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ArribaAbajo- IV -

Crítica del texto y modelos de cultura en el Prólogo general de don Juan Manuel


«El rasgo más notable de la obra de don Juan Manuel, para muchos críticos, es que se basa no en la autoridad de sus fuentes, sino en su experiencia de la vida y de los hombres; y sin duda los críticos tienen razón».145 Sin duda la tienen, sí. No obstante, los historiadores tendemos a subrayar -con Jorge Luis Borges- que también la lectura es una experiencia146 y que incluso los dichos y los hechos más singulares han de insertarse significativamente en un marco superior al individual. Una y cien veces se ha ponderado la originalidad del Prólogo general que precedía a la compilación de «todos los libros» compuestos por don Juan hasta el momento (hacia 1343);147 una y cien veces se han aducido esas páginas para trazar el retrato del escritor. Bien está. Pero importa no confundir ‘originalidad’ e ‘invención’, y, en especial, percatarse de que a una superficie ya harto locuaz literal y literariamente subyacen disimulados unos modelos cuyo conocimiento revela no menos el talante de don Juan Manuel.

La afirmación que abre el Prólogo -es tan grato ser alabado por «alguna buena obra» cuanto doloroso verla maltratada- se ilustra con la divertida anécdota del trovador y el zapatero de Perpiñán, de tiempo atrás identificada como variante de una historieta que venía corriendo desde la Antigüedad148 y que don Juan aplica con tino a sugerir   —94→   las satisfacciones y, más por largo, los sinsabores que esperan a «un cavallero» -precisamente un caballero- dispuesto a que los frutos de su ingenio se difundan entre «las gentes». Esa primera parte del prefacio, en la que la transmisión oral es ejemplo meridiano de los riesgos que implica toda divulgación del saber, ha recibido menor atención que la segunda, donde el autor se fija en los estragos habituales en la transmisión escrita y explica cómo ha procurado remediarlos en cuanto a él le atañe. Es corriente, en efecto, y en buena medida es justo, señalar la novedad de sus observaciones sobre los errores de copia e insistir en el carácter excepcional del procedimiento que utilizó para salirles al paso: preparar un texto revisado de sus libros e invitar al lector a consultarlo cuando en la copia se le ofreciera «alguna razón mal dicha». Sin embargo, la tal novedad debe entenderse referida al ámbito de las letras en vulgar y a la fecha temprana en que la idea se formula en romance, desde que empezó a circular en latín; y la excepcionalidad en cuestión, mejor que en el procedimiento en sí, se hallará en la ocurrencia de irlo a buscar en el mundo de la escuela.

Vale la pena releer la declaración de don Juan:

Et recelando yo, don Iohan, que por razón que non se podrá escusar que los libros que yo he fechos non se ayan de trasladar muchas vezes; et porque yo he visto que en el transladar acaeçe muchas vezes, lo uno por desentendimiento del scrivano, o porque las letras semejan unas a otras, que en transladando el libro porná una razón por otra, en guisa que muda toda la entençión et toda la sentençia, et será traýdo el que la fizo, non aviendo ý culpa; et por guardar esto quanto yo pudiere, fizi fazer este volumen en que están scriptos todos los libros que yo fasta aquí he fechos.


(lín. 51-60)149                


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Parece difícilmente controvertible que ese pasaje tiene muy en cuenta las advertencias iniciales del Prologus secundus («De intentione auctoris et modo procedendi») a la celebérrima Postilla litteralis de Nicolás de Lira, OFM:

Ulterius considerandum quod sensus litteralis ... videtur multum obfuscatus diebus modernis, partim scriptorum vitio [«por desentendimiento del scrivano»], qui propter similitudinem litterarum [«porque las letras semejan unas a otras»] in multis locis aliter scripserunt quam habeat veritas textus [«muchas vezes ... porná una razón por otra»], partim imperitia [«desentendimiento»] aliquorum correctorum, qui in pluribus locis fecerunt puncta ubi non debent fieri ..., et per hoc sententia litterae variatur [«en guisa que muda ... toda la sentençia»], ut patebit in suis locis infra prosequendo...150


No es el azar de una coincidencia, sino una dependencia inequívoca.151 En teoría, nada impide pensar en una fuente común a don Juan   —96→   Manuel y al biblista franciscano. Nunca han faltado censuras contra los gazapos de los copistas,152 y hoy quizá se nos antoje trivial indicar la semejanza entre algunas letras como ocasión de erratas y deturpaciones. Con todo, yo no alcanzo noticia de que nadie antes de fray Nicolás enunciara ese principio de crítica textual -y menos, por supuesto, junto a las aludidas censuras-,153 mientras creo seguro que la Postilla dejó una estimable descendencia en la familia de la ecdótica.154 Podemos, pues, dar por bueno y pacífico que el Prólogo general se inspira en el Prologus secundus de Nicolás de Lira.

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La Postilla se escribió entre 1322 y 1329 y consiguió un éxito inmediato. Pero no se trataba de ninguna «fabliella» para atolondrados: que el hijo del infante don Manuel la conociera dos o tres lustros después -cuando mucho- quiere decir que seguía las aportaciones de la alta cultura llamativamente al día. Al día y de cerca. Porque, si bien la bibliografía reciente conjetura que la información docta le llegaba a don Juan primordialmente a través de sermones y conversaciones con religiosos -dominicos, continúa conjeturándose-, el préstamo aquí registrado no tolera una suposición pareja: la correspondencia es demasiado exacta y, al establecerse de Prologus a Prólogo, demasiado puntual para provenir de otra vía que la lectura directa. Al dictar el Prólogo general, don Juan tenía ante los ojos o, si no, leída y requeteleída la Postilla del franciscano.

Es comprensible que la apreciara: el rasgo más saliente de la obra -la insistencia en el sentido literal y en la exégesis histórica- condice perfectamente con el pragmatismo, el gusto por la concreción y la nula estima de la alegoría diáfanos en don Juan Manuel.155 Era justamente la preocupación por el sentido literal la que llevaba a Lira a resaltar las discordancias entre el texto hebreo y la Vulgata («sensus litteralis ... obfuscatus ... partim ex modo translationis nostrae, quae in multis locis aliter habet quam libri Hebraici...») y a acentuar, con San Jerónimo, que en caso de duda se imponía compulsarlos y dar la preferencia «ad codices Hebraeorum»: «in dubiis recurrere ad textum Hebraicum tanquam ad originale...». Pero la firmeza del fraile al denunciar la offuscatio de la Biblia por culpa de copistas, traductores y escoliastas iba de la mano con una modesta confesión de insuficiencia,   —98→   no ya en el hebreo, sino aun en el latín: «Quia non sum ita peritus in lingua Hebraica vel Latina, quin in multis possim deficere, ideo protestor quod nihil intendo dicere assertive...»; y desembocaba en una sumisión sin paliativos al dictamen de la Iglesia o del experto: «Quapropter omnia dicta et dicenda suppono correctioni sanctae matris Ecclesiae ac cuiuslibet sapientis, pium lectorem et charitativum flagitans correctorem» (cols. 29-31).

No puede sino llamarnos la atención que las líneas que don Juan Manuel calca a Nicolás de Lira a propósito de «las letras [que] semejan unas a otras» y el «desentendimiento del scrivano» introduzcan la misma secuencia de ideas que se discierne en el arranque del Prologus secundus. En ambos casos, de la consideración de los errores de «traslad[o]» (y de «translatio») se pasa a la necesidad de cotejar el texto suspecto con otro que tiene valor de «originale»;156 esas resueltas advertencias se palian, sin embargo, con una serie de declaraciones sorprendentemente humildes: no sólo para protestar de intención ortodoxa,157 sino también para alegar una ignorancia que no excluye el latín («non sum ita peritus in lingua ... Latina, quin in multis possim deficere...»; «sabiendo tan poco de las scripturas commo aquel... que non sabría oy governar un proberbio de terçera persona», lín. 81-83)158   —99→   y para someterse, más o menos explícitamente, al mejor juicio de los lectores, confiando en su benevolencia ante «el yerro que ý fallaren».159 Sin la certidumbre del calco recién señalado, apenas cabría reparar en un paralelismo de esa índole. Al tanto del calco, se hace cuesta arriba no concluir que los dos párrafos de Nicolás de Lira aquí extractados proporcionaron además a don Juan Manuel el esquema y no desdeñables sugerencias del contenido para los dos párrafos en que se concentra la substancia del Prólogo general.

