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ArribaAbajo- IX -

De Sangüesa marcharon los carlistas con su Rey a Lumbier, y sin detenerse aquí más que algunas horas, continuaron en dirección de Aoiz. Temiendo que fuerzas considerables mandadas de Pamplona le cortaran el paso de Zubiri, apresuró Zumalacárregui su marcha, corriéndose por el norte de la capital en busca de su habitual base de operaciones, las fragosidades de Andía y Urbasa. El único hecho militar de importancia, en los días de esta atrevida marcha, fue el combate, desgraciado para los carlistas, entre la columna de Mancho y la división del General cristino Linares: ocurrió muy a la derecha del ejército de Zumalacárregui, en la Foz de Aispuri cerca de la frontera de Aragón. Las ventajas obtenidas en aquellos días por D. Carlos consistieron en la presentación de bastantes oficiales del ejército nacional, perseguidos o postergados por sus opiniones realistas, descollando, entre estas valiosas adquisiciones, la del artillero D. Vicente Reina, a quien recibieron como enviado del cielo. Sólo tres cañones de montaña tenía Zumalacárregui, y como no era fácil quitarle piezas al enemigo, ni menos traerlas del extranjero, daba vueltas en su fecundo magín a la idea de construirlas   —80→   en el país. A principios de aquel año había sorprendido la fábrica de municiones de Orbaiceta, apoderándose de gran cantidad de proyectiles, que mandó enterrar en diferentes puntos de los enmarañados montes. Lo primero que hizo Reina fue examinar uno por uno aquellos depósitos, y conocidos el calibre de las bombas y granadas, Zumalacárregui propuso al oficial y a un químico navarro, llamado Balda, que le fundieran dos obuses.

Por este tiempo, y hallándose el Cuartel Real y el ejército en el valle de Araquil, tuvo Fago ocasión de tratar a Gómez, que mandaba dos batallones; mozo despierto y valentísimo, a quien, andando el tiempo, había de hacer famoso la audaz expedición o correría que en la Historia lleva su nombre. Por un cambalache de caballos entraron en relaciones, y comieron juntos y merendaron más de una vez. Era Gómez franco y decidor; Fago, taciturno: por esta diferencia quizás simpatizaron. Una noche le mandó llamar a su alojamiento para decirle que sabedor el General de sus aficiones belicosas, por más que de ellas no hiciera alarde, deseaba verle. A la mañana siguiente le designó sitio y hora el ayudante Plaza, y, con efecto, a punto de las diez entraba el clérigo en la casa del cura, donde el guerrero famoso se alojaba. Una horita de antesala tuvo que aguantarse, porque estaban de conferencia el artillero Reina, el químico Balda y dos señores del Cuartel Real. Al fin pasó mi hombre,   —81→   y fue recibido por Zumalacárregui con severa cortesía, tan distante de la familiaridad como de la rigidez orgullosa. Mandole sentar, le pidió permiso para repasar unos papeles, y después, mirándole fijamente, con aquella atención penetrante que era en él habitual, le dijo: «Amigos de usted me han informado de sus aficiones a la guerra. Déjeme usted ser franco y decirle que los curas armados me gustan poco.

-Y a mí menos, mi General.

-Algunos he tenido muy bravos; pero no los quiero, no los quiero. El soldado es el soldado, y el cura, el cura: cada cual en su profesión... El soldado combatiendo sirve a Dios, y el cura rezando sirve al Rey. ¿No le parece a usted?

-Sí, señor.

-A los que se me han presentado con ganas de pelea, y a los que estaban con Iturralde cuando yo me hice cargo del mando, les he puesto en filas. Unos se han cansado y se han ido. Otros, muy pocos, continúan y son soldados excelentes. Pero no les dejo capitanear partidas volantes, porque tengo para mí que nos afea la causa el espectáculo de Cristo con un par de pistolas.

-Lo que dice vuecencia me parece muy atinado -declaró Fago con fría conformidad-. Pero si así piensa, sírvase decirme para qué me ha llamado.

-Tenga usted paciencia -contestó Zumalacárregui, atravesándole otra vez con su mirada como con una aguja-. Si es muy vivo   —82→   el entusiasmo de usted por la causa, como me han dicho, quizás encuentre yo medios de utilizar las cualidades que sin duda tiene. El Sr. Arespacochaga me ha dicho que abrazó usted el estado eclesiástico como arrepentimiento y corrección de una vida disipada.

-Es verdad.

-¿Es usted navarro?

-No, señor: soy aragonés, de la Canal de Berdún.

-¿Conoce bien su país?

-En mi país y en todo el territorio de las Cinco Villas no hay rincón que no me sea tan familiar como mi propia casa. La Ribera de Navarra también me la sé palmo a palmo, y la merindad de Sangüesa lo mismo. Del resto de Navarra que he recorrido como cazador o paseante en mis tiempos de mozo, y de la Parte de Guipúzcoa donde he vivido últimamente, sólo diré que montes y ríos me conocen a mí».

Zumalacárregui le observó un rato sin decir nada. Era hombre que oía más que hablaba, y que no gustaba de palabras ociosas.

«Sin el conocimiento práctico del terreno -dijo después de una pausa-, no se puede ser buen militar. Y según mis noticias, que ha corrido tanto por estos vericuetos, debe de conocer hombres tanto o más que a los ríos y montañas... Sr. Fago, yo podría encargarle a usted de una comisión, que no es muy militar que digamos; comisión poco gloriosa, poco brillante, pero   —83→   que, en las circunstancias presentes, desempeñada con diligencia y sagacidad, nos resolvería un gran problema... Y se me figura que usted sabría prestar este servicio al Rey con el sigilo y la prontitud que el caso requiere... Fíjese usted. No se trata de ninguna empresa heroica, sino de un trabajo modesto, para el cual se necesita paciencia, astucia, honradez, amor a la causa y... valor; también se necesita valor, porque la cosa tiene sus peligros.

-Dígamelo pronto, mi General -replicó Fago, que se abrasaba en impaciencia.

-Pues verá usted: poseemos gran cantidad de proyectiles, de los que cogimos en Orbaiceta; pero nos faltan cañones... Si yo tuviera un par de obuses, no se reirían de mí las guarniciones de las villas de Navarra. ¿Y cómo me las compongo para adquirir esas dos piezas? Se me ha ocurrido hacerlas. Reina y Balda me han dicho ayer, y hoy me lo han repetido, que si les doy metal, fundirán los obuses en la ferrería de Labayén. ¿Pero de dónde saco yo el metal?

-Lo mismo digo: el metal, ¿dónde está? Habrá que extraerlo de las entrañas de la tierra.

-No, señor: hay que sacarlo de las entrañas de las cocinas y comedores de todas las casas de Navarra y Aragón, y el buscarlo y traérmelo es la misión que se me ha ocurrido encargar a usted.

-Comprendido, mi General. Vuecencia quiere que yo haga una colecta de cacerolas, badilas, almireces, aros de herradas,   —84→   chocolateras, velones, braseros y demás objetos de cobre.

-En cantidad considerable -indicó Don Tomás sin mirarle, trazando con la pluma una rápida cuenta sobre el papel que delante tenía-, porque... señor mío, no me contento ya con los dos obuses, y haré dos piezas de batalla de a ocho, y quizás cuatro... vamos, seis. Crea usted que si conseguimos esto, la campaña tomará otro giro... ¿Qué tiene usted que decir?

-Que se necesitan... no puedo calcularlo... pero creo que no hay bastantes badilas y almireces en Navarra y Aragón para esa obra, mi General.

-¿Pues no ha de haber?

-¿Y ese material, entendámonos, se compra, se pide... o se toma?

-Tráigamelo usted, y arréglese como pueda para obtenerlo. La habilidad del comisionado consiste en reunir metales con el menor gasto posible. En los pueblos adictos hallará usted muchas familias que ofrezcan su chocolatera para fundir los cañones de la Monarquía legítima; otras menos fervorosas darán ese adminículo por poco dinero, y habrá también quien lo niegue... Al que lo niegue se le quita, respetando siempre los conventos y casas de religión... En fin, que la causa necesita artillería, y el país debe proporcionar los medios de fabricarla. El sacrificio no es grande. Que sustituyan, durante algún tiempo, el cobre con el barro. ¿Qué más da?

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-Admiro -dijo Fago con profundo respeto-, la energía de vuecencia, la fecundidad de su mente y la firmísima voluntad que aplica a cosas al parecer nimias para llegar a la realización de grandes fines. Lo que yo siento es no poder prestarle el servicio que me propone, no por falta de buenos deseos, sino porque no me reconozco con aptitudes para eso que... no sé si es tráfico de quinquillero, o postulación de mendicante... o algo que requiere mañas parecidas a las de los gitanos.

-Es un servicio de guerra como otro cualquiera; servicio que requiere destreza, habilidad y valor, porque si usted consigue reunir, como es mi deseo, grandes cantidades de metal en las Cinco Villas, y me las trae, fíjese bien, franqueando los caminos carretiles, donde es muy fácil encontrar columnas cristinas, necesitará desplegar cualidades militares que no son comunes. Le daré a usted alguna fuerza.

-¿Cuántos hombres? -preguntó Fago con inmenso interés.

-A ver... dígalo usted... Le advierto que necesito el metal pronto, y que le señalo a usted ocho días, a lo sumo, para traerme los quinientos quintales.

-Pues ponga vuecencia a mi disposición una columna de doscientos hombres.

-¡Doscientos hombres! Es mucho -dijo Zumalacárregui sin mirarle, liando un cigarrillo-. No me vaya usted a salir con una partidita volante que moleste a los pueblos   —86→   de Aragón sin gran ventaja para la causa. En aquel terreno, figúrese usted lo que tardarían en merendársela los cristinos... ¡Doscientos hombres!... ¿y para qué? Para saquear las cocinas de los pueblos... No me conviene, no. Convénzase usted de que ésta no es campaña de guerrillas, sino de ejércitos: las guerrillas pasaron, señor mío; hicieron su papel en la guerra de la Independencia y en las trifulcas del 20 al 23; pero todo eso está mandado recoger. Los llamados partidarios no llevarán a Su Majestad a Madrid.

-Mi General -dijo Fago con vivísima intensidad en la expresión de su deseo-, deme vuecencia los doscientos hombres, y antes de ocho días pongo en Labayén mil quintales de metal a disposición del Sr. Reina, que ya puede ir preparando los hornos. Las operaciones que en esos ocho días realice yo, dentro del territorio de las Cinco Villas exclusivamente, serán de mi responsabilidad. Quedo obligado por mi honor a presentarme a vuecencia con los doscientos hombres, o con los que me queden, y vuecencia decidirá si sigo o no sigo».

Zumalacárregui le miró como se mira a un loco. Comprendiendo Fago el sentido de aquella mirada, se levantó para coger el sombrero, y se despidió en esta forma:

«Mi General, dispénseme. En la mirada de vuecencia he conocido que le parece disparate lo que le propongo. Con seguridad hallará vuecencia persona más apta que yo   —87→   para ese servicio de reunir trastos de cobre. Y como no quiero que por mí pierda el General su precioso tiempo, le pido su venia para retirarme».

Púsose en pie Zumalacárregui, y con movimiento pausado y noble, sin perder ni un instante su gravedad, le quitó el sombrero de las manos, diciéndole: «No tenga usted tanta prisa, que aún no hemos acabado. Siéntese usted». Algo había visto en el carácter del aragonés que le agradaba, o que, por lo menos, despertaba en alto grado su interés y curiosidad. Quería, pues, penetrar en el antro de resoluciones atrevidas y pensamientos tenaces que, sin duda, existía detrás de aquella cara de vigorosas líneas, de aquella frente pálida, de aquellos ojos ya fulgurantes, ya mortecinos, como escritura cifrada que necesita clave para su interpretación.

«No le doy a usted los doscientos hombres -dijo D. Tomás poniéndole la mano en el hombro-. Le daré doce nada más, con los cuales tendrá fuerza bastante para otra comisión que voy a proponerle».




ArribaAbajo- X -

Entró un ayudante con despachos que debían de ser urgentes, porque el General se aplicó a leerlos con avidez, y la conferencia fue interrumpida.

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«Si vuecencia necesita despachar, o quiere recibir a alguien -le dijo el clérigo-, en la antesala aguardaré hasta que se me ordene.

-Sí, hágame el favor».

Retirose Fago a la sala próxima, donde esperaban dos hombres del pueblo y algunos militares. No vio ninguna cara conocida, de lo que se alegró, pues no tenía gana de andar en saludos ni de entrar en conversación. En su aburrimiento se puso a contemplar el adorno de imágenes y estampas de la sala, el cual era tan variado como edificante: un Niño Jesús bien vestidito, un San Joaquín con faldas ahuecadas, y entre ellos una laminota de barcos de guerra peleándose. Corderillos bordados y un retrato de caballero con peluquín y chorreras, y en la mano una carta doblada en pico, completaban el ornato. Extremada era la limpieza de todo, y el piso, de tablas desiguales enceradas, ostentaba un lustre excepcional de días de fiesta. Cuando más solo se creía Fago, sorprendiole el cura, dueño de la casa y patrón del General, llegándose a saludarle con la confianza natural entre colegas. Era un hombre de mediana edad, pequeñín, torcido de cuerpo, de cara feísima, boca gimiosa y risueña, y ojos ratoniles. «¡Pero este señor General, qué poco se cuida de su salud! -dijo de buenas a primeras-. Pidió la comida para las doce, y son ya las dos... Ayer fue lo mismo: en conferencias y visitas se pasó la tarde, y a las seis le servimos el puchero. No gusta de hacer   —89→   esperar a nadie. Todo el mundo por delante, y él el último.

-Pone toda su atención en los asuntos de la guerra -indicó Fago disimulando sus pocas ganas de palique-, y no se acuerda de las necesidades corporales: es todo espíritu, y su descanso es un continuo trabajar.

-Dios le conserve ese talentazo y esa actividad prodigiosa. Lo mismo se inquieta de las cosas grandes que de las pequeñas. Pero en la guerra, digo yo, no hay nada insignificante. De cualquier futesa depende el éxito; cualquier descuido trae un desastre; en la última piedrecilla tropieza y cae un ejército.

-Es la pura verdad -dijo Fago, teniendo por discreto al cura, que a primera vista le había parecido tonto-. Un General como éste, que sabe su obligación y mide sus responsabilidades, duerme en la almohada de sus pensamientos, y come en la mesa de sus afanes».

