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Escritoras españolas entre el deber y el deseo: Faustina Sáez de Melgar (1834-1895), Pilar Sinués de Marco (1835-1893) y Antonia Rodríguez de Ureta

Solange Hibbs-Lissorgues





En la revista para niños La Aurora de la Vida del año 1860, Faustina Sáez de Melgar escribía estas palabras que dejan traslucir toda la ambigüedad y todas las contradicciones de la situación de las mujeres escritoras españolas:

«No hace mucho que nuestros padres miraban con marcado disgusto la afición de las mujeres a las letras. ¡Error!, ¡triste error!, que aun hoy todavía por desgracia ofusca los claros entendimientos de personas dignísimas y coarta el noble impulso de muchos espíritus tímidos y apocados que lanzarían su gigantesco vuelo si hallaran aire libre donde tender sus alas. La joven dotada de sensibilidad, que al salir de la infancia sintiera en su pecho el fuego de la inspiración, alzaría muy alta su voz si en vez del ridículo y del sarcasmo encontrara emulación y elogios prodigados sinceramente por propios y extraños. Empero, lejos de ser así, ha sucedido lo contrario a casi todas las escritoras españolas. Esta ha sido la causa de que su desmayado acento no se haya hecho sentir con el brío necesario, haciendo resonar su nombre por todos los ámbitos de Europa. Apenas hace media docena de años, era escasísimo el número de señoras que tenían el suficiente valor para luchar con las preocupaciones del siglo oponiendo su inquebrantable firmeza a la tenaz y sistemática oposición de sus familias, que preferían verlas con la aguja o la plancha, mejor que permitir esclareciesen sus entendimientos con la hermosa antorcha de su ilustración».


(Sáez de Melgar, 1860: 41)                


Faustina Sáez de Melgar, escritora y periodista, no es la única voz femenina que reclama en aquel momento el justo reconocimiento de las capacidades creadoras de la mujer. A pesar de las muchas restricciones que se impone como novelista y del constante afán de autojustificación que aflora en sus obras y artículos, reivindica la posibilidad de ocupar un puesto visible en el ámbito de la literatura. Lo que es más, llega incluso a afirmar que la escritura es para la mujer sensible y de cierto talento una vía de realización personal. Otra conocida escritora, María de Pilar Sinués de Marco, también muy presente en la prensa dedicada a las mujeres y escritora, expresa su convicción de que la independencia de acción y una razonable emancipación intelectual darán realce a la mujer «hoy cohibida por las costumbres y por su propia timidez» (Sinués de Marco, 1883: 3).

Desgarradas entre deseo y deber, estas mujeres y novelistas, como muchas otras a las que no puede incluirse en el presente trabajo, justificaban sus intentos creadores con un enorme sentimiento de culpabilidad. Estas tensiones entre el querer y el deber impregnan el conjunto de la producción novelística y se reflejan en el carácter híbrido de obras que se limitaban muchas veces a ser manuales o tratados pedagógicos y de urbanidad. La postergación de las mujeres literatas a la que apuntaba Faustina Sáez de Melgar con clarividencia podía explicar que la mayor parte de ellas se limitasen a géneros tolerados y considerados como bastante inocuos: crónicas de moda, manuales escolares, guías epistolares por ejemplo. Pero también puede considerarse que esta autocensura permanente fue un motivo de su relegación en esferas consideradas específicamente femeninas. Con demasiada frecuencia, la progresiva y lúcida maduración de estas escritoras no cuajó en una decidida emancipación intelectual ni en una duradera afirmación de sus propios deseos. Al aventurarse en la senda de la escritura, mujeres como Faustina Sáez de Melgar, María de Pilar Sinués de Marco y Antonia Rodríguez de Ureta buscaron caminos desviados.




Traducir o la escritura aséptica

El temor a adentrarse de lleno en la escritura como afirmación creadora y acto público justificaba a sus ojos que se utilizasen moldes establecidos y se practicara la actividad de traducción. Traducir no era un oficio plenamente reconocido y como tal reunía las ventajas de una actividad anónima que se podía ejercer en la intimidad del hogar sin arriesgarse a la publicidad casi escandalosa para una mujer del mercado literario. Además, este amable pasatiempo podía interrumpirse en cualquier momento y era compatible con los deberes domésticos.

Las tres escritoras incluidas en este estudio fueron destacadas traductoras y mediante la traducción de obras extranjeras morales, «ortodoxas» y de fuerte contenido religioso, legitimaban su propia escritura. Esta legitimación es patente en el caso de Pilar Sinués de Marco, que se dedicó a la traducción de varias novelitas francesas en los inicios de la publicación de la revista El Ángel del Hogar en los años 1859-18601. Sigue con su actividad de traductora en El Correo de la Moda y propone con la mención «arreglo del francés» historietas y relatos cuyos autores de origen no se citan. Muchas de estas obras generalmente insulsas -de afirmado contenido moralizador- y estereotipadas se difunden en la Biblioteca de instrucción y recreo recomendada por El Correo de la Moda2.

