villarejo, determinó llevársela en el convoy hasta donde pudiese sin escándalo. Procuraba que ni sus compañeros ni el General le descubrieran el botín. De aquellos temía la envidiosa rivalidad; de Prim que prohibiese llevar en su ejército sublevado impedimenta de mujeres.

De Santa Cruz de la Zarza salieron el día 5, buscando los caminos manchegos. Por el excelente   —244→   espionaje que le servía, supo Prim que el General Zabala, destinado a perseguirle con tres batallones de Infantería, seis escuadrones y ocho piezas de batalla, había llegado a Villarejo en la noche del 4. ¡Qué acertado fue inutilizar el puente! Zabala no podía seguir otro camino que el de Colmenar y Aranjuez para cortar el paso a los sublevados en algún punto de la línea de Alicante, si estos la pasaban para tomar la dirección de Portugal. Pero Prim picó espuelas, y arreando toda la noche adelantó muchas horas a Zabala. Al amanecer del 6, divisaba los molinos de viento de Tembleque. ¡Oh Mancha, oh tierra del ensueño caballeresco!... Por cierto que en aquel punto quiso Teresa quedarse; mas la disuadieron con el engaño de que la columna pasaría por la propia Herencia. Notó Ibero que la pobre mujer no se rebelaba ya tan enérgicamente contra estas fábulas, o que iba entrando en la superchería, dejándose querer, dejándose llevar. Y el bravo Teniente Coronel, acariciando sus gratos pensamientos amorosos, se decía: «¡Qué Herencia ni qué niño muerto! Aquí no hay más herencia que la mía, que yo la heredo, que Leal me ha dejado por heredero... y aquí no ha pasado nada».

Camino de Madridejos, donde pensaba pernoctar, supo Prim que además de Zabala venía contra él el General Concha, que había improvisado una columna con dos compañías sacadas de Albacete y paisanos armados.   —245→   Y no era esto sólo, pues de Madrid venía Echagüe con tropas de todas armas. Hallábase, pues, entre tres fuegos, entre tres Generales aguerridos, que se disputarían la gloria de cogerle y hacerle pagar cara su insana osadía. No sería flojo triunfo burlarles a los tres y escabullirse por entre los pies y patas de tantos hombres y caballos... En Madridejos, donde pasaron la noche del 5 al 6, no expresó Teresa con tanto ardor su propósito de ir a reunirse con Felisa; más bien se notaba frialdad en lo que días antes fue deseo febril. Las impresiones trágicas se borraban quizás, o sólo persistían en la forma de turbación de conciencia. El gusto de vivir en conformidad con el destino iba ganando terreno en aquella pobre alma, y los accidentes del viaje, que ya traían incomodidad, ya novedades y distracciones, producían el efecto sedante. De nada carecía; los conductores del carro, bien gratificados, la trataban con respetuosas consideraciones, creyendo tal vez que era una condesa o archipámpana que llevaban en rehenes, y por fin, para mayor tranquilidad de ella, se iba disipando el peligro de que su presencia causase escándalo, pues desde Tembleque venían no pocas mujeres agregadas al convoy, unas arrastradas con vago magnetismo por la tropa, otras movidas de su propio impulso a la granjería de cantineras o proveedoras. La cola de un ejército, y más si este va sublevado proclamando altos ideales, la emancipación de los esclavos,   —246→   el fuero de los humildes, lleva y arrastra siempre un jirón del temporal o eterno femenino.

De Madridejos siguieron a Villarta, donde el General recibió el soplo de que por el tren iban treinta vagones de tropa en dirección a Manzanares. Mientras Prim descabezaba un sueño en Villarta, Zabala dormía en Tembleque, distante cuatro leguas. En Daimiel acechaban al rebelde fuerzas superiores, y a Toledo se aproximaban ya Echagüe y Serrano del Castillo. Por cierto que al de Reus le sacó de quicio lo que de él dijeron Concha en su proclama de Alcázar de San Juan, y O'Donnell en su discurso del Senado. El primero le llamó traidor y cobarde; el segundo denigro a su rival con la especie de que al salir de Villarejo había huido cobardemente. Para acabarlo de arreglar, don Leopoldo dijo a aquella sesión tonterías angélicas, de las que él mismo para su sayo había de reírse: que nadie se había unido al General sublevado; que el ejército estaba indignadísimo, y que de toda la Península venían telegramas expresando el amor de los pueblos a su Reina, y el entusiasmo por el Orden Público. Con perdón del ilustre Duque de Tetuán, el grave historiador Confusio se permite afirmar que, desde Túbal hasta nuestros días, ningún español se ha entusiasmado por el Orden Público... Hablando en plata, ridícula era la indignación de Concha y O'Donnell, sublevados el 41 y el 54. Ninguno de los dos tenía autoridad   —247→   para coger la trompa y dar con ella estridentes notas de disciplina.

Ninguna importancia tienen en la Historia estos trompetazos, vano ruido de los principios, que no ahoga la música rítmica de los hechos. Lo que sí tiene importancia histórica es que, alojada Teresita en una buena casa de Villarta, entró en ella requiriendo agua, jabón y peines, deseosa de adecentar su persona y quitarse la mugre y sombras de tristeza que la deslucían. Gran parte de la noche empleó en acicalarse y en restaurar su hermosura, que estaba como empañada; luego le sirvieron la cena, y otra vez al carro, de pajosas blanduras... A las dos de la madrugada salieron en dirección de Daimiel, atrevida marcha que dispuso Prim para mayor burla de sus perseguidores. Avanzó la columna toda la mañana por terreno blando, pantanoso, erizado de peligros para la Caballería; pasaron muy cerca de los Ojos del Guadiana, que en aquellos húmedos lugares sale a ver la luz después de soterrarse como avergonzado de sí mismo; vadearon charcas, pisaron juncales y eneas, y al amanecer, a la vista del pueblo, desfilaron de dos en dos por estrecha faja de tierra. Allí dispuso el General un rápido quiebro hacia el Norte; pasaron nuevamente por los Ojos, vadearon el río con el agua al pecho de los caballos, y sufriendo ásperos rigores de la humedad y el frío, llegaron a Villarrubia de los Ojos, lugar grande, cuyos moradores trabajan, tuercen y manipulan la   —248→   enea para fondos de sillas y otros utensilios; lugar además bien abastecido de quesos, hogazas, corderos y otras materias nutritivas, y de añadidura el más liberal y expansivo de toda la Mancha.

Salieron a recibir a los sublevados alcalde y médico, señorío, pueblo y hasta los curas, con lucida vanguardia de mujeres y muchachos, cuyos clamores y chillidos alegraban el aire vago. Allí, cuanto había en el pueblo se les brindó para mantenimiento de la tropa; allí se improvisaron festejos, con música de guitarras y bulla de panderetas; allí, en fin, no quedó alabanza ni lisonja que no le dijeran al de los Castillejos por su valor y liberalismo. Pero el entusiasmo de la honrada villa fue defraudado por el propio don Juan, al decir que sólo permanecería el tiempo preciso para dar a caballos y hombres un breve descanso. Monteverde, Milans del Bosch y Clavería aprovecharon la breve parada para salir a los alrededores del pueblo a una tirada de palomas, que en espesas bandadas por el inmenso cielo discurrían, y en un par de horas mataron y cobraron algunas docenas de aquellas inocentes aves.

Corto tiempo duró el regocijo, porque el General mandó tocar a botasilla, y con desconsuelo de unos y otros salieron las tropas, tomando la dirección de los montes de Toledo. ¿A dónde iban? Siempre atrevido y gallardo, discurrió don Juan obsequiar con una cena en sus dominios, el palacio y cazadero   —249→   de Urda, a los soldados y oficiales que en aquella sin igual aventura le seguían. Fue una humorada de gran señor y una temeridad de caudillo, pues iban a colocarse a pocas horas de Echagüe. ¿Pero qué importaba?

«A los que sostienen que es un disparate estratégico -dijo a sus allegados-, les contestaré que es impulso mío, iniciado al llegar a Villarrubia, y los impulsos que con violencia nacen en mi ánimo jamás los sofoco, porque sé que no han de conducirme a nada malo. Adelante y démonos prisa, que a un paso regular pienso que allá estaremos a las diez de la noche... ¡Qué gusto poder dar a estos leales muchachos el repuesto de vinos de primera que allí tengo! Todo es poco para ellos, que me siguen sin saber a dónde los llevo... Por de pronto, los llevo a mi casa... después ya se verá, porque los olores de nuestra cena podrían llegar hasta las narices de Zabala o Echagüe, y entonces... ¡sabe Dios!... ¡Ah, cómo se habían de divertir mis amigos Salamanca y Carriquiri si los tuviéramos aquí!... Y ellos estarán ahora diciendo: '¿Por dónde andará ese loco de Prim?...'. Y el loco de Prim, el traidor y cobarde Prim, camino de Urda... He aquí un sublevado que se va a su casa...».

Con estas y otras humoradas iban ganando camino. Al anochecer, el terreno se les endurecía, se les elevaba, presentándoles repechos y accidentes que con ímpetu vencían los valientes caballos. La noche se presentó   —250→   obscura, fría y serena, y el cielo sin luna les mostraba la gala de sus constelaciones. Pronto se vieron rodeados de sombrías masas arbóreas, chaparros agigantados por la obscuridad. Penetraban en el monte; la Caballería, de dos en dos, culebreaba por los senderos torcidos, buscando la divisoria entre las aguas de Guadiana y Tajo; a veces su paso era lento, por obstáculos del camino o por vacilación de los guías. Después de las diez, salió por las Sierras del Conde una luna menguante, roja, con media cara comida... Dijérase una cara con dolor de muelas, entrapajada del lado izquierdo; pero aun así, la presencia de la diosa infundió gran regocijo a los caminantes, que con exclamaciones de alborozo saludaron la dulce claridad que les traía. Iba la luna perdiendo su encendido color conforme subía por los cielos adelante, bruñidos como bóveda de acero. Las pocas nubes que los enturbiaban antes de la aparición del astro, se retiraron barridas por la escoba de un nordestillo sutil. Dentro de sus dólmenes mataban los húsares el frío, que aún no era demasiado intenso, y los caballos no sentían bajo sus cascos la dureza de la helada. La claridad lunar, melancólica, que parecía traer a los oídos murmullos de consejas, alumbraba el país, dando su verdadera forma a la vegetación enana, chaparros, enebros y escaramujos, y a la más corpulenta de hayas y encinas, algunas de silueta extravagante. Conforme adelantaban, iba creciendo   —252→   a la vista la flora selvática, que de improviso desaparecía, dejando ver las lomas calvas, en cuyas redondeces desleía la luna tintas aquí verdosas, allá violadas.

Reaparecían las masas de monte bajo y alto. Luego se vieron fogatas de carboneros... Hacia ellos iba el ciempiés ondulante de la Caballería, traqueteando con infinita cadencia de los herrados cascos sobre un suelo desigual, torcido, pedregoso... Pasó junto a los carboneros la tropa sublevada con su General a la cabeza, y aquellos infelices, que en faena tan ruda se pasaban la vida, el pecho al fuego y espaldas al frío glacial, miraban a los húsares como un ejercito fantástico. Atónitos y con la boca abierta permanecían viéndolos pasar, sin saber de dónde salían tales hombres, ni qué buscaban por aquellos riscosos vericuetos. No podía ser de otro modo; sus ideas políticas eran muy vagas, su conocimiento del mundo harto borroso. Conocían a Prim de nombre; algunos le vieron cazar en el coto de Urda... ¡Pobre gente! Para ellos no había más obstáculos tradicionales que la nieve y ventisca, la miseria y el bajo precio del carbón.



  —252→  

ArribaAbajo- XXV -

En Urda ya la columna, el General, sus amigos y la oficialidad se alojaron en el palacio, que parecía castillo. Los restantes acomodáronse en las dependencias, y a la tropa se le dio orden de acampar en el lugar más abrigado del monte, con permiso de hacer hogueras, cortando toda la leña que fuese menester. El General repartiría entre sus leales soldados la bucólica y la bebida fina que en sus bodegas y despensa guardaba. La juvenil alegría dio a los soldados increíble presteza para proveerse de combustible y encender buen número de fogatas. Los grupos, bulliciosos, se formaban, se descomponían y volvían a formarse por improvisadas o antiguas atracciones de amistad. Toda la loma próxima al castillo se convirtió en verbena, iluminada por las llamas y por el júbilo que encendía los corazones... No sintió poco el buen Clavería tener que aceptar alojamiento dentro del castillo. Rehusarlo sin que se trasluciera la causa de su desgana, no podía ser; y aunque Milans y Monteverde estaban en el ajo, y quizás el General, la dignidad no le permitía descubrir su flaco. Dispuso que Teresa vivaquease en un sitio que él designó, en los extremos   —253→   del campamento; mandó arrimar el carro, encender una buena fogata, y se llevó consigo a Ibero para enviarlo luego con lo mejor que pudo encontrar: fiambres excelentes, botellas de Burdeos y Borgoña, y un palomino de añadidura.

Bien se le conoció a Teresa que era de su agrado el campamento nocturno con aire y toques de verbena, sin duda por ser cosa no esperada y novísima, contraria totalmente a las privaciones propias de un ejército en campaña. A pesar del frío, le causaba desazón el resplandor ardiente que en la cara recibía, y con la venia de su guardián se apartó al resguardo de unas retamas espesas, que eran cómoda pantalla frente a la hoguera. Quedaba, pues, la buena moza en una sombra agujereada, y así recogía un calor discreto cernido por los huequecillos de la planta. Allí fue Ibero para llevarle el pichón asado, un fiambre superior, galletitas sabrosas y vino de Burdeos. Todo esto en platos, con tenedores, cuchillos, vasos, y cuanto se necesitaba para cenar con limpieza, que así las gastaba el castellano de Urda con sus comensales, ya se albergaran en el castillo, ya camparan a la intemperie. Los soldados sabían prescindir de tales adminículos, empleando el desembarazado servicio de sus dedos. Retenido por Teresa, que quiso darle parte en todo lo que cenaba, Santiago se sentó a la sombra de las retamas, junto a la hermosa mujer, y observando que comía con mediano apetito, le dijo:   —254→   «Bien se ve que va usted reponiéndose, y que todas aquellas tristezas y ganas de morirse se han ido quedando en las zarzas del camino. Por eso no hay cosa mejor que correr, correr por el mundo. Yo lo he probado.

-Lo que ves, Santiago, es la obra natural del tiempo, que cuando una quiere morirse, él no la deja, y es también efecto de los aires puros y del descanso... Pues aunque me veas animada y hasta de buen color, no pienses que mis penas se calman, ni que estoy menos desesperada que lo estaba en Villarejo... Del suceso de Tarancón me ha quedado remordimiento tan grande, que no sé cómo conllevarlo: no puedo echar de mi cabeza la idea de que Leal pareció por culpa mía; de que yo vine a ser quien le mató, pues muerte fue haberle dicho a mi madre dónde estaba escondido.

-Pero también me ha contado usted que el decirlo a su madre fue por un sobrecogimiento y terror de media noche. Esto le disminuye la culpa.

-No disminuye, Santiago, no y no -dijo Teresa, que al tiempo que comía con finura y boca chiquita, quiso presumir de conciencia muy escrupulosa-. Lo que yo siento más es que Jesús Clavería, en vez de llevarme en la columna, llamando la atención y dando qué hablar a la tropa, no me dejara en donde yo pudiera confesarme...

-¡Lástima que no traigamos castrense!

-Mientras yo no le cuente a Dios este gran delito, no se me aliviará la conciencia,   —255→   ni tendré paz en mi alma. Pero si yo le dijese a Clavería que me dejara ir a confesarme a Toledo, donde hay más curas que longanizas, me soltaría cuatro ternos, y tendríamos un disgusto».

En este punto de la conversación, los pensamientos de ambos interpusieron una pausa, que cortó Ibero después de comer un bocadito y rascarse la oreja. «A mí me ha enseñado mi maestro don Ramón Lagier -dijo-, que cuando tenemos el alma pesarosa, por culpas cometidas, no debemos esperar a encontrar cura, pues para esto cualquier persona natural es cura... o como quien dice, que el sacerdocio no debe ser oficio de unos cuantos, sino función de todos...

-¡Valientes disparates te ha enseñado tu don Ramón!... ¡Confesarme con Juan o Pedro!... ¡Bonita religión me gastas, chico! Y todo es para decirme con rodeos que me confiese contigo.

-No le digo tal cosa. Pero si quiere referirme sus pecados, los oiré.

-Mis pecados ya los sabes; los sabe todo el mundo, porque no soy hipócrita, y tengo mi conducta por todos lados abierta, para que la fisgoneen los ojos amigos y enemigos... Dime de ellos todo lo que se te ocurra, clérigo sin misa... Y de mis remordimientos por la muerte de Leal, ¿qué me dices?

-Pues antes de decir lo que pienso, he de saber si usted quería, si amaba con verdadero amor al hombre muerto por la Guardia civil».