El clérigo torcido y feo se frotó las manos; rasgó su boca en una larga sonrisa, señal de que variaba bruscamente de conversación, y dijo estas palabras no exentas de malicia:

«¿Con que ya tenemos en campaña a su señor tío de usted, el gran pastor navarro?

-No comprendo lo que usted dice, señor cura.

-Que ya tenemos de General en jefe de los cristinos y Virrey de Navarra a su tío de usted, D. Francisco Espoz y Mina. ¡Si ya lo sabe todo el mundo!

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-Menos yo, que también ignoraba que fuese sobrino de D. Francisco.

-Entonces nos confundimos... ¡Oh!, dispénseme... -dijo el curita estrechándole las manos-. Le tomé a usted por Aquilino, el cura de Elizondo, sobrino carnal de Mina; digo, de su primera mujer. Vaya, que se le parece a usted en la color morena, en el ceño adusto, y en el metal de voz sobre todo. ¿Conque no? Por muchos años. Yo me alegro; porque francamente, como tenemos en contra al gran guerrillero, y hemos de cachifollarlo todo lo que podamos, celebro infinito que no sea usted su pariente. Pues yo, al entrar, le vi a usted y me dije: «¡Hola!, aquí tenemos al curita de Elizondo, enviado por su tío para parlamentar...». ¡Si hasta se ha dicho que Mina se nos venía a casa! Yo no lo creo. Pero, francamente, al ver al cura de Elizondo... pensé: «Tratos tenemos y recaditos. Mina es astuto, éste más. Puede que se entiendan, y unidos los dos, nos traigan en cuatro días el triunfo del Altar y el Trono». Yo discurría con buena lógica... porque... la cosa es clara... usted en Elizondo, a dos pasos de la frontera por acá; Mina en Cambo, a dos pasos de la frontera por allá. «Nada, nada -pensé yo-: el sobrino se ha puesto al habla con el tío, y ahora trae el recado, y luego vuelta a Cambo con la contestación...». Digan lo que quieran, es usted el retrato de Aquilino Errazu, y el General, cuando le vea, le dirá...

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-El General ya me ha visto, y no me ha dicho nada de eso».

Con la palabra en la boca se quedó el cura. Fago fue introducido nuevamente de orden de D. Tomás, y éste le dijo, permaneciendo los dos en pie:

«Le doy a usted doce hombres, que escogerá a su gusto, y con ellos se me encarga de una comisión para la cual se necesita arrojo, astucia y actividad extraordinaria. Dígame ante todo: ¿conoce usted bien los senderos de Vizcaya en el límite con Guipúzcoa?

-Los senderos que no conozca los aprenderé al instante.

-Tiene usted que ir a la costa, entre Motrico y Ondárroa. Cerca de esta villa, en un playazo, hay un cañón de hierro, excelente, de a doce, abandonado por el Gobierno cristino. Va usted, lo coge y me lo trae. Cómo se las ha de componer para transportar esa mole, usted verá. Escogeremos soldados que sepan de carpintería, pues será preciso hacer un carro. Piense usted y determine el camino que ha de seguir para transportar esa carga, burlando a las autoridades cristinas, y evitando que la noticia se divulgue. El cañón quiero que esté en Alsasua dentro de seis días. Hoy sale usted de aquí con los doce hombres y ocho onzas para los gastos que se ocasionen. Creo que bastará, aun suponiendo que sea menester emplear parejas de bueyes y pagar algunos jornales. Calculo yo que mis paisanos ayudarán todo lo que puedan sin interés alguno».

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Presentado el asunto con tanta sencillez, el General aguardó un ratito la respuesta de Fago, que mirando al suelo parecía meditar en las dificultades de la empresa.

«¿Qué? -preguntó Zumalacárregui impaciente y algo desdeñoso- ¿Cree usted que la cosa es difícil, imposible?

-Nada hay imposible -afirmó el otro afrontando la mirada del héroe-. Si esto fuera fácil, creo que vuecencia no me lo encargaría a mí. Traeré el cañón. Me parece poco seis días.

-Pues sean ocho. Hoy es miércoles. Del martes al jueves próximos estaremos en la sierra de Urbasa. Villarreal se adelantará a la ermita de San Adrián para esperar a usted. Sobre los medios que ha de emplear para el transporte, nada le digo, y lo fío todo a su ingenio, audacia y buena disposición. Construirán ustedes un carro...

-Mejor será una narria...

-Es verdad, narria... y aprovechando estas noches larguísimas... ¿Qué luna tenemos?

-Ayer ha sido el menguante.

-Mejor... Nos conviene la mayor obscuridad. Tenga usted presente que corre el riesgo de encontrar las columnas cristinas de Carratalá, de Jáuregui o de Espartero. En cambio, puede favorecerle la columna nuestra que manda Eraso. Pero le advierto que se ve obligada a operar constantemente, y que tan pronto está en Vizcaya como en Guipúzcoa. Procure usted indagar sus movimientos y aproximarse a ella... Y por último, no necesito   —93→   encarecer a usted el sigilo, aun aquí mismo. Nadie tiene que enterarse de esto, y los doce hombres que le acompañen no deben saberlo hasta que estén en camino. Sin vacilar escójalos usted guipuzcoanos.

-He pensado lo mismo... En este momento se me ocurre una idea.

-Dígala usted pronto.

-Me basta con ocho hombres.

-Perfectamente... y guipuzcoanos los ocho, conocedores del terreno. Hay dos de mi pueblo, que son capaces de subir a lo alto del monte Aizgorri la torre de la iglesia.

-¿Cuándo salgo?

-Esta tarde. Plaza le arreglará a usted todo... Y no hay más que hablar. Hasta el lunes o martes.

-Mi General... hasta la vuelta.

-Y si me demuestra, con el buen cumplimiento de esta comisión, que aciertan los que ven en usted un hombre de grandes aptitudes para la guerra... ya hablaremos.

-Ya hablaremos -repitió Fago estrechándole la mano-; pero por el pronto ya no se habló más, pues ni uno ni otro eran inclinados a la verbosidad. No salió, no, sin que le asaltara en la habitación próxima el dueño de la casa, oficiosamente expresivo, y con ardientes picazones de curiosidad. Algún trabajo le costó al aragonés sacudirse aquella mosca, y salir a escape hacia su alojamiento. Allí se vio obligado a despistar a Ibarburu, endilgando todas las mentiras que requería la diplomacia, arte en contradicción   —94→   con la rigidez del Decálogo, y no pensó más que en prepararse para la expedición. Poco después del anochecer salió con los ocho hombres; dejaron en la aldea próxima los unos su traje militar, el otro sus arreos eclesiásticos, vistiéndose de aldeanos vascos, y calzando peales, y a la calladita franquearon la alta sierra para descender al valle donde nace el Oria, por las inmediaciones de Cegama. Eran los expedicionarios gente decidida, honrada hasta la inocencia, fuertes, incansables, buenos como los ángeles en tiempo de paz; en la guerra, dotados de un valor flemático y de una pasividad fatalista, que les hacía de hierro para atacar, de peña para resistir. Dispuso el capellán que se dividiera la cuadrilla en tres grupos para mejor disimulo, y les marcó los sitios y fechas en que debían tomar un descanso de pocas horas; les encargó que evitaran el paso por las poblaciones, deslizándose por las afueras de Villarreal y Azpeitia, y ganando la boca del río Urola para seguir luego por la costa hasta las inmediaciones de Motrico, adonde llegarían al amanecer del viernes. Los que Fago dejó consigo eran dos hermosos ejemplares de raza vasca: el uno, impetuoso y jovial, de cuarenta años, carpintero, natural de Azcoitia; el otro, fuerte y membrudo como un oso, de mucha andadura y pocas palabras, era del mismo Ondárroa. Se le había encargado poner al jefe de la expedición en contacto con dos individuos de aquel pueblo, para quienes llevaba   —95→   una carta redactada en forma convencional.

Cumpliose con toda exactitud el plan de ida, y reunidos, con diferencia de pocas horas, en el punto designado, encamináronse juntos a Ondárroa por la costa, pues allí no era necesaria tanta precaución. Todo el viernes lo empleó Fago en hacerse cargo de la pieza que los hermanos Ciquiroa le mostraron y en labrar una sólida narria, para lo cual se les facilitó lo preciso en un taller de carpinteros de ribera: tres de la partida se destacaron a Motrico para contratar parejas de bueyes, que debían esperar a media noche en el camino de Garagarza, y la salida de Ondárroa se verificó con yuntas de la localidad, al amparo de personas adictas, tan desinteresadas como discretas. Serían las diez de la noche cuando el cañón fue movido y arrastrado por aquellos arenales, y después por caminos duros, no sin que hubiera que vencer, a trechos, obstáculos y pendientes. Pero la fuerza hercúlea de los ocho expedicionarios y la serena dirección de su jefe, ayudado por los que en la salida arrimaban el hombro al bronce de la causa, salvaron las dificultades, adiestrándose para las mayores que en el resto del camino habían de sobrevenir.



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ArribaAbajo- XI -

Hombre previsor, y que no fiaba al acaso la ejecución de su plan, Fago enviaba por delante a dos o tres de sus hombres para que buscasen bueyes y los tuviesen preparados en sitios convenientes. Había que resolver el problema de salvar la divisoria entre el Deva y el Urola, evitando el paso por los caminos reales, donde era fácil encontrar tropas cristinas de las divisiones de Jáuregui o Carratalá. Y ningún auxilio debían esperar de la columna de Eraso, que, según les dijeron, había tenido que replegarse a Éibar, y de aquí a Durango, acosada por Espartero. Mas sin acobardarse por este desamparo, y esperándolo todo de la Providencia divina, franquearon sin accidentes insuperables las enormes pendientes del monte San Isidro, arrastrando el cañón con cuatro parejas por un difícil y áspero sendero. A cada paso tenían que apartar piedras y troncos, o desatascar la narria, o vencer obstáculos que la desigualdad del camino les ofrecía; trabajo de cíclopes que sólo pueden acometer y consumar la ruda perseverancia, la inquebrantable adhesión a una causa más religiosa que política, cualidades asistidas de un vigor muscular a toda prueba. Todo esto lo   —97→   tenían aquellos hombres, almas encendidas en ingenuo fanatismo, cuerpos atléticos. Eran niños en el sentir, gigantes en el hacer; cuando parecían extenuados, de su cansancio sacaban nuevos bríos.

Dificilísima fue la ascensión a San Isidro; penoso el descenso hacia Urralegui, en la noche oscura, rodeados de una densa neblina, que al amanecer se hizo de tal manera espesa que no sabían por dónde andaban. Sólo encontraron algunos carboneros. El resplandor de una ferrería en el fondo del valle, muy conocida de algunos expedicionarios que habían trabajado en ella, les sirvió de guía para orientarse. Llegaron contentos y orgullosos a las inmediaciones de Azcoitia, y se ocultaron en la espesura del bosque, para tomar descanso durante el día, y estudiar el paso del Urola, que sería de gran dificultad si andaban por allí tropas cristinas. Mandó Fago cinco hombres hacia la venta de Elosua, a reconocer el puente próximo, tantear a la gente del país y procurarse las parejas necesarias para continuar a la noche siguiente. Uno que era de Azpeitia se encargó de acercarse a su pueblo para ver si había tropas, y con los otros dos se quedó solo el jefe, custodiando el cañón en sitio bastante cerrado de monte. Chomín llamaban a uno de ellos, y era de Éibar; hábil herrero y un poco maquinista; mocetón fornido, de corazón infantil y mollera tan dura como el hierro que sabía trabajar. El otro, de armazón ciclópea, superaba en corpulencia y vigor a   —98→   todos los de la partida; levantaba pesos inverosímiles, y la barra usual de hierro era para él un juguete. Por lo demás, un pedazo de pan como carácter. Llamábanle Gorria, y era del señorío de Lazcano. Durmieron los tres como unas dos horas, y luego comieron de lo que Chomín traía en su morral: pan duro, que reblandecían en el agua de un manantial próximo, y queso áspero de Cegama. Gorria, que servía en la causa desde los principios de la guerra, contó a Fago cómo había sustituido Zumalacárregui a Iturralde en el mando de Navarra; las cuestiones entre la Junta y el primitivo cabecilla; cómo el gran D. Tomás organizó con tenaz energía su ejército, enseñando a los campesinos tiradores el oficio de soldado, inculcándoles la disciplina y haciéndoles bravos, serenos, obedientes. Contaban esto los guipuzcoanos en lenguaje tan sencillo como incorrecto, pues hablaban detestablemente el castellano, y el aragonés lo oía con tristeza, pues todo aquello grande y práctico con que había ilustrado su nombre D. Tomás lo habría hecho él si le dieran ocasión de ello. Gorria le contó el gran suceso de Arguijas, y luego lo de Salvatierra, con la derrota de Doyle. Aseguró que si pudieran hacerse con algunas piezas de artillería, la causa estaba ganada, y se merendarían a Mina, que ya se preparaba a darles batalla, y venía muy fanfarrón. Dijo Fago que Mina era muy querido en Navarra y la conocía palmo a palmo; pero que no podría con Zumalacárregui si   —99→   éste tomaba buenas posiciones y le esperaba tranquilo. Más guerrillero que General, y enfermo y viejo, no había caído Mina en la cuenta de que los tiempos eran otros: no en vano pasan veinte años de política sobre los pueblos. El Ejército Real no valía menos, como tal ejército, que los mejores de Napoleón, con la ventaja sobre éstos de estar en casa, en un país enteramente adicto, donde todo le favorecía, la naturaleza y las personas. Los cristinos venían a ser como extranjeros: nadie les quería, pocos les ayudaban. Tenían que llevar consigo las armas y el pan, y fortificarse en todo punto donde ponían su planta. Por último, entonaron los tres un himno en alabanza de la sublime artillería, y juraron afrontar no sólo lo difícil, sino lo imposible, hasta llevarle a D. Tomás la pieza de Ondárroa, cuyos formidables disparos se imaginaban ellos semejantes al retumbar de mil truenos.

«Y si D. Tomás -añadió el capellán- sabe escoger el mejor terreno; si atrae a Mina o a Córdoba a una batallita en regla, mucho será que no os apoderéis de cuatro o seis piezas de campaña, con las cuales yo... digo él, pasaría el Ebro por Cenicero, dirigiéndonos como un rayo a Ezcaray, para seguir luego sobre Burgos, y... Pero dejemos venir los acontecimientos, que de fijo vendrán tal y como yo os los anticipo».