En estos casos la traducción de textos ajenos supone la reelaboración aséptica de obras cuyos autores poco conocidos en general no representaban un destacado aliciente comercial. El traducir se asemeja a una transferencia moral y literariamente tranquilizadora. Muchas veces la traducción es una auténtica apropiación del texto que se publica con el nombre de la autora traductora. Se supone que predominan razones personales, ya que la publicación de estas adaptaciones constituye el primer paso hacia cierto reconocimiento como escritor. El grado de libertad tomado por la traductora se especifica con la mención «arreglo libre» o «arreglo libérrimo» y, muchas veces, ni siquiera se puntualiza que se trata de una traducción.

Un ejemplo esclarecedor de esta recuperación literaria es la publicación en 1883 de un libro de cuentos, Cuentos para niñas, dedicado a su sobrina Carmen Ballester y Sinués. De hecho, esta antología de cuentos, que aparece en Barcelona en la Editorial Juan y Antonio Bastinos, no es más que la traducción y adaptación de la muy popular obra del canónigo alemán el padre Schmid. Esta antología de 190 cuentos que sale a la luz en 1848 había sido traducida al castellano en 1840 y al francés en 18683. Pilar Sinués de Marco propone bajo su nombre una adaptación de estos cuentos con algunos cambios en los títulos y, cambio más notable, debido al público femenino al que se destina la obra, transforma a todos los protagonistas masculinos en personajes femeninos.

Estos cuentos que son breves fábulas ejemplares y religiosas pero que también pretenden, en la obra original del canónigo alemán, despertar la curiosidad de los niños por la naturaleza, adquieren, bajo la pluma de la escritora española, una orientación fundamentalmente moral. No refleja en ningún momento la adaptación de Pilar Sinués de Marco lo que hace el verdadero interés de la literatura infantil del canónigo: su carácter didáctico e innovador, ya que cada cuento propone una explicación realista y detallada de los fenómenos naturales. La ejemplaridad «científica» de la obra del canónigo se ve ahogada por el propósito predominante religioso y moral4. También cuida la autora de borrar todas las referencias a la cultura y al paisaje alemanes. La dimensión aleccionadora de los cuentos de Cristóbal Schmid así como su indudable éxito «comercial» fueron, sin lugar a dudas, un aliciente para su adaptación al castellano por Pilar Sinués de Marco5. La fecha tardía de la publicación de Cuentos para niñas (1883), cuando su autora ya había alcanzado madurez literaria y cierto éxito editorial, respalda esta explicación. Pero esta adaptación revela una actitud compartida por otras autoras: la recuperación y utilización de moldes literarios que ofrecían garantías morales y legitimaban la práctica creadora. Para no incurrir en un género considerado nefasto por definición, la novela, convenía reproducir modelos ortodoxos y cuyo mérito consistía en ser moral e instructivo. Más que hacer literatura buena se trataba de hacer buena literatura; una literatura cuyo carácter intemporal le permitía ser exportada y adaptada. Esta vocación moral y universal de una literatura estereotipada es la que destaca el establecimiento El Cosmos Editorial. En su Biblioteca se ofrecen novelas en su mayor parte traducidas del francés, novelas que «reunirán las mejores condiciones de moralidad, instrucción e interés dramático, y estarán al alcance de todas las inteligencias»6.

En cuanto a los motivos y objetivos de la traducción para Pilar Sinués de Marco, resultan esclarecedores los paratextos como el que viene a continuación y que encabeza la traducción de la novela Sibila de Octavio Feuillet: «Sibila es el triunfo del catolicismo sobre el desolado ateísmo de nuestros días; es la virgen cristiana, adornada con todos los exquisitos primores de la civilización; es la mártir sublime, ideal, encantadora del siglo XIX» (Sinués de Marco, 1875: 159).

A lo largo de su andadura literaria, destaca rara vez el mérito literario de una obra y recalca lo que justifica a sus ojos la aceptación de la buena literatura, especialmente en la mujer: los principios de religión y la sólida virtud. Pilar Sinués oscila constantemente entre la decidida afirmación de su vocación literaria y el rechazo culpable de lo que puede asemejarse a un placer. Como ya se evidenciará más adelante, la constante autojustificación moral que antepone la utilidad del escribir al arte invade no sólo sus novelas sino también los prólogos y artículos publicados desde 1860 hasta el final de su vida7.

La traducción y la publicación de la novela de Mathilde Bourdon Eufrasia. Historia de una pobre mujer en Flores y Perlas en 1883 también ilustran cuan importantes resultaban la importación y la adaptación de un género de talante religioso y didáctico. Cabe señalar que en este caso se específica muy explícitamente que la novela había sido escrita en francés por Mathilde Bourdon y traducida por Pilar Sinués. Mathilde Bourdon, cuyo verdadero nombre era Mathilde Froment, escritora católica cuyas novelitas alcanzaron numerosísimas tiradas en el siglo XIX, constituía una ineludible referencia para novelistas españoles, tanto hombres como mujeres, que pretendían abordar el tema de la clase obrera y de la familia en el entorno urbano8. Esta escritora francesa se cotizaba mucho en las revistas destinadas a la mujer, a la familia y en las publicaciones obreras9.

