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La primera doctora mexicana

Concepción Gimeno de Flaquer






I

El hermoso despertar intelectual de la mujer mexicana ha conmovido profundamente mi corazón. Un acto tan solemne como transcendental se ha verificado en la memorable fecha del 25 de agosto, fecha que el sexo femenino debe grabar en sus anales con indelebles caracteres.

En la Escuela Nacional de Medicina acaba de realizarse un glorioso torneo, un pugilato científico, en el que se ha proclamado como axioma indiscutible, el vigor del pensamiento en el cerebro femenino.

¿Sabéis quién ha sido la heroína del palenque? Matilde Montoya. ¡Qué triunfo para la mujer mexicana!

Matilde Montoya ha escalado un puesto reservado a los sabios; ha destruido antiguas preocupaciones que encadenaban a la mujer mexicana en la obscura senda de la retrogradación; ha conquistado la gloriosa bandera del progreso, para que su sexo la enarbole. El birrete doctoral es superior a una corona de laurel. ¿Hay algo más grande que poseer el secreto del organismo humano? ¿Sabéis cómo ha llegado la inteligente mexicana a tan alta cima? Consagrando once años de su vida al estudio; once años que representan en una mujer toda su juventud. ¿Sabéis cómo ha ganado el diploma que tanto la enaltece? Desoyendo las sátiras de la ignorancia y los augurios de los pesimistas, hollando con firme planta los abrojos encontrados en su paso, luchando enérgicamente contra la tenaz oposición de sus enemigos, venciendo arduas dificultades, desafiando el imposible.

Matilde Montoya ha trocado la perfumada atmósfera del boudoir por los fétidos miasmas de un hospital; ha desdeñado el aristocrático guante para teñir su nívea mano con la sangre del herido; ha trocado el bouquet por el escalpelo, el espejo por la repugnante plancha del anfiteatro, las guirnaldas de Flora por los aforismos de Galeno.

Tantos sacrificios, tanta abnegación, tanto valor moral, tienen por objeto el laudable fin de consagrar sus aprovechados estudios al sexo hermoso. Matilde Montoya acaba de introducir en la medicina el pudor; acaba de prestar un importante servicio a la humanidad.

Al consagrarse a mitigar los dolores físicos de las mujeres y de los niños, adquirirá con estos una confianza que el médico no podría nunca adquirir, y le será más fácil el diagnóstico sobre los enfermos. Los secretos de la mujer solo a ella pueden ser revelados; el indescifrable idioma del niño, solo la mujer puede adivinarlo, porque la mujer estudia al pie de la cuna el alfabeto especial que se necesita para comprender a la inocencia. Los rosados dedos de la mujer podrán curar más suavemente las heridas del niño, que la dura mano varonil. El mejor anodino, la más grata panacea, el más dulce antídoto, se lo ofrecerá la mujer con su acariciadora mirada.

¿Quién ha de conocer la delicada hiperestesia de la mujer y el niño cual la doctora?

La irritabilidad nerviosa femenina tiene misterios que solo puede penetrar una mujer. Esas tristezas injustificadas, esos caprichos raros, esas displicencias, irregularidades del carácter y vagas melancolías frecuentes en nuestro sexo, llegan a formar un estado morboso que no escapa al espíritu observador de la mujer, porque encuentra el germen de la enfermedad en sí misma.

Os felicito, tiernas madres, no solo porque contáis desde hoy con una doctora, sino porque el Gobierno, al presidir el examen de Matilde Montoya, ha colocado la primera piedra en el imperecedero monumento de la ilustración del sexo femenino, ha hecho una brillante apoteosis de la mujer mexicana.