El descanso de los tres hombres fue turbado por uno de los compañeros, que se les presentó jadeante, y les dijo: «En el camino de   —100→   Elosua, los cristinos... muchos, muchos... caballería grande... Detenerse para ración... Pasar hacen por aquí bajo, hacia Azcoitia, pues». De los otros compañeros vinieron luego dos confirmando la noticia. Los otros tres habían pasado el río, subiendo a las alturas de Pagochaeta en busca de yuntas de bueyes. Dispuso Fago internar más el cañón en el bosque, pues sólo se hallaban a un tiro de fusil del camino real que en lo hondo del valle serpenteaba. Echaron todos sus formidables manos, y tomado el tiento a la pesada mole, lograron moverla monte arriba como unas veinte varas, poniéndola en un sitio más escondido, al amparo de las ruinas de una cabaña de carboneros... A poco de esto les sobresaltó un tiroteo lejano, señal de que alguna partida suelta molestaba a los cristinos desde las alturas de Elosua; fueron hacia allá, dejando el cañón custodiado por la Providencia divina, en la cual confiaban todos, y a la media hora de presuroso caminar, divisaron a lo lejos algunos hombres que iban a buen paso en dirección contraria al Urola, como hacia Placencia. Ordenó Fago que los más ligeros de piernas corrieran a su alcance, y les ordenaran detenerse de orden de Zumalacárregui. Eran escopeteros de la partida de Bidaurre; Chomín les conocía; corrió el primero; tras él fue Arizmendi, natural de Éibar, y pronto se pusieron unos y otros al habla. Por los de la partida supo el capellán que la columna cristina que se racionaba en Elosua era la de Carratalá. Reconociéndose   —101→   todos al punto como defensores de la causa, en pocas palabras expuso Fago a los guerrilleros el objeto de su expedición, añadiendo que el General, al encargarle de transportar la pieza de artillería, habíale asegurado que las partidas volantes que operaban en combinación con la columna de Eraso le ayudarían en cualquier aprieto que pudiera ocurrirle. Un poco tardíos en hacerse cargo de la situación, los partidarios vacilaban; pero tal autoridad supo mostrar el aragonés, y con tan elocuente energía les habló, que se convencieron, prestándose a cuanto exigiera el servicio de la causa. Gorria, Chomín y los demás, hablando con los otros en vascuence, establecieron la más franca cordialidad. El principal de la partida les dijo: «¿Y qué tenemos que hacer?... ¿Defender la pieza por si quieren quitárnosla?

-No -replicó Fago-. Si quisieran quitárnosla, sería imposible defenderla. Lo que tenemos que hacer es impedir que la descubran; ocultarnos todos cuidadosamente, sin hacer el menor ruido, y una vez que la retaguardia cristina avance y nos deje el río libre, echar entre todos mano al cañón, y pasarlo por el puente de Elosua. Si por acaso los cristinos dejan alguna fuerza en el puente, embestirla sin miedo, acuchillarla, y adelante. Pasado el cañón a la otra orilla, no nos faltarán parejas con que llevarlo esta noche a Urrestillo, y franquear luego el monte Murumendi».

Aprobado este plan, Fago mandó apartarse   —102→   más hacia occidente, dejando una guardia que vigilase el movimiento de los cristinos. Los de la partida eran once bien armados, con municiones abundantes; los otros seis: diecisiete hombres en junto, de gran fortaleza y decisión. Contaron los escopeteros que Bidaurre les había mandado tirotear a Carratalá desde el monte, molestándole sin darle tiempo a la defensa, y que con rápida marcha se corrieran luego hacia Azcoitia para repetir la propia operación desde las alturas del puerto de Azcárate. El resto de la fuerza andaba por las cercanías de Azpeitia.

No se habían internado gran trecho en la espesura, cuando sintieron los clarines de la caballería cristina que avanzaba. Los vigías que habían dejado en las peñas que dominan a Elosua avisaron que aún quedaban allá grupos de fusileros en acecho, ocupando las alturas más accesibles. Toda su autoridad hubo de desplegar Fago para contener a los de la partida, que nada menos pretendían que cazar, como erbias (liebres), a los soldados cristinos. Hízose por fin lo que la prudencia y el buen gobierno de la situación aconsejaban. Echáronse todos en tierra, con orden de no hablar, evitando la repercusión de sonidos en la sierra fragorosa, y así permanecieron hasta que la gradual lejanía del rumor militar les anunció que la columna enemiga había pasado río abajo. Decidió entonces Fago aprovechar el tiempo, y dirigiéndose hacia donde había dejado el cañón,   —103→   ordenó que entre todos, utilizando el repuesto de sogas que llevaban, tiraran de él para bajarlo al puente. Diez y siete hombres de poderosa musculatura, bien podían desarrollar la fuerza de tiro de dos parejas; o, por lo menos, había que intentarlo hasta conseguirlo o reventar, pues se recibió la noticia de que tras aquella columna venía otra, que había salido de Villarreal al mediodía: su paso por el sitio de peligro sería dentro de hora y media o dos horas lo más. ¿Qué remedio había más que acelerar el transporte de la narria a la otra orilla, so pena de no poder hacerlo hasta muy tarde de la noche, o de correr el gravísimo riesgo de caer todos, cañón y hombres, en poder de los cristinos? Ánimo, y adelante.

Los diez y seis hombres, los treinta y dos brazos tiraron, obteniendo la unidad del esfuerzo con el grito rítmico de la gente de mar, y el pesado armatoste resbaló por el suelo, suave en algunos sitios alfombrados de grama, áspero en otros. Pero tal energía desplegaban, tan extraordinario poder desarrollaron los brazos de aquellos hombres, excitándose con frases de ardiente entusiasmo y fervor por la causa, que en veinte minutos trasladaron la carga a corta distancia del puente, situándola en un altozano, al borde de un talud, por donde era forzoso precipitarla. El peligro de que la mole, resbalando a impulso de su propio peso, arrollara a los más impetuosos, fue salvado con las serenas disposiciones que tomó el jefe. Felizmente,   —104→   los cristinos no dejaron fuerza en la venta, con lo que ya no había más que acelerar el paso a la otra orilla antes de que llegara la segunda columna. Los de la venta, adictos también, ofrecieron su ayuda, y por fin, en media hora de colosales esfuerzos, tirando todos, arreándoles Fago con gritos y trallazos, salvé el cañón la joroba del puente, y pasó a la margen derecha del Urola, donde había un caminejo bastante expedito que les permitió internar la carga a trescientas o más varas de la orilla. No era el sitio seguro, ni mucho menos; pero imposibilitado de seguir adelante sin yuntas, ordenó Fago a los escopeteros que se volviesen a la orilla izquierda y tomaran posiciones en lo alto de las peñas para molestar a la columna cuando llegara, distrayéndola por aquella parte. Como la noche se venía encima, dispuso también que en las alturas donde habían estado antes se encendiesen hogueras, a fin de que la atención del jefe de la columna se desviara del sitio que interesaba mantener libre de toda sospecha.

Retirose con esto la partida, y despedidos los de la venta, previa la amenaza de fusilarles si daban el soplo a los cristinos, Fago y los suyos esperaron con vivísima ansiedad, pues en aquel caso se jugaban la vida. Discurrieron abrir un gran hoyo y enterrar el cañón: sólo una pala y una azada tenían; pero con tanto ahínco trabajaron, haciendo sus manos oficio de paletas, que el hoyo quedó abierto en media hora, y la pieza desapareció   —105→   dentro de tierra y bajo una capa de yerbas y pedruscos. Hecho esto, se dispersaron, y situados en alturas fragosas, acecharon el paso de la columna. Temía Fago que los de la venta, por miedo o cobardía, revelaran el secreto a la tropa, o a la patrulla de chapelgorris, que seguramente vendría de noche; recelaba que si no los hombres, las mujeres, siempre charlatanas y enredadoras, dejaran traslucir algo, y no tenía tranquilidad hasta no salir de aquella comprometida situación. Al anochecer pasó la columna sin detenerse, circunstancia felicísima a que los expedicionarios debieron su salvación: sin duda quería llegar a Azcoitia a hora conveniente para alojarse. Los escopeteros tirotearon como a un cuarto de legua más abajo, conforme Fago les había advertido: todo iba bien, admirablemente combinado por la previsión suya, ayudada del acaso. Sólo podía entorpecer el éxito la inopinada presencia de los miqueletes, sobre todo si algún maligno o indiscreto les ponía sobre la pista del enterrado tesoro; pero este peligro se disponían a conjurarlo Chomín y Gorria, proponiéndose quitar de en medio a la patrulla, sin darle tiempo a respirar.



  —106→  

ArribaAbajo- XII -

Llegaron por allí dos mujeres que Fago no vio con buenos ojos. No temía de ellas la traición deliberada, sino la infidencia inocente, por indiscretas habladurías.

«¿Saben ustedes -les preguntó- si están en la venta los miqueletes?

-Ya se fueron, pues, con tropa. Volver ya harán, pues, a las diez. La cena ya pedirle han hecho a Casiana.

-Chapelgorris dormir hacen por la noche... y algunas noches ya hemos visto, pues, subir monte, y hablar confianza con partidas.

-No me fío -dijo Fago-; y ahora van ustedes a hacer lo que yo les mande, pero sin tratar de engañarme, porque en este caso lo pasarán mal.

-Serviremos ya, pues.

-Ahora se van ustedes a buen pasito por este sendero arriba, y en el primer caserío que encuentren se enteran de si hay pareja de bueyes, y la tratan, ofreciendo una dobla por media noche, y me la traen aquí; y si en vez de un par me consiguen dos, les daré a ustedes media onza de oro, con la cual paga este leal trabajo nuestro rey Carlos V. Accedan o no a prestarme este servicio,   —107→   sepan que mientras estemos aquí no les permito pasar el puente para volver a la venta. Y no traten de engañarme, dando un rodeo para vadear el río, porque mi gente las vigila, y no hay forma de escapar. La que intentare pasar a la otra orilla antes que yo se lo permita, será pasada... por las armas. Conque... ya saben. Si me obedecen, media onza y viva Carlos V; si no, la muerte. Decídanse pronto».

Ambas gustaban en verdad de servir a la causa; pero la una tenía que volver a su casa con leña; las urgencias de la otra, que era corpulentísima, consistían en la obligación de dar la teta a su niño. «Tú llevarás la leña después -les dijo Fago-; y el crío tuyo, que espere. Por nada del mundo os permito volver a la venta». Ante tan resuelta actitud, diéronse prisa las dos a desempeñar su comisión, y con paso ligero emprendieron la marcha. Advirtioles el jefe que si encontraban a los dos hombres de la partida que habían salido con el mismo encargo de buscar yuntas, les diesen exacto conocimiento del lugar donde él y los suyos se encontraban. «Y otra cosa -agregó llamándolas después que echaron a correr-: que no me traigáis parejas con carro. Como yo sienta el chirrido de ruedas con los ejes desengrasados, hago un escarmiento en vosotras, en los boyeros y en los bueyes mismos... ¡Eh, andando!»

Antes que las mujeres, se presentaron de regreso los dos hombres con una sola yunta, pues no habían podido conseguir más. Transcurrieron   —108→   las primeras horas de la noche en gran ansiedad, con el temor de que apareciesen los miqueletes reforzados con tropa cristina; pero nada de esto ocurrió. No se oía más ruido que el del Urola saltando entre las peñas de su lecho. El vigía que pusieron junto al puente, ordenándole que permaneciese tumbado con el oído sobre la tierra, comunicó que los boinas rojas habían llegado, y después de permanecer un rato en la venta, cenando quizás, habían vuelto a salir, alejándose río arriba. Receló después Fago que las familias de las dos mujeres, que en aquel momento servían la causa del Rey, se inquietaran por su tardanza y saliesen en su busca; recelo que se confirmó antes de las once con la aparición de una vieja y un chico preguntando por las ausentes. Una y otro confirmaron la ausencia de los chapelgorris; la vieja, con su ardiente adhesión a la causa, manifestada espontáneamente, inspiró confianza al jefe; era madre de la mujerona que criaba: el esposo de ésta servía con Zumalacárregui. Expresados el nombre y la filiación del tal, resultó que Chomín le conocía; eran grandes amigotes. «¡Vaya, Tomás Mutiloa!» Echándose a llorar, dijo la vieja que el apóstol Santiago se le había aparecido la noche anterior, asegurándole que ella no se moriría sin ver a D. Carlos en el trono, ya la santa religión triunfante. Preguntole Fago si no había en su casa algún hombre forzudo que quisiese trabajar; a lo que respondió la anciana que en su familia   —109→   no había más hombre que su hija Ignacia, la cual tenía una fuerza como la de una vaca. Tiraba de un carro de abono tan guapamente; araba como la mejor pareja, y para romper la tierra no había otra. «Pues tráele aquí la cría para que le dé la teta en cuanto venga, y así podrá ayudarnos». No quería la vieja más que obedecer, poniéndose decididamente a las órdenes de aquel personaje desconocido, en quien su senil imaginación y su fanatismo veían a un príncipe de la familia real, disfrazado. Pronto regresó con el chico, que parecía un ternero; media hora después volvían el marimacho y su compañera con una pareja de bueyes, única que habían podido encontrar.

Con los escasos elementos de que disponía, organizó Fago su marcha, y desenterrado en un momento el cañón, engancharon, y ¡hala monte arriba! Gorria formó yunta con la Ignacia, y daba gloria verles tirando de la pieza. La otra mujer también ayudaba, y el chico, que era su hermano, igualmente. Delante iba la vieja con el ternero en brazos, animando a los bravos campeones de ambos sexos con palabras de alegría y confianza en la causa: «¡Arrear, arrear ya, mutillac!, y háganse cargo de que al propio Rey a su palacio llevan. ¿Pesa, pesa? Ya vale, pues. Con este cañón que llevar hacéis, ya querrá Dios que D. Tomás hacer polvo a los negros... ¿Cansar hacéis? Aquí no cansar ninguno. Pensar, pues, que a rastra llevar el mismo religión, y quitar el de herejes... Pensar   —110→   esto, pues, y Dios ya dará fuerzas a vos, hará que fuerzas tener como bueyes y caballos... ¡Arrear, arrear!»

