Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Viaje de ida y viaje de vuelta del modernismo latinoamericano. El caso de Delmira Agustini

Víctor Pueyo Zoco





La primera lectura de los poemas de Agustini nos depara un incomprensible desfile de imágenes bíblicas y fetiches sagrados, una procesión de serpientes, odres, cálices vacíos o derramados, cisnes exangües, eróticos rosarios, devotas ofrendas y, sobre todo, vampiros. Que estos vampiros responden al prontuario de cierto avinagrado «romanticismo», que tal «romanticismo» explota los flujos y subterfugios de una temática de la sangre, es algo que se desprende de esta primera lectura. El propósito de este trabajo es explicar la estructura interna de estas imágenes, lo que significará:

a) Comprender su lógica dentro de los límites del modernismo; b) Comprender cómo Agustini invierte y a la vez suplementa esta lógica, permitiendo un acceso a las complejas variables ideológicas que vertebran el proyecto modernizador de las burguesías criollas de Montevideo a principios del siglo XX; lo que he llamado, en un intento por simplificarlas y a la vez por hacerlas legibles, el viaje de ida y vuelta del Modernismo latinoamericano.

El Modernismo era el primer intento sistemático por establecer una diferencia americana a través de la identificación de un campo de inmanencia propio, que implicaba y al mismo tiempo quebraba las consignas de cierto parnasianismo europeo según el cual la poesía era, fundamentalmente, lenguaje. Está claro. Hablar de la «autonomía» de la poesía equivalía a legitimar la existencia de territorios discursivos autónomos y constituía por tanto, más allá de un gesto desprovisto de política, el gesto político por antonomasia. Este es un punto de partida básico y, sin embargo, insuficiente para comprender el fenómeno que conocemos como modernismo. Para entender este gesto político, para definir este acto en toda su dramática intensidad, es necesario comprender el lenguaje en que se inscriben sus términos; comprender, en otras palabras, su «forma literaria». Solo que lo que entenderemos ahora por «forma literaria» no será ese vago envoltorio «espiritual» del objeto que le otorga una existencia «estética», sino el contenido mismo de aquel acto político: su constitución ideológica. Todo lo demás, para rendir homenaje a Cornejo Polar, sería escribir en el aire. Por supuesto que la escritura de Delmira Agustini también demarcaba posiciones muy concretas; por supuesto que señala una «diferencia», pues a un nivel micropolítico la producción de nuevos campos de inmanencia no era, en definitiva, sino la posibilidad de construir una auténtica esfera de lo privado. Por supuesto que su poesía canibaliza el cadáver modernista encarnado en Rubén Darío (Jrade, 261-262) y por supuesto que, en este sentido, su cisne subvertía el estatuto simbólico de los cisnes del poeta nicaragüense (Molloy, 57-59). Todavía no hemos explicado, sin embargo, a qué obedece la práctica específica de la diferencia con respecto al discurso modernista y qué es lo que esta diferencia «expresa» en el nuevo horizonte discursivo de la «Generación del 900».

Desde luego, si algo está claro ahora es la necesidad de estar prevenido contra una crítica de la excepción (léase: la escritura de Agustini es específica en tanto «diferencia», como expresión de un «sujeto», etc.). Entre otras cosas, porque resucita los fantasmas del cónclave epistemológico del que estos poetas trataban de diferenciarse. Esto es: el discurso alienista de un Lombroso o un Nordau que, bajo semejantes coartadas epistemológicas (la implacable especificidad de los hechos, la manera en que el sujeto reacciona a «su» contexto, vagamente definido en términos ambientalistas) había modelado el concepto de degeneración. Es fácil precipitarse aquí por el desfiladero del positivismo como filosofía del «no es más que»: el ardor y el deseo sanguíneo no es más que «exaltación» de esas «cualidades femeninas» de Agustini, tal y como cita ¡Molloy! directamente de Alfonsina Storni (59). ¿No era el positivismo el que producía, desde la excepción, la categoría misma del «desviado»? La censura de aquellos hombres y mujeres «desviados», poetas, astrólogos y demás bohemia de fin de siécle, consistía precisamente para el alienismo en la atrofia de sus facultades volitivas como definición de una forma específica de deseo. Lo dirá el propio Nordau: «With this characteristic dejectedness of the degenerate, there is combined, as a rule, a disinclination to action of any kind, attaining possibly to abhorrence of activity and powerlessness to will (aboulia)» (20). Aquí, donde la excepción se alía con la norma, donde cada norma genera «su» excepción, surge la gran paradoja del modernismo desde el punto de vista de la epistemología crítica: el rechazo de una determinación estructural de los fenómenos que comprende crea el marco propio de un determinismo mucho mayor y, como tal, irreductible: cierto género de deseo. Esto no significa que el modernismo no coincidiera, vertiginosamente, con su némesis positivista. Al contrario: esto es efectivamente lo que sucedía y lo que sucede, por ejemplo, cuando Darío, en un hábil tour de forcé, incluye a Nordau en su catálogo de Los raros. El científico positivista era también un desviado con respecto a la norma modernista. Es ciertamente, esta paradoja lo que constituye la problemática que nos ocupa. Ahora bien, la insistencia en el hecho diferencial per se de la poética modernista, la sobrecarga de la esfera política sobre otros ejes de determinación, no solo no explica esta paradoja, sino que nos hunde, una vez más, en la impotente satisfacción de la aporía, si no en una mística casi positivista de la volición.

Intentaremos resolver esta aporía a través del examen de dos cuestiones básicas: 1) la existencia de una «epistemología» modernista, es decir, el simbolismo como «saber/poder» y su relación con el vitalismo; 2) la constitución ideológica de esta práctica epistemológica simbolista como encrucijada ideológica entre el positivismo y el vitalismo.

