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ArribaAbajo- XVII -

Mientras los morteros situados al Mediodía arrojaban bombas en el centro de la ciudad, los cañones de la línea oriental dispararon con bala rasa sobre la débil tapia de las Mónicas y las fortificaciones de tierra y ladrillo del Molino de aceite y de la batería de Palafox. Bien pronto abrieron tres grandes brechas, y el asalto era inminente. Apoyábanse en el molino de Goicoechea, que tomaron el día anterior, después de ser abandonado e incendiado por los nuestros.

Seguras del triunfo, las masas de infantería recorrían el campo, ordenándose para asaltarnos. Mi batallón ocupaba una casa de la calle de Pabostre, cuya pared había sido en toda su extensión aspillerada. Muchos paisanos y compañías de varios regimientos aguardaban en la cortina, llenos de furor y sin que les arredrara la probabilidad de una muerte segura, con tal de escarmentar al enemigo en su impetuoso avance.

Pasaron largas horas; los franceses apuraban los recursos de su artillería por ver si nos aterraban, obligándonos a dejar el barrio; pero las tapias se desmoronaban, estremecíanse las casas con espantoso sacudimiento, y aquella gente heroica, que apenas   —148→   se había desayunado con un zoquete de pan, gritaba desde la muralla, diciéndoles que se acercasen. Por fin, contra la brecha del centro y la de la derecha avanzaron fuertes columnas, sostenidas por otras a retaguardia, y se vio que la intención de los franceses era apoderarse a todo trance de aquella línea de pulverizados ladrillos, que defendían algunos centenares de locos, y tomarla a cualquier precio, arrojando sobre ella masas de carne y haciendo pasar la columna viva sobre los cadáveres de la muerta.

No se diga para amenguar el mérito de los nuestros, que el francés luchaba a pecho descubierto; los defensores también lo hacían; y detrás de la desbaratada cortina no podía guarecerse una cabeza. Allí era de ver cómo chocaban las masas de hombres y cómo las bayonetas se cebaban con saña más propia de fieras que de hombres en los cuerpos enemigos. Desde las casas hacíamos fuego incesante, viéndolos caer materialmente en montones, heridos por el plomo y el acero al pie mismo de los escombros que querían conquistar. Nuevas columnas sustituían a las anteriores, y en los que llegaban después, a los esfuerzos del valor se unían ferozmente las brutalidades de la venganza.

Por nuestra parte el número de bajas era enorme: los hombres quedaban por docenas estrellados contra el suelo en aquella línea que había sido muralla, y ya no era sino una aglomeración informe de tierra, ladrillos y cadáveres. Lo natural, lo humano habría   —149→   sido abandonar unas posiciones defendidas contra todos los elementos de la fuerza y de la ciencia militar reunidos; pero allí no se trataba de nada que fuese humano y natural, sino de extender la potencia defensiva hasta límites infinitos, desconocidos para el cálculo científico y para el valor ordinario, desarrollando en sus inconmensurables dimensiones el genio aragonés, que nunca se sabe a dónde llega.

Siguió pues la resistencia, sustituyendo los vivos a los muertos con entereza sublime. Morir era un accidente, un detalle trivial, un tropiezo del cual no debía hacerse caso.

Mientras esto pasaba, otras columnas igualmente poderosas trataban de apoderarse de la casa de González, que he mencionado arriba; pero desde las casas inmediatas y desde los cubos de la muralla se les hizo un fuego tan terrible de fusilería y cañón, que desistieron de su intento. Iguales ataques tenían lugar, con mejor éxito de parte suya por nuestra derecha, hacia la huerta de Camporeal 30 y baterías de los Mártires, y la inmensa fuerza desplegada por los sitiadores a una misma hora y en una línea de poca extensión no podía menos de producir resultados.

Desde la casa de la calle de Pabostre inmediata al Molino de la ciudad, hacíamos fuego, como he dicho, contra los que daban el asalto, cuando he aquí que las baterías de San José, antes ocupadas en demoler la muralla, enfilaron sus cañones contra aquel viejo edificio, y sentimos que las paredes retemblaban;   —150→   que las vigas crujían como cuadernas de un buque conmovido por las tempestades; que las maderas de los tapiales estallaban destrozándose en mil astillas; en suma, que la casa se venía abajo.

-¡Cuerno, recuerno! -exclamó el tío Garcés-. Que se nos viene la casa encima.

El humo, el polvo, no nos permitía ver lo que pasaba fuera, ni lo que pasaba dentro.

-¡A la calle, a la calle! -gritó Pirli, arrojándose por una ventana.

-¡Agustín, Agustín!, ¿dónde estás? -grité yo, llamando a mi amigo.

Pero Agustín no parecía. En aquel momento de angustia, y no encontrando en medio de tal confusión ni puerta para salir, ni escalera para bajar, corrí a la ventana para arrojarme fuera, y el espectáculo que se ofreció a mis ojos obligome a retroceder sin aliento ni fuerzas. Mientras los cañones de la batería de San José intentaban por la derecha sepultarnos entre los escombros de la casa, y parecían conseguirlo sin esfuerzo, por delante, y hacia la era de San Agustín, la infantería francesa había logrado penetrar por las brechas, rematando a los infelices que ya apenas eran hombres, y acabándoles de matar, pues su agonía desesperada no puede llamarse vida. De los callejones cercanos se les hacía un fuego horroroso y los cañones de la calle de Diezma sustituían a los de la batería vencida. Pero asaltada la brecha, se aseguraban   —151→   en la muralla. Era imposible conservar en el ánimo una chispa de energía ante tamaño desastre.

Huí de la ventana hacia dentro, despavorido, fuera de mí. Un trozo de pared estalló, reventó, desgajándose en enormes trozos y una ventana cuadrada tomó la figura de un triángulo isósceles: el techo dejó ver por una esquina la luz del cielo y los trozos de yeso y las agudas astillas salpicaron mi cara. Corrí hacia el interior, siguiendo a otros que decían: ¡por aquí, por aquí!

-¡Agustín, Agustín! -grité de nuevo llamando a mi amigo.

Por fin le vi entre los que corríamos pasando de una habitación a otra, y subiendo una escalerilla que conducía a un desván.

-¿Estás vivo? -le pregunté.

-No lo sé -me dijo-, ni me importa saberlo.

En el desván rompimos fácilmente un tabique, y pasando a otra pieza, hallamos una empinada escalera; la bajamos, y nos vimos en una habitación chica. Unos siguieron adelante, buscando salida a la calle, y otros detuviéronse allí.

Se ha quedado fijo en mi imaginación, con líneas y colores indelebles, el interior de aquella mezquina pieza, bañada por la copiosa luz que entraba por una ventana abierta a la calle. Cubrían las paredes desiguales estampas de vírgenes y santos. Dos o tres cofres viejos y forrados de piel de cabra, ocupaban un testero. Veíase en otro ropa de mujer, colgada de   —152→   clavos y alcayatas, y una cama altísima de humilde aspecto, aún con las sábanas revueltas. En la ventana había tres grandes tiestos de yerbas; y parapetadas tras ellos, dirigiendo por los huecos la rencorosa visual de su puntería, dos mujeres hacían fuego sobre los franceses, que ya ocupaban la brecha. Tenían dos fusiles. Una cargaba y otra disparaba; agachábase la fusilera para enfilar el cañón entre los tiestos, y suelto el tiro, alzaba la cabeza por sobre las matas para mirar el campo de batalla.

-Manuela Sancho -exclamé, poniendo la mano sobre el hombro de la heroica muchacha-. Toda resistencia es inútil. Retirémonos. La casa inmediata es destruida por las baterías de San José, y en el techo de esta empiezan a caer las balas. Vámonos.

Pero no hacía caso, y seguía disparando. Al fin la casa, que era débil como la vecina, y aún menos que esta podía resistir el choque de los proyectiles, experimentó una fuerte sacudida, cual si temblara la tierra en que arraigaba sus cimientos. Manuela Sancho arrojó el fusil. Ella y la mujer que la acompañaba penetraron precipitadamente en una inmediata alcoba, de cuyo oscuro recinto sentí salir angustiosas lamentaciones. Al entrar, vimos que las dos muchachas abrazaban a una anciana tullida que, en su pavor, quería arrojarse del lecho.

-Madre, esto no es nada -le dijo Manuela cubriéndola con lo primero que encontró a mano-.   —153→   Vámonos a la calle, que la casa parece que se quiere caer.

La anciana no hablaba, no podía hablar. Tomáronla en brazos las dos mozas; mas nosotros la recogimos en los nuestros, encargándoles a ellas que llevaran nuestros fusiles y la ropa que pudieran salvar. De este modo pasamos a un patio, que nos dio salida a otra calle, donde aún no había llegado el fuego.




ArribaAbajo- XVIII -

Los franceses habíanse apoderado también de la batería de los Mártires, y en aquella misma tarde fueron dueños de las ruinas de Santa Engracia y del convento de Trinitarios. ¿Se concibe que continúe la resistencia de una plaza después de perdido lo más importante de su circuito? No, no se concibe, ni en las previsiones del arte militar ha entrado nunca que, apoderado el enemigo de la muralla por la superioridad incontrastable de su fuerza material, ofrezcan 31 las casas nuevas líneas de fortificaciones, improvisadas por la iniciativa de cada vecino; no se concibe que, tomada una casa, sea preciso organizar un verdadero plan de sitio para tomar la inmediata, empleando la zapa, la mina y ataques parciales a la bayoneta,   —154→   desarrollando contra un tabique ingeniosa estratagema; no se concibe que tomada una acera sea preciso para pasar a la de enfrente poner en ejecución las teorías de Vauban, y que para saltar un arroyo sea preciso hacer paralelas, zig-zags y caminos cubiertos.

Los generales franceses se llevaban las manos a la cabeza diciendo: «Esto no se parece a nada de lo que hemos visto». En los gloriosos anales del imperio se encuentran muchos partes como este: «Hemos entrado en Spandau; mañana estaremos en Berlín». Lo que aún no se había escrito era lo siguiente: «Después de dos días y dos noches de combate hemos tomado la casa número 1 de la calle de Pabostre. Ignoramos cuándo se podrá tomar el número 2».

No tuvimos tiempo para reposar. Los dos cañones que enfilaban la calle de Pabostre, en el ángulo de Puerta Quemada, se habían quedado sin gente. Unos corrimos a servirlo, y el resto del batallón ocupó varias casas en la calle de Palomar. Los franceses dejaron de hacer fuego de cañón contra los edificios que habíamos abandonado, ocupándose precipitadamente en repararlos como pudieron. Lo que amenazaba ruina lo demolían, y tapiaban los huecos con vigas, cascajo y sacas de lana.

Como no podían atravesar sin riesgo el espacio intermedio entre los restos de muralla y sus nuevos alojamientos, comenzaron a abrir una zanja en zig-zag desde el Molino de la ciudad a la casa que   —155→   antes ocupáramos nosotros, la cual, sólo conservaba en buen estado para alojamiento la planta baja.

Al punto comprendimos que una vez dueños de aquella casa, procurarían, derribando tabiques, apoderarse de toda la manzana, y para evitarlo la tropa disponible fue distribuida en guarniciones que ocuparon todos los edificios donde había peligro. Al mismo tiempo se levantaban barricadas en las bocacalles, aprovechando los escombros. Nos pusimos a trabajar con ardor frenético en distintas faenas, entre las cuales la menos penosa era seguramente la de batirnos. Dentro de las casas arrojábamos por los balcones todos los muebles; afuera transportábamos heridos o arrimábamos los muertos al zócalo de los edificios, pues las únicas honras fúnebres que por entonces podían hacérseles, consistían en quitarlos de donde estorbaban.

Quisieron también los franceses ganar a Santa Mónica, convento situado en la línea de las Tenerías, más al Norte de la calle de Pabostre; pero sus paredes ofrecían buena resistencia, y no era fácil tomarlo como aquellas endebles casas, que el estruendo tan sólo de los cañones hacía estremecer. Los voluntarios de Huesca la defendían con gran arrojo, y después de repetidos ataques, los sitiadores dejaron la empresa para otro día. Posesionados tan sólo de algunas casas, en ellas permanecían a la caída de la tarde como en escondida madriguera, y ¡ay de aquel que la cabeza asomaba fuera de las ventanas! Las paredes   —156→   próximas, los tejados, las bohardillas y tragaluces abiertos en distintas direcciones estaban llenos de atentos ojos que observaban el menor descuido del soldado enemigo para soltarle un tiro.

Cuando anocheció empezamos a abrir huecos en los tabiques para comunicar, todas las casas de una misma manzana. A pesar del incesante ruido del cañón y la fusilería, en el interior de los edificios pudimos percibir el golpear de las piquetas enemigas, ocupadas en igual tarea que nosotros. También ellos establecían comunicaciones. Como aquella arquitectura era frágil y casi todos los tabiques de tierra, en poco tiempo abrimos paso entre varias casas.

A eso de las diez de la noche nos hallábamos en una que debía de ser muy inmediata a la de Manuela Sancho, cuando sentimos que por conductos desconocidos, por sótanos, pasillos o subterráneas comunicaciones, llegaba a nuestros oídos el rumor de las voces del enemigo. Una mujer subió azorada por una escalerilla, diciéndonos que los franceses estaban abriendo un boquete en la pared de la cuadra, y bajamos al instante; pero aún no estábamos todos en el patio frío, estrecho y oscuro de la casa, cuando a boca de jarro se nos disparó un tiro, y un compañero fue levemente herido en el hombro. A la escasa claridad percibimos varios bultos que sucesivamente se internaron en la cuadra, e hicimos fuego, avanzando después con brío tras ellos.

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Al ruido de los tiros acudieron otros compañeros nuestros que habían quedado arriba, y penetramos denodadamente en la lóbrega pieza. Los enemigos no se detuvieron en ella, y a todo escape repasaron el agujero abierto en la pared medianera, buscando refugio en su primitiva morada, desde la cual nos enviaron algunas balas. No estábamos completamente a oscuras, porque ellos tenían una hoguera, de cuyas llamas algunos débiles rayos penetraban por la abertura, difundiendo rojiza claridad sobre el teatro de aquella lucha. Yo no había visto nunca cosa semejante, ni jamás presencié combate alguno entre cuatro negras paredes y a la luz indecisa de una llama lejana, cuya oscilación proyectaba movibles sombras y espantajos en nuestro derredor.

Adviértase que la claridad era perjudicial a los franceses, porque a pesar de guarecerse tras el hueco, nos ofrecían blanco seguro. Nos tiroteamos un breve rato, y dos compañeros cayeron muertos o mal heridos sobre el húmedo suelo. A pesar de este desastre, hubo otros que quisieron llevar adelante aquella aventura, asaltando el agujero e internándose en la guarida del enemigo; pero aunque este había cesado de ofendernos, parecía prepararse para atacar mejor. De repente se apagó la hoguera y quedamos en completa oscuridad. Dimos repetidas vueltas buscando la salida, y chocábamos unos con otros. Esta situación, junto con el temor de ser atacados con elementos superiores, o de que   —158→   arrojaran en medio de aquel sepulcro granadas de mano, nos obligó a retirarnos al patio confusamente y en tropel.

Tuvimos tiempo, sin embargo, para buscar a tientas y recoger a los dos camaradas que habían caído durante la refriega, y luego que salimos, cerramos la puerta, tabicándola por dentro con piedras, escombros, vigas, toneles y cuanto en el patio se nos vino a las manos. Al subir, el que nos mandaba repartió algunos hombres en distintos puntos de la casa, dejando un par de escuchas en el patio para atender a los golpes de la zapa enemiga, y a mí me tocó salir fuera con otros, para traer un poco de comida, que a todos nos hacía muchísima falta.

En la calle nos pareció que de una mansión de tranquilidad pasábamos al mismo infierno, porque en medio de la noche continuaba el fuego entre las casas y la muralla. La claridad de la luna permitía correr sin tropiezo de un punto a otro, y las calles eran a cada instante atravesadas por escuadrones de tropa y paisanos que iban a donde, según la voz pública, había verdadero peligro. Muchos, sin entrar en fila y guiados de su propio instinto, acudían aquí y allí, haciendo fuego desde el punto que mejor les venía a cuento. Las campanas de todas las iglesias tocaban a la vez con lúgubre algazara, y a cada paso se encontraban grupos de mujeres transportando heridos.

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Por todas partes, especialmente en el extremo de las calles que remataban en la muralla de Tenerías, se veían hacinados los cuerpos, y el herido se confundía con el cadáver, no pudiendo determinarse de qué boca salían aquellas voces lastimosas que imploraban socorro. Yo no había visto jamás desolación tan espantosa; y más que el espectáculo de los desastres causados por el hierro, me impresionó ver en los dinteles de las casas o arrastrándose por el arroyo en busca de lugar seguro, a muchos atacados de la epidemia y que se morían por momentos sin tener en las carnes la más ligera herida. El horroroso frío les hacía dar diente con diente, e imploraban auxilio con ademanes de desesperación, porque no podían hablar.

A todas estas, el hambre nos había quitado por completo las fuerzas, y apenas nos podíamos tener.

-¿Dónde encontraremos algo de comida? -me dijo Agustín-. ¿Quién se va a ocupar de semejante cosa?

-Esto tiene que acabarse pronto de una manera o de otra -respondí-. O se rinde la ciudad o perecemos todos.

Al fin, hacia las piedras del Coso encontramos una cuadrilla de Administración que estaba repartiendo raciones, y ávidamente tomamos las nuestras, llevando a los compañeros todo lo que podíamos cargar. Ellos lo recibieron con gran algarabía y cierta jovialidad impropia de las circunstancias;   —160→   pero el soldado español es y ha sido siempre así. Mientras comían aquellos mendrugos tan duros como el guijarro, cundió por el batallón la opinión unánime de que Zaragoza no podía ni debía rendirse nunca.

Era la medianoche, cuando empezó a disminuir el fuego. Los franceses no conquistaban un palmo de terreno fuera de las casas que ocuparon por la tarde, aunque tampoco se les pude echar de sus alojamientos. Esta epopeya se dejaba para los días sucesivos; y cuando los hombres influyentes de la ciudad: los Montoria, los Cereso, los Sas, los Salamero y los San Clemente volvían de las Mónicas, teatro aquella noche de grandes prodigios, manifestaban una confianza enfática y un desprecio del enemigo, que enardecía el ánimo de cuantos les oían.

-Esta noche se ha hecho poco -decía Montoria-. La gente ha estado algo floja. Verdad que no había para qué echar el resto, ni debemos salir de nuestro ten con ten, mientras los franceses nos ataquen con tan poco brío... Veo que hay algunas desgracias... poca cosa. Las monjas han batido bastante aceite con vino, y todo es cuestión de aplicar unos cuantos parches... Si hubiera tiempo, bueno sería enterrar los muertos de ese montón; pero ya se hará más adelante. La epidemia crece... es preciso dar muchas friegas... friegas y más friegas; es mi sistema. Por ahora, bien pueden pasarse sin caldo; el caldo es un brebaje repugnante.   —161→   Yo les daría un trago de aguardiente, y en poco tiempo podrían tomar el fusil. Con que, señores, la fiesta parece acabarse por esta noche; descabezaremos un sueño de media hora, y mañana... mañana se me figura que los franceses nos atacarán formalmente.

Luego encaró con su hijo, que en mi compañía se le acercaba, y continuó así:

-¡Oh Agustinillo! Ya había preguntado por ti. Pues estaba con cuidado, porque en acciones como la de hoy suele suceder que muere alguna gente. ¿Estás herido? No, no tienes nada; a ver... un simple rasguño... ¡Ah!, ¡chico!, se me figura que no te has portado como un Montoria. Y Vd., Sr. de Araceli, ¿ha perdido alguna pierna? Tampoco; parece que los dos acaban de salir de la fábrica: no les falta ni un pelo. Malo, malo. Me parece que tenemos aquí un par de gallinas... Ea, a descansar un rato, nada más que un rato. Si se sienten Vds. atacados de la epidemia, friegas y más friegas... es el mejor sistema... Con que, señores, quedamos en que mañana se defenderán estas casas tabique por tabique. Lo mismo pasa en todo el contorno de la ciudad; pero en cada alcoba habrá una batalla. Vamos a la capitanía general, y veremos si Palafox ha acordado lo que pensamos. No hay otro camino: o entregarles la ciudad, o disputarles cada ladrillo como si fuera un tesoro. Se aburrirán. Hoy han perdido seis u ocho mil hombres. Pero vamos a ver al excelentísimo   —162→   Sr. D. José... Buenas noches, muchachos, y mañana tratad de sacudir esa cobardía...

-Durmamos un poquito -dije a mi amigo, cuando nos quedamos solos-. Vamos a la casa que estamos guarneciendo, donde me parece que he visto algunos colchones.

-Yo no duermo -me contestó Montoria, siguiendo por el Coso adelante.

-Ya sé dónde vas. No se nos permitirá alejarnos tanto, Agustín.

Mucha gente, hombres y mujeres, en diversas direcciones, discurrían por aquella gran vía. De improviso una mujer corrió velozmente hacia nosotros y abrazó a Agustín sin decirle nada. Profunda emoción ahogaba la voz en su garganta.

-Mariquilla, Mariquilla de mi corazón -exclamó Montoria, abrazándola con júbilo-. ¿Cómo estás aquí? Iba ahora en busca tuya.

Mariquilla no podía hablar, y sin el sostén de los brazos del amante, su cuerpo, desmadejado y flojo, hubiera caído al suelo.

-¿Estás enferma? ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? ¿Es cierto que las bombas han derribado tu casa?

Cierto debía de ser, pues la desgraciada joven mostraba en su desaliñado aspecto una gran desolación. Su vestido era el que le vimos la noche anterior. Tenía suelto el cabello y en sus brazos magullados observamos algunas quemaduras.

-Sí -dijo al fin con apagada voz-. Nuestra casa   —163→   no existe; no tenemos nada, lo hemos perdido todo. Esta mañana cuando salistes 32 de allá, una bomba hundió el techo. Luego cayeron otras dos...

-¿Y tu padre?

-Mi padre está allá, y no quiere abandonar las ruinas de la casa. Yo he estado todo el día buscándote para que nos dieras algún socorro. Me he metido entre el fuego, he estado en todas las calles del arrabal, he subido a algunas casas. Creí que habías muerto.

Agustín se sentó en el hueco de una puerta, y abrigando a Mariquilla con su capote, la sostuvo en sus brazos como se sostiene a un niño. Repuesta de su desmayo, pudo seguir hablando, y entonces nos dijo que no habían podido salvar ningún objeto y que apenas tuvieron tiempo para huir. La infeliz temblaba de frío, y poniéndole mi capote sobre el que ya tenía, tratamos de llevarla a la casa que guarnecíamos.

-No -dijo-. Quiero volver al lado de mi padre. Está loco de desesperación y dice mil blasfemias injuriando a Dios y a los santos. No he podido arrancarle de aquello que fue nuestra casa. Carecemos de alimento. Los vecinos no han querido darle nada. Si Vds. no quieren llevarme allá, me iré yo sola.

-No Mariquilla, no, no irás allá -dijo Montoria-; te pondremos en una de estas casas, donde al menos por esta noche estarás segura, y, entre tanto Gabriel irá en busca de tu padre, y llevándole algún   —164→   alimento, de grado o por fuerza le sacará de allí.

Insistió la Candiola en volver a la calle de Antón Trillo, pero como apenas tenía fuerzas para moverse, la llevamos en brazos a una casa de la calle de los Clavos donde estaba Manuela Sancho.




ArribaAbajo- XIX -

Cesado el fuego de cañón y de fusil, un gran resplandor iluminaba la ciudad. Era el incendio de la Audiencia que, comenzando cerca de la media noche, había tomado terribles proporciones y devoraba por sus cuatro costados aquel hermoso edificio. Sin atender más que a mi objeto, seguí presuroso hasta la calle de Antón Trillo. La casa del tío Candiola había estado ardiendo todo el día, y al fin sofocada la llama entre los escombros de los techos hundidos, de entre las paredes agrietadas salía negra columna de humo. Los huecos, perdida su forma, eran unos agujeros irregulares por donde se veía el cielo, y el ladrillo desmoronado formaba una dentelladura desigual en lo que fue arquitrabe. Parte del lienzo de pared que daba frente a la huerta se había venido al suelo, obstruyendo esta en términos que había desaparecido el antepecho, y la escalerilla de piedra, llegando el cascajo hasta la   —165→   misma tapia de la calle. En medio de estas ruinas subsistía incólume el ciprés, como el pensamiento que permanece vivo al sucumbir la materia, y alzaba su negra cima como un monumento conmemorativo.

El portalón estaba destrozado por los hachazos de los que en el primer momento acudieron a contener el fuego. Cuando penetré en la huerta vi que hacia la derecha y junto a la reja de una ventana baja había alguna gente. Aquella parte de la casa era la que se conservaba mejor, pues el piso bajo no había sufrido casi nada, y el desplome del techo sobre el principal no había conmovido a este, aunque era de esperar que con el gran peso se rindiera más o menos pronto.