La noche era oscura, glacial, y la neblina condensada se resolvía en lluvia menudísima, que habría enfriado los huesos de los expedicionarios si el rudo ejército del tiro no les hiciese entrar en calor. Ignacia echaba fuego de su rostro; pero, incansable, daba ejemplo de resistencia a los hombres. Sin detenerse más que breves momentos en los puntos que designaba el jefe para tomar descanso, llegaron al amanecer a las alturas que dominan a Villarreal, y de allí, sin perder tiempo, cuesta abajo ya, se dirigieron a la cuenca del Oria por Astigarreta, donde ya tenían contratadas yuntas para bajar hasta Beasaín. La vieja con su ternero, la gigantesca Ignacia y la otra con el chico se despidieron allí para volver a su casa, después de bien recompensadas en nombre de Su Majestad, encargando la mujer-vaca que dijeran a su marido Mutiloa el grande servicio que ella había prestado a la causa, y que no dejara de portarse en toda ocasión como un valiente, pues el Rey y Dios, de una manera o de otra, se lo habían de premiar.

Acordó Fago un descanso de medio día, cinco horas de sueño y una para comer, y Chomín propuso que visitaran a un ermitaño que en aquellas soledades gozaba opinión de santo, y aun se permitía milagrear un poco. Llamábanle Borra, y hacía doce años que se había dado a la vida ascética, construyendo su   —111→   cabaña de piedra y barro, techo de juncos y tierra, en una de las vertientes del Murumendi. Vivía de limosnas y del fruto de un huertecito que cultivaba junto a la cabaña. Chomín y Gorria, mientras conducían a su jefe a visitar al ermitaño, contaron, que éste había militado en las partidas realistas del año 22, y que habiéndole sorprendido Mina en actos de espionaje, le condenó a muerte, conmutándole luego la pena por la menos cruel y más infamante de cortarle las orejas. Se las cortaron, ¡ay!, y el pobre hombre se fue a su casa, sin gana ya de volver a guerrear por los realistas ni por ningún nacido. Agobiado de tristeza y soledad, pues además de la falta de orejas lloraba la de familia, vendió su corta hacienda, y se fue al monte, ávido de quietud religiosa, lejos de las pasiones humanas y del loco trajín del mundo. No volvieron a entrar tijeras en su barba y cabello, y éstos le cubrían la mutilación nefanda. Vestía un capote de pastor, y se hallaba acompañado de una cabra y un perro. Como a veinte pasos de su cabaña había plantado una enorme cruz hecha con troncos, y allí rezaba las horas muertas: aquélla era su iglesia, y no tenía más, ni le hacía falta para nada. El huerto dábale coles y borrajas, alguna patata; no cazaba, ni poseía instrumentos para quitar la vida a ningún ser. Sus devotos, que en Beasaín y Larza los tenía muy fieles, solían subirle cosas de más sustancia: alguna trucha del Oria, queso, pan, y en las solemnidades,   —112→   huevos y algún chorizo de añadidura.

Distaban aún cien pasos de la choza Fago y sus compañeros, cuando se encontraron al ermitaño, que paseaba al sol, precedido de la cabra y el perro. Era alto y huesudo, tan tieso que parecía de madera; figura semejante a muchas que se ven en nichos polvorosos de las iglesias, olvidadas de la devoción, sin ofrendas, sin culto. El cabello entrecano le caía hasta los hombros, y la barba era de variados colores, uno y otra de extraordinaria aspereza. Calzaba peales, y se cubría todo el cuerpo con un ropón de jerga, remendado con cierto esmero, ceñido a la cintura por cuerda de cáñamo. En una mano llevaba el garrote, y en la otra un cuenco de media calabaza, con el cual bebía el agua cristalina de una fuente próxima a su vivienda. Saludado por los visitantes, miré a Fago con recelo, que el capellán disipó con palabras afectuosas.

«Eres tú aragonés -le dijo el venerable-. Por el acento te conocí. Vi y traté a muchos aragoneses en mi tiempo de pecador, y todos guapos chicos, pero muy quijotes... camorristas, bebedores, cantadores y enamorados». Siguieron hablando de cosas indiferentes, y luego propuso Borra que le acompañasen a la fuente, donde catarían con él el agua más rica del mundo. De aquel líquido se daba el solitario, según dijo, grandes atracones mañana y tarde, y a ello debía su inalterable salud. Fueron, pues, al manantial, y sentados en el césped finísimo, bebieron   —113→   de un agua cristalina y glacial, que a Fago le pareció como todas las aguas, y a Chomín inferior al peor vino. El de Navarra fue ardientemente elogiado por Gorria, y de aquí saltó la conversación a la guerra, diciendo Fago: «Nosotros tres y los compañeros que abajo quedan somos servidores del rey D. Carlos V, en favor de quien tú, bendito Borra, seguramente imploras los auxilios del cielo. Unos con las oraciones y otros con las armas, todos ayudamos a la causa». Respondió el ermitaño con frialdad, no inferior al agua que habían bebido, que él, desde que se retiró a la aspereza del monte, había hecho corte de cuentas con todo lo que fuera política, reyes y ambiciones armadas o pacíficas. Nada le importaba ya que mandase Juan o Pedro, y le gustaba más mirar a las estrellas que a los hombres. Hasta su soledad llegaban a veces rumores de tropas que pasaban por el fondo de los valles; pero él les hacía el mismo caso que si fueran las caravanas de hormigas que andan afanosas por la tierra.

«Óiganme, señores míos, y si quieren hacerme caso, bien, y si no, también. Yo les digo que la guerra es pecado, el pecado mayor que se puede cometer, y que el lugar más terrible de los infiernos está señalado para los Generales que mandan tropas, para los armeros que fabrican espadas o fusiles, y para todos, todos los que llevan a los hombres a ese matadero con reglas. La gloria militar es la aureola de fuego con que el Demonio   —114→   adorna su cabeza. El que guerrea se condena, y no le vale decir que guerrea por la religión, pues la religión no necesita que nadie ande a trastazos por ella. ¿Es santa, es divina? Luego no entra con las espadas. La sangre que había que derramar por la verdad, ya la derramó Cristo, y era su sangre, no la de sus enemigos. ¿Quién es ese que llaman el enemigo? Pues es otro como yo mismo, el prójimo. No hay más enemigo que Satanás, y contra ése deben ir todos los tiros, y los tiros que a éste le matan son nuestras buenas ideas, nuestras buenas acciones».

Quiso Fago replicarle defendiendo las guerras cuyo fin es refrenar la maldad; pero el anacoreta no quiso escuchar tales argumentos, y levantándose y esgrimiendo el garrote, no con manera hostil, sino en forma oratoria, dijo estas palabras: «No, no, no... ¡A mí con ésas! Condenado Fernando VII, condenado D. Carlos María Isidro, y condenadas todas las reinas, magnates y archipámpanos que andan en este pleito.

-Y condenados también nosotros -dijo Fago, un poco mohíno, levantándose.

-También, si no vuelven la espalda al demonio -agregó el ermitaño, poniéndose en camino pausadamente en dirección de su cabaña-. Y más les digo: dos cosas malas, remalas hay en el mundo: la guerra y la mujer... ¡La guerra!, por el son de la palabra, ya se ve que también es mujer. Detrás de las matanzas entre hombres hay siempre querellas, envidias y trapisondas de mujeres.

  —115→  

-¿Crees, también que está condenado el bello sexo? -le preguntó Fago con un poquito de socarronería.

-Condenadas todas no -replicó el otro con autoridad-, porque algunas hay buenas... aunque pocas... Pero que el infierno está lleno de mujerío, no lo duden ustedes.

-¿Verlo tú, pues, Padre? -preguntó Chomín.

-No necesito verlo -dijo el solitario alzando el garrote con alguna viveza- para saber lo que hay allí; y si lo dudas, pronto te desengañarás, porque pronto te has de morir, y has de morir matando.

-Y de mí, -preguntó Fago-, ¿qué piensas?, ¿cómo y cuándo crees que he de morir?»

El eremita se detuvo, y mirándole grave y detenidamente al rostro, le dijo: «De ti no sé nada... No te entiendo... En ti veo mucho malo y mucho bueno. En tus ojos hay dos ángeles distintos: el uno con rayos de luz, el otro con cuernos. Yo no sé lo que será de ti. Tú harás maldades, tú harás bondades... No sé».

Siguieron un buen trecho silenciosos, hasta que Gorria, queriendo soliviantar al solitario, se dejó decir: «¿No sabes, santo Borra? Tenemos ya de General en jefe de los cristinos a Mina». Al oír este nombre se inmutó ligeramente el solitario, y con un movimiento maquinal se llevó ambas manos a las orejas, mejor dicho, a los oídos, cubiertos por la enmarañada y polvorosa guedeja. «Mina, Mina... -dijo algo turbado y balbuciente...-   —116→   no es ése más ni menos perro que otros perros asesinos.

-Tu religión, nuestra religión -le dijo Fago-, te manda perdonar a tus enemigos.

-Y los perdono. Pero Dios no los perdonará... digo, no sé. Allá Él. Yo rezo todos los días porque los militares abran los ojos a la verdad, y abominen de las matanzas. Pero nada consigo. Todos los que vienen a verme me dicen que cada día es más terrible la guerra, y ya no guerrean sólo los hombres, sino los viejos y hasta los niños. Vosotros, que venís a dar un consuelo al pobre ermitaño, guerreros sois también, y sin duda de los que andan al acarreo de armas y municiones.

-Así es: honra mucha -dijo Chomín impetuoso-. Llevar hacemos un cañón grandísimo para el Ejército Real, y muy pronto, pues, oír tienes sus disparos.

-Mientras tú rezas -dijo Gorria-, nosotros disparamos... quiere decirse que rezamos con pólvora.

-Ese rezo es para Satanás maldito.

-¿Estás bien seguro de lo que afirmas? -le dijo Fago, queriendo poner fin a la conferencia y volver a su obligación.

-Tan seguro -replicó amoscándose el desorejado eremita-, como lo estoy de que los tres sois alcahuetes de la guerra, y mequetrefes de Satanás. Ya os estáis marchando para abajo, que yo me encuentro mejor en la compañía de los pájaros y de las moscas que en vuestra compañía.

-Nos vamos, sí -dijo Fago tranquilamente,   —117→   sacando del bolsillo una moneda-. Nos llama nuestra obligación. Te dejaré una limosna.

-¿Dinero?... Gracias. No me hace falta para nada -replicó el santón, alejándose de los tres-. Ahí tenéis otro motivo de condenación, el maldito dinero, que no sirve más que para hacer a los hombres codiciosos y avarientos. Por dinero salta el hombre y baila la mujer, y de estos brincos sale la guerra... Guárdate tu moneda, que yo no tengo bolsillo. Mira las hormigas cómo viven sin dinero. Pues lo mismo soy yo: como y estoy bueno sin ver un cuarto... ¡Cuartos! ¡Vaya una inmundicia...!

-También tengo plata...

-¡Plata!, ¡qué roña!

-Y oro.

-De plata tiene los cuernos Lucifer, y de oro la pezuña. Váyanse, váyanse con Dios... Ustedes matan, yo rezo...».




ArribaAbajo- XIII -

Se alejaron, dejándole en la proximidad de la cruz en actitud de oración. A distancia como de cien pasos, Gorria cogió una piedra, diciendo: «¿Quieren que se la estampe en mitad de la frente para que se le aclaren las entendederas a ese viejo estúpido?

  —118→  

-No, no; déjale... O es un bienaventurado de muy pocos alcances -dijo Fago- o un vividor de mucha trastienda. Sea lo que quiera, ha resuelto el problema de la vida, y es un hombre feliz. No se le haga ningún daño, pues él a nadie ofende, y vámonos, que es tarde».

Con toda felicidad bajaron al anochecer a Larza, y sin ningún percance pasaron el Oria, donde tenían parejas preparadas, siguiendo inmediatamente hacia Lazcano y Ataún, monte arriba, en busca de la sierra de Araquil. Ya no temían el encuentro de tropas cristinas; iban tranquilos, contando las horas que faltaban para llegar al término de su arriesgado viaje. Sanos y salvos los nueve, se creían ostensiblemente favorecidos de la Providencia, por la felicidad con que se les habían allanado los obstáculos y conjurado los peligros en su difícil aventura. En San Gregorio, donde en alegre descanso y esparcimiento pasaron el domingo, encontraron personas amigas, entre ellas el cura, a quien Gorria y Chomín trataban con bastante confianza, por haber sido el tal fusilero en el 5.º de Navarra durante un mes no más, distinguiéndose por su entusiasmo, ya que no por sus condiciones militares. El General fue quien le disuadió de sus guerreras aficiones, mandándole recoger los hábitos que ahorcado había, y convencido el hombre, mas no curado de su entusiasmo, se hizo soldado platónico, siguiendo con afán desde su iglesia el desarrollo de la campaña.   —119→   Con Fago hizo o quiso hacer al instante buenas migas, alabándole su expedición, y atribuyendo el éxito de ésta a su consumada pericia; lo que él sentía era no poder agregarse a ellos para entrar nuevamente en filas. Pero no podía, no; estaba visto que no servía para el caso, pues su fiereza y acometividad se enfriaban enormemente al empezar el fuego, y le entraba un insano temblor, que si no era miedo, se le parecía como un huevo a otro.

Hablando, hablando, propuso a Fago que, para festejar dignamente la feliz llegada del cañón, dijese misa; y si al pronto el aragonés no rechazó la idea, luego sintió en su alma secreta repugnancia de celebrar: no se creía digno; no se encontraba en la disposición de conciencia que el acto requiere, y al suponerse revestido ante el altar, se le contraía el corazón y se le enfriaba toda la sangre, afectado de un miedo semejante al de su colega cuando sonaban los primeros tiros de una batalla. El uno temblaba ante los escopetazos; el otro ante la grave solemnidad del altar sagrado, ante el Evangelio abierto sobre el atril, ante el crucifijo. Este singular encogimiento de su espíritu le tuvo en gran tristeza todo aquel día, y necesitó de toda su voluntad para poder aguantar, con la conveniente cortesía, los despotriques belicosos del otro cura. A la noche continuaron el arrastre del cañón por ásperas pendientes pobladas de bosque. Felizmente, tenían en su ayuda a los mejores guías del país, enteramente   —120→   afecto a la causa, y si no pudieron procurarse más de dos parejas, porque no las había, las suplieron con el tiro personal. Hombres y mujeres dejáronse enganchar gozosos, y hasta el cura, mejor dotado de musculatura que de corazón, se puso a tirar de la narria uncido con el sacristán. ¡Hala, hala por empinados senderos!... y a las tres de la madrugada llegaban al alto de Lizarrasti, divisoria entre las aguas de Navarra y Guipúzcoa. Ya estaban en casa, ya veían a sus pies el valle de la Borunda. Despidiéronse los de San Gregorio para regresar a sus hogares, y los compañeros de Fago, no pudiendo contener su júbilo por ver coronada de un éxito feliz la empresa que habían acometido, lanzaron en lo alto del monte el grito céltico Hiújujú, característico de las razas cántabras y éuskaras, relincho salvaje, pastoril, guerrero, pues todo lo expresa y dice sin decir nada. Resuena en la silenciosa cavidad de los valles profundos, como voz de los montes, convertidos en genios de piedra, con cabellera y pelambre de bosques, con túnica de nieblas y cimera de celajes desgarrados. A poco de lanzar su grito, oyeron la respuesta lejana. Hiújujú dijeron las profundidades de la Borunda, y el corazón de los expedicionarios palpitó de alegría. Volvieron a soltar el relincho, que quería decir: «Aquí estamos; volvemos con felicidad. Traemos el cañón, la esperanza». Y los de abajo, los hermanos, los compañeros de armas y de fe, respondían: «Os aguardamos,   —121→   valientes. Al amanecer nos reuniremos. ¡Viva Carlos V!»