Entre las escritoras que confrontan su labor traductora a la labor creadora están Faustina Sáez de Melgar y Antonia Rodríguez de Ureta. A Faustina Sáez de Melgar se deben muchas traducciones del inglés y del francés publicadas en La Violeta (1862-1866), El Correo de la Moda (1874-1883), así como traducciones de novelas como Los dramas de la bolsa (1884) del francés Pierre Zaccone, Los vecinos (1883) de la escritora sueca Frederica Bremer y el conjunto de cuentos y leyendas rumanas de Carmen Silva10.

El contenido de esta literatura traducida refleja la tónica dominante en la obra de Faustina Sáez de Melgar: sana moral y valores cristianos. Esta moralización por la literatura es la que destaca el eclesiástico José Idelfonso Gatell en su prólogo de una obra conocida de la autora española, Un libro para mis hijas. Educación cristiana y social de la mujer (1877): «Un libro dedicado a las madres y esposas; [...] un libro que se interesa por la moralización de su sexo; [...] sin alardes de ingenio o de originalidad que quitarían a la obra su carácter eminentemente práctico [...]. Cada capítulo, cada párrafo contiene una excelente enseñanza» (1877: 3-4).

Sin lugar a dudas las traducciones de obras extranjeras ortodoxas constituían un molde al que podían ajustarse novelistas como Sáez de Melgar. No podemos dejar de poner en evidencia las semejanzas y resonancias entre novelas originales de su última etapa centradas en la mujer trabajadora como Rosa, la cigarrera de Madrid (1812), El hogar sin fuego (1876), Inés o la hija de la caridad (1878) y la obra de Mathilde Bourdon difundida en las publicaciones en las que colaboraba Faustina Sáez de Melgar. Aunque en el caso de esta escritora los linderos entre compromiso literario y labor de traducción se disocian de manera más explícita, también expresa Faustina Sáez de Melgar su constante preocupación por justificar lo que es más un deber que una verdadera realización personal: «Para vosotras escribo, por vosotras sigo la espinosa carrera de las letras; vosotras me inspiráis y si Dios pone el numen en mi mente, el deber maternal guía mi pluma» (1877: 5). Una declaración de militancia moral que vuelve a esgrimir siempre que asume una responsabilidad en el ámbito de la creación y de la literatura como por ejemplo en 1871 en el prospecto de su revista La Mujer. «Mujer, esposa y madre, antes que escritora, la fundadora de esta revista ha consagrado siempre sus tareas a enaltecer su sexo, ha luchado con todas sus fuerzas en tan espinoso terreno» (20 de mayo de 1871: 1).

Otro caso interesante en cuanto a la importancia de la traducción como mediación literaria y acceso «bajo vigilancia» a la escritura es el de la muy católica Antonia Rodríguez de Ureta, novelista, directora de la Semana Católica de Barcelona (1889-1902) e inspectora de educación. Gran admiradora de las novelistas 'bien pensantes' francesas, había logrado para su revista los derechos exclusivos de traducción de las obras de Mme. Cloven. Esta inspectora de la enseñanza secundaria de Asturias y autora de varios manuales de lectura para las escuelas católicas y de un devocionario cuida en advertir, en todas sus novelas, que estas son educativas y eminentemente morales.

La traducción de obras edificantes francesas, por ejemplo, es el mejor camino para adentrarse en la escritura y también resulta útil en la medida en que obras adaptadas de autores conocidos eran un incentivo más para los lectores. Tampoco puede infravalorarse el interés económico de estas adaptaciones, especialmente las que se publicaban en la prensa. En su esfuerzo por competir con la llamada prensa impía y liberal, que desde mediados del siglo había vertido al castellano folletines y novelas de autores exitosos como Eugène Sue, Alexandre Dumas y muchos otros, las publicaciones católicas no podían privarse de un género atractivo para muchos lectores11.

Literatura híbrida es la que nos propone Antonia Rodríguez de Ureta, que legitima su oficio de escritora por su compromiso moral y pedagógico. Como en el caso de Pilar Sinués de Marco y de Faustina Sáez de Melgar, su insistencia en reclamar una literatura femenina moral e instructiva refleja su voluntad de justificar lo que considera una incursión culpable en ámbitos tradicionalmente reservados al hombre. Al restringir el género novelesco a un ejercicio didáctico, Antonia Rodríguez de Ureta, como muchas de sus coetáneas, trataba dé borrar la ambigüedad de su situación como creadora y escritora.

