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De la historia y otras barbaries: «La Araucana» de Alonso de Ercilla y Zúñiga en el imaginario nacional de Chile1

Lucía Guerra Cunningham





«Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie».


Walter Benjamin.                




Tras el brillo de un lenguaje épico, en los versos de La Araucana fluyen turbias tensiones de carácter contradictorio. El antagonismo entre el discurso de la conquista que la postula como loable hazaña en contraposición a su realidad objetiva (Cueva), la transformación de la figura heroica del conquistador en encomendero codicioso (Concha) y la percepción crítica de la conquista española junto con la participación de Ercilla en la praxis de esa conquista que él repudia (Pastor) son algunas de las tensiones que resultan del tejido de una escritura que se inscribe en el entrecruce de un Yo y su devenir histórico.

En La Araucana, se da un sujeto imperial escindido entre las postulaciones idealistas del discurso de la conquista y una experiencia personal que lo induce a asumir una posición humanista y cristiana ante los efectos devastadores de la invasión española. Como señala Beatriz Pastor, es este contexto de las experiencias vividas, de la constatación de que las grandezas de la conquista han sido un mero espejismo, el que transforma el canto al inicio del texto en un llanto al final que alude a lo personal (vejez, muerte de su hijo, pobreza) enviando señales hacia esa situación histórica que le tocó vivir.

Canto y llanto no poseen las connotaciones de la epopeya clásica puesto que, en un contexto histórico radicalmente diferente, ya no es posible concebir el triunfo del Bien sobre el Mal en una restauración del equilibrio y la armonía. La Modernidad, entre cuyos proyectos se incluye la conquista de América, ha dado origen a una problematicidad que propicia la muerte definitiva de la épica y el umbral de la forma novela, como texto que modeliza la inadecuación entre un conjunto de valores y el entorno histórico y social de la degradación de esos valores (Lukács). Desfase que engendra una ruta de lo equívoco empañando la nitidez y univocidad del espacio épico configurado a partir de un héroe portador de valores ya dados. Los signos de la épica agrupados en claras distinciones de corte binarista adquieren, en la novela, una densidad que inquiere y problematiza, que hace oscilar los signos transformando la clausura épica en el espacio abierto de la ambigüedad.

El espesor de los signos en La Araucana responde en parte al hecho de ser un texto no-disyuntivo que cuestiona la disyunción oficial entre bárbaros y civilizados, entre conquistados y conquistadores. Es más, contradiciendo el mito del conquistador, invierte los términos clásicos de lo heroico civil/civilizador y lo anti-heroico anclado en la barbarie. El cuestionamiento de este binomio como sólido fundamento de los proyectos colonizadores se entrelaza, además, a una perspectiva cristiana que condena la crueldad y la codicia del conquistador bajo el lema de conseguir almas para Dios y vasallos para el Rey.

Sin embargo, son varias las trabas que encuentra Ercilla al modelizar literariamente su disidencia en un entorno cortesano que lo restringe con censuras y autocensuras, que lo pone en peligro de perder el favor del rey y lo fuerza a adoptar el género literario favorecido por sus lectores. Dentro de una forma épica que no corresponde a la problematicidad de lo contado desde su propia perspectiva ideológica, Ercilla acude a las estrategias escritúrales de lo oblicuo y lo tangencial, a la inserción de intersticios y la elaboración de signos que abandonan la univocidad e inmovilidad épica.

Ercilla escribe en una época en la cual el gusto y las expectativas del público lector aún se inclinan por el género épico y lo literario resulta ser un modo de salvaguardar la política expansionista de España. Como indica Rolena Adorno, en contraste con el importe subversivo atribuido a los estudios etnográficos basados en la observación directa de las culturas indígenas, el filtro del formato épico en los poemas heroicos acerca de América disolvía en la ficción los horrores y la degradación de la conquista imperial.

Desde una perspectiva contemporánea, la utilización de lo épico en La Araucana resulta ser una apropiación escritural que satisface tanto a la ideología hegemónica como a los lectores de la época. Apropiación que corresponde a un proceso de doblaje (Bhabha), de esa imitación performativa y nunca fidedigna que permite insertar fisuras en el discurso de la conquista y en el formato épico, ahora elaborado como un tejido en el cual a la unidad, se agrega la diversidad y la dispersión, la mezcla de géneros y estilos, y la contradicción y ruptura de las normas convencionales (Goic, 107-135). Apropiación y doblaje de lo épico que le permite a Ercilla ocultar y expresar, al mismo tiempo, su posición disidente.

Dentro de la dinámica de las apropiaciones, no llama la atención el hecho de que Ercilla acuda a lo épico para justificar la inclusión protagónica de los indígenas, ocultando así el intento no sólo de borrar las marcas de la alteridad entre el sujeto conquistador y el otro conquistado sino también de aludir tangencialmente a las virtudes heroicas que los españoles deberían poseer. Tanto en el prólogo a la Primera Parte (1569) como en el prólogo a la Tercera Parte (1589), Ercilla señala las virtudes épicas de los araucanos como un modo de legitimar el protagonismo de mi pueblo bárbaro que, como tal, sólo merecería, dentro del género épico convencional, la función de aquella fuerza oponente que el héroe debe derrotar. Virtudes épicas que, sin embargo, no modifican su barbarie a nivel de su religión pagana («Gente es sin Dios ni ley, aunque respeta / aquel que fue del cielo derribado». I, p. 138), ni sus costumbres («causó que una maldad se introdujo / en el distrito y término araucano /y fue que carne humana se comiese», I, pp. 293-294, en alusión a hambruna que ocurrió en Chile en 1554). De este modo, Ercilla da a los españoles un enemigo a la altura de su valentía y mantiene, en el plano explícito del texto, la oposición colonialista entre bárbaros y cristianos.