  —256→  

Perpleja dejó Teresita en el plato el pedazo que comía, que era de lengua escarlata, y soltó la suya para decir sin gran timidez: «Amor... lo que amor se llama, no sentía yo por él... Ese sentimiento es raro, y sólo una vez en la vida o de tarde en tarde lo sentimos... ¿Entiendes tú de eso, o es menester que yo instruya a mi confesor? Amor no se puede tener a muchos hombres uno tras otro... se tiene, cuando Dios lo manda, por uno, por cualquiera, a veces por el que parece menos digno... No sé si me entenderás; eres un inocente... Pero si ese amor no lo sentía yo por Jacinto, la estimación en que yo siempre le tuve era muy grande. Él fue mi sostén largo tiempo, y atendió a mis necesidades con largueza; él me cuidó en mi enfermedad como si fuera yo su esposa o su hija... ¿Qué dices, tonto? ¿Por qué miras al suelo?... ¿Buscas en él una respuesta que te habrán escrito los espíritus? Tú no entiendes de amor, Ibero, y es tontería que quieras meterte a médico de las almas».

Distraídos por la bullanga que alegraba el campamento, suspendieron su conversación. Los soldados reían y cantaban, improvisando coplas, y junto a la hoguera que daba demasiado calor a Ibero y Teresita, un despabilado húsar soltó este cantar, que cayó en gracia y fue corriendo de boca en boca por toda la columna: «Con Prim a la cabeza, -y el brigadier Milans, -BAILÉN y CALATRAVA -a la victoria irán». A la madrugada, el cansancio y las libaciones apagaban   —257→   el entusiasmo alegre. Callaban una tras otra las voces, absorbidas por el sueño, y las últimas que se anegaron en el silencio fueron las de la gente adyecticia de ambos sexos, cantineros y arrimados. Esta cola de la cola vivaqueaba lejos de Teresita, que al sentar sus reales pidió ser colocada distante de la patulea... Preguntole Ibero si quería recogerse a su carro, y ella contestó que no tenía sueño; que con las cosas que él le dijo, la conciencia se le había puesto en mayor alboroto. Opinó Santiago que debía esperar consuelo del tiempo y de una vida de rectitud, a lo que asintió Teresa diciendo: «Si logro hacerme a la moralidad y a la modestia, Dios me perdonará... y también me perdonará Leal, ya esté en el Purgatorio, ya esté en el Cielo.

-Se encuentra -afirmó Ibero con viveza-, en la infinidad del Universo, donde los seres que en cuerpo aborrecieron, en espíritu se adornan de bondad y perdonan...

-Ahora recuerdo -dijo Teresa como sorprendida de su flaca memoria-, que crees en esa religión, o en esa magia de los espíritus...». Viendo a Ibero afirmar con la cabeza, prosiguió así: «Los cuerpos se descomponen, y los espíritus van y vienen... moran en el cielo, en el aire, o en lo que no es el aire; vuelven acá cuando les da la gana, andan entre nosotros, y ven lo que hacemos y oyen lo que decimos... ¿No es eso?...». Nuevas afirmaciones de Ibero con la cabeza. Teresa se levantó bruscamente murmurando:   —258→   «Por Dios, no me digas esas cosas, que me dan mucho miedo... ¡Los espíritus aquí, volando entre nosotros por esta obscuridad, entre estas breñas!... ¡Y vendrán, y me tocarán... tocar no, porque no tienen manos, no tienen cuerpo...! ¡Jesús, Virgen Santísima, amparadme... defendedme de los espíritus!... ¡Ay, qué miedo! Que se vayan al Cielo, al Purgatorio, y me dejen en paz». Desoyendo lo que Ibero le decía para tranquilizarla, se apartó de la hoguera, por entre retamares más cerrados y laberínticos. Tras ella fue Santiago; pero el temor de asustarla le mantuvo a corta distancia.

Teresa entonces alzó la voz llamándole: «Santiago, acércate; no me dejes sola. Sola tengo más miedo... Por aquí hay espíritus. ¡Oh, qué miedo! Yo no los veo; pero ellos me ven a mí... yo siento que me ven». Llegose Ibero, y la cogió de una mano suavemente para volverla a donde antes estuvieron. En los matorrales penetraba la luz de la luna por aberturas y huequecillos de las formas más irregulares. Masas de vegetación se iluminaban fantásticamente, y otras quedaban en sombras angulosas, extravagantes, trágicas, burlescas... Aterrada, se llevó Teresa la mano a los ojos, dejándose conducir por Ibero como un ciego por su lazarillo... «Tengo mucho frío... El terror me ha dejado helada -le dijo cuando llegaban junto a la hoguera-. Déjame sentar aquí un rato... Toca mis manos... son hielo... Como hablábamos de espíritus... No: era yo quien hablaba, y   —259→   tú decías que sí con cabezadas... Pues me pareció que andaban detrás y delante de mí... Ahora mismo, si cierro los ojos, los veo... no es ver precisamente, es sentirlos... y también, créemelo, oí como suspiros... ruido de pasos por el aire, ruido de gasas que rozaban con los espinos... No sé, no sé... Lo que más me aterra, Santiago, es sentir detrás de mí a Leal, y oír que me dice... 'Perra, por ti me mataron'. Siempre me llamaba perra cuando se ponía furioso...

-Todo ese terror -le dijo Ibero-, es imaginación o sobresalto nervioso, y nada tiene que ver con el Espiritismo... Yo no puedo explicar a usted ahora lo que creo, lo que mi maestro me enseñó, y lo que he podido experimentar yo mismo. No se puede enseñar eso sino a las personas dispuestas a creer y que están con el ánimo sereno. A los medrosos y a los incrédulos no hay manera de aleccionarlos. Hablemos de otra cosa».

La hoguera sin llamas era ya un gran rescoldo en que relucían las brasas con esplendor decadente, rodeadas de tizones humeantes. Dormían los soldados a la larga o en posturas insólitas. Teresa, sentada, los codos en las rodillas, y el rostro en la palma de una mano, miraba las brasas, buscando en los cambiantes del fuego entre cenizas signos de un lenguaje desconocido, y por desconocido interesante. Alzando de pronto sus miradas al cielo, hizo la observación de que la claridad de la luna quitaba su brillo a las estrellas, y apenas se veían   —260→   pestañeando las más grandes. «Sin verlas -dijo Ibero-, yo sé dónde están todas las que conocemos y estudiamos. Mi maestro me ha enseñado el cielo y yo me lo sé de memoria; puedo decir en cada estación y en cada mes y en cada día: 'Ahí está tal constelación, tal estrella'. Vea usted, Teresa, y apréndalo si quiere, que este libro del firmamento enseña más que todos los que hay en la tierra estrellados de letras de molde... Aquí, sobre nuestras cabezas, tenemos la Cabra: se ve bien clara. Más abajo, los Gemelos. A la derecha, cayendo ya hacia Occidente, tiene usted a Orión, la gala del cielo; encima el Toro, y debajo el Can Mayor. Brilla tanto, que parece que nos sonríe y que nos habla... Mire más arriba, y verá el Can Menor, que también es una señora estrella, y allá por el Este tenemos al León y su estrella mayor, que llaman Régulus... Si la noche fuese obscura, le enseñaría a usted más maravillas... Eso que usted ve, estrellas grandes y otras tan chicas que parecen polvo, ¿qué es, Teresa? Pues un sinfín de soles, cada uno con mundos o planetas que los acompañan. Eche usted mundos... Pues en todos hay habitantes, personas o seres, humanidades que en el más allá de los infinitos más allá, serán tal vez divinidades.

-¡Cuánto sabes!- dijo Teresa con franca admiración.

-Todo me lo enseñó el capitán, que es el gran maestro... Diré a usted, señora, para que me conozca bien, que cuando me escapé   —261→   de la casa de Nájera para lanzarme al mundo, iba yo con mi cabeza llena de aquel viento que saqué de los libros de Historia que leí... ya se lo he contado. Llevaba yo la idea de ser un héroe como aquellos que me trastornaron con sus proezas increíbles. Yo no me contentaba con menos que con hacer otra vez la conquista de Méjico, sirviendo al lado de Prim, o luchando solo y por mi cuenta, que hasta esto llegaba mi desatino. Pero aquella bomba de jabón reventó, ¡plaf! aire, nada... Vinieron mis desgracias, trabajos y miserias a quitarme las ideas de guerra y de hazañas estrepitosas... Y lo peor fue que reventado y caído, no se me abrió el entendimiento a otras ideas, a pensares distintos del matar gente y meter bulla en el mundo. Como un idiota estaba yo cuando me cogió el capitán Lagier, y sobre aquel terreno baldío de mi idiotismo fundó el maestro su enseñanza. Aprendí a conocer, primero el mar y el Cielo, después algo de nuestras almas...

-¡Cuánto sabes! -repitió Teresa, elevándose más en la admiración-. Bien se ve que has leído. Ya me figuraba yo que había más mundos que este en que estamos; pero no creía que fuesen tantos, tantísimos... Como que no hay matemática ni ringlera de números en que puedan caber... ¿Y las personas que hay en ellos, son como nosotros, o son los espíritus? Cuerpos habrá también allá, y muerte habrá; y si del nacer nacen los cuerpos, del morir nacen los espíritus   —262→   que van y vienen, vienen y van... Esto la vuelve a una loca. ¿A ti, Santiago, no te trastorna el pensar en esto?

-No, porque yo empiezo por reconocerme de una pequeñez tal, que no hallo cosa bastante chica con qué compararme. Pero chico y todo, invisible de puro chico, sé que mi pensamiento es parte del pensamiento total, y que un querer mío o un sentimiento mío no están aislados del sentir y del querer que envuelven toda esa masa de mundos vivos...».

Para comprender tan sutil sabiduría, hizo descomunal esfuerzo de sutileza el pensamiento de Teresita; mas antes de llegar a la receptividad mental que deseaba, le salió de toda el alma nueva onda de admiración. Nunca había oído cosas tan bellas y grandiosas como las que Ibero le decía; nunca vio tanta convicción en las ideas, unida a tanta sencillez en la manera de expresarlas, y por esto, y por la admirable rectitud y dignidad que Ibero ponía siempre en sus actos, entendía que era un hombre extraordinario, excepcional, tal vez único en el mundo.



  —263→  

ArribaAbajo- XXVI -

«Con lo que ahora me has dicho -afirmó Teresa-, voy comprendiendo mejor lo que en otra ocasión te oí de esa religión... particular tuya... y de tu corto catecismo. Cuéntamelo otra vez.

-Mi maestro me enseñó la religión más sencilla, y una moral que, por mucho que se la quiera estirar escribiéndola, no ha de ocupar más que una carilla de papel de cartas... Pero yo no necesito escribiría, porque en mi memoria están grabados los diez Mandamientos, grabadas las Obras de Misericordia, y con esto me basta... Y como dije a usted otro día, yo me desentiendo de curas, frailes, obispos, y de toda persona encapuchada que quiere mandarme al Cielo o al Infierno, o que viene a pedirme dinero por un sacramento, por un sufragio...

-Poco a poco, Ibero -dijo Teresa, que si en el fondo de su alma pensaba y sentía lo mismo, creíase obligada, por presunción señoril, a opinar con sensatez-; recoge velas, y párate un poco. No podemos romper con la sociedad... Somos parte de ella, somos un grano de esa gran piña...

-Yo me desgrané, señora mía, y hace tiempo que ando suelto por estos mundos.   —264→   Ya sabe usted que no gusto de vivir en ciudades, y cuando me veo precisado a estar en ellas, rabio por salir y correr a mi antojo. Desde chico me tiraba la vida libre. No me agradan las poblaciones ni los barcos fondeados. Por la mar me llevan el vapor o el viento; por la tierra, mis pies. Andando de un lado a otro se mete uno más en el pensamiento universal, y se arrojan al aire las amarguras y tristezas...

-Eres muy joven, Santiago -le dijo Teresa cariñosa-. Puede llegar un día en que te cases... ¿Has de condenar a tu mujer a vivir como los gitanos?

-Eso no. Viviremos en lugar fijo, pero no en ciudades.

-Pues yo te aseguro que difícilmente encontrarás mujer que quiera compartir contigo esa vida huraña. ¿A que no la encuentras?

-¿A que sí?... Tiempo ha que la encontré, señora doña Teresa. Mi maestro me ha dicho que en el mundo existe siempre lo que deseamos. Es cuestión de buscarlo bien. La mujer que ha de ser mía existe, y yo la conozco, y sé que quiere tenerme por suyo... Sus pensamientos me buscaban a mí, como los míos la buscaban a ella».

Pidiole Teresa informes claros de la que sin duda era divinidad, o estrella caída de los cielos altísimos; pero Santiago se negó a entrar en pormenores y a decir el nombre y calidad de la mujer que había de ser su compañera en esquivas soledades de tierra   —265→   o mar. A su tiempo se lo diría... ¿No le consideraban como salvaje? Pues los salvajes ni gustan de vivir en poblados, ni poseen ese decir libre y sin freno que mueve a las confidencias. Llevó muy a mal Teresa las razones con que el mocetón defendía su secreto, y dándose por lastimada le dijo: «Quita allá, tonto. Maldito el interés que tengo en conocer a tu princesa del pan pringado; métela en un escapulario y cuélgatelo del pescuezo... No se te vaya a perder esa reliquia... Según veo, has tomado careta y arrumacos de salvajismo para hacerte el interesante... y luego con cuatro bobadas del Universo, del pensar de las estrellas, y con el quitaos, ciudades, y el no me toquéis, curas, te das tono y pasas por sabio... Déjame que me ría de ti... Me haces gracia, Iberillo». El reír de Teresa rasgaba el silencio de la fría noche. No tardó en derivar hacia la seriedad con estos graves conceptos: «Mira el cielo, Santiago, y verás que las estrellas que me ensenaste van cayendo de este otro lado, como la luna. Debe de ser muy tarde... Dame la mano, y ayúdame a ponerme en pie, que estoy entumecida».

Levantose, y cuando iban hacia la casa, o sea el carro, Teresa siguió hablando así: «Te dije que de ti me reía... Fue por oírte, Santiago... ¿Por qué callas? ¿Te has enojado conmigo? ¡Valiente tonto! Verás... No es que me ría de ti, sino que... Vamos, yo deseo tu bien... Bueno es el salvajismo, pero no tanto.   —266→   Me gustaría que te dejaras aconsejar de mí, y me contaras todo lo que has hecho y lo que piensas hacer. Ya verías qué buenos consejos te daba yo... Porque tú sabes cosas del cielo; pero en las de la tierra no das pie con bola». Callaba Ibero. Desconsolada del silencio de él, Teresa pasó de la exhortación a las quejas. «Ya ves, chiquillo: en tantos días como has estado cerca de mí, no has tenido conmigo la menor confianza. Todavía no me has dicho lo que hiciste desde que te vi en Valencia, allá por Junio, hasta que nos encontramos en Fuentidueña y en Villarejo hará quince días. ¡Seis meses de vida que no quieres descubrir!... ¿En ese medio año, navegabas o qué hacías?... Y otra: ¿qué comisiones llevabas tú a Villarejo? ¿Era cosa de los oficiales que conspiraban en Tarragona, o te mandó el capitán Lagier con cartas y avisos al General, poniéndole en autos de otros preparativos?... Todo esto debías decírmelo, así como lo de tu novia, quién es, dónde vive, que puntos calza, qué pitos toca... Ya sabes que sé guardar un secreto... y aunque sean dos.

-Deje los secretos donde están, Teresita -respondió Ibero-, que cuando se les cambia de arca, algunos en el aire se quedan.

-Bueno, bueno: guárdatelos. ¡Pues no eres poco avaro de tus pensamientos!... La verdad, no he visto reserva como la tuya. Y tus cosas son tan raras, que no hay cristiano que las entienda. ¿Cómo se explica que, si has ido a tu pueblo y te has presentado   —267→   a tu padre y a tu madre, consienten estos que andes en esa vida libre, arrastrada? ¿No están tus padres en buena posición? Si es así, ¿qué padres son ésos que te permiten vivir a lo gitano?...¿Es que tu padre te tiene al servicio de Prim porque así le conviene?... ¿Es que don Santiago Ibero, militar retirado, también cons pira?... ¡Vaya, que es cargante tu silencio! Pues me reiré, me reiré de ti. Sin duda conoces los planes del General ¿Sabes acaso qué miras lleva, qué reformas hará cuando triunfe?

-Nada sé de lo que piensa el General, ni pretendo saberlo. Soy muy pequeño para que me digan ciertas cosas. Pero por lo que me dicta mi razón natural, entiendo que el General hará lo que llaman una revolución; y decir aquí Revolución, será lo mismo que decir Justicia».

Queriendo Teresa manifestar de algún modo ideas sensatas y positivas frente a las vagas, tal vez quiméricas aspiraciones de su amigo, soltó este pequeño programa: «Ándese don Juan con cuidado el día de la victoria, si es que ese día llega. Que corte y raje por donde quiera; todo puede hacerlo menos destronar a doña Isabel y traernos la libertad de cultos».

Ni aprobación ni conformidad oyó de los labios desdeñosos del salvaje. Este habló de otra cosa. «Métase en el carro, que viene un gris traicionero y usted no está hecha a estas frialdades... Ya despunta el alba... mensajera del sol... ¿Qué le pasa, Teresita; qué   —268→   sobresalto es ese? ¿Tiene usted miedo? ¿Qué teme usted viniendo conmigo?