Acerqueme al grupo, creyendo encontrar a Candiola, y en efecto, allí estaba sentado junto a la reja, con las manos en cruz, inclinada la cabeza sobre el pecho y lleno el vestido de jirones y quemaduras. Era rodeado una pequeña turba de mujeres y chiquillos, que cual abejorros zumbaban en su alrededor, prodigándole toda clase de insultos y vejámenes. No me costó gran trabajo ahuyentar tan molesto enjambre, y aunque no se fueron todos y persistían en husmear por allí, creyendo encontrar entre las ruinas el oro del rico Candiola, este se vio al fin libre de los tirones, pedradas, y de las crueles agudezas con que era mortificado.

-Señor militar -me dijo- le agradezco a usted que ponga en fuga a esa vil canalla. Aquí se le quema   —166→   a uno la casa y nadie le da auxilio. Ya no hay autoridades en Zaragoza. ¡Qué pueblo, señor, qué pueblo! No será porque dejemos de pagar gabelas, diezmos y contribuciones.

-Las autoridades no se ocupan más que de las operaciones militares -le dije-; y son tantas las casas destruidas, que es imposible acudir a todas.

-¡Maldito sea mil veces -exclamó llevándose la mano a la cabeza desnuda- quien nos ha traído estos desastres! Atormentado en el infierno por mil eternidades no pagaría su culpa. Pero ¿qué demonios busca Vd. aquí, señor militar? ¿Quiere Vd. dejarme en paz?

-Vengo en busca del Sr. Candiola -le respondí- para llevarle a donde se le pueda socorrer, curando sus quemaduras, y dándole un poco de alimento.

-¡A mí...! Yo no salgo de mi casa -exclamó con voz lúgubre-. La junta tendrá que reedificármela. ¿Y a dónde me quiere llevar Vd.? Ya... ya... ya estoy en el caso de que me den una limosna. Mis enemigos han conseguido su objeto, que era ponerme en el caso de pedir limosna; pero no la pediré, no. Antes me comeré mi propia carne y beberé mi sangre, que humillarme ante los que me han traído a semejante estado. ¡Ah, miserables! Le quitan a uno su harina para ponerla después en las cuentas como adquirida a noventa o cien reales. Como que están vendidos a los franceses, y prolongan la resistencia para redondear sus negocios;   —167→   luego les entregan la ciudad y se quedan tan frescos.

-Deje Vd. todas esas consideraciones para otro momento -le dije- y sígame ahora, que no está el tiempo para pensar en eso. Su hija de Vd. ha encontrado donde guarecerse, y a Vd. le daremos asilo en el mismo lugar.

-Yo no me muevo de aquí. ¿En dónde está mi hija? -preguntó con pena-. ¡Ah! Esa loca no sabe permanecer al lado de su padre en desgracia. La vergüenza la hace huir de mí. Maldita sea su liviandad y el momento en que la descubrí. Señor Jesús Nazareno, y tú mi patrono, Santo Dominguito del Val, decidme: ¿qué he hecho yo para merecer tantas desgracias en un mismo día? ¿No soy bueno, no hago todo el bien que puedo, no favorezco a mis semejantes prestándoles dinero con un interés módico, pongo por caso, la miseria de tres o cuatro reales por peso fuerte al mes? Y si soy un hombre bueno a carta cabal, ¿a qué llueven sobre mí tantas desventuras? Y gracias que no pierdo lo poco que a fuerza de trabajos he reunido, porque está en paraje a donde no pueden llegar las bombas; pero ¿y la casa, los muebles, y los recibos y lo que aún queda en el almacén? Maldito sea yo, y cómanme los demonios, si cuando esto se acabe y cobre los piquillos que por ahí tengo, no me marcho de Zaragoza para no volver más.

-Nada de eso viene ahora al caso, Sr. de Candiola. Sígame Vd.

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-No -dijo con furia-, no, no es desatino. Mi hija se ha envilecido. No sé cómo no la maté esta mañana. Hasta aquí yo había supuesto a María un modelo de virtudes y de honestidad; me deleitaba su compañía, y de todos los buenos negocios destinaba un real para comprarle regalitos. ¡Mal empleado dinero! Dios mío, tú me castigas por haber despilfarrado un gran capital en cosas superfluas, cuando a interés compuesto hubiérase ya triplicado. Yo tenía confianza en mi hija. Esta mañana levanteme al amanecer; acababa de pedir con fervor a la Virgen del Pilar que me librara del bombardeo, y tranquilamente abrí la ventana para ver cómo estaba el día. Póngase Vd. en mi caso, señor militar, y comprenderá mi asombro y pena al ver dos hombres allí... allí, en aquel corredor, junto al ciprés... me parece que les estoy viendo. Uno de ellos abrazaba a mi hija. Ambos vestían uniforme; no pude verles el rostro porque aún era escasa la claridad del día... Precipitadamente salí de mi cuarto; pero cuando bajé a la huerta ya los dos estaban en la calle. Quedose muda mi hija al ver descubierta su liviandad, y leyendo en mi cara la indignación que tan vil conducta me producía, se arrodilló delante de mí, pidiéndome perdón. «Infame -le dije ciego de cólera-, tú no eres hija mía, tú no eres hija de este hombre honrado que jamás ha hecho mal a nadie. Muchacha loca y sin pudor, no te conozco, tú no eres mi hija; vete de aquí... ¡Dos hombres, dos hombres   —169→   en mi casa, de noche, contigo! ¿No has reparado en las canas de tu anciano padre? ¿No consideras que esos hombres pueden robarme? ¿No has reparado que la casa está llena de mil objetos de valor, que caben fácilmente en una faltriquera?... ¡Mereces la muerte! Y si no me engaño, aquellos dos hombres se llevaban alguna cosa. ¡Dos hombres! ¡Dos novios! ¡Y recibirlos de noche en mi casa, deshonrando a tu padre y ofendiendo a Dios! ¡Y yo, desde mi cuarto, miraba la luz del tuyo, creyendo con esto que velabas allí haciendo alguna labor!... De modo, miserable chicuela; de modo hembra despreciable, que mientras tú estabas en la huerta, en tu cuarto se estaba gastando inútilmente una vela...». ¡Oh señor militar!, no pude contener mi indignación, y luego que esto le dije, cogila por un brazo y la arrastré para echarla fuera. En mi cólera ignoraba lo que hacía. La infeliz me pedía perdón, añadiendo: «Yo le amo, padre; yo no puedo negar que le amo». Oyéndola, se redobló mi furor, y exclamé así: «¡Maldito sea el pan que te he dado en diez y nueve años! ¡Meter ladrones en mi casa! ¡Maldita sea la hora en que naciste y malditos los lienzos en que te envolvimos en la noche del 3 de febrero del año 91! Antes se hundirá el cielo ante mí, y antes me dejará de su mano la Señora Virgen del Pilar, que volver a ser para ti tu padre, y tú para mí la Mariquilla a quien tanto he querido». Apenas dije esto, señor militar, cuando pareció que todo el firmamento reventaba en pedazos,   —170→   cayendo sobre mi casa. ¡Qué espantoso estruendo y qué conmoción tan horrible! Una bomba cayó en el techo, y en el espacio de cinco minutos cayeron otras dos. Corrimos adentro; el incendio se propagaba con voracidad y el hundimiento del techo amenazaba sepultarnos allí. Quisimos salvar a toda prisa algunos objetos; pero no nos fue posible. Mi casa, esta casa que compré el año 87, casi de balde, porque fue embargada a un deudor que me debía cinco mil reales con trece mil y un pico de intereses, se desmoronaba; se deshacía como un bollo de mazapán, y por aquí cae una viga, por allí salta un vidrio, por acullá se desploma una pared. El gato mayaba; doña Guedita me arañó el rostro al salir de su cuarto; yo me aventuré a entrar en el mío para recoger un recibito que había dejado sobre la mesa, y estuve a punto de perecer.

Así habló el tío Candiola. Su dolor, además de profunda afección moral, era como un desorden nervioso, y al instante se comprendía que aquel organismo estaba completamente perturbado por el terror, el disgusto y el hambre. Su locuacidad, más que desahogo del alma, era un desbordamiento impetuoso, y aunque aparentaba hablar conmigo, en realidad dirigíase a entes invisibles, los cuales, a juzgar por los gestos de él, también le devolvían alguna palabra. Por esto, sin que yo le dijera nada, siguió hablando en tono de contestación, y respondiendo a preguntas que sus ideales interlocutores le hacían.

  —171→  

-Ya he dicho que no me marcharé de aquí mientras no recoja lo mucho que aún puede salvarse. Pues qué, ¿voy a abandonar mi hacienda? Ya no hay autoridades en Zaragoza. Si las hubiera, se dispondría que vinieran aquí cien o doscientos trabajadores a revolver los escombros para sacar alguna cosa. Pero señor, ¿no hay quien tenga caridad, no hay quien tenga compasión de este infeliz anciano que nunca ha hecho mal a nadie? ¿Ha de estar uno sacrificándose toda la vida por los demás para que al llegar un caso como este no encuentre un brazo amigo que le ayude? No, no vendrá nadie, y si vienen es por ver si entre las ruinas encuentran algún dinero... ¡Ja, ja, ja! -decía esto riendo como un demente-. ¡Buen chasco se llevan! Siempre he sido hombre precavido, y ahora, desde que empezó el sitio, puse mis ahorros en lugar tan seguro, que sólo yo puedo encontrarlo. No, ladrones; no, tramposos; no, egoístas; no encontraréis un real aunque levantéis todos los escombros y hagáis menudos pedazos lo que queda de esta casa, aunque piquéis toda la madera, haciendo con ella palillos de dientes, aunque reduzcáis todo a polvo, pasándolo luego por un tamiz.

-Entonces, Sr. de Candiola -le dije tomándole resueltamente por un brazo para llevarle fuera-, si las peluconas están seguras, ¿a qué viene el estar aquí de centinela? Vamos fuera.

-¿Cómo se entiende, señor entrometido? -exclamó   —172→   desasiéndose con fuerza-. Vaya Vd. noramala, y déjeme en paz. ¿Cómo quiere Vd. que abandone mi casa, cuando las autoridades de Zaragoza no mandan un piquete de tropa a custodiarla? Pues qué, ¿cree usted que mi casa no está llena de objetos de valor? ¿Ni cómo quiere que me marche de aquí sin sacarlos? ¿No ve Vd. que el piso bajo está seguro? Pues quitando esta reja se entrará fácilmente, y todo puede sacarse. Si me aparto de aquí un solo momento, vendrán los rateros, los granujas de la vecindad y ¡ay de mi hacienda, ay del fruto de mi trabajo, ay de los utensilios que representan cuarenta años de laboriosidad incesante! Mire Vd., señor militar, en la mesa de mi cuarto hay una palmatoria de cobre que pesa lo menos tres libras. Es preciso salvarla a toda costa. Si la junta mandara aquí, como es su deber, una compañía de ingenieros... Pues también hay una vajilla que está en el armario del comedor, y que debe permanecer intacta. Entrando con cuidado y apuntalando el techo se la puede salvar. ¡Oh!, sí; es preciso salvar esa desgraciada vajilla. No es esto sólo, señor militar, señores. En una caja de lata tengo los recibos: espero salvarlos. También hay un cofre donde guardo dos casacas antiguas, algunas medias y tres sombreros. Todo esto está aquí abajo y no ha padecido deterioro. Lo que se pierde irremisiblemente es el ajuar de mi hija. Sus trajes, sus alfileres, sus pañuelos, sus frascos de agua de olor podrían valer un dineral,   —173→   si se vendieran ahora. ¡Cómo se habrá destrozado todo! ¡Jesús, qué dolor! Verdad es que Dios quiso castigar el pecado de mi hija, y las bombas se fueron a los frascos de agua de olor. Pero en mi cuarto quedó sobre la cama mi chupa, en cuyo bolsillo hay siete reales y diez cuartos. ¡Y no tener yo aquí veinte hombres con piquetas y azadas...! ¡Dios justo y misericordioso! ¡En qué están pensando las autoridades de Zaragoza!... El candil de dos mecheros estará intacto. ¡Oh Dios! Es la mejor pieza que ha llevado aceite en el mundo. Le encontraremos por ahí, levantando con cuidado los escombros del cuarto de la esquina. Tráiganme una cuadrilla de trabajadores, y verán qué pronto despacho... ¿Cómo quiere que me aparte de aquí? ¡Si me aparto, si me duermo un solo instante, vendrán los ladrones... sí... ¡vendrán y se llevarán la palmatoria!

La tenacidad del avaro era tal, que resolví marcharme sin él, dejándole entregado a su delirante inquietud. Llegó doña Guedita a toda prisa, trayendo una piqueta y una azada, juntamente con un canastillo en que vi algunas provisiones.

-Señor -dijo sentándose fatigada y sin aliento-, aquí está la piqueta y el azadón que me ha dado mi sobrino. Ya no hace falta, porque no se trabajará más en fortificaciones... Aquí están estas pasas medio podridas y algunos mendrugos de pan.

La dueña comía con avidez. No así Candiola, que despreciando la comida, cogió la piqueta y resueltamente,   —174→   como si en su cuerpo hubiera infundido súbita robustez y energía, empezó a desquiciar la reja. Trabajando con ardiente actividad, decía:

-Si las autoridades de Zaragoza no quieren favorecerme, doña Guedita, entre Vd. y yo lo haremos todo. Coja Vd. la azada y prepárese a levantar el cascajo. Mucho cuidado con las vigas, que todavía humean. Mucho cuidado con los clavos.

Luego volviéndose a mí, que fijaba la atención en las señas de inteligencia, hechas por el ama de llaves, me dijo:

-¡Eh! Vaya Vd. noramala. ¿Qué tiene Vd. que hacer en mi casa? ¡Fuera de aquí! Ya sabemos que viene a ver si puede pescar alguna cosa. Aquí no hay nada. Todo se ha quemado.

No había, pues, esperanza de llevarle a las Tenerías para tranquilizar a la pobre Mariquilla, por cuya razón, no pudiendo detenerme más, me retiré. Amo y criada proseguían con gran ardor su trabajo.




ArribaAbajo- XX -

Dormí desde las tres al amanecer, y por la mañana oímos misa en el Coso. En el gran balcón de la casa llamada de las Monas, hacia la entrada de la calle de las Escuelas Pías ponían todos los domingos   —175→   un altar y allí se celebraba el oficio divino pudiéndose ver el sacerdote, por la situación de aquel edificio, desde cualquier punto del Coso. Semejante espectáculo era muy conmovedor, sobre todo en el momento de alzar, y cuando puestos todos de rodillas, se oía un sordo murmullo de extremo a extremo.

Poco después de terminada la misa, advertí que venía como del mercado un gran grupo de gente alborotada y gritona. Entre la multitud algunos frailes pugnaban por apaciguarla; pero ella, sorda a las voces de la razón, más rugía a cada paso, y en su marcha arrastraba una víctima sin que fuerza alguna pudiera arrancársela de las manos. Detúvose el pueblo irritado junto a la subida del Trenque donde estaba la horca, y al poco rato uno de los dogales de esta suspendió el cuerpo convulso de un hombre, que se sacudió en el aire hasta quedar exánime. Sobre el madero apareció bien pronto un cartel que decía: Por asesino del género humano, a causa de haber ocultado veinte mil camas.

Era aquel infeliz un D. Fernando Estallo, guarda almacén de la Casa-utensilios. Cuando los enfermos y los heridos expiraban en el arroyo y sobre las frías baldosas de las iglesias, encontrose un gran depósito de camas, cuya ocultación no pudo justificar el citado Estallo. Desencadenose impetuosamente sobre él la ira popular y no fue posible contenerla. Oí decir que aquel hombre era inocente. Muchos   —176→   lamentaron su muerte; pero al comenzar el fuego en las trincheras, nadie se acordó más de él.

Palafox publicó aquel día una proclama, en que trataba de exaltar los ánimos, y ofrecía el grado de capitán al que se presentara con cien hombres, amenazando con pena de horca y confiscación de bienes al que no acudiese prontamente a los puntos o los desamparase. Todo esto era señal del gran apuro de las autoridades.

Aquel día fue memorable por el ataque a Santa Mónica, que defendían los voluntarios de Huesca. Durante el anterior y gran parte de la noche, los franceses habían estado bombardeando el edificio. Las baterías de la huerta estaban inservibles, y fue preciso retirar los cañones, operación que nuestros valientes llevaron a cabo, sufriendo a descubierto el fuego enemigo. Este abrió al fin brecha, y penetrando en la huerta, quiso apoderarse también del edificio, olvidando que había sido rechazado dos veces en los días anteriores. Pero Lannes contrariado por la extraordinaria y nunca vista tenacidad de los nuestros, había mandado reducir a polvo el convento, lo cual, teniendo morteros y obuses, era más fácil que conquistarlo. Efectivamente, después de seis horas de fuego de artillería, una gran parte del muro de Levante cayó al suelo, y allí era de ver el regocijo de los franceses, que sin pérdida de tiempo se abalanzaron a asaltar la posición, auxiliados por los fuegos oblicuos del molino de la ciudad. Viéndoles   —177→   venir, Villacampa, jefe de los de Huesca, y Palafox, que había acudido al punto del peligro, trataron de cerrar la brecha con sacos de lana y unos cajones vacíos que habían venido con fusiles. Llegando los franceses, asaltaron con furia loca, y después de un breve choque cuerpo a cuerpo, fueron rechazados. Durante la noche, siguieron cañoneando el convento.

Al siguiente día resolvieron dar otro asalto, seguros de que no habría mortal que defendiese aquel esqueleto de piedra y ladrillo que por momentos se venía al suelo. Embistiéronlo por la puerta del locutorio; pero durante la mañana no pudieron conquistar ni un palmo de terreno en el claustro.

Desplomose al caer de la tarde el techo por la parte oriental del convento. El piso tercero, que estaba muy quebrantado no pudo resistir el peso y cayó sobre el segundo. Este, que era aún más endeble, dejose ir sobre el principal, y el principal, incapaz por sí solo de resistir encima todo el edificio, hundiose sobre el claustro, sepultando centenares de hombres. Parecía natural que los demás se acobardaran con esta catástrofe; pero no fue así. Los franceses dominaron una parte del claustro; pero nada más, y para apoderarse de la otra necesitaban franquearse camino por entre los escombros. Mientras lo hicieron, los de Huesca, que aún existían, fijaban su alojamiento en la escalera, y agujereaban el piso del claustro alto, para arrojar granadas de mano contra los sitiadores.

  —178→  

Entretanto nuevas tropas francesas logran penetrar por la iglesia, pasan al techo del convento, extiéndense por el interior del maderamen abohardillado, bajan al claustro alto, y atacan a los voluntarios indomables. Con la algazara de este encuentro, anímanse los de abajo, redoblan sus esfuerzos, y sacrificando multitud de hombres, consiguen llegar a la escalera. Los voluntarios se encuentran entre dos fuegos, y si bien aún pueden retirarse por uno de los dos agujeros practicados en el claustro alto, casi todos juran morir antes que rendirse. Corren buscando un lugar estratégico que les permita defenderse con alguna ventaja, y son cazados a lo largo de las crujías. Cuando sonó el último tiro fue señal de que había caído el último hombre. Algunos pudieron salir por un portillo que habían abierto en los más escondidos aposentos del edificio junto a la ciudad; por allí salió también D. Pedro Villacampa, comandante del batallón de voluntarios de Huesca, y al hallarse en la calle, miraba maquinalmente en torno suyo, buscando a sus muchachos.

Durante esta jornada, nosotros nos hallábamos en las casas inmediatas de la calle de Palomar, haciendo fuego sobre los franceses que se destacaban para asaltar el convento. Antes de concluida la acción, comprendimos que en las Mónicas ya no había defensa posible, y el mismo D. José de Montoria que estaba con nosotros lo confesó.

-Los voluntarios de Huesca no se han portado   —179→   mal -dijo-. Se conoce que son buenos chicos. Ahora les emplearemos en defender estas casas de la derecha... pero se me figura que no ha quedado ninguno. Allí sale solo Villacampa. ¿Pues y Mendieta, y Paúl, y Benedicto, y Oliva? Vamos: veo que todos han quedado en el sitio.

De este modo, el convento de las Mónicas pasó a poder de Francia.




ArribaAbajo- XXI -

Al llegar a este punto de mi narración ruego al lector que me dispense, si no puedo consignar concretamente las fechas de lo que refiero. En aquel período de horrores comprendido desde el 27 de Enero hasta la mitad del siguiente mes los sucesos se confunden, se amalgaman y se eslabonan en mi mente de tal modo, que no puedo distinguir días ni noches, y a veces ignoro si algunos lances de los que recuerdo ocurrieron a la luz del sol. Me parece que todo aquello pasó en un largo día, o en una noche sin fin, y que el tiempo no marchaba entonces con sus divisiones ordinarias. Los acontecimientos, los hombres, las diversas sensaciones se reúnen en mi memoria formando un cuadro inmenso donde no hay más líneas divisorias que las   —180→   que ofrecen los mismos grupos, el mayor espanto de un momento, la furia inexplicable o el pánico de otro momento.

Por esta razón no puedo precisar el día en que ocurrió lo que voy a narrar ahora; pero fue, si no me engaño, al día siguiente de la jornada de las Mónicas, y según mis conjeturas del 30 de Enero al 2 de Febrero. Ocupábamos una casa de la calle de Pabostre. Los franceses eran dueños de la inmediata, y trataban de avanzar por el interior de la manzana hasta llegar a Puerta Quemada. Nada es comparable a la expedición laboriosa por dentro de las casas; ninguna clase de guerra, ni las más sangrientas batallas en campo abierto, ni el sitio de una plaza, ni la lucha en las barricadas de una calle, pueden compararse a aquellos choques sucesivos entre el ejército de una alcoba y el ejército de una sala, entre las tropas que ocupan un piso y las que guarnecen el superior.

Sintiendo el sordo golpe de las piquetas por diversos puntos, nos causaba espanto el no saber por qué parte seríamos atacados. Subíamos a las bohardillas, bajábamos a los sótanos, y pegando el oído a los tabiques, procurábamos indagar el intento del enemigo según la dirección de sus golpes. Por último, advertimos que se sacudía con violencia el tabique de la misma pieza donde nos encontrábamos, y esperamos a pie firme en la puerta, después de amontonar los muebles formando una   —181→   barricada. Los franceses abrieron un agujero, y luego, a culatazos, hicieron saltar maderos y cascajo, presentándosenos en actitud de querer echarnos de allí. Éramos veinte. Ellos eran menos, y como no esperaban ser recibidos de tal manera, retrocedieron volviendo al poco rato en número tan considerable, que nos hicieron gran daño, obligándonos a retirarnos, después de dejar tras los muebles cinco compañeros, dos de los cuales estaban muertos. En el angosto pasillo topamos con una escalera por donde subimos precipitadamente sin saber a dónde íbamos; pero luego nos hallamos en un desván, posición admirable para la defensa. Era estrecha la escalera, y el francés que intentaba pasarla, moría sin remedio. Así estuvimos un buen rato, prolongando la resistencia y animándonos unos a otros con vivas y aclamaciones, cuando el tabique que teníamos a la espalda empezó a estremecerse con fuertes golpes, y al punto comprendimos que los franceses, abriendo una entrada por aquel sitio, nos cogerían irremisiblemente entre dos fuegos. Éramos trece, porque en el desván habían caído dos gravemente heridos.

El tío Garcés que nos mandaba, exclamó furioso:

-¡Recuerno! No nos cogerán esos perros. En el techo hay un tragaluz. Salgamos por él al tejado. Que seis sigan haciendo fuego... al que quiera subir, partirlo. Que los demás agranden el agujero: fuera miedo y ¡viva la Virgen del Pilar!

  —182→  

Se hizo como él mandaba. Aquello iba a ser una retirada en regla, y mientras parte de nuestro ejército contenía la marcha invasora del enemigo, los demás se ocupaban en facilitar el paso. Este hábil plan fue puesto en ejecución con febril rapidez, y bien pronto el hueco de escape tenía suficiente anchura para que pasaran tres hombres a la vez, sin que durante el tiempo empleado en esto ganaran los franceses un solo peldaño. Velozmente salimos al tejado. Éramos nueve. Tres habían quedado en el desván y otro fue herido al querer salir, cayendo vivo en poder del enemigo.

Al encontrarnos arriba saltamos de alegría. Paseamos la vista por los techos del arrabal, y vimos a lo lejos las baterías francesas. A gatas avanzamos un buen trecho, explorando el terreno, después de dejar dos centinelas en el boquete con orden de descerrajar un tiro al que quisiese escurrirse por él; y no habíamos andado veinte pasos, cuando oímos gran ruido de voces y risas, que al punto nos parecieron de franceses. Efectivamente: desde un ancho bohardillón nos miraban riendo aquellos malditos. No tardaron en hacernos fuego; pero parapetados nosotros tras las chimeneas y tras los ángulos y recortaduras que allí ofrecían los tejados, les contestamos a los tiros con tiros y a los juramentos y exclamaciones con otras mil invectivas que nos inspiraba el fecundo ingenio del tío Garcés.