1) En primer lugar, merece la pena desterrar de nuevo el lugar común de que el simbolismo constituye, como tal, la condición de posibilidad de un «arte por el arte». Incluso si esto fue así en las coordenadas ideológicas del simbolismo europeo del XIX, en diferente medida según sus múltiples variantes, el simbolismo siempre ha tenido un marcado carácter didáctico1, vinculado a un saber patrimonial. De hecho, y aunque tendamos a identificar simbolismo y modernidad (Balakian, 3-28), aquello a lo que nos referimos con la palabra simbolismo es la manifestación de aquellos rasgos «poéticos» específicamente pre-modernos. La supervivencia, si se quiere, de una episteme obsoleta, basada en la correspondencia entre palabras y cosas (Foucault) o, más concretamente, la persistencia de los patrones ideológicos de modos de producción (Althusser) anteriores a la modernidad burguesa, donde el sujeto permanece inscrito en el censo de una escritura previa a su constitución imaginaria como «sujeto libre». ¿Cuál es esta lógica del simbolismo desde el corpus hermeticum (Asclepio, Estobeo), desde la tradición doctrinaria, Marsilio Ficino o Swedenborg a Mallarmé (pasando por el llamado «barroco» español)? Es la lógica de un mundo cifrado, un mundo en el que las cosas sensibles no son sensibles o no son «las cosas», sino los signos de esas cosas, cuya lectura permite el acceso a la verdad. La sensibilidad misma, como categoría burguesa, es a partir de Kant una marca (esto es, un signo) que identifica al individuo dentro de una clase social: es el capital simbólico de Bourdieu. Pero la existencia misma de un capital simbólico depende de la necesidad de las capas pequeñoburguesas de «diferenciarse» de aquellos que atesoran el capital económico propiamente dicho: la burguesía industrial. Necesita, en este sentido, un elenco de imágenes que restauren una manera diferente de imaginar las relaciones de producción: de ahí el carácter mistérico o religioso, veladamente feudal, del simbolismo europeo. Después se mostrará, a estos efectos, cómo la pequeña burguesía modernista se arropa de este imaginario para significar la inexistencia de las clases sociales o la existencia triunfal de una clase media. Por lo que respecta a Delmira Agustini, lo importante ahora es la ausencia del mundo o su presencia detrás del signo, que lo hace legible. «El velo blanco, blanco y transparente» de «A una cruz», donde la tierra es «inefable» y solo comprensible a través de la blancura del velo, puede ser uno de tantos ejemplos. Toda mención al Misterio o al Secreto persigue también esta senda: el Secreto (lo que es pero no lo parece) frente al Engaño (lo que parece pero no es) y, por supuesto, la aparición de su reverso, el Desengaño:



Era el Desengaño;
Y al tocar mi frente dejó en ella impresa
la indeleble huella de su dedo helado!

¡Pobres ilusiones!
¡Pobres sueños blancos!


(70-74)2                


El final de este poema («Fantasmas»), en el principio de la carrera poética de Agustini, anticipa la vocación simbolista de toda su producción posterior: el Desengaño revela esos signos («la indeleble huella») cuya lectura proporciona un acceso a la verdad de la ilusoria «blancura» de los símbolos. Tal blancura es un sueño o un engaño: no hay cosas vacías, todo está plagado de signos o de huellas que atestiguan su ilusoria deposición. En esta blancura vestal naufragó la crítica más pacata de la época, que guarecía en la literalidad su piadosa y paternal defensa de «la Nena» (Rodríguez Monegal: 43-61). Que su apodo poético fuera, sin embargo, «la Pitonisa» dice no poco sobre el carácter ritual y hermético-simbolista de su obra.

De hecho, la biografía de Agustini no es aquí del todo irrelevante, aunque no del modo palpablemente literal en que se viene entendiendo su relevancia. La Vida, en correlación con el Libro, tiene un peso fundamental en las estéticas simbólicas, que son recogidas por la circunstancia histórica de Agustini. Para el simbolismo, el libro es la vida y la vida es el libro. En el caso del simbolismo bajomedieval (y todavía para Francis Bacon), ese libro es siempre la Biblia, es decir, el Libro. Pero dentro del simbolismo modernista, puramente secular e inequívocamente individualista, el libro solo puede ser la propia obra del artista. E impulsado por el élan vital que conducirá a Bergson (y que dejará, por cierto, una fuerte impronta en Agustini, como después, también, se mostrará), este simbolismo transformará la consigna de que «el libro es la vida» en su variante pequeñoburguesa de «vivir el libro» como se vive la vida. Una consigna que animará la agenda biográfica de un Gómez Carrillo y que engrasará la propia lógica itinerante del dandy, que no apela sino al travestismo simbolista y parvenu de ese flâneur urbano de Benjamin. Pues, en efecto, la especificidad del dandy dentro de la matriz simbólica proviene de su necesidad de aparentar que lo es por medio del disfraz. No se trata, entonces, tanto de la visión del dandy como de su «ser visto» o «ser leído» dentro del carnaval flotante de las sociedades urbanas industriales. Como dirá Agustini en «Supremo idilio»: «-Los ojos son la Carne y son el Alma: mira! / Yo soy la Aristocracia [...]».

Los ojos, pues, son objetos de carne antes que focos del espíritu o, mejor dicho, focos del espíritu en la medida en que legibles objetos de carne. En Agustini, en efecto, los ojos no son tanto órganos de visión, como objetos de la visión, es decir, signos especulares que revelan la existencia oculta de un Todo misterioso. Por ejemplo, en «Plegaria»:


Piedad para los ojos que aletean
Espirituales párpados:
Escamas de misterio.


(28-30)                


De ahí el frecuente desguace (la tan traída y llevada «fragmentación») del cuerpo del amado: los objetos particulares como túneles y peaje de acceso al Todo, al Misterio o al Uno, por no hablar de los espejos, los velos, la dicotomía Carne / Alma y otros motivos parecidamente ubicuos en la poética de Agustini.

El propio Darío, con el poema liminar de Cantos de vida, había fundido hitos biográficos e hitos literarios, en un gesto que se toma reveladoramente explícito cuando publica las glosas tituladas Historia de mis libros-, una biografía solo podía ser para Darío una bibliografía. Así, en consonancia con la prédica medieval de la fidelidad al libro en la vida (cuyo género es la hagiografía), Darío escribiría su particular hagiografía pagana en Los raros, una colección de vidas. No en vano, este «vivir como el libro» es lo que produce toda esa célebre sociología del modernista bohemio y suntuario que, examinada dentro de la problemática general del simbolismo, desborda el dogma de un arte por el arte bajo cualquiera de sus formulaciones típicas: la del «sujeto estético» de Eagleton (88-89), la del hombre apolítico de John Beverley (42) o la referencia general a una estética amoral o a un moralismo «estetizante». En la base de todo simbolismo existe un «deber ser» con respecto al libro, que en el modernismo latinoamericano deja de constituir una ética para transformarse en una poética, esto es, en el deber ser del libro mismo. El acto ético y el acto poético se igualan en el nivel del hacer (casi en el sentido etimológico de poieo, que significa precisamente eso, hacer). Pero eso no significa que el acto ético se haya disuelto; al contrario: ha pasado a ocupar un nivel tan central que no puede distinguirse de la propia escritura poética. Ciertamente, es difícil o quizá imposible encontrar un poema de Darío que no suponga la postulación de una poética. Ya se ha aludido al «Yo soy aquel» que inaugura Cantos de vida, donde versos como el conocido «bosque ideal que lo real complica» no es solo un apóstrofe poético, sino también un apóstrofe a la poesía, claro está, modernista. O, volviendo al cuento inicial de Azul..., lo mismo puede decirse de «El rey burgués». Agustini no hace menos claros estos presupuestos simbolistas: el «deber ser» de la poesía, cierto edulcorado ars scribendi, es una de las constantes temáticas de su obra, ya desde La alborada. El poema de este libro titulado «Al vuelo», comienza con la significativa estrofa:


La forma es un pretexto, el alma todo!
La esencia es alma -¿Comprendéis mi norma?
Forma es materia, la materia lodo,
La esencia vida. ¡Desdeñad la forma!