II

Desenvolver la ilustración de la mujer es realizar un fin más elevado que el político, el económico o industrial, porque es educar las futuras generaciones. El Gobierno de México, tan ilustrado como moralizador, lo ha comprendido así, y por eso le ha dado a la mujer, con el título profesional, un escudo para que pueda defenderse de la miseria salvando su honra. El ilustre General Díaz, que está llevando a cabo felizmente las grandiosas obras del desagüe del Valle y de la Penitenciaría, podrá enorgullecerse, más que de estas, de haber redimido a la mujer de la esclavitud de la ignorancia. ¡Bello ejemplo digno de ser imitado por todos los gobiernos! ¿Os habéis detenido a medir, señoras mexicanas, el alcance que tiene la presencia espontánea del Presidente de la República y del Ministro de Gobernación en el examen de la doctora? Al presidir dicho examen el Jefe superior del Estado, en la forma en que lo hizo, os ha querido demostrar que, más que a rendir tributo de galantería a una mujer, iba a franquearle al sexo femenino las puertas del templo de Minerva.

Ya lo sabéis: se os concede ampliamente el derecho de ilustraros, y no podréis renunciar a este derecho sin faltar a un sagrado deber. No llegan los pueblos a la cumbre del progreso mientras la mujer no se asocia a la vida intelectual del hombre. Las mujeres mexicanas, que son tan buenas madres, deben saber que no basta dar al niño la vida física, sino que es preciso darle la vida moral. Los errores que la madre inculca en el cerebro del niño, son los que vierte más tarde el hombre en el libro, en el periódico, en la tribuna.

Ya que un gobierno, protector de la instrucción, os facilita los medios de ilustraros, aprovechad esos medios, encantadoras mexicanas. La ilustración que defiende a la mujer pobre de la miseria, salva del hastío a la rica.

El progreso es en México una verdad desde que la emancipación de la mujer quedó sancionada con el aplauso del Presidente de la República y con el aplauso de los estudiantes de las Escuelas nacionales. Los estudiantes representan todas las clases sociales, y son los que forman el voto popular.

Mas no será suficiente que el gobierno se muestre tan favorable a la instrucción de la mujer, mientras no le ayuden a desenvolverla doctas corporaciones particulares.

En Inglaterra hay numerosos institutos, fundados por el esfuerzo individual; lo mismo que en Rusia, Austria, Alemania y Suecia. En Escocia cítase, entre otros centros de instrucción, el muy famoso llamado Saint Georges Hall, y en España, además de otras asociaciones de menor importancia, existe hace quince años la «Asociación para la enseñanza de la mujer», sociedad perfectamente organizada según puede verse en sus estatutos y en la memoria anual que presenta. Hasta hoy cuanto se ha hecho en México por fomentar la instrucción de la mujer, débese al Gobierno en absoluto, pues todavía no ha creado la iniciativa individual los establecimientos de enseñanza superior, que indudablemente se fundarán más tarde.

Cuanto más se medita acerca de las ventajas que ha de reportar en nuestro sexo la instrucción, más se comprende la necesidad de que este se ilustre. Si todas las mujeres fuesen ilustradas no habría hombres ignorantes, porque se avergonzarían de serlo.

Estudiad, bellas mexicanas, que el estudio eleva el espíritu. En la mitología griega, una mujer, Minerva, es la depositaria de las ciencias; en la teogonía azteca, la poética diosa Xochiquetzal preside a las bellas artes. Todas las mexicanas poseéis clara inteligencia; cultivadla. Tened fe en el éxito; recordad constantemente el ejemplo que vuestra ilustrada compatriota os ha dado.




III

Los exámenes sufridos por Matilde Montoya en los días 24 y 25 honrarían al más aventajado discípulo de Hipócrates; lo que viene a ratificar el triunfo de la teoría de igualdad intelectual entre los dos sexos.

La escuela mexicana de Medicina es famosa, pues de ella han salido verdaderas lumbreras de la ciencia, que han esparcido la luz de sus conocimientos, no solo en América sino también en Europa. Ante el tribunal formado por eminentes médicos, tales como Bandera, Galán, Altamirano, Gutiérrez, Lobato y Ramírez Arellano, se presentó con gran serenidad la que ya se engalana con la severa muceta doctoral. Las preguntas de los examinadores versaron sobre las enfermedades cardiacas, microbiología, fiebres contagiosas e higiene: Matilde Montoya contestó con firmeza y desembarazo.