Esta tolerancia culpable con respecto a su propia obra y las reticencias sociales y culturales a las que se veían sometidas no dejaban mucho sitio para la creación. No es de extrañar, por lo tanto, que muchas de las publicaciones de estas escritoras fuesen traducciones, manuales y tratados pedagógicos y también galerías de mujeres célebres. Este último género, que reunía la ventaja del ejemplo histórico y confirmaba la tesis de que el talento era innato y no adquirido y de que «la mujer artista no se forma [sino que] la mujer artista nace», fue muy difundido12.




El doloroso compromiso de la escritura

En estas condiciones ¿qué margen de libertad y de complacencia podían otorgarse estas escritoras? Una observación de Ángela Grassi desde las columnas de la revista El Correo de la Moda, que reunía las firmas de Faustina Sáez de Melgar y Pilar Sinués de Marco entre otras, aporta una respuesta: «Ocupando cada uno su lugar, girando en la órbita de su esfera social, sin pretensiones desmedidas, sin descabelladas pretensiones» (Grassi, 1873: 105). Este lugar es él qué intentan definir desde premisas morales y con una visión predominante reformista las mujeres incluidas en este artículo. Conviene puntualizar que sus voces no fueron aisladas y que a las suyas se unieron muchas otras: Joaquina Balmaseda, Robustiana Armiño, Emilia Torres de Quintero, Sofía Tartilán, Isabel de Villamartín... Lo que comparten todas son las tensiones entre lo que consideran una transgresión de su papel tradicional y su afirmada voluntad para expresar la diferencia y la importancia de su condición femenina. Escribir es ser visible y esta presencia fuera de los recintos tradicionalmente apartados de la vida pública y de los ámbitos de la creación suponía para muchas un cambio profundo a la vez esperanzador y arriesgado.

Aunque hoy muchas de las abundantes obras novelescas de crítica literaria y social pueden resultar timoratas, insulsas y lastradas por el peso de una cultura religiosa muy represiva, se puede leer entre líneas el deseo de encontrar en la escritura un espacio nuevo de libertad. En otros estudios de indudable interés en lo que se refiere a la mujer en la literatura española del siglo XIX, se ha destacado la personalidad literaria de dos caras, la actitud doble de escritoras cuyo conservadurismo ideológico servía para enmascarar el papel de escritora mientras que su actividad literaria revelaba una reivindicación de la escritura como trabajo y como signo de una identidad propia13.




Faustina Sáez de Melgar o la doble identidad

Las ambigüedades a las que nos referíamos al principio de este trabajo y las contradicciones de autoras que anteponen su papel de esposa y madre al de escritora aparecen en la imagen que forjan de sí mismas. Un caso significativo de esta dualidad es el de Faustina Sáez de Melgar que, más allá de su aportación como periodista, literata y traductora, desarrolló una labor social y cultural muy importante14.

Independientemente de sus cargos en el Comité de Señoras de la Sociedad Abolicionista Española y de su compromiso en la Asociación de Amigos de las Letras y de la Lectura, es de destacar el papel que desempeñó como fundadora del Ateneo de Señoras creado en 1869. Con una prudencia reveladora de su temor frente a posibles críticas, Faustina Sáez de Melgar rechaza toda posible motivación política o social y restringe sus esfuerzos a la esfera moral.

En los dos artículos de la memoria leída a los socios del Ateneo de Señoras el 27 de junio de 1869, encontramos la ambigüedad de un discurso que reivindica posiciones liberales en cuanto a la educación intelectual de las mujeres, pero que revela una tremenda censura con respecto a sus funciones en la esfera pública15. Al referirse a la tópica asignación de funciones afectivas y emocionales de la mujer, no considera la posibilidad de que esta pueda distanciarse de su condición tradicional. Es de notar la frecuencia de términos que se refieren a lo que se consideraba tradicionalmente el ámbito de la mujer, la sensibilidad, las emociones y el corazón. Subraya su condición de madre y esposa dedicada al hogar que se antepone a toda ambición literaria: con el Ateneo se trata de dar a la mujer «el pan del amor», de enseñarle «sus deberes de esposa y madre, proporcionándole, a la par que la utilidad, el más digno y decoroso estado» (1869: 23).

El carácter progresista de la declaración de principios está constantemente atenuado por las precauciones oratorias de Sáez de Melgar, que rebaja la originalidad de una empresa que solo constituye, según sus propias palabras, «una modesta asociación de señoras sin pretensiones exageradas de ningún tipo», «un modesto Ateneo», una asociación filantrópica, una «tertulia» de señoras (1869: 9 y 7).

Sin lugar a dudas estas tensiones entre la afirmación de una mayor autonomía intelectual para las mujeres y las estrictas limitaciones culturales e ideológicas que impregnan el discurso femenino reflejan a la vez un sentimiento de culpabilidad y la necesidad de una constante autojustificación.