En estas dos explicaciones dirigidas a los lectores, al censor de libros y al monarca mismo, la justificación épica funciona como un argumento poderoso. Es la bravura de este pueblo indígena, no sus creencias y costumbres correspondientes a lo etnológico, la que nutre la escritura en un entorno social y cultural donde lo épico aún produce asombro y regocijo. En otras palabras, son las virtudes épicas de la valentía, la entereza y la constancia las que justifican la inclusión de los araucanos aunque sean bárbaros. Justificación que pareciera permitir una de las contradicciones del texto en el nivel argumental de la promesa épica. No obstante Ercilla inicia su epopeya declarando el propósito de «historiar el valor, los hechos, las proezas / de aquellos españoles esforzados / que a la cerviz de Arauco no domada / pusieron duro yugo por la espada» (I, p. 127). Son las hazañas y el heroísmo del pueblo no domado las que adquieren mayor relieve.

En ambos prólogos, lo épico se perfila como una estrategia de carácter político y escritural dirigido al ámbito público. Será en el texto mismo (en esa creación artística donde se conjuga la experiencia vivida y la ideología propia) donde la posición de Ercilla pondrá en jaque las virtudes épicas atribuidas a los conquistadores. Como si hubieran perdido todo horizonte de lo divino, los españoles luchan guiados por la codicia («y el bárbaro poder disminuyendo / nos aumentaba el ánimo y la codicia, / dándonos a entender que había flaqueza / y abundancia de bienes y riqueza», II, p. 36). En este sentido, Ercilla está denunciando la prioridad que se le está dando al patrimonio en la tríada del discurso oficial (Dios, Rey, patrimonio) que exhortaba a conquistar almas y vasallos como las metas que se harían posibles a través de la conquista de territorios y la posesión de los indios. Si bien estos tres términos no eran inseparables, se suponía que el patrimonio, como posesión de bienes individuales, correspondía a un terreno inferior a lo divino y lo imperial.

Surge así la percepción de las batallas de la conquista como la anulación de aquella aureola santa que ganaría almas para Dios, como la negación tajante de las virtudes épicas en una anti-epopeya de la conquista española que se entrelaza a la defensa de la patria, la honra y la libertad por parte del bárbaro indígena que sí merece ser considerado heroico. En el entrecruce de lo heroico y lo anti-heroico, la guerra de la conquista deviene en lo épico degradado, en sangre derramada sin un objetivo útil a nivel de lo espiritual o el gobierno de lo terreno («¿Todo ha de ser batallas y asperezas, / discordias, fuego, sangre, enemistades, odios, rancores, sañas y bravezas, / desatino, furor, muertes, destrozos, rizas, crueldades / que al mismo Marte ya pondrán hastío / agotando un caudal mayor que el mío?». II, p. 85).

En esta cita, se denuncia la guerra injusta como el reverso de lo épico, como aquel exceso que imposibilita el equilibrio si su objetivo principal no es restaurar la paz. Guerra injusta que bordea la barbarie, en el sentido griego de lo no civil, desbaratando así los propósitos de un buen gobierno («Si mi juicio y parecer no yerra / la que de todo en todo ha destruido / el esperado fruto de esta tierra; / pues con modo inhumano han excedido / de las leyes y términos de guerra, /haciendo en las entradas y conquistas / crueldades inormes nunca vistas». II, p. 303). Juicio que es reiterado por otros testigos de la conquista de Chile, como Hernando de Santillán, quien viajó a Chile en 1557, en el mismo grupo en que venía Ercilla, acompañando a García Hurtado de Mendoza. En carta al rey, Santillán denuncia los estragos hechos por los españoles y el escándalo que han producido entre los indios, especialmente en «la provincia de Chile, por haberse usado con ellos más crueldades y excesos que con otros ningunos» (Colección de Documentos Inéditos, p. 285). Por otra parte, el cura franciscano Juan de la Vega en otra carta dirigida al rey (1573), le solicita el envío de más sacerdotes a Chile y asevera que las crueldades de los españoles merecen el castigo de Dios («Yo estoi admirado no de cómo los indios bencen a los españoles ques castigo del cielo sino de cómo no envía rayos que nos consuman a todos, pues con nuestra vida y malos ejemplos difamamos la ley evangélica». Archivo de Indias, leg. 64, citado por Bengoa, 1992).

A diferencia de estos documentos en un lenguaje directo, la denuncia de Ercilla pasa por una elaboración literaria, ese filtro cortesano y letrado que le permite la alusión tangencial y oblicua tanto como la figura ambivalente de un Yo testigo que se desplaza en la yuxtaposición de lo heroico y lo anti-heroico, de la sangre derramada de bárbara manera y el sentimiento de la compasión y la piedad. Como parte integrante del nosotros colectivo del ejército español empeñado en la invasión y el cruel despojo, él actúa en esa praxis conquistadora contribuyendo a los excesos de la guerra injusta. Sin embargo, a la vez y en la posición de un Yo, se aleja de ese nosotros para escuchar y prestar ayuda a la mujer indígena que deambula en busca del cadáver de su marido (Tegualda, Glaura, Lauca). Estas figuras fantasmales ponen en evidencia el reverso de la gloria bélica donde la muerte del enemigo ya no es el índice de la victoria sino la pérdida trágica que es apenas recuperable a través del luto y la memoria (Marrero-Fente). Creando un intersticio en la narración bélica, el Yo testigo se transforma, así, en el agente de la compasión por el dolor de los vencidos, cualidad cristiana que se aúna también a la clemencia. Es ella la que distingue a los grandes héroes, se dice en el Tratado del esfuerzo bélico heroico (Palacios Rubio), y es tan loable vencer al enemigo como saber tener piedad hacia el vencido. Este Yo es, entonces, el rezago viviente de los visos idealistas en discurso heroico de la conquista, el residuo moral que habría impedido la muerte de Caupolicán, si allí hubiera estado.