Viéndose en el término y remate de su arriesgada empresa, los expedicionarios, con la sola excepción del jefe, se entregaron a extremos de alegría delirante, y a la media noche se durmieron. Fago estaba triste, caviloso, y sus pensamientos tuviéronle en vela hasta hora muy avanzada. Se paseaba por entre los grupos de los compañeros entregados al sueño, o se sentaba en la narria para contemplar a su gusto el cielo, que en aquel punto y hora se espejó, cual si quisiera recrearle mostrándole su azul inmensidad poblada de estrellas.

Provenía la tristeza de Fago de una repentina intranquilidad de su conciencia. Todo aquello que hacía, ¿no era contrario a la ley de Dios? Las ideas toscamente expresadas por el ermitaño Borra se habían aferrado a su espíritu, y las antiguas dudas acerca de la divinidad de la causa defendida por la facción volvieron a atormentarle. «¿En qué consiste -se decía-, que a veces me siento guerrero, tan guerrero como el que más, y dotado de las esenciales miras y talentos de un caudillo militar, y a veces me siento profundamente religioso, con anhelos vivísimos de perfección? ¿Será posible que entre uno y otro sentimiento pueda existir concordia? El hombre de guerra, maestro de tropas, organizador de combates, y el hombre consagrado a las espirituales batallas del Evangelio, ¿pueden fundirse, como si dijéramos,   —122→   en una sola persona? Para resolver este problema, he de asentar previamente que en el cúmulo de causas o banderías humanas, puede haber alguna que Dios apadrine, haciéndola suya. Las historias, y antes que las historias los profetas, nos dicen que hubo un pueblo de Dios, un pueblo a quien Dios protegió ostensiblemente en sus esfuerzos para librarle de la esclavitud, y después le guió en sus campañas contra la idolatría, inspirando a sus caudillos, dándoles el divino aliento estratégico y táctico. Sobre esto no hay duda».

Y continuando en la contemplación de las estrellas como si con ellas hablara, y ellas le respondieran dando vigor a sus argumentos, prosiguió en su ardiente soliloquio: «En tiempos relativamente modernos, tenemos la épica guerra secular contra los moros desde Pelayo a Isabel la Católica, y vemos la intervención divina en las batallas. Creo en la presencia militar del apóstol Santiago en Clavijo y en los estragos materiales causados por su acero; creo en los prodigios de la Cruz en las Navas de Tolosa; y viniéndome más acá, casi a un ayer cercano, veo en Lepanto la intercesión milagrosa de la Virgen del Rosario. No hay duda que el Cielo autoriza las guerras, que toma partido por los que salen a la defensa de la ley cristiana. Y ahora, ya veo muy claro que puede existir y ha existido lo que yo buscaba, la amalgama o fusión del hombre que acaudilla soldados y les lleva a la victoria, con el   —123→   hombre que sirve a Dios en la paz soberana de la religión. Esta síntesis la veo clara en San Fernando: ¿quién me lo negará? San Fernando fue santo y Capitán General de los ejércitos de Castilla. San Fernando expugnó fortalezas, tomó ciudades y villas, ganó batallas campales, para lo cual hubo de matar grandes manadas de moros. Y al propio tiempo mereció por su virtud los honores de la canonización. Era místico y guerrero: sin duda rezaba en el momento de machacar cabezas de infieles...».

Tanto alborozo produjo en su alma esta idea, que se disparó a pasear de un lado para otro, inquieto, febril. Era como un incensario que va y viene, echando humo, y el humo eran las ideas. Pero de pronto le asaltó una que hubo de apagar repentinamente el hogar que las demás formaban. Fue una objeción que a su mente vino; hubiera podido creer que un espíritu invisible le apuntaba al oído: «San Fernando fue guerrero y santo, es verdad: peleó, porque a ello le indujo su condición de Rey, maestro y amo de los pueblos. Religioso y santo era, mas no sacerdote... Fíjate bien, hombre, y no desbarres: no era sacerdote».

Sentadito en el cañón volvió a contemplar las estrellas, y éstas le facilitaron, con su dulce centelleo, nuevos argumentos consoladores. «Pero casos hay, casos hay de sacerdotes guerreros. En las Cruzadas y en nuestra Reconquista, más de un obispo, más de un abad montaron a caballo, o en mula, y   —124→   acaudillaron tropas... El cardenal Albornoz es otro ejemplo... Tenemos, pues, innumerables ejemplos de guerreros religiosos o por la religión». Nuevas dudas, nuevo soplo de la voz misteriosa, que al oído le dijo: «Pero no fueron santos».

«¿Y por qué habían de ser santos? -se dijo volviendo a su febril paseo, con las manos en los bolsillos-. La santidad rara vez se alcanza. Basta con que fueran buenos cristianos y supieran cumplir sus dos ministerios: el ministerio sacerdotal y el otro... el de gobernar tropas y destruir con ellas la impiedad... Y ahora me pregunto: ¿estoy bien seguro, bien, bien seguro de que esta causa nuestra tiene por objeto destruir la impiedad y entronizar el reino de Dios? ¿Representa nuestro D. Carlos la ley divina? ¿Los de la otra parte, los que mandan Oraa, Córdoba o Mina, son realmente la maldad, la herejía, la ley del demonio? Este cañón que yo he traído, ¿será destructor del pecado? ¿Los proyectiles que salgan ardiendo de su boca, serán lenguas de la verdad? ¿Nuestro D. Tomás, recibe de los ángeles la virtud estratégica? ¿Lo que en nuestro Rey parece ambición, es convencimiento de una misión divina?... Sáqueme Dios de esta duda, y yo seré... ¡qué sé yo lo que seré!... el primer soldado de Dios y el primer eclesiástico de los hombres».

Terminó su soliloquio con una fervorosa oración, de rodillas, embebecido en contemplar el cielo, esmaltado de infinitas luces.   —125→   «Señor, líbrame de esta horrible duda, y dime que puedo ser guerrero sin dejar de ser tuyo. Concédeme la gloria de restaurar la fe en la patria de San Fernando, sin menoscabo del sacramento que me otorgaste. Dime que puedo matar impíos con este cañón que he traído de Guipúzcoa, y celebrar tu santo sacrificio; coger la espada sin que mis manos se imposibiliten para tomar la Hostia; dirigir tropas, y perdonar los pecados».

El sueño le rindió al fin, y se quedó dormido diciéndose: «Grande, desmedida ambición es ésta... Guerrero Vencedor... y sacerdote militante... Triunfar del pecado con la espada y con...».




ArribaAbajo- XIV -

Al amanecer llegaron hasta ellos las avanzadas de la división de Eraso, que aguardándoles estaban, y con francas demostraciones de alegría, cambiaron unos y otros noticias y saludos, y se pusieron al tanto de lo ocurrido en la expedición y en el ejército. Chomín y Gorria contaron con vivo lenguaje las fatigas y apuros del transporte del cañón, y los otros, después de manifestar que no habían tenido encuentros importantes con los cristinos, dijeron que el grueso del ejército iba en marcha hacia el valle   —126→   de Berrueza, donde se daría una batalla, que debía de ser la más sonada de toda la campaña, y quizás la decisiva. Al descender a la Borunda, encontraron a Eraso, que, en cumplimiento de órdenes del General, mandó dar sepultura al cañón en una ladera próxima a la venta de Urbasa. La tropa no se cansaba de admirar la soberbia mole, y los aldeanos de ambos sexos y hasta los chiquillos acudían a contemplarla gozosos, y la palpaban con blandura y cariño, ponderando los estragos que haría cuando empezase a vomitar por su negra boca balas y más balas. El popular entusiasmo se manifestó, al fin, bautizando la pieza con el gráfico nombre de El Abuelo, y nadie la llamó de otro modo en todo el curso de aquella memorable guerra.

Incorporáronse a sus respectivos Cuerpos los compañeros de Fago, y éste se fue al Cuartel General para presentarse a Zumalacárregui y darle cuenta del feliz cumplimiento de la misión que le había confiado. Diéronle caballo en Alsasua, y con el 1.º de Guipúzcoa atravesó la sierra de Andía en dirección a la Berrueza. El tiempo era magnífico; comenzaba Diciembre con apariencias de Octubre; la Naturaleza favorecía la campaña, se hacía también guerrera, obsequiando con temperatura bonancible y tibia sequedad a los dos ejércitos, que ansiaban una batalla campal decisiva. Entre los carlistas era general la creencia de que ésta se daría en las posiciones de Mendaza,   —127→   y que tendrían que habérselas con las dos divisiones de Oraa y Córdoba, acantonadas en Los Arcos y en Viana.

Atravesando la Amézcoa baja, fueron a dormir en Artaza, y al día siguiente encontraron la división de Iturralde acantonada en Aucín. Zumalacárregui, con D. Bruno Villarreal y los batallones alaveses, estaba en Piedramillera. Antes que al General vio Fago a su amigo Ibarburu, el cual le abrazó con efusión, felicitándole por su feliz arribo. Ya se sabía en todo el ejército la hazaña realizada por el buen sacerdote y sus ocho auxiliares, ¡Oh!, bien merecía tal hazaña una cruz, la cruz de San Fernando, sí señor, y es seguro que D. Carlos adornaría muy pronto con ella el noble pecho de uno de sus primeros capellanes. Replicó Fago a estas cariñosas demostraciones que ninguna falta le hacían cruces ni calvarios, pues él servía desinteresadamente al Rey, creyendo servir a Dios.

También dijo Ibarburu con gran alborozo a su amigo que el ejército de la Fe iba adquiriendo las deseadas piezas de artillería, arma indispensable en todo organismo de guerra: además de El Abuelo, tenían ya dos cañones de batalla que los señores Reina y Balda habían logrado fundir en Labayén con el metal de cacerolas y chocolateras reunido en Navarra. «Ya hay cañones en casa, y ahora podremos hablar gordo a la impiedad. Lo único en que la impiedad nos ha llevado ventaja ha sido en esto, en poseer cañones. Pues ahora nos veremos, señores cristinos.   —128→   Trátase de saber si ustedes nos los quitan, o si nosotros les quitamos los suyos... Ya no hay razón que aconseje el circunscribirnos a la guerra de montaña, amigo Fago. Al llano, a Castilla, ¿no cree usted lo mismo? A pasar el Ebro, después de merendamos a Oraa y a Córdoba... y quédese aquí el Sr. de Mina echando discursos a los alcaldes, cortando puentes que no habríamos de pasar, y fortificando villorrios que no habríamos de acometer, pues ninguna falta nos hace poseerlos. Nuestra ambición santa va más lejos, y los poblachos que queremos tomar se llaman Miranda de Ebro, Burgos, Madrid...».

Fago no decía nada, y atacado de intensísima melancolía, contemplaba las cazuelas y sartenes puestas a la lumbre. Hallábase esperando la comida en la cocina de la casa, donde Ibarburu se alojaba. Gatos y perros les daban compañía, y un viejo decrépito, veterano del Rosellón y de la Independencia, les refería la expedición del Marqués de la Romana y la vuelta del Norte, aderezándola con embustes novelescos. Ibarburu tomaba en serio cuanto el anciano decía, y Fago deseaba comer y marcharse, para estar solo y platicar a sus anchas consigo mismo.

Al siguiente día vio al gran D. Tomás en el campo, en ocasión que el General salía con su escolta a recorrer las inmediaciones de Mendaza. Volvía Fago de dar un paseo a caballo con dos amigos, más bien conocidos, del batallón 1.º de lanceros. Zumalacárregui le conoció al punto, mandole acercarse   —129→   y hablaron de silla a silla, poniendo los caballos al paso. Lo primero fue felicitarle con urbana frialdad, como si no quisiera dar a la expedición desmedida importancia. El capellán, alardeando de modestia, se la quitó por entero, y expresó su afán de que se le encargaran cosas de mayor dificultad.

«El método de organización que vengo empleando -le dijo D. Tomás-, no me permite dar a usted el mando de una compañía. Esto sería contrario a las Ordenanzas, que aquí se cumplen lo mismo que en cualquiera de los ejércitos regulares de Europa. Si usted quiere combatir por la causa, no hay más remedio que entrar en filas. Yo le aseguro que si se porta bien, adelantará conforme a sus servicios; y si nos hace algo extraordinario, extraordinaria será también la recompensa».

No podía Fago mostrarse exigente ni soberbio, ni era aquélla la ocasión más propicia para ponerse a discutir con el General. Reconociendo que el orden de la milicia tiene, como todos los órdenes, su método de ingreso, que alterarse no puede sino en casos excepcionales, dijo: «Principio quieren las cosas, y a los principios me atengo. Seré soldado, mi General. Fácil es que no pase de ahí; mas no tengo por imposible el merecer algún adelantamiento; y mereciéndolo, no hay duda que vuecencia me lo dará».

Despidiéronse con esto, y poco después le veía recorriendo la falda de la altura riscosa   —130→   que domina a Mendaza. Como los lanceros le dejaran solo, el capellán observar al General en su paseo, que al parecer no tenía otro fin que un examen y estudio del terreno. Le vio rodear la montaña, alargándose por la parte norte, en el camino que conduce al puente de Murieta sobre el Ega. Detúvose un rato, hablando con los que le acompañaban; volvió grupas, y recorrió el llano que separa a Mendaza de Azarta. Fago no le perdía de vista. Fingió ocuparse en adiestrar su caballo, galopando en derredor de las eras de Nasar. Por fin, Zumalacárregui examinó la angostura que conduce de Azarta a Santa Cruz, por un escabroso sendero. Sin duda, quería reconocer la distancia a que está el Ega por aquella parte.