-Sí, tengo miedo -murmuró la mujer, demudada, temblando-. Siento espíritus. Por aquí andan, Santiago... y eres tú quien los ha traído con las tonterías que me cuentas... No me digas que no... Los he sentido... Por esta oreja me paso uno, y aun creo que me dijo algo... ¡Ay, ay, otro espíritu! Y este es de los malos, porque me ha dado un empujón... ¿Te ríes?... ¿Pero cuándo amanece, Dios mío? ¡Nunca vi noche más larga!

-Ya viene el día; ya los soldados sacuden el sueño; ya esos bultos tendidos son menos inertes. Bajo las mantas se desperezan los brazos vigorosos... Mire usted más allá, Teresa, junto a las encinas. ¿Ve unos hombres que parecen salir de debajo de la tierra? Son los cornetas que van a tocar diana. La claridad blanca del día va devolviendo a todas las cosas su forma y color. Observe usted el patear de los caballos; oiga los relinchos con que dicen que han dormido bastante.

-Lo veo; veo y oigo lo que dices... Pero yo tengo miedo... Con la luz del día se van los espíritus; pero dentro de mí queda el miedo, este miedo que es mi conciencia sublevada, mi pena por el mal que hice... No me convencerás de que no fuí yo quien mató a Leal... Esta idea me vuelve loca... Y el espíritu de Leal me persigue... y a donde quiera que yo vaya irá él».

Deseando tranquilizaría, Ibero la obligó a   —269→   meterse en el carro, donde tenía mantas para entapujarse y requerir el sueño. En esto, el frío cristal del aire fue rayado, como con diamante, por el son agudo de los clarines que tocaban diana. Era el himno militar, no tan militar quizás como religioso; la voz que con dejos de plegaria despierta a los hombres y los llama a las obligaciones de la guerra. Teresa, con nerviosa inquietud tiritante, se arrebujó bien desde los pies a la coronilla; luego descubrió el rostro para decir: «Al toque de diana empiezan tus quehaceres. Tienes que dar pienso a las mulas y ayudar a los carreteros... Entre tanto me dormiré, que buena falta me hace. Ya me va entrando sueño. Fíjate bien en lo que te encargo: en cuanto acabes tus ocupaciones, vienes y me despiertas. Tengo que decirte una cosa.

-Dígamela ahora.

-Ahora no puede ser: tengo que dormir antes de decírtela... Vete... ya oigo el lenguaje fino de los carreteros. Cuidadito, Santiago; vienes y me despiertas... No, no; ahora no te lo digo».

Volvió a desaparecer entre las mantas el lindo rostro. Minutos después, Teresa dormía... con permiso de su conciencia. Y no había terminado el salvaje Ibero sus faenas matinales, cuando le sorprendió la súbita aparición de Clavería, el cual, apartándose con él de la caterva de machacantes y acemileros, le dijo: «Prepárate, que vas a un recado.

  —270→  

-¿Lejos, señor?

-Como lejos, muy lejos, no es... Pero tampoco es cerca. A Madrid tienes que ir. Como tu bagaje es no más que tu persona y un lío en que metes dos mudas de ropa, ya estás andando, que hay prisa. Sales ahora mismo, tomas el camino de Orgaz, ¿ves? por aquella loma... rumbo Norte clavado. En Orgaz dejas a la izquierda el camino de Toledo, y te vas hacia Almonacid del Campo, y de allí derecho a pasar el Tajo por las barcas de Ateca. Te indico ese camino porque no conviene que pases por Toledo, donde está Echagüe con la columna que nos persigue. Andando todo el día... no es mucho: doce leguas... puedes llegar a Villaseca, al otro lado del Tajo, antes de media noche. Duermes seis horas... y mañana sigues por Pantoja, Yeles, Torrejoncillo, Parla, Getafe... y en Madrid a las dos o las tres de la tarde. Eres buen andarín, excelente geógrafo... no te detendrás a gandulear, ni equivocarás el camino... En Madrid a las tres de la tarde... Para no sofocarte, te pongo las cuatro. Ahora, fíjate bien en lo que tienes que hacer en cuanto llegues. ¿Ves esta carta? Has de entregarla a don Ricardo Muñiz; pero en el sobre no se ha escrito este nombre, sino otro con las mismas iniciales. Mira, lee: Señor don Roque Muñoz. Lee este nombre y olvídalo, porque la verdadera dirección, Ricardo Muñiz, ha de ir bien grabada en tu memoria. Repite este nombre, repítelo muchas veces. Que yo lo oiga, que   —271→   yo lo vea bien grabado con buril dentro de su sesera...».

Repitió Ibero el nombre y apellido hasta que Clavería dijo: «Basta. Confío en tu agudeza y en el interés con que sirves al General. Pues lo mismo has de grabar en tu memoria las señas, que no son las que aquí se ponen: Carretas, 10. Olvida esto, y coge y graba la verdadera dirección: Carmen, 1. Repítelo»... «No es necesario -dijo Ibero, valiente y seguro de sí mismo-. Carmen, 1: es muy fácil de recordar. Yo compongo este barbarismo: Carmuñardo, donde están al revés las sílabas más sonantes de las tres palabras, calle, apellido y nombre. No se me olvida; esté usted tranquilo.

-La carta está escrita en un lenguaje cifrado y convencional, y si te la quitaran, nada sospechoso ni justiciable encontrarían en ella. La entregarás a ese señor en propia mano, sin perder horas ni minutos. Toma y guarda... Y ahora, fíjate en un segundo encargo, también del General... y mío (saca otra carta). Aquí tienes... Esta no lleva la dirección disimulada. ¿Ves? Señor don José Rivas Chaves, del Comercio. Desengaño, 19. Es una recomendación para que te coloque en su comercio de telas. (Abre la carta; Ibero la lee rápidamente.) ¿Te enteras? Tú, el portador de la presente, vas a Madrid en busca de colocación, y yo, que aquí firmo José González, y me llamo corresponsal de Rivas Chaves en Orgaz, te recomiendo a él... Todo es figurado: la carta, en escritura   —272→   invisible que Chaves hará salir del papel por un procedimiento químico, le dice cosas muy distintas de lo que va escrito con tinta ordinaria... Este amigo mío te recibirá muy bien, y te dará lo que necesites para tus gastos en Madrid, o para los que tengas que hacer luego... que aún no he concluido, Santiago. Me has prometido sumisión, obediencia absoluta.

-He prometido y cumpliré. ¿Qué tengo que hacer?

-Pues desempeñados los encargos que llevas a Madrid, te vas a Samaniego, no como peatón desastrado, sino en el tren, y con el empaque y avíos que te corresponden. A este gasto proveerá el amigo Chaves. Ya te dije que tus padres no consienten, se resignan a tu vivir errante, desligado de toda disciplina... pero a condición de que dos veces al año, por lo menos, vayas a verlos. En Julio último, después de lo de Valencia, fuiste allá. Prometiste volver en Octubre y esta es la hora que...

-No pude -dijo Ibero prontamente-. En Septiembre fuimos al Mar Negro, a cargar de trigo, y no volvimos hasta muy avanzado Noviembre. Después...

-Sea lo que quiera, irás a Samaniego y pronto. Tu padre, que pudo someterte dejándote coger el chopo a la edad en que todo español es soldado, no lo hizo, y te redimió del servicio militar... Tu padre tiene debilidad por ti; cree que en tu independencia salvaje hay como una exaltación de los sentimientos   —273→   más puros y una quinta esencia d las ideas más honradas y nobles... Yo no sé si está en lo cierto, o tan alucinado como tú. En fin, has de ir a su presencia. Tanto Santiago como tu madre desean que ponga alguna regularidad en tu emancipación. Me consta que ha escrito al capitán Lagier para que te encarrile un poco, obligándote a estudiar formalmente y examinarte de piloto, que la marina mercante es honrosa carrera. Con esto, ya sabes cuanto tenía que decirte... Falta una cosa: toma dinero para lo que necesites en el viaje de aquí a Madrid. Si en los pueblos de la Sagra encuentras algún galerín o coche-correo, lo tomas, y anticiparás unas cuantas horas tu llegada. Recoge tus bártulos, y ya estás echando a correr. Adiós, y hasta la vista, que lo mismo puede ser en Madrid que en el valle de Josafat... Adiós».

En un periquete se dispuso Ibero para partir. Una duda cruelísima le atormentó breves momentos. ¿Qué haría: despertar a Teresa para despedirse de ella, o largarse con la fácil despedida que llaman a la francesa? Acercose al carro y vio el informe bulto liado en mantas. Vagamente marcábase al exterior el cuerpo de la buena moza, como una escultura embalada para el transporte. La quietud y rigidez del envoltorio indicaban profundo sueño. No, no: ¿a qué despertarla?... Seguramente se dolería de verle partir, porque él en su errante soledad la entretenía con amenas conversaciones...   —274→   Pensó hacerle una muda despedida colocando sobre ella algunas flores, que no habían de ser ofrenda de enamorado, sino de amigo... Pero ni rastro de flores se veía en aquel adusto y enriscado suelo. Fue, y ¿qué hizo? Cogió unos tomillos olorosos, y con cuidado los puso en aquella parte del bulto que al pecho correspondía. «Ya comprenderá que he sido yo quien le ha puesto los tomillos -decía el hombre al retirarse-. ¡Pobrecilla! ¿Y si cree que se los han puesto los espíritus...?».




ArribaAbajo- XXVII -

Con ánimo decidido emprendió el gran Ibero su marcha hacia los Yébenes, por un país rocoso y montaraz, más habitado de alimañas que de personas. Guiábale su sentido geográfico, admirable don que aprendido parecía del trato con las aves emigrantes; alas le daba su deseo de cumplir lo mandado y de contribuir a los planes del General, y por fin, el ir a Madrid en aquella ocasión causábale gran regocijo, por las razones que él mismo habría dado a conocer si su reserva característica no rigiese lo mismo para sus amigos que para los lectores de sus aventuras.

En esta favorable disposición atravesó breñales,   —275→   quintos y dehesas; pasó el Amarguillo, y salvando las asperezas de la sierra de Orgaz, llegó a la feudal villa de este nombre, donde dio a su cuerpo un reparo nutritivo, siguiendo hacia Mascaraque y Almonacid. En terreno menos quebrado fue su marcha más segura y metódica; a nadie preguntó el camino; derecho iba en busca del río Algodor, por cuya margen izquierda había de llegar a la barca del Tajo. ¿Quién le enseñó esta topografía? Dios y un plano que en Madrid meses antes había visto. Ello es que felizmente pasó en la barca poco después de anochecido, y que impávido se metió en los despejados campos de la Sagra; durmió cinco horas en un mesón de Villaseca, y a las tres de la madrugada emprendió de nuevo la caminata. El limpio y estrellado cielo que en aquella seca región multiplica la opulencia de sus constelaciones, le fue de gran compañía y entretenimiento en su viaje. Después de reconocer sus amistades estelarias del Zodíaco y del hemisferio Sur, puso toda su atención en la Polar, que veía sin mover los ojos ni la cabeza, pues hacia ella derechamente caminaba; y adorándola por su inmovilidad más que a las otras vagabundas, con ella conversaba en estilo mixto de oración y confidencia.

Soñador caminante, así decía: «Hacia ti voy, hacia ti van mis pasos y mi corazón, estrella de la constancia y de los pensamientos inmóviles. ¿Qué hombre no tiene una   —276→   Polar en su alma? Yo la tengo, y toda mi vida gira en rededor de ella... A ti, Polar del cielo, miro yo, porque en ti veo la imagen de mi estrella terrestre, puesta en esos altos altares para que yo la adore. Mi estrella es como tú, inmutable, señora de todo el Universo y señora mía...». Si no con los términos precisos, con otros semejantes hablaba Ibero en sus coloquios con la Polar, y ello era de dientes adentro, que si fuera en lenguaje sonado y si alguien lo escuchara, se le tendría por poeta descarriado que al ritmo de su andar componía versos sin rima... Al pasar por Yeles, aclarando el día, un galerín de seis asientos que sólo llevaba cinco personas, le brindó fácil transporte a Madrid. Ajustose con el mayoral, metiose en aquella caja con ruedas, y como el camino no era malo y las caballerías supieron cumplir, al filo de las diez y media dio fondo el gran Ibero en la Cava Baja.

Poniendo el deber sobre todo, sin tomar descanso ni alimento, se fue el mensajero a cumplir la misión que un bárbaro signo, Camuñardo, representaba en su mente. Las once marcaba el reloj de la Puerta del Sol cuando Santiago entraba en el número 1, calle del Carmen. Dijéronle en la casa que don Ricardo no estaba y que no volvería hasta las doce. Como a nadie podía confiar la carta, y el hambre le apretaba, se fue a comer un bocado en un bodegón de la calle de la Paz. Minutos después de las doce volvió   —277→   a la casa de Muñiz y fue recibido por este, que a la primera impresión pareció receloso; mas leído el sobre y conocida la letra, se le alegraron extremadamente los ojos. Encerrado con el mensajero en su despacho, leyó la carta sin chistar, no una, sino dos o tres veces, y acto continuo, pidió al recadista noticias de la columna, de la salud de Prim y sus amigos, de la moral de las tropas sublevadas, de cómo eran recibidas en los pueblos, del camino que habían tomado al salir de Urda. A todo, menos a esto último, contestó Ibero cumplidamente. Ignoraba la dirección que don Juan seguiría, aunque la creencia más general en la columna era que iban a Portugal. Sonrió Muñiz al oír esto. Bien podía ser que Prim tomara la ruta más inesperada. Era hombre de arranques prontos, de inspiraciones y corazonadas.

Dicho esto, don Ricardo hizo al joven ofrecimiento de comida y albergue, así como de dinero para sus necesidades. Agradiciéndolo, respondió Santiago que otro amigo del señor Clavería, para el cual también traía carta, estaba encargado de atender a sus gastos en Madrid: era el señor Rivas Chaves. Al oír este nombre, dijo Muñiz con alborozo: «Me lo he figurado... ¡Chaves... grande amigo mío! Hemos estado juntos toda la mañana; nos hemos separado en la puerta de esta casa... Vete corriendo a la suya, Desengaño, 19, que está el hombre impaciente por recibir lo que traes: me consta». Advirtiéndole   —278→   que volviese a la misma hora en los días sucesivos, hasta la escalera le acompañó sonriente Ricardo Muñiz, hombre de mediana estatura, calvo, de bigote negro y ojos muy vivos, revolucionario inquieto y sutil, que movía con singular disimulo y agilidad las teclas de la conspiración.

Con pie ligero subió Santiago desde la calle del Carmen a la del Desengaño. Su presencia en la tienda de Chaves fue motivo de sorpresa y curiosidad para los dependientes, que medían varas de tela o mostraban a las parroquianas refajos, chambras y vestiditos de niño... El señor Rivas Chaves, corpulento, gallardo y barbudo, mandó a Ibero que le siguiese al interior de la tienda, y de allí, por angosta escalera, le condujo a una habitación del entresuelo: sin duda le esperaba. La estancia tenía aspecto de escritorio comercial, y en la estrechez de ella se paseaba melancólico, las manos a la espalda, un señor de buena estatura, con gabán corto no muy lucido. Apenas entraron, Chaves, impaciente y nervioso, arrebató la carta de manos de Ibero. Diciendo a este espérate aquí, cogió del brazo al caballero paseante y se lo llevó a un aposento próximo. En el andar, en las miradas, en el silencio mismo de los dos hombres, entrevió Santiago un misterio íntimo y una ansiedad expectante.

Solo en la estancia, quedó Ibero en gran confusión, apurando su pensamiento y su memoria en una labor de acertijo. Aquel   —279→   sujeto del rostro melancólico y del agitado paseo no era para él desconocido. ¿Quién era, Señor?... Le había visto, sí, no una sola vez, sino muchas. ¿Dónde, dónde?... Apretada la memoria y puesta en prensa, exprimió alguna luz sobre aquella persona. Sí, sí: le había visto en Samaniego, en su propia casa... La memoria, cediendo a la presión violenta, arrojó más claridad... «Ya, ya -se dijo-: este señor es amigo de mi padre... Mi padre se crió en un pueblo de las Cinco Villas de Aragón. El caballero desconocido es también de las Cinco Villas, militar como mi padre, más joven que él... Aun creo recordar que tienen parentesco lejano. Sí, sí; cuando yo salí de mi enfermedad estuvo viviendo en mi casa cuatro días». La memoria del joven refrescó y vivificó incidentes obscurecidos por el tiempo... Creía estar viendo a su padre, de sobremesa, hablando de guerras con el amigo aragonés, hombre vehemente y despierto, entendido en topografía militar. Era él, era él. Acabó Ibero, con ímprobo trabajo, por sacar de la obscuridad la figura y reconstruiría totalmente. Persona, condición, carácter, todo lo tenía ya; no le faltaba más que el nombre, y este se le escurría agazapándose en las tinieblas. Pero ya saldría, que la memoria tiene lóbregos desvanes donde suelen parecer las cosas más olvidadas y perdidas.