Para Sáez de Melgar, cuya actividad literaria reconocida y cuyo acceso a los cenáculos políticos e intelectuales la habían convertido en una «profesional» de las letras, conviene defender lo privado, la esfera doméstica, sobre lo público. La escritura representa casi siempre un compromiso doloroso entre la emancipación del espíritu, la aspiración a la creación y las exigencias morales y sociales inherentes a su condición femenina. Reconoce que «el plan que nos proponemos seguir para la enseñanza de la juventud femenina no puede ser más benéfico [es decir], perfeccionar su educación intelectual y abrir anchos caminos a la mujer en todas las clases de la sociedad», y que las dificultades que obstaculizan el desenvolvimiento intelectual femenino son insuperables (1869: 6). Afirma que hay que aceptar la idea generalmente admitida de que la mujer no debe salir de las atribuciones esenciales del hogar doméstico ya que «ese es su terreno propio, el puesto de la mujer está junto a la cuna de sus hijos; allí he escrito todas mis novelas, y no por eso he dejado de cuidarlos y lactarios a mi propio seno» (1869: 16).

Encontramos en este texto, así como en la mayor parte de sus artículos y de sus novelas, el sesgo fundamentalmente moral de su pensamiento: un pensamiento que irá evolucionando, durante la Restauración, hacia un tímido reformismo social. Para Sáez de Melgar, la educación, el ensanchamiento de las capacidades intelectuales de la mujer no pueden ni deben disociarse de su órbita doméstica y privada. Esta exigencia de una mayor ilustración es, en palabras de la fundadora del Ateneo, una exigencia moral más que social: «Lejos de mí la idea lanzada ya en otros países de pedir para la mujer derechos políticos; lejos toda idea de emancipación: el sexo débil dejando al hombre libre en su terreno, debe concentrarse a sus atribuciones esenciales» (1869: 23).

Las características que se atribuyen a la mujer no le permiten distanciarse de su condición de mujer y acceder a cierta autonomía. Como también lo afirman sus coetáneas Sinués de Marco, Rodríguez de Ureta y muchas otras, una mujer siempre sigue siendo una mujer y por muy exitosa que sea sigue identificándose con su «grupo de pertenencia»: por lo tanto no puede aspirar a más. Si los adelantos y el «espíritu del siglo», «el estado degradante y lastimoso en que se halla a causa de su total ignorancia en las ciencias y los diversos ramos de la instrucción general» exigen que se le proporcione una educación intelectual completa y que se cultive su inteligencia, es «sin pretender llevarla a la altura de la del hombre» (1869: 28).

Siempre desde una postura de humildad justifica la dedicación a la escritura y al arte en general. Pero también en este aspecto su discurso revela las contradicciones que vive desde su propia situación. Su intensa actividad literaria y su acceso a la vida pública, gracias al apoyo de Valentín Melgar y Eugenio de Ochoa, por ejemplo, le confieren un protagonismo como mujer (sobre todo como escritora) que sobrepasa el restringido ámbito que reclama para la mujer que tiene que ser «¡mujer ante todo!, ¡buena esposa, buena madre, buena hija antes que sabia!» (1869: 28)16.

Como si intentase justificar esta incursión en un mundo distinto y reservado a los hombres en el que privan «la aridez y la elevación que sólo conviene a la trabajadora inteligencia del hombre, llamada a vivir en las más altas regiones de la ciencia», defiende la idea de que el talento es innato y no adquirido (1869: 26). Por lo tanto, el talento es un don de Dios y no tiene especial vinculación con la educación. Es curioso notar que esta idea es la que justifica la producción de un género de mucho éxito en aquel periodo, ya que reunía las ventajas de la ficción histórica, la leyenda y la ejemplaridad: las galerías de mujeres célebres17.

Al ser un atributo reservado a una minoría y que poco tenía que ver con las circunstancias históricas, no era lícito que la mujer considerase la literatura, o cualquier otra actividad creadora, como una profesión. El talento se impone por sí mismo, independientemente de la educación y a pesar de las resistencias sociales y culturales: «Si ha nacido artista, ella romperá todas las vallas que sujetan su inteligencia y se abrirá ancho camino por entre las preocupaciones sociales. ¡Volved sino los ojos a tantas mujeres célebres como registra la historia de la humanidad, a tantas como se distinguieron en épocas nada lisonjeras para la educación de la mujer!» (1869: 27).

Desde una postura que es la que defiende el sector más tradicionalista de la Iglesia, aboga por un «feminismo católico» que no disocia la emancipación femenina de la religión. Esta emancipación es el reconocimiento de la esfera moral en la que puede ejercer su autoridad, de su «misión» de educadora de la familia, de «ángel del hogar». Curiosamente es en este punto en el que Faustina Sáez de Melgar expresa una toma de conciencia social de la difícil condición de la mujer: no puede más que reconocer «el deplorable estado en que se halla la educación de la mujer, lo poco que hasta hoy se ha cuidado en España de su ilustración y las supersticiones y el fanatismo a que se ven entregadas la mayor parte» (1869: 16).