Al fin nos retiramos saltando al tejado de la casa   —183→   cercana. Creímosla en poder de los nuestros y nos internamos por la ventana de un chiribitil, considerando fácil el bajar desde allí a la calle, donde unidos y reforzados con más gente podíamos proseguir aquella aventura al través de pasillos, escaleras, tejados y desvanes. Pero aún no habíamos puesto el pie en firme, cuando sentimos en los aposentos que quedaban bajo nosotros el ruido de repetidas detonaciones.

-Abajo se están batiendo -dijo Garcés-, y de seguro los franceses que dejamos en la casa de al lado se han pasado a esta, donde se habrán encontrado con los compañeros. ¡Cuerno, recuerno! Bajemos ahora mismo. ¡Abajo todo el mundo!

Pasando de un desván a otro, vimos una escalera de mano que facilitaba la entrada a un gran aposento interior, desde cuya puerta se oía vivo rumor de voces, destacándose principalmente algunas de mujer. El estruendo de la lucha era mucho más lejano y por consiguiente, procedía de punto más bajo; franqueando, pues, la escalerilla, nos hallamos en una gran habitación, materialmente llena de gente, la mayor parte ancianos, mujeres y niños, que habían buscado refugio en aquel lugar. Muchos, arrojados sobre jergones, mostraban en su rostro las huellas de la terrible epidemia, y algún cuerpo inerte sobre el suelo tenía todas las trazas de haber exhalado el último suspiro pocos momentos antes. Otros estaban heridos, y se lamentaban sin poder   —184→   contener la crueldad de sus dolores; dos o tres viejas lloraban o rezaban. Algunas voces se oían de rato en rato, diciendo con angustia, «agua, agua». Desde que bajamos distinguí en un extremo de la sala al tío Candiola, que ponía cuidadosamente en un rincón multitud de baratijas, ropas y objetos de cocina y de loza. Con gesto displicente apartaba a los chicos curiosos que querían poner sus manos en aquella despreciable quincalla, y lleno de inquietud, diligente en amontonar y resguardar su tesoro, sin que la última pieza se le escapase, decía:

-Ya me han quitado dos tazas. Y no me queda duda: alguien de los que están aquí las ha de tener. No hay seguridad en ninguna parte; no hay autoridades que le garanticen a uno la posesión de su hacienda. Fuera de aquí, muchachos mal criados. ¡Oh! Estamos bien... ¡Malditas sean las bombas y quien las inventó! Señores militares, a buena hora llegan ustedes. ¿No podrían ponerme aquí un par de centinelas para que guardaran estos objetos preciosos que con gran trabajo logré salvar?

Como es de suponer, mis compañeros se rieron de tan graciosa pretensión. Ya íbamos a salir, cuando vi a Mariquilla. La infeliz estaba trasfigurada por el insomnio, el llanto y el terror; pero tanta desolación en torno suyo y en ella misma, aumentaba la dulce expresión de su hermoso semblante. Ella me vio, y al punto fue hacia mí con viveza, mostrando deseo de hablarme.

  —185→  

-¿Y Agustín? -le pregunté.

-Está abajo -repuso con voz temblorosa-. Abajo están dando una batalla. Las personas que nos habíamos refugiado en esta casa, estábamos repartidas por los distintos aposentos. Mi padre llegó esta mañana con doña Guedita. Agustín nos trajo de comer y nos puso en un cuarto donde había un colchón. De repente sentimos golpes en los tabiques... venían los franceses. Entró la tropa, nos hicieron salir, trajeron los heridos y los enfermos a esta sala alta... aquí nos han encerrado a todos, y luego, rotas las paredes, los franceses se han encontrado con los españoles y han empezado a pelear... ¡Ay! Agustín está abajo también...

Esto decía, cuando entró Manuela Sancho trayendo dos cántaros de agua para los heridos. Aquellos desgraciados se arrojaron frenéticamente de sus lechos, disputándose a golpes un vaso de agua.

-No empujar, no atropellarse, señores -dijo Manuela riendo-. Hay agua para todos. Vamos ganando. Trabajillo ha costado echarles de la alcoba, y ahora están disputándose la mitad de la sala, porque la otra mitad está ya ganada. No nos quitarán tampoco la cocina ni la escalera. Todo el suelo está lleno de muertos.

Mariquilla se estremeció de horror.

-Tengo sed -me dijo.

Al punto pedí agua a la Sancho; pero como el único vaso que trajera estaba ocupado en aplacar la   —186→   sed de los demás, y andaba de boca en boca, por no esperar, tomé una de las tazas que en su montón tenía el tío Candiola.

-Eh, señor entrometido -dijo sujetándome la mano-, deje Vd. ahí esa taza.

-Es para que beba esta señorita -contesté indignado-. ¿Tanto valen estas baratijas, Sr. Candiola?

El avaro no me contestó, ni se opuso a que diera de beber a su hija; mas luego que esta calmó su sed, un herido tomó ávidamente de sus manos la taza, y he aquí que esta empezó a correr también, pasando de boca en boca. Cuando yo salí para unirme a mis compañeros, D. Jerónimo seguía con la vista, de muy mal talante, el extraviado objeto que tanto tardaba en volver a sus manos.

Tenía razón Manuela Sancho al decir que íbamos ganando. Los franceses, desalojados del piso principal de la casa, habíanse retirado al de la contigua, donde continuaban defendiéndose. Cuando yo bajé, todo el interés de la batalla estaba en la cocina, disputada con mucho encarnizamiento; pero lo demás de la casa nos pertenecía. Muchos cadáveres de una y otra nación cubrían el ensangrentado suelo; algunos patriotas y soldados, rabiosos por no poder conquistar aquella cocina funesta, desde donde se les hacía tanto fuego, lanzáronse dentro de ella a la bayoneta, y aunque perecieron bastantes, este acto de arrojo decidió la cuestión, porque tras ellos fueron otros, y por fin todos los que cabían. Aterrados   —187→   los imperiales con tan ruda embestida, buscaron salida precipitadamente por el laberinto que de pieza en pieza habían abierto. Persiguiéndolos por pasillos y aposentos, cuya serie inextricable volvería loco al mejor topógrafo, les rematábamos donde podíamos alcanzarles, y algunos de ellos se arrojaban desesperadamente a los patios. De este modo, después de reconquistada aquella casa, reconquistamos la vecina, obligándolos a contenerse en sus antiguas posiciones, que eran por aquella parte las dos casas primeras de la calle de Pabostre.

Después retiramos los muertos y heridos, y tuve el sentimiento de encontrar entre estos a Agustín de Montoria, aunque no era de gravedad el balazo recibido en el brazo derecho. Mi batallón quedó aquel día reducido a la mitad.




ArribaAbajo- XXII -

33

Los infelices que se refugiaban en la habitación alta de la casa, quisieron acomodarse de nuevo en los distintos aposentos; pero esto no se juzgó conveniente, y fueron obligados a abandonarla, buscando asilo en lugares más lejanos del peligro.

Cada día, cada hora, cada instante las dificultades crecientes de nuestra situación militar, se agravaban   —188→   con el obstáculo que ofrecía número tan considerable de víctimas, hechas por el fuego y la epidemia. ¡Dichosos mil veces los que eran sepultados en las ruinas de las casas minadas, como aconteció a los valientes defensores de la calle de Pomar, junto a Santa Engracia! Lo verdaderamente lamentable estaba allí donde se hacinaban unos sobre otros sin poder recibir auxilio, multitud de hombres destrozados por horribles heridas. Había recursos médicos para la centésima parte de los pacientes. La caridad de las mujeres, la diligencia de los patriotas, la multiplicación de la actividad en los hospitales, nada bastaba.

Llegó un día en que cierta impasibilidad, más bien espantosa y cruel indiferencia se apoderó de los defensores, y nos acostumbramos a ver un montón de muertos, cual si fuera un montón de sacas de lana; nos acostumbramos a ver sin lástima largas filas de heridos, arrimados a las casas, curándose cada cual como mejor podía. A fuerza de padecimientos, parece que las necesidades de la carne habían desaparecido, y que no teníamos más vida que la del espíritu. La familiaridad con el peligro había transfigurado nuestra naturaleza, infundiéndole al parecer un elemento nuevo, el desprecio absoluto de la materia y total indiferencia de la vida. Cada uno esperaba morir dentro de un rato, sin que esta idea le conturbara.

Recuerdo que oí contar el ataque dado al convento   —189→   de Trinitarios para arrebatarlo a los franceses; y las hazañas fabulosas, la inconcebible temeridad de esta empresa, me parecieron un hecho natural y ordinario.

No sé si he dicho que inmediato al convento de las Mónicas estaba el de Agustinos observantes, edificio de bastante capacidad, con una iglesia no pequeña y muy irregular, vastas crujías y un claustro espacioso. Era, pues, indudable que los franceses, dueños ya de las Mónicas, habrían de poner gran empeño en poseer también aquel otro monasterio, para establecerse sólida y definitivamente en el barrio.

-Ya que no tuvimos la suerte de hallarnos en las Mónicas -me dijo Pirli-, hoy nos daremos el gustazo de defender hasta morir las cuatro paredes de San Agustín. Como no basta Extremadura para defenderlo, nos mandan también a nosotros. ¿Y qué hay de grados, amigo Araceli? ¿Con que es cierto que este par de caballeros que están aquí es un par de sargentos?

-No sabía nada, amigo Pirli -le respondí, y verdad era que ignoraba aquel mi ascenso a las alturas jerárquicas del sargentazgo.

-Pues sí, anoche lo acordó el general. El señor de Araceli es sargento primero y el Sr. de Pirli sargento segundo. Harto bien lo hemos ganado, y gracias que nos ha quedado cuerpo en que poner las charreteras. También me han dicho que a Agustín Montoria   —190→   le han nombrado teniente por lo bien que se portó en el ataque dentro de las casas. Ayer tarde al anochecer, el batallón de las Peñas de San Pedro no tenía más que cuatro sargentos, un alférez, un capitán y doscientos hombres.

-A ver, amigo Pirli, si hoy nos ganamos un par de ascensos.

-Todo es ganar el ascenso del pellejo -repuso-. Los pocos soldados que viven del batallón de Huesca, creo que van para generales. Ya tocan llamada. ¿Tienes qué comer?

-No mucho.

-Manuela Sancho me ha dado cuatro sardinas: las partiré contigo. Si quieres un par de docenas de garbanzos tostados... ¿Te acuerdas tú del gusto que tiene el vino? Dígolo porque hace días no nos dan una gota... Por ahí corre el rum rum de que esta tarde nos repartirán un poco cuando acabe la guerra en San Agustín. Ahí tienes tú: sería muy triste cosa que le mataran a uno antes de saber qué color tiene eso que van a repartir esta tarde. Si siguieran mi consejo, lo darían antes de empezar, y así el que muriera, eso se llevaba... Pero la junta de abastos habrá dicho: «hay poco vino; si lo repartimos ahora, apenas tocarán tres gotas a cada uno. Esperemos a la tarde, y como de los que defienden a San Agustín será milagro que quede la cuarta parte, les tocará a trago por barba».

Y con este criterio siguió discurriendo sobre la   —191→   escasez de vituallas. No tuvimos tiempo de entretenernos en esto, porque apenas nos dábamos la mano con los de Extremadura, que guarnecían el edificio, cuando ved aquí que una fuerte detonación nos puso en cuidado, y entonces un fraile apareció diciendo a gritos:

-Hijos míos: han volado la pared medianera del lado de las Mónicas, y ya les tenemos en casa. Corred a la iglesia; ellos deben de haber ocupado la sacristía, pero no importa. Si vais a tiempo, seréis dueños de la nave principal, de las capillas, del coro. ¡Viva la Santa Virgen del Pilar y el batallón de Extremadura!

Marchamos a la iglesia con serenidad. Los buenos padres nos animaban con sus exhortaciones, y alguno de ellos, confundiéndose con nosotros en lo más apretado de las filas nos decía:

-Hijos míos, no desmayéis. Previendo que llegaría este caso, hemos conservado un mediano número de víveres en nuestra despensa. También tenemos vino. Sacudid el polvo a esa canalla. Ánimo, jóvenes queridos. No temáis el plomo enemigo. Más daño hacéis vosotros con una de vuestras miradas, que ellos con una descarga de metralla. Adelante, hijos míos. La Santa Virgen del Pilar es entre vosotros. Cerrad los ojos al peligro, mirad con serenidad al enemigo y entre las nubes veréis la santa figura de la madre de Dios. ¡Viva España y Fernando VII!

Llegamos a la iglesia; pero los franceses que habían   —192→   entrado por la sacristía, se nos adelantaron, y ya ocupaban el altar mayor. Yo no había visto jamás una mole churrigueresca, cuajada de esculturas y follajes de oro, sirviendo de parapeto a la infantería; yo no había visto que vomitasen fuego los mil nichos, albergue de mil santos de ebanistería; yo no había visto nunca que los rayos de madera dorada, que fulminan su llama inmóvil desde los huecos de una nube de cartón poblada de angelitos, se confundieran con los fogonazos, ni que tras los pies del Santo Cristo, y tras el nimbo de oro de la Virgen María, el ojo vengativo del soldado atisbara el blanco de su mortífera puntería.

Baste deciros que el altar mayor de San Agustín era una gran fábrica de entalle dorado, cual otras que habréis visto en cualquier templo de España. Este armatoste se extendía desde el piso a la bóveda, y de machón a machón, representando en sucesivas hileras de nichos como una serie de jerarquías celestiales. Arriba el Cristo ensangrentado abría sus brazos sobre la cruz, abajo y encima del altar, un templete encerraba el símbolo de la Eucaristía. Aunque la mole se apoyaba en el muro del fondo, había pequeños pasadizos interiores, destinados al servicio casero de aquella república de santos, y por ellos el lego sacristán podía subir desde la sacristía a mudar el traje de la Virgen, a encender las velas del altísimo Crucifijo, o a limpiar el polvo que los siglos depositaban sobre el antiguo tisú de   —193→   los vestidos y la madera bermellonada de los rostros.

Pues bien, los franceses se posesionaron rápidamente del camarín de la Virgen, de los estrechos tránsitos que he mencionado; y cuando nosotros llegamos, en cada nicho, detrás de cada santo, y en innumerables agujeros abiertos a toda prisa, brillaba el cañón de los fusiles. Igualmente establecidos detrás del ara santa, que a empujones adelantaron un poco, se preparaban a defender en toda regla la cabecera de la iglesia.

Nosotros no estábamos enteramente a descubierto, y para resguardarnos del gran retablo, teníamos los confesonarios, los altares de las capillas y las tribunas. Los más expuestos éramos los que entramos por la nave principal; y mientras los más osados avanzaron resueltamente hacia el fondo, otros tomamos posiciones en el coro bajo, y tras el facistol, tras las sillas y bancos amontonados contra la reja, molestando desde allí con certera puntería a la nación francesa, posesionada del altar mayor.

El tío Garcés, con otros nueve de igual empuje, corrió a posesionarse del púlpito, otra pesada fábrica churrigueresca, cuyo guarda-polvo, coronado por una estatua de la fe, casi llegaba al techo. Subieron, ocupando la cátedra y la escalera, y desde allí con singular acierto dejaban seco a todo francés que abandonando el presbiterio se adelantaba a lo bajo de la iglesia. También sufrían ellos bastante, porque les abrasaban los del altar mayor, deseosos   —194→   de quitar de enmedio aquel obstáculo. Al fin se destacaron unos veinte hombres, resueltos a tomar a todo trance aquel reducto de madera, sin cuya posesión era locura intentar el paso de la nave. No he visto nada más parecido a una gran batalla, y así como en ésta la atención de uno y otro ejército se reconcentra a veces en un punto, el más disputado y apetecido de todos, y cuya pérdida o conquista decide el éxito de la lucha, así la atención de todos se dirigió al púlpito, tan bien defendido como bien atacado.

Los veinte tuvieron que resistir el vivísimo fuego que se les hacía desde el coro, y la explosión de las granadas de mano que los de las tribunas les arrojaban; pero, a pesar de sus grandes pérdidas, avanzaron resueltamente a la bayoneta sobre la escalera. No se acobardaron los diez defensores del fuerte, y defendiéronse a arma blanca con aquella superioridad infalible que siempre tuvieron en este género de lucha. Muchos de los nuestros, que antes hacían fuego parapetados tras los altares y los confesionarios, corrieron a atacar a los franceses por la espalda, representando de este modo en miniatura la peripecia de una vasta acción campal; y trabose la contienda cuerpo a cuerpo a bayonetazos, a tiros y a golpes, según como cada cual cogía a su contrario.

De la sacristía salieron mayores fuerzas enemigas, y nuestra retaguardia, que se había mantenido en el coro, salió también. Algunos que se hallaban   —195→   en las tribunas de la derecha, saltaron fácilmente al cornisamento de un gran retablo lateral, y no satisfechos con hacer fuego desde allí, desplomaron sobre los franceses tres estatuas de santos que coronaban los ángulos del ático. En tanto el púlpito se sostenía con firmeza, y en medio de aquel infierno, vi al tío Garcés ponerse en pie, desafiando el fuego, y accionar como un predicador, gritando desaforadamente con voz ronca. Si alguna vez viera al demonio predicando el pecado en la cátedra de una iglesia, invadida por todas las potencias infernales en espantosa bacanal, no me llamaría la atención.

Aquello no podía prolongarse mucho tiempo, y Garcés, atravesado por cien balazos, cayó de improviso lanzando un ronco aullido. Los franceses, que en gran número llenaban la sacristía, vinieron en columna cerrada, y en los tres escalones que separan el presbiterio del resto de la iglesia, nos presentaron un muro infranqueable. La descarga de esta columna decidió la cuestión del púlpito, y quintados en un instante, dejando sobre las baldosas gran número de muertos, nos retiramos a las capillas. Perecieron los primitivos defensores del púlpito, así como los que luego acudieron a reforzarlos, y al tío Garcés, acribillado a bayonetazos después de muerto, le arrojaron en su furor los vencedores por encima del antepecho. Así concluyó aquel gran patriota que no nombra la historia.

  —196→  

El capitán de nuestra compañía quedó también inerte sobre el pavimento. Retirándonos desordenadamente a distintos puntos, separados unos de otros, no sabíamos a quién obedecer; bien es verdad que allí la iniciativa de cada uno o de cada grupo de dos o tres era la única organización posible, y nadie pensaba en compañías ni en jerarquías militares. Había la subordinación de todos al pensamiento común, y un instinto maravilloso para conocer la estrategia rudimentaria que las necesidades de la lucha a cada instante nos iba ofreciendo. Este instintivo golpe de vista nos hizo comprender que estábamos perdidos, desde que nos metimos en las capillas de la derecha, y era temeridad persistir en la defensa de la iglesia ante las enormes fuerzas francesas que la ocupaban.

Algunos opinaron que con los bancos, las imágenes y la madera de un retablo viejo, que fácilmente podía ser hecho pedazos, debíamos levantar una barricada en el arco de la capilla y defendernos hasta lo último; pero dos padres agustinos se opusieron a este esfuerzo inútil, y uno de ellos nos dijo:

-Hijos míos, no os empeñéis en prolongar la resistencia, que os llevaría a perder vuestras vidas sin ventaja alguna. Los franceses están atacando en este instante el edificio por la calle de las Arcadas. Corred allí a ver si lográis atajar sus pasos; pero no penséis en defender la iglesia, profanada por esos cafres.

Estas exhortaciones nos obligaron a salir al   —197→   claustro, y todavía quedaban en el coro algunos soldados de Extremadura tiroteándose con los franceses que ya invadían toda la nave.

Los frailes sólo cumplieron a medias su oferta en lo de darnos algún gaudeamus, como recompensa por haberles defendido hasta el último extremo su iglesia, y fueron repartidos algunos trozos de tasajo y pan duro; sin que viéramos ni oliéramos el vino en ninguna parte, por más que alargamos la vista y las narices. Para explicar esto dijeron que los franceses, ocupando todo lo alto, se habían posesionado del principal depósito de provisiones, y lamentándose del suceso procuraron consolarnos con alabanzas de nuestro buen comportamiento.

La falta del vino prometido hízome acordar del gran Pirli, y entonces caí en la cuenta de que le había visto al principio del lance en una de las tribunas. Pregunté por él; pero nadie me sabía dar razón de su paradero.

Los franceses ocupaban la iglesia y también parte de los altos del convento. A pesar de nuestra desfavorable posición en el claustro bajo, estábamos resueltos a seguir resistiendo, y traíamos a la memoria la heroica conducta de los voluntarios de Huesca, que defendieron las Mónicas hasta quedar sepultados bajo sus escombros. Estábamos delirantes y ebrios: nos creíamos ultrajados si no vencíamos, y nos impulsaba a las luchas desesperadas una fuerza secreta, irresistible, que no me puedo explicar   —198→   sino por la fuerte tensión erectiva del espíritu y una aspiración poderosa hacia lo ideal.

Nos contuvo una orden venida de fuera, y que dictó sin duda, en su buen sentido práctico el general Saint-March.

-El convento no se puede sostener -dijeron-. Antes que sacrificar gente sin provecho alguno para la ciudad, salgan todos a defender los puntos atacados en la calle de Pabostre y Puerta Quemada, por donde el enemigo quiere extenderse, conquistando las casas de que se le ha rechazado varias veces.

Salimos, pues, de San Agustín. Cuando pasábamos por la calle del mismo nombre, paralela a la de Palomar, vimos que desde la torre de la iglesia, arrojaban granadas de mano sobre los franceses establecidos en la plazoleta inmediata a la última de aquellas dos vías. ¿Quién lanzaba aquellos proyectiles desde la torre? Para decirlo más brevemente y con más elocuencia, abramos la historia y leamos: «En la torre se habían situado y pertrechado siete u ocho paisanos con víveres y municiones para hostigar al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer rendirse».

Allí estaba el insigne Pirli. ¡Oh Pirli! Más feliz que el tío Garcés, tú ocupas un lugar en la historia.



  —199→  

ArribaAbajo- XXIII -

Incorporados al batallón de Extremadura, se nos llevó por la calle de Palomar hasta la plaza de la Magdalena, desde donde oímos fuerte estrépito de combate hacia el extremo de la calle de Puerta Quemada. Como nos habían dicho, el enemigo procuraba extenderse por la calle de Pabostre para apoderarse de Puerta Quemada, punto importantísimo que le permitía enfilar con su artillería la calle del mismo nombre hasta la plaza de la Magdalena; y como la posesión de San Agustín y las Mónicas, les permitía amenazar aquel punto céntrico por el fácil tránsito de la calle de Palomar, ya se conceptuaban dueños del arrabal. En efecto, si los de San Agustín lograban avanzar hasta las ruinas del Seminario, y los de la calle de Pabostre hasta Puerta Quemada, era imposible disputar a los franceses el barrio de Tenerías.

Después de una breve espera, nos llevaron a la calle de Pabostre, y como la lucha era combinada entre el interior de los edificios y 34 la vía pública, entramos por la calle de los Viejos a la primera manzana. Desde las ventanas de la casa en que nos situaron no se veía más que humo, y apenas podíamos hacernos cargo de lo que allí estaba pasando; mas luego advertí   —200→   que la calle estaba llena de zanjas y cortaduras de trecho en trecho, con parapetos de tierra, muebles y escombros. Desde las ventanas se hacía un fuego horroroso. Recordando una frase del mendigo cojo Sursum Corda, puedo decir que nuestra alma era toda balas. En el interior de las casas corría la sangre a torrentes. El empuje de la Francia era terrible; y para que la resistencia no fuese menor, las campanas convocaban sin cesar al pueblo, los generales dictaban órdenes crueles para castigar a los rezagados; los frailes reunían gente de los otros barrios, trayéndola como en traílla, y algunas mujeres heroicas daban el ejemplo, arrojándose en medio del peligro, fusil en mano.

Día horrendo, cuyo rumor pavoroso retumba sin cesar en los oídos del que lo presenció, cuyo recuerdo le persigue, pesadilla indeleble de toda la vida. Quien no vio sus excesos, quien no oyó su vocerío y estruendo, ignora con que aparato externo se presenta a los sentidos humanos el ideal del horror. Y no me digáis que habéis visto el cráter de un volcán en lo más recio de sus erupciones, o una furiosa tempestad en medio del Océano, cuando la embarcación, lanzada al cielo por una cordillera de agua, cae después al abismo vertiginoso; no me digáis que habéis visto eso, pues nada de eso se parece a los volcanes y a las tempestades que hacen estallar los hombres, cuando sus pasiones les llevan a eclipsar los desórdenes de la naturaleza.

  —201→  

Era difícil contenernos, y no pudiendo hacer gran hostilidad desde allí, bajamos a la calle unos tras otros, sin hacer caso de los jefes que querían contenernos. El combate tenía sobre todos una atracción irresistible, y nos llamaba como llama el abismo al que le mira desde el vértice de elevada cima. Jamás me he considerado héroe; pero es lo cierto que en aquellos momentos ni temía la muerte, ni me arredraba el espectáculo de las catástrofes que a mi lado veía. Verdad es que el heroísmo, como cosa del momento e hijo directo de la inspiración, no pertenece exclusivamente a los valerosos, razón por la cual suele encontrarse con frecuencia en las mujeres y en los cobardes.