Sin abandonar este trajín mental, pensó Ibero que Chaves y el aragonés estarían revelando la carta. La escritura secreta trazada   —280→   con zumo de limón, era invisible hasta que se pasaba una plancha caliente por el papel, o se le aproximaba a un brasero. No debió de ser breve esta operación, porque los dos señores tardaron en volver al escritorio. Quizás después de dar visibilidad a los caracteres ocultos, se entretenían en comentar lo que con ellos se les decía. Por fin, Ibero sintió pasos, voces. El primero que apareció fue el caballero de las Cinco Villas. Santiago le vio de frente, cara a cara; vio su nariz aguileña, su bigote castaño, -y al fijarse en lo más característico de su rostro, que era la depresión y hundimiento del labio inferior, la memoria le dio con fulgor de relámpago el nombre del sujeto: ¡Moriones!

Despidiéndose de Chaves con breve fórmula, salió el Moriones disparado, como hombre de apremiantes negocios que no tiene un momento libre. No se fijó en Ibero ni le hizo maldito caso. En cambio, el bueno de don José, dulcificándose de improviso y acariciándose la bíblica barba espesa, estrechó la mano del mensajero, y con agrado y simpatía le dijo: «Ya me encarga Jesús que te atienda, joven. Vaya, vaya... con que eres aquel muchacho perdido... por los años de... ya no me acuerdo. No pasamos pocas sofoquinas Jesús y yo buscándote... Ya sé que eres de una gran familia, y que por natural... así, un poco aventurero... vives más en la mar que en suelo firme... Bien, hijo, bien. ¿Con que liberal decidido, y si a mano viene, democrático?... Pues ahora hemos de   —281→   arreglarte mejor facha de la que trae, y ponerte, como el que dice, bien portado y elegantito».

A esto replicó Ibero que se adecentaría de ropa, conservando siempre un empaque modesto, pues no estaba en su natural presumir ni hacer el currutaco. «Bien, hijo, bien -manifestó Chaves-. Deja de mi cuenta el buscarte la ropa. Aquí tengo blusas azules de maquinista, y pantalones y chalecos de pana... Te pondremos de trabajador honrado, limpio y decente. Un chaquetón de abrigo no te vendrá mal... Yo me encargo... Mañana estarás como nuevo». Tratose luego de la casa de huéspedes en que Ibero había de alojarse, y a las ideas de Chaves opuso el interesado su pensar propio en esta forma: «Póngame usted, don José, en buena casa donde yo no esté más que para dormir. Me gusta vivir libre, comer aquí y allá, en tabernas, bodegones, o donde me diere la gana. Aborrezco las casas de pupilos, donde no encuentra uno más que estudiantes de carreras, o empleaduchos que no le hablan a usted más que de la oficina, del jefe, y de mil tonterías. No puedo contener mi genio, y en las dos temporadas cortas que he tenido que pasar en Madrid, era raro el día en que no me liaba a trompazos con mis compañeros de casa.

«Bien, hijo -dijo Chaves tentado a la risa-. Eres de temple durillo... Dios te conserve tus malas pulgas, que por ellas serás hombre de respeto». Según entendió Ibero,   —282→   era Chaves un progresistón crédulo y fanático, de estos que se embriagan con las ideas y enloquecen con la acción, llegando, por sucesivo abandono de sus obligaciones particulares, a comprometer sus intereses y dejarse tragar por el monstruo de la cosa pública.

Un día bastó al diligente don José para proveer a Ibero de alojamiento y ropa. Esta era tal como el austero joven la deseaba, y también fue de su agrado la casa silenciosa y decente, en la calle de Santa Margarita (plazuela de Leganitos). Sólo tres huéspedes había en ella: un cura, un militar de reemplazo, y un señor esmirriado y taciturno que ocupaba la mejor habitación de la casa, y en ella pasaba casi por entero las horas del día, entre libros apilados en el suelo y enormes masas de papel escrito o por escribir. Como Ibero no comía en la casa, su trato con los huéspedes reducíase al breve saludo cuando la casualidad los cruzaba en el pasillo. La patrona, doña Mauricia Pando, viuda de un capitán fusilado por Cabrera en Burjasot, era una decadente señora, bien nacida y un poquito chiflada, que sólo admitía huéspedes recomendados y juiciosos. A Ibero trataba con singulares distinciones por la forma en que el amigo Chaves le había recomendado. En la sencillez del equipaje del joven y en su vestir humildísimo no vio penuria, sino misterio, disimulo de grandezas; que la buena señora procedía del Romanticismo, y en su alma quedó la deformación poética de las cosas humanas.

  —283→  

Respetando el incógnito, doña Mauricia se abstenía de interrogar a su huésped; pero satisfacía su apetito de charla hablándole de los tres señores que con él vivían bajo el mismo techo. Con referencia al que más curiosidad despertaba en Ibero, habló de este modo: «Ese señor que ocupa la sala, y que es, como usted ve, prudente, modoso y bien criado, tiene tanto talento, según dicen, que de la fuerza de las ideas y de la quemazón de su pensar estuvo trastornadito, y aun todavía tiene ratos en que parece no estar bien de la jícara. Allí le tiene usted noche y día escribiendo la Historia de España, una historia nueva que dicen ha de ser el asombro del mundo, porque en ella todas las cosas y sucesos van por la buena, quiero decir, que no es una Historia triste y desagradable, como la que estamos viendo todos los días, sino alegre y consoladora, como en rigor debiera ser siempre. Ya lleva escritos, ni no me engaño, catorce tomos tremendos, que son aquel rimero de papel que tiene en el suelo junto a la mesa... Parece que allí ha metido casi la mitad de este siglo, y ello ha de ser cosa buena, porque, según él mismo me ha dicho, ha suprimido las calamidades del reino, y en vez de la maldita guerra facciosa, pone cosas que harían felices a la nación si fuesen verdaderas... Pero yo le digo que aun siendo mentiroso lo que escribe, ha de gustar mucho cuando se imprima y pueda leerlo todo el mundo... pues harto hemos llorado ya sobre las verdades tristes... En fin, es   —284→   un huésped que no me da ninguna guerra. Paga todos sus gastos el Marqués de Beramendi, y como tengo encargo de tratarle a cuerpo de rey, para él traigo lo mejor de la plaza».




ArribaAbajo- XXVIII -

Apenas estrenada la ropa, se lanzó Ibero al laberinto de las calles de Madrid. Las horas y los días se le pasaban sin sentirlo, pisando aceras y cruzando empedrados, mirando números, subiendo y bajando escaleras, tirando de campanillas, y en fin, interrogando a innumerables individuos del gremio porteril. Si buscar una aguja en un pajar es ardua tarea, no lo es menos buscar entre cuatrocientos miles de almas una familia cuya residencia se ignora. Pero ni la familia ni el rastro de ella encontró Santiago, aunque lanzado anduvo como pelota de barrio en barrio, sin que alma viviente le diese las referencias que con tanto ardor buscaba. Cansado de inútiles correrías, llevó sus dudas y franqueó su secreto al buen tendero de la calle del Desengaño. Véase lo que hablaron:

«¿Conoce usted, señor de Chaves, o ha conocido, a un teniente coronel, de clase de tropa, llamado don Baldomero Galán, que a más de parecerse a Espartero en el nombre,   —285→   se le parece en la figura: bigote de moco, patillitas, un poco de tupé, un mucho de tiesura gallarda?

-Sí, hijo, sí. Ese Galán tiene por mujer a una navarra guapísima, quiero decir, que lo fue y todavía conserva buenos pedazos. Si no recuerdo mal, sus paisanas la llaman doña Saloma.

-Ella es, ellos son -dijo Ibero sin disimular su regocijo-. Sabrá también que tienen una hija...

-¡Ah, sí!... Ya voy recordando: una hija preciosa, una divinidad... y si no me engaño, se llama como la madre, Salomita... Sí, sí: mi mujer los conoce. Han vivido ahí cerca, en la calle de Silva.

-Pues esa Salomita -declaró Ibero algo ruboroso, desembozándose de golpe y mostrando, quizás por primera vez, toda su alma-, esa... es mi novia, señor don José.

-Bien, hijo. ¿Los padres consienten...?

-No, señor: consiente ella, que es lo que me importa; en su busca voy para cogerla y llevármela... Es voluntad suya y voluntad mía. Don Baldomero está a matar conmigo, y doña Saloma no cesa de echarme maldiciones. Pero yo y la que ha de ser mi mujer no nos paramos en barras. Ya hemos acordado unirnos para siempre. Falta la ocasión, y eso es lo que busco. Según mis ideas, bastan nuestras voluntades para formar nueva familia. Si los padres no quieren bendecirnos, nos bendeciremos nosotros, debajo de la bóveda del cielo.

  —286→  

-Bien, hijo, bien... Pero... ¿no te parece que vas muy lejos y que corres demasiado? Modérate un poco, hijo. La autoridad de los padres, la sociedad, la familia, ¿eh?... Y luego, el sacramento, la religión, ¿eh?...». Dijo esto el bravo patriota echándose atrás como asustado y mirando a los ojos del imperturbable Ibero... En su casa era Chaves un hombre patriarcal, bondadosísimo, amante de su mujer y de sus hijos pequeñuelos, a quienes mimaba con extremosas ternuras; era en la calle un agitador ardiente que por sucesivas excitaciones y compromisos había llegado a la mayor vehemencia y a la furia desatada; en su casa era pacífico, dulce, creyente, como el que vive dentro de un régimen que no ha de alterarse nunca; en la calle, la pasión sectaria y el fracaso de las tentativas sediciosas le llevaban hasta la ferocidad; en su casa faltábale poco para rezar el rosario con su mujer, y se preocupaba de que sus hijos aprendieran bien el catecismo; en la calle ponía toda su alma y todo su dinero al servicio de una Causa que por medios violentos había de triunfar de la Causa contraria; no le espantaban los ríos de sangre, si en ellos perecía el enemigo. Y la Causa era, en suma, un ideal fantástico y verboso, un Progreso de fines indecisos y aplicaciones no muy claras, una revolución que tan sólo cambiaría hombres y nombres, y remediaría tan sólo una parte de los males externos de la Nación.

Extensamente hablaron Ibero y su amigo   —287→   de la familia Galán. Hacía meses que Chaves no sabía de ella. Preguntó a su señora, y esta dijo que don Baldomero llegó a Madrid con su familia por segunda vez al mes siguiente de la noche de San Daniel. Venían de Tortosa. Confirmó Ibero estas referencias. En Tortosa había sido su conocimiento con Salomita, en Abril del año anterior. Luego se vieron en Madrid en pleno verano... Agregó la señora de Chaves que por Todos los Santos las Galanas abandonaron la Corte, quitando la casa y llevándose los muebles... ¿A dónde fueron? Este era el enigma. Dijeron que a Pamplona; pero en la vecindad se aseguraba que don Baldomero iba a un castillo, y ellas a Francia. Por último, Chaves aconsejó a Santiago que fuese a ver a Muñiz, quien de fijo sabía dónde andaba Galán, pues este seguramente era de los comprometidos en las tentativas del año anterior, descubiertos y sujetos a vigilancia.

No tardó Ibero en personarse en casa del bravo Muñiz, a quien encontró de malísimo talante. Don Juan Prim había pasado la raya de Portugal con su columna. Ya era locura pensar que volviese sobre Madrid con arrogante quiebro, dejando atrás a Zabala y Echagüe. Esta ilusión atrevida y risueña no nació en las almas de los patriotas amigos de Prim que en Madrid trabajaban; vino de Urda, apuntada como un proyecto no quimérico en la carta traída por Ibero. Pero todo se lo había llevado la trampa. Otra vez triunfaban los demonios protectores   —288→   de Isabel II, demonios vestidos de ángeles... ¿Pero a qué divagar en lamentaciones estériles? El caudillo se metió en Portugal porque no pudo hacer otra cosa... Si era cierto que Zabala y Echagüe tenían órdenes reservadas de no cogerle, también de seguro las tenían de imposibilitarle todo movimiento que no fuera la entrada en el Reino vecino. Y esto no era en verdad más que un alto, un respiro en el jadeante y heroico marchar, cuesta arriba, hacia la redención de España; en aquel descanso, Prim herraría su caballo para continuar su insensato correr tras el ideal. Concluida una etapa sin éxito, se empezaba otra. Los corazones no conocían el desmayo, y en cada caída rebotaban con más fuerza. Esto lo expresaba Muñiz con vulgar modo, acabando por decir: «Por muy jorobados que quedemos en cada fracaso, no se nos arruga el ombligo... y seguimos, seguiremos... con más riñones que el caballo de Santiago».

Aquel día no pudo Ibero adquirir las deseadas noticias. Muñiz no se acordaba... revisaría sus papeles... Dos días después le encontró muy inquieto; acababa de llegar de la calle sofocadísimo, y tenía que salir sin perder minutos, y correr a casa del general Gándara, con quien estaba citado para visitar juntos al Padre Claret. Véase el caso: en la desgraciada intentona del 3 de Enero, los Cuerpos de Caballería comprometidos en Alcalá no llegaron a pronunciarse, porque los cogió en el momento crítico el   —289→   general Vega Inclán, y la cosa se arregló, como si dijéramos, en familia. Echose tierra, que es en ocasiones la mejor compostura de estos descosidos de la Ordenanza. Pero toda la tierra echada con generosa espuerta no bastó a cubrir a un capitán y a varios sargentos de Cazadores de Figueras, que se habían comprometido públicamente sin la cautela y cuquería que los más usaban. Pagaron por todos: una Justicia desigual escarmentó a los menos avisados; un Consejo de guerra condenó a muerte al desgraciado capitán Espinosa y a varios sargentos. Intentaron algunos progresistas salvarles la vida, y anduvieron de O'Donnell a Pilatos y de Caifás a Posada Herrera sin hallar misericordia. En la desesperada, Muñiz discurrió acogerse a los sentimientos cristianos del Padre Claret. Este buen señor se puso muy compungido cuando Muñiz y Gándara solicitaron su intercesión en favor de los reos. Prometió hablar a la Reina; pero si en efecto intercedió, no le hicieron caso. El 3 de Febrero fue pasado por las armas Espinosa; pocos días antes sufrieron igual suplicio los sargentos. Se dijo que doña Isabel quería perdonar; pero el Rey don Francisco y la camarilla pedían castigos implacables.

Pasados estos afanes, pudo Muñiz, revisando cartas y apuntes, decir a Santiago que don Baldomero Galán estaba en Miranda de Ebro, no con mando de tropas, sino al servicio clandestino de la revolución. Era muy   —290→   afecto a Prim, pero tan corto de inteligencia, que se le vigilaba para enmendar sus torpezas o contener su celo impulsivo. «Es hombre decente y leal -añadió-, pero más terco que una mula. Mal suegro te ha caído. No esperes que te dé el consentimiento si lo ha negado ya. Es de los que remachan sus ideas como si fueran clavos, para que nadie pueda sacárselas de la cabeza. De doña Saloma sé que ha sido hermosa. Antes de casarse con don Baldomero, tuvo que ver con un cura que andaba en la facción de Zumalacárregui. Me lo contó un coronel navarro convenido de Vergara. Otra cosa: no están la madre y la hija con don Baldomero, sino en Francia, no lejos de la frontera. Búscalas entre Hendaya y Bayona».

Oído esto, levantose Ibero, y secamente pidió a su amigo órdenes para el Norte de España y Mediodía de Francia. «Desde que salí de Urda -dijo-, es mi destino caminar derecho, derecho hacia la estrella Polar. Viéndola delante de mí vine a Madrid, y ahora la veré también guiándome los pasos. Iré por de pronto a Miranda; de allí a Samaniego, que es corto viaje; de Samaniego a Vitoria, por Peñacerrada y Treviño; y de Vitoria no sé... Ya lo dirán los acontecimientos». Desconforme con estos planes, Muñiz le dijo: «Tengo carta reciente de Clavería en que me encarga que te utilice para nuestros trabajos. Ea, camarada, compaginemos tus proyectos con los míos. Yo también tengo que ir hacia esa estrella que dices:   —291→   en cuanto arregle ciertas cosas, saldré para Valladolid, Burgos, Vitoria y San Sebastián. Aguárdate tres días y nos vamos juntos». No podía rechazar Ibero proposición tan bondadosa, y enfrenando su loca impaciencia declaró que esperaría. ¿Qué había de hacer el pobre? Su salvajismo se desvirtuaba gradualmente por causa del contacto social. Y es que los salvajes de cualidades más agrestes se echan a perder en cuanto sus codos tropiezan con los codos de la civilización.

Aburrido y sin ningún quehacer en Madrid, Ibero repartía sus horas entre el lento vagar por las calles y las visitas a su amigo Chaves, con quien a ratos departía. Allí se dio a conocer al comandante retirado don Domingo Moriones, el cual recordaba gozoso su amistad con Santiago Ibero, y los días alegres pasados en la opulenta casa riojana. Con estas referencias, la persona de Santiago se iba creciendo a los ojos de Chaves, que no sólo veía en él al ardiente partidario de Prim, sino a la persona de posición, nacida de padres ilustres. Por esto y por la simpatía que el mozo se ganaba cuando se le iba conociendo íntimamente, el patriarca masónico puso en él sus afectos, y con los afectos su confianza. En uno de aquellos reservados coloquios, se arrancó a decirle: «El fracaso del 3 de Enero nos mueve a preparar con toda nuestra alma otro movimiento que ha de ser decisivo. Hasta el mes de Abril no podremos armar todo el tinglado... ¡pero   —292→   qué tinglado, hijo!... O morimos todos o España será libre».