(1-4)                


Razonamiento casi silogístico al que se añaden diversas recomendaciones magisteriales, sobre cómo elegir la flor agreste o cómo apreciar las melodías de la alondra (en la corrección que la propia Agustini hace del poema sobre la primera edición de El libro blanco (frágil) de 1907. ¿Cómo evaluar, entonces, este deber ser o didactismo modernista en Delmira Agustini? El modernismo rescataba la imaginería del simbolismo cristiano con su dicotomía trascendente libro/vida; y, por otro lado, tal simbolismo perdía la trascendencia y reorganizaba este binomio de acuerdo a las nuevas regulaciones del nuevo horizonte ideológico: el deber ser kantiano, el texto como deber ser abstracto. En la Edad Media, como es sabido, no existe una diferencia entre el saber y el vivir, porque el buen vivir en última instancia siempre depende de un saber que está escrito. Pero con la irrupción de la ideología lockiana de la doble experiencia, vivir y saber se convierten en categorías separadas (y de ahí el dilema fáustico, por ejemplo, en que insiste De Sobremesa de Asunción Silva), lo que significa que están al mismo nivel y que se pueden «confundir», como de hecho se confundirán mucho después de Locke, Hume y algo después de Goethe, con las transformaciones que conducen al establecimiento de un horizonte ideológico positivista y en el seno de este horizonte. Delmira Agustini ejemplifica perfectamente la consumación de este proceso; por eso la entrega sexual puede ser la ofrenda de un libro. De otra manera, el título de ese poema, «Ofrendando el libro», quedaría fuera del alcance de toda interpretación. El libro es ahora el cuerpo, y el saber otra de sus funciones vitales. Agustini presenta este problema a través de una manifiesta erotización de la consabida -desde Baudelaire- ley de las correspondencias «pitagóricas»:


Porque tu cuerpo es la raíz, el lazo
Esencial de los troncos discordantes
Del placer y el dolor, plantas gigantes.


(4-6)                


Es decir, que el cuerpo es una «carne sombría», materia sujeta a corrupción, pero también el nudo gordiano (siguiendo con el símil medieval) en el coinciden las cosas que existen. Nudo gracias al cual, por consiguiente, estas cosas se pueden leer. Esta idea del nudo que hace legible la realidad y que -como se explicó- tiene que ver con el legado simbolista que arrastra Agustini, tendrá un protagonismo estelar en su poética. Es el título de uno de sus poemas («El nudo»): «¡Ah! los cuerpos cedieron, mas las almas trenzadas / Son el más intrincado nudo que nunca fue» (10-11). Esto es, que en el nudo sexual de los amantes se lee el Uno (del Amor, de la Poesía, etc.). Las resonancias neoplatónicas son evidentes. De igual manera funciona la cruz que ata la tierra al cielo «como un férreo lazo» en «A una cruz». La crítica ha acertado, ciertamente, en matizar a su manera los perfiles de este legado simbolista, alegando que la producción de Agustini atesora un tenor literal y un peso sensual del que sus predecesores modernistas carecen. Acaso, también, se ha constatado una mayor presencia de lo natural (a menudo el «naturalismo») y una mayor prominencia, en general, de los impulsos vitales, siempre ligados a categorías como el «deseo» o la «subversión». Contendremos que esto, sin ser falso, puede sin embargo articularse de una manera más precisa; es decir, de una manera que no imponga como un a priori esa división tajante libro/vida, poesía/política o, en términos de influencia, modelo/subversión del modelo, división que se nos presenta, ahora, como una división demasiado ingenua. Lo cierto es que tanto la poesía de Darío como la de Agustini administraban un mismo imaginario -el imaginario simbolista-cristiano- y una misma relación con el proceso de desecularización que sufre este imaginario en el período finisecular (Gutiérrez Girardot: 11-21). Ambos, sin embargo, «tratan» la temática que acompaña a este proceso de una manera diferente, aunque acometiendo la misma tarea en los dos frentes sucesivos de lo que llamaremos, con el permiso de Ángel Rama, un doble viaje de ida y vuelta. A Darío le corresponde (con sus misas paganas, con sus poemas salpicados de latines) una sacralización de lo secular, mientras que Agustini obrará, más bien, una secularización de lo sagrado. Esta secularización tiene en cuenta diversos motivos: la eucaristía o una inversión de lo eucarístico, al transformar el cáliz en beso y la carne en carne: «Copa de vida donde quiero y sueño / Beber la muerte con fruición sombría» («Boca a boca», 1-2); el vampirismo, como parte de la misma inversión: la encamación del diablo en hombre y reverso erótico-culpable de aquel «Bebed de este cáliz, porque esta es mi sangre, etc.»; y, por supuesto, la problemática de la sangre misma como flujo arrebatado y como vino literal, vino que embriaga y solivianta los quehaceres del deseo. A estos problemas, podría añadirse la manufactura de todo un bestiario profano en tomo a la corrupción del cuerpo, a su estatuto mismo de cuerpo en la materialidad de su destino: buitres, sierpes, gusanos y quimeras, los «perros sin dueño» de «Cuentas de luz», la «olímpica bestia» de «Cuentas de fuego»... ¿Por qué los animales y, sobre todo, qué mecanismos explican el giro literal que el modernismo adopta en la obra de Agustini? ¿Hay, en verdad, tal giro literal o se trata de la manifestación misma de los límites del modernismo?

2) El modernismo no se podría entender fuera de los procesos sociales que dan cauce a la práctica de una escritura «simbolista». Con la expresión procesos sociales se alude a fenómenos diversos: la división del trabajo, con la profesionalización del oficio literario en América Latina y su reclusión a la esfera privada (Rama, 1970: 49-79); el llamado torremarfilismo, que se deduce directamente de esta fractura social como asunción deliberada de posturas anti-pragmáticas y/o asociales; y, en fin, la problemática de la autonomía poética que las burguesías criollas establecen en la encrucijada de los imperialismos, como fantasía de emancipación con respecto a la rémora feudal materna (España) y al nuevo paternalismo capitalista (Estados Unidos). Este «contexto socio-histórico», no obstante, resulta como tal insuficiente a la hora de explicarse las transformaciones que las estéticas simbólicas sufrieron en los estertores del XIX. Si el nivel político no se remite al nivel de las matrices ideológicas que lo estructuran, el análisis corre el riesgo de verse reducido a un mero examen de los efectos, a un anecdotario imparcial o, peor, a un efecto más de aquella superestructura ideológica. La realidad es que cuando los poetas modernistas se «rebelaban» contra ese enemigo imaginario (que en el lenguaje de Silva es el «populacho» y en el de Darío el «rastacueros», pero en todos los casos ese despreciable «burgués»), no hacían sino reforzar la ideología burguesa imperante, otorgándole a la inutilidad un valor inverso, pero correlativo, al valor que la utilidad recibía en el seno de esta ideología. Esa ideología imperante era el positivismo, para el que «cualquier excepción, anormalidad, funciona como legitimador de la norma, del sistema» (Rodríguez, 1984, 204). Esto ocurrió así en todos los saberes derivados de la filosofía positivista, desde el evolucionismo de Darwin hasta la sociología de Max Weber, pasando por el determinismo de Bernard y de su escuela médica. Hasta tal punto esto es así, que se puede decir que la poesía más puramente «parnasiana» del modernismo no habría podido existir -y de hecho no existió- hasta que el horizonte ideológico positivista no se apoderó de Europa. Esta es la gran contradicción del gesto diferenciador de Darío: la burguesía americana no se sumergió de lleno en este nuevo horizonte poético «modernista» hasta que no reclamó su condición de excepción con respecto a la norma que establecía; lo que significaba, sin duda, su ingreso en una modernidad in medias res.