He usado la palabra yuxtaposición porque en el caso del sujeto que narra/canta, no se trata de ese simple desdoblamiento que hace que el uno se separe y abandone su identidad para asumir otra dentro de una estructura de dualidades que mantienen a cada versión del Yo en espacios e ideologías separadas. Por el contrario, ese Yo que combate a los indígenas es el mismo que se conmueve ante el dolor de los vencidos. Un Yo que contradictoriamente debe participar en una matanza que considera injusta perfilándose, así, como una figura oximorónica. Y en este sentido, la yuxtaposición de dos ideologías (la cristiana y la que propicia las injusticias de la conquista) debe considerarse como uno de los aspectos testimoniales más poderosos de La Araucana. Ese Yo que Ercilla modeliza desde la memoria abre el texto en su significación, no obstante la forma épica lo fuerza a mostrar la síntesis contradictoria de ese Yo en dos planos y dos espacios diferentes que ubican a la piedad en apéndices intersticiales, generalmente nocturnos, y alejados del nosotros colectivo. Los límites que impone el género épico y la prioridad que otorga a la acción, como concretización unívoca de las virtudes, no le permite a Ercilla esa simultaneidad que en la novela dará origen, por ejemplo, a la ironía y la parodia, como tensión y yuxtaposición de significados.

Es precisamente desde este Yo oximorónico y su subjetividad escindida que se hace evidente el desfase entre la forma épica y los sucesos que se intentan contar/ cantar para inscribir una versión de la historia que contradice los espejismos del discurso de la conquista. Desfase que unas décadas después y ya entrado el siglo XVII, en La guerra de Chile, de autor desconocido, devendrá en epopeya trunca y fallida (Triviños, Rodríguez).

Como ha demostrado Ramona Lagos en un análisis muy esclarecedor, son varios los elementos que apuntan en La Araucana a la disgregación de la forma épica. En el campo intertextual de la épica a punto de clausurarse, Ercilla se apropia de dicha forma poniendo en evidencia el hecho de que la desarmonía y problematicidad de su devenir histórico teñido por los hechos bárbaros de la conquista, excede y desborda dicha forma. De allí que se vislumbren en La Araucana ciertos visos de la forma épica ya convertida en fórmula. Tal es el caso del epíteto, aquel atributo fijo que en la epopeya clásica mantiene su significado en una inmovilidad reiterativa anulando la ambigüedad para poner de manifiesto el carácter cerrado y ya dado de los valores que postula el género épico.




Movilizaciones del signo de lo bárbaro

El discurso de la conquista, utilizando el eje eufemístico de Dios y del Rey, ocultaba el hecho de que el verdadero motor era la inversión económica de carácter individual que engendraba la codicia y una conducta anticristiana. Desde este terreno preñado de fisuras, Ercilla moviliza el significado de la palabra bárbaro que constituyó una matriz importante en dicho discurso. Ya a primera vista, las virtudes épicas de los araucanos y su florida retórica contaminan el vocablo bárbaro atribuido a ellos en una cercanía contextual que des-semantiza «lo bárbaro», ahora entre comillas puesto que ha perdido su significado original. De esta manera, la figura del bárbaro planteado por Homero y Hesíodo como un hombre sin agora y sin polis, se modifica radicalmente al atribuirse la civilidad a aquellos indígenas que defienden la patria, la liorna y la libertad dentro de la organización de mi Estado.

Si bien al principio de La Araucana se observa la intención de caracterizar a los indígenas como bárbaros en un sentido clásico, muy pronto esa especificidad que sería sólo propia de ellos fluye hacia las huestes de los españoles. El pasar a las mujeres por la espada, sin siquiera perdonar a las preñadas («mas los golpes al vientre encaminaban / y aconteció salir por las heridas / las tiernas pernezuelas no nacidas». I, p. 248) pareciera ser, dentro del contexto total de La Araucana, sólo la inscripción de un índice de lo bárbaro para señalar que va a ser desplazado, que va a cambiar de lugar para tener como referente a los mismos españoles. Pero la barbarie de ambos combatientes existe sólo a nivel de las acciones y no de los motivos de la lucha. Si lo bárbaro, en el caso de los indígenas, se justifica heroicamente por defender a la patria y su sentido colectivo de comunidad, los españoles se barbarizan en la campaña anti-heroica de acumular riquezas. Este desplazamiento desestabiliza por completo al signo y escinde «lo visto» entre la apariencia y su verdad oculta, escisión que generalmente se ubica en el plano de lo mágico y fantástico en la tradición épica mientras que en la novela moderna, se afinca en lo real e histórico de la misma manera como lo elabora Ercilla. Tras los ropajes del discurso de la conquista, se esconde la barbarie mientras que bajo la apariencia de los cuerpos semidesnudos y las acciones bárbaras de los araucanos, yace un propósito heroico y loable. Dentro de este nuevo contexto semántico, la reiteración del epíteto «bárbaro» seguido por adjetivos en la variedad de lo fiero, lo sangriento y lo valiente, pierde su inmovilidad épica al tener como referente implícito al bando contrario, los españoles que significativamente carecen de un epíteto reiterativo.

Al referirse al suplicio infligido a Caupolicán por los españoles, se asume el Yo para justificarse ante Dios: «Paréceme que siento enternecido / al mas cruel y endurecido oyente / deste bárbaro caso referido / al cual, Señor, no estuve yo presente, que a la nueva conquista había partido / de la remota y nunca vista gente, que si yo a la sazón allí estuviera / la cruda esecución se suspendiera» (II, p. 356). Lo bárbaro, ahora directamente atribuido a los españoles y con una connotación moral semejante a la del villano, contrasta, de manera notable, con la inocencia paradisíaca de los indígenas que el Yo, con un grupo de soldados, encuentra en su ruta hacia el sur. En una repetición del descubrimiento, como primera etapa de una conquista aún no polucionada por las matanzas de la guerra injusta, las regiones descubiertas configuran el espacio de la igualdad y la tierra compartida, de mía civilidad que parece recibir el premio de Dios en la abundancia generosa de la naturaleza («vi los indios y casas fabricadas / de paredes humildes y techumbres, / los árboles y plantas cultivadas, / las frutas, las semillas y legumbres; / noté dellos las cosas señaladas, / los ritos, ceremonias y costumbres, / el trato y ejercicio que tenían / y la ley y obediencia en que vivían» (II, p. 383).