Una de tales sugerencias pide punto y aparte. El franciscano y el gran señor concuerdan básicamente en la exhortación a sanar las deficiencias de un texto mediante el recurso a otro de mayor autoridad: los «codices Hebraeorum», en fray Nicolás; el «volumen que yo mesmo concerté», en don Juan. Las diferencias se presentan a partir de ese núcleo común. Porque don Juan podía haber remitido, «tanquam ad originale» (cf. n. 156), a los apógrafos de sus obras: es decir, a las transcripciones que sus escribanos hacían al dictado y que probablemente corregía él mismo,160 las transcripciones que luego multiplicaban los copistas.161 Pero, en vez de guiarnos por el camino que se diría   —100→   más derecho -de la copia al apógrafo-, nos obliga a dar un rodeo, refiriéndonos al «volumen» en que estaban «scriptos todos los libros» que hasta entonces había «fechos». Aun siguiendo la andadura del discurso en el Prologus secundus, utilizándolo como pauta e índice de temas que también a él le conviene tocar, no es de Lira de donde, antes de componer el Prólogo general, tomó la ocurrencia de encargar la compilación de un «volumen» así: una puesta en limpio de «todos sus libros», revisada por él personalmente y con cuyo cotejo el lector interesado podía enmendar «el yerro» de la copia que manejaba (o comprobar «la mengua» del aristócrata metido en camisas de once varas). Para elaborar una página tan capital como el prefacio a semejante «volumen» de opera omnia, don Juan Manuel echó mano de la prestigiosa Postilla litteralis. Pero el designio del «volumen» en sí se lo inspiraron las prácticas editoriales propias de las grandes universidades.162

La «institución» centrada en la pecia es demasiado familiar a los medievalistas para que aquí se requiera sino evocarla en cuatro palabras e insinuar cómo la tuvo en cuenta don Juan Manuel.163 Desde los aledaños del 1200 hasta bien entrado el siglo XIV (y aún en vísperas de la imprenta, según en qué sitios), los cursos universitarios, los manuales y otras obras de consulta o de enjundia, desde sermones y materiales para la predicación hasta la Legenda aurea, contaron con un modo de publicación oficial cuidadosamente regulado. Era a los stationarii a quienes competía hacer accesibles los libros solicitados por los estudiantes o impuestos por las exigencias académicas. Los estacionarios se agenciaban la obra deseada, obteniéndola cómo y dónde podían, ya fuera en un respetable apógrafo, ya en una copia de procedencia incierta, quizá exportada ilegalmente. En cualquier   —101→   caso, una comisión de profesores, los petiarii, o incluso «el rector, con consejo de los del estudio», había de examinar los libros que el estacionario proponía y dictaminar si eran «buenos et legibles et verdaderos de texto et de glosa».164 De serlo, la comisión aprobaba el exemplar del estacionario y fijaba la tarifa a cambio de la cual podía alquilarlo, por peciae -marcadas con la contraseña de un «correctus»-, «para facer ... libros de nuevo o para emendar los que [los escolares] tovieren escritos».165 «Et al que fallase que non tenié atales libros, non le debe consentir que sea estacionario nin los logue a los escolares, a menos de non seer bien emendados primeramente». Los petiarii colacionaban los «exenprarios» una vez al año y, si no les ofrecían «buenos e correchos»,166 obligaban a rectificarlos o reemplazarlos a costa del estacionario. Ellos asimismo promulgaban anualmente la lista de exemplaria admitidos por la universidad, pero sólo por excepción debían de poseer un texto adecuado de cada obra. El compromiso del estacionario era «guardar bien et lealmente todos los libros que a él fueron dados», mientras «la commissione dei petiarii non faceva altro che esercitare un controllo, e non deteneva se non la lista degli exemplaria-madri, campioni o derivati, posseduti da ciascuno stazionario. Sicché, ogni volta che qualcuno veniva a proponerle un nuovo exemplar, essa sapeva presso quale stazionario doveva inviare i correttori perché potessero stabilire l’autorità dell’exemplar presentato».167

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El aspecto esencial de ese sistema de publicación -por cuanto ahora nos concierne- es la existencia de un exemplar que, fuera cual fuera su relación con el apógrafo, se corregía en una segunda instancia y servía como texto privilegiado para sacar nuevas copias y repasar las que ya circulaban. El exemplar está cotejado y sancionado por quien tiene capacidad para ello; y su custodia se confía a un intermediario, que lo pone al alcance de quien quiera hacerse con la obra o contrastar la veracidad del texto en que la lee. Para mí, no es dudoso que, al concebir el «volumen» de «todos los libros» que llevaba compuestos, don Juan Manuel se inspira en el uso de la pecia. Por eso no piensa en remitir a los apógrafos que obviamente conservaba, sino a una transcripción realizada ad hoc, «concert[ada]» y enmendada por él mismo, y tal vez depositada en lugar conocido a un cierto número de lectores y «scrivanos».168 El «volumen» de don Juan refleja el exemplar   —103→   de los círculos universitarios en tanto otorga autoridad decisiva a una copia revisada en una segunda instancia -insisto- y ejecutada expresamente para salvar los posibles errores de otros textos.

La observación de tal peculiaridad está lejos de contestar nuestras interrogantes en torno a la transmisión del corpus manuelino,169 pero echa luz muy reveladora sobre la fisonomía intelectual del autor. Le sabíamos nada amigo de mencionar los libros de donde extrae la información de filosofía natural, teología o ética que nutre buena parte   —104→   de su producción.170 Pero en el Prólogo general, más que el silencio sobre sus fuentes, nos impresiona la envergadura de la deuda que con ellas tiene contraída. Pues resulta que en una pieza tan breve y de individualidad siempre tan discantada apenas hay una idea, un elemento, que no nos asome al panorama de las escuelas. La historieta sobre el trovador de Perpiñán, deliciosamente narrada, la conocemos solo por versiones doctas, de Diógenes Laercio a Franco Sachetti (cfr. n. 148). Las célebres consideraciones sobre los yerros «del scrivano» se atienen a la Postilla litteralis. El remedio contra tales yerros lo sugiere el modo de edición característico de la universidad. La ilación y el trasfondo de referencias los dan la argumentatio dialéctica,171 los accessus, el ars grammatica («governar un proberbio de terçera persona»).

No nos las habemos, por otro lado, con un caso trivial de acopio de datos o contenidos objetivos. Los préstamos de don Juan en el Prólogo general tienen que ver con la forma en que se representa su   —105→   propia obra, cuando ya está a punto de dejarla cerrada. El magnate castellano, el prepotente hijo del infante don Manuel, se para a pensar en el público y la difusión de sus escritos; y las actitudes que adopta al propósito son fundamentalmente las que le sugiere la tradición escolástica. Don Juan se ve a sí mismo en una posición intelectual de preeminencia, temeroso de la degradación que sus libros puedan sufrir entre lectores ignorantes -como el zapatero de Perpiñán- y a manos de copistas ineptos. Frente a esa preocupación dominante, las excusas por la posible «mengua» de su «entendimiento» -al picar demasiado alto- no merecen sino media docena de líneas (77-83) a manera de rápida posdata. Priva, obviamente, la perspectiva magistral, de superioridad. Y, en efecto, los paralelos que se le vienen a las mientes son las reflexiones de Nicolás de Lira sobre la corrupción de los «codices» de la Biblia -ni más ni menos- y el procedimiento que las universidades habían elegido para proteger obras de especial relevancia y categoría en las coordenadas del momento.