¿Cuál era el punto de partida al que esa poesía en sí apelaba en última instancia? ¿Qué determinaciones imponía? Por supuesto, había una veta de poesía pura -y de moralismo puro- anterior, cuya expresión teórica era el idealismo formalista kantiano. Kant establece una división entre entendimiento (juicios racionales) y sensibilidad (juicios estéticos) y, dentro de la sensibilidad, entre juicios estéticos impuros y juicios estéticos puros. Estos últimos, se producen cuando no existe ningún tipo de determinación exterior al sujeto y tienen como resultado esa cierta complacencia desinteresada que está en la base de toda moralidad «estética». Pero esta estética de formas puras kantianas no es lo que tenemos en el modernismo; pues, como ya se explicó anteriormente, el simbolismo modernista hace coincidir el libro y la vida, la vida y el libro, en una sola superficie. Se trata, antes bien, de la impureza sublimada. Esto es: el simbolismo modernista ya considera la vida y solamente la vida plenamente como ese libro que debe ser leído. Esto solo pudo concebirse en la confluencia de dos ideologías finiseculares: el positivismo y el vitalismo. Tanto es así, que resulta más rentable explicar las poéticas modernistas desde esta confluencia ideológica que desde la transitividad lineal de las generaciones y sus influencias3. Donde la crítica ha colocado el Modernismo y, seguidamente, una Generación del 900 que continuaba y a la vez rompía con sus presupuestos, aquí se propondrá un análisis que pueda superar esta noción de la influencia (típicamente positivista, por otra parte), para comprender el positivismo como una de las matrices ideológicas que dieron forma al modernismo latinoamericano. Con este fin, distinguiremos:

  1. Un horizonte ideológico burgués y positivista.
  2. Un horizonte vitalista y pequeño-burgués.

A) Habrá de recordarse que Comte distingue tres etapas en el proceso de perfeccionamiento del Espíritu: 1) el Estado Teológico; 2) el Estado Metafísico; 3) el Estado Positivo. La razón crítica habría enterrado el oscurantismo feudal, consolidando un período metafísico que distingue la razón de la fantasía, al científico del poeta, lo empírico de lo ilusorio, el noumenon del fenómeno, etc. Pero el positivismo, que no admite un a priori trascendental, reorganiza estas categorías; de esta manera, si Kant distinguía entre «la cosa en sí» (lo trascendental, lo íntimo y lo verdaderamente real, la esencia) de «el en sí de la cosa» (lo empírico, la apariencia material), el positivismo comtiano hará del «en sí de la cosa» la «cosa en sí». Esto es:

El positivismo, basándose en este esquema, traslada los atributos de la cosa en sí al en sí de la cosa; es decir, interioriza toda esa lógica trascendental, toda la esencia exterior y la coloca dentro de lo racionalmente demostrable. Así aparecen los distintos saberes positivistas; aparece la «sociología» que estudia la sociedad desde dentro, analizando todas sus relaciones y funcionamiento interior; aparece la «psicología» que estudiará el en sí del hombre, todas sus relaciones y fundamento interior; aparece la «antropología» que estudiará el en sí de la historia del ser humano, etc.».


(Rodríguez, 1984, 201-202)                


Rodríguez sugiere que el horizonte ideológico positivista es el responsable de lo que entendemos por poesía moderna. Esta aserción se fundamenta en tres razones: 1) que la poesía moderna se concibe como culminación o estadio superior del Espíritu humano (Rimbaud había dicho: « il faut être absolument moderne»); 2) que la poesía en sí como poesía, sin la trascendencia de un saber distinto de ella, no había existido antes de esta ideología; y, de hecho, podría añadirse que las grandes líneas poéticas de la actualidad, «poesía pura» o «poesía del conocimiento» y, por descontado, la «poesía de la experiencia» también, parten del positivismo/empirismo; 3) la posibilidad, que finalmente se hizo efectiva, de un «camino de vuelta» o una inversión de la problemática positivista; en el caso de América Latina, el camino de vuelta de la civilización a la barbarie o, más específicamente, aunque Rodríguez no lo señale así, a un cierto Estado Teológico representado por el Ite missa est de Darío. Este regreso es precisamente lo que sucederá en el modernismo, tal y como se verá a continuación. Pero, ¿cómo se plasma esta problemática positivista en la poesía modernista y, más específicamente, cómo la afronta Delmira Agustini?

En primer lugar, la poesía en sí, no determinada por ningún agente externo o saber trascendente, es el símbolo en sí o lo que venimos presentando como un estadio positivista del simbolismo. Este símbolo en sí es (en «Los cisnes») paradigmáticamente el cisne, aunque no solo el cisne: podría recordarse la paloma virginal de Azul... o el museo ideal de fetiches de Casal. La relación simbólico-didáctica con el saber sigue intacta en el cisne, pero su cuello enarcado remite el saber a ese signo de interrogación que es su propia respuesta. La ausencia de un objeto trascendente (en muchas ocasiones, «el alma») se manifiesta con claridad en otros versos del mismo poema («Los cisnes»): «casi no hay ilusiones para nuestras cabezas, / y somos los mendigos de nuestras propias almas» (19-20). La razón ya ha sido expuesta: la vida y el saber están al mismo nivel en el simbolismo modernista, lo que da lugar a la bohemia, que es el conjunto de actos destinados a verificar esta correspondencia: una especie de saber de la vida. Esta nueva orden mendicante, relegada a la esfera privada, despojada ya de la venia pontificia que le permitía ejercer el sacerdocio de los destinos nacionales, predica ahora con el ejemplo. Su «ser poetas» es la obra en sí. De esta manera, los modernistas se habían convertido en fetiches de sus propias poéticas. Fuera del tráfico que propone el mercado y al mismo tiempo dentro de él, porque su rebeldía lo afirma como enemigo; renegando del valor de cambio, pero condenándose a él por haber amputado todo valor de uso a «lo estético», el poeta modernista debe recurrir al cisne. Aquí empieza el camino de vuelta, en la asunción de un anti-utilitarismo que hace de la resistencia un estilo literario latinoamericano. «Faltos del alimento que dan las grandes cosas / ¿Qué haremos sino buscar tus lagos?» (25-26). Sin embargo, el optimismo positivista, que cree haber entrado en una etapa auroral y, aún así, eterna (el Estado Positivo), subyace a la lógica del camino de vuelta en la boca del cisne blanco, cuando al final del poema exclama: «La aurora es inmortal, la aurora / es inmortal!» (42-43). No se olvide que donde dice camino auroral puede leerse civilización, según los términos de la dialéctica civilización / barbarie de Sarmiento; de hecho, el camino de vuelta hacia una forma de primitivismo (americano o español, un camino de vuelta hacia la Raza o hacia la Sangre), está ya trazado en una estrofa muy martiana, y al mismo tiempo muy quevediana, de este poema:


¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni nobles caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?