Como contratexto de la maldad, el robo y la injusticia, «alimento ordinario de las guerras» (II, p. 381), «la sencilla gente» se destaca por su generosidad, bondad y buena voluntad, virtudes de una vida comunitaria que serán contaminadas por la codicia de los españoles. Es en este viaje de retomo a los albores del descubrimiento donde surge la palabra bárbaro para referirse al indio amigo que les servirá de guía («Cumplió el bárbaro isleño la promesa, / que siempre en su opinión estuvo fijo». II, p. 386). De esta manera, al final de La Araucana, se resemantiza la palabra bárbaro para sólo significar el indígena oriundo del lugar, el «extranjero» de la época pre-helénica sin la carga semántica de la discriminación.

La resemantización del signo de lo bárbaro crea en La Araucana mía movilidad muy afín con las tensiones creadas por el antagonismo entre la praxis de la conquista y los valores que Ercilla defiende. Fisuras, intersticios y yuxtaposiciones contradictorias no admiten la univocidad de un signo que resulta fundamental para todo proyecto colonialista. Sin embargo, la actitud disidente de Ercilla, quien no alcanza a asumir una defensa del indígena, como en el caso de Bartolomé de las Casas y varios otros, se pliega en un gesto colonialista, en un trazo etnocéntrico que retroilumina todo el texto para hacer evidente aún una contradicción más, justo en el momento en que nos entrega el mensaje más idealista y cristiano de todo su texto. En el entorno utópico de las islas del sur donde los indígenas, de sincera bondad y buena voluntad, brindan alimentos a los españoles, estos son descritos con rasgos que revierten a la época clásica («la buena traza y talle de la gente / blanca, dispuesta, en proporción fornida, / de manto y floja túnica vestida; / la cabeza cubierta y adornada / con un capelo en punta rematado, / pendiente atrás la punta y derribada, / a las ceñidas sienes ajustado, / de fina lana de vellón rizada / y el rizo de colores variado, / que lozano y vistoso parecía / señal de ser el clima y tierra fría». II, p. 380).

A primera vista, la utopía de la convivencia entre indígenas y españoles parece ser el tajante contratexto de la conquista en nombre del imperio. Sin embargo y de manera significativa, nos revierte a un escenario plenamente occidental, como si todo bien sólo perteneciera a lo europeo. Es en este punto cuando el sujeto testimonial se nos convierte en un testigo sospechoso, en alguien que cambia el color de la piel de los otros vistos y los cubre con un traje de la tradición bucólica borrando y abstrayendo toda diferencia.

Si bien se ha postulado que la tez blanca y el atavío civilizado apuntan a la creación de una realidad geográfica, moral y cultural transaraucana como modelo de perfección (Concha, 95), el color blanco de la piel, símbolo de la pureza para el cristianismo occidental, es también ese último trazo de una escritura etnocéntrica que, a pesar de inscribir al otro indígena, opta al final por la versión blanqueada de la utopía, como contrasello de la degradación de la conquista española.




La Araucana en la formación del imaginario nacional de Chile

Es precisamente esta perspectiva etnocéntrica la que permite que La Araucana se transforme en el texto fundacional de la nación chilena, concebida a base de una homogeneidad blanca y la agencia histórica de lo masculino. La caracterización de los héroes araucanos, como poseedores de valores de corte europeo, facilita la inclusión de una raíz genealógica que borra la diferencia racial. Es más, la versión literaria del indígena realizada por un sujeto español cancela esa contingencia histórica de la nación chilena que mantuvo la Guerra de Arauco hasta 1881, varios años después de instaurada la república. El filtro español se hace evidente aún en la nominación del pueblo indígena que se llama a sí mismo mapuche («gente de la tierra») y no araucano. Según el Acta del Cabildo del 11 de agosto de 1541, los mapuche habitaban el territorio llamado Rauco (de «raq», greda y «co», agua). Sin embargo, este nombre fue voluntariosamente modificado por Pedro de Valdivia quien le antepuso una «a» para convertirlo en Arauco.

Dentro del incipiente imaginario de la nación chilena donde se tiende a ignorar la palabra «mapuche», yace la contradictoria distinción entre los araucanos, como personajes literarios creados por Ercilla, y los entes históricos que la nación debe someter para afianzar sus territorios al sur del río Bío-Bío. De esta manera, se da el recurso de la «etnicidad ficticia» definida por Etienne Balibar como ese mito que, en la formación de la nación, crea los orígenes en mía raza ancestral omitiendo las diferencias presentes a nivel histórico (45). Así, mientras se abstraen las virtudes de los araucanos como personajes literarios, en el discurso de la nación chilena, se utiliza el mismo dispositivo de la conquista española. Para justificar la invasión y el despojo del pueblo mapuche, declara que su meta es cristianizar y civilizar al otro indígena quien, a medida que la nación se va afianzando, adquiere rasgos bárbaros en una secuencia cada vez más hiperbólica.

En la gestación de los movimientos de independencia a nivel continental, el texto de Ercilla resultó ser el complemento preciso para el discurso emancipatorio. La lucha épica de los araucanos por defender su patria y su libertad fue una verdadera fuente de inspiración, como lo atestigua La Logia Lautarina fundada, al parecer, por Francisco Miranda en Londres y luego extendida a otras ciudades latinoamericanas, entre ellas, Santiago con su promotor Bernardo O'Higgins. En cuanto se inicia la lucha armada en Chile, los patriotas utilizan como lema las palabras de Ercilla puestas en boca de Galvarino: «Muertos podremos ser, mas no vencidos. /Ni los ánimos oprimidos» (II, p. 212). Es más, el escudo de armas de la Patria Vieja (1810-1814) muestra dos araucanos sosteniendo sus arcos y flechas junto a unas columnas griegas que apuntan a una civilidad de corte europeo, mientras que el primer navío de la flota patriota es llamado Lautaro. Una vez lograda la Independencia, la bandera chilena creada en 1817 y aún en vigencia adopta, significativamente, el rojo, blanco y azul, colores de los guerreros araucanos, según descripción de Ercilla («por los pechos al sesgo atravesados / bandas azules, blancas y encamadas». II, p. 116). Además, a nivel de la prensa incipiente, se suceden los periódicos con nombres que exaltan «lo étnico-ficticio». El 6 de abril de 1813, el Monitor Araucano reemplaza a La Aurora de Chile y le siguen El Arauco (1830-1872; 1874-1877) y El Arauco Semanal (1878-1944).