Por ahí, las disquisiciones de don Juan que hoy clasificaríamos bajo el epígrafe de «crítica del texto», situadas como están en el pórtico de sus omnia opera, nos interesan sobre todo por la medida en que nos descubren o confirman «modelos de cultura» con los que se identifica -pero no, desde luego, de modo exclusivo-, paradigmas que adapta y hace suyos, consciente o inconscientemente. Si don Juan construye su «volumen» según el patrón del exemplar es a ojos vistas porque valora la universidad como arquetipo de la elaboración y organización del saber. Hay en él, sí, una proclividad o coquetería universitaria que no debe escapársenos. Basta pasar al folio que sigue al Prólogo general para comprobar que el «lego que nunca aprendi[ó] nin ley[ó] ninguna sciencia» alimentaba la ambición, un poco vergonzante, de que el Livro del cavallero et del escudero se llegara a «transladar de romance en latín» y se aproximara a la exactitud de las «palabras sennaladas» que denominan «los gramáticos “reglas”, dizen los lógicos “máximas” et llaman los físicos “anphorismas”» (Obras, I, pp. 40 y 59-60). Pero también a la pauta de la universidad se acomodan bastantes otras preferencias o pretericiones suyas, más o menos persistentes. Don Juan, verbigracia, no sólo estima el ideal escolástico de la subtilitas en «la sciençia de theología o metafísica o filosofía natural o aun moral e otras sçiençias muy sotiles», sino que además se lo apropia, con creciente determinación, hasta envanecerse de haber incluido en El Conde Lucanor «tantas cosas ... sotiles et oscuras et abreviadas» (Obras, II,   —106→   pp. 440 y 467)172. O bien, cuando le reconocemos esas veleidades universitarias, ¿cómo va a extrañarnos que muestre tan escaso interés por los antiguos? Porque precisamente la universidad de la época había desterrado a los clásicos con una severidad sin precedentes.173

La pretensión de ascenso intelectual que de hecho suponía para don Juan sentirse afín al catedrático o magister no choca en absoluto con la vocación divulgadora de sus libros, con la orientación hacia un lector cuya formación se desea (pero de cuya comprensión a menudo se recela). La universidad del Trescientos era principalmente el soporte teológico, «científico», de un enorme empeño catequético, apologético y misionero. Los paladines de tal empresa y, por ende, supremos propulsores y beneficiarios de la universidad eran las dos grandes órdenes mendicantes.174 Es bien explicable, pues, que la admiración por la una se acompañe en don Juan Manuel del entusiasmo por las otras: «Dos órdenes son las que al tiempo de agora aprovechan más para salvamiento de las almas et para ensalçamiento de la sancta fe católica, et esto es porque los destas órdenes pedrican et confiessan et an mayor fazimiento con las gentes; et son las de los frayres pedricadores et de los frayres menores» (Obras, I, p. 493). Dominicos y franciscanos, en verdad, eran para don Juan Manuel el sumo ejemplo de cómo la «sotil» cultura universitaria podía encauzarse a un «mayor fazimiento con las gentes».

Las relaciones personales de don Juan Manuel con los «pedricadores» han llevado a abultar la impronta de los hijos de Santo Domingo en su producción literaria. Desproporcionadamente, creo, porque esa inferencia biográfica dista de haber sido justificada.175 No hay indicio   —107→   de que ningún dominico le influyera con la amplitud y la profundidad que Ramón Llull, franciscano y bien franciscano, y cuyo quehacer ha de contarse entre los dechados esenciales para don Juan.176 Aparte el comentario, según los hábitos escolásticos, de unas frases de la regla dominica -en un capítulo destinado a complementarse con otro sobre los minoritas-,177 tampoco se ha señalado nunca ni un párrafo suyo que estuviera en dependencia directa respecto a un autor de la orden. En cambio, en un lugar tan destacado y con tanta fuerza programática como el Prólogo general, a quien sí sigue al pie de la letra, con excelente memoria o con la Postilla abierta sobre la mesa, es a Nicolás de Lira, franciscano y conspicuo contradictor de Santo Tomás...178

Las huellas que en ese Prólogo hemos advertido, así, nos sirven para subrayar, frente a una cierta tendencia a la simplificación, la complejidad y la riqueza de los modelos de cultura que atraen a don Juan Manuel. Verlo imitar el exemplar de la pecia nos recuerda que en su actividad hay un ingrediente e incluso un prurito universitario nada desdeñable; notar cómo se ciñe a fray Nicolás corrobora que atendía a la lección de las órdenes mendicantes con menos parcialidad y más anchura de horizontes de lo que modernamente suele opinarse. En don Juan, cierto, debemos apreciar la receptividad a estímulos muy varios y la profusión de respuestas que se complace en   —108→   darles. La curiosidad siempre alerta, el gusto por ensayar caminos diversos, la permeabilidad con consecuencias creadoras son rasgos decisivos en su semblanza intelectual, y sin duda no desprovistos de homólogos en otras facetas de su carácter y en otras zonas de su actividad. Pero ¿qué favor le hacemos amortiguando aquellos rasgos, para primar esas otras facetas, esas otras zonas? La moda de nuestros días, que son aún los de la edad romántica, privilegia la literatura de raíz (supuestamente) no literaria, el pensamiento salvaje. «Yo he visto que en el transladar acaeçe muchas vezes...». ¿Dónde lo vio don Juan Manuel? Hoy, comúnmente, encanta imaginar que fue sólo a costa de desojarse ante los manuscritos, «en su experiencia de la vida» (dan ganas de decir: en Perpiñán), mientras quizá se frunce el ceño al reparar en que más verosímilmente la experiencia al respecto estaba condicionada por el estudio de la Postilla litteralis. El remedio de tal contrariedad bien pudiera ser hacerse a la idea de que para don Juan la lectura, como «a thought to Donne, was an experience - it modified his sensibility».179



«Crítica del texto y modelos de cultura en el Prólogo general de don Juan Manuel», en Studia in honorem Prof. M. de Riquer, I, Quaderns Crema, Barcelona, 1986, pp. 409-423.

Tras el desencuentro (menudo y ocasional) aludido en la n. 170, celebro en particular que Alan Deyermond haya acogido plenamente las principales tesis de mi estudio (en Historia y crítica de la literatura española, I/1, Barcelona, 1991, pp. 138-139), y espero con interés la publicación de S. M. Farcasiu «que demuestra, a partir del estudio del Libro del cavallero et del escudero, que la mayor parte de lo que [en don Juan Manuel] se ha atribuido a la influencia de los dominicos lo comparte con la otra orden mendicante, o, incluso, que se explica mejor como influencia específicamente franciscana» (ibid.).

En análoga perspectiva, si no indiqué en su día que franciscanos y dominicos practicaban también el recurso a un exemplar celosamente corregido y conservado, fue porque entre ellos el procedimiento se reservaba a los libros litúrgicos; pero, en cualquier caso, no debí omitir que Ramón Llull (vid. ad n. 176) legó exemplaria de sus obras a la Cartuja de París y a otros depositarios: «De quibus quidem libris omnibus supradictis   —109→   mando fieri in pergameno in latino unum librum in uno volumine, qui mitatur per dictos manumissores meos Parisius ad monasterium de Xartossa, quem librum ibi dimito amore Dei. Item mando fieri de omnibus supradictis libris unum alium librum [...] quem dimito et mando miti apud Ianuam Misser Persival Espinola. [...] Et residuum predicte totius peccunie mee et residuos alios libros qui fient per dictos manumissores meos de mea peccunia supradicta, dimito et mando dari ac distribui [...] ita quod ponantur scil. libri in armario cuiuslibet ecclesie in qua illos dabunt cum catena, ita quod quilibet ipsius ecclesie volens illos legere possit ipsos legere et videre...» ( ed. F. de Bofarull y de Sans, Memorias de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, V (1896), pp. 463-476; cf. J. N. Hillgarth, Ramon Llull and Lullism in Fourteenth-Century France, Oxford, 1971, pp. 142-143).