(33-36)                


«Y muy siglo diez y ocho y muy antiguo / y muy moderno» (9-10). Muy Verlaine y Hugo, pero al hispánico modo, Cantos de vida traza la primera línea del camino de vuelta. Al fin y al cabo, ese camino de vuelta se deriva del horizonte modernizador positivista: es la especificidad latinoamericana de ese proceso modernizador. Después se entrará en la cuestión de este camino de vuelta. Ahora es necesario insistir en este símbolo en sí, que habla de sí mismo como símbolo poético (es decir, como poesía). Ningún ejemplo ilustra con más claridad esta problemática del modernismo en el horizonte ideológico positivista que El libro blanco (frágil) de Agustini. Se trata de un libro (con la obligada resonancia que el libro tiene frente a la vida, o la escritura frente a la experiencia), pero ese libro es blanco. Esto no equivale a afirmar que está en blanco, porque esto significaría que el libro no dice nada, y desde Mallarmé sabemos que la página en blanco no implica no decir nada, sino antes bien decir la Nada, la Forma pura de la poesía o la poesía en sí. Lo trascendente ha pasado, simplemente, al nivel de la superficie convirtiéndose en el tema de la poesía. Así, no se trata simplemente de que el blanco del cisne, de la paloma blanca o del libro blanco constituya una blancura sensible, como la tabula rasa que, desde luego, también tiene que ver a un nivel germinal con la ideología burguesa en su vertiente empirista. Se trata, más bien, de que Agustini dice «su alma», petrificada, esculpida o congelada en esta blancura. Por eso los motivos e imágenes de El libro blanco (frágil) son siempre consecuentes con esta idea: «El arte» o «La estatua»: «Recortad la silueta soberana...» [...] «Tallada a golpes sobre mármol duro», etc. Sin hablar, por supuesto, del desnudo, que es el desnudo del alma -que se exhibe tal y como es en el poema, es decir, como poesía-. Pero no solo eso: también aparece la Verdad desnuda («La vena azul de la Verdad desnuda!», en «El austero») como epítome de lo que se ha venido explicando: un saber que está ya puesto en la superficie del cuerpo, de la Vida, de la Poesía. En efecto, la relación del simbolismo con la verdad o con el saber, siquiera un saber de rango individual, no ha desaparecido. Pero ahora es una verdad desnuda. El poema «Al vuelo» parece hablar por sí mismo en su claro rechazo de la forma como vestido del alma: «La forma es un pretexto, el alma todo!» (1). Pero, ¿cómo la forma no iba a ser un pretexto si el alma es ya la Forma en sí, trascendentalizada, que se expresa en el nivel material de la sustancia, incluso en el vacío de la hoja en blanco de ese libro frágil? ¿Cómo no iba a ser frágil (toda una redundancia) un libro cuya cubierta es el alma? De aquí parte la trayectoria poética de Agustini: torsos griegos, dientes blancos, tardes de plata... De un kantismo reelaborado por la ideología positivista y leído en el francés de Mallarmé y Verlaine, entre otros. Obviamente, la ideología actúa a un nivel inconsciente, pero así y todo Agustini comprendía los rudimentos de su mecánica; y en «La musa gris», quizá uno de los poemas más importantes del libro, se retrata a sí misma como «La musa que canta blancuras opacas». Blancura opaca es, quizá, una de las mejores definiciones de la ideología positivista, tal y como penetra el modernismo latinoamericano, que es dable esperar.

B) Y, sin embargo, ya desde los umbrales de esta primera etapa y sobre todo en adelante, la obra de Agustini está impregnada de otra veta ideológica necesaria para emprender ese famoso «camino de vuelta». Camino de vuelta, repetimos, que ya había comenzado Darío con sus Caupolicanes y su pasión por la materia cidiana, por América y por España y, en definitiva, por todo lo que contribuyera a establecer una naturaleza humana concreta sobre la que asentar los cimientos nacionales. Lo característico, lo importante de Darío no es que este camino de vuelta (de la poesía al mundo, de la civilización europea a cierta imagen de la barbarie) fuera una concesión a los reproches de Rodó o al programa de Martí, sino, precisamente, que este regreso a la naturaleza partía de la posibilidad misma de invertir el curso del paradigma positivista o «camino de ida» hacia la civilización. En esto, el modernismo latinoamericano se desmarcó de otros simbolismos paternos como el belga y el francés, ya que no solo obró esta inversión en el campo de lo que llamamos esteticismo moral, sino que previo la necesidad de superarlo a través de una inversión completa del paradigma de la modernización. Darío hace patente esta inversión en Cantos de vida, con Roosevelt y con Whitman, con cierto mesianismo catolizante y con el letmotiv de la esperanza, la «Spes» y el hispanismo, Cervantes, Góngora y Velázquez. Será, sin embargo, el «900» el que lleve estas aspiraciones más lejos, para hacer de la vida una selva, literalmente «la selva» (Quiroga, probablemente imitando el retiro de Rimbaud) o para hacer de la selva poética simbolista una vida y, en fin, una naturaleza americana.

La ideología que permitió esta inversión fue, en efecto, la ideología pequeño-burguesa del vitalismo. Su corolario: que todo ese Estado de hechos positivos queda trascendido por la Vida (Nietzsche)4 o por una Voluntad ciega (Schopenhauer) y que esta voluntad ciega o fuerza irracional es la del pueblo americano; que la vida no se puede someter un progreso positivo y heterónomo, es decir, impuesto desde afuera (el Unamuno, por ejemplo, de Amor y pedagogía, pero también Ortega). La ideología pequeño-burguesa abastece a estos escritores de toda una imaginería ancestral de la naturaleza humana: la Raza, la Sangre, la Nueva Estirpe, etc. Claro que esta ideología no es nueva y había formado parte ya del rechazo del «materialismo» burgués, con sus hordas de filisteos y rastacueros, en la constitución de ese llamado esteticismo moral. Realmente, la pequeño-burguesía europea había practicado ya esta ideología siglos atrás cuando, incapaz de acceder al poder económico detentado por la alta burguesía ciudadana, inventa la sensibilidad como marca esencial de la naturaleza humana, que la distingue del campesinado del que proviene («los villanos») y la dignifica ante el capital que no posee (y que se convierte en «lo material»). Esta ideología de la naturaleza humana, del alma bella y de la sensibilidad, se rellena de los motivos de la ideología feudal que la pequeño-burguesía añora, porque en el peor de los casos le proporcionaba un lugar estable en un orden inconmovible frente a sus nuevos depredadores sociales. Así, lo que antes era la sangre azul, ahora es la Raza o la «Otra estirpe» de Agustini o, simplemente, nuevas configuraciones de lo azul en poesía, encamadas siempre en elementos naturales desde la flor azul de Novalis hasta el cielo, las «venas azules» de la Verdad, el «huevo azul de Leda» o el pájaro azul de Darío (del mismo modo que la inexcusable bisutería del decorado modernista -las piedras preciosas o el oro como cuerpo mineral- es una naturalización del dinero como valor general). Aparecen princesas tristes y principados poéticos, ungidos por la necesidad de ese carácter pseudo-nobiliario que la pequeño-burguesía busca atribuirse para hacer frente al mercado. Finalmente, como no podía ser de otra manera, toda la iconografía religiosa que permite la lectura de un feudalismo católico y sentimental se trasvasa a la ideología pequeño-burguesa en forma de fetiches profanos; son, claro está, los ostensorios y custodias de Baudelaire, pero también y fundamentalmente el lugar al que queremos llegar: los cálices vacíos, los relicarios, las cuentas de fuego y de luz, los vampiros y las serpientes de Agustini.