Decía esto don José pasándose suavemente la mano por su apostólica barba negra, salpicada de algunas canas, y al hacerlo, las chispas no salían de su barba, sino de sus ojos. El hombre se electrizaba cuando la hirviente vesania política se le salía por la boca con raudales de indiscreción. Y algunas tardes y noches le vio Ibero en el entresuelo y en la trastienda (mientras los dependientes comían), abriendo y cerrando puertas disimuladas, y guardando bultos de mercancías cuyo contenido no se apreciaba por las formas del embalaje. De doble fondo eran algunas anaquelerías, y entre tabiques había huecos atestados de extraños paquetes y fardos. Comprendió Ibero que la tienda y el entresuelo de la casa eran un riquísimo depósito de trabucos, pistolas y escopetas, suficiente arsenal para satisfacer el ansia guerrera de los patriotas madrileños. ¡Ah, cuántas cosas estupendas y terroríficas podría ver el salvaje en casa de su amigo o en las calles de Madrid si sus obligaciones y afectos no le llamaran al Norte! Todo lo tenía dispuesto, ropa y avíos, en un maletín de mano, y para bajar a la estación no esperaba más que la orden de Muñiz. Esta llegó al cabo, y loco de contento se retiró a su casa; que cuando esperamos la hora de un partir dichoso, conviene encerrarnos y evitar así cualquier emergencia que nos detenga o nos inutilice para el viaje.

  —293→  

Paseándose en su jaula, dígase habitación, a cada instante consultaba la muestra de un reloj de plata que le había regalado su amigo Chaves. Aún faltaban cuatro horas largas. ¡Desesperante lentitud del tiempo! Viéndole tan inquieto, fue la patrona a darle conversación: de diferentes tópicos hablaron, y por fin doña Mauricia le sacó al comedor con estas afables razones: «Venga, venga acá, señor mío, que la soledad estira el tiempo y la buena compañía lo acorta. Aquí verá al amigo don Juan Confusio, que desde ayer no tiene otro pío que echar un parrafito con usted». En efecto: en el comedor aguardaba el eximio historiógrafo, que hizo pausada reverencia de corte. Contestó secamente Ibero a saludo tan ceremonioso, sin disimular el asombro que le causaba la figura amojamada, casi esquelética, del infeliz Santiuste. Por un momento creyó habérselas con uno de aquellos buenos espíritus a quienes familiarmente trataba en evocaciones nocturnas. No paró mientes Confusio en aquel asombro, y desató su locuacidad en esta forma incoherente: «Deseaba mucho ofrecer al señor mis respetos... Ya le conocía desde hace tiempo, in mente. Cuando le vi hace días en el pasillo, el respeto y la admiración me dejaron mudo... Porque usted negará su alta jerarquía; pero no puede negarme su semejanza con el Príncipe Pilarón. La sencillez y humildad de su traje no bastan a ocultar la realeza». Atónito miraba Ibero al desatinado historiador, y   —294→   luego a doña Mauricia, como pidiéndoles explicación de los disparates que oía. Con disimulado gesto la patrona le indicó que no hiciese caso, y que le dejase despotricar sin contradecirle. Acto continuo intervino en la conversación con esta benévola frase: «Aquí el señor Confusio está escribiendo una historia magnífica, la mejor que se conoce, según dice.

-Mi Historia no es la verdad pedestre, sino la verdad noble, la que el Principio divino engendra en el seno de la Lógica humana. Yo escribo para el Universo, para los espíritus elevados en quienes mora el pensamiento total. Yo abandono el ambiente putrefacto que nos rodea; saco mis pies de este lodo de los hechos menudos, y subo, señor mío, subo hasta que mis oídos pierden el murmullo terrestre, y mis ojos el falso brillo de las mentiras barnizadas de verdades. Yo subo, señor, y arriba escribo la Historia lógica, y pinto la vida ideal. Mis lectores no son de este mundo». Oyendo esto, Santiago dudó si el historiador era un loco de atar, o un espíritu proscripto que, encadenado en la tierra, poseía el secreto de la razón de la sinrazón. Sintiendo vaga simpatía por el escuálido sujeto, le preguntó: «¿Y esa Historia, cuándo se publicará?

-Aconséjele usted, don Santiago -indicó la patrona-, que no deshaga lo hecho ni rompa lo escrito, pues con tantas enmiendas y tanto quita y pon, no adelanta el buen señor lo que debiera.

  —295→  

-Es que... verá usted -dijo con tremante voz Confusio-: el anhelo de perfección nos obliga a frecuentes alteraciones de la forma y del plan... En el capítulo XXII de mi obra describí... la muerte que dieron en Cádiz a Fernando VII los Constitucionales... verá usted... Luego... verá usted... el desarrollo histórico me ha llevado a consecuencias ilógicas y a frialdades antiestéticas... He creído que debo resucitar al Rey, mejor dicho, que debo anular aquel capítulo y escribir otro... Fácil es comprenderlo: la muerte de Fernando me desequilibra la raza... ¿No lo cree usted así? Aconséjeme: ¿debo resucitar al tirano, o dejarle en la sepultura?». Ibero no sabía qué contestar. Por último dijo: «Déjele usted muerto, que ya vendrá por aquí su espíritu... a hacer de las suyas, y a equilibrar a España...».

En este punto del coloquio, penetró de rondón en el comedor una señora, amiga de doña Mauricia. Como había estado allí por la mañana, los saludos fueron brevísimos. Los dos hombres se levantaron, y el buen Confusio, ya por no gustar de la visita, ya por hablar a solas con el disfrazado Príncipe, cogió a este del brazo y se lo llevó a su aposento. Quedaron, pues, sentaditas una junto a otra las dos señoras, que al punto pegaron la hebra con locuacidad comadril. Era la visitante una sexagenaria remilgada y compuesta, el cabello gris peinado con profusión de moños y ricitos, el rostro como un museo de antigüedades en que los afeites   —296→   exponían y guardaban vestigios de belleza. Vivía la tal en la próxima calle de San Ignacio; era también viuda de militar, y desde su mocedad se trataba íntimamente con Mauricia Pando.

«Cuéntame, mujer -dijo esta-. ¿Hay alguna novedad desde esta mañana?

-Vengo sofocada... déjame que tome aliento... Pues hay gran novedad: que ya ha aparecido esa loca... Hace una hora que se me ha metido por las puertas... ¡Virgen Santísima, cómo viene! Molida del traqueteo de la diligencia, flaca, distraída, medio trastornada, con miedo de los espíritus que, según dice, andan tras ella. No ha podido referirme sino una mínima parte de los horrores que ha pasado... ¡Pobre hija de mi alma! Aun viniendo como viene, su vuelta me ha traído la alegría del mundo, porque ella es todo para mí... Ya no me falta más que salir a pedir limosna.

-¿Y ha resultado cierto lo que sospechabas... que ese Clavería la recogió?...

-Y en la columna sublevada se la llevó como un fardo de impedimenta. ¡Qué pícaro! A la muerte de Leal, Teresa, huyendo de mí, trató de irse a Herencia... allí está Felisa. Esos bribones vieron en mi hija un precioso botín de guerra... Pero cuando ya llegaban a la raya de Portugal, se sublevó la niña, y dijo: «de aquí no paso sino descuartizada». Total, que se fugó de la columna y acá se ha venido. Mi primera diligencia hoy ha sido llevar la noticia al señor de Oliván,   —297→   y el buen señor se ha puesto tan contento, ¡ah!... y ha dicho, como en la parábola del hijo pródigo: «Matemos un ternero para celebrar la vuelta del hijo descarriado...».

En esto, apareció Ibero reloj en mano, seguido de Confusio, y dijo: «Ya es muy tarde... se me escapa el tren». Despidiose de doña Mauricia. Esta, risueña y burlona, afirmó que aún faltaba hora y media. Pero el impaciente viajero, ávido de precipitar el tiempo, se precipitó a coger su maletín, y luego la puerta... Desapareció arrastrado por los espíritus.




ArribaAbajo- XXIX -

«¿Quién es ese mocetón tan guapo? -preguntó Manolita Pez a su amiga.

-Hame dado en la nariz que es un conde disfrazado. Me lo trajo Chaves... Yo respeto el incógnito de los que vienen a mi casa, y este no se me ha clareado... Siempre comía fuera, pienso que en casa de Lhardy...».

Apartando su mente de lo que no le interesaba, la sutil tramposa reanudó así la cortada hebra de su asunto: «Dios querrá que ahora tenga término el tremendo temporal que vengo corriendo desde que me fui a Tarancón. Yo le pido a Dios y a la Virgen que no me desampare... A la Encarnación o a   —298→   San Marcos suelo llegar yode madrugada cuando aún no han abierto, y por las noches soy la última que sale de la iglesia... La desgracia y el no tener nada que hacer la van metiendo a una en las devociones, y lo que importa es seguir en ellas hasta que Dios nos depare el remedión que le pedimos... Yo tengo esperanza, Mauricia; yo tengo fe en la decencia de don Enrique... Hoy le he visto entusiasmadísimo... Y dicen que lleva la batuta en el Ministerio de Hacienda; además es rico por su mujer, una cuitada que se pasa los días haciendo vestiditos para el Niño Jesús...».

Por no ser del caso, no se copia lo demás que las dos viudas charlotearon aquel día. Baste decir, para seguir escrupulosamente el proceso histórico, que la pobre Teresita tardó un mes largo en reponerse del cansancio y desorden mental que había traído de la columna. Encamada estuvo largos días; pasó fiebres, erupciones, trastornos graves; rechazaba el trato social; no quería cuentas con las amigas; odiaba los hombres; se declaraba salvaje y con intenciones de irse a un yermo y hacer vida de Magdalena o de Egipciaca, medio desnuda, suelto el cabello, y sin más compañía que la de una monda calavera. Hasta San José no la dio de alta el médico, y en Abril salió por primera vez a la calle. En los apuros de aquella vida, la única persona que daba pecuniarios auxilios a doña Manuela era Chaves, y esto lo hacía por caridad y por parentesco,   —299→   como primo carnal del difunto coronel Villaescusa. Ninguna mira pertinente al orden erótico llevaba Chaves en sus generosidades, que cada día eran más cortas, y entrañaban el deseo de que un régimen normal les pusiese fin.

El demagogo de la barba bíblica hallábase por Abril en delirante actividad. Su labor era intensa, febril, y en ella ponía todo su espíritu y no pocos dineros, subordinando los negocios al supremo interés de la cosa pública. Como la Junta Revolucionaria no podía ya reunirse sin grandes precauciones, Chaves alquiló un humilde piso en la calle de Jesús del Valle, en casa de aspecto mísero que no tenía porteros. Una o dos veces, a diferentes horas, se juntaron allí Sagasta, Becerra, Ruiz Gómez, Montemar, García Ruiz y el presidente Aguirre. Llegaban uno tras otro, y reunidos en un destartalado cuarto, a la luz de un apestoso quinqué de petróleo, deliberaban sobre la futura suerte de España. No creyéndose seguros allí, variaban de catacumba, y en calles excéntrica y lóbregas, se les veía desfilar de noche, embozados o con extrañas vestimentas.

La conspiración laboraba entonces en los sargentos de Artillería, disgustados por el fracaso del proyecto de ascensos que no pudo sacar adelante el general Córdova. Chaves y otros agentes les iban catequizando uno por uno. Como fuese preciso organizar la acción común, se acordó afiliarlos y ponerlos   —300→   en contacto con un jefe, que de acuerdo con la Junta había de dar las órdenes para el movimiento. El punto de cita era la casucha de Jesús del Valle. Iban llegando los sargentos por la tarde, antes de la retreta, en grupos de dos o de tres, y Chaves los presentaba a Moriones, el cual poseía como nadie el don orgánico; les hacía ver el principio de reivindicación a que obedecía el acto de indisciplina; les explicaba la imposibilidad de remediar por otros medios el envilecimiento a que había llegado la Patria. Y por último, la Revolución, mejor dicho, la Patria agradecida, les ofrecía dos empleos para el día en que pueblo y ejército asegurasen el triunfo de la Libertad y de la Justicia.

La Historia, que no cuenta las conspiraciones, sino sus efectos, tampoco dice nada del pacto amistoso que al fin celebraron don Enrique Oliván y Teresa Villaescusa, con intervención diplomática de la más fina zurcidora que vieron los siglos, doña Manuela Pez. Entró por el aro Teresita, venciendo su repugnancia de aquel sujeto, porque las exigencias de la vida material con imperioso mandato así lo pedían. Era ya cuestión de vida o muerte. O el pan o la miseria. Fue la crisis del hambre, que era por cierto de las atrasadas que no admiten espera... Cuentan que a la semana de celebrado el diabólico pacto, Teresa se hizo dueña del ánimo de don Enrique, y le trataba como a un negro, esgrimiendo el arma terrible de la publicidad. Y como el burocrático   —301→   se había colado y encendido más de la cuenta, cayó en dura esclavitud, de la que difícilmente podía zafarse, porque con Manolita no había bromas. Si era un águila para hilvanar voluntades, toda pico y uñas toda se revolvía ferozmente contra el intento de descoserlas fuera de su jurisdicción y autoridad.

Conllevaba Teresa con resignación aquella vida de forzado ayuntamiento sin amor, esperando una imprevista solución o nueva crisis que de tal suplicio la librase. Aburrida buscaba su consuelo y solaz en fugas de la imaginación a esferas distantes, a ilusiones que fácilmente construía con materiales de otras que fueron y pasaron. En tal estado, abandonándose a los audaces vuelos de su fantasía, era tan revolucionaria como el primero, porque ella también odiaba lo existente, deseaba volcar el régimen, y armarlo de nuevo con otras ideas y otros hombres. A su tío (en segundo grado) don José Chaves le acosaba con preguntas, le ofrecía su cooperación, le incitaba con vehementes razones a persistir en la sañuda porfía contra los obstáculos. Ya no ponía la salvedad de respetar la corona de Isabel y la unidad católica... Todo, todo debía caer.

Renovaba la memoria de Teresa con vivos colores la odisea desde Fuentidueña a Portugal, dividida en etapas, a las que correspondían sensaciones diferentes. Las primeras fueron trágicas; siguieron días tristes, precursores de la pacificación de su espíritu;   —302→   el día luminoso de Villarrubia; la noche dulce y melancólica de Urda, que dejó en su alma una inquietud indefinible, querencia de ideales nuevos, y la percepción de un mundo hermoso y lejano, indeciso entre el sueño y la realidad. Si mil años viviera, no olvidaría el fiero instante en que, apenas despierta, encontró sobre su seno los tomillos de Santiago. El presentimiento que en su alma levantaron aquellas silvestres y olorosas matas, fue confirmado por una voz áspera que le dijo: «Se ha ido... Le han mandado a Madrid». El desconsuelo de aquel día la desconsoló para todo lo restante de la expedición. Desde Urda hasta Encinasola, el viaje fue para ella un martirio, la columna una procesión fúnebre. Su displicencia constante y los disgustos a que daba lugar, la indispusieron con Clavería. Para mayor desgracia de este, Monteverde y Milans del Bosch, no sólo le daban bromas molestas, sino que cortejaban a su conquista con el mayor descaro. Cerca ya de Portugal, la situación se hizo insostenible. Plantose Teresa diciendo a su captador: «Yo seré todo lo que se quiera menos emigrada. En España nací, y en España he de vivir siempre. Hecha pedazos podrán llevarme a Lisboa; entera no me llevan, ni usted, Clavería, ni don Juan, ni San Juan Prim». A esta declaración añadió la amenaza de un fuerte escándalo si no la soltaban.

Largo y penoso fue su regreso a la Corte, a donde llegó en Febrero, en el estado miserable   —303→   descrito por Manolita. En cuanto pudo salir a la calle, vencida la indisposición, trató de indagar el paradero del salvaje que voló dejando en el pecho de ella unos tomillos. Nadie le daba razón de persona tan insignificante. Por desdicha, no se le ocurrió preguntar a su amiga Mauricia Pando: verdad que a casa de esta no iba nunca, porque la presencia del pobre Santiuste le causaba intensa lástima y aflicción. Pero un día, hallándose de visita en casa de Chaves, subió al entresuelo a saludar a su tío. Allí encontró a este con Moriones y un muchacho que parecía sargento. En algo que hablaron delante de ella, sorprendió el nombre de Ibero. Fue una chispa, un relámpago. Preguntó Teresa... La verdad le fue revelada en esta forma por el muchacho a quien tuvo por sargento: «Santiago Ibero se fue al Norte o a Francia con el señor Muñiz. El señor Muñiz ha vuelto; Ibero no».