Y luciendo habilidades de entendido jinete, más que por presunción, por disimulo, Fago se decía: «Ya, ya conozco tu plan: no puede ser otro que el que la configuración del terreno te señala y te inspira. Estoy dentro de tu cerebro, y sé todo lo que vas a disponer mañana, pasado mañana, o cuando sea».

Al ver a D. Tomás de regreso hacia Mendaza y Piedramillera, se retiró también, rodeando, y se fue a su alojamiento. Aquella misma noche se le notificó su ingreso en filas, y dándole fusil, correaje y canana bien abastecida de cartuchos, le destinaron al 5.º de Navarra. Sin entusiasmo ni desaliento, en un estado de pasividad estoica, resignábase el capellán a ser uno de tantos resortes comunes de la máquina de guerra. Esperaba   —131→   que en la primera coyuntura le señalase su destino alguna senda, o se las cerrara todas; mas no tuvo tiempo de pensar en ello, porque a la madrugada su batallón recibió orden de marchar a los Altos de Mendaza. Cuatro batallones, tres navarros y uno guipuzcoano, iban al mando de Iturralde, el rival de Zumalacárregui en los comienzos de la guerra, y después su más sumiso Lugarteniente o General de división; hombre tosco, más notado por su temeraria bravura que por su pericia militar. Zumalacárregui le encomendaba las situaciones de empeño, los avances peligrosos, dándole órdenes estrictas respecto a posición y marchas, como freno de su impetuosidad, que unas veces precipitaba el éxito y otras lo entorpecía. Era el audaz guerrillero, cuyas dotes utilizaba el General habilidosamente, educándole en el gobierno de tropas regulares; teníale siempre sujeto con una rienda que aflojaba o requería, según los casos.

Al amanecer iban en marcha los cuatro batallones hacia Mendaza. En las filas del suyo se encontró Fago a Chomín, que había pasado del 1.º Guipuzcoano al 5.º de Navarra. En el capitán de su compañía, D. Antonio Alzaa, natural de Sangüesa, reconoció una amistad antigua: era un valiente oficial, hijo de sus obras y de sus méritos, pues de soldado raso había ido ganando poquito a poco sus ascensos, y con moderada ambición y conducta intachable esperaba seguir adelante. A uno de los tenientes, Saráchaga, le   —132→   conocía también, por ser íntimo de Ibarburu. El coronel era un aristócrata navarro, pariente de los Ezpeletas, hombre enérgico, de buenas formas, excelente militar y cumplido caballero. Ostentaba en su zamarra la cruz de Santiago.

A las nueve ya habían tomado posiciones las fuerzas de Iturralde en la falda del monte de Mendaza, y al propio tiempo otros cuatro batallones, mandados por Zumalacárregui, en persona, se dirigieron a Asarta. La caballería y los tres batallones alaveses al mando de Villarreal ocupaban el llano entre los dos pueblos. Al observar estos movimientos veía Fago confirmadas sus ideas de la tarde anterior. El plan de D. Tomás era el suyo; y el suyo era el mejor, el único, el que resultaba de la disposición y accidentes del terreno. Podría creerse que sus ideas penetraban en el cerebro del General al modo de inspiración divina, y allí obraban sobre la voluntad que a la práctica resueltamente las llevaba. Y a todas éstas, los cristinos no parecían: se les esperaba por el desfiladero de San Gregorio. Faltaba que vinieran pronto, y que cayeran en la ratonera que se les había preparado.

La columna o división de Iturralde extendiose a la falda de la montaña de Mendaza, circundándola por el poniente y el norte, y Fago se encontró en un sitio desde donde no veía nada. «Naturalmente -pensó-, estos cuatro batallones deben permanecer ocultos a la vista del enemigo. De otro modo,   —133→   el plan resultaría un desatino, a menos que Córdoba y Oraa no vinieran con los ojos vendados». Y tanto tardaban en presentarse las tropas de la Reina, que los facciosos llegaron a creer que no vendrían. Por fin, a eso de las diez corrió en el batallón la voz: «Ya vienen, ya están ahí». Un rumor vago, de inquietud y alegría, corrió por todo el ejército. Desde su posición, detrás de la montaña, conocía Fago la ansiedad de las tropas situadas en la llanura. Veía un movimiento singular de lanzas, como vibración del aire, y oía un resollar lejano. De las tropas de Asarta nada se veía, porque lo estorbaba una protuberancia del terreno. Tiros no sonaban aún.

De pronto las cornetas ordenaron marcha. Uno de los batallones rebasó la línea del pueblo; los demás les seguían: cada uno ocupaba sucesivamente las posiciones que el anterior dejaba. El 5.º Navarro, que era el último, se colocó donde antes estaba el 1.º Guipuzcoano. Al efectuar este movimiento oyó decir Fago que el enemigo avanzaba hacia el centro en formación de columna; mas él no veía nada. Lo vio después, cuando Iturralde mandó desplegar sus cuatro batallones en la falda de la montaña; impetuoso movimiento de impaciencia en que se revelaba el guerrillero, y que determinó un cambio en la dirección que traían los cristinos. Oraa, que mandaba la vanguardia de éstos, en vez de marchar contra el centro, que era el cebo de la ratonera hábilmente armada por   —134→   Zumalacárregui, se fue sobre la izquierda, o sea los cuatro batallones del bravo Iturralde. La impetuosidad de éste alteró gravemente la posición de las piezas en el tablero, y la jugada no podía ser ya tal como la concibió y preparó el General, inspirado por los ángeles, o por Fago, que éste así lo creía y así lo expresaba en un breve soliloquio. «Ya nos ha reventado este Sr. Iturralde con su acometimiento de principiante. Se le mandó que tuviese ocultos, tras la montaña, los cuatro batallones, y los presenta de cara al enemigo... Sr. D. Tomás, ¿qué hace usted en este momento al ver la pifia de su amigote? Pues rabiar y patear, como pateo y rabio yo. Esta acción, no lo dude usted... la perdemos».




ArribaAbajo- XV -

Oraa, con certero golpe de vista, lanzó sus tropas hacia Mendaza, mandándolas flanquear la altura y atacar a Iturralde de flanco. Los cuatro batallones tuvieron que moverse de nuevo: al sonar los primeros tiros, su posición era ya muy desventajosa. Difícilmente pudo el Guipuzcoano y uno de los Navarros sostener el fuego contra los cristinos; los otros dos Navarros no sabían dónde ponerse. Iturralde les mandó bajar, y luego   —135→   subir, y luego estarse quietos. Con la conciencia de su falta, el hombre no sabía ya qué hacer, ni cómo arreglarse para salir airoso de aquel mal paso. En tanto, el amigo Fago, que aún no había disparado un tiro, intentaba hacerse cargo de lo que ocurría en el centro. Por allá también se batían. Sin duda la división de Córdoba atacaba las fuerzas mandadas por D. Bruno Villarreal, consistentes en tres batallones y la caballería, y en apoyo de éstos corría sin duda el propio Zumalacárregui con los cuatro batallones situados en Asarta. Esto se lo figuraba el capellán soldado: lo veía en su mente a la luz de la lógica; pero no en la realidad, pues desde el repecho en que había quedado el 5.º de Navarra, sin poder avanzar ni retroceder, nada se distinguía claramente. Por entre las ondulaciones del terreno de roja arcilla, salpicado de olivos en algunos trozos, en las más enteramente calvo, veíase humo de fogonazos; pero nada más. El tiroteo arreciaba; el rumor de batalla era ya formidable estruendo.

Por el lado de Mendaza, los del bravo Iturralde resistían el empuje de las tropas de Oraa, batiéndose con su habitual denuedo; pero los cristinos habían sabido ganar mejores posiciones, y llevaban la mejor parte en la refriega. El bueno de Iturralde y su gente lo habrían pasado mal si la acción no cobrase un vivo interés en el centro. El coronel del 5.º, descontento de su desairada situación, ávido de entrar en fuego, maniobró   —136→   hacia la llanura, corriendo por su cuenta y riesgo en apoyo de los alaveses. Ya tenéis a Fago batiéndose en primera línea, impávido, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa. Con seguro instinto sabía escoger en el pequeño radio de que disponía la mejor posición; alentaba a sus compañeros, y antes daba que recibía de ellos el ejemplo de serena audacia, pasando más bien por veterano que por bisoño.

Desplegado el batallón en columnas, más de una hora sostuvieron éstas el fuego al amparo de un grupo de olivos. Avanzaron dos o tres veces; tuvieron que retroceder a su primera posición, perdiendo algunos hombres. A la una de la tarde, las bajas de la compañía de Fago eran cuatro muertos y unos catorce heridos, entre ellos el capitán Alzaa. El coronel se impacientaba: no tenía costumbre de batirse largas horas en un mismo sitio; sus valientes soldados se habían educado en los avances rápidos. Pero en aquella desdichada ocasión les atacaba un poderoso enemigo, apoyado en la columna de Oraa, que rápidamente les quitó la ventaja del terreno alto; de poco les valió a los carlistas aventurarse a una fogosa carga a la bayoneta, porque la tropa contraria les tenía ganas, se sentía en mejor posición y con mayor fuerza moral. Mandábala un General de grandes alientos, joven, instruido, hecho a las luchas diplomáticas y militares, tan buen conocedor de la sociedad cortesana como de los campos de batalla.   —137→   Desde el primer momento conocieron los facciosos que el contrario era duro de pelar, y por aquella vez la extraordinaria pericia de D. Tomás no les llevaba a una fácil victoria.

Los batallones que mandaba el propio Zumalacárregui adquirieron alguna ventaja sobre los cristinos a las dos de la tarde. Pero como por el sur de Mendaza, Iturralde se vio desalojado de sus posiciones, teniendo que replegarse con alguna confusión, Córdoba no tardó en ganar el terreno perdido, y a las tres la caballería cristina, mandada por López, acometió con extraordinario brío, y los facciosos no pudieron con ella. Desconcertado desde el primer momento el plan de Zumalacárregui, apenas pudo éste sacar partido de sus setecientos de a caballo. Harto hizo con proteger la retirada de los castigados batallones, que abandonaban la victoria con más tristeza que desaliento, sintiéndose dispuestos a empezar otra vez en aquel mismo instante, si así se les ordenaba.

El 5.º de Navarra sostuvo el fuego hasta que no pudo más, y perdiendo mucha gente, apoyó la retirada de los alaveses. De tal modo habíase adiestrado el capellán aragonés en la táctica, que preveía todo lo que habían de mandarle, y más de una vez sus movimientos y los de los compañeros que a su lado combatían se anticiparon a las órdenes de los jefes. La serenidad del coronel y su práctica de la guerra; la firmeza de los valientes oficiales que supieron mantenerse   —138→   en el heroísmo pasivo y en la resistencia deslucida; la conducta de la tropa, penetrándose con seguro instinto de estas ideas y realizándolas admirablemente, enaltecieron al 5.º de Navarra en aquel día. Gracias a él, la derrota de los carlistas no fue una desbandada vergonzosa.

La retirada de los tres batallones a cuyo frente seguía Iturralde no pudo hacerse sin algún desorden; los del centro hiciéronla con admirable serenidad. Al anochecer todo el ejército carlista iba en busca del puente de Arquijas. El General mismo corrió peligro de que le cogieran prisionero, por habérsele caído el caballo cerca de Acedo. Los minutos que tardó en reponerse, auxiliado por los suyos con toda diligencia, decidieron de la suerte del Cuartel General. Un minuto más, y todo se habría perdido. Favorecidas de la noche, las tropas de Carlos V pasaron el Ega, por junto a la ermita de Nuestra Señora de Arquijas, y acamparon en las inmediaciones de Zúñiga, en campo raso. El ejército cristino durmió en las posiciones de Mendaza y Asarta: dormir hoy donde durmió anoche el enemigo es la victoria. Si los facciosos hubieran hecho su cama en Los Arcos y en Viana, es fácil que a los ocho días D. Carlos hubiera puesto sus almohadas en el Palacio de Madrid. Pero aquel Dios, que muchos suponían tan calurosamente afecto a uno de los bandos, dispuso las cosas de distinta manera, y pasó lo que según unos no debió pasar, y según otros sí. Estas sorpresas,   —139→   que nada tienen de sobrenaturales, obra de la divina imparcialidad, son tan comunes, que con ellas casi exclusivamente se forma ese tejido de variados hechos que llamamos Historia, expresando con esta voz la que escriben los hombres, pues la que deben tener escrita los ángeles no la conocemos ni por el forro.

Ya cerrada la noche, los valientes cristinos, acampados en las posiciones realistas, formaban pabellones, encendían hogueras, preparaban su cena frugal. En los caseríos de Mendaza y Asarta se alojaban los jefes y alguna tropa, y se habían instalado los hospitales de sangre para auxiliar a los quinientos heridos de aquel sangriento día. La cifra de muertos de uno y otro bando no se conocía bien a prima noche. Al pie del cerro de Mendaza había como sesenta, y en el llano de Asarta muchos más, yacentes en una faja de terreno de reducida anchura, que revelaba la firmeza del choque entre las dos fuerzas. Las diez serían cuando avanzaba por el camino de Arquijas, en dirección contraria al puente, un General con su escolta: sin duda venía de practicar un reconocimiento del campo de batalla y de las nuevas posiciones que en su retirada había tomado Zumalacárregui. Al pasar por entre los grupos de soldados que vivaqueaban satisfechos y gozosos, con ese estoicismo festivo que es la virtud culminante de la infantería española, el resplandor de las hogueras iluminó su busto. Era un viejo fornido,   —140→   de rostro totalmente afeitado, el cabello corto, el perfil a la romana, con cierta dureza hermosa, a estilo napoleónico. Los soldados, al verle venir, abandonaron sus cacerolas, donde guisaban habas con un poco de tocino, y prorrumpieron en exclamaciones de cariño ardiente: «¡Viva el General Oraa!... ¡Viva nuestro padre, y mueran ellos!...». Y más lejos gritaban: «¡A ellos ahora mismo!... a quitarles las camas... ¡Viva Oraa, viva Córdoba, viva la Reina!»

Dirigiose el General al alojamiento de Córdoba, en Mendaza, y allí estuvieron, hasta muy avanzada la noche, en largas conferencias y estudio de la marcha que debían seguir con sus diecisiete batallones. ¿Forzarían el paso de Arquijas? ¿Operarían parabólicamente, pasando el Ega, cuatro leguas más arriba, para buscarle camorra al enemigo en el valle de Campezu? Cualquiera sabe lo que discutieron y determinaron. Es probable que adoptado un plan aquella noche, lo modificaran al día siguiente, en vista de las noticias que por buenos espías tuvieron de los movimientos del enemigo, y de la inducción más o menos acertada que con ellas hicieran de las sagaces intenciones de Zumalacárregui.