A partir de entonces, en Chile no cesan de circular los nombres de Caupolicán, Lautaro, Galvarino y Colo-Colo, como signos emblemáticos de la valentía y el patriotismo, no sólo en la esfera del imaginario nacional, sino también como los nombres de empresas privadas, entre ellas el equipo de fútbol Colo-Colo, que le otorgan a su logo un carácter «típicamente chileno».

Sin embargo, tras la explicitez patriota de las apropiaciones de La Araucana, yace la formación de la nación chilena como comunidad imaginada que se afinca en las convicciones de una élite blanca favorecedora de una noción europea de «civilización» y que define «lo masculino» como ese conjunto de cualidades que unen al vigor físico, la entereza espiritual y el poder intelectual para gobernar y regir la república. Trama teñida por la discriminación social, racial y patriarcal que hace de esa comunidad imaginada, un territorio polarizado en una pluralidad de grupos subalternos.

No obstante la Independencia se postuló como un movimiento revolucionario, las jerarquías establecidas a partir de la pigmentocracia, la Ley del Padre y la estratificación social continuaron siendo las mismas bajo los prejuicios de ese grupo de criollos adinerados que sentaron las bases de la nación. En aquella etapa proto-nacional que precede a la formación de la nación, ya empiezan a configurarse dos atributos de esta élite europeizada: la individualidad del ciudadano tanto en el espacio público como en el privado y el rasgo definitorio de la Virtud (Jocelyn-Holt). Los numerosos retratos hechos por José Gil de Castro a los miembros de la aristocracia criolla suplantan la jerarquía metropolitana simbolizada por la figura del Rey, y tachan toda noción colonial de súbdito. El aura de autoridad y superioridad proyectada por el monarca es sustituida por los retratos de los que serán los nuevos sujetos políticos, ubicados en el trasfondo documental y simbólico de esa élite: el traje aristocrático, las inscripciones y los escudos testimoniando la posición y tradición de una clase privilegiada. Esta iconografía de lo secular y lo civil, en una individualidad que responde a la nueva demanda de la figuración social y la posteridad, transmite la imagen del ciudadano ideal para la nueva nación, como modelo de las virtudes cívicas (Romera).

Estas virtudes funcionan como un verdadero ideologema en el discurso de la independencia postulado por pensadores y propagandistas tales como Camilo Henríquez, Manuel de Salas y Juan Egaña. Para ellos, las virtudes cívicas, junto con la correspondiente conducta de respetar y seguir las leyes de la república, eran sinónimo de esa etapa superior de la civilización donde reina el orden ético y político. Noción que guía la organización de la república, según se hace explícito en la Constitución de 1823 redactada por Juan Egaña, quien en el artículo 249 estipula: que las leyes deben ser transformadas en costumbres y las costumbres en virtudes cívicas y morales. El Código Moral de esta constitución, junto con establecer los deberes de los ciudadanos, otorga a la ética pública un carácter cívico con tintes religiosos que le dan aún mayor trascendencia.

De esta manera, se intenta imponer el orden a nivel público y privado. Aspiración que se convertirá en una de las directrices más importantes de la nación chilena y que engendrará la represión de las pasiones, de todo aquello que contradiga o exceda los límites del orden y las virtudes cívicas, configurando una versión apolínea de la chilenidad que perdura en esa máscara o fachada oficial de la sobriedad y la mesura (Guerra, 1998). En este sentido, las palabras de Andrés Bello en la inauguración de la Universidad de Chile (1843) resultan señeras: «Libertad en todo pero no en la embriaguez licenciosa, (o) en las orgías de la imaginación» (Jocelyn-Holt, p. 195). Delineamiento que, unos años después, Diego Portales orientará hacia una autoridad jerárquica y centralizadora, definida en una de sus cartas como: «Un gobierno fuerte, centralizado, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes» (Portales, I, p. 177).

En los primeros años de la nación, la élite letrada adopta la noción rousseauniana del buen salvaje para referirse al pueblo mapuche. Así, en sus Cartas pehuenches, Egaña se refiere a la región de la Araucanía como «la dichosa región que desconoce los usos de la Europa y los vicios del gran mundo» habitada por «un pueblo a quien la naturaleza ha favorecido con todos sus privilegiados dones» (Bengoa, 1992, 125). De esta manera, se plantea un origen de la nacionalidad chilena afincada en la inocencia y los dones de Dios, como suplemento purificador de la ferocidad de los araucanos ercillianos.

Con la convicción de que la nueva república los incorporaría fácilmente al orden de las virtudes cívicas, en esta etapa se piensa que sólo se necesita un proyecto de asimilación de los indígenas a la nación. Razón por la cual el 4 de marzo de 1819, Bernardo O'Higgins, ya como Director Supremo, firma el decreto titulado «Ciudadanía chilena a favor de los naturales del país» donde declara que éstos son ciudadanos chilenos con derecho «a comerciar, a elegir las artes a que tengan inclinación, y a ejercer la carrera de las letras o las armas, para obtener los empleos políticos o militares correspondientes a su aptitud» (Barraza, 295). En esta declaración oficial, se observa una especie de candor colonialista frente a los grupos indígenas. Ignorando su cultura, haciendo de ellos una tabula rasa salida de la nada (ex nihilo), el gobierno le adscribe no sólo los mismos derechos del ciudadano ideal (blanco, letrado y rico), sino también el mismo futuro (el comercio, la política, las letras y las armas).

En contraposición a este candor, las apropiaciones de los héroes de La Araucana fueron configurando un mito fundacional de carácter selectivo que tuvo como meta fijar los valores propuestos por la nación. De esta manera, los personajes araucanos de Ercilla, en su función de soportes genealógicos, revelan los tintes de un friso axiológico que funcionó también como el eje de otra construcción cultural afianzadora de la comunidad imaginada: la identidad nacional.