Por supuesto, esta ideología alimentaba los intereses de las élites criollas, que pretendían reivindicar ese desarrollo alcanzado en los centros urbanos como propio (del espíritu nacional) frente al poder económico «material» (en este caso, el imperialismo económico estadounidense). De ahí el esfuerzo por fomentar una iconografía autóctona o al menos hispánica (e.g., Martí), el esfuerzo por humanizar ese sagrado que, recordemos, se había convertido en lo trascendente en Kant y en lo positivo en Comte. Esta ideología, con sus estímulos particulares, con el arielismo como telón de fondo, fue la que atrajo las estéticas simbólicas al escenario finisecular americano, posibilitando lo que llamamos modernismo. Pero esta humanidad o secularidad de lo sagrado, que tenía por objeto definir la sensibilidad americana, todavía estaba sujeta en Darío al proyecto modernizador del horizonte ideológico positivista, tal y como ya se ha explicado. El siguiente paso era la humanización de lo sagrado, la transformación del canon modernista en naturaleza americana. Ese paso estaba reservado a Agustini y a su generación. Léanse en esta clave las burlas de un Roberto de las Carreras, dandy novecentista, hacia la sacrosanta institución del matrimonio (ya hacia 1884), cuyo objeto no era otro que el de legitimar la ilegitimidad, el de vindicar su propia bastardía como ruptura con la sociedad «burguesa» y comienzo de una literatura ex nihilo (pero no cabía en todo caso acto más burgués que este, ni en la condición real de hijo ilegítimo de Roberto ni en su contexto histórico-social en el proceso de emancipación de América). Léase también así el pensamiento político de Manuel Ugarte, vértice de un triángulo venéreo, fatídico probablemente, con la Pitonisa y Job Reyes, pero sobre todo promotor de un socialismo nacional transplantado a América Latina que requería un nuevo lenguaje literario. La inversión del paradigma había de ser total. Y si sus antecesores ya habían convertido el utilitarismo en una consagración a la improductividad, ahora restaba encontrar el reverso-remedo de esa idea radical de ciencia positiva y progreso. Este reverso fue facilitado por una variante filosófica de la ideología pequeño-burguesa: el vitalismo con su Vida irracional o Fuerza generacional (en Ortega, en Baroja) que trasciende el hecho positivo. El imaginario simbolista ya no será un modelo de vida (esto es, de escritura, dado que estos niveles ya habían sido igualados por Darío), sino que constituirá en adelante la naturaleza misma en la que el sujeto vive. Los cálices vacíos de Agustini no son símbolos de cálices en sí y por tanto de su poesía, sino que, notablemente, son cálices. Lo mismo había notado Molloy (100) acerca de los cisnes. Después comprobaremos que esta cuestión es más compleja y que esto no es totalmente así. Pero de momento, cabe notar que estos cálices se asimilan, en efecto, a la materialidad del cuerpo; que parecen ser la corporalidad misma del sujeto que los enuncia: «Y yo parezco ofrecerle / todo el vaso de mi cuerpo» (35-36). Ahora bien, si aquí (en «El cisne» de Agustini) el cisne era el amante y el vaso vacío era -contra las ánforas de Epicuro o vasos llenos de Darío- el cuerpo de la amada esperando el vertido de una consumación, en otras ocasiones el vaso es simplemente vaso de Vida, «cáliz de mi vida» (en «Monóstrofe») o «vaso de bálsamos» (en «¡Vida!»). O el vaso es el amante, como en el largo apostrofe de «Boca a Boca», donde llama (¿a Ugarte?): «vaso pleno / De rosas de silencio y armonía» (13-14). El vaso ha pasado de ser la repudiable forma poética en la primera etapa de Agustini («Nada os importe el vaso») a ser «una sima embriagante y sombría» (21) que derrama el espíritu como un «pomo de esencia» (24) en el poema «A lo lejos», de De fuego, de sangre y de sombra. Un objeto sensible y sensual, dionisíaco, en definitiva cuyo estatuto queda bien definido en el verso: «Cáliz en donde el corazón flamea» («Boca a boca», 24). Porque, sea cual sea el cuerpo del que se bebe, lo importante es ese corazón que le da Vida, que bombea la sangre y la hace circular5: por eso las imágenes del cáliz son imágenes del cáliz derramado, del cáliz rebosante, del cáliz vacío, vertido o divertido en diversos flujos, como los que se observan en el poema «Fue al pasar»: «Fluían de tu rostro profundo / Como dos manantiales graves y venenosos» (4-5). El cisne, coherentemente, será un cisne que «asusta de rojo» y que va dejando rastros de sangre en el lago. La naturaleza inerte del modernismo, el inventario artificial donde lo trascendente es lo trascendido, todavía conservaba esta suerte de sustancialidad en el coágulo en que lo trascendente y lo trascendido -no lo olvidemos- habían de coincidir. Cualquier movimiento quebraba la lógica del modernismo y este salpicar, verter, beber, manchar y derramar es ese movimiento que naturaliza el objeto sagrado. Por eso, de repente, entran las imágenes naturales en la poesía de Agustini: entran el idilio («Supremo idilio»), los «pétalos sensitivos del alma» (7), las semillas, los lirios y los arroyos... Y no solo en la poesía, sino también en la fisonomía urbana de Montevideo, por medio de lo que se conoce como Art Noveair. el arte visual de línea asimétrica, ondulante, tuberosa y vegetal que se fue incorporando poco a poco al paisaje arquitectónico de la capital rioplatense6. ¿Dónde quedaba el inventario de interiores y vitrinas, la estética del boudoir modernista?