En relación con lo dicho ad n. 172, es de particular interés el prólogo a la Crónica abreviada: «Los que fazen o mandan fazer algunos libros, mayormente en romance, que es señal que se fazen para los legos que no son muy letrados, non los deven fazer de razones nin por palabras tan sotiles que los que las oyeren non las entiendan o por que tomen dubda en·lo que oyen. E por ende, en el prólogo deste libro que don Iohan [...] mandó fazer, non quiso poner y palabras nin razones muy sotiles; pero quiso que lo fuesen yaquanto, por que, segunt dizen los sabios, quanto omne más trabaja por aver la cosa, más la terná después que la ha...» (Obras, II, p. 574). Los aludidos «sabios» se dejan oír a menudo y en tradición ininterrumpida, por cuanto alcanzo, entre San Agustín y Góngora. Pero don Juan Manuel parece especialmente al arrimo de Gregorio el Grande, In Ezechielem, I, vi, 1, leído sin duda en algún florilegio o acaso (no tengo el texto a mano) a través de Nicolás de Lira: «Magnae vero utilitatis est ipsa obscuritas eloquiorum Dei, quia exercet sensum ut fatigatione dilatetur, et exercitatus capiat quod capere non posset otiosus. Habet quoque adhuc aliud maius, quia Scripturae sacrae intelligentia, quae si in cunctis esset aperta vilesceret, in quibusdam locis obscurioribus tanto maiore dulcedine inventa reficit, quanto maiore labore fatigat animum quaesita».

La bibliografía sobre los usos librarios evocados a propósito de don Juan Manuel, y en particular sobre las técnicas materiales anejas, ha crecido extraordinariamente en los últimos años: recordaré sólo L. J. Bataillon, G. G. Guyot y R. H. Rouse, La production du livre universitaire au Moyen-âge. Exemplar et petia, París, 1988, y E. Ornato, Apologia dell’apogeo. Divagazioni sulla storia del libro nel tardo medioevo, Roma, 2000, pp. 102-128.

Por otro lado, mis conclusiones sobre la autoría y relación del Prólogo general y el preámbulo a El conde Lucanor han sido incorporadas a la edición ya canónica de la obra, al cuidado de Guillermo Serés, Barcelona, 1994, con exhaustiva información complementaria: a ella remito al interesado.



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ArribaAbajo- V -

Prólogos al Canzoniere


(Rerum vulgarium fragmenta, I-III)


Certo, anche un umanista può darsi alla pluralità di avventure...,
ma simili carriere sono dominate in partenza da una costante classica...


Gianfranco Contini                


Los cinco primeros rerum vulgarium fragmenta pueden trenzarse y destrenzarse variamente. En el ámbito del Canzoniere, los cinco forman un conjunto de carácter singular, con inequívoca función de prólogo:180 conjugando según pautas retóricas unos materiales de tradición clásica y medieval,181 proponen una valoración global de la obra y suministran las noticias preliminares más imprescindibles para la comprensión de las restantes «rime sparse». Pero el común denominador prologal no impide que las cinco piezas se subagrupen de acuerdo con otros criterios.

En particular, Voi ch’ascoltate... (I) contempla y condena el Canzoniere con una lejanía que en última instancia lo sitúa fuera, más allá del libro: «proemio -repetía Carducci-, e dovrebb’essere epilogo»,182 como   —112→   los tres poemas finales. Per fare una leggiadra sua vendetta... (II) y Era il giorno ch’al sol si scoloraro... (III) se emparejan prietamente en tanto ofrecen -como tantas veces- perspectivas complementarias de una misma anécdota, la emboscada que Cupido tiende al poeta; no obstante, sin desvincularlos entre sí, el propio Petrarca vaciló un instante sobre cómo ordenarlos, y pasajeramente, en la versión Malatesta, antepuso el tercero al segundo.183 Procediendo de la res a la persona, Que’ch’infinita providentia et arte... (IV) y Quando io movo i sospiri a chiamar voi... (V) coinciden en centrarse en la presentación de la amada y con ella cierran la serie de las informaciones obligadas (obligadas, porque, por ejemplo, nada entenderíamos del texto siguiente, VI, «con quel trasmutar non si sa perché la bella fèra fuggente in una pianta»,184 si Quando io movo no nos hubiera dado la clave del nombre de Laura). Por ahí, los cinco fragmenta iniciales se dejan leer como articulados bien en tres (I, II-III, IV-V), bien en dos secciones, la segunda bipartita: un exordium propiamente dicho (I) y un initium narrationis en dos tiempos, uno para el suceso (II-III) y otro para la protagonista (IV-V).

En ese prólogo con diversos capitulillos, conviene reconocer aún otro núcleo sui generis: el constituido por Voi ch’ascoltate, Per fare y Era il giorno. El ligamen entre los tres sonetos no depende ahora sólo del tema o la función, sino de una inspiración unitaria y a la vez compleja: los tres, en efecto, se enlazan entre sí en la medida en que aprovechan las sugerencias convergentes de ciertos poemas de la latinidad augustea con los cuales comparten la condición de prefacios. La relación entre las composiciones petrarquescas y las clásicas se establece menos una a una que de grupo a grupo, de suerte que refuerza la conexión semántica de las tres primeras «rime sparse».185 El descubrimiento   —113→   de tal relación, por otro lado, ilumina aspectos de notable importancia en la génesis, el diseño y -quizá por encima de todo- la idea que Petrarca se hacía del género mismo del Canzoniere.


I

Vayamos por partes, propedéuticamente, en la esperanza de aprender alguna lección útil cuando recojamos los fragmentos en que primero nos dispersaremos. En el pórtico de las Epístolas (I, i), Horacio rompe con su pasado de lírico mundano y se declara resuelto a entregarse a más altas tareas:


Prima dicte mihi, summa dicende Camena,
spectatum satis et donatum iam rude quaeris,
Maecenas, iterum antiquo me includere ludo?
Non eadem est aetas, non mens. Veianius armis
Herculis ad postem fixis latet abditus agro,
ne populum extrema totiens exoret harena.
Est mihi purgatam crebro qui personet aurem:
«Solve senescentem mature sanus equum, ne
peccet ad extremum ridendus et ilia ducat».
Nunc itaque et versus et cetera ludicra pono,
quid verum atque decens, curo et rogo et omnis in hoc sum...


(1-11)                


Mecenas, pues, quisiera hacerlo caer de nuevo en el «antiquo... ludo» (3), en la frívola palestra de las odas, pero Horacio se resiste: ha cambiado con la madurez, no es ya el mismo ni en años ni en ánimo, «non eadem est aetas, non mens» (4). Se comprende. El gladiador Veyanio ha colgado las armas en el templo de Hércules, para no tener que seguir congraciándose con el público, ganándose la indulgencia del vulgo: «ne populum... totiens exoret...» (6). Ese ejemplo aconseja al poeta dejar a tiempo el camino (o el «senescentem...   —114→   equum», 8, para respetar la metáfora) que puede llevarlo al ridículo, volverlo «ridendus» (9). La decisión es firme: ha llegado el momento de abandonar los versos triviales y las demás bagatelas, «ludicra» (10), y consagrarse por entero a indagar qué es la verdad, en qué consiste el bien, «quid verum atque decens» (11).