Los surcos de la nación viril

La nación se construye como una entidad relacional que configura su imaginario para incluir los grupos de poder y excluir a los otros en una posición subalterna. Este imaginario se crea, entonces, a partir de ese Sujeto Excluyente, quien estratégicamente utiliza un «nosotros» que, de manera engañosa, incluye a los excluidos. La nación chilena en su etapa formativa y hasta mediados del siglo XX, se caracterizó por la sistemática exclusión de la mayoría de sus habitantes. Así, sólo el 1.2% de la población total podía votar en las elecciones parlamentarias de 1864, bajo mi sistema de sufragio que requería poseer tierras o alguna propiedad, además de saber leer y escribir (El analfabetismo alcanzaba un 87% en 1860). Por otra parte, las mujeres no lograron el derecho a voto hasta 1949.

No es de extrañar entonces que, en el imaginario de la nación y en la idiosincrasia adscrita a la chilenidad, predominen los rasgos masculinos. Androcentrismo también presente en La Araucana, donde las mujeres sólo participan a modo de apéndice en las historias de amor que sirven de desvío entretenido para el relato bélico («que la lengua más rica y más copiosa / si no trata de amor es desgustosa», I, p. 410). No obstante el signo «mujer» se elabora de manera diferente, según las distintas etapas del patriarcado de occidente, esta función de la mujer como complemento es el ideologema constante en las metanarrativas patriarcales desde la Biblia hasta los discursos posmodernos (Guerra, 1995). Bajo el sello falogocéntrico de la nación, los chilenos, como en otras naciones, mantuvieron un rol de carácter metonímico en el sentido de que, entre ellos, se estableció una relación de contigüidad con respecto a la comunidad imaginada mientras las mujeres cumplieron una función eminentemente simbólica y metafórica (Boehmer).

Desde esta plataforma que hacía de ella la reproductora biológica y la engendradora de la colectividad nacional, la mujer era también la transmisora de los valores de la nación en el espacio privado del hogar. Este era su modo tangencial y complementario de contribuir al proyecto nacional a partir de su cuerpo y la esfera de los afectos. Función complementaria que también se observa en la entidad de la patria que tiene sus orígenes en aquel territorio medieval de la diócesis sagrada regida por el Pater Patriae que exigía fidelidad y hasta el sacrificio de morir por ella en aras de su defensa. En contraposición a la praxis histórica de la nación, la patria, con su carácter afectivo y sagrado, tiene, en su dimensión alegórica, un cuerpo de mujer. Ella es la madre que alimenta y protege (de allí sus senos turgentes y semidesnudos mientras sus otras zonas erógenas están cubiertas por espesos velos). Pero, aparte de ser la madre venerada, ella también es la amada pura que debe ser protegida de peligros y violaciones, mujer/territorio nacional que no debe recibir mancilla alguna. A diferencia de los Padres de la Patria conmemorados por su agencia histórica en las lides guerreras, políticas o intelectuales, la Madre Patria es un icono estático y fuera de la historia, como se hace evidente en sus atavíos anacrónicos y ambiguamente greco-romanos que la atemporalizan. En su papel puramente simbólico, la patria sólo funciona como el eje alrededor del cual gira el devenir histórico de la nación.

En La Araucana, Tegualda, Guacolda, Glaura y Lauca poseen el único atributo de amar fielmente a un hombre frente a cuya pérdida se delinean como mujeres sufrientes que nada pueden hacer para modificar la Historia. Estos fantasmas entre las sombras de la muerte y de la noche corresponden, en el discurso de Ercilla, al icono medieval de la Mater Dolorosa, mientras en la etapa formativa de la nación chilena, se inserta la noción romántica de la mujer como «puro corazón y sentimiento», según el Emilio de Rousseau. Incluso Dido, quien, a otro nivel, presenta el contratexto de la fundación de la ciudad por el invasor español, es también la mujer mártir que muere voluntariamente por amor a su pueblo.

El predominio de «lo viril» en La Araucana obviamente coincide con el imaginario nacional, puesto que ambas instancias poseen un sustrato patriarcal. Así, el valor de Fresia al devolver su hijo a Caupolicán, más que heroísmo propio que sacrifica el ontológico amor de madre, resulta ser un reproche a la virilidad del héroe («Cría, críale tú que ese membrudo / cuerpo en sexo de hembra se ha trocado; / que yo no quiero título de madre / del hijo infame del infame padre». II, p. 346)

Muy diferente es el papel que juegan algunos héroes de La Araucana como sustento enunciativo de la nación dentro de un imaginario que elige aquellos rasgos que la definirán. Considerando que en el texto de Ercilla, Tucapel y Rengo ocupan un lugar destacado, cabe preguntarse por qué ellos han sido tachados. La respuesta está en ese afán de definir «lo chileno» como sinónimo de la sobriedad y lo medido en el horizonte de lo virtuoso y lo útil. No obstante poseer el mismo valor y osadía de Lautaro, y la impresionante fuerza física de Caupolicán, las constantes riñas y lides entre Tucapel y Rengo están teñidas por la inutilidad, son, en otras palabras, una exhibición de las habilidades épicas en discordias intrascendentes y no con el objetivo de defender la patria («Caupolicán estaba ya impaciente / de ver que Tucapelo cada día en guerra, en paz / con término insolente, / sin causa ni atención los revolvía». II, p. 26). Dentro de esta modalidad apolínea de la chilenidad, Tucapel y Rengo simbolizan el impulso sin dirección, el exceso y la desmesura que deben ser expulsados por una nación que aspira al orden, la virtud cívica y un equilibrio que sólo se logra por el uso racional y utilitario de las habilidades masculinas.