Avanzada la noche, se acallaron los ruidos del campamento. Muchos soldados dormían; otros hablaban sosegadamente, aventurando juicios y cálculos para el día próximo. Veíanse bultos que exploraban el campo, reconociendo muertos con auxilio de   —141→   farolillos, pues la noche era tenebrosa, y el celaje espesísimo no dejaba ver la luna creciente. El estrago de un encarnizado combate, como el del 12 de Diciembre en Mendaza, no lo revela el día, sino la oscura, la callada noche, cuando examina recelosa el campo de batalla y los tristes despojos esparcidos en él; cuando se pregunta a los muertos su número, quizás sus nombres; cuando se busca entre los rostros lívidos alguno que entre los vivos no parece. Tras de los ejércitos van personas que hacen esta triste investigación mejor que los mismos de tropa; gentes que aman al soldado, que le sirven, le ayudan, le auxilian, que rara vez estorban a la disciplina militar, y a menudo fortifican la llamada satisfacción interna.

Más abundaban estas cuadrillas abyecticias en el ejército cristino que en el de Don Carlos, y en ocasiones llegaron a ser en tanto número, que los Generales hubieron de limitar el parasitismo, expulsando vagos, mercachifles y mujeres. A los grupos que aquella noche andaban a la busca y reconocimiento de muertos, agregáronse soldados que anhelaban encontrar al compañero, al paisano, al amigo. Iban de acá para allá, alumbrando el suelo con la luz de las mustias linternas, y al encontrar un muerto le nombraban. «¡Ah, Fulano, pobrecico!...». A otros nadie les conocía: llamaban con fuertes voces a soldados distantes. «Tú, ven, a ver si sabes quién es éste... Juraría que   —142→   es Juanico, cabo del sexto... ¿Y aquél no es Samaniego, el guipuzcoano jugador de pelota?... ¡Miá, miá, qué cuerpo tan grande! Digo que no va a haber tierra donde meterlo... Ved aquí al pobre Chomín con pierna y media nada más, y la cabeza rota... El que no comparece es Gurumendi, más bravo que el Cid, y más feo que el hambre. ¡Ay!, aquí está el chico ese de Cirauqui... Blasillo. Su madre quedaba esta tarde en Piedramillera rezando porque no le tocaran las balas. Tiene atravesado el pecho. Maldito si saben las balas adónde van... ¡Qué dolor!... Y gracias que hoy no se han reído esos pillos, y en retirada fueron... Pero veras tú la que traman ahora... Lo que yo digo es que con este D. Córdoba no juegan... Denles mañana otra batida como ésta, y veremos adónde va a parar la taifa legítima... ¿Y por qué no viene el asoluto a ponerse aquí, en los sitios donde pegan? ¡Ah!, mientras sus soldados echaban aquí el alma, él tan tranquilo en Artaza, sentadito al amor de los tizones... Ellos, ellos, el D. Isidro ese, y la Isidra de allá, doña Cristina, debieran ser los primeros en meterse en el fuego... pues de no, no veo la equidad. ¡Ay, españoles, que es lo mismo que decir bobos!...».

-Cállate, Saloma -murmuró, reprobando este concepto un granadero esbeltísimo, portador de la linterna-, que no es ésta ocasión de bromas.

-No me callo -replicó la baturra cuadrándose-, que lo que digo es la verdad de Dios.

  —143→  

-Decir españoles -manifestó un vejete riojano que llevaba en un borrico su bien surtida provisión de bebida, con lo cual ganaba mucho dinero-, es lo mesmo que decir héroes. ¿Pues qué eran sino españoles netos Hernán Cortés, Colón y la Agustina de Zaragoza?... ¿Qué me contáis a mí, que estuve en la de Arapiles y en la de Vitoria? Aquí, donde me veis, un día le cosí una bota al propio lor Vellinton... Me la trajo su asistente. Un servidor de ustedes era el primer zapatero de todo el ejército aliado... Y con gran primor le cosí la bota, y él se la puso, y con ella ganó la batalla; quiero decir, que le dio la puntera a Marmont... Conque yo sé más que vosotros... y digo que españoles y héroes es lo mesmo.

-¿Qué sabes tú, borracho? -le contestó la baturra-. Lo que yo digo es que en Borja conocí dos chicarrones que eran más simples que el caldo de borrajas. Les metías el dedo en la boca, y no te mordían... en fin, bobos como los corderos de la Virgen... Vinieron al ejército cristino; el General Lorenzo les mandó a llevar un parte a la guarnición de Los Arcos. Los pobrecicos lo llevaron, y al volver por Logroño encontraron la partida de Lucus, cien hombres. Lucus les dijo: «¿De dónde venéis vos?» Y ellos responden: «Del jinojo...». «Mirad que os afusilamos si no decís la verdad...». «Semos de Borja y decimos lo que nos da la gana». Murieron, ¡angelicos!, gritando: «Venimos del jinojo, y al jinojo nos vamos».

  —144→  

-Eso es decencia. Murieron antes que vender el secreto del General. ¿Y dices que eran simples?

-Como borregos.

-Di que mártires, como los de Dios vivo.

-Pues eso.

-Los santos, ¿qué son?

-Eso... son de Borja... personas decentes.

-¿Qué es un baturro?

-Un simple que no quiere vida sin honor.

-Pues eso digo.

-Eso... jinojo... y ahora danos una copita de aguardiente».




ArribaAbajo- XVI -

Al entrar en Zúñiga, donde Zumalacárregui rehízo a su gente, dándole descanso y municiones, Fago fue hecho sargento, sin pasar por la jerarquía de cabo. Así se lo notificó el coronel, elogiándole por su valerosa conducta. Todo el día 13 se ocuparon en preparar un nuevo combate, presumiendo ser atacados por Arquijas. Cortaron algunos árboles de la orilla izquierda, y destruyeron luego el puente de madera. Los heridos fueron llevados a Orbiso, donde estaba el Cuartel Real, que por disposición de Zumalacárregui debía replegarse, para mayor seguridad,   —145→   a San Vicente de Arana, desde donde podría pasar fácilmente, franqueando los Altos de Encía, a tierra de Álava. Tres batallones fueron situados en las alturas que dominan a Zúñiga, plantadas de olivos, y las restantes fuerzas las escalonó en las posiciones convenientes, esperando el ataque de Córdoba. No tardó Fago en hacer estudio del terreno, y conceptuó seguro que los cristinos habrían de atacar por un flanco o por otro, o por los dos a la vez.

Sin duda una división pasaría el Ega por Acedo, a fin de embestir por el valle de Lana. Otro cuerpo de ejército podría presentarse por el valle de Santa Cruz. Quizás las dos operaciones se verificarían simultáneamente, en cuyo caso Córdoba y Oraa tenían que dividir su ejército en tres partes. Pensó el novel sargento que el General, obligado a la adivinación de estos movimientos, sabría ya a qué atenerse. «Y si el General no lo adivina, lo adivinaré yo -se dijo, olfateando el aire como un sabueso que rastrea la caza-. Vendrán por un lado y por otro. Como no se prevenga D. Tomás para este triple ataque, estamos perdidos». El 14 por la tarde, hallándose con su batallón en un olivar próximo a Zúñiga, vio venir al General con su escolta, inspeccionando las posiciones y enterándose de que sus órdenes estaban bien cumplidas. El coronel del 5.º le salió al encuentro, y hablaron un rato, denotando en su actitud perfecta satisfacción del estado de las cosas. Zumalacárregui, que todo lo veía,   —146→   vio también a Fago, cuando éste le hizo el saludo militar; paró su caballo diciendo: «Ya sé, ya sé que tenemos un soldado más, excelente, bueno entre los buenos. Adelante, Sr. Fago, y no desmayar». Y siguió su camino.

El capellán sargento se quedó meditando: en la mirada del General hubo de reconocer sus propias ideas, por virtud de una transfusión milagrosa, y se dijo: «Todo lo que yo pienso, lo piensa él; pero lo piensa después que yo... Está convencido de que nos atacarán por el frente y por las dos alas, y ha tomado sus medidas para esterilizar la combinación. El escalonar los batallones a lo largo de este camino demuestra una gran pericia; las posiciones son acertadísimas para acudir a una parte u otra con presteza y seguridad. Todo va bien, como a mí se me ocurre, como debe ser, como es, porque o se tiene lógica o no se tiene. Yo la tengo, y acierto siempre... Y como acierto siempre, Sr. D. Tomás de mi alma (decía esto viéndole perderse con su escolta tras un grupo de olivos), debo manifestar a vuecencia que yo no me asusto de que pasen el Ega por la ermita de Nuestra Señora de Arquijas: al contrario, que vengan, que vengan pronto a esta orilla, donde hemos tomado posiciones inexpugnables. Y si mi jefe no lo permite, añadiré que yo no habría mandado cortar el puente. El río es fácil de vadear por esa parte. El puente habría sido para ellos una facilidad; la facilidad trae la   —147→   confianza, y la confianza es la perdición cuando se está en una puerta que conduce a un calabozo. Trampa será para ellos este cerco de montañas. Mientras más pronto entren, más pronto conocerán que no pueden salir.

»Y ahora, se me ocurre meterme en el pensamiento del Sr. de Córdoba. Si yo mandara las fuerzas cristinas, renunciaría al paso del Ega por Arquijas. Yo no combato nunca donde le conviene al enemigo, sino donde me conviene a mí. Pero el espíritu de imitación tiene tal fuerza, que el hombre de guerra no puede sustraerse a la atracción que ejercen sobre él los actos de su contrario. ¿Vas tú por allí? Pues yo detrás. Donde tú estás ahora, estaré yo mañana, y he de ir por el camino que tú recorriste... Pues no, señor... Iré por donde menos pienses tú que debo ir. Yo Córdoba, después de amagar por Arquijas, llevaría durante la noche todo mi ejército a Campezu, y desconcertaría el plan de Zumalacárregui, es decir, el mío, porque yo lo he pensado, y él conmigo... Pero para este caso hay también previsiones, y yo vencería, obteniendo con mi victoria todos los cañones de batalla que trae Córdoba; y reforzado mi ejército y cubierto de gloria, franquearía sin pérdida de tiempo la Sonsierra, caería sobre la Guardia, y luego sobre Haro y Miranda de Ebro. Pasado el Ebro, se salva Pancorbo, y ya estamos en Burgos...

-Mi primero -le dijo el furriel despertándole   —148→   bruscamente de su espléndido sueño militar-, para el rancho de hoy me han dado una cosa que llaman patatas. Mire, mire: son como piedras. ¿Esto se come?

-¡Qué bruto! Es una comida excelente. ¿De dónde eres tú?

-Mi primero, yo soy de Sansoaín, orilla de Lumbier. En mi pueblo no comen esto las personas, sino las monjas por penitencia, según dicen, y los marranos, con perdón.

-Pues en el mío y en todos se cultivan las patatas y se comen, y saben tan ricas. Se introdujo en España este comestible cuando la guerra del francés. Muchos no querían comerlo por ser fruto traído de Francia; pero ya vamos entrando con él, que para el buen comer no hay fronteras.

-Mi primero, oí que comiendo estas pelotas sacadas de la tierra, se pierde la buena sangre, y nos volvemos todos gabachos o ingleses de la parte de mar afuera, diendo para La Habana. Yo no entiendo; pero le diré que las probé y me supieron al jabón que traen de Tafalla y Artajona. Si es para limpiar tripas, bueno va. Pero no me digan que esto cría sangre.

-Échales vino encima y verás.

-Con el vino solo me apaño, y estas pelotas que las coman los guiris, para que revienten de una vez.

-Ponlas y calla, y el que no las quiera que las deje. Si no tenemos bastante vino, yo lo compro de mi bolsillo: ya sabes que no me falta un duro para obsequiar a la sección.   —149→   Pídele cuatro o seis Pintas al Riquitrún, y tenlas aquí antes de que toquen a rancho.

-Mi primero, por si no lo sabe, pongo en su conocimiento que el Riquitrún es muy malo, y siempre nos lo da con agua. Ese tunante ha sido sacristán, y esto basta para que no venda vino de ley. De usted se reía esta mañana, diciendo que en Oñate le ayudó la misa y que se equivocó usted tres veces, trabucando los latines, poniendo el cáliz donde no debía ponerlo, y haciendo muchas morisquetas.

-Miente el bellaco -replicó el capellán, pálido de ira-. Yo no me equivoco en la misa ni en nada. Y si vuelven a decirme tal injuria, el sacristán y tú sabréis quién es José Fago».

Al día siguiente, 15, atacaron los cristinos por Arquijas. Vadearon el río; se batían en las dos orillas bravamente, con mucha menos tropa de la que presentaron en Mendaza el día 12. No había duda de que aparecerían por Santa Cruz o por el valle de Lana. A las dos de la tarde se despejó la incógnita: Oraa se apoderaba de la Peña de la Gallina, y contra él fueron cinco batallones mandados por Villarreal e Iturralde. Zumalacárregui estaba en el camino que va de Zúñiga a Orbiso, en lugar culminante, y como adivinaba un tercer ataque por su derecha, tenía dispuestos cuatro batallones. Sereno y previsor, con su ejército y el del enemigo metidos dentro de la cabeza, viendo   —150→   y sintiendo la totalidad del terreno con sus varios accidentes y distancias, aguardaba el desarrollo de la acción con la tranquilidad del maestro que domina su oficio. Todo en aquel día feliz marchaba como el programa de una función histriónica, y los distintos papeles eran desempeñados con puntual exactitud, no sólo por parte de los suyos, sino de los contrarios. El enemigo hacía lo previsto, lo calculado, sin ninguna iniciativa nueva, sin ninguna sorpresa o improvisación que desconcertara el plan general. Éste, por su sencillez lógica, parecía la página más elemental de un tratado de estrategia.