No es difícil advertir el aire de familia entre ese incipit horaciano y Voi ch’ascoltate. En ambos casos, el autor se siente «in parte» distinto, «altr’uom», del que era antaño: «non eadem est aetas, non mens».186 La juventud ha quedado atrás,187 y ahora, con la mutatio animi propia de quien se aproxima a la vejez,188 se juzga negativamente la lírica liviana   —115→   que entonces se escribió. En ambos casos, el rechazo de la poesía de antaño se hace en nombre de la filosofía moral: más explícitamente en la epístola de Horacio (para quien se trataba de «transire ad studium philosophiae, relictis iocis et lyricis versibus», según la glosa del Laurenziano, fol. 78), pero también con toda claridad en Voi ch’ascoltate, donde Petrarca identifica el «giovenile errore» de sus rimas con la opinionum perversitas que los estoicos denunciaban como raíz de todo mal -y en concreto de las cuatro perturbaciones capitales que el soneto compendia en «speranze» y «dolore»- y donde implica que la superación de tal «errore» se halla en la constantia sapientis asimismo estoica, en el conocimiento de sí y el cultivo de la vida interior, hasta «sparsa anime fragmenta recolligere».189 En ambos casos, se toma muy en cuenta el juicio que el «popol tutto» dará del poeta, y se evoca o se sufre el trance amargo de impetrar de las gentes «pietà, non che perdono» («ne populum... exoret...»), y ser objeto, «ridendus», de murmuraciones y burlas: «ben veggio... favola fui gran tempo...».190

La epístola del Venusino no carece luego de otras semejanzas con Voi ch’ascoltate. Cuando pondera lo fugaz y cambiante de juicios y pareceres («idem eadem possunt horam durare probantes?», 82; «Quo teneam voltus mutantem Protea nodo?», 90, etc.), nos acercamos a la convicción de «che quanto piace al mondo è breve sogno»; y ante el retrato de un Horacio que se debate consigo mismo, que desprecia lo que apetecía y desea lo que rehusó, que se angustia y discrepa de todo el proceso de su vida,191 no podemos sino volver los ojos al Petrarca que se avergüenza de su pasado, que se arrepiente y comprueba la vanidad   —116→   de esperanzas y dolores. Sin embargo, es en los once versos del arranque horaciano donde está la coincidencia realmente significativa con los catorce del soneto: por encima de la diversidad en la elaboración, coincidencia en la actitud de ambos poetas, en el desengaño con que desde la madurez, con otro talante, vueltos ahora a la auténtica sabiduría, se desentienden de los «versus et cetera ludicra» de la mocedad, de las «rime sparse» del «giovenile errore»; coincidencia en la singularidad de un prólogo que es a la vez epílogo, despedida de una larga etapa vital y literaria.

Apenas hace falta señalar que el paralelismo de contenidos quizá no nos impresionaría si no estuviera tan fuertemente realzado por la identidad de posiciones, en el principio absoluto de una colección de obras poéticas. Cosa parecida hay que decir del otro poema horaciano cuyo recuerdo se aprecia al fondo de los primeros rerum vulgarium fragmenta: la oda «Intermissa, Venus...» (IV, i). Cierto que en rigor no nos las habemos ahora con el prólogo a una entera raccolta, pero la autonomía del libro cuarto de las Odas es y era de sobras conocida: «Statuerat Horatius usque ad tertium librum carminum complere opus suum, quibus editis maximo intervallo hunc quartum scribere est compulsus ab Augusto...», acotaba el Laurenziano (fol. 45v). Tras el inolvidable colofón del «Exegi monumentum...» (III, xxx), el valor prologal de «Intermissa, Venus...» había de resultar conspicuo. Nos consta que en el citado códice petrarquesco ese valor se le atribuyó en tal grado, que la pieza fue promovida a preámbulo de las opera omnia de Horacio. Porque en cabeza del manuscrito, en lo alto del mismo folio de guarda que unos milímetros más abajo lleva la nota de posesión («Emptus Ian[ue] 1347 novembris 28ª»), antes de cualquier otro texto, se lee precisamente el incipit «Intermissa uenus». En otras palabras: al abrir el Laurenziano, Petrarca se encontraba con que al frente de toda la poesía de Horacio había una llamada a la oda en cuestión, la oda introductoria al libro cuarto.192

No sorprende, entonces, que las resonancias de ese poema se oigan al comienzo del Canzoniere. La formulación horaciana tenía un vigor excepcional:

  —117→  

Intermissa, Venus, diu
rursus bella moves? parce precor, precor.
      Non sum qualis eram bonae
sub regno Cinarae. Desine, dulcium
      mater saeva Cupidinum,
circa lustra decem flectere mollibus
      iam durum imperiis: abi,
quo blandae iuvenum te revocant preces...


(1-8)                


Venus ha reanudado las hostilidades de una guerra, la guerra de amor, que llevaba muchos años interrumpida. Horacio le suplica que le conceda la paz. Ya no es el que era antaño, el que se sometió a Cinara: «Non sum qualis eram...». Ahora anda por el décimo lustro. No es a él a quien Venus debe hostigar, sino a los jóvenes. Ellos sí están dispuestos a luchar tras las banderas de la diosa, «signa... militiae tuae» (16). Horacio, en cambio, ha renunciado a los amores, no alberga ninguna «spes animi credula mutui» (30). Y, sin embargo, ¿por qué, cuando piensa en Ligurino, el llanto vuelve a rodarle por las mejillas, «manat rara meas lacrima per genas» (34)?

La situación es obviamente afín a la de Voi ch’ascoltate. Horacio se duele de caer de nuevo en las manos de Venus, porque juzga la pasión amorosa como un «giovenile errore»,193 comprensible «quand’era in parte altr’uom», pero no cuando está entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, «circa lustra decem». Si Petrarca retuvo en especial ese «Non sum qualis eram» en el primer soneto del Canzoniere,194 probablemente fue también porque al escribirlo él tenía a su vez la edad declarada por Horacio en «Intermissa, Venus»:195 pues todo indica   —118→   que Voi ch’ascoltate fue compuesto a finales de 1349 o a lo largo de 1350,196 cuando el autor, según su modo de contar, había cumplido los cuarenta y seis o los cuarenta y siete años. No es dudoso que la oda le llegó a las fibras sensibles. En el códice Morgan, en fecha temprana, apostillaba el verso «Nocturnis ego te somnis» (37) con otro virgiliano sobre los «insomnia» de Dido.197 Pero en el Laurenziano, no antes de noviembre de 1347, sólo marcó con una larga manicula (fol. 46)198 la línea en que el poeta se pretendía exento de «le vane speranze» que igualmente se dan por descartadas en Voi ch’ascoltate: «nec spes... credula...».

«Intermissa, Venus» no sólo dejó huella en la primera de las «rime sparse», sino que verosímilmente brindó además un spunto para imaginar o cuando menos ordenar la segunda y la tercera. Con una y otra tiene en común, efectivamente, el punto de partida argumental: el autor está libre de amores (en el caso de Petrarca, jamás los ha conocido: de ahí las «mille offese» de II, 2), cree que nada debe temer al respecto (véase Horacio, 29-32, y Era il giorno, 5-7), cuando de improviso lo ataca una divinidad erótica -Venus en la oda, Cupido en los sonetos-, en un combate en el cual será derrotado y que le hará verter amargas lágrimas. La inicial imagen bélica horaciana (1-2) se refuerza en seguida con la mención de los «signa... militiae tuae» (16), «le’nsegne d’Amore» tan evocadas por Petrarca y tan vinculadas por él al triumphus Cupidinis (III, 132). Pero ese doble motivo de «Intermissa, Venus», el embate y el triunfo de la deidad amorosa, se desarrolla o se perfila en Per fare y Era il giorno al arrimo de otros célebres poemas prologales de la latinidad clásica.

  —119→  

Cuando repasamos el arranque del Monobiblos properciano, en particular, caemos en la cuenta de estar distinguiendo, no poco insospechadamente, el mismo paisaje de esos dos sonetos.


Cynthia prima suis miserum me cepit ocellis,
   contactum nullis ante cupidinibus.
Tum mihi constantis deiecit lumina fastus
   et caput impositis pressit Amor pedibus,
donec me docuit castas odisse puellas
   improbus et nullo vivere consilio;
et mihi iam toto furor hic non deficit anno,
   cum tamen adversos cogor habere deos...