Por no parecer prolijo no referiré aquí las peripecias de aquel combate de la calle de Pabostre. Se parecen mucho a las que antes he contado, y si en algo se diferenciaron fue por el exceso de la constancia y de la energía, llevadas a un grado tal que allí acababa lo humano y empezaba lo divino. Dentro de las casas pasaban escenas como las que en otro lugar he referido; pero con mayor encarnizamiento, porque el triunfo se creía más definitivo. La ventaja adquirida en una pieza, perdíanla los imperiales en otra; la acción trabada en la bohardilla descendía peldaño por peldaño hasta el sótano, y allí se remataba al arma blanca, con ventaja siempre para los paisanos. Las voces de mando con que unos y otros dirigían los movimientos dentro de   —202→   aquellos laberintos, retumbaban de pieza en pieza con ecos espantosos.

En la calle usaban ellos artillería y nosotros también. Varias veces trataron de apoderarse con rápidos golpes de mano de nuestras piezas; pero perdían mucha gente sin conseguirlo nunca. Acobardados al ver que el esfuerzo empleado otra vez para ganar una batalla no bastaba entonces para conquistar dos varas de calle, se negaban a batirse, y sus oficiales les sacudían a palos la pereza.

Por nuestra parte no era preciso emplear tales medios, y bastaba la persuasión. Los frailes, sin dejar de prestar auxilio a los moribundos, atendían a todo, y al advertir debilidad en un punto, volaban a llamar la atención de los jefes. En una de las zanjas abiertas en la calle, una mujer, más que ninguna valerosa, Manuela Sancho, después de hacer fuego de fusil, disparó varios tiros en la pieza de a 8. Mantúvose ilesa, durante gran parte del día, animando a todos con sus palabras, y sirviendo de ejemplo a los hombres; pero serían las tres de la tarde cuando cayó en la zanja, herida en una pierna, y durante largo tiempo confundiose con los muertos, porque la hemorragia la puso exánime y con apariencia de cadáver. Más tarde, advirtiendo que respiraba, la retiramos, y fue curada, quedando tan bien, que muchos años después tuve el gusto de verla viva. La Historia no ha olvidado a aquella valiente joven y además, la calle de Pabostre,   —203→   cuyas mezquinas casas son más elocuentes que las páginas de un libro, lleva el nombre de Manuela Sancho.

Poco después de las tres, una horrísona explosión conmovió las casas que los franceses nos habían disputado tan encarnizadamente durante la mañana, y entre el espeso humo y el polvo, más espeso aún que el humo, vimos volar en pedazos mil las paredes y el techo, cayendo todo al suelo con un estruendo de que no puede darse idea. Los franceses empezaban a emplear la mina para conquistar lo que por ningún otro medio podía arrancarse de las manos aragonesas. Abrieron galerías, cargaron los hornillos, y los hombres cruzáronse de brazos, esperando que la pólvora lo hiciera todo.

Cuando reventó la primera casa, nos mantuvimos serenos en las inmediatas y en la calle; pero cuando con estallido más fuerte aún vino a tierra la segunda, iniciose el movimiento de retirada con bastante desorden. Al considerar que eran sepultados entre las ruinas o lanzados al aire tantos infelices compañeros que no se habrían dejado vencer por la fuerza del brazo, nos sentimos débiles para luchar con aquel elemento de destrucción, y parecíanos que en todas las demás casas y en la calle, minadas ya también, iban a estallar horribles cráteres que en pedazos mil nos salpicarían desgarrados en sangrientos jirones.

Los jefes nos detenían diciendo:

  —204→  

-Firmes, muchachos. No correr 35. Eso es para asustaros. Nosotros también tenemos pólvora en abundancia, y abriremos minas. ¿Creéis que eso les dará ventaja? Al contrario. Veremos cómo se defienden entre los escombros.

Palafox se presentó a la entrada de la calle, y su presencia nos contuvo algún tanto. El mucho ruido impidiome oír lo que nos dijo; pero por sus gestos comprendí que quería impelernos a marchar sobre las ruinas.

-Ya oís, muchachos; ya oís lo que dice el capitán general -vociferó a nuestro lado un fraile de los que venían en la comitiva de Palafox-. Dice que si hacéis un pequeño esfuerzo más, no quedará vivo un solo francés.

-¡Y tiene razón! -exclamó otro fraile-. No habrá en Zaragoza una mujer que os mire, si al punto no os arrojáis sobre las ruinas de las casas y echáis de allí a los franceses.

-Adelante, hijos de la Virgen del Pilar -añadió un tercer fraile-. Allí hay un grupo de mujeres. ¿Las veis? Pues dicen que si no vais vosotros, irán ellas. ¿No os da vergüenza vuestra cobardía?

Con esto nos contuvimos un poco. Reventó otra casa a la derecha, y entonces Palafox se internó en la calle. Sin saber cómo ni por qué, nos llevaba tras sí. Y ahora es ocasión de hablar de este personaje eminente, cuyo nombre va unido al de las célebres proezas de Zaragoza. Debía en gran parte su prestigio   —205→   a su gran valor; pero también a la nobleza de su origen, al respeto con que siempre fue mirada allí la familia de Lazán y a su hermosa y arrogante presencia. Era joven. Había pertenecido al Cuerpo de Guardias, y se le elogiaba mucho por haber despreciado los favores de una muy alta señora, tan famosa por su posición como por sus escándalos. Lo que más que nada hacía simpático al caudillo zaragozano era su indomable y serena valentía, aquel ardor juvenil con que acometía lo más peligroso y difícil, por simple afán de tocar un ideal de gloria.

Si carecía de dotes intelectuales para dirigir obra tan ardua como aquella, tuvo el acierto de reconocer su incompetencia, y rodeose de hombres insignes por distintos conceptos. Estos lo hacían todo, y Palafox quedábase tan sólo con lo teatral. Sobre un pueblo en que tanto prevalece la imaginación, no podía menos de ejercer subyugador dominio aquel joven general, de ilustre familia y simpática figura, que se presentaba en todas partes reanimando a los débiles y distribuyendo recompensas a los animosos. Los zaragozanos habían simbolizado en él sus virtudes, su constancia, su patriotismo ideal con ribetes de místico y su fervor guerrero. Lo que él disponía, todos lo encontraban bueno y justo. Como aquellos monarcas a quienes las tradicionales leyes han hecho representación personal de los principios fundamentales del gobierno, Palafox no podía hacer nada malo: lo malo era obra de sus consejeros. Y   —206→   en realidad, el ilustre caudillo reinaba y no gobernaba. Gobernaban el padre Basilio, O'Neilly, Saint-March y Butrón, clérigo escolapio el primero, generales insignes los otros tres.

En los puntos de peligro aparecía siempre Palafox como la expresión humana del triunfo. Su voz reanimaba a los moribundos, y si la Virgen del Pilar hubiera hablado, no hubiera hablado por otra boca. Su rostro expresaba siempre una confianza suprema, y en él la triunfal sonrisa infundía coraje como en otros el ceño feroz. Vanagloriábase de ser el impulsor de aquel gran movimiento. Como comprendía por instinto que parte del éxito era debido, más que a lo que tenía de general a lo que tenía de actor, siempre se presentaba con todos sus arreos de gala, entorchados, plumas y veneras, y la atronadora música de los aplausos y los vivas le halagaban en extremo. Todo esto era preciso, pues ha de haber siempre algo de mutua adulación entre la hueste y el caudillo para que el enfático orgullo de la victoria arrastre a todos al heroísmo.




ArribaAbajo- XXIV -

Como he dicho, Palafox nos detuvo, y aunque abandonamos casi toda la calle de Pabostre, nos mantuvimos firmes en Puerta Quemada.

  —207→  

Si encarnizada fue la batalla hasta las tres, hora en que nos concentramos hacia la plaza de la Magdalena, no lo fue menos desde dicha ocasión hasta la noche. Los franceses empezaron a hacer trabajos en las casas arruinadas por los hornillos, y era curioso ver cómo entre las masas de cascote y vigas se abrían pequeñas plazas de armas, caminos cubiertos y plataformas para emplazar la artillería. Aquella era una guerra que cada vez se iba pareciendo menos a las demás guerras conocidas.

De esta nueva fase de batalla resultó una ventaja, y un inconveniente para los franceses, porque si la demolición de las casas les permitía colocar en ellas algunas piezas, en cambio los hombres quedaban a descubierto. Por nuestra desgracia no supimos aprovecharnos de esto al presenciar las voladuras. El terror nos hizo ver una centuplicación del peligro, cuando en realidad lo disminuía, y no queriendo ser menos que ellos en aquel duelo a fuego, los zaragozanos empezaron a incendiar las casas de la calle de Pabostre que no podían sostener.

Sitiadores y sitiados, deseosos de rematarse pronto, y no pudiendo conseguirlo en la laberíntica guerra de las madrigueras, empezaron a destruirlas unos con la mina otros con el incendio, quedándose a descubierto como el impaciente gladiador que arroja su escudo.

¡Qué tarde, qué noche! Al llegar aquí me detengo cansado y sin aliento, y mis recuerdos se nublan, como se nublaron mi pensar y mi sentir en aquella   —208→   tarde espantosa. Hubo, pues, un momento, en que no pudiendo resistir más, mi cuerpo, como el de otros compañeros que habían tenido la suerte o la desgracia de vivir, se arrastraba sobre el arroyo tropezando con cadáveres insepultos o medio inhumados entre los escombros. Mis sentidos, salvajemente lanzados a los extremos del delirio, no me representaban claramente el lugar donde me encontraba, y la noción del vivir era un conjunto de vagas confusiones, de dolores inauditos. No me parecía que fuese de día, porque en algunos puntos lóbrega oscuridad envolvía la escena; mas tampoco me consideraba en medio de la noche, porque llamas semejantes a las que suponemos en el infierno, enrojecían la ciudad por otro lado. Sólo sé que me arrastraba pisando cuerpos, yertos unos, con movimiento otros, y que más allá, siempre más allá, creía encontrar un pedazo de pan y un buche de agua. ¡Qué desfallecimiento tan horrible! ¡Qué hambre! ¡Qué sed! Vi correr a muchos con ágiles movimientos, les oí gritar, vi proyectadas sus inquietas sombras formando espantajos sobre las paredes cercanas; iban y venían no sé a dónde ni de dónde. No era yo el único que agotadas las fuerzas del cuerpo y del espíritu después de tantas horas de lucha, se había rendido. Otros muchos, que no tenían la acerada entereza de los cuerpos aragoneses, se arrastraban como yo, y nos pedíamos unos a otros un poco de agua. Algunos, más felices que los demás, tuvieron fuerza para registrar entre   —209→   los cadáveres, y recoger mendrugos de pan, piltrafas de carne fría y envuelta en tierra, que devoraban con avidez.

Algo reanimados, seguimos buscando, y pude alcanzar una parte en las migajas de aquel festín. No sé si estaba yo herido: algunos de los que hablaban conmigo comunicándome su gran hambre y sed, tenían horribles golpes, quemaduras y balazos. Por fin encontramos unas mujeres que nos dieron a beber agua fangosa y tibia. Nos disputamos el vaso de barro, y luego en las manos de un muerto, descubrimos un pañuelo liado que contenía dos sardinas secas y algunos bollos de aceite. Alentados por los repetidos hallazgos, seguimos merodeando, y al fin, lo poco que logramos comer, y más que nada el agua sucia que bebimos nos devolvió en parte las fuerzas. Yo me sentí con algún brío y pude andar, aunque difícilmente. Advertí que todo mi vestido estaba lleno de sangre, y sintiendo un vivo escozor en el brazo derecho, juzgueme gravemente herido; pero aquel malestar era de una contusión insignificante, y las manchas de mis ropas provenían de haberme arrastrado entre charcos de fango y sangre.

Volví a pensar sin confusiones, volví a ver sin oscuridad, y oí distintamente los gritos, los pasos precipitados, los cañonazos cercanos y distantes en diálogo pavoroso. Sus estampidos aquí y allí parecían preguntas y respuestas.

Los incendios continuaban. Había sobre la ciudad   —210→   una densa niebla, formada de polvo y humo, la cual con el resplandor de las llamas, formaba perspectivas horrorosas que jamás se ven en el mundo; en sueños sí. Las casas despedazadas con sus huecos abiertos a la claridad como ojos infernales, las recortaduras angulosas de las ruinas humeantes, las vigas encendidas, eran espectáculo menos siniestro que el de aquellas figuras saltonas e incansables, que no cesaban de revolotear allí delante, allí mismo, casi en medio de las llamas. Eran los paisanos de Zaragoza que aún se estaban batiendo con los franceses, y les disputaban ferozmente un palmo de infierno.

Me encontraba en la calle de Puerta Quemada, y lo que he descrito se veía en las dos direcciones opuestas del Seminario y de la entrada de la calle de Pabostre. Di algunos pasos, pero caí otra vez rendido de fatiga. Un fraile, viéndome cubierto de sangre, se me acercó, y empezó a hablarme de la otra vida y del premio eterno destinado a los que mueren por la patria. Díjele que no estaba herido; pero que el hambre, el cansancio y la sed me habían postrado, y que creía tener los primeros síntomas de la epidemia. Entonces el buen religioso, en quien al punto reconocí al padre Mateo del Busto, se sentó a mi lado y dijo exhalando un hondo suspiro:

-Yo tampoco me puedo tener y creo que me muero.

-¿Está Vuestra Paternidad herido? -le pregunté viendo un lienzo atado a su brazo derecho.

  —211→  

-Sí, hijo mío; una bala me ha destrozado el brazo y el hombro. Siento grandísimo dolor; pero es preciso aguantarlo. Más padeció Cristo por nosotros. Desde que amaneció no he cesado de curar heridos, y encaminar moribundos al cielo. En diez y seis horas no he descansado un solo momento, ni comido ni bebido cosa alguna. Una mujer me ató este lienzo en el brazo derecho, y seguí mi tarea. Creo que no viviré mucho... ¡Cuánto muerto, Dios mío! ¿Y estos heridos que nadie recoge...? Pero ¡ay! yo no puedo tenerme en pie, yo me muero. ¿Has visto aquella zanja que hay al fin de la calle de los Clavos? Pues allí yace sin vida el desgraciado Coridón. Fue víctima de su arrojo. Pasábamos por allí para recoger unos heridos, cuando vimos hacia las eras de San Agustín un grupo de franceses que pasaban de una casa a otra. Coridón, cuya sangre impetuosa le impele a los actos más heroicos, se lanzó ladrando sobre ellos. ¡Ay!, ensartándole en una bayoneta, le arrojaron exánime dentro de la zanja... ¡Cuántas víctimas en un solo día, Sr. de Araceli! Pues no tiene Vd. poca suerte en haber salido ileso. Pero se morirá Vd. de la epidemia, que es peor. Hoy he dado la absolución a sesenta moribundos de la epidemia. A Vd. también se la daré, amigo, porque sé que no comete pecadillos y que se ha portado valientemente en estos días... ¿Qué tal? ¿Crece el mal? Efectivamente, está Vd. más amarillo que esos cadáveres que nos rodean. Morir de la epidemia durante   —212→   el horroroso cerco, también es morir por la patria. Joven, ánimo: el cielo se abre para recibirle a Vd. y la virgen del Pilar le agasajará con su manto de estrellas. La vida no vale nada. ¡Cuánto mejor es morir honrosamente y ganar con el padecer de un día la eterna gloria! En nombre de Dios le perdono a Vd. todos sus pecados.

Después de murmurar la oración propia del caso, pronunció, bendiciéndome, el ego te absolvo, y extendiéndose luego cuan largo era sobre el suelo. Su aspecto era tristísimo, y aunque yo no me encontraba bien, juzgueme en mejor estado de salud que el buen fraile. No fue aquella la primera ocasión en que el confesor caía antes que el moribundo, y el médico antes que el enfermo.

Llamé al padre Mateo, y como no me respondiera sino con lastimeros quejidos, aparteme de allí para buscar quien fuese en su ayuda. Encontré a varios hombres y mujeres, y les dije: -Ahí está el padre fray Mateo del Busto, que no puede moverse.

Pero no me hicieron caso, y siguieron adelante. Muchos heridos me llamaban a su vez, pidiéndome que les diese auxilio; pero yo tampoco les hacía caso. Junto al Coso encontré un niño de ocho o diez años, que marchaba solo y llorando con el mayor desconsuelo. Le detuve, le pregunté por sus padres, y señaló un punto cercano, donde había gran número de muertos y heridos. Más tarde encontré al mismo   —213→   niño en diversos puntos, siempre solo, siempre llorando, y nadie se cuidaba de él.

No se oía otra cosa que las preguntas ¿has visto a mi hermano? ¿Has visto a mi hijo? ¿Has visto a mi padre? Pero mi hermano, mi hijo y mi padre no parecían por ninguna parte. Ya nadie se cuidaba de llevar los enfermos a las iglesias, porque todas o casi todas estaban atestadas. Los sótanos y cuartos bajos, que antes se consideraron buenos refugios, ofrecían una atmósfera infesta y mortífera. Llegó el momento en que donde mejor se encontraban los heridos era en medio de la calle.

Me dirigí hacia el centro del Coso, porque me dijeron que allí se repartía algo de comer; pero nada alcancé. Iba a volver a las Tenerías, y al fin frente al Almudí me dieron un poco de comida caliente. Al punto me sentí mejor, y lo que creía síntomas de epidemia, desapareció poco a poco, pues mi mal hasta entonces era de los que se curan con pan y vino. Acordeme al punto del padre Mateo del Busto, y con otros que se me juntaron fuimos a prestarle auxilio. El desgraciado anciano no se había movido, y cuando nos acercamos preguntándole cómo se encontraba, nos contestó así:

-¡Cómo! ¿Ha sonado la campana de maitines? Todavía es temprano. Déjenme ustedes descansar. Me hallo fatigadísimo, padre González. He estado durante diez y seis horas cogiendo flores en la huerta... Estoy rendido.

  —214→  

A pesar de sus ruegos le cargamos entre cuatro; pero al poco trecho se nos quedó muerto en los brazos.

Mis compañeros acudieron al fuego, y yo me disponía a seguirlos, cuando alcancé a ver un hombre cuyo aspecto llamó mi atención. Era el tío Candiola que salió de una casa cercana con los vestidos chamuscados y apretando entre sus manos un ave de corral que cacareaba sintiéndose prisionera. Le detuve en medio de la calle preguntándole por su hija y por Agustín, y con gran agitación me dijo:

-¡Mi hija!... No sé... Allá, allá está... ¡Todo, todo lo he perdido! ¡Los recibos! ¡Se han quemado los recibos!... Y gracias que al salir de la casa tropecé con este pollo, que huía como yo del horroroso fuego. ¡Ayer valía una gallina cinco duros!... Pero mis recibos, ¡Santa Virgen del Pilar, y tú Santo Dominguito de mi alma!, ¿por qué se han quemado mis recibos?... Todavía se pueden salvar... ¿Quiere usted ayudarme? Debajo de una gran viga ha quedado la caja de lata en que los tenía... ¿Dónde hay por ahí media docena de hombres?... ¡Dios mío! Pero esa junta, esa audiencia, ese capitán general, ¿en qué están pensando?...

Y luego siguió, gritando a los que pasaban:

-¡Eh, paisano, amigo, hombre caritativo!... ¡a ver si levantamos la viga que cayó en el rincón!... ¡Eh!, buenos amigos, dejen Vds. ahí en un ladito ese enfermo moribundo que llevan al hospital, y vengan a ayudarme. ¿No hay un alma piadosa? Parece   —215→   que los corazones se han vuelto de bronce... Ya no hay sentimientos humanitarios... ¡Oh! Zaragozanos sin piedad, ¡ved cómo Dios os está castigando!

Viendo que nadie le amparaba, entró de nuevo en la casa; pero salió al poco rato gritando con desesperación:

-¡Ya no se puede salvar nada! ¡Todo está ardiendo! Virgen mía del Pilar, ¿por qué no haces un milagro?, ¿por qué no me concedes el don de aquellos prodigiosos niños del horno de Babilonia, para que pueda penetrar dentro del fuego y salvar mis recibos?




ArribaAbajo- XXV -

Luego se sentó sobre un montón de piedras y a ratos se golpeaba el cráneo, a ratos sin soltar el gallo llevábase la mano al pecho, exhalando profundos suspiros. Preguntele de nuevo por su hija, con objeto de saber de Agustín, y me dijo:

-Yo estaba en aquella casa de la calle de Añón, donde nos metimos ayer. Todos me decían que allí no había seguridad y que mejor estaríamos en el centro del pueblo; pero a mí no me gusta ir allí donde van todos, y el lugar que prefiero es el que abandonan los demás. El mundo está lleno de ladrones   —216→   y rateros. Conviene, pues, huir del gentío. Nos acomodamos en un cuarto bajo de aquella casa. Mi hija tenía mucho miedo al cañoneo, y quería salir afuera. Cuando reventaron las minas en los edificios cercanos, ella y Guedita salieron despavoridas. Quedeme solo, pensando en el peligro que corrían mis efectos, y de pronto entraron unos soldados con teas encendidas diciendo que iban a pegar fuego a la casa. Aquellos canallas miserables no me dieron tiempo a recoger nada, y lejos de compadecer mi situación, burláronse de mí. Yo escondí la caja de los recibos, por temor a que creyéndola llena de dinero, me la quisieran quitar; pero no me fue posible permanecer allí mucho tiempo. Me abrasaba con el resplandor de las llamas, y me ahogaba con el humo; a pesar de todo, insistí en salvar mi caja... ¡Cosa imposible! Tuve que huir. Nada pude traer, ¡Dios poderoso!, nada más que este pobre animal, que había quedado olvidado por sus dueños en el gallinero. Buen trabajo me costó el cogerle. ¡Casi se me quemó toda una mano! ¡Oh, maldito sea el que inventó el fuego! ¡Que pierda uno su fortuna por el gusto de estos héroes!... Yo tengo dos casas en Zaragoza, además de la que vivía 36. Una de ellas, la de la calle de la Sombra, se me conserva ilesa, aunque sin inquilinos. La otra que llaman Casa de los Duendes, a espaldas de San Francisco, está ocupada por las tropas, y toda me la han destrozado. ¡Ruinas, nada más que ruinas! ¡Es feliz la ocurrencia de quemar las casas,   —217→   sólo por impedir que las conquisten los franceses!

-La guerra exige que se haga así -le respondí-, y esta heroica ciudad quiere llevar hasta el último extremo su defensa.

-¿Y qué saca Zaragoza con llevar su defensa hasta el último extremo? A ver, ¿qué van ganando los que han muerto? Hábleles Vd. a ellos de la gloria, del heroísmo y de todas esas zarandajas. Antes que volver a vivir en ciudades heroicas, me iré a un desierto. Concedo que haya alguna resistencia; pero no hasta ese bárbaro extremo. Verdad es que los edificios valían poco, tal vez menos que esta gran masa de carbón que ahora resulta. A mí no me vengan con simplezas. Esto lo han ideado los pájaros gordos, para luego hacer negocio con el carbón.

Esto me hizo reír. No crean mis lectores que exagero, pues tal como lo cuento, me lo dijo él punto por punto, y pueden dar fe de mi veracidad los que tuvieron la desdicha de conocerle. Si Candiola hubiera vivido en Numancia, habría dicho que los numantinos eran negociantes de carbón disfrazados de héroes.

-¡Estoy perdido, estoy arruinado para siempre! -añadió después, cruzando las manos en actitud dolorosa-. Esos recibos eran parte de mi fortuna. Vaya Vd. ahora a reclamar las cantidades sin documento alguno, y cuando casi todos han muerto, y yacen en putrefacción por esas calles. No, lo digo y   —218→   lo repito, no es conforme a la ley de Dios lo que han hecho esos miserables. Es un pecado mortal, es un delito imperdonable dejarse matar, cuando se deben piquillos que el acreedor no podrá cobrar fácilmente. Ya se ve... esto de pagar es muy duro, y algunos dicen: «muramos y nos quedaremos con el dinero»... Pero Dios debiera ser inexorable con esta canalla heroica, y en castigo de su infamia, resucitarlos para que se las vieran con el alguacil y el escribano. ¡Dios mío, resucítalos! ¡Santa Virgen del Pilar, Santo Dominguito del Val, resucítalos!

-Y su hija de Vd. -le pregunté con interés-, ¿ha salido ilesa del fuego?

-No me nombre Vd. a mi hija -replicó con desabrimiento-. Dios ha castigado en mí su culpa. Ya sé quién es su infame pretendiente. ¿Quién podía ser sino ese condenado hijo de D. José de Montoria, que estudia para clérigo? María me lo ha confesado. Ayer estaba curándole la herida que tiene en el brazo. ¿Hase visto muchacha más desvergonzada? ¡Y esto lo hacía delante de mí, en mis propias barbas!