Y, en este sentido, Colo-Colo, sabio prudente y razonador, es, desde su posición de autoridad implementada a través de una retórica grave y elocuente, la voz de la conciencia cívica, el freno que todos deben respetar para reprimir el gesto impulsivo, la cólera sin sentido y el desorden («Templad, templad los pechos alterados / y esos vanos esfuerzos mal regidos». I, p. 279). Colo-Colo, con su sabiduría que apacigua los ánimos, se delinea como esa fuerza directriz hacia el futuro de la nación la cual, en un nivel más explícitamente normativo, impone una gramática, o sea, el ordenamiento y uso correcto de sus elementos constitutivos junto con la definición de la conducta aceptable. Gramática que se articula tanto a través de las leyes impuestas por el Estado como por sus imágenes y tramas narrativas.

Por otra parte, Galvarino, como el exhortador de la libertad y la resistencia a la opresión, parece ser la bisagra entre el pasado glorioso de las luchas por la Independencia y el futuro que resguardará la libertad. Es también el mártir que vence a la muerte con la misma obstinación y persistencia con que defiende la libertad, en lo que luego hará de Chile la tumba de los libres y el asilo contra la opresión (Última versión de la Canción Nacional escrita por Eusebio Lillo en 1909).

Lautaro y Caupolicán, en este proceso de apropiaciones de La Araucana con el fin de diseñar los modelos del ciudadano ideal, resultan ser las figuras epítomes. El adolescente que aprende los aspectos claves de la cultura enemiga mientras trabaja en las caballerizas de Valdivia y luego huye para entregar este conocimiento a su pueblo, está investido de las características del héroe arquetípico. Aureola mítica que Ercilla realza al describirlo de la siguiente manera: «Fue Lautaro industrioso, sabio, presto / de gran consejo, término y cordura, / manso de condición y hermoso gesto, / ni grande ni pequeño de estatura; / el ánimo en las cosas grandes puesto, / de fuerte trabazón y compostura; / duros los miembros, recios y nervosos, / anchas espaldas, pechos espaciosos» (I, p. 183). El equilibrio que Ercilla establece entre las cualidades espirituales de Lautaro y los rasgos de su cuerpo apuntan hacia la luminosa armonía de la perfección. Industriosidad, sabiduría y cordura son los atributos que la nación desea en sus ciudadanos y Lautaro se convierte en el ancestro y modelo inserto en los orígenes mismos del pueblo chileno

En La Araucana, las aptitudes estratégicas de Lautaro se complementan con la fuerza física de Caupolicán, descrito como un cíclope homérico que posee un solo ojo. Su majestuosidad física recibe los atavíos reales que le corresponden como líder de los araucanos («de verde y púrpura tejido / con rica plata y oro recamado, / un peto fuerte, en buena guerra habido, / de fina pasta y temple relevado, / la celada de claro y limpio acero / y un mundo de esmeralda por cimero». I, p. 274). Su retórica elocuente se añade a su grandiosidad haciendo de él, un símbolo del líder al que todos respetan y obedecen. Él está a la cabeza de la jerarquía máxima, desplazada en el imaginario nacional, a ese centro y autoridad desde la cual se gobierna la nación.

Caupolicán es también el símbolo de la fraternidad («Caupolicán, alegre, humano y grave / los recibe, abrazando al buen Lautaro / y con regalo y plática suave / le da prendas y honor de caro hermano». I, p. 273). Él es quien trata siempre de conciliar a Rengo y Tucapel en su meta por mantener aquella cohesión tan cara a cualquier proyecto de nación. Y el hecho de que antes de morir pida que lo bauticen, satisface un aspecto importantísimo de la nación chilena: la religión católica («Pero mudole Dios en un momento / obrando en él su poderosa mano, pues con lumbre de fe y conocimiento / se quiso baptizar y ser cristiano». II, p. 352).

Su actitud desafiante ante el enemigo que lo tiene cautivo, ese orgullo señorial que le permite rechazar al verdugo por ser negro y no estar a la altura de su rango y la arrogancia con que enfrenta su muerte hacen de Caupolicán la figura, por excelencia, del orgullo y la autoestima varonil. Se da también en él, el estoicismo frente al dolor y la muerte y no obstante el suplicio del empalamiento, su rostro se transfigura asumiendo el aura de Jesucristo en la cruz («No el aguzado palo penetrante / por más que las entrañas le rompiese / barrenándole el cuerpo, fue bastante / a que al dolor intenso se rindiese; / que con sereno término y semblante, / sin que labrio ni ceja retorciese, / sosegado quedó de la manera / que si asentado en tálamo estuviera». II, p. 355).

Demás está señalar que los principios organizativos de la nación despojan a los héroes araucanos de todo rasgo bárbaro. En un proceso facilitado por la movilidad y resemantización de «lo bárbaro» en el texto de Ercilla, el imaginario nacional borra la crudeza de todo lo sangriento y feroz para subsumirlo en los términos civilizados de lo valiente y lo noble.




La praxis de la barbarie en aras de la civilización

No obstante Ercilla entrega una visión bastante negativa de Pedro de Valdivia como el conquistador convertido en encomendero ambicioso, el imaginario de la nación lo ubica en un lugar señero. En esta etapa en la cual ya no se lucha por la independencia, Valdivia es la encamación del impulso civilizador, aquel hombre que descubre territorios, funda ciudades y organiza de manera eficiente el andamio y el punto de origen político de lo que será Chile. Olvidándose de las habilidades guerreras de los araucanos en el texto de Ercilla, Valdivia es nombrado jefe simbólico de las Fuerzas Armadas de la nación.

Este olvido no parece fortuito al considerar que los araucanos reales -es decir, el pueblo mapuche- constituye aquel escollo que impide la consolidación de las fronteras geográficas y culturales de la nación. A pesar de que los personajes de La Araucana eran una inspiración para los patriotas, durante la guerra de la Independencia los mapuche, en su mayoría, se unieron a los realistas, quienes continuando la política de tratados y parlamentos, ahora reconocían el río Bío-Bío como el límite geográfico de la Araucanía Independiente. Por esta razón, «la guerra a muerte» proclamada contra los españoles incluyó al pueblo mapuche, que percibía la lucha por la Independencia como un hecho ajeno.