Con el que tal dijo trabó conversación, anhelando más informes. Pero en esto entraron en tropel los chiquillos de Chaves: dos niñas preciosas como los mismos ángeles, el hijo mayor, de ocho años, despabilado y gallardísimo, y un chiquitín de cinco, que era la criatura más salada y traviesa que se podría imaginar. Moriones y el sargento (si lo era) se despidieron, y los niños rodearon a Teresa colmándola de fiestas y carantoñas. Propuso ella llevarse a su casa las dos niñas, comprarles dulces por el camino, y devolverlas a la noche. Convino en   —304→   ello la señora de Chaves, que a punto entró. Iba de visitas, y se llevaría el niño mayor. El pequeño, llamado Pepito, iría, como de costumbre, a paseo con su padre. Amaba tiernamente don José a todos sus hijos; pero aquel gracioso pillastre era su debilidad, sin duda por el temperamento revoltoso y de sistemática oposición que en el niño a todas horas se mostraba.

Admirable cosa era que, gozando de tantos bienes domésticos, mujer buena y hermosa, lindos, inteligentes hijuelos, floreciente negocio comercial, todo esto y su reposo y su tiempo, y sus ganancias, lo sacrificase Chaves en altares idolátricos de la política. O eran aquellos tiempos de mayor inocencia, o de mayor virilidad. De todo habría seguramente. Ello es que, sin el llamado candor progresista de que tanta burla han hecho los oligarcas de poco acá, no se habría limpiado esta vieja Nación de algunas herrumbres atávicas que la tenían paralizada y como muerta. Si héroes anónimos hubo siempre en nuestras epopeyas guerreras, también los hubo en los dramas políticos; héroes de abnegación no menos grandes que los que arriesgaron la vida y el honor militar. Chaves fue de los más esclarecidos patriotas, de los más candorosos mártires por la idea, que martirio y candor parecen la misma cosa, y el hombre se dejó ir a su ruina y descrédito por secundar valerosamente las ideas de libertad y justicia que sintetizaba en cuatro letras el sugestivo nombre de   —305→   Prim. Prim era la luz de la patria, la dignidad del Estado, la igualdad ante la ley, la paz y la cultura de la Nación. Y tal maña se habían dado la España caduca y el dinastismo ciego y servil, que Prim, condenado a muerte después de la sublevación del 3 de Enero, personificaba todo lo que la raza poseía de virilidad, juventud y ansia de vivir.




ArribaAbajo- XXX -

Entró el de Reus en Portugal con sus fieles húsares y los amigos que le seguían. Poco tiempo permaneció en Lisboa; partió a Inglaterra, de Londres a París, apretándole a ello la precisión de ponerse al habla con sus activos colaboradores para tramar sin demora el alzamiento decisivo. Un nuevo plan de arreglo propuesto por Palacio interrumpió estos manejos; pero frustrada la componenda (un ministerio Lersundi formado a gusto de Prim), siguió la socava tenebrosa minando las capas más firmes del terreno social. En Abril se consiguió en Madrid arrastrar a la conjuración a los sargentos de Artillería; en Mayo, las guarniciones de Valladolid, Vitoria y San Sebastián quedaron cogidas; en Junio se pudo dar al esquema revolucionario algún viso de organización. Ejecutores de este programa en   —306→   provincias y en la Corte eran Pierrad, Pasarón, Lagunero, Escalante, don Martín Rosales y otros nombrados jefes... Nunca se habían acumulado tantos elementos; nunca la cautela había conseguido evitar tan bien la repetición de los errores que fueron génesis del aborto en anteriores tentativas... El secreto con que laboraban los fieles adeptos no salía de las catacumbas.

De esto tenía pruebas Teresa Villaescusa, que ávida de conocer la interna trama, preguntaba solapadamente a cuantas personas podían a su parecer darle alguna luz. Aquel mocetón que en casa de Chaves le dio las únicas noticias que de Ibero pudo obtener, se le apareció una tarde vestido de sargento cuando Teresa iba de su casa, calle de las Rejas, a la de su madre, en la de San Ignacio. Con finura la saludó el militar, preguntándole por su salud, y ella, con más curiosidad que cortesanía, le soltó esta descarada observación capciosa: «Ya sé que está usted comprometido... ¡Bien por los sargentos de Artillería! Y me han dicho que algún oficialito también...». Poniéndose colorado, dijo el sargento con cierto énfasis que nada sabía; que su Cuerpo no se metía en fregados de revolución; que él se cuidaba tan sólo de cumplir su deber, y que no variaría de conducta por todo el Universo.

«Santa Bárbara le acompañe -dijo Teresa, colándose incontinenti en otra indagación de más interés para ella-. Es usted como aquel otro chico salvaje, su amigo y paisano,   —307→   que todo lo arregla encomendándose al Universo... Y a propósito: ¿sabe usted si ha vuelto Ibero a Madrid?». Respondió el sargento afirmativamente. En Madrid estaba: le había visto dos veces. ¿Dónde? Una junto al cuartel de la Montaña; otra en la calle del Duque de Liria. Venía del Seminario de Nobles, Hospital Militar, en dirección verbigracia de la Cara de Dios... Por cierto que iba muy derrotado, como si quisiera hacerse pasar por mendigo. Algo más le preguntó Teresa, fingiendo indiferencia, y luego cortó la conversación con un saludito de despedida. El sargento se puso a sus órdenes cortésmente: «Simón Paternina, de la Guardia, Rioja alavesa, para lo que guste mandarme».

Aquella noche comió Teresa los garbanzos en casa de su madre (donde regía la moda francesa en las horas del yantar), y es fama que estuvo desabrida, mimosa y tan fuera de quicio, que puso en cuidado a la egoísta y astuta dueña. Lo que a esta más alarmaba fue que dio en la manía de no ir a su casa a la hora en que fijamente la visitaba el empalagoso caballero burocrático. Por fin, con ruegos y amenazas, la indujo la madre al cumplimiento de sus deberes. No debió Teresa cambiar de humor en presencia de Oliván, porque este se retiró a la hora de costumbre, harto lastimado y afligido. Ello fue que la linda moza recayó desde aquella noche en la extraña dolencia de asustarse de todo, y de verse perseguida por malignos   —308→   seres invisibles. Así lo entendió doña Manuela, que clamando al Cielo decía: «Comido vea yo de perros al que enseñó a mi hija esa brujería indecente de hablar con las ánimas. El que metió estas diabluras en pobre cacumen fue sin duda el pillastre de Clavería, o alguno de los machacantes que iban en la dichosa columna».

Perdió Teresa el apetito y dormía muy poco, inquietando a Oliván, que no cesaba de recetarle agua ferruginosa y vino rancio, precisamente lo que tomaba su mujer para combatir la anemia. Manolita, no menos inquieta, le recetaba paseos, teatros, salir de compras, visitando particularmente las joyerías: este era el tratamiento más eficaz contra duendes y fantasmas. Alguna noche, cuando se quedaba libre de la insulsa compañía de don Enrique, se ponía Teresa mantón y nube, y echábase a la calle con su criada. ¿A dónde iba? A vagar por las calles sin objeto aparente, no huyendo de los espíritus, sino más bien buscándolos. Entendía la criada Patricia que al acecho de alguna persona andaba su señorita; así lo demostraba el precipitado paso de esta, sus miradas inquisitivas, y el hecho de trotar casi siempre por las mismas calles. Las correrías se limitaban al espacio comprendido entre el cuartel de la Montaña y el Portillo del Conde Duque, entre el de San Bernardino y la Universidad.

Una noche, pasando a última hora por la calle de los Reyes, vieron que de una casa   —309→   baja y pobre, cuya puerta ostentaba el rótulo de Imprenta, salieron dos hombres hablando con mucha viveza. En la esquina de la Travesía del Conservatorio se detuvieron a platicar con otros dos que venían en dirección contraria. Las dos mujeres, arrebujándose bien, pasaron junto a ellos, siguiendo hasta doblar la esquina de la Plazuela de Leganitos. Teresa dio con el codo a su doméstica y le dijo: «¿Sabes quién es ese que me miró cuando pasábamos? Sagasta... En los otros tres no pude fijarme. Me pareció que uno de ellos era Montemar». Otra noche, en el callejón del Cristo, vieron a Chaves, viniendo del Conde-Duque en compañía de un hombre de inferior estatura, que se contoneaba al andar. Ocultó Teresa su rostro, temerosa de que su tío la conociera, y cuando estuvieron lejos, dijo a Patricia: «El pequeño es Manolo Becerra».

A la noche siguiente tuvieron un mediano susto. En la calle del Limón las requebraron y persiguieron unos hombrachos que salían de una taberna. ¡Pies, para qué os quiero! Ama y criada no pararon hasta dar con un sereno, que las tranquilizó acompañándolas largo trecho. A la media hora resurgían solas en la Plaza de Ministerios, y en uno de los bancos fronteros al Senado se sentaban a descansar, convidadas de la serenidad de la noche silenciosa y del temple primaveral del aire. Las miradas de Teresa eleváronse al firmamento, engalanado de todas sus maravillas sidéreas. Buen rato estuvo   —310→   esparciendo sus ojos por tanta magnificencia, y trató de recordar lo que en noche serena y en lugar distante de Madrid le había enseñado un salvaje astrónomo. Pero su memoria no retenía más que los nombres de algunas estrellas de primera magnitud. Embelesada, poseída de fervor religioso, lanzó su alma en veloz carrera tras de sus ojos, para explorar el inmenso espacio y medir, si así puede decirse, la infinidad sublime de sus distancias.

Trató luego de comunicar su fervor y sus conocimientos a la ingenua muchacha, que hacía por remontar al cielo sus miradas perezosas. «Todo lo que ves, Patricia, es lo que llamamos el Universo, y cada estrella de ésas es un mundo grandísimo, lleno de personas. De lo que hay allá, sólo sabemos los nombres que los matemáticos de aquí han puesto a las estrellas. Una se llama la Osa, otra la Cabra, y hay también el Toro, el León, el Carnero... Pero aunque llevan nombres de animales, son mundos de Dios, llenos de almas cristianas». Patricia no contestó más que con el ¡aaaah! admirativo que usa el pueblo para saludar el esplendor de los fuegos artificiales. De improviso descendió Teresa de aquellas alturas, cayendo como un rayo sobre esta terrestre idea: «Oye, Patricia: tú me has dicho que tu novio es sargento. ¿Es acaso de Artillería?»... «No, señorita: es de los que están en aquel cuartel grande por donde pasamos anoche. Lleva un sombrerete que llaman chascás»... «Es   —311→   lancero. ¿No te ha dicho si le han catequizado para sublevarse?»... «Melchor no se mete en esos trotes. Dice que va a venir revolución, y yo tengo miedo de que le toque alguna china»... «No temas nada. Revolución vendrá, y todo lo existente caerá patas arriba. El porvenir es de los sargentos. ¿El tuyo no te ha hablado de Prim?»... «Sí, señorita. Dice que es el General más bragado y de más meollo que tiene España»... «Sí, sí -afirmó Teresa con tanta unción como cuando se embelesaba en las estrellas-. Prim es el hombre...».

En la quinta salida, víspera de San Antonio, el Acaso brindó al fin a las dos mujeres extraordinaria y sorprendente aventura. Fueron hacia el Portillo de San Bernardino: a cada paso encontraban grupos de gente alegre, borracha y cantora, que por la Cuesta de Areneros subía de San Antonio de la Florida. Retrocedieron requiriendo la soledad, y cuando por la calle de Liria embocaban a la Plazuela de Afligidos, vieron ¡ay! dos hombres que venían del Conde-Duque... ¡Era él, era...! Quedó Teresa paralizada y muda. Los dos hombres pasaron cerca; la claridad dormilona de los faroles, junto con la de la luna menguante que acababa de salir, permitió a Teresa reconocer la figura gallarda de Ibero, que según ella con ninguna otra podía confundirse, su perfil noble, su andar decidido, y su vestimenta, que no era de mendigo, como le dijo el sargento, sino decente, sencilla y   —312→   airosa. Pero más que el estupor, le ató los brazos y cerró la boca un miedo supersticioso, una punzante duda. ¿Sería un espíritu y no un ser corpóreo? Tras esta duda, otra asaltó su mente. ¿Los espíritus de los vivos pueden ser visibles?

Los segundos que duró esta confusión perdiolos Teresa para el seguimiento de los dos hombres, uno de los cuales, según ella, era Ibero, el otro Moriones. Iban hablando en voz queda y con serenos ademanes. El breve tiempo perdido por Teresa en el pasmo y suspensión de resuello que le ocasionaron sus dudas, los hombres o fantasmas, si tales eran, pudieron llegarse a una puertecilla próxima al santuario de la Cara de Dios, discutir un momento si entrarían o no, retroceder algunos pasos y entrar rápidamente por el callejón del Príncipe Pío. Al verles filtrarse por aquel angosto pasadizo, recobró Teresa su aliento, y disparada corrió en la propia dirección. Entró por donde ellos habían entrado; les vio allá, como sombras, en un recodo que torcía bruscamente a la derecha; siguió; corrieron las dos hasta una plazoleta o solar del cual partía otro conducto tortuoso, costanero, irregular, sin fin... Desesperada Teresa, no viendo ya a los dos hombres ni rastro de ellos, se paró, y con el aliento que le quedaba soltó tres veces el nombre de Ibero, en gritos intensísimos y desgarradores, haciendo trompeta con las manos. Halláronse en un sitio donde la obscuridad era   —313→   pavorosa. Creyérase que ante las mujeres, los faroles del alumbrado público habían huido con temblor de sus vidrios y chisporroteo de sus luces. Confusamente se distinguían tapias, alguna casucha con puerta y ventana cerradas. Los hombres, si tales hombres eran y no espectros, se habían desvanecido en las tinieblas.

Viendo a su ama enteramente descompuesta y desgobernada, tomó el mando Patricia, y tirando del brazo a Teresa hizo por sacarla de aquel laberinto. La salida no era fácil. Al fin, por un hueco entre dos tapias se vieron en calle conocida. Dejábase Teresa conducir en silencio por su criada, y lo primero que hablaron fue para dilucidar el punto por donde desaparecieron los dos hombres. Ocurrió entonces un caso extraño: Patricia los vio en Afligidos, y sostenía que habían entrado por la portezuela próxima a la Cara de Dios. Lo de que se sumieron por la angostura del Príncipe Pío era patraña y falsa visión de la señorita. Se enfurecía esta defendiendo la verdad de lo que había visto, y sin hacer caso de su fiel doméstica, que le proponía volver a casa, metiose con paso vivo por las calles del Río y del Reloj, hasta dar en la plazuela de Ministerios. Allí soltó su lengua en desordenada vociferación, diciendo: «No voy a casa, no vuelvo a mi casa... Yo no tengo casa. Soy salvaje, Patricia, y como venga Enrique a querer llevarme, verás una mujer furiosa defendiendo su libertad. Y no vuelvas a decirme   —314→   que Santiago y Moriones no entraron por el callejón. Yo te digo que sí, y no tienes que replicarme. Yo los vi... no eran visiones ni espíritus... No me contradigas; no me atormentes... o haré contigo lo que con Enrique... No me hables de ese rey de los bobos... Esta mujer no es suya, estos ojos no son suyos... ni esta boca es suya, como no lo sea para escupirle... Te juro que aborrezco a todo el género humano, menos a un solo hombre, el único que existe para mí... No me digas que no, Patricia... Cállate o te saco los ojos».

Viéndola en tal exaltación, quiso la muchacha reducirla con ternuras. Teresa rompió en llorosos lamentos: «El mundo todo revolveré hasta que encuentre lo que es mío. No voy a casa, no me acuesto... Si no le encuentro; si no me dice que me quiere a mí como yo le quiero a él, tengo que matarme, Patricia. A ningún hombre quise nunca... a él sólo, a ese que has visto... Nada: o me quiere o me mato, que para eso tengo preparados dos venenos que con sigilo compré». Apenas dicho esto, desembarazada ya de nube y manto, arrojose en el suelo con epilépticas contorsiones. Acudió Patricia a socorrerla y sujetarla; mas ella contraía brazos y piernas, dando al silencio de la noche su voz desgarrada: «Me mato, quiero morir... No más, no más sufrir vida tan miserable». Golpeándose el cráneo y haciendo presa en sus cabellos, clamaba: «Maldita de mí que traté a tantos hombres y no   —315→   supe esperarle a él. No sabía yo lo que él me ha enseñado, Patricia; no sabía yo que en el mundo existe todo lo que deseamos... la dificultad está en buscarlo bien... Déjame; no, levántame: volvamos allá. Le encontraré, porque allí vive... Entró en alguna de aquellas casuchas bajas... Ven, vamos; llamaremos en todas las puertas...».