Esto decía, cuando doña Guedita, que buscaba afanosamente a su amo, apareció trayendo en una taza algunas provisiones. Él se las comió con voracidad, y luego a fuerza de ruegos logramos arrancarle de allí, conduciéndole al callejón del Órgano donde estaba su hija, guarecida en un zaguán con otras infelices. Candiola, después de regañarla, se internó con el ama de llaves.

  —219→  

-¿Dónde está Agustín? -pregunté a Mariquilla.

-Hace un instante estaba aquí; pero vinieron a darle la noticia de la muerte de un hermano suyo, y se fue. Oí decir, que estaba su familia en la calle de las Rufas.

-¿Que ha muerto su hermano, el primogénito?

-Así se lo dijeron, y él corrió allí muy afligido.

Sin oír más, yo también corrí a la calle de la Parra para aliviar en lo posible la tribulación de aquella generosa familia, a quien tanto debía, y antes de llegar a ella encontré a D. Roque, que con lágrimas en los ojos se acercó a hablarme.

-Gabriel -me dijo-, Dios ha cargado hoy la mano sobre nuestro buen amigo.

-¿Ha muerto el hijo mayor, Manuel de Montoria?

-Sí; y no es esa la única desgracia de la familia. Manuel era casado, como sabes, y tenía un hijo de cuatro años. ¿Ves aquel grupo de mujeres? Pues allí está la mujer del desgraciado primogénito de Montoria, con su hijo en brazos, el cual, atacado de la epidemia, agoniza en estos momentos. ¡Qué horrible situación! Ahí tienes a una de las primeras familias de Zaragoza, reducida al más triste estado, sin un techo en que guarecerse, y careciendo hasta de lo más preciso. Toda la noche ha estado esa infeliz madre en la calle y a la intemperie con el enfermo en brazos, aguardando por instantes que exhale el último suspiro; y en realidad, mejor está aquí que en los pestilentes sótanos, donde no se puede respirar.   —220→   Gracias a que yo y otros amigos la hemos socorrido en lo posible... ¿pero qué podemos hacer, si apenas hay pan, si se ha acabado el vino, y no se encuentra un pedazo de carne de vaca, aunque se dé por él un pedazo de la nuestra?

Principiaba a amanecer. Acerqueme al grupo de mujeres, y vi el lastimoso espectáculo. Con el ansia de salvarle, la madre y las demás mujeres que le hacían compañía martirizaban al infeliz niño aplicándole los remedios que cada cual discurría; pero bastaba ver a la víctima para comprender la imposibilidad de salvar aquella naturaleza, que la muerte había asido ya con su mano amarilla.

La voz de D. José de Montoria me obligó a seguir adelante, y en la esquina de la calle de las Rufas, un segundo grupo completaba el cuadro horroroso de las desgracias de aquella familia. En el suelo estaba el cadáver de Manuel de Montoria, joven de treinta años, no menos simpático y generoso en vida que su padre y hermano. Una bala le había atravesado el cráneo, y de la pequeña herida exterior en el punto por donde entró el proyectil, salía un hilo de sangre, que bajando por la sien el carrillo y el cuello, escurríase entre la piel y la camisa. Fuera de esto, su cuerpo no parecía el de un difunto.

Cuando yo me acerqué, su madre no se había decidido aún a creer que estaba muerto, y poniendo la cabeza del cadáver sobre sus rodillas, quería reanimarle   —221→   con ardientes palabras. Montoria, de rodillas al costado derecho, tenía entre sus manos la de su hijo, y sin decir nada, no le quitaba los ojos. Tan pálido como el muerto, el padre no lloraba.

-Mujer -exclamó al fin-. No pidas a Dios imposibles. Hemos perdido a nuestro hijo.

-¡No; mi hijo no ha muerto! -gritó la madre con desesperación-. Es mentira. ¿Para qué me engañan? ¿Cómo es posible que Dios nos quite a nuestro hijo? ¿Qué hemos hecho para merecer este castigo? ¡Manuel! ¡Tú, hijo mío! ¿No me respondes? ¿Por qué no te mueves? ¿Por qué no hablas?... Al instante te llevaremos a casa... pero ¿dónde está nuestra casa? Mi hijo se enfría sobre este desnudo suelo. ¡Ved qué heladas están sus manos y su cara!

-Retírate, mujer -dijo Montoria conteniendo el llanto-. Nosotros cuidaremos al pobre Manuel.

-¡Señor, Dios mío! -exclamó la madre- ¿qué tiene mi hijo que no habla, ni se mueve, ni despierta? Parece muerto; pero no está ni puede estar muerto. Santa Virgen del Pilar, ¿no es verdad que mi hijo no ha muerto?

-Leocadia -repitió Montoria, secando las primeras lágrimas que salieron de sus ojos-. Vete de aquí, retírate por Dios. Ten resignación, porque Dios nos ha dado un fuerte golpe, y nuestro hijo no vive ya. Ha muerto por la patria...

-¡Que ha muerto mi hijo! -exclamó la madre, estrechando el cadáver entre sus brazos como si se   —222→   lo quisieran quitar-. No, no, no: ¿qué me importa a mí la patria? ¡Que me devuelvan a mi hijo! ¡Manuel, niño mío! No te separes de mi lado, y el que quiera arrancarte de mis brazos, tendrá que matarme.

-¡Señor, Dios mío! ¡Santa Virgen del Pilar! -dijo D. José de Montoria con grave acento-. Nunca os ofendí a sabiendas ni deliberadamente. Por la patria, por la religión y por el rey he dado mis bienes y mis hijos. ¿Por qué antes que llevaros a este mi primogénito, no me quitasteis cien veces la vida, a mí, miserable viejo que para nada sirvo? Señores que estáis presentes: no me avergüenzo de llorar delante de Vds. Con el corazón despedazado, Montoria es el mismo. ¡Dichoso tú mil veces, hijo mío, que has muerto en el puesto del honor! ¡Desgraciados los que vivimos después de perderte! Pero Dios lo quiere así, y bajemos la frente ante el dueño de todas las cosas. Mujer, Dios nos ha dado paz, felicidad, bienestar y buenos hijos; ahora parece que nos lo quiere quitar todo. Llenemos el corazón de humildad, y no maldigamos nuestro sino. Bendita sea la mano que nos hiere, y esperemos tranquilos el beneficio de la propia muerte.

Doña Leocadia no tenía vida más que para llorar, besando incesantemente el frío cuerpo de su hijo. D. José, tratando de vencer las irresistibles manifestaciones de su dolor, se levantó y dijo con voz entera:

  —223→  

-Leocadia, levántate. Es preciso enterrar a nuestro hijo.

-¡Enterrarle! -exclamó la madre-. ¡Enterrarle...!

Y no pudo decir más porque se quedó sin sentido.

En el mismo instante oyose un grito desgarrador, no lejos de allí, y una mujer corrió despavorida hacia nosotros. Era la mujer del desgraciado Manuel, viuda ya y sin hijo. Varios de los presentes nos abalanzamos a contenerla para que no presenciase aquella escena, tan horrible como la que acababa de dejar y la infeliz dama forcejeó con nosotros, pidiéndonos que la dejásemos ver a su marido.

En tanto D. José, apartándose de allí, llegó a donde yacía el cuerpo de su nieto: tomole en brazos y lo trajo junto al de Manuel. Las mujeres exigían todo nuestro cuidado, y mientras doña Leocadia continuaba sin movimiento ni sentido, abrazada al cadáver, su nuera, poseída de un dolor febril, corría en busca de imaginarios enemigos, a quienes anhelaba despedazar. La conteníamos y se nos escapaba de las manos. Reía a veces con espantosa carcajada, y luego se nos ponía de rodillas delante, rogándonos que le devolviéramos los dos cuerpos que le habíamos quitado.

Pasaba la gente, pasaban soldados, frailes, paisanos, y todos veían aquello con indiferencia porque a cada paso se encontraba un espectáculo semejante. Los corazones estaban osificados y las almas parecían haber perdido sus más hermosas facultades,   —224→   no conservando más que el rudo heroísmo. Por fin, la pobre mujer cedió a la fatiga, al aniquilamiento producido por su propia pena, quedándosenos en los brazos como muerta. Pedimos algún cordial o algún alimento para reanimarla, pero no había nada, y las demás personas que allí vi, harto trabajo tenían con atender a los suyos. En tanto D. José, ayudado de su hijo Agustín, que también trataba de vencer su acerbo dolor, desligó el cadáver de los brazos de doña Leocadia. El estado de esta infeliz señora era tal que creímos tener que lamentar otra muerte en aquel día.

Luego Montoria repitió:

-Es preciso que enterremos a mi hijo.

Miró él, miramos todos en derredor, y vimos muchos, muchísimos cadáveres insepultos. En la calle de las Rufas había bastantes; en la inmediata de la Imprenta 37 se había constituido una especie de depósito. No es exageración lo que voy a decir. Innumerables cuerpos estaban apilados en la angosta vía, formando como un ancho paredón entre casa y casa. Aquello no se podía mirar, y el que lo vio fue condenado a tener ante los ojos durante toda su vida la fúnebre pira hecha con cuerpos de sus semejantes. Parece mentira, pero es cierto. Un hombre entró en la calle de la Imprenta y empezó a dar voces. Por un ventanillo apareció otro hombre, que   —225→   contestando al primero, dijo: «sube». Entonces, aquel, creyendo que era extravío entrar en la casa y subir por la escalera, trepó por el montón de cuerpos y llegó al piso principal, una de cuyas ventanas le sirvió de puerta.

En otras muchas calles ocurría lo mismo. ¿Quién pensaba en darles sepultura? Por cada par de brazos útiles y por cada azada había cincuenta muertos. De trescientos a cuatrocientos perecían diariamente sólo de la epidemia. Cada acción encarnizada arrancaba a la vida algunos miles, y ya Zaragoza empezaba a dejar de ser una ciudad poblada por criaturas vivas.

Montoria al ver aquello, habló así:

-Mi hijo y mi nieto no pueden tener el privilegio de dormir bajo tierra. Sus almas están en el cielo, ¿qué importa lo demás? Acomodémosles ahí en la puerta de la calle de las Rufas... Agustín, hijo mío: más vale que te vayas a las filas. Los jefes pueden echarte de menos, y creo que hace falta gente en la Magdalena. Ya no tengo más hijo varón que tú. Si mueres ¿qué me queda? Pero el deber es lo primero, y antes que cobarde prefiero verte como tu pobre hermano con la sien traspasada por una bala francesa.

Después poniendo la mano sobre la cabeza de su hijo, que estaba descubierto y de rodillas junto al cadáver de Manuel, prosiguió así, elevando los ojos al cielo:

  —226→  

-Señor, si has resuelto también llevarte a mi segundo hijo, llévame a mí primero. Cuando se acabe el sitio, no deseo tener mas vida. Mi pobre mujer y yo hemos sido bastante felices, hemos recibido hartos beneficios para maldecir la mano que nos ha herido; pero para probarnos ¿no ha sido ya bastante? ¿Ha de perecer también nuestro segundo hijo?... Ea, señores -añadió luego-, despachemos pronto, que quizás hagamos falta en otra parte.

-Señor D. José -dijo D. Roque llorando-, retírese Vd. también, que los amigos cumpliremos este triste deber.

-No, yo soy hombre para todo, y Dios me ha dado un alma que no se dobla ni se rompe.

Y tomó ayudado de otro, el cadáver de Manuel, mientras Agustín y yo cogimos el del nieto, para ponerlos a entrambos en la entrada del callejón de las Rufas, donde otras muchas familias habían depositado los muertos. Montoria luego que soltó el cuerpo, exhaló un suspiro y dejando caer los brazos, como si el esfuerzo hecho hubiera agotado sus fuerzas, dijo:

-Es verdad, señores, yo no puedo negar que estoy cansado. Ayer me encontraba joven; hoy me encuentro muy viejo.

Efectivamente, Montoria estaba viejísimo, y una noche había condensado en él la vida de diez años.

Sentose sobre una piedra, y puestos los codos en las rodillas, apoyó la cara entre las manos, en cuya   —227→   actitud permaneció mucho tiempo, sin que los presentes turbáramos su dolor. Doña Leocadia, su hija y su nuera, asistidas por otros individuos de la familia, continuaban en el Coso. D. Roque, que iba y venía de uno a otro extremo, llego diciendo:

-La señora sigue tan abatida... Ahora están todas rezando con mucha devoción, y no cesan de llorar. Están muy caídas las pobrecitas. Muchachos, es preciso que deis por la ciudad una vuelta, a ver si se encuentra algo sustancioso con que alimentarlas.

Montoria se levantó entonces, limpiando las lágrimas que corrían abundantemente de sus ojos encendidos.

-No ha de faltar, según creo. Amigo D. Roque, busque Vd. algo de comer, cueste lo que cueste.

-Ayer pedían cinco duros por una gallina en la Tripería -dijo uno que era criado antiguo de la casa.

-Pero hoy no las hay -indicó D. Roque-. He estado allí hace un momento.

-Amigos, buscad por ahí, que algo se encontrará. Yo nada necesito para mí.

Esto decía, cuando sentimos un agradable cacareo de ave de corral. Miramos todos con alegría hacia la entrada de la calle, y vimos al tío Candiola, que sosteniendo en su mano izquierda el pollo consabido, le acariciaba con la derecha el negro plumaje. Antes que se lo pidieran, llegose a Montoria, y con mucha sorna le dijo:

  —228→  

-Una onza por el pollo.

-¡Qué carestía! -exclamó D. Roque-. ¡Si no tiene más que huesos el pobre animal!

No pude contener la cólera al ver ejemplo tan claro de la repugnante tacañería y empedernido corazón del tío Candiola. Así es que llegueme a él y, arrancándole el pollo de las manos, le dije violentamente:

-Ese pollo es robado. Venga acá. ¡Miserable usurero! ¡Si al menos vendiera lo suyo! ¡Una onza! A cinco duros estaban ayer en el mercado. ¡Cinco duros, canalla, ladrón, cinco duros! Ni un ochavo más.

Candiola empezó a chillar reclamando su pollo, y a punto estuvo de ser apaleado impíamente; pero D. José de Montoria intervino diciendo:

-Désele lo que quiere. Tome Vd., Sr. Candiola, la onza que pide por ese animal.

Diole la onza, que el infame tacaño no tuvo reparo en tomar, y luego nuestro amigo prosiguió hablando de esta manera:

-Sr. de Candiola, tenemos que hablar. Ahora caigo en que le ofendí a Vd... Sí... hace días, cuando aquello de la harina... Es que a veces no es uno dueño de sí mismo, y se nos sube la sangre a la cabeza... Verdad es que Vd. me provocó, y como se empeñaba en que le dieran por la harina más de lo que el señor capitán general había mandado... Lo cierto es, amigo D. Jerónimo, que yo   —229→   me amosqué... ya ve Vd... no lo puede uno remediar así de pronto... pues... y creo que se me fue la mano; creo que hubo algo de...

-Sr. Montoria -dijo Candiola-, llegará un día en que haya otra vez autoridades en Zaragoza. Entonces nos veremos las caras.

-¿Va Vd. a meterse entre jueces y escribanos? Malo. Aquello pasó... Fue un arrebato de cólera, una de esas cosas que no se pueden remediar. Lo que me llama la atención, es que hasta ahora no había caído en que hice mal, muy mal. No se debe ofender al prójimo...

-Y menos ofenderle después de robarle -dijo D. Jerónimo, mirándonos a todos y sonriendo con desdén.

-Eso de robar no es cierto -continuó Montoria-, porque yo hice lo que el capitán general me mandaba. Cierto es lo de la ofensa de palabra y de obra, y ahora cuando le he visto a Vd. venir con el pollo, he caído en la cuenta de que hice mal. Mi conciencia me lo dice... ¡Ah! Sr. Candiola, soy muy desgraciado. Cuando uno es feliz, no conoce sus faltas. Pero ahora... Lo cierto es, D. Jerónimo de Candiola, que en cuanto le vi venir a Vd., me sentí inclinado a pedirle perdón por aquellos golpes... yo tengo la mano pesada, y... Así es que en un pronto... no sé lo que me hago... Sí, yo le ruego a Vd. que me perdone y seamos amigos. Sr. D. Jerónimo, seamos amigos; reconciliémonos y no hagamos   —230→   caso de resentimientos antiguos. El odio envenena las almas, y el recuerdo de no haber obrado bien nos pone encima un peso insoportable.

-Después de hecho el daño, todo se arregla con hipócritas palabrejas -dijo Candiola volviendo la espalda a Montoria, y escurriéndose fuera del grupo-. Más vale que piense el Sr. Montoria en reintegrarme el precio de la harina... ¡Perdoncitos a mí...! Ya no me queda nada que ver.

Dijo esto en voz baja, y alejose lentamente. Montoria, viendo que alguno de los presentes corría tras él insultándole, añadió:

-Dejadle marchar tranquilo, y tengamos compasión de ese desgraciado.




ArribaAbajo- XXVI -

El 3 de Febrero se apoderaron los franceses del convento de Jerusalén, que estaba entre Santa Engracia y el hospital 38. La acción que precedió a la conquista de tan importante posición fue tan sangrienta   —231→   como las de las Tenerías, y allí murió el distinguido comandante de ingenieros D. Marcos Simonó. Por la parte del arrabal poco adelantaban los sitiadores, y en los días 6 y 7 todavía no habían podido dominar la calle de Puerta Quemada.

Las autoridades comprendían que era difícil prolongar mucho más la resistencia, y con ofertas de honores y dinero intentaban exaltar a los patriotas. En una proclama del 2 de Febrero, Palafox, al pedir recursos, decía: «Doy mis dos relojes y veinte cubiertos de plata, que es lo que me queda». En la de 4 de Febrero ofrecía armar caballeros a los doce que más se distinguieran, para lo cual creaba una Orden militar noble, llamada de Infanzones; y en la del 9 se quejaba de la indiferencia y abandono con que algunos vecinos miraban la suerte de la patria, y después de suponer que el desaliento era producido por el oro francés, amenazaba con grandes castigos al que se mostrara cobarde.

Las acciones de los días 3, 4 y 5 no fueron tan encarnizadas como la última que describí. Franceses y españoles estaban muertos de fatiga. Las boca-calles que conservamos en la plazuela de la Magdalena, conteniendo siempre al enemigo en sus dos avances de la calle de Palomar y de Pabostre, se defendían con cañones. Los restos del seminario estaban asimismo erizados de artillería, y los franceses, seguros de no poder echamos de allí por los medios ordinarios, trabajaban sin cesar en sus minas.

  —232→  

Mi batallón se había fundido en el de Extremadura, pues el resto de uno y otro no llegaba a tres compañías. Agustín de Montoria era capitán, y yo fui ascendido a alférez el día 2. No volvimos a prestar servicio en las Tenerías y lleváronnos a guarnecer a San Francisco, vasto edificio que ofrecía buenas posiciones para tirotear a los franceses, establecidos en Jerusalén. Se nos repartían raciones muy escasas, y los que ya nos contábamos en el número de oficiales comíamos rancho lo mismo que los soldados. Agustín guardaba su pan, para llevárselo a Mariquilla.

Desde el día 4 empezaron los franceses a minar el terreno para apoderarse del Hospital y de San Francisco, pues harto sabían que de otro modo era imposible. Para impedirlo contraminanos, con objeto de volarles a ellos antes que nos volaran a nosotros, y este trabajo ardoroso en las entrañas de la tierra a nada del mundo puede compararse. Parecíanos haber dejado de ser hombres, para convertirnos en otra especie de seres, insensibles y fríos habitantes de las cavernas, lejos del sol, del aire puro y de la hermosa luz. Sin cesar labrábamos largas galerías, como el gusano que se fabrica la casa en lo oscuro de la tierra y con el molde de su propio cuerpo. Entre los golpes de nuestras piquetas oíamos, como un sordo eco, el de las piquetas de los franceses, y después de habernos batido y destrozado en la superficie, nos buscábamos en la horrible noche de   —233→   aquellos sepulcros para acabar de exterminamos.

El convento de San Francisco tenía por la parte del coro vastas bodegas subterráneas. Los edificios que ocupaban más abajo los franceses también las 39 tenían, y rara era la casa que no se alzaba sobre profundos sótanos. Las galerías abiertas por las azadas de unos y otros juntábanse al fin en uno de aquellos aposentos: a la luz de nuestros faroles veíamos a los franceses, como imaginarias figuras de duendes engendradas por la luz rojiza en las sinuosidades de la mazmorra; ellos nos veían también, y al punto nos tiroteábamos; pero nosotros íbamos provistos de granadas de mano, y arrojándolas sobre ellos les poníamos en dispersión persiguiéndoles luego a arma blanca a lo largo de las galerías. Todo aquello parecía una pesadilla, una de esas luchas angustiosas que a veces trabamos contra seres aborrecidos en las profundas concavidades del sueño: pero era cierto y se repetía a cada instante en diversos puntos.

En esta penosa tarea nos relevábamos frecuentemente, y en los ratos de descanso salíamos al Coso, sitio céntrico de reunión y al mismo tiempo parque, hospital y cementerio general de los sitiados. Una tarde (creo que la del 5) estábamos en la puerta del convento varios muchachos del batallón de Estremadura 40 y de San Pedro y comentábamos las peripecias del sitio, opinando todos que bien pronto sería imposible la resistencia. El corrillo se   —234→   renovaba constantemente. D. José de Montoria se acercó a nosotros, y saludándonos con semblante triste, sentose en el banquillo de madera que teníamos junto a la puerta.

-Oiga Vd. lo que se habla por aquí, señor don José -le dije-. La gente cree que es imposible resistir muchos días más.

-No os desaniméis, muchachos -contestó-. Bien dice el capitán general en su proclama que corre mucho oro francés por la ciudad.

Un franciscano que venía de auxiliar a algunas docenas de moribundos tomó la palabra y dijo:

-Es un dolor lo que pasa. No se habla por ahí de otra cosa que de rendirse. Si parece que esto ya no es Zaragoza. ¡Quién conoció a aquella gente templada del primer sitio!...

-Dice bien su paternidad -afirmó Montoria-. Está uno avergonzado, y hasta los que tenemos corazón de bronce nos sentimos atacados de esta flaqueza que cunde más que la epidemia. Y en resumidas cuentas, no sé a qué viene ahora esa novedad de rendirse cuando nunca lo hemos hecho, ¡porra! Si hay algo después de este mundo como nuestra religión nos enseña, ¿a qué apurarse por un día más o menos de vida?

-Verdad es, Sr. D. José -dijo el fraile-, que las provisiones se acaban por momentos y que donde no hay harina todo es mohína.

-¡Boberías y melindres!, padre Luengo -exclamó   —235→   Montoria-. Ya... Si esta gente, acostumbrada al regalo de otros tiempos, no puede pasarse sin carne y pan, no hemos dicho nada. Como si no hubiera otras muchas cosas que comer... Soy partidario de la resistencia a todo trance, cueste lo que cueste. He experimentado terribles desgracias; la pérdida de mi primogénito y de mi nieto ha cubierto de luto mi corazón; pero el honor nacional, llenando toda mi alma, a veces no deja hueco para otro sentimiento. Un hijo me queda, único consuelo de mi vida y depositario de mi casa y mi nombre. Lejos de apartarle del peligro le obligo a persistir en la defensa. Si le pierdo, me moriré de pena; pero que salve el honor nacional, aunque perezca mi único heredero.

-Y según he oído -dijo el padre Luengo-, el señor D. Agustín ha hecho prodigios de valor. Está visto que los primeros laureles de esta campaña pertenecen a los insignes guerreros de la Iglesia.

-No, mi hijo no pertenecerá ya a la Iglesia. Es preciso que renuncie a ser clérigo, pues yo no puedo quedarme sin sucesión directa.

-Sí, vaya Vd. a hablarle de sucesiones y de casorios. Desde que es soldado parece que ha cambiado un poco; pero antes sus conversaciones trataban siempre de re theologica, y jamás le oí hablar de erotica. Es un chico que tiene a Santo Tomás en las puntas de los dedos, y no sabe en qué sitio de la cara llevan los ojos las muchachas.

  —236→  

-Agustín sacrificará por mí su ardiente vocación. Si salimos bien del sitio y la Virgen del Pilar me lo deja con vida, pienso casarle al instante con mujer que le iguale en condición y fortuna.

Cuando esto decía, vimos que se nos acercaba sofocada Mariquilla Candiola, la cual llegándose a mí me preguntó:

-Sr. de Araceli, ¿ha visto Vd. a mi padre?

-No, señorita doña María -le respondí-. Desde ayer no le he visto. Puede que esté en las ruinas de su casa, ocupándose en ver si puede sacar alguna cosa.

-No está -dijo Mariquilla con desaliento-. Le he buscado por todas partes.

-¿Ha estado Vd. aquí detrás, por junto a San Diego? El Sr. Candiola suele ir a visitar su casa llamada de los Duendes por ver si se la han destrozado.

-Pues voy al momento allá.

Cuando desapareció, dijo Montoria:

-Es esta, a lo que parece, la hija del tío Candiola. A fe que es bonita, y no parece hija de aquel lobo... Dios me perdone el mote. De aquel buen hombre, quise decir.