La inversión definitiva correrá a cargo del vampiro, quintaesencia de toda esta teleología de la transfusión, de toda esta naturaleza de la sangre que venía demandada por el viaje de vuelta. El vampiro, con su metamorfosis en negro murciélago, es la inversión de la paloma blanca (Espíritu Santo) que a través de la lógica del simbolismo feudal había llegado al modernismo para sacralizar lo profano. Esto es, para producir una sacralidad pagana con sus símbolos rutilantes (e.g., el cisne), con su promesa de una modernidad de cuño propio. La nocturnidad del vampiro niega las alboradas modernistas -positivistas- y, de paso, los primeros pasos de la trayectoria poética de la Agustini de La alborada; su eucaristía (beber del cuello, y no vamos a recordar de quién es el cuello del modernismo), finalmente, proporciona la Vida eterna en la tierra, siguiendo los consejos del más elemental vitalismo nietzscheano. Incluso el vampiro es en última instancia el Anticristo, con todo lo que esto conlleva, es decir, con su aristocracia pervertida, con su atuendo crepuscular de capa roja y laicismo nostálgico (en el lugar de una nobleza que ya ha perdido su lugar). Con el vampiro ya hemos abandonado las alboradas. De hecho, ¿qué tiene que ver el vampiro con este abandono y con Agustini?




El vampiro


En el regazo de la tarde triste
Yo invoqué tu dolor... Sentirlo era
Sentirte el corazón! Palideciste
Hasta la voz, tus párpados de cera,

Bajaron.. .y callaste... Pareciste
Oír pasar la muerte... Yo que abriera
Tu herida mordí en ella -¿me sentiste?-
Como en el oro de un panal mordiera!

Y exprimí más, traidora, dulcemente
Tu corazón herido mortalmente,
Por la cruel daga rara y exquisita
De un mal sin nombre, hasta sangrarlo en llanto!
Y las mil bocas de mi sed maldita
Tendí a esa fuente abierta en tu quebranto,



¿Por qué fui tu vampiro de amargura?
¿Soy flor o estirpe de una especie oscura
Que come llagas y que bebe el llanto?

Es fácil notar que este poema recuerda a Baudelaire, tanto al terenciano «Heautontimoroumenos», en sus versos finales, como a otros poemas del francés sobre vampiros y metamorfosis vampíricas. El regazo de la tarde (el ocaso, en el que el sol está en el regazo del cielo), nos recordará desde el primer verso que ya hemos abandonado la temática diurna de la blancura. Y el segundo verso especificará que este abandono tiene que ver con la vivencia de la materialidad que ha sustituido a la trascendencia (sentir el dolor es sentir el corazón, esto es, sentir la «vida»); de hecho, la identidad de la víctima de esta vivencia radical, la víctima del vampiro, está impresa en la blancura de la palidez o de los párpados cerúleos del cadáver modernista. Esta vida está presente en la forma del poema; los signos de exclamación que inscriben la voz viva en la grafía escrita y por tanto muerta, los puntos suspensivos que reflejan un tiempo real en el poema, un transcurso vivido de un verso a otro; el encabalgamiento que hace al lector saltar físicamente de la primera a la segunda estrofa, los signos conversacionales en ese poco laborioso y sin embargo palpitante segundo cuarteto... El propio poema ha mutado, se ha desarrollado a partir de la cepa original del soneto para violentar los tercetos hacia un extraño CCD EDE al que, además, se añade un terceto extra, como una especie de strambotto que desborda el vaso de la forma del soneto. Se trata, una vez más, de la radicalización vitalista que separa al «vivir como el poema» modernista del «vivir en el poema» de Agustini. Se trata de la versión más inconscientemente latinoamericana del modernismo. Pero, ¿qué tipo de vida es esta? Se trata de la vida del vampiro, de la posibilidad de estar vivo sin sangre, sin vida (otra vez, «los cálices vacíos»), de la idealidad de estar vivo. La ideología burguesa ha levantado la idea del vampiro sobre los pálidos escombros de un feudalismo sacralizante: si Cristo es la encamación de Dios en la Tierra y, con él, la vida eterna en el Cielo, que se consuma/consume bebiendo su sangre en la eucaristía, el vampiro será la desencarnación del Espíritu que vive eternamente en la Tierra como idea de la corporalidad, como cuerpo ideal ambulante carente de una verdadera corporalidad. Donde el Espíritu Santo como paloma es la posibilidad de la Encamación, el murciélago es la posibilidad de la desencarnación. Se trata de una inversión de la eucaristía. Esta idealidad del vampiro -su corporalidad pura- posibilita que, desde Polidori y desde Stoker, el vampiro no se refleje en los espejos, como nota Juan Carlos Rodríguez (1994: 387). De hecho, el único cuerpo que aparece en el primer plano del poema, como en toda buena historia de vampiros, es el cuerpo de la víctima. Su conducta también es peculiar, porque los mordiscos del vampiro de Agustini son mordiscos atormentados y contradictorios. Son dulces («Como en el oro de un panal mordiera!») y al mismo tiempo amargos («¿Por qué fui tu vampiro de amargura?»); la vida misma es dolorosa y, simultáneamente, embriagadora. Aquí hay que considerar, sin duda, la antes mencionada ideología de la doble experiencia, de que el vitalismo finisecular está impregnado. La oposición vivir/saber ya se había disuelto y puesto al mismo nivel en la fusión libro/vida del modernismo. Una consecuencia evidente de esta separación era la aceptación de un vivir bueno y un vivir malo, una mala vida que, como vida, es buena aunque se viva mal. Esta actitud define el llamado malditismo de Agustini («Y las mil bocas de mi sed maldita», etc.). Obviamente, las bocas son mil para incrementar el tamaño del deseo, de ese deseo que, como deseo, es dulce y bueno, pero que es un deseo de lo malo. De ahí la constante oposición en la obra de Agustini de lo deleitoso del veneno y su carácter de veneno, el veneno que destilan esos cálices cuando los cálices son el cuerpo del amado («Nectario de su miel y su veneno»). Esta ideología de la doble experiencia, acorde con la desecularización del saber, concibe al Diablo no como el que sabe mal, sino como el que vive mal, porque el vivir mal es también un saber (aunque sea erróneo). El espíritu puro bueno se expresa directamente en la voluntad pura del bien, del mismo modo que el espíritu puro malo solo puede expresarse tras la imagen de la voluntad pura del mal. Pero, repetiremos, esta imagen del vampiro nace de la apropiación de un imaginario feudal por parte de la ideología vitalista pequeño-burguesa y, como tal, se vacía de contenido y se rellena con un contenido nuevo. La relación entre Dios y el Diablo ya no es una relación feudal señor/siervo cuando, dentro de la ideología burguesa, esta relación pasa a ser una relación estrictamente familiar. Se convierte en la relación entre la madre y la hija descarriada y, sobre todo, de nuevo, en la doble experiencia a partir de Fausto: la hija que es sabia de noche y vividora de día, poetisa en la sombra y mujer en la poesía, Nena y Pitonisa al mismo tiempo. Y así lo manifiesta la coda final del poema: «¿Soy flor o estirpe de una especie oscura / Que come llagas y que bebe el llanto? (15-17).