Prometiéndole acceder a cuanto deseaba, Patricia logró que se levantara... A su lado la hizo sentar, en el banco próximo. Irían, sí, en busca del hombre perdido; mas era menester esperar el día. Por de pronto, lo mejor sería retirarse a casa, dormir un poco, y después... Rebelábase Teresa contra esto, y en dimes y diretes estuvieron todo lo restante de la madrugada. La Providencia deparó a Patricia un humanitario sereno, que arrimándose a las dos mujeres ofreció sus servicios... Vencida del horrible cansancio, quedó Teresa en visible atonía y somnolencia, colgante la cabeza sobre el pecho; y este momento aprovechó la criada para correr a dar aviso a Manolita, dejando a su ama al cuidado del sereno. Con rápida frase contó la muchacha lo que ocurría, confesando las escapatorias nocturnas, y narrando el medroso encuentro que había sido causa del mayor disloque de la señorita. Tales fueron la consternación y sofoco de la madre, que a punto estuvo de rasgar la bata cuando quiso ponérsela para salir en socorro de su adorada hija. ¡Jesús, qué conflicto, qué desconocido drama, y qué pavoroso quiebro del   —316→   Destino!... Todos los hipidos y arrumacos de su repertorio empleó la buscona para reducir a Teresita y llevarla a la casa materna, lo que logró al fin con ayuda de su criada, de Patricia y de dos serenos expeditivos y serviciales. Acostaron a la doliente, y doña Manuela se ocupó en desentrañar con arduas cavilaciones el nuevo problema que se le planteaba. ¿Qué le había pasado a la hija de sus entrañas? ¿Quién era aquel hombre que iba con Moriones por obscuras callejas, y que sólo con su rápida presencia diabólica había trastornado a la pobre Teresa? De sus cálculos y razonamientos sacó en limpio que el caso se relacionaba con los malditos conspiradores, y aquel mismo día, ni corta ni perezosa, se fue a confiar su cuita al bueno de Chaves, pidiéndole orientación, consejo. Pero don José, después de oír la triste canción de la dueña, se inhibió secamente, y la despachó a cajas destempladas.




ArribaAbajo- XXXI -

En mala ocasión iba Manolita con estas andróminas al amigo Chaves, que entonces se hallaba en el paroxismo de su actividad demoledora. Los trabajos no permitían un minuto de reposo a los atrevidos laborantes. Todo estaba dispuesto. La conspiración era   —317→   ya un rimero de pólvora, al cual no faltaba más que arrimar la encendida mecha... No obstante la buena voluntad de todos, surgían desavenencias que no siempre eran reductibles. La más grave de ellas sobrevino entre la dirección civil y la militar, entre la Junta y Moriones. Este, que había llevado a feliz término la seducción de sargentos, vio pospuestas sus ideas a las de los civiles, y para cortar discusiones peligrosas, la suprema autoridad, que era Prim, determinó que el hombre de las Cinco Villas fuese a dirigir los trabajos de Valencia.

En el delirio de la organización masónica, Chaves no desperdiciaba las horas ni los momentos; ni aun cuando sacaba de paseo a su adorado niño, dejaba de desempeñar alguna comisión, o despachar algún trámite necesario. Una tarde cogió al niño, a quien su mamá había puesto muy majo para el paseo, y se lo llevó por las calles dándole cuerda, por el gusto de oírle sus dichos graciosos y sus salidas agudas. Era el chiquillo travieso, levantisco, y como decía su padre, estaba siempre en la oposición. Los juguetes de sus hermanos le gustaban más que los suyos. Era una fierecilla cuando le vestían y cuando le desnudaban; en las comidas chillaba siempre por lo que no había; si en el paseo le conducía su padre de la mano derecha, quería ir de la izquierda.

Aquella tarde llevaba Pepito, como de costumbre, su pelota, que solía tirar ocasionando algún trastorno en la circulación   —318→   de transeúntes. Pero don José, lejos de incomodarse por esto, se reía como un simple cuando tenía que recoger el juguete a larga distancia. Así entraron por la calle de San Mateo, y al llegar al cuartel del mismo nombre, frente a la puerta principal, donde estaba la guardia, tiró el chiquitín la pelota, la recogió el papá devolviéndola por elevación, y en este juego con apariencias de inocente, la pelota entró por el portal adelante hasta el patio en que estaban los soldados. Por impulso propio o por instigación paterna, colose dentro la criatura en seguimiento de su juguete; con fingido enojo entró tras él el padrazo, diciendo: «¡Ay, qué chiquillo!... Ustedes dispensen...» y este fue el preciso instante en que apareció el sargento de guardia, ya prevenido. Chaves hizo como que le pedía excusas, y sotto voce le sopló al oído la hora, día y lugar de la cita. No era la primera vez que este ardid se empleó en los cuarteles; también solía usarlo el astuto conspirador para meterse entre filas, cuando la tropa estaba en maniobras. El tal Pepito era un ángel atrozmente revolucionario.

El juego de pelota no fue la última diligencia de Chaves aquella tarde. A otros sitios fue con su gracioso niño, y por fin llegose a casa de don Joaquín Aguirre, con quien tenía que conferenciar. El ilustre canonista, presidente de la Junta revolucionaria, le esperaba en su despacho; entró el amigo con su nene, que ya venía muy cansado   —319→   y soñoliento, frotándose con los puños los ojitos. Púsole su padre en una silla, ordenándole la quietud. Hablaron el patriota y el patricio con la viveza y el interés propios de la madurez del asunto que iban a tratar. Pero el chiquillo, que siempre era de oposición, interrumpió a los graves conjurados rompiendo en clamores de protesta y tirándose de la silla. Tuvo D. José que cogerle en brazos, acariciarle, arrullarle, decirle mil ternezas, y el niño, agradecido, inclinó la cabecita sobre las patriarcales barbas de su papá, y se durmió profundamente. Era en aquel momento el buen demagogo la perfecta imagen de San José.

Siguiendo la conversación interrumpida, Aguirre hizo a su amigo manifestaciones de suma importancia. Según lo acordado por Prim, este daría el grito el 23, en un pueblo de Guipúzcoa. Ya estaban en camino los comisionados que habían de transmitir las órdenes a las fuerzas comprometidas en las poblaciones del Norte. El alzamiento de Madrid había de ser precisamente el 24. Para ponerse al frente de los sublevados, ya teníamos aquí al general Pierrad, oculto en casa de Moreno Benítez. Revelando satisfacción, dijo asimismo don Joaquín que estaban ya vencidos los escrúpulos que había mostrado para secundar la sublevación su pariente el capitán de Artillería don Baltasar Hidalgo. Realmente, no debía influir ya el espíritu de Cuerpo en el ánimo de aquel distinguido oficial, pues oportunamente había   —320→   pedido la licencia absoluta... A este propósito, habló Aguirre calurosamente del capitán Hidalgo, alabando su valor, liberalismo y caballerosidad: este juicio no lo ha desmentido la Historia.

Despidiéronse el patricio y el patriota con breves fórmulas de amistad y proselitismo. Salió Chaves presuroso con su niño en brazos, y tomó rumbo hacia su casa... La excitación encendida en su ánimo por el entusiasmo, el deber, la responsabilidad, la grandeza de la idea que pronto había de condensarse en formidables hechos, era como acicate que a precipitar el paso le obligaba. Por esto y por el peso de la criatura, llegó a su casa sofocado. Ya no parecía San José, sino San Cristóbal. «Toma esto», dijo a su esposa, entregándole a Pepito. Comió precipitadamente, tragando sin mascar, y salió como una saeta. Urgía disponer la forma de repartir armas a los paisanos, cosa en verdad peliaguda. Toda la noche emplearía en avistarse con los amigos, ávidos de empuñar trabucos y pistolas, y para ello era forzoso acudir a sitios diferentes y distantes, donde el animoso pueblo celebraba sus obscuras asambleas: Afligidos, Limón, Cuchilleros, Ventosa, Tribulete, Salitre, Tres Peces, etc... Felizmente, dos comisarios de Policía, a la entera devoción de Chaves, le ayudaban en esta colosal faena.

Y sucedió que la ejecución del plan se anticipó dos días a lo presupuesto, por impaciencia de algunos conjurados, que temían   —321→   no poder hacer nada si aguardaban a que el pronunciamiento estallase en provincias... Véase cómo ocurrieron las cosas. La noche del 21 al 22, doña Manuela Pez notó desusado ir y venir de gente en la solitaria calle donde vivía, que era, como se ha dicho, la de San Ignacio, en el apartado barrio de Leganitos. Mirando por los cristales de su gabinete, vio que no cesaban de entrar hombres en la casa inmediata a la suya. Al instante, recordó que Chaves había alquilado días antes los dos cuartos de aquella casa. «No hay duda -se dijo-: aquelarre tenemos. Milagro será que no se arme esta noche la gran trifulca». Luego sintió run-run de voces tras del tabique medianero. En el mismo gabinete estaba Teresa, que sufría quebrantos de salud, inapetencia, insomnios... Los ruidos de la casa cercana no se escaparon a su oído sutil; levantose de la butaca, y aplicó su oreja al tabique. Escuchó largo rato; sus ojos brillaban de júbilo, sonreía su boca repitiendo: «¡Prim, Libertad!».

Dejándola en aquella distracción inocente, su madre, sin apartarse de los cristales, se zambullía en hondas cavilaciones. En aquellos días, no pudiendo apartar de su magín la nueva crisis de Teresa, abusaba horrorosamente del monólogo. «Si viene trifulca, que venga, que de las revoluciones salen los hombres nuevos... Con lo que me ha dicho Mauricia se me ha ensanchado el corazón. ¡Vaya, que si es efectivamente un   —322→   conde disfrazado...! ¡Jesús, Jesús, de pensarlo me dan mareos!... Pues otra: ahora sale Pepe Chaves con que el chico es de una familia rica y noble de la Rioja alavesa... ¡Virgen de los Remedios, si todo eso es cierto, menuda lotería nos va a caer! La verdad es que el don Enrique se había hecho insoportable. Hombre más jaqueca y más chinche no ha venido al mundo. Con sus remilgos, su miedo al escándalo, y aquel hablar como la Gaceta, no le aguantaría ni el mismo Job. ¡Vaya con la pretensión de meter a mi hija en las Arrepentidas! Métase él si quiere en un correccional para hombres desaboridos, fulastres y mariquitas. En fin (suspirando fuerte), despedido está... Veremos lo que ahora nos trae Dios. Vengan trapisondas y novedades. Lo que yo digo a mi hija: no importa la revolución con tal que no nos destronen a Isabel II, ni nos traigan la libertad de cultos...». Apartándose del tabique, se lanzó Teresa a un pasear vivo por la estancia. Su rostro, de admirable belleza melancólica, irradiaba satisfacción y orgullo. Acudió su madre a tranquilizarla; mas ella, alzando el brazo como si tremolara una bandera, gritaba: «¡Prim... Libertad!». La bellaca dueña, con ademán de blandir una espada, respondía: «Venga revolución... hombres nuevos». Excitada y nerviosa, Teresa quiso echarse a la calle; pero su madre con exhortaciones y caricias logró quitárselo de la cabeza. Oyendo los ruidos de la casa inmediata, y haciendo   —323→   mil conjeturas sobre lo que podría suceder, estuvieron en vela hija y madre toda la noche.

A las dos de la madrugada salió Chaves de la casa donde paisanos y oficiales aguardaban el momento de entrar en acción. Iba solo. De la calle de San Ignacio bajó a la plazuela; metiose luego por el callejón de Leganitos, y atravesando por solares y recovecos lóbregos, llegó a una explanada de donde se veían las ventanas altas del cuartel de San Gil por la parte trasera. Allí se detuvo; vio luz en uno de aquellos huecos; sacó un pañuelo, y lo agitó repetidas veces; poco tardó en abrirse la ventana, donde un soldado hizo señal con una sábana... De allí partió el hombre, y por ásperos derrumbaderos se dirigió a la Montaña; rodeó el Cuartel, y llegando al promedio de la fachada Norte, encendió un cigarrillo: la quietud del aire permitía mantener un rato inextinta la llama del fósforo. A esta señal, respondió una luz en las ventanas altas... Después, dio la vuelta el patriota por senderos abruptos, entre el palomar y el Cuartel, y pasando por la fachada principal de este, donde estaba la guardia, repitió la señal sin pararse. A cierta distancia, al arrimo de un árbol, vio claridades inequívocas, que en las rejas del piso bajo daban respuesta o conformidad...

Acto continuo salió como flecha hacia la calle de San Ignacio, donde los oficiales y el General esperaban intranquilos. Chaves   —324→   les dijo: «La señal está dada; han respondido: conformes; no hay novedad. Cada cual a su puesto». Volvió a salir disparado, y en un minuto llegó frente a la puerta del Cuartel de San Gil, apostándose a la mayor distancia que permitía la anchura de la plaza... Aclaraba el día por instantes; era el momento más bello que sin duda existe en la Naturaleza. El cielo sereno y limpio, sin la más ligera mancha de nube, se inundaba de luz, dando vida y color a todas las cosas de la tierra. El silencio religioso de aquellos instantes sólo era turbado por lejanos desperezos de la ciudad que salía del sueño, y por los cantos de codornices aprisionadas que en diferentes balcones saludaban el día. La expectación anhelante con que el patriota miraba al Cuartel, no estaba exenta de fervor pietista. En su bárbaro fanatismo sectario cabía la invocación a la Divinidad. Todo hombre que vive consagrado a una idea, cuando suena para esta idea la suprema hora, sabe enlazarla con los altos designios.

Esperando los hechos, contemplaba Chaves en su mente el plan trazado para realizarlos. Todo su afán era que los hechos correspondiesen con exactitud a su explanación teórica, como acontece en los programas de teatro. El plan era este: los sargentos de San Gil, al toque de diana, sorprenderían a los jefes, encerrándolos en el cuarto de estandartes, sin derramamiento de sangre. Los del Retiro sacarían al Prado   —325→   sus baterías, amenazando el Cuartel de Ingenieros, y esperando a que llegase la Infantería de San Mateo. Los Cazadores de Santa Isabel correrían a situarse en las calles que desembocan en Palacio. Las fuerzas del cuartel de la Montaña, ocupando la Plaza de Isabel II y la Plaza Mayor, incomunicarían las zonas Sur y Norte de Madrid. Las baterías de San Gil ocuparían la Puerta del Sol... Los paisanos en armas se colocarían en los sitios consagrados por la estrategia popular.

El programa militar de la sublevación no quería dejarse fijar en la mente del patriota, y en ella oscilaba, descomponiéndose en movibles líneas que alteraban sus disposiciones fundamentales. Esforzábase Chaves en reorganizarlo... Quisiera por virtud del solo pensamiento calcar en él los históricos hechos... En esto, vio aparecer a Becerra con algunos paisanos bravucones armados hasta los dientes. Díjoles que esperaran en lo alto de la escalerilla de la calle del Río, y volvió a su acecho. Aclaraba más el día... El corazón de Chaves marcaba los segundos con tremendos golpetazos... De repente ¡ah! hirió sus oídos el vibrante son de la diana, que fue como estremecimiento de los cielos y la tierra. Medio minuto más, y sonó un disparo dentro del Cuartel; después dos... cinco... hasta diez.

Corriendo hacia la escalerilla, vio descender por ella al capitán Hidalgo, con traje de marcha. «Ya han sonado tiros -le dijo-.   —326→   Entre usted...». Decidido, Hidalgo entró en el Cuartel. Acompañole Chaves hasta la puerta, y vio un sargento muerto a la entrada del cuerpo de guardia... Los tiros seguían.




ArribaAbajo- XXXII -

Al toque de diana hallábanse en el cuarto de estandartes los oficiales de guardia, capitanes don Juan Martorell y don Eugenio Torreblanca, y los comandantes don Joaquín Valcárcel y don José Cadaval. No dormían; jugaban tranquilamente al tresillo. Llegaron de puntillas al portal los sargentos sediciosos, creyendo a sus jefes entregados al sueño. Quedamente entreabrieron la puerta, con suavidad de fieles criados que no quieren interrumpir el sueño de su amo. Al rumor, los oficiales, con alarma súbita, tiraron las cartas... Tirar las cartas y echar mano a los revólveres, fue todo uno. Antes que los sargentos osaran pronunciar una palabra, Martorell les increpó con la dureza que la disciplina permite y aun ordena. Segundos duró la estupefacción de los sargentos, que iban con intención de encerrar tan sólo, y se vieron en la obligación de matar. En un aliento pasaron de la piedad respetuosa a las violencias que impone el   —327→   instinto de conservación, y ya no hubo jefes ni oficiales, sino un duelo terrible entre dos grupos de hombres: para que uno de los grupos pudiera vivir, tenía que perecer el otro. Invadieron los sargentos el cuarto al grito de ¡viva Prim!... Martorell cayó muerto; Torreblanca tan mal herido, que por muerto le dejaron. Valcárcel y Cadaval, que salieron en la confusión del primer momento, tratando de someter a los rebeldes, murieron a los pocos pasos en los patios del cuartel.

Por la eficacia del número, que les dio brutal superioridad, vencieron los sargentos, obrando como ciegas máquinas de destrucción, y el primer choque les resultó un acto criminal, que por ningún artificio lógico podía ser considerado como acto de guerra. La moral del alzamiento sufrió rudo golpe y una desviación lastimosa del primitivo ideal de justicia que a los jefes guiaba. La fatalidad, siempre burlona y trágica, ordenó que los oficiales no tuviesen sueño y entretuvieran con las incidencias del tresillo las largas horas de la guardia. El genio protector de Prim fue el que se durmió aquella noche, mientras los oficiales velaban jugando.