-Es guapilla -afirmó el fraile-. Pero se me figura que es una buena pieza. De la madera del tío Candiola no puede salir un buen santo.

-No se habla mal del prójimo -dijo D. José.

-Candiola no es prójimo. La muchacha desde que se quedaron sin casa, no abandona la compañía de los soldados.

  —237→  

-Estará entre ellos para asistir a los heridos.

-Puede ser; pero me parece que le gustan más los sanos y robustos. Su carilla graciosa está diciendo que allí no hay pizca de vergüenza.

-¡Lengua de escorpión!

-Pura verdad -añadió el fraile-. Bien dicen que de tal palo, tal astilla. ¿No aseguran que su madre la Pepa Rincón fue mujer pública o poco menos?

-Alegre de cascos tal vez...

-¡No está mala alegría! Cuando fue abandonada por su tercer cortejo, cargó con ella el Sr. D. Jerónimo.

-Basta de difamación -dijo Montoria-, y aunque se trata de la peor gente del mundo, dejémosles con su conciencia.

-Yo no daría un maravedí por el alma de todos los Candiolas reunidos -repuso el fraile-. Pero allí aparece el Sr. D. Jerónimo, si no me engaño. Nos ha visto y viene hacia acá.

En efecto, el tío Candiola avanzaba despaciosamente por el Coso, y llegó a la puerta del convento.

-Buenas tardes tenga el Sr. D. Jerónimo -le dijo Montoria-. Quedamos en que se acabaron los rencorcillos...

-Hace un momento ha estado aquí preguntando por Vd. su inocente hija -le indicó Luengo con malicia.

-¿Dónde está?

-Ha ido a San Diego -dijo un soldado-. Puede   —238→   que se la roben los franceses que andan por allí cerca.

-Quizás la respeten al saber que es hija del señor D. Jerónimo -dijo Luengo-. ¿Es cierto, amigo Candiola, lo que se cuenta por ahí?

-¿Qué?

-Que Vd. ha pasado estos días la línea francesa para conferenciar con la canalla.

-¡Yo! ¡Qué vil calumnia! -exclamó el tacaño-. Eso lo dirán mis enemigos para perderme. ¿Es usted, Sr. Montoria, quien ha hecho correr esas voces?

-Ni por pienso -respondió el patriota-. Pero es cierto que lo oí decir. Recuerdo que le defendí a usted, asegurando que el Sr. Candiola es incapaz de venderse a los franceses.

-¡Mis enemigos, mis enemigos quieren perderme! ¡Qué infamias inventan contra mí! También quieren que pierda la honra, después de haber perdido la hacienda. Señores, mi casa de la calle de la Sombra ha perdido parte del tejado. ¿Hay desolación semejante? La que tengo aquí detrás de San Francisco y pegada a la huerta de San Diego, se conserva bien; pero está ocupada por la tropa, y me la destrozan que es un primor.

-El edificio vale bien poco, Sr. D. Jerónimo -dijo el fraile-, y si mal no recuerdo, hace diez años que nadie quiere habitarla.

-Como dio la gente en la manía de decir si había duendes o no... Pero dejemos eso. ¿Han visto por aquí a mi hija?

  —239→  

-Esa virginal azucena ha ido hacia San Diego en busca de su simpático papá.

-Mi hija ha perdido el juicio.

-Algo de eso.

-También tiene de ello la culpa el Sr. de Montoria. Mis enemigos, mis pérfidos enemigos no me dejan respirar.

-¡Cómo! -exclamó mi protector-. ¿También tengo yo la culpa de que esa niña haya sacado las malas mañas de su madre?... quiero decir... ¡Maldita lengua mía! Su madre fue una señora ejemplar.

-Los insultos del Sr. Montoria no me llaman la atención y los desprecio -dijo el avaro con ponzoñosa cólera-. En vez de insultarme el Sr. D. José, debiera sujetar a su niño Agustín, libertino y embaucador, que es quien ha trastornado el seso a mi hija. No, no se la daré en matrimonio, aunque bebe los vientos por ella. Y quiere robármela. ¡Buena pieza el tal D. Agustín! No, no la tendrá por esposa. Vale más, mucho más mi María.

D. José de Montoria, al oír esto, púsose blanco, y dio algunos pasos hacia el tío Candiola, con intento sin duda de renovar la violenta escena de la calle de Antón Trillo. Después se contuvo, y con voz dolorida habló así:

-¡Dios mío! Dame fuerzas para reprimir mis arrebatos de cólera. ¿Es posible matar la soberbia y ser humilde delante de este hombre? Le pedí perdón de la ofensa que le hice, humilleme ante él, le ofrecí   —240→   una mano de amigo, y sin embargo, se me pone delante para injuriarme otra vez, para insultarme del modo más horrendo... ¡Miserable hombre, castígame, mátame, bébete toda mi sangre y vende después mis huesos para hacer botones; pero que tu vil lengua no arroje tanta ignominia sobre mi hijo querido! ¿Qué has dicho, que ha dicho Vd. de mi Agustín?

-La verdad.

-No sé cómo me contengo. Señores, sean ustedes testigos de mi bondad. No quiero arrebatarme; no quiero atropellar a nadie; no quiero ofender a Dios. Yo le perdono a este hombre sus infamias; pero que se quite al punto de mi presencia, porque viéndole no respondo de mí.

Candiola, amedrentado por estas palabras, entró en el portalón del convento. El padre Luengo se llevó a Montoria por el Coso abajo.

Y sucedió que en el mismo instante, entre los soldados que allí estaban reunidos, empezó a cundir un murmullo rencoroso que indicaba sentimientos muy hostiles contra el padre de Mariquilla, lo cual, atendidos los antecedentes de aquel, no tenía nada de particular. Él quiso huir, viéndose empujado de un lado para otro; mas le detuvieron, y sin saber cómo, en un rápido movimiento del grupo amenazador, fue llevado al claustro. Entonces una voz dijo con colérico acento:

-Al pozo; arrojarle 41 al pozo.

  —241→  

Candiola fue asido por varias manos, y magullado, roto y descosido más de lo que estaba.

-Es de los que andan repartiendo dinero para que la tropa se rinda -dijo uno.

-Sí, sí -gritaron otros-. Ayer decían que andaba en el Mercado repartiendo dinero.

-Señores -decía el infeliz con voz ahogada-, yo les juro a Vds. que jamás he repartido dinero.

Y así era la verdad.

-Anoche dicen que le vieron traspasar la línea y meterse en el campo francés.

-De donde volvió por la mañana. ¡Al pozo con él!

Otro amigo y yo forcejeamos un rato por salvar a Candiola de una muerte segura; pero no lo pudimos conseguir sino a fuerza de ruegos y persuasiones, diciendo:

-Muchachos, no hagamos una barbaridad. ¿Qué daño puede causar este vejete despreciable?

-Es verdad -añadió él en el colmo de la angustia-. ¿Qué mal puedo hacer yo, que siempre me he ocupado en socorrer a los menesterosos? Vosotros no me mataréis; sois soldados de las Peñas de San Pedro y de Extremadura; sois todos guapos chicos. Vosotros incendiasteis aquellas casas de las Tenerías, donde yo encontré el pollo que me valió una onza. ¿Quién dice que yo me vendo a los franceses? Les odio, no les puedo ver, y a vosotros os quiero como a mi propio pellejo. Niñitos míos, dejadme en paz. Todo lo he perdido; que me quede al menos la vida.

  —242→  

Estas lamentaciones, y los ruegos míos y de mi amigo ablandaron un poco a los soldados, y una vez pasada la primera efervescencia, nos fue fácil salvar al desgraciado viejo. Al relevarse la gente que estaba en las posiciones, quedó completamente a salvo; pero ni siquiera nos dio las gracias cuando, después de librarle de la muerte, le ofrecimos un pedazo de pan. Poco después, y cuando tuvo alientos para andar, salió a la calle, donde él y su hija se reunieron.




ArribaAbajo- XXVII -

Aquella tarde, casi todo el esfuerzo de los franceses se dirigió contra el arrabal de la izquierda del Ebro. Asaltaron el monasterio de Jesús, y bombardearon el templo del Pilar, donde se refugiaba el mayor número de enfermos y heridos, creyendo que la santidad del lugar les ofrecía allí más seguridad que en otra parte.

En el centro no se trabajó mucho en aquel día. Toda la atención estaba reconcentrada en las minas y nuestros esfuerzos se dirigían a probar al enemigo que antes que consentir en ser volados solos, trataríamos de volarles a ellos, o volar juntos, por lo menos.

  —243→  

Por la noche ambos ejércitos parecían entregados al reposo. En las galerías subterráneas no se sentía el rudo golpe de la piqueta. Yo salí afuera y hacia San Diego encontré a Agustín y a Mariquilla, que hablaban sosegadamente sentados en el dintel de una puerta de la casa de los Duendes. Se alegraron mucho de verme, y me senté junto a ellos participando de los mendrugos que comían.

-No tenemos donde albergarnos -dijo Mariquilla-. Estábamos en un portal del callejón del Órgano, y nos echaron. ¿Por qué aborrecen tanto a mi pobre padre? ¿Qué daño les ha hecho? Después nos guarecimos en un cuartucho de la calle de las Urreas y también nos echaron. Nos sentamos luego bajo un arco en el Coso, y todos los que allí estaban huyeron de nosotros. Mi padre está furioso.

-Mariquilla de mi corazón -dijo Agustín-, espero que el sitio se acabe pronto de un modo o de otro. Quiera Dios que muramos los dos, si vivos no podemos ser felices. No sé por qué en medio de tantas desgracias mi corazón está lleno de esperanza; no sé por qué me ocurren ideas agradables y pienso constantemente en un risueño porvenir. ¿Por qué no? ¿Todo ha de ser desgracias y calamidades? Las desventuras de mi familia son infinitas. Mi madre no tiene ni quiere tener consuelo. Nadie puede apartarla del sitio en que están el cadáver de mi hermano y el de mi sobrino, y cuando por fuerza la llevamos lejos de allí, la vemos luego arrastrándose   —244→   sobre las piedras de la calle para volver. Ella, mi cuñada y mi hermana ofrecen un espectáculo lastimoso; niéganse a tomar alimentos, y al rezar, deliran, confundiendo los nombres santos. Esta tarde al fin hemos conseguido llevarlas a un sitio cubierto donde se las obliga a mantenerse en reposo y a tomar algún alimento. Mariquilla, ¡a qué triste estado ha traído Dios a los míos! ¿No hay motivo para esperar que al fin se apiade de nosotros?

-Sí -repuso la Candiola-; el corazón me dice que hemos pasado las amarguras de nuestra vida, y que ahora tendremos días tranquilos. El sitio se acabará pronto, porque según dice mi padre, lo que queda es cosa de días. Esta mañana fui al Pilar; cuando me arrodillé delante de la Virgen, pareciome que la Santa Señora me miraba y se reía. Después salí de la iglesia, y un gozo muy vivo hacía palpitar mi corazón. Miraba al cielo y las bombas me parecían un juguete; miraba a los heridos, y se me figuraba que todos ellos se volvían sanos; miraba a las gentes y en todas creía encontrar la alegría que se desbordaba en mi pecho. Yo no sé lo que me ha pasado hoy, yo estoy contenta... Dios y la Virgen sin duda se han apiadado de nosotros; y estos latidos de mi corazón, esta alegre inquietud son avisos de que al fin después de tantas lágrimas vamos a ser dichosos.

-¡Lo que dices es la verdad! -exclamó Agustín, estrechando a Mariquilla amorosamente contra su   —245→   pecho-. Tus presentimientos son leyes; tu corazón identificado con lo divino no puede engañarnos; oyéndote me parece que se disipa la atmósfera de penas en que nos ahogamos, y respiro con delicia los aires de la felicidad. Espero que tu padre no se opondrá a que te cases conmigo.

-Mi padre es bueno -dijo la Candiola-. Yo creo que si los vecinos de la ciudad no le mortificaran, él sería más humano. Pero no le pueden ver. Esta tarde ha sido maltratado otra vez en el claustro de San Francisco, y cuando se reunió conmigo en el Coso estaba furioso y juraba que se había de vengar. Yo procuraba aplacarle; pero todo en vano. Nos echaron de varias partes. Él, cerrando los puños y pronunciando voces destempladas, amenazaba a los transeúntes. Después echó a correr hacia aquí; yo pensé que venía a ver si le han destrozado esta casa, que es nuestra; seguile, volviose él hacia mí como atemorizado al sentir mis pasos, y me dijo: «tonta, entrometida, ¿quién te manda seguirme?». Yo no le contesté nada, pero viendo que avanzaba hacia la línea francesa con ánimo de traspasarla, quise detenerle, y le dije: «Padre ¿a dónde vas?». Entonces me contestó: «¿No sabes que en el ejército francés está mi amigo el capitán de suizos D. Carlos Lindener, que servía el año pasado en Zaragoza? Voy a verle; recordarás que me debe algunas cantidades». Hízome quedar aquí y se marchó. Lo que siento es que sus enemigos, si saben que traspasa la línea y va al campo francés, le   —246→   llamarán traidor. No sé si será por el gran cariño que le tengo por lo que me parece incapaz de semejante acción. Temo que le pase algún mal, y por eso deseo la conclusión del sitio. ¿No es verdad que concluirá pronto, Agustín?

-Sí, Mariquilla, concluirá pronto, y nos casaremos. Mi padre quiere que me case.

-¿Quién es tu padre? ¿Cómo se llama? No es tiempo todavía de que me lo digas?

-Ya lo sabrás. Mi padre es persona principal y muy querido en Zaragoza. ¿Para qué quieres saber más?

-Ayer quise averiguarlo... Somos curiosas. A varias personas conocidas que hallé en el Coso les pregunté: «¿Saben Vds. quién es ese señor que ha perdido a su hijo primogénito?». Pero como hay tantos en este caso, la gente se reía de mí.

-No me lo preguntes. Yo te lo revelaré a su tiempo, y cuando al decírtelo, pueda darte una buena noticia.

-Agustín, si me caso contigo, quiero que me lleves fuera de Zaragoza por unos días. Deseo durante corto tiempo ver otras casas, otros árboles, otro país; deseo vivir algunos días en sitios que no sean estos, donde tanto he padecido.

Sí, Mariquilla de mi alma -exclamó Montoria con arrebato-; iremos a donde quieras, lejos de aquí, mañana mismo... mañana no, porque no está levantado el sitio; pasado... en fin, cuando Dios quiera...

  —247→  

-Agustín -añadió Mariquilla, con voz débil que indicaba cierta somnolencia-, quiero que al volver de nuestro viaje, reedifiques la casa en que he nacido. El ciprés continúa en pie.

Mariquilla inclinando la cabeza, mostraba estar medio vencida por el sueño.

-¿Deseas dormir, pobrecilla? -le dijo mi amigo tomándola en brazos.

-Hace varias noches que no duermo -respondió la joven cerrando los ojos-. La inquietud, el pesar, el miedo me han mantenido en vela. Esta noche el cansancio me rinde, y la tranquilidad que siento me hace dormir.

-Duerme en mis brazos, María -dijo Agustín-, y que la tranquilidad que ahora llena tu alma no te abandone cuando despiertes.

Después de un breve rato en que la creímos dormida, Mariquilla mitad despierta, mitad en sueños, habló así:

-Agustín, no quiero que quites de mi lado a esa buena doña Guedita, que tanto nos protegía cuando éramos novios... Ya ves cómo tenía yo razón al decirte que mi padre fue al campo francés a cobrar sus cuentas...

Después no habló más y se durmió profundamente. Sentado Agustín en el suelo, la sostenía sobre sus rodillas y entre sus brazos. Yo abrigué sus pies con mi capote.

Callábamos Agustín y yo, porque nuestras voces   —248→   no turbaran el sueño de la muchacha. Aquel sitio era bastante solitario. Teníamos a la espalda la casa de los Duendes, inmediata al convento de San Francisco, y enfrente el colegio de San Diego, con su huerta circuida por largas tapias que se alzaban en irregulares y angostos callejones. Por ellos discurrían los centinelas que se relevaban y los pelotones que iban a las avanzadas o venían de ellas. La tregua era completa, y aquel reposo anunciaba grandes luchas para el día siguiente.

De pronto, el silencio me permitió oír sordos golpes debajo de nosotros en lo profundo del suelo. Al punto comprendí que andaba por allí la piqueta de los minadores franceses, y comuniqué mi recelo a Agustín, el cual, prestando atención, me dijo:

-Efectivamente, parece que están minando. Pero ¿a dónde van por aquí? Las galerías que hicieron desde Jerusalén están todas cortadas por las nuestras. No pueden dar un paso sin que se les salga al encuentro.

-Es que este ruido indica que están minando por San Diego. Ellos poseen una parte del edificio. Hasta ahora no han podido llegar a las bodegas de San Francisco. Si por casualidad han discurrido que es fácil el paso desde San Diego a San Francisco por los bajos de esta casa, es probable que este paso sea el que están abriendo ahora.

-Corre al instante al convento -me dijo-, baja a los subterráneos, y si sientes ruido, cuenta a Renovales   —249→   lo que pasa. Si algo ocurre, me llamas enseguida.

Agustín quedose solo con Mariquilla. Fui a San Francisco, y al bajar a las bodegas, encontré, con otros patriotas, a un oficial de ingenieros, el cual, como yo le expusiera mi temor, me dijo:

-Por las galerías abiertas debajo de la calle de Santa Engracia, desde Jerusalén y el Hospital, no pueden acercarse aquí, porque con nuestra zapa hemos inutilizado la suya, y unos cuantos hombres podrán contenerlos. Debajo de este edificio dominamos los subterráneos de la iglesia, las bodegas y los sótanos que caen hacia el claustro de Oriente. Hay una parte del convento que no está minada, y es la de Poniente y Sur; pero allí no hay sótanos, y hemos creído excusado abrir galerías, porque no es probable se nos acerquen por esos dos lados. Poseemos la casa inmediata, y yo he reconocido su parte subterránea, que está casi pegada a las cuevas de la sala capitular. Si ellos dominaran la casa de los Duendes, fácil les sería poner hornillos y volar toda la parte del Sur y de Poniente; pero aquel edificio es nuestro, y desde él a las posiciones francesas enfrente de San Diego y en Santa Rosa, hay mucha distancia. No es probable que nos ataquen por ahí, a menos que no exista alguna comunicación desconocida entre la casa y San Diego o Santa Rosa, que les permitiera acercársenos sin advertirlo.

Hablando sobre el particular estuvimos hasta la   —250→   madrugada. Al amanecer, Agustín entró muy alegre, diciéndome que había conseguido albergar a Mariquilla en el mismo local donde estaba su familia. Después nos dispusimos para hacer un esfuerzo aquel día, porque los franceses, dueños ya del Hospital, mejor dicho, de sus ruinas, amenazaban asaltar a San Francisco, no por bajo tierra, sino a descubierto y a la luz del sol.




ArribaAbajo- XXVIII -

La posesión de San Francisco iba a decidir la suerte de la ciudad. Aquel vasto edificio, situado en el centro del Coso, daba una superioridad incontestable a la nación que lo ocupase. Los franceses lo cañonearon desde muy temprano, con objeto de abrir brecha para el asalto, y los zaragozanos llevaron a él lo mejor de su fuerza para defenderlo. Como escaseaban ya los soldados, multitud de personas graves que hasta entonces no sirvieran sino de auxiliares, tomaron las armas. Sas, Cereso 42, La Casa, Piedrafita, Escobar, Leiva, D. José de Montoria, todos los grandes patriotas habían acudido también.

En la embocadura de la calle de San Gil y en el arco de Cineja había varios cañones para contener los ímpetus del enemigo. Yo fui enviado con otros   —251→   de Extremadura al servicio de aquellas piezas, porque apenas quedaban artilleros, y cuando me despedí de Agustín, que permanecía en San Francisco al frente de la compañía, nos abrazamos creyendo que no nos volveríamos a ver.

D. José de Montoria, hallándose en la barricada de la Cruz del Coso, recibió un balazo en la pierna y tuvo que retirarse; pero apoyado en la pared de una casa inmediata al arco de Cineja, resistió por algún tiempo el desmayo que le producía la hemorragia, hasta que al fin sintiéndose desfallecido, me llamó, diciéndome:

-Sr. de Araceli, se me nublan los ojos... No veo nada... ¡Maldita sangre, cómo se marcha a toda prisa cuando hace más falta! ¿Quiere Vd. darme la mano?

-Señor -le dije corriendo hacia él y sosteniéndole-. Más vale que se retire Vd. a su alojamiento.

-No, aquí quiero estar... Pero, Sr. de Araceli, si me quedo sin sangre... ¿Dónde demonios se ha ido esta condenada sangre...?, y parece que tengo piernas de algodón... Me caigo al suelo como un costal vacío.

Hizo terribles esfuerzos por reanimarse; pero casi llegó a perder el sentido, más que por la gravedad de la herida, por la pérdida de la sangre, el ningún alimento, los insomnios y penas de aquellos días. Aunque él rogaba que le dejáramos allí arrimado a la pared, para no perder ni un solo detalle de la acción   —252→   que iba a trabarse, le llevamos a su albergue, que estaba en el mismo Coso, esquina a la calle del Refugio. La familia había sido instalada en una habitación alta. La casa toda estaba llena de heridos, y casi obstruían la puerta los muchos cadáveres depositados en aquel sitio. En el angosto portal, en las habitaciones interiores no se podía dar un paso porque la gente que había ido allí a morirse lo obstruía todo, y no era fácil distinguir los vivos de los difuntos.

Montoria, cuando le entramos allí, dijo:

-No me llevéis arriba, muchachos, donde está mi familia. Dejadme en esta pieza baja. Ahí veo un mostrador que me viene de perillas.

Pusímosle donde dijo. La pieza baja era una tienda. Bajo el mostrador habían expirado aquel día algunos heridos y apestados, y muchos enfermos se extendían por el infecto suelo, arrojados sobre piezas de tela.

-A ver -continuó- si hay por ahí algún alma caritativa que me ponga un poco de estopa en este boquete por donde sale la sangre.

Una mujer se adelantó hacia el herido. Era Mariquilla Candiola.

-Dios os lo premie, niña -dijo D. José, al ver que traía hilas y lienzo para curarle-. Basta por ahora con que me remiende Vd. un poco esta pierna. Creo que no se ha roto el hueso.

Mientras esto pasaba, unos veinte paisanos invadieron   —253→   la casa, para hacer fuego desde las ventanas contra las ruinas del hospital.

-Sr. de Araceli, ¿se marcha Vd. al fuego? Aguarde Vd. un rato, para que me lleve, porque me parece que no puedo andar solo. Mande Vd. el fuego desde la ventana. Buena puntería. No dejar respirar a los del Hospital... A ver, joven, despache Vd. pronto. ¿No tiene Vd. un cuchillo a mano? Sería bueno cortar ese pedazo de carne que cuelga... ¿Cómo va eso, señor de Araceli? ¿Vamos ganando?

-Vamos bien -le respondí desde la ventana-. Ahora retroceden al Hospital. San Francisco es un hueso un poco duro de roer.

María en tanto miraba fijamente a Montoria, y seguía curándole con mucho cuidado y esmero.

-Es Vd. una alhaja, niña -dijo mi amigo-. Parece que no pone las manos encima de la herida... Pero ¿a qué me mira Vd. tanto? ¿Tengo monos en la cara? A ver... ¿Está concluido eso?... Trataré de levantarme... Pero si no me puedo tener... ¿Qué agua de malva es esta que tengo en las venas? Porr... iba a decirlo... que no pueda corregir la maldita costumbre... Sr. de Araceli, no puedo con mi alma. ¿Cómo anda la cosa?

-Señor, a las mil maravillas. Nuestros valientes paisanos están haciendo prodigios.

En esto llegó un oficial herido a que le pusieran un vendaje.

-Todo marcha a pedir de boca -nos dijo-. No   —254→   tomarán a San Francisco. Los del hospital han sido rechazados tres veces. Pero lo portentoso, señores, ha ocurrido por el lado de San Diego. Viendo que los franceses se apoderaban de la huerta pegada a la casa de los Duendes, cargaron sobre ellos a la bayoneta los valientes soldados de Orihuela, mandados por Pino-Hermoso, y no sólo los desalojaron, sino que dieron muerte a muchos, cogiendo trece prisioneros.

-Quiero ir allá. ¡Viva el batallón de Orihuela! ¡Viva el marqués de Pino-Hermoso! -exclamó con furor sublime D. José de Montoria-. Sr. de Araceli, vamos allá. Lléveme Vd. ¿Hay por ahí un par de muletas? Señores, las piernas me faltan. Pero andaré con el corazón. Adiós niña, hermosa curandera... Pero ¿por qué me mira Vd. tanto?... Me conoce Vd. y yo creo haber visto esa cara en alguna parte... sí... pero no recuerdo dónde.

-Yo también le he visto a Vd. una vez, una vez sola -dijo Mariquilla con aplomo-, y ojalá no me acordara.