(I, i, 1-8)                


Vale decir: hasta Cintia, ninguna mujer había logrado conquistar a Propercio, de igual modo que, antes de Laura, Petrarca, con un corazón «ove solea spuntarsi ogni saetta», había infligido «mille offese» a Cupido (II). En concreto, Cintia ha vencido y cautivado al poeta con los ojos; como Laura a Francesco, naturalmente: Era il giorno lo cuenta en esos mismos términos propios y en exacta concordancia con Propercio («me cepit ocellis»: «i’ fui preso..., ché i be’ vostr’occhi, donna, mi legaro»), en tanto Per fare lo adelanta a través de la metáfora de las ‘armas de Amor’, con la frecuentísima correspondencia de «occhi» con «arco», «saetta», etc., etc.199 Pero notemos que el segundo dístico de la elegía establece respecto al primero una equivalencia análoga a la de Era il giorno y Per fare: el mismo episodio se refiere en dos versiones, una recta -con los ojos de la dama- y otra figurada -con las armas del Amor-. (Ni se descuide, por otra parte, que el lector desprevenido no tenía por qué interpretar necesariamente como infeliz la pasión por Cintia, pero Propercio se encarga de ponderárselo desde el incipit: «miserum me». Pues no de otra manera los Rerum vulgarium fragmenta se abren con «sospiri», «pianto» y «dolore», sin el menor atisbo de esperanza).

El tercer verso properciano, con la mención del «constans... fastus» del protagonista, precisa un dato que ya se implicaba en el pentámetro anterior y que Petrarca resalta de forma notoria: el ataque de Cupido es una «vendetta» (II, 1) provocada por el uniforme desprecio   —120→   con que el poeta había siempre mirado al dios, afrentándolo, por ende, con «mille offese». A su vez, la estampa vivísima del Amor que afirma el pie sobre la cabeza del vencido viene a poner la pincelada triunfal en que se acusan los matices bélicos de «cepit» (1), que es «translatio... aut a venatione aut a bello», y de «contactum» (2), dicho «également de celui qui a été atteint par une arme (P. Fedeli) et par la contagion d’une maladie ou d’une folie».200

Por culpa del maldito Amor -prosigue la elegía-, ahora Propercio odia a las mujeres decentes y anda sin rumbo, «nullo... consilio» (Petrarca describió a menudo el estado del espíritu «a cui vien manco consiglio», XXIX, 10-11). Ha pasado ya un año entero, y esa locura, ese «furor», no decae, antes lo constriñe a enemistarse con los dioses, «adversos... habere deos». Podemos oír en tales versos (5-8) más de una consonancia con el Canzoniere, y notablemente con el primer soneto: no en balde el tema de Voi ch’ascoltate es ese «instabilis furor» -en palabras del propio Petrarca-201 que tiene al poeta extraviado en su «vaneggiar» y lo obliga a «pentersi», consciente de su pecado, de vivir «al [ciel] pur contrastando» (LXX, 28).202 Pero el rasgo que a mí me llama más la atención es la referencia a «todo el año» transcurrido desde el encuentro con Cintia. Porque la elegía de Propercio resulta ser, así, un poema de aniversario.

El hecho cobra relieve cuando se observa que Era il giorno, en cuya primera estrofa cabe reconocer una ceñida adaptación del attacco de la elegía, es conmemoración del fatídico seis de abril y puede   —121→   muy bien entenderse como inicio de la serie de las rimas de aniversario. Para M. Pastore Stocchi, no hay duda de que fue compuesto con ese designio el 6 de abril de 1349.203 Yo no osaría suscribir tal afirmación, pero, por mi parte, he apuntado que la unidad retórica de los cinco primeros sonetos sugiere un mismo período para la composición de todos ellos (véase infra, n. 222) y que, por tanto, la datación de Voi ch’ascoltate entre 1349 y 1350 sitúa los otros cuatro en el panorama de ese bienio. En cualquier caso, sí estoy convencido de que acierta Pastore Stocchi al insistir en que Era il giorno ha de ser posterior al 6 de abril de 1348 por cuanto «presuppone i temi più maturi del libro»: «nello scolorire del sole» se contiene «l’annuncio che Laura è morta», de acuerdo con la evidencia de que «questa immagine dell’astro che si spegne governa, tra la seconda parte del canzoniere e il Triumphus Mortis, ogni rievocazione dell’‘orribil caso’». Pero si es así, como creo, y si en el carácter de aniversario es lícito discernir un eco -siquiera parcial- o un estímulo -entre otros- del prólogo de Propercio,204 entonces nos hallamos ante un nexo interesantísimo entre la génesis del preámbulo constituido por los tres sonetos iniciales, en tanto conjunto unitario, y uno de los factores esenciales en la estructura total del Canzoniere: los elementos que moldean ese preámbulo se nos muestran significativamente acordes con las grandes líneas de fuerza en la disposición de los Rerum vulgarium fragmenta.

Como ocurría con la epístola de Horacio, también el resto de la elegía properciana, más allá de los ocho o diez versos del principio, se deja relacionar con ciertos aspectos del proemio petrarquesco. Porque el cantor de Cintia se vuelve allí a las adivinas y a los amigos para pedirles ayuda con una triple invocación que por fuerza hemos de parangonar a la de Voi ch’ascoltate: «At vos...», «Et vos...», «Vos...» (19, 25, 31). A los amigos les suplica, no «pietà» ni «perdono», pero sí «auxilia», al par que les reprocha que hayan tardado demasiado en «lapsum revocare» (25-26) y los exhorta a escarmentar con su ejemplo («Hoc, moneo, vitate malum...», 35), a riesgo, si no le prestan oído, de   —122→   tener que arrepentirse y recordar con pesadumbre las palabras del poeta: «Quod si quis monitis tardas adverterit auris, / heu referet quanto verba dolore mea!» (37-38).

Ni que decirse tiene que la analogía de peso no está ahora en la letra, sino en la orientación del discurso. Como Voi ch’ascoltate, el poema de Propercio se dirige en buena medida a un público que escucha el relato de sus desdichas sentimentales; no un público indiferenciado, sino nutrido específicamente por «chi per prova intenda amore», con el cual contrasta el autor su propia experiencia amorosa y del cual espera (o lamenta) consejos, recriminaciones, «pietà», «auxilia»: «vos, qui sero lapsum revocatis, amici» (25).

A tal luz, la elegía introductoria del Monobiblos se nos revela como un auténtico gozne de nuestros tres sonetos. En una y otros asistimos, en verdad, a una historia substancialmente idéntica: el poeta, exento primero del amor y luego «preso», «legato» por los ojos de madonna -o, si se prefiere, conquistado por las armas de Cupido, que así se venga triunfalmente de las «offese» que ha soportado-, plañe el «furor» y el empecatado desconcierto que lo han poseído desde el día en que conoció a la dama, interpelando a unos oyentes con quienes tiene o puede tener unas vivencias amorosas en común. En Propercio está en una proporción más que considerable el tríptico prologal del Canzoniere.205

No obstante, tampoco acaba ahí la deuda de esas tres piezas para con los proemios clásicos: tras Horacio y Propercio, nada más previsible, al hilo de la cronología y del itinerario de la lírica augustea, que tropezarnos con Ovidio. El poema inicial de los Amores muestra varios puntos de contacto con la horaciana «Intermissa, Venus», y, como ella, viene a converger con Petrarca. Cuando Ovidio, bien lejos de cualquier preocupación erótica, se dispone a escribir una epopeya, Cupido se presenta y lo obliga a componer poesía de amor: en la forma, le arrebata un pie al segundo hexámetro, para reducirlo al pentámetro de los elegíacos; y como Ovidio no tiene materia («aut puer aut... puella...») para esos versos frívolos, «numeris levioribus» (I, i, 19-20), el pícaro diosecillo, «in exitium... meum» (22), toma unas saetas del carcaj y, tensando el arco vigorosamente, se las clava en el   —123→   corazón. Y el poeta, antes libre, arde ya de pasión: «Uror, et in vacuo pectore regnat Amor» (26).