Salieron del cuartel los sublevados con grande algazara y desorden. Unos arrastraban los cañones; otros iban sacando los atalajes y los troncos de mulas. Turba de paisanos, que en un instante invadieron la Plaza, querían ayudar, y en realidad estorbaban. La falta de oficiales se hizo visible   —328→   desde el primer momento. Lo que en ocasión normal era obra de minutos, en aquella se estiraba en demoras eternas. El capitán Hidalgo, demudado al principio, enérgico después ante el barullo, intentó ser cabeza de aquel descabezado cuerpo: su voz no se oía en el tumulto oceánico de tantas voces. No había manera de organizar la desorganización, ni de traer a la unidad las individuales energías desmandadas. Al fin, una parte no más del Regimiento montado pudo formar, y en imperfecta línea se colocó a la parte arriba de la Plaza, ocupando Leganitos y la cuesta del Duque de Osuna. Los de a pie formaron abajo, esperando que se les uniera la infantería del Príncipe. En el laberinto de órdenes y contraórdenes, volaban los minutos, como avecillas ladronas que se llevaban el éxito.

En esto sacaron al General don Blas Pierrad. Como se incorpora una efigie a la procesión organizada ya con fieles y clerecía, lo presentaron a las tropas; montó a caballo; pasó revista como pudo frente a las filas descompuestas; fue aclamado por soldados alegres y paisanos roncos, y por la caterva de mujeres que poblaban los balcones. Aunque no se le conocía ni por retratos, su figura gallarda suplió por un instante la falta de popularidad. Las aclamaciones culminantes ¡viva la Libertad, viva Prim! habrían sido más ardientes si el pueblo viera la propia figura del héroe de Castillejos;   —329→   pero la representación pálida del hombre y de la idea no encendía los corazones.

Seguía volando el tiempo, y la acción estancada de los rebeldes no daba un sólo paso. Hidalgo, ardiendo en zozobra, no cesaba de mirar hacia la Montaña, y de la Montaña, después de mucho esperar, no vinieron más que unos cuarenta hombres, azorados, conducidos por sargentos. Oficiales diligentes trataron de formar con ellos una columna de vanguardia para llevarla por Leganitos hacia Santo Domingo, que no es plazuela, sino encrucijada o atascadero peligroso... La Artillería montada, maniobrando con embarazo, se dividió en secciones. Por las calles de Leganitos, Bola y Torija subían las baterías, rodeadas de ciudadanos truculentos. De los balcones caía, como lluvia de flores de trapo, la nutrida ovación mujeril.

En esta situación tumultuosa, guiados por un entusiasmo nervioso y verbal, llegaron a Santo Domingo, donde ya el paisanaje hacía un bosquejo de barricada enfilando la calle de Preciados. Trataron los artilleros de emplazar algunas piezas. No podían revolverse, y el tiempo se les iba de entre las manos como culebra escurridiza. Ya la Puerta del Sol estaba llena de tropas leales, que atacarían por Preciados. El general Pierrad, a quien allí se unió Contreras, dispuso que los soldados ocuparan las casas vecinas con el fin de apoyar desde los balcones el fuego de la barricada. Creyó   —330→   luego que podría abrirse paso por Jacometrezo hasta la Red de San Luis; entró por aquel intestino; pero de la calle del Olivo no pudo pasar. A escape retrocedió por Tudescos a Santo Domingo, donde ya Contreras y un puñado de hombres de pelo en pecho se aprestaban a la defensa de la posición. De la Puerta del Sol venían los que la Historia llama leales, los artilleros del Retiro, que comprometidos estuvieron con sus compañeros de San Gil para pronunciarse juntos. ¡Qué sarcasmo, Santo Dios! Los que se habían juramentado en la fe de la Revolución, ahora se batían fieramente contra ella. Los amigos eran enemigos. Nadie podría decir si los leales eran traidores, o los traidores leales.

¿Qué razón había para este duro sarcasmo histórico? Pues sucedió que a O'Donnell llevaron un soplo antes de amanecer, cuando Chaves daba la señal a los cuarteles; que saltó de la cama; que mandó un recado a Serrano; recados a Narváez, Córdova, Hoyos, Concha y otros generales; que su hermano don Enrique O'Donnell corrió al cuartel del Retiro, sorprendiendo a los artilleros antes que los sargentos pudieran sacarlos a la calle; sucedió, en fin, que mientras los sublevados de San Gil perdían minutos en los entorpecimientos que les originaba su azorado desconcierto, O'Donnell los ganaba utilizando con la celeridad del rayo la organización existente. Allí se vio bien claro cuán difícil es que los cuerpos acéfalos puedan   —331→   hacer frente a los bien dotados de firme cabeza. Cuando aún los pronunciados no habían subido a Santo Domingo, salió don Leopoldo a caballo de la Inspección de Milicias. Recorrió la calle de Alcalá, revistó las fuerzas del Principal; en la Puerta del Sol encontró a Serrano, a pie, y díjole que estaba inquieto porque no parecían los artilleros del Retiro... Serrano montó el caballo del coronel Cortés, y diciendo: «voy a buscarlos yo», partió como exhalación hacia el Prado... No tardó en aparecer de nuevo con la noticia de que el Regimiento estaba ya en camino, y entonces O'Donnell le ordenó que fuese a Palacio, y que, si por allí había novedad, tomara las medidas que creyese necesarias. Partió Serrano a galope sin que le tocaran los disparos que en las calles afluentes a las del Arenal le hizo el paisanaje. En Palacio encontró el miedo de la Reina, no tan grande como el del Rey, y animando a todos, y haciéndose cargo de lo bien defendidas que estaban las instituciones, volvió al lado de su jefe y amigo.

En tanto el valiente Pierrad, cumpliendo en Santo Domingo con estoica entereza los deberes que su mala estrella le impuso, trataba de dominar el furioso oleaje de la muchedumbre sublevada, que no tenía ya concierto, ni jefes, ni municiones, ni suelo en que moverse. Los paisanos volvían del Parque vociferando porque no se les daban cartuchos; los soldados clamaban por que alguien les mandara; chillaban todos, y la   —332→   voz del General se perdía en el espantoso tumulto. En la calle Ancha no pudo hacer nada de provecho, porque por la Universidad y calle del Pez aparecieron tropas del Gobierno. Previendo que se trataba de atacarle por las Rondas del Norte, encerrándole en un círculo de fuego del cual no podía salir, partió por la Flor Baja y Leganitos a reconocer el alto de San Bernardino. En esta marcha vio que gran parte de los artilleros sublevados le abandonaban, retirándose a San Gil con sentido estratégico, pues ya no había para ellos más solución que una resistencia brava en casa fuerte.

Iba Pierrad amargado, quizás maldiciendo la hora en que tomó la dirección del pronunciamiento, sin conocer las fuerzas que habían de seguirle ni estudiar el terreno en que habría de maniobrar. Quizás pensaba que una muerte honrosa sería para él la mejor salida de aquel confuso laberinto. Y cuando más engolfado iba en estos pensamientos, la suerte le deparó, no el honroso morir, sino un acertado resbalón violentísimo de su caballo. Cayó el hombre a tierra y recibió en la cabeza un golpe formidable que le hizo perder el conocimiento. Recogido por los hombres de su escolta, le metieron en la más próxima casa, que era la llamada del Duende en la calle del Duque de Liria, y allí se le curó de primera intención. Mientras a esto atendían los de la escolta y los caritativos habitantes de la casa, arreció fuera el peligro... La Guardia civil   —333→   se hizo dueña de la calle... A toda prisa disfrazaron el cuerpo casi exánime del General, quitándole el uniforme, y endilgándole traje de paisano; sostenido por dos hombres, le sacaban para llevarle a lugar más seguro, cuando a registrar la casa entraron los civiles. El paso fue de intensa emoción teatral. O los guardias no le conocieron, o conocido, engordaron desmesuradamente su vista, a punto que llegaba un ilustre vecino, el Duque de Berwich y Alba con criados y mayordomos, el cual, haciéndose cargo del herido, se lo llevó tranquilamente a su palacio. Túvole allí bien asistido y cuidadosamente guardado de la policía hasta que se le pudo esconder en una embajada y arreglarle clandestina fuga por el ferrocarril.

Al volver de Palacio, Serrano pidió nuevas órdenes a O'Donnell, que le dijo: «Vaya usted a ver qué ocurre en el Cuartel de la Montaña». Partió Serrano en dirección de la Puerta de San Vicente, de donde pensaba subir a la Montaña; pero viendo allí cuatro cañones en fondo, tuvo que dar un amplio rodeo por el Puente de Segovia, Casa de Campo, paso del río por el puente del ferrocarril, y llegando al fin a la espalda de la estación, él y los que le seguían treparon como gatos por el empinado talud de la Montaña. En la explanada del Cuartel había tropas formadas, de cuya moral y actitud no tenía el General conocimiento exacto. ¿Eran leales o rebeldes? Fueran lo que fuesen, Serrano, con el ardimiento y ciega   —334→   bravura que en tales ocasiones gastar solía, cayó sobre ellas, las electrizó con cuatro gritos, y no fue necesario más para recoger aquella fuerza vacilante, agregarla sin dilación a la que llevaba y emprender el ataque y asalto de San Gil, donde unos ochocientos artilleros se habían hecho fuertes, con la rabia pataleante de las causas perdidas: defenderse hasta morir.

Tropas de Serrano por la fachada Norte, tropas mandadas por el mismo O'Donnell por la plaza de San Marcial, acometieron el Cuartel. Tan brava como la defensa fue la embestida. Los sublevados hacían fuego incesante desde las rejas del piso bajo; los sitiadores, sin acordarse de que por un capricho de la fatalidad no eran sus aliados, los fusilaban desde fuera. Asaltada la puerta con no pocas pérdidas de una parte y otra, los sitiadores fueron dueños de los patios; los sitiados, replegándose al principal, parecían decididos a disputar el terreno piso a piso. Cruzáronse parlamentos, sin llegar a términos de avenencia. Los artilleros pedían la impunidad, que no se les podía dar. Perdido el principal, continuó la furiosa contienda en el segundo, y por fin en las buhardillas, donde quedó sojuzgado lo futuro y victorioso lo existente. Sangre y muertos en todos los pisos mostraban cuán recia fue la batalla entre el nombre de Prim y el de Isabel II. Lástima de brío militar empleado sin fruto, y perdido en el torrente político más espumoso. Creyérase que el   —335→   morir hombres y más hombres era necesario, por ley fatal, para la consolidación de nuestros altares y tronos, de perfecta índole asiática. ¡Vive Dios que ningún Poder se asentó jamás sobre tan ancha y alta pila de cadáveres!




Arriba- XXXIII -

Vencido y desarmado el brazo militar, faltaba someter al civil, lo que no era fácil, porque la plebe armada, dirigida por sus iguales, con una organización primitiva, se movía con gran desembarazo. Acosada y dispersa en una calle, aparecía prontamente en otra. Era la guerrilla urbana, más veloz que la milicia regular, y más conocedora de los atajos y callejuelas para sorprender al enemigo. En la calle de la Luna, un grupo de estos leones sueltos, que disponían de un cañón y de varios artilleros para servirlo, tuvieron en jaque al general Concha más de una hora. Pero lo más apretado de aquellos sangrientos lances callejeros estuvo en la Plaza de la Cebada: allí acudieron y se fortificaron con improvisados parapetos los bandos más aguerridos de la patriotería del Rastro y Latina. Tres cargas a la bayoneta les dio la infantería con soberbio empuje, y aún no pudo con ellos.

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Cuando parecían debilitarse, vino por San Millán un refuerzo de tiradores fieros y desesperados. Entre ellos descollaba una figura tan gigantesca por su talla como por su arrojo. Era un león barbudo, un descomedido atleta que de sus ojos enrojecidos echaba fuego, de su boca imprecaciones tonantes; era la estampa del coraje indómito, del feroz patriotismo, que guerreaba a tiros, a puñetazos, a dicterios inflamados con rabia y encono; era, en fin, el gran Chaves, demente, bárbaro, heroico. En lo más duro del ataque, vio entre la tropa que contra él venía la cara del sargento con quien cambió, días antes, palabras sigilosas en el patio del Cuartel de San Mateo... Fue aquella tarde en que con el artificio de la pelota entró en el Cuartel el niño, y tras el niño el padre... Dirigiole el barbudo desde lejos palabras rencorosas, vengativas... Y el sargento, mirándole con ojos benignos, y cumpliendo su deber como esclavo circunstancial de la ordenanza, decía para su capote: «Te veo, Chaves; no quiero matarte; huye, escóndete. Podemos ahora más que tú... Te ha salido mal la cuenta; otra vez será». Todo esto fue obra de segundos. Los valientes paisanos no pudieron resistir el ataque, mandado por el general Hoyos. Dejando algunos muertos y heridos, y llevándose casi a rastras al furioso Chaves, huyeron hacia la Cabecera del Rastro.

Estas refriegas parciales y otras muy reñidas en Puerta Cerrada, Plazuelas del Progreso   —337→   y Antón Martín, duraron hasta la una o las dos de la tarde. A esta hora ya se dio por dominada la insurrección. El general O'Donnell, con su Estado Mayor, recorrió todos los sitios donde la lucha había sido más empeñada y tenaz. Herido fue levemente Narváez en la calle de Bailén, hallándose junto a O'Donnell. También les tocó alguna china a los generales Ceballos y Conde de la Cañada; herida grave recibió el brigadier Jovellar. Los pocos transeúntes que afrontaron los riesgos de la calle, vieron caballos muertos, charcos de sangre, despojos de guerra; las casas de Santo Domingo acribilladas a balazos; cadáveres conducidos en camillas, entre ellos los de los dignos oficiales Escario y Balanzat, muertos en las calles cuando iban a incorporarse a sus Cuerpos. A media tarde, era peligroso andar por los barrios circundantes del Cuartel de San Gil, pues aún sonaban disparos hacia San Bernardino y Conde-Duque. La Plaza de San Marcial ofrecía la pavorosa desolación de la tragedia. El frontispicio del Cuartel, destrozado por el fuego de fusilería y cañón, era una faz llorosa dentro de la cual se sentía el gemido de la conciencia nacional, abrumada. Los oficiales muertos, sus matadores y sus vengadores sacrificados en la lucha, dormían todos el mismo sueño.

Avanzaba la tarde; los vecinos de la Plaza de San Marcial salían de sus casas con ávida curiosidad. Querían ver, oír y tocar lo que   —338→   quedaba de la matanza, y respirar el fluido trágico que aún flotaba en el ambiente, como las emanaciones del cloroformo después de la cruenta cirugía. Las huellas de la humana barbarie atraen poderosamente a los hombres y más aún a las mujeres. Muchedumbre de estas intentó bajar a la Plaza; pero contenidas por el cordón de centinelas, quedaron relegadas en la Plazuela de Leganitos. Entre la heterogénea multitud, distinguíase la figura esbelta de Teresa Villaescusa, que, escapada de su casa, anduvo rondando por las calles próximas en un ansioso atisbo no se sabe de qué. Cuando ella y otras mujeres se quejaban de que los centinelas no las dejaran acercarse al matadero de San Gil, una mano se posó en el hombro de la hermosa mujer. Volviose a ver quién la tocaba, y viendo el amojamado rostro de Santiuste, imagen de la muerte, tembló de nervioso frío y de miedo.

SANTIUSTE.-  ¿Qué haces por aquí, Teresa, y qué buscas en este campo de una batalla ideal, tan ganada por los vencedores como por los vencidos?

TERESA.-    (con ligero desvanecimiento mental)  Entre los vencidos busco a un hombre. Daría muchos días de mi vida por encontrarle vivo.

CONFUSIO.-   (risueño, en plena embriaguez de pensamientos optimistas)  Vivo le encontrarás, porque muertos no hay aquí... No te fíes de cadáveres fingidos, que ellos son hombres que hacen que se mueren, y viven.

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TERESA.-  Si fuera verdad lo que dices, yo me alegraría... Pero no puedo creerte, Juan. Muertos hay. Tú no has visto bien, o con tu imaginación enferma trabucas las formas reales.

CONFUSIO.-   Yo he visto en el Cuartel el simulacro de asalto y rendición. Los valientes soldados han desempeñado su papel a maravilla, y los generales han igualado con su arte exquisito a los más hábiles cómicos... Dentro del Cuartel, he visto a Prim con sencillo y airoso disfraz de hijo del pueblo.

TERESA.-     (contagiada del trastorno de Juan)  El que has visto no es Prim; es un hombre que parece humilde y tiene toda la nobleza y sabiduría del Universo.

CONFUSIO.-   Te aseguro que es Prim el que he visto. Prim mandaba el simulacro dentro del Cuartel... y fuera, el intrépido Serrano dirigía el asalto. Cuando por acuerdo de los dos terminó la figurada chamusquina, entró Serrano en el Cuartel con cara de júbilo... Serrano y Prim se abrazaron.

TERESA.-   Quítate allá, Juan... Eres loco.

CONFUSIO.-   Soy lo que soy. Compongo la Historia lógica y estética, estudiando los acontecimientos, no en la superficie, sino en el fondo... En el fondo veo a Serrano y Prim abrazados... Son los mejores amigos del mundo, aunque no lo parezca... Tus ojos pecadores no ven la verdad...

TERESA.-   Los tuyos no ven más que disparates.

  —340→  

CONFUSIO.-   Veo los muertos vivos, los enemigos reconciliados, el Altar y el Trono llevados a la carpintería para que los compongan, la Historia de España escrita por los orates... Tú no sabes de esto, pobrecilla... Léeme y sabrás.



 
 
FIN DE PRIM
 
 


Santander-Madrid, Julio a Octubre de 1906.