Lo interesante no es que esto sea así, sino que la crítica lo haya leído a través de una prolongada falacia sentimental. Un protocolo de lectura en cuyo centro estaba no el vitalismo como lógica poética recurrente, sino la vida de Agustini como posibilidad de una diferencia radical. Esta lectura parte, por lo demás, de la misma ideología de la vida que estaba ya estructurando el inconsciente de los poemas de Agustini y que lo transmutaba todo en ese inconfundible aliento vital: Loureiro dirá, en este sentido, que las poesías de Agustini tratan sobre la «vida de la imaginación» (158), mientras que Kirkpatrick parece preferir la palabra «naturalismo» para denotar este viaje a lo concreto (310). Esta lectura incorpora, no obstante, un peligro: ceder a un empirismo que obvia que, antes de una corporalidad de lo ideal, hay en estos poemas una clara idealidad de lo corporal, una corporalidad vampírica y, en cierto sentido, animal, que opera la disolución del cuerpo en la noción de «vida». De ahí la imaginería zoológica que antes se notó: cuervos, buitres sedientos, serpientes y otras muchas alimañas que no son el cuerpo de Delmira Agustini recorren su poética, como emblema ideal de esa animalidad, de esa corporalidad, decíamos, no humana, que surge como consecuencia de la necesidad de poner en práctica ese espacio privado que el primer modernismo había abierto a la conciencia de la poesía latinoamericana. No reconocer este aspecto podría llevamos a incurrir en dos malentendidos:

a) Subestimar el calado simbólico de la obra de Agustini en favor de una literalidad que no llegará a Hispanoamérica, por lo menos, hasta César Vallejo. Vallejo traerá la corporalidad con el humor: con su mofa de la poética del vaso (y no del vino) modernista, con su parodia de El que vendrá (1896) de Rodó (en aquel «Acaba de pasar el que vendrá») y con su burla del Darío de «Yo persigo una forma / que no encuentra mi estilo, / botón de pensamiento que busca ser la rosa» (1-3) en su hilarante «La rueda del hambriento», que termina así: «Hallo una extraña forma, está muy rota / Y sucia mi camisa / y ya no tengo nada, esto es horrendo (36-38). Vallejo sí habrá superado el modernismo con Poemas humanos; Agustini, como Herrera y Reissig, Florencio Sánchez y Javier de Viana, simplemente intensificó su desarrollo con nuevas vías que se derivaban de la misma problemática pequeño-burguesa puesta en escena por Darío. Lo que no significa restarles «mérito», sino añadirles otro tipo de mérito.

b) Olvidar que esta idealidad de lo corporal, este erotismo de la Forma pura, responde a imperativos mayores, a saber: los imperativos de esa ideología pequeño-burguesa que negocia un viaje de regreso de la civilización a los valores puramente americanos. Una manera de completar, siquiera de una manera inconsciente, el proyecto modernista de una modernidad que empezaba cuando la modernidad ya había empezado.

Podría decirse: «Agustini es el síntoma inconsciente del viaje de vuelta y, consecuentemente, el acta de defunción del modernismo (entendido como simbolismo positivista americano, como proyecto de un viaje de ida)». Pero en el fondo, esta definición sería parcialmente falaz, puesto que el modernismo incluye ya su negación o su inversión desde Darío como propuesta edificadora de una literatura latinoamericana. Conviene, pues, no perder de vista el carácter dialéctico de este viaje. Lo que es cierto es que Agustini lleva este viaje más lejos y que, en ese sentido, prepara su muerte. Más allá, persiste algo que llamamos literatura. Pues todavía más adentro, en los posos más recónditos de este proyecto que urdió la burguesía americana de fin de siglo, late la certeza de que el viaje mismo como peregrinación (la modernización como viaje), no podría haber sido comprendido sin la lógica de un simbolismo que precedía a sus aspiraciones: el simbolismo que modela la «selva sagrada» de Darío y que se manifiesta en las silvas gongorinas, la peregrinación que aparece en las Soledades y en muchos de los poemas de Delmira Agustini.






Referencias

  • Althusser, Louis, Althusser, Louis & Balibar, Étienne, Para leer «El Capital», Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.
  • Balakian, Anna, The Symbolist Movement. A Critical Appraisal, New York, Random House, 1967.
  • Bourdieu, Pierre, Distinctiori. A Social Critique of the Judgment of Taste, Cambridge, Harvard University Press, 1987.
  • Beltran Almería, Luis, La imaginación literaria. La seriedad y la risa en la literatura occidental, Barcelona, Ediciones de intervención cultural, 2002.
  • Beverley, John y Zimmerman, Marc, Literature and Politics in the Central American Revolutions, Austin, University of Texas Press, 1990.
  • Bruña Bragado, María José, Dandismo, género y reescritura del imaginario modernista, Berna, Peter Lang, 2005.
  • Darío, Rubén, Azul.../ Cantos de vida y esperanza (Ed. Álvaro Salvador), Madrid, Espasa 1992.
  • ——Obras completas (Tomo II: «Semblanzas»), Madrid, Afrodisio Aguado, 1950.
  • Escaja, Tina, Salomé decapitada. Delmira Agustini y la estética finisecular de la fragmentación, New York, Rodopi, 2001.
  • Foucault, Michel, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1968.
  • García Pinto, Magdalena, «Introducción», en Delmira Agustini, Poesías completas, Madrid, Cátedra, 1993.
  • Gutiérrez Girardot, Rafael, Modernismo. Supuestos históricos y culturales, México D.F., FCE, 1988.
  • Jiménez Faro, Luzmaría, Delmira Agustini, manantial de la brasa, Madrid, Torremozas, 1991.
  • Jrade, Cathy L., «Modernization, Feminism, and Delmira Agustini», Vanderbilt e-journal of Luso-Hispanic Studies (Vol. 1), 2004, pp.86-95.
  • Kirkpatrick, Gwen, «The Limits of Modernismo: Delmira Agustini and Julio Herrera y Reissig, Romance Quarterly, 1989, 36:3, 307-314.
  • Loureiro de Renfrew, Ileana, La imaginación en la obra de Delmira Agustini, Montevideo, Letras Femeninas, 1987.
  • Molloy, Sylvia, «Dos lecturas del cisne: Rubén Darío y Delmira Agustini», en La sartén por el mango, Patricia E. González y Eliana Ortega (eds.), San Juan, Puerto Rico, Ediciones Huracán, 1984, 57-69.
  • Nordau, Max Simón, Degeneration, Lineoln, University of Nebraska Press, 1993.
  • Rama, Angel, Rubén Darío y el modernismo (circunstancia socioeconómica de un arte americano), Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1970.
  • Real de Azúa, Carlos (et Alii), El 900y el modernismo en la literatura uruguaya, Montevideo, Fundación de cultura universitaria, 1973.
  • Rodríguez Gómez, Juan Carlos, Introducción al estudio de la literatura hispanoamericana. Las literaturas criollas de la independencia a la Revolución, Madrid, Akal, 1987.
  • ——La norma literaria, Granada, Diputación Provincial de Granada, 1994.
  • Rodríguez Monegal, Emir, Sexo y poesía en el 900, Montevideo, Alfa, 1969.
  • Ward, Thomas, «Los posibles caminos de Nietzsche en el modernismo», NRFH, L, núm. 2, (2002), 489-515,


Indice