-No olvidaré este beneficio - añadió Montoria-. Parece Vd. una buena muchacha... y muy linda por cierto. Adiós, estoy muy agradecido, sumamente agradecido... Venga un par de muletas, un bastón, que no puedo andar, Sr. de Araceli. Deme Vd. el brazo... ¿Qué telarañas son estas que se me ponen ante los ojos?... Vamos allá, y echaremos a los franceses del hospital.

  —255→  

Disuadiéndole de su temerario propósito de salir, me disponía a marchar yo solo, cuando se oyó una detonación tan fuerte, que ninguna palabra del lenguaje tiene energía para expresarla. Parecía que la ciudad entera era lanzada al aire por la explosión de un inmenso volcán abierto bajo sus cimientos. Todas las casas temblaron; oscureciose el cielo con inmensa nube de humo y de polvo, y a lo largo de la calle vimos caer trozos de pared, miembros despedazados, maderos, tejas, lluvias de tierra y material de todas clases.

-¡La Santa Virgen del Pilar nos asista! -exclamó Montoria-. Parece que ha volado el mundo entero.

Los enfermos y heridos gritaban creyendo llegada su última hora, y todos nos encomendamos mentalmente a Dios.

¿Qué es esto? ¿Existe todavía Zaragoza? -preguntaba uno.

-¿Volamos nosotros también?

-Debe haber sido 43 en el convento de San Francisco esta terrible explosión -dije yo.

-Corramos allá -dijo Montoria sacando fuerzas de flaqueza-. Sr. de Araceli. ¿No decían que estaban tomadas todas las precauciones para defender a San Francisco?... ¡Pero no hay un par de muletas, por ahí?

Salimos al Coso, donde al punto nos cercioramos de que una gran parte de San Francisco había sido volada.

  —256→  

-Mi hijo estaba en el convento -dijo Montoria pálido como un difunto-. ¡Dios mío, si has determinado que lo pierda también, que muera por la patria en el puesto del honor!

Acercose a nosotros el locuaz mendigo de quien hice mención en las primeras páginas de esta relación, el cual trabajosamente andaba con sus muletas, y parecía en muy mal estado de salud.

-Sursum Corda -le dijo el patriota-, dame tus muletas, que para nada las necesitas.

-Déjeme su merced -repuso el cojo- llegar a aquel portal y se las daré. No quiero morirme en medio de la calle.

-¿Te mueres tú?

-¡Así parece! La calentura me abrasa. Estoy herido en el hombro desde ayer y todavía no me han sacado la bala. Siento que me voy. Tome usía las muletas.

-¿Vienes de San Francisco?

-No, señor; yo estaba en el arco del Trenque... Allí había un cañón: hemos hecho mucho fuego. Pero San Francisco ha volado por los aires cuando menos lo creíamos. Toda la parte del Sur y de Poniente vino al suelo, enterrando mucha gente. Ha sido traición, según dice el pueblo... Adiós, D. José... Aquí me quedo... Los ojos se me oscurecen, la lengua se me traba, yo me voy... la Señora Virgen del Pilar me ampare, y aquí tiene usía mis remos.

Con ellos pudo avanzar un poco Montoria hacia   —257→   el lugar de la catástrofe; pero tuvimos que doblar la calle de San Gil, porque no se podía seguir más adelante. Los franceses habían cesado de hostilizar el convento por el lado del Hospital; pero asaltándolo por San Diego, ocupaban a toda prisa las ruinas, que nadie podía disputarles. Conservábase en pie la iglesia y torre de San Francisco.

-¡Eh, padre Luengo! -dijo Montoria llamando al fraile de este nombre, que entraba apresuradamente en la calle de San Gil-. ¿Qué hay? ¿Dónde está el Capitán general? ¿Ha perecido entre las ruinas?

-No -repuso el padre deteniéndose-. Está con otros jefes en la plazuela de San Felipe. Puedo anunciarle a Vd. que su hijo Agustín se ha salvado, porque era de los que ocupaban la torre.

-¡Bendito sea Dios! -dijo D. José cruzando las manos.

-Toda la parte de Sur y Poniente ha sido destruida -prosiguió Luengo-. No se sabe cómo han podido minar por aquel sitio. Debieron poner 44 los hornillos debajo de la sala del capítulo, y por allí no se habían hecho minas, creyendo que era lugar seguro.

-Además -dijo un paisano armado y que se acercó al grupo-, teníamos la casa inmediata, y los franceses, posesionados sólo de parte de San Diego y de Santa Rosa, no podían acercarse allí con facilidad.

-Por eso se cree -indicó un clérigo armado que se nos agregó- que han encontrado un paso secreto   —258→   entre Santa Rosa y la Casa de los Duendes. Apoderados de los sótanos de esta, con una pequeña galería, pudieron llegar hasta debajo de la sala del capítulo que está muy cerca.

-Ya se sabe todo -dijo un capitán del ejército-. La Casa de los Duendes tiene un gran sótano que nos era desconocido. Desde este sótano partía, sin duda, una comunicación con Santa Rosa, a cuyo convento perteneció antiguamente dicho edificio y servía de granero y almacén.

-Pues si eso es cierto, si esa comunicación existe -añadió Luengo-, ya comprendo quién se la ha descubierto a los franceses. Ya saben Vds. que cuando los enemigos fueron rechazados en la huerta de San Diego, se hicieron algunos prisioneros. Entre ellos está el tío Candiola, que varias veces ha visitado estos días el campo francés, y desde anoche se pasó al enemigo.

-Así tiene que ser -afirmó Montoria-, porque la Casa de los Duendes pertenece a Candiola. Harto sabe el condenado judío los pasos y escondrijos de aquel edificio. Señores, vamos a ver al Capitán general. ¿Se cree que aún podrá defenderse el Coso?

-¿Pues no se ha de defender? -dijo el militar-. Lo que ha pasado es una friolera: algunos muertos más. Aún se intentará reconquistar la iglesia de San Francisco.

Todos mirábamos a aquel hombre que tan serenamente hablaba de lo imposible. La concisa sublimidad   —259→   de su empeño parecía una burla, y sin embargo, en aquella epopeya de lo increíble, semejantes burlas solían parar en realidad.

Los que no den crédito a mis palabras, abran la historia y verán que unas cuantas docenas de hombres extenuados, hambrientos, descalzos, medio desnudos, algunos de ellos heridos, se sostuvieron todo el día en la torre; mas no contentos con esto, extendiéronse por el techo de la iglesia, y abriendo aquí y allí innumerables claraboyas, sin atender al fuego que se les hacía desde el Hospital, empezaron a arrojar granadas de mano contra los franceses, obligándoles a abandonar el templo al caer de la tarde. Toda la noche pasó en tentativas del enemigo para reconquistarlo; pero no pudieron conseguirlo hasta el día siguiente, cuando los tiradores del tejado se retiraron, pasando a la casa de Sástago.




ArribaAbajo- XXIX -

¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga.

Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo: de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos 45; su suelo abrirase vomitando llamas; y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre   —260→   los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.

Llegó el momento de la suprema desesperación. Francia ya no combatía: minaba. Era preciso desbaratar el suelo nacional para conquistarlo. Medio Coso era suyo, y España destrozada se retiró a la acera de enfrente. Por las Tenerías, por el arrabal de la izquierda, habían alcanzado también ventajas, y sus hornillos no descansaban un instante.

Al fin ¡parece mentira!, nos acostumbramos a las voladuras, como antes nos habíamos acostumbrado al bombardeo. A lo mejor se oía un ruido como el de mil truenos retumbando a la vez. ¿Qué ha sido? Nada: la Universidad, la capilla de la Sangre, la casa de Aranda, tal convento o iglesia que ya no existe. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta; era tener por morada las regiones del rayo, mundos desordenados donde todo es fragor y desquiciamiento. No había sitio alguno donde estar, porque el suelo ya no era suelo y bajo cada planta se abría un cráter. Y sin embargo, aquellos hombres seguían defendiéndose contra la inmensidad abrumadora de un volcán continuo y de una tempestad incesante. A falta de fortalezas, habían servido los conventos; a falta de conventos, los palacios; a falta de palacios, las casas humildes. Todavía había algunas paredes.

Ya no se comía. ¿Para qué, si se esperaba la   —261→   muerte de un momento a otro? Centenares, miles de hombres perecían en las voladuras y la epidemia había tomado carácter fulminante. Tenía uno la suerte de salir ileso de entre la lluvia de balas, y luego al volver una esquina, el horroroso frío y la fiebre, apoderándose súbitamente de la naturaleza, le conducían en poco tiempo a la muerte. Ya no había parientes ni amigos; menos aún: ya los hombres no se conocían unos a otros, y ennegrecidos los rostros por la tierra, por el humo, por la sangre, desencajados y cadavéricos, al juntarse después del combate, se preguntaban: «¿quién eres tú? ¿Quién es Vd.?».

Ya las campanas no tocaban a alarma, porque no había campaneros: ya no se oían pregones, porque no se publicaban proclamas; ya no se decía misa, porque faltaban sacerdotes; ya no se cantaba la jota, y las voces iban expirando en las gargantas a medida que iba muriendo gente. De hora en hora el fúnebre silencio iba conquistando la ciudad. Sólo hablaba el cañón, y las avanzadas de las dos naciones no se entretenían diciéndose insultos. Más que de rabia, las almas empezaban a llenarse de tristeza, y la ciudad moribunda se batía en silencio para que ni un átomo de fuerza se le perdiera en voces importunas.

La necesidad de la rendición era una idea general; pero nadie la manifestaba, guardándola en el fondo de su conciencia, como se guarda la idea de la culpa que se va a cometer. ¡Rendirse! Esto parecía   —262→   una imposibilidad, una obra difícil, y perecer era más fácil.

Pasó un día después de la explosión de San Francisco; día horrible que no parece haber existido en las series del tiempo, sino tan sólo en el reino engañoso de la imaginación.

Yo había estado en la calle de las Arcadas poco antes de que la mayor parte de sus casas se hundieran. Corrí después hacia el Coso a cumplir una comisión que se me encargó y recuerdo que la pesada e infecta atmósfera de la ciudad me ahogaba, de tal modo que apenas podía andar. Por el camino encontré el mismo niño que algunos días antes vi llorando y solo en el barrio de las Tenerías. También entonces iba solo y llorando, y además el infeliz metía las manos en la boca, como si se comiese los dedos. A pesar de esto nadie le hacía caso. Yo también pasé con indiferencia por su lado; pero después una vocecilla dijo algo en mi conciencia, volví atrás y me le llevé conmigo, dándole algunos pedazos de pan. Cumplida mi comisión, corrí a la plazuela de San Felipe, donde después de lo de las Arcadas, estaban los pocos hombres que aun subsistían de mi batallón. Era ya de noche, y aunque en el Coso había gran fuego entre una y otra acera, los míos fueron dejados en reserva para el día siguiente, porque estaban muertos de cansancio.

Al llegar vi un hombre que envuelto en su capote   —263→   paseaba de largo a largo sin hacer caso de nada ni de nadie. Era Agustín Montoria.

-¡Agustín! ¿Eres tú? -le dije acercándome-. ¡Qué pálido y demudado estás! ¿Te han herido?

-Déjame -me contestó agriamente-, no quiero compañías importunas.

-¿Estás loco? ¿Qué te pasa?

-Déjame, te digo -añadió, repeliéndome con fuerza-. Te digo que quiero estar solo. No quiero ver a nadie.

-Amigo -exclamé, comprendiendo que algún terrible pesar perturbaba el alma de mi compañero-, si te ocurre algo desagradable dímelo y tomaré para mí una parte de tu desgracia.

-¿Pues no lo sabes?

-No sé nada. Ya sabes que me mandaron con veinte hombres a la calle de las Arcadas. Desde ayer, desde la explosión de San Francisco, no nos hemos visto.

-Es verdad -repuso-. Gabriel, he buscado la muerte en esa barricada del Coso y la muerte no ha querido venir. Innumerables compañeros míos cayeron a mi lado y no ha habido una bala para mí. Gabriel, amigo mío querido, pon el cañón de una de tus pistolas en mi sien y arráncame la vida. ¿Lo creerás? Hace poco intenté matarme... No sé... parece que vino una mano invisible y me apartó el arma de las sienes. Después, otra mano suave y tibia pasó por mi frente.

  —264→  

-Cálmate, Agustín, y cuéntame lo que tienes.

-¡Lo que tengo! ¿Qué hora es?

-Las nueve.

-Falta una hora -exclamó con nervioso estremecimiento-. ¡Sesenta minutos! Puede ser que los franceses hayan minado esta plazuela de San Felipe donde estamos, y tal vez dentro de un instante la tierra, saltando bajo nuestros pies, abra una horrible sima en que todos quedemos sepultados, todos, la víctima y los verdugos.

-¿Qué víctima es esa?

-¿No lo sabes? El desgraciado Candiola. Está encerrado en la Torre Nueva.

En la puerta de la Torre Nueva había algunos soldados, y una macilenta luz alumbraba la entrada.

-En efecto -dije-, sé que ese infame viejo fue cogido prisionero con algunos franceses en la huerta de San Diego.

-Su crimen es indudable. Enseñó a los enemigos el paso desde Santa Rosa a la casa de los Duendes, de él solo conocido. Además de que no faltan pruebas, el infeliz esta tarde ha confesado todo con esperanza de salvar la vida.

-Le han condenado...

-Sí. El consejo de guerra no ha discutido mucho. Candiola será arcabuceado dentro de una hora por traidor. ¡Allí está! Y aquí me tienes a mí, Gabriel, aquí me tienes a mí, capitán del batallón de las Peñas de San Pedro; ¡malditas charreteras!, aquí   —265→   me tienes con una orden en el bolsillo en que se me manda ejecutar la sentencia a las diez de la noche, en este mismo sitio, aquí, en la plazuela de San Felipe, al pie de la torre. ¿Ves, ves la orden? Está firmada por el general Saint-March.

Callé, porque no se me ocurría una sola palabra que decir a mi compañero en aquella terrible ocasión.

-¡Amigo mío, valor! -exclamé al fin-. Es preciso cumplir la orden.

Agustín no me oía. Su actitud era la de un demente y se apartaba de mí para volver enseguida, balbuciendo palabras de desesperación. Después mirando a la torre, que majestuosa y esbelta alzábase sobre nuestras cabezas, exclamó con terror:

-Gabriel, ¿no la ves, no ves la torre? ¿No ves que está derecha, Gabriel? La torre se ha puesto derecha. ¿No la ves? ¿Pero no la ves?

Miré a la torre, y, como era natural, la torre continuaba inclinada.

-Gabriel -añadió Montoria-, mátame: no quiero vivir. No: yo no le quitaré a ese hombre la vida. Encárgate tú de esta comisión. Yo, si vivo, quiero huir; estoy enfermo; me arrancaré estas charreteras y se las tiraré a la cara al general Saint-March. No, no me digas que la Torre Nueva sigue inclinada. Pero hombre, ¿no ves que está derecha? Amigo, tú me engañas; mi corazón está traspasado por un acero candente, rojo, y la sangre chisporrotea. Me muero de dolor.

  —266→  

Yo procuraba consolarle, cuando una figura blanca penetró en la plaza por la calle de Torresecas. Al verla temblé de espanto: era Mariquilla. Agustín no tuvo tiempo de huir, y la desgraciada joven se abrazó a él, exclamando con ardiente emoción:

-Agustín, Agustín. Gracias a Dios que te encuentro aquí. ¡Cuánto te quiero! Cuando me dijeron que eras tú el carcelero de mi padre, me volví loca de alegría, porque tengo la seguridad de que has de salvarle. Esos caribes del Consejo le han condenado a muerte. ¡A muerte! ¡Morir él, que no ha hecho mal a nadie! Pero Dios no quiere que el inocente perezca, y le ha puesto en tus manos para que le dejes escapar.

-Mariquilla, María de mi corazón -dijo Agustín-. Déjame, vete... no te quiero ver... Mañana, mañana hablaremos. Yo también te amo... Estoy loco por ti. Húndase Zaragoza; pero no dejes de quererme. Esperaban que yo matara a tu padre...

-Jesús, no digas eso -exclamó la muchacha-. ¡Tú!

-No, mil veces no; que castiguen otros su traición.

-No, mentira, mi padre no ha sido traidor. ¿Tú también le acusas? Nunca lo creí... Agustín, es de noche. Desata sus manos, quítale los grillos que destrozan sus pies; ponle en libertad. Nadie lo puede ver. Huiremos; nos esconderemos aquí cerca,   —267→   en las ruinas de nuestra casa, allí en la sombra del ciprés, en aquel mismo sitio donde tantas veces hemos visto el pico de la Torre Nueva.

-María... espera un poco... -dijo Montoria con suma agitación-. Eso no puede hacerse así... Hay mucha gente en la plaza. Los soldados están muy irritados contra el preso. Mañana...

-¡Mañana! ¿Qué has dicho? ¿Te burlas de mí? Ponle al instante en libertad, Agustín. Si no lo haces, creeré que he amado al más vil, al más cobarde y despreciable de los hombres.

-María, Dios nos está oyendo. Dios sabe que te adoro. Por él juro que no mancharé mis manos con la sangre de ese infeliz; antes romperé mi espada, pero en nombre de Dios te digo también que no puedo poner en libertad a tu padre. María, el cielo se nos ha caído encima.

-Agustín, me estás engañando -dijo la joven con angustiosa perplejidad-. ¿Dices que no le pondrás en libertad?

-No, no, no puedo. Si Dios en forma humana viniera a pedirme la libertad del que ha vendido a nuestros heroicos paisanos, entregándolos al cuchillo francés, no podría hacerlo. Es un deber supremo al que no puedo faltar. Las innumerables víctimas inmoladas por la traición; la ciudad rendida, el honor nacional ultrajado, son recuerdos y consideraciones que pesan en mi conciencia de un modo formidable.

  —268→  

-Mi padre no puede haber hecho traición -dijo Mariquilla, pasando súbitamente del dolor a una exaltada y nerviosa cólera-. Son calumnias de sus enemigos. Mienten los que le llaman traidor, y tú, más cruel y más inhumano que todos, mientes también. No, no es posible que yo te haya amado: vergüenza me causa pensarlo. ¿Has dicho que no le pondrás en libertad? ¿Pues para qué existes, de qué sirves tú? ¿Esperas ganar con tu crueldad sanguinaria el favor de esos bárbaros inhumanos que han destruido la ciudad, fingiendo defenderla? ¡Para ti nada vale la vida del inocente ni la desolación de una huérfana! ¡Miserable y ambicioso egoísta, te aborrezco más de lo que te he querido! ¿Has pensado que podrías presentarte delante de mí con las manos manchadas en la sangre de mi padre? No, él no ha sido traidor. Traidor eres tú y todos los tuyos. ¡Dios mío! ¿No hay un brazo generoso que me ampare; no hay entre tantos hombres uno solo que impida este crimen? ¡Una pobre mujer corre por toda la ciudad buscando un alma caritativa, y no encuentra más que fieras!

-María -dijo Agustín-, me estás despedazando el alma; me pides lo imposible, lo que yo no haré ni puedo hacer, aunque en pago me ofrezcas la bienaventuranza eterna. Todo lo he sacrificado ya, y contaba con que me aborrecerías. Considera que un hombre se arranca con sus propias manos el corazón y lo arroja al lodo; pues eso he hecho yo. No puedo más.

  —269→  

La ardiente exaltación de María Candiola la llevaba de la ira más intensa a la sensibilidad más patética. Antes mostraba con enérgica fogosidad su cólera, y después se deshacía en lágrimas amargas, expresándose así:

-¿Qué he dicho, y qué locuras has dicho tú? ¡Agustín, tú no puedes negarme lo que te pido! ¡Cuánto te he querido y cuánto te quiero! Desde que te vi por primera vez en nuestra torre, no te has apartado un solo instante de mi pensamiento. Tú has sido para mí el más amable, el más generoso, el más discreto, el más valiente de todos los hombres. Te amé sin saber quién eras; yo ignoraba tu nombre y el de tus padres; pero te habría amado aunque hubieras sido hijo del verdugo de Zaragoza. Agustín: tú te has olvidado de mí desde que no nos vemos. ¡Soy yo, Mariquilla! Siempre he creído y creo que no me quitarás a mi buen padre, a quien amo tanto como a ti. Él es bueno; no ha hecho mal a nadie, es un pobre anciano... Tiene algunos defectos; pero yo no los veo, yo no veo en él más que virtudes.

No he conocido a mi madre, que murió siendo yo muy niña; he vivido retirada del mundo; mi padre me ha criado en la soledad, y en la soledad se ha formado el grande amor que te tengo. Si no te hubiera conocido a ti, todo el mundo me hubiera sido indiferente sin él.

Leí claramente en el semblante de Montoria la indecisión. Él miraba con aterrados ojos tan pronto   —270→   a la muchacha como a los hombres que estaban de centinela en la entrada de la torre, y la hija de Candiola, con admirable instinto, supo aprovechar esta disposición a la debilidad, y echándole los brazos al cuello, añadió:

-Agustín, ponle en libertad. Nos ocultaremos donde nadie pueda descubrirnos. Si te dicen algo, si te acusan de haber faltado al deber, no les hagas caso y vente conmigo. ¡Cuánto te amará mi padre al ver que le salvas la vida! Entonces ¡qué gran felicidad nos espera, Agustín! ¡Qué bueno eres! Ya lo esperaba yo, y cuando supe que el pobre preso estaba en tu poder, se me figuró que me abrían las puertas del cielo.

Mi amigo dio algunos pasos y retrocedió después. Había bastantes militares y gente armada en la plazuela. De repente se nos apareció delante un hombre con muletas, acompañado de otros paisanos y algunos oficiales de alta graduación.

-¿Qué pasa aquí? -dijo D. José de Montoria-. Me pareció oír chillidos de mujer. Agustín, ¿estás llorando? ¿Qué tienes?

-Señor -gritó Mariquilla con terror, volviéndose hacia Montoria-. Vd. no se opondrá tampoco a que dejen en libertad a mi padre. ¿No se acuerda Vd. de mí? Ayer estaba Vd. herido y yo le curé.

-Es verdad, niña -dijo gravemente D. José-. Estoy muy agradecido. Ahora caigo en que es Vd. la hija del Sr. Candiola.

  —271→  

-Sí señor: ayer, cuando le curaba a Vd., reconocí en su cara la de aquel hombre que maltrató a mi padre hace muchos días.

-Sí, hija mía, fue un arrebato, un pronto... No lo pude remediar... Tengo la sangre muy viva... Y usted me curó... Así se portan los buenos cristianos. Pagar las injurias con beneficios, y hacer bien a los que nos aborrecen es lo que manda Dios.

-Señor -exclamó María toda deshecha en lágrimas-, yo perdono a mis enemigos: perdone usted también a los suyos. ¿Por qué no han de poner en libertad a mi padre? Él no ha hecho nada.

-Es un poco difícil lo que Vd. pretende. La traición del Sr. Candiola no puede perdonarse. La tropa está furiosa.

-¡Todo es un error! Si Vd. quiere interceder... Usted será de los que mandan.

-¿Yo?... -dijo Montoria-. Ese es un asunto que no me incumbe... Pero serénese Vd., joven... De veras que parece Vd. una buena muchacha. Recuerdo el esmero con que me curaba, y me llega al alma tanta bondad. Grande ofensa hice a Vd., y de la misma persona a quien ofendí he recibido un bien inmenso, ¡tal vez la vida! De este modo nos enseña Dios con un ejemplo que debemos ser humildes y caritativos, ¡porr...!, ¡ya la iba a soltar...! ¡Maldita lengua mía!

¡Señor, qué bueno es Vd.! -exclamó la joven-. ¡Yo le creía muy malo! Vd. me ayudará a   —272→   salvar a mi padre. Él tampoco se acuerda del ultraje recibido.

-Oiga Vd. -le dijo Montoria tomándola por un brazo-. Hace poco pedí perdón al Sr. D. Jerónimo por aquel vejamen, y lejos de reconciliarse conmigo, me insultó del modo más grosero. Él y yo no casamos, niña. Dígame Vd. que me perdona lo de los golpes, y mi conciencia se descargará de un gran peso.

-¡Pues no le he de perdonar! ¡Oh señor, qué bueno es Vd.! Vd. manda aquí sin duda. Pues haga poner en libertad a mi padre.

-Eso no es de mi cuenta. El Sr. Candiola ha cometido un crimen que espanta. Es imposible perdonarle, imposible: comprendo la aflicción de Vd... De veras lo siento; mayormente al acordarme de su caridad... Ya la protegeré a Vd... Veremos.

-Yo no quiero nada para mí -dijo María, ronca ya de tanto gritar-. Yo no quiero sino que pongan en libertad a un infeliz que nada ha hecho. Agustín, ¿no mandas aquí? ¿Qué haces?

-Este joven cumplirá con su deber.

-Este joven -repuso la Candiola con furor- hará lo que yo le mande, porque me ama. ¿No es verdad que pondrás en libertad a mi padre? Tú me lo dijiste... Señores, ¿qué buscan ustedes aquí? ¿Piensan impedirlo? Agustín, no les hagas caso y defendámonos.