Desde un restringido reformismo social y cristiano, enfoca la cuestión de la educación de una manera que califica de «humanitaria y de verdadera caridad». No puede disociarse su pensamiento del código moral de la época. Este código que integraba las transformaciones socio-políticas (valoración de la familia y del rol de la madre como «censor y guía» espiritual, moral doméstica, ensanchamiento del espacio familiar mediante el proselitismo religioso, social y la educación) se proponía a las mujeres de la burguesía y de las clases populares.

Según los cánones de la sociedad burguesa a la que pertenecían Sáez de Melgar, Sinués de Marco y Rodríguez de Ureta, la ausencia de un estatuto político y socio-económico de la mujer no le dejaba más que un espacio donde afirmarse: el de la formación moral, de la educación. Por ello la escritura novelesca de estas mujeres se vive la mayor parte del tiempo como una necesidad pedagógica: escribir, según Sáez de Melgar, es contribuir a la moralización y a la ilustración de la mujer.

Anteriormente, en una serie de artículos titulados La literatura en la mujer y publicados en La Aurora de la Vida (1860, 1861), Faustina Sáez de Melgar había formulado con humildad su dedicación a la escritura18. En estas reflexiones, aflora la acostumbrada autojustificación con respecto a lo que considera un deber más que un oficio:

«La mujer escritora puede dedicarse a las más arduas tareas literarias sin desatender sus deberes, y sin desmerecer en nada del renombre de modesta y virtuosa. Yo también uniré mi voz a las de [otras] y me esforzaré en probar lo que llevo dicho en la serie de artículos que me propongo publicar, [...] demostrando que la literatura en la mujer, lejos de ser perjudicial, es hasta conveniente y necesaria».


(1860: 40)                


Las escritoras y poetisas cuyo retrato ofrece Sáez de Melgar son ejemplos que demuestran que algunas mujeres tienen «un don sublime»; y que, incluso cuando ostentan una imaginación ardiente y poética, su dedicación a las letras no puede separarse de su naturaleza virtuosa y abnegada. La trayectoria de Rogelia León y de Eduarda Moreno Morales ilustra el itinerario de la propia Faustina Sáez de Melgar, que legitima de este modo su compromiso con la literatura. Rogelia León decidió dedicarse a la literatura pero sin menoscabo de sus obligaciones familiares: «¡Dedicarse!, ¡mal he dicho! Robar horas al sueño y al descanso, es lo que pudo su deseo, y es lo que hace generalmente la escritora española que tiene en más sus deberes de mujer que sus triunfos de literata» (Sáez de Melgar, 1861: 152).

Este «ángel de amor» se sacrifica por sus padres y hermanos; ostenta un talento literario innato. La virtud y un alma elevada producen la «buena literatura», la que a ojos de Sáez de Melgar se asemeja a «un compendio de moral filosófica»: «Un alma elevada que siente en su pecho el germen de la inspiración, emanada de la fuente de todas las grandezas, del Trono excelso de Dios» (1861a: 164). No parece casual que en esta valoración una de las primeras palabras sea «sentir», palabra que reafirma la prioridad de lo afectivo y de lo emocional.

En el caso de Eduarda Moreno Morales, también se anteponen los roles de esposa y de madre: «La que ha sido desde su infancia un modelo de amor filial, de ternura y de generosa abnegación no podía menos de ser una esposa ejemplar y una madre sublime» (Sáez de Melgar, 1861a: 232).

¿Qué imagen nos propone de sí misma y de las demás escritoras? Pese a atisbos progresistas, su discurso refleja las contradicciones y las tensiones que se plantean entre sus principios y su actividad literaria: una mujer, incluso la de más talento, siempre es una mujer sin que se produzca su autonomía como individuo. Su actividad creadora no se puede distanciar de su naturaleza biológica (ser madre) ni de una inamovible asignación de sus características: «Si la poetisa desea obtener un concepto digno y honroso, no debe olvidar que antes que literata es mujer, y debe cumplir sus deberes de tal. En España todavía es una ilusión, un sueño el querer hacer de la literatura una profesión» (1861a: 168).

Estas palabras, escritas en 1861, no reflejaban la conciencia social que Sáez de Melgar vertió en textos posteriores, como el de 1869. Su discurso a menudo contradictorio ilustraba lo que era una realidad en aquel momento: el enorme atraso de la mujer española y los ingentes escollos que obstaculizaban la práctica profesional femenina. La doble identidad de esta escritora, su ambigua postura entre deber y deseo revelan las dificultades sociales e individuales con las que se enfrentaban numerosas otras escritoras y creadoras.