A esa primera elegía sigue inmediatamente otra que es su prolongación natural o, según se mire, una nueva versión del mismo motivo central. Ovidio no sabe por qué la cama se le antoja tan dura, por qué no logra dormir. Se lo explicaría «siquo temptarer amore» (I, ii, 5). Pero ¿no será que el amor se ha introducido en él furtiva, disimuladamente, «tecta... arte» (6)? Sí, sin duda: las flechas de Cupido se le han hincado en el corazón, ha caído en manos del Amor. «Haeserunt tenues in corde sagittae / et possessa ferus pectora versat Amor» (7-8). ¿Qué hacer, pues? ¿Entregarse o resistir, «luctando»? «Cedamus». Mejor rendirse sin batalla, reconocerse presa del Amor. «Tua sum nova praeda, Cupido» (19). En todo caso, no es una victoria gloriosa vencer con armas a quien va desarmado: «Nec tibi laus armis victus inermis ero» (22). Ya puede el dios celebrar su triunfo. En el cortejo marchará el poeta, con su herida reciente, «et nova captiva vincula mente feram» (30). Con él desfilarán también las virtudes a quienes el Amor humilla, «Mens Bona... et Pudor» (31-32), y los males que siempre lo acompañan, «Error... Furorque» (35). «His tu militibus superas hominesque deosque...» (37).

Nunca ha dejado de advertirse que en los tercetos de Era il giorno hay una puntual dependencia del verso 22 de la segunda elegía:


Trovommi Amor del tutto disarmato...
però al mio parer non li fu honore
ferir me de saetta in quello stato...


Pero es necesario añadir que tan diáfana adaptación no responde al uso ocasional, aislado, de una sentencia o res memoranda, según a menudo lo documentamos en las «rime sparse»,206 antes bien constituye la cita literal en que viene a concretarse un múltiple ligamen semántico con la serie de los dos poemas ovidianos.

No se nos escape, por ejemplo, que si la primera elegía discurre -tal Voi ch’ascoltate- sobre los «numeri leviores» (19) que a continuación   —124→   se ofrecen en el libro, también en ella se esboza en qué modo «Amor l’arco riprese» (II, 3), tan «celatamente» (ibid.), tan a la manera de «huom ch’a nocer luogo et tempo aspetta» (II, 4), como precisa la segunda elegía: «tecta callidus arte nocet» (6).207 La complementariedad de los dos poemas de Ovidio es llamativamente similar a la de Per fare y Era il giorno, con la doble versión del lance del asalto y las flechas de Cupido que se le clavan al protagonista «in corde» (I, ii, 7). Por otro lado, en la segunda elegía «non manca l’accenno alla battaglia che deve aver preceduto il trionfo: ne danno testimonianza le virtù contro cui Amore ha dovuto combattere e che ora sono su prigioniere», es decir, «Mens Bona... et Pudor» (31-32).208 Mas, en la desdichada batalla que se esboza en Per fare, Francesco cuenta asimismo con dos aliados: «la mia virtute» y la Razón, en cuyo «proggio faticoso et alto» no le da tiempo a buscar refugio.209 Junto a «Mens Bona... et Pudor», se ve aún a dos «milites» del Amor tan conspicuos como «Error... Furorque» (35), mientras bien sabemos que Voi ch’ascoltate llora el «giovenile errore»210 y el «instabilis furor» (vid. n. 201) del poeta. En fin, la culminación de la segunda elegía es un espectacular triumphus Cupidinis (sólo insinuado en «Intermissa, Venus» y en el prólogo de Propercio),211 con Ovidio, herido y encadenado, como «nova praeda», «praeda recens» (19, 29). Y en Era il giorno cumple   —125→   identificar una alusión al depreciado «honore» triunfal (III, 12) que al dios corresponde por haber dejado «preso» y «legato» a Petrarca al «ferir[lo] de saetta» cuando andaba «disarmato» y ni soñaba en presentar resistencia. Pues no se olvide, claro está, que la alusión se formula con las palabras del propio Ovidio a idéntico propósito; y que, a su vez, la reminiscencia del triumphus Cupidinis de la segunda elegía retorna con la evocación, en el mismo Canzoniere, del episodio narrado en Per fare y en Era il giorno,212 y, obviamente, preside la entera visión situada en otro aniversario del seis de abril: «Al tempo che rinova i mie’ sospiri / per la dolce memoria di quel giorno...».213 El doble preámbulo a los Amores se trasluce limpiamente en el umbral de los Rerum vulgarium fragmenta.




II

La tediosa confrontación que antecede debiera dejar más allá de cualquier duda que los tres primeros sonetos del Canzoniere reflejan los poemas prologales de las Epístolas y el libro cuarto de las Odas horacianas, el Monobiblos de Propercio y los Amores de Ovidio. Pero igualmente es obvio que ese reflejo no se produce según los mecanismos más habituales (supra, n. 206), cuando unas estrofas de Horacio deciden la andadura de toda una pieza (CXLV), una cita de Lutacio Catulo (en Aulo Gelio) encarrila una canción (CCLXVIII), un verso de Arnaut Daniel preside la elaboración de un soneto (CCLXV), etc., etc. En nuestro caso, el vínculo es de otro orden, y sólo llegamos a apreciarlo debidamente si consideramos los tres sonetos como una unidad bien cohesionada y la comparamos globalmente con los prólogos clásicos en tanto conjunto también unitario.

Verdad es que en varios momentos la relación entre las dos series de textos tiene un fuerte componente literal: «era in parte altr’uom da quel ch’i’sono» está muy cerca de «non sum qualis eram» y de «non eadem est aetas, non mens»; «i be’vostr’occhi... mi legaro» es   —126→   fiel reformulación de «me cepit ocellis»; «non li fu honore ferir me» «disarmato» reproduce con mínimo cambio «nec tibi laus armis victus inermis ero». La mayoría de las veces, sin embargo, el nexo es menos nítido y consiste sobre todo en coincidencias temáticas, en afinidad de situaciones, actitudes, tonos, que Petrarca toma como punto de partida y recrea con acento personalísimo. No por ello disminuye la certeza del parentesco. Notemos un dato de especial relevancia: con una solitaria excepción, los prólogos clásicos muestran sólidos enlaces con más de un soneto, y aun en general con los tres. La excepción, que desde luego confirma la regla, es la epístola introductoria de Horacio, rica en contactos con Voi ch’ascoltate, pero sin nada que ver con Per fare ni con Era il giorno. «Intermissa, Venus», aunque vuelta primordialmente hacia el primer soneto, concuerda ya en un motivo central -los «bella» triunfales que la divinidad erótica declara al poeta- con el segundo y con el tercero. A estos dos, a su vez, miran mayormente los preámbulos de Propercio y Ovidio, mas sin que tal orientación los desligue por completo de Voi ch’ascoltate: y el del Monobiblos, en particular, constituye un auténtico eje de todo el tríptico. Las influencias latinas, pues, se distribuyen se diría que equilibradamente a lo largo de los tres sonetos.

La explicación de tal singularidad es sencilla: Petrarca contempló los prólogos clásicos como unificados por ciertos comunes denominadores, y unitariamente les dio réplica en los sonetos iniciales. De ahí la circunstancia, poco frecuente, de que nunca hayamos de optar entre diversas «fuentes» posibles. Por el contrario, cuando varios de los modelos augusteos ofrecen unos ingredientes equiparables, comprendemos que unos préstamos confirman los otros -en vez de excluirlos-, que todos ellos se suman para confluir en los textos del florentino. En otras palabras: Petrarca imitó menos los individuos que la especie, menos cada uno de los prólogos que los rasgos que a sus ojos los aglutinaban.

El factor esencial a ese propósito es también el más simple y el más obvio: las composiciones de Horacio, Propercio y Ovidio que inspiran las tres primeras «rime sparse» son siempre, y con marcado carácter, prólogos a colecciones poéticas (o, en un caso, el de «Intermissa, Venus», al libro con más entidad y autonomía de una colección poética), fundamentalmente de lírica amorosa (ahora con la única salvedad de las Epístolas). Y todavía conviene reseñar un hecho notablemente significativo: nuestros sonetos tienden a ceñirse al attacco de los dechados   —127→   clásicos. Desde luego, la afirmación no vale para los Amores, en cuyo doble prefacio Petrarca espiga más libremente, sea a la letra, sea en el espíritu. Pero en la epístola horaciana, en «Intermissa, Venus», en la elegía de Propercio, y pese a no desdeñar otros materiales, se atiene sobre todo al incipit propiamente dicho: los once primeros versos de la epístola, los ocho de la oda, los ocho de la elegía, casi como recortando los límites de un soneto.