Durante los primeros años de la República, «la cuestión indígena» quedó pendiente, aunque el lema del Escudo Nacional, creado en 1834, inserta un elemento bélico dirigido tanto al invasor extranjero como al pueblo mapuche. «Por la Razón o la Fuerza» es la frase que sintetiza mi proyecto liberal de nación anclado, a nivel retórico, en «el dilema entre la civilización y la barbarie». Por la fuerza o por la razón señala la política rectora de civilizar a través de las facultades intelectuales o la extorsión armada, segunda alternativa que se utilizó contra el pueblo mapuche. En la región de la Araucanía, hubo constantes disturbios que atentaban contra el orden de la nación y después del alzamiento de 1859 en el cual los mapuche destruyeron siete ciudades al sur del Bío-Bío, se procedió a iniciar una ocupación militar. El coronel Cornelio Saavedra entra al territorio en 1860 en una guerra de exterminio en la cual se queman viviendas y sementeras mientras se realiza la masacre. Pero el poder de resistencia del pueblo mapuche no se da por vencido y continúan las campañas invasoras guiadas por la estrategia de la «tierra arrasada» siguiendo los métodos más bárbaros. En 1866, se dictan las primeras leyes de ocupación teniendo como horizonte el proyecto de inmigración europea.

Significativamente, durante este período, el discurso de la nación con respecto a los mapuche se tiñe de tintes sangrientos y feroces. Y aunque ahora «la barbarie» se da en un contexto muy diferente al griego, los parámetros son los mismos. El bárbaro es aquel que se deja gobernar por el cuerpo y sus instintos, aquel ser bestial incapaz de construir una ciudad y marcado por los vicios de su raza (Gorgouris). Para una nación en la cual la civilización es sinónimo de cultura europea, en un proyecto que exalta la raza blanca, el espacio urbano y las disquisiciones del Espíritu y el Intelecto, el bárbaro mapuche representa el contratexto del ciudadano ideal y como tal, se lo describe en un amplio spectrum semántico que va de la flojera y el vicio del alcohol hasta el canibalismo.

En este sentido, la figura de Benjamín Vicuña Mackenna resulta relevante, no sólo por contribuir a la difusión de textos coloniales que describen al mapuche como un bárbaro sino también porque él mismo en Los Lisperguer y la Quintrala (1877) añade a la genealogía nacional la figura siniestra de Catalina de los Ríos. No obstante en 1863 se publica el Cautiverio feliz de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, son otros los textos coloniales que sirven como fuentes históricas para el discurso denigratorio del mapuche: Desengaño y reparo de las guerras de Chile (1866) de Alonso González de Nájera y la Historia General del Reyno de Chile, Flandes Indiano (1877) de Diego de Rosales. Pero yendo más allá de estas fuentes, Vicuña Mackenna inserta en su libro una perspectiva racista y misógina que hace de Catalina de los Ríos la figura del sadismo, la herejía y el exceso de los instintos. Todos vicios que él racionalmente explica por el hecho de que las mujeres de la familia Lisperguer llevan «la mala sangre» de la cacica mapuche Elvira, mientras los hombres han heredado la inteligencia y lucidez de Bartolomé Blumen, el ancestro alemán.

En el discurso positivista de Vicuña Mackenna, la Quintrala de «soberbia indígena» (65) y «sangrienta lascivia» (90) es la hipérbole del Mal y del Exceso, ese elemento que debe ser eliminado de la nación por su carácter perverso. Palabra que, durante la época, se usaba en su acepción de «pervertere» («revolver, trastocar, perturbar el orden») (Ortega, 67). Ella es, entonces, la figura de un No-Deber-Ser que amenaza la chilenidad apolínea en el texto normativo de la nación, lo abyecto (es decir, lo que debe ser expulsado), de la misma manera como lo mapuche debe ser eliminado en las campañas de la llamada Pacificación de Arauco.

Después de la victoria de Chile en la Guerra del Pacífico que le permitió despojar a Bolivia y Perú de un importante territorio, los soldados, sin detenerse en Santiago o Valparaíso, se dirigieron al sur para vencer definitivamente al pueblo mapuche. El último batallón que llegó allí se llamaba Caupolicán

La derrota mapuche en 1881 sobrepasa con creces toda heroicidad épica. En un rito final de insurrección, un grupo dirigido por Colipí, cabalga hacia los militares chilenos enarbolando sus lanzas con pimías de acero y todos caen bajo la descarga de la fusilería. José Bengoa, desde la perspectiva de los vencidos, afirma: «El alzamiento general del año 1881 ha quedado en el recuerdo de la tradición mapuche como el hito principal de la resistencia del pueblo. Ha quedado marcado por su sello trágico: hombres a caballo, se enfrentaban con sus lanzas al ejército que ya había ocupado militarmente la Araucanía» (287). Noventa por ciento del territorio mapuche fue expropiado y sus habitantes relegados a pequeñas reservaciones.

En 1881, el territorio nacional definido por Ercilla como «fértil provincia [...] de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa» (I, p. 128) fija sus fronteras con Argentina y en 1884 se firma el Tratado de Ancón, que establece sus límites al norte. Los héroes de La Araucana que fueron elegidos para formar parte del imaginario nacional circulan, hasta hoy día, en su calidad de héroes no conmemorados. Nunca han sido parte de esa efemérides militar y letrada de la nación, tampoco del Corpus Mysticum del desfile nacional que da al ciudadano inmortalizado la calidad crística de lo eterno (Lemer). En el repertorio simbólico de la nación, Caupolicán sólo tiene una corporalidad por la estatua de Nicanor Plaza instalada en el entorno europeizado del Cerro Santa Lucía y en el Club Hípico, fundado en 1860 por la élite oligárquica. El rostro de Colo-Colo nos llega a través del escudo del equipo de fútbol y tanto Galvarino como Lautaro carecen de todo cuerpo. Son los fantasmas alegóricos de esa abstracción discriminatoria que se apropió de algunas de las figuras literarias creadas por Ercilla, borrando y eliminando en su imaginario al pueblo mapuche como ente real e histórico.






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