-¿Qué es esto? -exclamó Montoria con estupefacción-.   —273→   Agustín, ¿ha dicho esta muchacha que te disponías a faltar a tu deber? ¿La conoces tú?

Agustín, dominado por profundo temor, no contestó nada.

-Sí, le pondrá en libertad -exclamó María con desesperación-. Fuera de aquí, señores. Aquí no tienen Vds. nada que hacer.

-¡Cómo se entiende! -gritó D. José, tomando a su hijo por un brazo-. Si lo que esta muchacha dice fuera cierto; si yo supiera que mi hijo faltaba al honor de ese modo, atropellando la lealtad jurada al principio de autoridad delante de las banderas; si yo supiera que mi hijo hacía burla de las órdenes cuyo cumplimiento se le ha encargado, yo mismo le pasaría una cuerda por los codos, llevándole delante del consejo de guerra para que le dieran su merecido.

-¡Señor, padre mío! -repuso Agustín, pálido como la muerte-. Jamás he pensado en faltar a mi deber.

-¿Es este tu padre? -dijo María-. Agustín, dile que me amas, y quizás tenga compasión de mí.

-Esta joven está loca -afirmó D. José-. Desgraciada niña: la tribulación de Vd. me llega al alma. Yo me encargo de protegerla en su orfandad 46... Pero serénese Vd.. Sí, la protegeré, siempre que usted reforme sus costumbres... Pobrecilla: Vd. tiene buen corazón... un excelente corazón... pero... sí... me lo han dicho, un poco levantada de cascos... Es   —274→   lástima que por una perversa educación se pierda una buena alma... Con que ¿será Vd. buena?... Creo que sí...

-Agustín, ¿cómo permites que me insulten? -exclamó María con inmenso dolor.

-No os insulto -añadió el padre-. Es un consejo. ¡Cómo había yo de insultar a mi bienhechora! Creo que si Vd. se porta bien, le tendremos gran cariño. Queda Vd. bajo mi protección, desgraciada huerfanita... ¿Para qué toma Vd. en boca a mi hijo? Nada, nada: mas juicio, y por ahora basta ya de agitación... El chico tal vez la conozca a Vd... Sí, me han dicho que durante el sitio no ha abandonado Vd. la compañía de los soldados... Es preciso enmendarse: yo me encargo... No puedo olvidar el beneficio recibido; además, conozco que su fondo es bueno... Esa cara no miente; tiene Vd. una figura celestial. Pero es preciso renunciar a los goces mundanos, refrenar el vicio... pues...

-No -exclamó de súbito Agustín, con tan vivo arrebato de ira, que todos temblamos al verle y oírle-. No, no consiento a nadie, ni aun a mi padre, que la injurie delante de mí. Yo la amo, y si antes lo he ocultado, ahora lo digo aquí sin miedo ni vergüenza, para que todo el mundo lo sepa. Señor, Vd. no sabe lo que está diciendo ni cuánto falta a lo verdadero, sin duda porque le han engañado. Máteme Vd. si le falto al respeto; pero no la infame delante de mí, porque oyendo otra vez lo   —275→   que he oído, ni la presencia de mi propio padre me reportaría.

Montoria, que no esperaba aquello, miró con asombro a sus amigos.

-Bien, Agustín -exclamó la Candiola-. No hagas caso de esa gente. Este hombre no es tu padre. Haz lo que te indica tu buen corazón. ¡Fuera de aquí, señores, fuera de aquí!

-Te engañas, María -repuso el joven-. Yo no he pensado poner en libertad al preso, ni lo pondré; pero al mismo tiempo digo que no seré yo quien disponga su muerte. Oficiales hay en mi batallón que cumplirán la orden. Ya no soy militar: aunque esté delante del enemigo, arrojo mi espada, y corro a presentarme al capitán general para que disponga de mi suerte.

Diciendo esto, desenvainó, y doblando la hoja sobre la rodilla, rompiola, y después de arrojar los dos pedazos en medio del corrillo, se fue sin decir una palabra más.

-¡Estoy sola! ¡Ya no hay quien me ampare! -exclamó Mariquilla con abatimiento.

-No hagan Vds. caso de las barrabasadas de mi hijo -dijo Montoria-. Ya le tomaré yo por mi cuenta. Tal vez la muchacha le haya interesado... pues... no tiene nada de particular. Estos eclesiásticos inexpertos suelen ser así... Y Vd. señorita doña María, procure serenarse... Ya nos ocuparemos de Vd. Yo le prometo que si tiene buena conducta, se le conseguirá   —276→   que entre en las Arrepentidas... Vamos, llevarla 47 fuera de aquí.

-¡No, no me sacarán de aquí sino a pedazos! -gritó la muchacha en el colmo de la desolación-. ¡Oh! Sr. D. José de Montoria: Vd. le pidió perdón a mi padre. Si él no le perdonó, yo le perdono mil veces... Pero...

-Yo no puedo hacer lo que Vd. me pide -replicó el patriota con pena-. El crimen cometido es enorme. Retírese Vd... ¡Qué espantoso dolor! ¡Es preciso tener resignación! Dios le perdonará a Vd. todas sus culpas, pobre huerfanita... Cuente Vd. conmigo, y todo lo que yo pueda... la socorreremos, la auxiliaremos... Estoy conmovido, y no sólo por agradecimiento, sino por lástima... Vamos, venga Vd. conmigo... Son las diez menos cuarto.

-Sr. Montoria -dijo María poniéndose de rodillas delante del patriota y besándole las manos-. Vd. tiene influencia en la ciudad, y puede salvar a mi padre. Se ha enfadado Vd. conmigo, porque Agustín dijo que me quería. No, no le amo; ya no le miraré más. Aunque soy honrada, él es superior a mí, y no puedo pensar en casarme con él. Sr. de Montoria, por el alma de su hijo muerto, hágalo Vd. Mi padre es inocente. No, no es posible que haya sido traidor. Aunque el Espíritu Santo me lo dijera, no lo creería. Dicen que no era patriota: mentira, yo digo que mentira. Dicen que no dio nada para la guerra; pues ahora se dará todo lo que tenemos. En el sótano   —277→   de casa hay enterrado mucho dinero. Yo le diré a Vd. dónde está, y pueden llevárselo todo. Dicen que no ha tomado las armas. Yo las tomaré ahora: no temo las balas, no me asusta el ruido del cañón, no me asusto de nada; volaré al sitio de mayor peligro, y allí donde no puedan resistir los hombres me pondré yo sola ante el fuego. Yo sacaré con mis manos la tierra de las minas, y haré agujeros para llenar de pólvora todo el suelo que ocupan los franceses. Dígame Vd. si hay algún castillo que tomar, o alguna muralla que defender, porque nada temo, y de todas las personas que aún viven en Zaragoza, yo seré la última que se rinda.

-Desgraciada muchacha -murmuró el patriota, alzándola del suelo-. Vámonos, vámonos de aquí.

-Sr. de Araceli -ordenó el jefe de la fuerza, que era uno de los presentes-, puesto que el capitán don Agustín Montoria no está en su puesto, encárguese Vd. del mando de la compañía.

-No, asesinos de mi padre -exclamó María, no ya exasperada, sino furiosa como una leona-. No mataréis al inocente. Cobardes verdugos, los traidores sois vosotros, no él. No podéis vencer a vuestros enemigos, y os gozáis en quitar la vida a un infeliz anciano. Militares, ¿a qué habláis de vuestro honor, si no sabéis lo que es eso? Agustín, ¿dónde estás? Sr. D. José de Montoria, esto que ahora pasa es una ruin venganza, tramada por Vd., hombre rencoroso y sin corazón. Mi padre no ha hecho mal a nadie.   —278→   Vds. intentaban robarle... Bien hacía él en no querer dar su harina, porque los que se llaman patriotas, son negociantes que especulan con las desgracias de la ciudad... No puedo arrancar a estos crueles una palabra compasiva. Hombres de bronce, bárbaros, mi padre es inocente, y si no lo es, bien hizo en vender la ciudad. Siempre le darían más de lo que Vds. valen... ¿Pero no hay uno, uno tan solo, que se apiade de él y de mí?

-Vamos: retirémosla, -señores; llevarla 48 a cuestas. ¡Infeliz muchacha! -dijo Montoria-. Esto no puede prolongarse. ¿En dónde se ha metido mi hijo?

Se la llevaron, y durante un rato oí desde la plazuela sus desgarradores gritos.

-Buenas noches, Sr. de Araceli -me dijo Montoria-. Voy a ver si hay un poco de agua y vino que dar a esa pobre huérfana.




ArribaAbajo- XXX -

Vete lejos de mí, horrible pesadilla. No quiero dormir. Pero el mal sueño que anhelo desechar vuelve a mortificarme. Quiero borrar de mi imaginación la lúgubre escena; pero pasa una noche y otra, y la escena no se borra. Yo, que en tantas ocasiones he afrontado sin pestañear los mayores peligros,   —279→   hoy tiemblo: mi cuerpo se estremece y helado sudor corre por mi frente. La espada teñida en sangre de franceses se cae de mi mano y cierro los ojos para no ver lo que pasa delante de mí.

En vano te arrojo, imagen funesta. Te expulso y vuelves porque has echado profunda raíz en mi cerebro. No, yo no soy capaz de quitar a sangre fría la vida a un semejante, aunque un deber inexorable me lo ordene. ¿Por qué no temblaba en las trincheras, y ahora tiemblo? Siento un frío mortal. A la luz de las linternas veo algunas caras siniestras; una sobre todo, lívida y hosca que expresa un espanto superior a todos los espantos. ¡Cómo brillan los cañones de los fusiles! Todo está preparado, y no falta más que una voz, mi voz. Trato de pronunciar la palabra, y me muerdo la lengua. No, esa palabra no saldrá jamás de mis labios.

Vete lejos de mí, negra pesadilla. Cierro los ojos, me aprieto los párpados con fuerza para cerrarlos mejor, y cuanto más los cierro más te veo, horrendo cuadro. Esperan todos con ansiedad; pero ninguna ansiedad es comparable a la de mi alma, rebelándose contra la ley que obliga a determinar el fin de una existencia extraña. El tiempo pasa, y unos ojos que yo no quisiera haber visto nunca, desaparecen bajo una venda. Yo no puedo ver tal espectáculo y quisiera que pusieran también un lienzo en los míos. Los soldados me miran, y yo disimulo mi cobardía, frunciendo el ceño. Somos estúpidos y vanos   —280→   hasta en los momentos supremos. Parece que los circunstantes se burlan de mi perplejidad, y esto me da cierta energía. Entonces despego mi lengua del paladar y grito: ¡Fuego!

La maldita pesadilla no se quiere ir, y me atormenta esta noche, como anoche, y como anteanoche, reproduciéndome lo que no quiero ver. Más vale no dormir, y prefiero el insomnio. Sacudo el letargo, y aborrezco despierto la vigilia como antes aborrecía el sueño. Siempre el mismo zumbido de los cañones. Esas insolentes bocas de bronce no han cesado de hablar aún. Han pasado días, y Zaragoza no se ha rendido, porque todavía algunos locos se obstinan en guardar para España aquel montón de polvo y ceniza. Siguen reventando los edificios, y Francia después de sentar un pie, gasta ejércitos y quintales de pólvora para conquistar terreno en que poner el otro. España no se retira mientras tenga una baldosa en que apoyar la inmensa máquina de su bravura.

Yo estoy exánime y no me puedo mover. Esos hombres que veo pasar por delante de mí no parecen hombres. Están flacos, macilentos, y sus rostros serían amarillos, si no les ennegrecieran el polvo y el humo. Brillan bajo la negra ceja los ojos que ya no saben mirar sino matando. Se cubren de inmundos harapos, y un pañizuelo ciñe su cabeza como un cordel. Están tan escuálidos, que parecen los   —281→   muertos del montón de la calle de la Imprenta, que se han levantado para relevar a los vivos. Generales, soldados, paisanos, frailes, mujeres, todos están confundidos. No hay clases ni sexos. Nadie manda ya, y la ciudad se defiende en la anarquía.

No sé lo que me pasa. No me digáis que siga contando, porque ya no hay nada. Ya no hay nada que contar, y lo que veo no parece cosa real, confundiéndose en mi memoria lo verdadero con lo soñado. Estoy tendido en un portal de la calle de la Albardería, y tiemblo de frío; mi mano izquierda está envuelta en un lienzo lleno de sangre y fango. La calentura me abrasa, y anhelo tener fuerzas para acudir al fuego. No son cadáveres todos los que hay a mi lado. Alargo la mano, y toco el brazo de un amigo que vive aún.

-¿Qué ocurre, Sr. Sursum Corda? -le preguntó.

-Los franceses parece que están del lado acá del Coso -me contesta con voz desfallecida-. Han volado media ciudad. Puede ser que sea preciso rendirse. El capitán general ha caído enfermo de la epidemia y está en la calle de Predicadores. Creen que se morirá. Entrarán los franceses. Me alegro de morirme para no verlos. ¿Qué tal se encuentra Vd., Sr. de Araceli?

-Muy mal. Veré si puedo levantarme.

-Yo estoy vivo todavía, a lo que parece. No lo creí. El Señor sea conmigo. Me iré derecho al cielo. Sr. de Araceli, ¿se ha muerto Vd. ya?

  —282→  

Me levanto y doy algunos pasos. Apoyándome en las paredes, avanzo un poco y llego junto a las Escuelas Pías. Algunos militares de alta graduación acompañan hasta la puerta a un clérigo pequeño y delgado, que les despide diciendo: «Hemos cumplido con nuestro deber, y la fuerza humana no alcanza a más». Era el padre Basilio.

Un brazo amigo me sostiene y reconozco a don Roque.

-Amigo Gabriel -me dice con aflicción-. La ciudad se rinde hoy mismo.

-¿Qué ciudad?

-Esta.

Al hablar así, me parece que nada está en su sitio. Los hombres y las casas, todo corre en veloz fuga. La Torre Nueva saca sus pies de los cimientos para huir también, y desapareciendo a lo lejos, el capacete de plomo se le cae de un lado. Ya no resplandecen las llamas de la ciudad. Columnas de negro humo corren de Levante a Poniente, y el polvo y la ceniza, levantados por los torbellinos del viento, marchan en la misma dirección. El cielo no es cielo, sino un toldo de color plomizo, que tampoco está quieto.

-Todo huye, todo se va de este lugar de desolación -digo a D. Roque-. Los franceses no encontrarán nada.

-Nada: hoy entran por la puerta del Ángel. Dicen que la capitulación ha sido honrosa. Mira: ahí vienen los espectros que defendían la plaza.

  —283→  

En efecto, por el Coso desfilan los últimos combatientes, aquel uno por mil que había resistido a las balas y a la epidemia. Son padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. El que no puede encontrar a los suyos entre los vivos, tampoco es fácil que los encuentre entre los muertos, porque hay cincuenta y dos mil cadáveres, casi todos arrojados en las calles, en los portales de las casas, en los sótanos, en las trincheras. Los franceses, al entrar, se detienen llenos de espanto ante tan horrible espectáculo, y casi están a punto de retroceder. Las lágrimas corren de sus ojos y se preguntan si son hombres o sombras las pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista.

El soldado voluntario, al entrar en su casa, tropieza con los cuerpos de su esposa y de sus hijos. La mujer corre a la trinchera, al paredón, a la barricada, y busca a su marido. Nadie sabe dónde está: los mil muertos no hablan y no pueden dar razón de si está Fulano entre ellos. Familias numerosas se encuentran reducidas a cero, y no queda en ellas uno solo que eche de menos a los demás. Esto ahorra muchas lágrimas, y la muerte ha herido de un solo golpe al padre y al huérfano, al esposo y a la viuda, a la víctima y a los ojos que habían de llorarla.

Francia ha puesto al fin el pie dentro de aquella ciudad edificada a orillas del clásico río que da su nombre a nuestra Península; pero la ha conquistado sin domarla. Al ver tanto desastre y el aspecto que   —284→   ofrece Zaragoza, el ejército imperial, más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil vidas le tocaron a la ciudad aragonesa en el contingente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad pagó las glorias militares del imperio francés.

Este sacrificio no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea. El imperio francés, cosa vana y de circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio militar que siempre es secundario, cuando abandonando el servicio de la idea, sólo existe en obsequio de sí propio; el imperio francés, digo; aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo y cuyos relámpagos, truenos y rayos aterraron tanto a la Europa, pasó, porque las tempestades pasan, y lo normal en la vida histórica, como en la naturaleza, es la calma. Todos le vimos pasar, y presenciamos su agonía en 1815: después vimos su resurrección algunos años adelante, pero también pasó, derribado el segundo como el primero por la propia soberbia. Tal vez retoñe por tercera vez este árbol viejo; pero no dará sombra al mundo durante siglos, y apenas servirá para que algunos hombres se calienten con el fuego de su última leña.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende,   —285→   y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último grado del envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos. Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas, reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada.



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ArribaAbajo- XXXI -

Era el 21 de Febrero. Un hombre que no conocí se me acercó y me dijo:

-Ven, Gabriel-, necesito de ti.

-¿Quién es Vd.? -le pregunté-. Yo no le conozco a Vd..

-Soy Agustín Montoria -repuso-. ¿Tan desfigurado estoy? Ayer me dijeron que habías muerto. ¡Qué envidia te tenía! Veo que eres tan desgraciado como yo, y vives aún. ¿Sabes, amigo mío, lo que acabo de ver? Acabo de ver el cuerpo de Mariquilla. Está en la calle de Antón Trillo, a la entrada de la huerta. Ven y la enterraremos.

-Yo más estoy para que me entierren que para enterrar. ¿Quién se ocupa de eso? ¿De qué ha muerto esa mujer?

-De nada, Gabriel, de nada.

-Es singular muerte: no la entiendo.

-Mariquilla no tiene heridas ni las señales que deja en el rostro la epidemia. Parece que se ha dormido. Apoya la cara contra el suelo, y tiene las manos en ademán de taparse fuertemente los oídos.

-Hace bien. Le molesta el ruido de los tiros. Lo mismo me pasa a mí que todavía los siento.

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-Ven conmigo y me ayudarás. Llevo una azada.

Difícilmente llegué a donde mi amigo con otros dos compañeros me llevaba. Mis ojos no podían fijarse bien en objeto alguno, y sólo vi una sombra tendida. Agustín y los otros dos levantaron aquel cuerpo fantasma, vana imagen o desconsoladora realidad que allí existía. Creo haber distinguido su cara, y al verla, tristísima penumbra se extendió por mi alma.

-No tiene ni la más ligera herida -decía Agustín- ni una gota de sangre mancha sus vestidos. Sus párpados no se han hinchado como los que mueren de la epidemia. María no ha muerto de nada. ¿La ves, Gabriel? Parece que esta figura que tengo en brazos no ha vivido nunca; parece que es una hermosa imagen de cera a quien he amado en sueños representándomela con vida, con palabra y con movimiento. ¿La ves? Siento que todos los habitantes de la ciudad estén muertos por esas calles. Si vivieran, les llamaría para decirles que la he amado. ¿Por qué lo oculté como un crimen? María, Mariquilla, esposa mía, ¿por qué te has muerto sin heridas y sin enfermedad? ¿Qué tienes, qué te pasa; qué te pasó en tu último momento? ¿En dónde estás ahora? ¿Tú piensas? ¿Te acuerdas de mí y sabes acaso que existo? María, Mariquilla, ¿por qué tengo yo ahora esto que llaman vida y tú no? ¿En dónde podré oírte, hablarte y ponerme delante de ti para que me mires? Todo a oscuras está en torno mío, desde que has cerrado   —288→   los ojos. ¿Hasta cuándo durará esta noche de mi alma y esta soledad en que me has dejado? La tierra me es insoportable. La desesperación se apodera de mi alma, y en vano llamo a Dios para que la llene toda. Dios no quiere venir, y desde que te has ido, Mariquilla, el universo está vacío.

Diciendo esto, un vivo rumor de gente llegó a nuestros oídos.

-Son los franceses que toman posesión del Coso -dijo uno.

-Amigos, cavad pronto esa sepultura -exclamó Agustín, dirigiéndose a los dos compañeros, que abrían un gran hoyo al pie del ciprés-. Si no, vendrán los franceses y nos la quitarán.

Un hombre avanza por la calle de Antón Trillo, y deteniéndose junto a la tapia destruida, mira hacia adentro. Le veo y tiemblo. Está transfigurado, cadavérico, con los ojos hundidos, el paso inseguro, la mirada sin brillo, el cuerpo encorvado, y me parece que han pasado veinte años desde que no le veo. Su vestido es de harapos manchados de sangre y lodo. En otro lugar y ocasión hubiéresele tomado por un mendigo octogenario que venía a pedir una limosna. Acercose a donde estábamos, y con voz tan débil que apenas se oía, dijo:

-¿Agustín, hijo mío, qué haces aquí?

-Señor padre -repuso el joven sin inmutarse-, estoy enterrando a Mariquilla.

-¿Por qué haces eso? ¿Por qué tanta solicitud por   —289→   una persona extraña? El cuerpo de tu pobre hermano yace aún sin sepultura entre los demás patriotas. ¿Por qué te has separado de tu madre y de tu hermana?

-Mi hermana está rodeada de personas amantes y piadosas que cuidarán de ella, mientras esta no tiene a nadie más que a mí.

D. José de Montoria sombrío y meditabundo entonces cual nunca le vi, no dijo nada, y empezó a echar tierra en el hoyo, en cuya profundidad ya habían colocado el cuerpo de la hermosa joven.

-Echa tierra, hijo, echa tierra pronto -exclamó al fin-, pues todo ha concluido. Han dejado entrar a los franceses en la ciudad cuando todavía podía defenderse un par de meses más. Esta gente no tiene alma. Ven conmigo y hablaremos de ti.

-Señor -repuso Agustín con voz entera-, los franceses están en la ciudad, y las puertas han quedado libres. Son las diez: a las doce saldré de Zaragoza, para ir al monasterio de Veruela donde pienso morir.




Arriba- XXXII -

La guarnición, según lo estipulado, debía salir con los honores militares por la puerta del Portillo. Yo estaba tan enfermo, tan desfallecido a causa de   —290→   la herida que recibí en los últimos días, y a causa del hambre y cansancio, que mis compañeros tuvieron que llevarme casi a cuestas. Apenas vi a los franceses, cuando con más tristeza que júbilo se extendieron por lo que había sido ciudad.

En la Muela, donde me detuve para reponerme, se me presentó D. Roque, el cual salió también de la ciudad, temiendo ser perseguido por sospechoso.

-Gabriel -me dijo-, nunca creí que la canalla fuera tan vil, y yo esperaba que en vista de la heroica defensa de la ciudad, serían más humanos. Hace unos días vimos dos cuerpos que arrastraba el Ebro en su corriente. Eran las dos víctimas de esa soldadesca furiosa, que manda Lannes; eran mosén Santiago Sas, jefe de los valientes escopeteros de la parroquia de San Pablo, y el padre Basilio Boggiero, maestro, amigo y consejero de Palafox. Dicen que a ese último le fueron a llamar a media noche, so color 49 de encomendarle una misión importante, y luego que le tuvieron entre las traidoras bayonetas, lleváronle al puente, donde le acribillaron, arrojándole después al río. Lo mismo hicieron con Sas.

-¿Y nuestro protector y amigo D. José de Montoria no ha sido maltratado?

-Gracias a los esfuerzos del presidente de la Audiencia ha quedado con vida: pero me lo querían arcabucear... nada menos. ¿Has visto cafres semejantes? A Palafox parece que le llevan preso a Francia, aunque prometieron respetar su persona. En   —291→   fin, hijo, es una gente esa, con la cual no me quisiera encontrar ni en el cielo. ¿Y qué me dices de la hombrada del mariscalazo Sr. Lannes? Se necesita frescura para hacer lo que ha hecho. Pues nada más sino que mandó que le llevaran las alhajas de la Virgen del Pilar, diciendo que en el templo no estaban seguras. Luego que vio tal balumba de piedras preciosas, diamantes, esmeraldas y rubíes, parece que le entraron por el ojo derecho... nada, hijo... que se quedó con ellas. Para disimular esta rapiña, ha hecho como que se las ha regalado la junta... De veras te digo, que siento no ser joven para pelear como tú en contra de ese ladrón de caminos, y así se lo dije a Montoria cuando me despedí de él. ¡Pobre D. José, qué triste está! Le doy pocos años de vida: la muerte de su hijo mayor y la determinación de Agustín de hacerse cura, fraile o cenobita le tienen muy abatido y en extremo melancólico.

D. Roque se detuvo para acompañarme, y luego partimos juntos. Después de restablecido continué la campaña de 1809, tomando parte en otras acciones, conociendo nueva gente y estableciendo amistades frescas o renovando las antiguas. Más adelante referiré algunas cosas de aquel año, así como lo que me contó Andresillo Marijuán, con quien tropecé en Castilla, cuando yo volvía de Talavera y él de Gerona.




 
 
FIN
 
 


Marzo-Abril de 1874.