No fue inferior a la prueba teórica la prueba práctica verificada en el hospital de San Andrés. La nueva doctora recorrió diferentes salas diagnosticando con gran acierto. Lo más difícil quedaba todavía: empuñar el bisturí virilmente. La mano de la doctora no tembló: púsose a destrozar el cadáver con gran habilidad ante la absorta concurrencia, triunfando de todas las dificultades que habían creado los examinadores para mayor lucimiento de la examinanda.

La mujer está perfectamente organizada para las ciencias médicas. Hoy cuentan los Estados Unidos del norte con más de quinientas doctoras en ejercicio. La primera mujer que allí se graduó de doctora fue la señorita Isabel Blackwell. Existe actualmente en Nueva York una Escuela de Medicina especialmente para mujeres, desempeñando el cargo de directora una mujer.

El hospital de Harlem y el hospital de Lucrecia Mott en Brooklyn, han sido fundados por dos de las doctoras graduadas en el mencionado colegio, y otras dos forman parte de la Junta de Sanidad o Estado Mayor de los Hospitales. Once pertenecen a la Sociedad de Medicina del Condado de Nueva York; diez y ocho a otras sociedades especiales de medicina, una a la Sociedad Neurológica Americana; veinte dan clases de medicina en distintas Sociedades y Escuelas; veintiuna escriben en distintos periódicos de la Facultad; dos han publicado obras y folletos sobre medicina, y cinco han inventado nuevos instrumentos de medicina y cirugía.

Las doctoras María W. Faune, profesora de anatomía; Josefina Chavalier, profesora de química y materia médica; Isabel Cushier, de obstetricia; Josefina Walter, Gracia Peekeman, Leonor Kitham, Sara Post, María West, Susana Pray, Julia Mac-Nutt y María Paterson, dan lecciones de clínica y otros ramos de la ciencia en varios colegios de la ciudad.

Entre las mujeres más notables en medicina y cirugía que existen en esa nación, debo mencionar a la doctora María Putnam Jacobi, graduada en París; la doctora Ana S. Daniel y la doctora Sara Mac-Nutt, que han escrito obras importantes, y figuran hoy al frente de las más notables instituciones sanitarias de la ciudad.

Desde la más remota antigüedad viene demostrando la mujer su aptitud para la ciencia de curar. Isis entre los egipcios y Lucina y Medea entre los griegos, poseían la ciencia de Esculapio, sirviéndose de ella para prolongar la vida de los mortales.

Las mujeres de Argos estudiaban botánica y tenían completos herbarios.

Las mujeres druidas sobresalieron tanto en medicina, que la superstición llegó hasta atribuirles el arte de curar lo incurable.

Los hebreos y los egipcios tenían comadronas, y en uno de los libros del Antiguo Testamento encontraréis a Pucha y Sciphia salvando con sus conocimientos a gran número de niños.

Plinio y Galeno nos han revelado que en sus tiempos algunas mujeres ejercieron la medicina. En la Edad Media, época en que no había brillado la aurora de la ilustración para nuestro sexo, las castellanas poseían remedios empíricos que les permitían poner algunos apósitos a los galantes guerreros que se batían por ellas.

San Juan Crisóstomo refiere que después de haber sido desahuciado por varios médicos, una mujer le curó la enfermedad que padecía en el estómago.

En el antiguo Anáhuac, a pesar de no haber brillado todavía el esplendor de la religión cristiana, no era desconocido el pudor en el sexo femenino; tanto es así, que las mujeres del pueblo de Tenoch, cuando tenían que dar a luz, no se entregaban al cuidado de los médicos, sino al de la ticitl, palabra que traducida del idioma náhuatl significa comadrona.

Si las indias mexicanas se hallaban ya versadas en obstetricia, no nos sorprenderá que Agnodice mereciera, por sus profundos conocimientos en medicina, que los atenienses revocaran para ella la ley que prohibía a las mujeres el ejercicio de tan noble profesión.