Otra prolífica y exitosa novelista, Pilar Sinués de Marco, también participó activamente en el discurso literario del siglo XIX. Como Sáez de Melgar, fue portavoz de valores cristianos y tradicionales y como ella practica una escritura doble, cuyas fronteras entre la pedagogía y la novela son imprecisas19. Sus declaraciones de fe en prólogos de novelas y en obras que pueden catalogarse como manuales de educación y tratados pedagógicos dejan traslucir a la vez su afán por disfrutar de un merecido reconocimiento intelectual y sus prejuicios contra las escritoras «profesionales». Es de notar que toda su escritura está «contaminada» por una exigencia de autojustificación y por una finalidad didáctica. Esta finalidad neutraliza el carácter novelesco de una obra que está encorsetada en las pesadumbres pedagógico-morales. Un ejemplo significado de este género híbrido, neutralizado por la ejemplaridad y condicionado por intertextos, es el de una obra publicada en los años 1859-1860 y reeditada varias veces bajo el título de El Ángel del Hogar.




Pilar Sinués de Marco o la indeterminación de un género

En El Ángel del Hogar, obra moral y recreativa dedicada a las mujeres (1859), que alcanzó su séptima edición en 1885, el alegato a favor de la ilustración de la mujer y de su inserción en el mundo de las letras se diluye en la reivindicación de un ideal en el que predominan afectos y sentimientos: «Yo os aconsejo, madres de familia, que enseñéis a vuestras hijas únicamente a sentir. La mujer que siente, es buena hija, buena esposa y buena madre» (Sinués de Marco, 1885: 94)20.

Para valorar su propia actividad literaria apunta que su obra no encierra ninguna pretensión que «no recoge prolijos apuntes, ni es el fruto de graves y maduras reflexiones»; solo está reducida a «inspirar a mi sexo sus deberes» (1859: VII). La indeterminación del género que reclama y que se refleja en gran parte de su obra, incluso en novelas posteriores como La misión de la mujer (1886), Memorias de una joven de la clase media (1876) o Morir sola (1890), proviene en parte de las exigencias impuestas por la propia autora: el objeto de la literatura debe ser la utilidad, el recreo, la relación fiel y verídica de hechos positivos, «lecciones dulces y persuasivas».

Aplica a su obra el principio que anuncia en El Ángel del Hogar: proponer verdades, dar consejos, emitir ideas y ser un modelo para otras mujeres que buscan la legitimación de su propia escritura. La ejemplaridad de su obra es una garantía contra los excesos de la ficción, y en escritos como El Ángel del Hogar el intertexto crea un espacio neutro e híbrido, reflejo de una doble escritura.

En la obra citada, el propio ejemplo de Pilar Sinués de Marco sirve de justificación para contar a lo largo de los distintos capítulos la historia de una madre, Magdalena, que se dedica a escribir sus memorias. Cuando sus hijas ya son mayores, heredan de su madre el libro de memorias que suscita, esta vez en Ángela, una afición a la escritura. Ángela «escribe para el recreo de su hija un volumen de cuentecillos de un mérito singular y en cuyo estilo campean la fe y la ternura» (1885: 93).

Entre cada capítulo de la historia novelada de estas mujeres cuya «herencia» literaria se trasmite de madre a hija, se encuentran intertextos en los que la autora expone sus propias ideas acerca de la literatura en la mujer. En el capítulo sexto, significativamente titulado «Una disculpa y una explicación de la autora», encontramos la habitual autojustificación frente a su propia escritura: «Si hay alguna entre vosotras, lectoras mías, a quien no le agrade que me haya valido de tipos vivientes para presentar las reglas de educación y los ejemplos de la virtud, yo le ruego que me perdone» (1885: 76).

Este intertexto le permite referirse a su inicio en la literatura. La relación de hechos verídicos, destinada a atenuar el carácter ficticio de su obra y que califica de estudio al natural, revela entre líneas su compromiso con lo que es una «pasión» y las dificultades encontradas para conquistar un espacio de libertad propio; cuenta a sus lectores los sustos, el «martirio» de esta primera novela escrita a escondidas por la noche, cualquiera que fuese la hora y careciendo de luz y de papel. Cuando, después de vencer numerosos obstáculos, acaba su novela titulada Rosa, tiene que enfrentarse con la incredulidad de un público que no cree en el talento de una mujer. Si la pasión y el deseo en la escritura y por la escritura vencen los obstáculos, la utilidad del resultado legitima la obra. La aceptación de la práctica literaria está subordinada a la ejemplaridad y a la finalidad didáctica: «Yo vi a Rosa en mi ciudad natal en las manos del pobre artesano, en el tocador de la elegante dama, en el pupitre del respetable padre de familia, en la cocina del campesino, en la humilde habitación del eclesiástico» (1885: 76).

Su propia vivencia se trasmuta en ficción, pero una ficción controlada por su finalidad didáctica. En el capítulo VI, Magdalena regala a sus hijas el libro que ha escrito:

«Aquí tenéis mi regalo, añadió tomando de la mesa el libro; en este libro he consignado todas mis acciones [...]; este volumen es el diario de mi niñez y de mi adolescencia, y en él están depositadas las lágrimas de mis sufrimientos, todas las memorias de mis escasos placeres [...]. Si alguna ocasión dudáis la senda que debéis seguir, quizá en él encontraréis consejos saludables que os servirán de guía en el revuelto y dificultoso camino de la vida».