Los cinco batallones de la izquierda realista, el 5.º entre ellos, atacaron la división de Oraa, sin darle tiempo a descansar de su fatigosa marcha. Iguales eran las fuerzas por una y otra parte; en bravura fuera difícil hallar diferencia. La que resultó a la caída de la tarde tuvo por causa la ocupación de mejores posiciones por los facciosos, y el desaliento de los cristinos al enterarse de que las tropas que rodearon el Ega por Arquijas volvían a pasar a la orilla derecha y se retiraban hacia el caserío de Acedo. Replegose Oraa a su primera posición de la Peña de la Gallina; los carlistas, sintiéndose con indudable ventaja, le acosaron; Iturralde quiso reponer su fama de la pérdida lamentable del día 12, y como hallara en los cristinos pasividad heroica y resistencia formidable, apretó los resortes de su máquina; puso   —151→   en el último grado de tensión el vigor navarro, y, perdiendo gente, arrebató muchas vidas al enemigo. Toda la tarde combatió Fago con impávida constancia, comunicando su valor sereno a los hombres que estaban a sus órdenes, haciéndoles audaces y temerarios, al mismo tiempo que prudentes y astutos. Ya se venía la noche encima, cuando medio batallón de los de Oraa, revolviéndose desesperado, como el león herido, acometió con zarpazo furibundo al 5.º de Navarra, que fieramente le hostigaba. Trabose lucha a la bayoneta; corrió la sangre; cayó un frente de carlistas de más de veinte hombres, como la mies rápidamente segada por la hoz.

Pero aún había navarros en gran número para vengar a sus compañeros, y multitud de cristinos cayeron acuchillados sin piedad. Fago iba delante, pues había llegado el momento del ardor fogoso, de la embestida frenética con uñas y dientes. En el ardor de la refriega, y en una de esas pausas de segundos que median entre los golpes, vio entre los enemigos que avanzaban una figura extraordinariamente terrible, un hombre de cabellos blancos, corpulento... Desde lejos le miraba, y parecía dirigirle la afilada punta de la bayoneta al pecho o al estómago... El capellán se vio acometido de un miedo súbito: su consternación le privó como por ensalmo de toda su energía militar, arrancándole su conciencia de soldado. Aquel hombre, más bien irritada fiera que contra él venía, era Ulibarri, el propio D. Adrián Ulibarri;   —152→   no podía dudarlo: le vio como a diez varas; sus facciones no mentían, no podían mentir, ni había confusión posible con otra persona... En mucho menos tiempo del que se emplea en referirlo, el fantasma, o lo que fuera, estuvo a dos pasos... Fago reconoció la voz, la mirada: era él... Su terror fue inmenso... se dejaba matar. Pero cuando sólo un palmo distaba de su vientre la bayoneta del furibundo cristino, dispararon contra éste los navarros dos o tres tiros que le hirieron gravemente. Cayó Ulibarri, y se volvió a levantar. Fago vio en sus ojos moribundos el odio y la ferocidad: una mano de tigre le agarró convulsiva el cuello; una voz le lanzó el mayor insulto que boca humana puede proferir... Recobró el capellán súbitamente su personalidad corajuda; dio un paso atrás, requiriendo su fusil armado de bayoneta, y se hartó de clavarla en el cuerpo de su enemigo.




ArribaAbajo- XVII -

Hecho esto, salió corriendo por encima del cadáver, impulsado de un instinto de fuga. Corrió hacia las líneas enemigas; no iba solo. Sus compañeros le agarraron; viose envuelto por los suyos, que retrocedían... Sin conciencia, de sus actos, anduvo después   —153→   largo trecho por entre los combatientes, pisando muertos y heridos, oyendo voces que ignoraba si eran de carlistas o de liberales, y, por último, fue a caer sin conocimiento al pie de un olivo. Nunca supo lo que duró su espasmo; al recobrarse de él, viose en completa obscuridad, pues la noche había cerrado ya. Las voces de sus compañeros sonaban cerca; distinguió algunas que le eran familiares. Dirigiose allá casi a tientas, porque apenas veía. «¿Es noche oscura -pensaba- o estoy yo ciego?» Miró al cielo, y vio algunas estrellas; luego empezó a distinguir los accidentes del terreno, y movibles bultos, pelotones de hombres que se alejaban.

Ya se consideraba próximo al sitio donde creía encontrar a los de su batallón, cuando se hizo cargo de que no tenía fusil. Trató de volver al pie del olivo donde había caído como desmayado, mas no acertó a encontrarlo. Los árboles salían a su encuentro, como diciéndole: «Yo soy, yo soy el olivo». Pero luego resultaba que no eran. Determinose a seguir sin fusil, y tampoco pudo reconocer la dirección que antes había tomado. Ni las voces se oían ya, ni los bultos informes se veían tampoco. Aquí y allá tropezaba con muertos. ¿Eran cristinos o carlistas? Por las boinas o morriones los determinaba fácilmente. Miró al cielo, buscando la Osa Mayor para orientarse; pero ya no se veían las estrellas, y la tierra se iba envolviendo en una niebla blanquecina, cuyos vellones   —154→   espesos venían de un punto que el aturdido capellán no pudo discernir si era el Norte o el Sur. Al fin, plantándose y llamando a sí toda su inteligencia, ansioso de encontrar una idea meteorológica, pudo hacer este razonamiento: «De allí viene la niebla, pues por allí está el río».

Anduvo presuroso en la dirección que estimaba contraria al curso del Ega. La niebla parecía perseguirle, y cuanto más andaba, más envuelto se veía en las masas lechosas. Ningún ruido turbaba la lúgubre quietud del ambiente. Los olivos iban a su encuentro; algunos troncos le cortaban el paso con brutal choque, sacudiéndole formidable testarazo; otros huían deslizándose por su flanco, y le azotaban el rostro con sus ramas mojadas. La tierra le abría zanjas en que se hundía, o le presentaba parapetos para hacerle caer de rodillas. Tropezó en un tronco, y al poner las manos en tierra tocó ropas, cabellos... Era un cadáver. «¿Será éste? -pensó el infeliz capellán poseído nuevamente de glacial terror-. ¿Habré venido a parar junto al cuerpo de Ulibarri, a quien ensarté no sé cuántas veces con mi bayoneta?» Reconocido el muerto, vio que tenía barbas y casco. No era el alcalde de Villafranca... Más allá encontró un caballo; después otros muertos, y un fusil, que tomó. Era un arma cristina.

Siguió adelante, sin saber ya por dónde iba, pues lo desigual del terreno obligábale a variar de dirección a cada instante. «Paréceme   —155→   -se dijo echándose fatigado en el suelo-, que me encuentro en el campo de batalla de hoy, en el paraje donde rechazamos el ataque de los cristinos, a arma blanca, donde vi a Ulibarri vivo... No, no: esto no puede ser, porque sería un milagro... ¡Milagro! ¿Y quién me asegura que Dios no haya querido sacar de la tierra al buen Don Adrián, y darle realidad o apariencias de vida para confundir con una imagen terrorífica mi estúpida arrogancia militar, para despertar mi conciencia de sacerdote, y enseñarme que las manos que cogen la Hostia no deben derramar sangre humana? ¿Será esto? Ejemplos hay de apariciones sobrenaturales dispuestas por Dios para expresar a un alma extraviada la divina voluntad. Si Dios puede hacer que tomen forma corpórea los fenecidos para revelar la justicia y la verdad a los vivientes, ¿por qué no admitir, desde luego, el milagro de la presencia de aquel buen hombre en el campo de batalla? No hay que decirme que pudo ser el que maté persona que al muerto de Falces se pareciese. No era semejanza, era identidad: el que vi, el que maté, era el alcalde de Villafranca. Aún le estoy viendo; aún veo la blancura de sus cabellos, el ardor de su rostro; veo sus ojos iracundos que me traspasaban, que me daban más miedo que todas las bayonetas cristinas... Era él, era él. No es aquella imagen obra de mis sentidos, que la tomaron de la conciencia alborotada: era efectiva, real, y esta realidad sólo Dios pudo   —156→   disponerla. Creo en los milagros; creo que he visto al padre de Saloma, que le he matado, que por aquí debe de estar su cadáver».

Dio algunos pasos; anduvo un buen trecho a gatas, abandonando el fusil que poco antes cogiera, y luego se echó de nuevo en tierra, asaltado de ideas turbulentas que contradecían las ideas anteriores. «¿Y quién mi dice que fuera real la muerte de Don Adrián en Falces? ¿Quién me asegura que lo que vi en aquella tristísima noche y en aquella alborada sangrienta no fue el milagro verdadero? Bien pudo ser que mi conciencia y mis sentidos forjaran, por disposición del Cielo, el suplicio del hombre que ofendí; bien pudo ser que Dios me pusiera ante los ojos mi ignominia en aquella forma. Si, en efecto, Ulibarri no pereció en Falces, nada tiene de absurdo que se me presentara en las filas cristinas, sin necesidad de milagro... ¡Ay!, en todo caso mi conciencia se alborota, estalla, ahogándome toda el alma. Milagroso o no, el hombre que vi y que maté en un momento de furor instintivo, me reveló con su presencia estoy nuevamente encenagado en el mal, que escarnezco la sagrada Orden, cogiendo en mis manos un arma y matando sin piedad cristianos con ella... ¡Si al menos fuesen moros!... Pero tampoco... ni moros ni nada... Que los maten los militares, si necesario es para el cumplimiento de la ley de Dios y el triunfo del Evangelio... ¡Pero yo, yo matar!... Reventé a Ulibarri o a su imagen, por la ley física que nos mueve a   —157→   defendernos cuando nos atacan... Es uno hombre sin poderlo remediar. Un santo haría lo mismo... Estalla el coraje cuando menos se piensa... y al recobrarnos de la horrible locura, ni aun sabemos a ciencia cierta lo que hemos hecho. Llega un momento en que al hombre civilizado se le cae la ropa, y aparece el salvaje. Luego nos da vergüenza de vernos desnudos, y volvemos a encapillarnos la levita, la sotana, o lo que sea...».

Corrió luego desaforadamente, gritando como un loco: «Estoy en pecado mortal... Piedad, Señor, piedad... En mí llevo el infierno, la guerra; mis planes estratégicos son los caminos de Satanás... mi régimen de movilización de tropas, idas y venidas de demonios... ¡Piedad, Señor, piedad!...».

Oyó cantar un gallo, por donde vino a conocer que eran las dos de la mañana, hora en que habitualmente deja oír su voz el reloj de la noche. Aventurose en la dirección del canto, creyendo encontrar un caserío; pero la niebla era ya tan densa, que no sabía por dónde iba. Oyendo después que el gallo cantaba a su espalda, volvió hacia atrás, cada vez más perdido en el seno de aquella opacidad algodonácea que envolvía la naturaleza como un sudario. Había dejado de tropezar con olivos, y de pronto se presentó un escuadrón de ellos, plantados con orden y estorbándole el paso... Vino luego un parral, cuyas cepas a cada instante se le enredaban en los pies. Eran garras que le cogían, y horquillas que le enganchaban. El hombre volvió   —158→   a arrojarse en tierra, exánime, más afligido aún de la negra desesperación que del cansancio. Lágrimas brotaron de sus ojos. No podía consolarse de haber dado muerte al que en rigor de justicia debió ser, antes, y después, y siempre, su matador... No con lloros y suspiros, ni con la pena ardiente, ni con el razonar febril, podía desahogar su alma, ni aliviarla de aquella colosal pesadumbre. Pasó algún tiempo en tan triste situación, y al fin amaneció: triste claridad se manifestaba al través de aquel pesado velo, más denso al avanzar el día, más lúgubre blanqueado por la luz. A veinte pasos no se distinguían los objetos: árboles y peñas desaparecían como tras una cortina. Los ojos llevaban consigo aquella ceguera de las cosas; el circuito blanco se movía con el espectador.

No hacía media hora que era día, cuando sintió el capellán voces humanas. ¿Por qué parte? No podía precisarlo. Tan pronto sonaban aquellos ruidos por su derecha como por su izquierda. O había gente por todas partes, o la niebla jugaba con el sonido, echándolo de un lado para otro. Eran ecos extraños de voces roncas de mujeres, como disputando con voces más ásperas aún de hombres. Por un momento creyó escuchar la dureza del vascuence. Pero no: era castellano, tirando un poco a baturro. Creyendo reconocer voces de compañeros de la facción, anduvo en seguimiento del ruido; se equivocó de rumbo: llamó; le contestaron, y, por fin, encontrose   —159→   junto a un grupo de personas diversas, sentadas en el suelo. Habían encendido una hoguera para guisar algún comistrajo y calentarse. Algunos dormían: el aspecto de todos era de extraordinario aburrimiento y fatiga. No bien apareció junto a ellos el clérigo aragonés, saliendo como espectro de los blancos vellones de la niebla, fue reconocido por una mujer del grupo, que asustada dijo: «No es nadie. Creímos que venían carlistas. Es el clérigo de Villafranca vestido de paisano, y sin armas... ¿Qué le pasa, Padrico? ¿Está su merced en servicio militar, o sigue de capellán?... ¿Vienen más facciosos con usted? Nosotros somos gente de paz.

-Y vendemos aguardiente, -dijo un vejete, señalando el borrico atado al árbol más próximo.

-Con esta condenada niebla nos hemos perdido -agregó otra mujerona que atizaba la lumbre-, y aguardamos a que abra para seguir a nuestro ejército.

-Según eso -dijo Fago, echándose en el suelo, gozoso del calor y de la compañía-, estoy en el campo cristino.

-¿Viene usted del campo faccioso?

-Sí: ayer tarde me separé de mis compañeros del 5.º de Navarra, y no he podido reunirme con ellos. Cegado por la niebla, he andado a ratos toda la noche, y en este momento ignoro dónde estoy.

-A poca distancia de Santa Cruz de Campezu... Mucho tiene que andar para juntarse con los suyos, que deben de estar en Zúñiga...   —160→   Tómelo con calma; y para recobrarse del cansancio, eche un trago de vino, y luego probará de estas pobres sopas. Aquí somos todos de paz, y estamos a ganar un pedazo de pan, con remuchísimo patriotismo... Yo he servido en Fusileros de San Fernando, con D. Carlos España... Derrotamos al Francés en Arapiles... ¿Sabe usted lo que fue Arapiles?

-¿Pues no he de saberlo?... Batalla ganada por lord Wellington junto a Salamanca... Y a propósito: no sé aún el resultado de la acción de ayer entre Arquijas y Zúñiga.

-Por el cuento, parece que la hemos perdido.

-Quita allá -dijo Saloma-. ¿Tú qué entiendes? El retirarse Córdoba es engaño, para cogerlos luego por allá... qué sé yo. Nosotros nada sabemos. Córdoba sabe más que el Tío Zamarra, y por un lado o por otro le tiene que coger... y como le coja, se acabaron los asolutos... ¿Qué les quedará si pierden ese General? Pondrán al frente de las tropas a un clérigo de misa y trabuco... o el mismico D. Isidro tomará las riendas, como quien dice, el rosario».