Una carta real de 1520 concede una pensión diaria a una mujer que, a título de doctora, acompañó a Luis IX y su familia a las Cruzadas.

Cuando a Mme. Bres, que hizo un brillante examen en la Universidad de París, le ofrecieron la plaza de médico en el serrallo de Constantinopla, aumentaron el sueldo para ella.

Santa Ildegarda, Santa Radegunda y Santa Isabel de Hungría, poseían conocimientos médicos.

Mme. Glapion se distinguió en medicina, como la baronesa de Chantal.

Voltaire decía en una carta a Mme. de Deffant: Mis dos ojos han sido dos úlceras, hasta que una buena mujer me ha curado, consiguiendo lo que intentaron célebres médicos sin ningún éxito.

Oliva Sabuco de Nantes, erudita española que floreció en el siglo XVI, publicó un libro muy importante sobre anatomía. Abella, distinguida napolitana nacida en Salerno, escribió un tratado sobre la bilis negra en el siglo XIII, época nada favorable al progreso femenino.

La doctora española Pilar Jáuregui, discípula del renombrado Dr. Mirelle, que se consagra cual su esposa a la enseñanza tocológica, dice lo siguiente acerca de las grandes ventajas que reporta el que la mujer sea asistida por la mujer en esas enfermedades en las que sufre la paciente, más que física, moralmente, al sentir herido su pudor por la mirada del médico: «Los numerosos casos que en mi humilde experiencia he tenido la satisfacción de ver dichosamente coronados por el éxito, me han dado a conocer cuánto influye en el ánimo de la mujer el que otra la asista en uno de los actos de más riesgo de la vida, y esta influencia, que es innegable, exige que la matrona posea extensos conocimientos en obstetricia, y que sea cariñosa, de espíritu nada vulgar, de firme resolución, paciencia ejemplar y tacto muy delicado. La práctica me ha hecho apreciar más y más lo útiles que son las matronas, las penas que endulzan y las lágrimas que enjugan, al conocer graves secretos de que son depositarias».

La mujer mexicana dio brillantes muestras de sus facultades intelectuales en el siglo XVII, pues no solo apareció en ese siglo la inmortal Juana Inés de la Cruz, sino las célebres Teresa de Cristo y María Estrada Medillana. Esta publicó la relación, en ovillejos castellanos, de la entrada del virrey Villena en México (1640) y describió en octavas reales las espléndidas fiestas con que dicho virrey fue obsequiado. Teresa de Cristo obtuvo un premio en el certamen que se abrió para celebrar la canonización de San Juan de Dios. No ha mucho tiempo perdió el Parnaso Mexicano a la inspirada poetisa Isabel Prieto de Landázuri. Entre las glorias femeninas mexicanas tampoco debéis olvidar a María Aguilar, a Sor Encarnación de Cadenas, Dolores Guerrero y Teresa Vera, cultivadoras de las bellas letras.

Ved cuan fácil es adquirir instrucción a la inteligente mujer mexicana; ved cómo Matilde Montoya ha vencido los escollos de la ciencia.

Acogeos al amparo del progresista gobierno que tanto propaga la ilustración de la mujer. Todavía están resonando dulcemente en los oídos de las damas las tiernas y elocuentes frases del Sr. Romero Rubio en elogio de la mujer, al entregar a la nueva doctora el honroso tallo que pronunció el jurado calificador.

Si mi débil voz pudiera llegar a las altas esferas, yo pediría se concediese el título doctoral, libre de derechos, a Matilde Montoya.

No terminaré sin enviar un entusiasta aplauso en nombre de las mujeres mexicanas, de cuyos sentimientos me hago intérprete, tanto al digno Presidente de la República, que ha sancionado el derecho de la mujer a los títulos universitarios, como a los caballeros e ilustrados estudiantes mexicanos, que han sabido tratar con respeto y delicadeza a su compañera.

¡Honra y gloria a la primera doctora mexicana!

¡Loor a los gobiernos que protegen la ilustración de la mujer!





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