(1885: 85)                


En otro intertexto resultan clarificadoras las declaraciones que hace acerca de la literatura y de su propia actividad literaria. En ningún momento define la escritura como un intento de autonomía o una distanciación con respecto a la condición femenina: si el hombre escribe para conquistar fama, riqueza o posición social, en otros términos, si se dedica a la escritura como a un oficio, no es el caso de la mujer, cuyo principal objetivo es «hacerse amar de sus lectores» y cuya meta debe ser «la utilidad, el recreo de las otras mujeres».




Moralidad, santidad y escritura desviada

Escritura híbrida, aséptica, en la que surgen inesperadamente las huellas de un deseo, escritura doble reveladora de los prejuicios y de las resistencias que impregnan a las propias autoras y escritura desviada que da lugar a veces, como en el caso de Antonia Rodríguez de Ureta, a una auténtica transmutación de la narración novelesca en un relato hagiográfico. En este caso la escritura desviada de su propósito ficcional y creador se neutraliza mediante el ejemplo y la santidad.

Es interesante ver cómo esta transmutación revela la autocensura de Rodríguez de Ureta con respecto a la novela, un género «peligroso». Directora de La Semana Católica de Barcelona, una revista bendecida en varias ocasiones por el papa León XIII, fue una escritora de cierto éxito, cuyas novelas y libros de textos para escolares alcanzaron numerosas ediciones. Esta eficiente inspectora de colegios y escuelas tanto en España como en el extranjero aboga por el papel social del escritor católico que «frente al malestar que se convierte en gangrena» tiene que derramar «el salutífero bálsamo» de la novela.

Las novelas de Antonia Rodríguez de Ureta constituyen un caso paradigmático de la escritura bajo alta vigilancia moral, una escritura que deja pocos resquicios a la libertad de la autora y a la imaginación de los lectores. La lectura de estas obras, todas dedicadas a mujeres y niñas para fortalecerlas en su «obediencia, humildad y fervor religioso», deja aflorar en la descripción de la santidad de sus protagonistas el lenguaje de la pasión amorosa e incluso de la sensualidad. Un lenguaje que refleja la transferencia de los sentimientos amorosos de la protagonista en el Cristo. La Beata Imelda de Lambertini (1890) no es más que la descripción del amor santo de una niña del siglo XIV por Jesús.

Curiosamente no se trata del amor abstracto por Dios, sino de un fervor amoroso por su hijo. Resulta que las descripciones de las manifestaciones de santidad revelan pasiones estrictamente humanas. Deseo y frustraciones emergen en la historia de Imelda, que manifiesta un «fervor tierno y amoroso»; «suspiros de amor se escapan del corazón tierno de Imelda» cada vez que el ministro de Dios toma entre sus dedos una hostia (1890: 32). La niña sólo tiene once años, pero «deseos ardientes como los suyos no se vieron jamás». Debido a su juventud el sacerdote se niega a que comulgue. Pero Jesús se apiada de la niña y obra un milagro. El relato del milagro se asemeja a un encuentro entre dos amantes: «Súbito como el rayo, inundose el coro de celestiales resplandores, y entre nubes de gloria, desciende por los aires blanca y purísima hostia y queda oscilando sobre la cabeza de la niña» (1890: 33). El sacerdote, conmovido, se la administra y la santita se muere de amor:

«"Ya es todo para mí y soy para Él. Ya tengo lo que mi alma tanto deseaba. Aquí está mi Jesús dentro de mí, no me lo llevaréis". Y bajando su bellísima cabeza, cruzaditas las manos bajo el níveo escapulario, cerrados sus hermosísimos ojos, preso de fuertes latidos su corazón, sonrosado su rostro, quedose inmóvil como quien descansa en los brazos del amado».


(1877: 3-4)                


En otras narraciones como La Azucena de Quito (1891) también se sublima el amor físico a través del amor místico con Jesús. Paradójicamente una escritura que pretende desvincularse de todas las «contaminaciones» de la novela y alejar a las lectoras de la realidad se revela inoperante ante el realismo de las pasiones humanas. El propio discurso de la escritora sobre la finalidad de sus novelas resulta más eficiente que la propia novela. Unas novelas en las que se nota el hibridismo genérico al que aludimos antes.

La escritura de estas autoras se limita la mayor parte del tiempo en ser un vector insoslayable de las reglas y de los códigos impuestos a las mujeres: grados de pasión cuidadosamente acotados, valoración del sacrificio y de la abnegación, enjuiciamiento positivo de la sensibilidad y de los sentimientos, incitación al amor conyugal y materno, sujeción a la esfera de la domesticidad. Unas limitaciones que desembocan muchas veces en una producción novelesca aséptica en la que la percepción realista del mundo se ve ocultada por las sombras de un discurso elusivo e implícito. Claroscuros de una escritura aprisionada entre deber y deseo.






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