Como arriba he apuntado, las concomitancias en los temas y en las interpretaciones se vuelven extraordinariamente visibles gracias a la identidad de posición. Los asuntos y los atteggiamenti reelaborados en el tríptico inicial del Canzoniere no fueron exclusivos de Horacio, Propercio y Ovidio. Pero sí son éstos quienes enseñaron a Petrarca a utilizarlos ni más ni menos que en cabeza de una raccolta lírica. Petrarca observó que varios elementos se repetían en los poetas romanos precisamente en tal lugar; y con esas y otras sugerencias de los prefacios clásicos, contaminándolos, fabricó un arquetipo, mixto, al que responden, en bloque, Voi ch’ascoltate, Per fare y Era il giorno.

Nos encontramos, pues, ante un caso de imitación plenamente deliberada, programática: de todo el caudal de la literatura latina, Petrarca se fijó en cinco poemas prologales, principalmente de canzonieri comparables al suyo, y concibió los tres primeros rerum vulgarium fragmenta de suerte que formaran serie con ellos, que obedecieran a pautas compartidas por los proemios clásicos.214 No es un fruto del   —128→   azar, de asociaciones o rememoraciones inconscientes, sino una operación cuidadosamente preparada y ejecutada. Por supuesto, se trataba de piezas familiarísimas, que en gran medida Petrarca debía saber de memoria. Pero no es aceptable que al ir componiendo los tres sonetos dispersa y saltuariamente -según mantenía la vieja crítica- se le vinieran una y otra vez a la mente los prólogos en cuestión, de modo que el resultado, por pura casualidad, fuera una tríada aglutinada en tan alto grado por la evocación sistemática de esos textos clásicos. No. La concentración de reminiscencias de los prólogos latinos revela que Petrarca los seleccionó y los estudió minuciosa y metódicamente. Con una finalidad concreta, por tanto, con un objetivo bien definido. Que no puede ser sino el que el cotejo de coincidencias pone de manifiesto: articular un complejo prólogo al Canzoniere de acuerdo con los patrones que le sugerían las raccolte líricas de la Antigüedad. A la célebre pregunta de Roland Barthes, «Par où commencer?», Petrarca habría contestado: «Por donde comenzaron los maestros romanos». La decisión de releer y meditar los prólogos antiguos y la decisión de elaborar un prólogo a las «rime sparse» tuvieron que ser para él una misma cosa.

Claro está, insistamos, que en el pórtico de los Rerum vulgarium fragmenta no todo procede de los proemios clásicos. Los motivos allí utilizados habían hecho en varios casos un largo camino por la tradición mediolatina y romance (vid. supra, n. 199). Petrarca podía reiterarlos con tranquilidad en un lugar tan destacado, porque los sabía ennoblecidos por las raíces antiguas a que siempre se remontaba con complacencia. La palinodia de los extravíos juveniles puesta al frente de una colección de poemas, como en Horacio y en Voi ch’ascoltate, no   —129→   era insólita en la literatura cristiana, cuando menos desde Prudencio;215 el asalto de Cupido, al modo de Propercio, Ovidio, Per fare y Era il giorno, tenía cierto curso entre los trovadores, amplia presencia en el roman francés, y uso y abuso en los stilnovisti. Ahora bien, para Petrarca, en una medida capital, escribir poesía en vulgar no significaba sino celebrar esos encuentros de la cultura clásica con la espiritualidad en que se había criado y con el único lenguaje lírico que podía sentir como suyo propio. Del mismo modo que las resonancias de Horacio, Propercio y Ovidio se refuerzan y no se anulan en los tres primeros sonetos, los ecos medievales se les funden con absoluta naturalidad, y el «argumento de la obra» viene a ser el concertarse de unas y otros.

En una poética tan exigentemente formalista como la cortés, la adhesión a determinadas acuñaciones era patente de identidad y de inteligibilidad. El Cupido ovidiano, por ejemplo, clavaba sus saetas «in corde» (I, ii, 7), pero ya el del Eneas, recuperando una moda alejandrina, las hacía entrar «en l’oil» para «el cuer coler» (8159-62), y el Roman de la Rose (1692, 1741) e Il Fiore (I, 9-10) precisaban: «per li occhi il core / mi passò». Giacomo da Lentini («per gli occhi mi pass’a lo core»), Guinizzelli («gli occhi no ’l ritenner di neente, / ma passò [lo colpo] dentr’al cor»), Cavalcanti («per li occhi mi passaste ’l core»), el Dante de la Vita Nuova y de sus ensayos («che da [fier] per li occhi una dolcezza al core»), tantos y tantos, consolidaron la imagen del ataque del dios en una troquelación que implicaba una física y una metafísica del amor. Así, en el mismo soneto en que calcaba ceñidamente otros momentos de la elegía de Ovidio, Petrarca, a quien también Propercio enseñaba que «oculi sunt in amore duces» (II, xv, 12), no sabía ni quería dar al «in corde» otro equivalente que el delimitado por el topos trovadoresco: «aperta la via per gli occhi al core» (III, 10).

Si el medido empleo de un vocabulario, una sintaxis o unos giros convencionales no hubieran hecho patente el entronque del Canzoniere con la estirpe surgida de Provenza y aclamada «apud Siculos»   —130→   (Familiares, I, i, 6), las «rime» petrarquescas no habrían cambiado la historia de la poesía europea. Para llevarla por otros caminos, para darle el nuevo empaque que aportaba el clasicismo y abrirla a una sensibilidad distinta, Petrarca tenía que estar dentro de ella, no salirse enteramente de los cauces ordinarios. El recurso a una lengua poética vigorosamente caracterizada no puede, pues, ocultarnos la hondura de los préstamos clásicos:216 no sólo hay que reconocerlos detrás de formulaciones de raigambre medieval, sino que urge percatarse de que esa conciliación de tradiciones es una de las razones vitales de los Rerum vulgarium fragmenta. La deuda de los tres primeros sonetos para con los proemios latinos constituye quizá la muestra más intencionada de tal actitud de concordia y se cuenta también entre los hechos más reveladores en otros sentidos.

En efecto, el cuidadoso y consecuente estudio de los modelos antiguos que revelan Voi ch’ascoltate, Per fare y Era il giorno, por un lado, y, por otro, el hecho de que las reminiscencias de aquellos se extiendan a lo largo de los tres sonetos implican que Petrarca los planeó como un conjunto coherente y los escribió (o por lo menos los esbozó) de una vez, en un breve espacio de tiempo. La crítica de antaño, convencida de que el presente del texto no podía ser sino el presente del contexto, daba por supuesto que Per fare y Era il giorno fueron redactados «soon after the enamorment»:217 al llegar a casa -se diría-, de vuelta de la iglesia de Santa Clara de Aviñón... Pero la peculiar impregnación clásica que las tres primeras «rime sparse» comparten y se distribuyen equilibradamente parece asegurar que la ideación y aun la composición de las tres debieron realizarse en un mismo período, en un lapso relativamente corto. Por fortuna, disponemos de un punto de referencia bastante firme para deslindar ese momento: todos los indicios colocan Voi ch’ascoltate en 1350 o, si acaso,   —131→   en las postrimerías de 1349. Pero incluso sin atender a otros vínculos del soneto inicial con los cuatro que lo siguen, la común dependencia del tríptico prologal del Canzoniere respecto a sus ‘fuentes’ sitúa también Per fare y Era il giorno en el horizonte de 1349 o, especialmente, 1350.

La conclusión no sólo tiene un alto grado de probabilidad, creo yo, para la concepción y el borrador de los tres sonetos, sino que verosímilmente vale asimismo para la etapa principal de la ejecución. Desde luego, no es posible averiguar cuánto tardó Petrarca en darles la forma definitiva -de sobra sabemos que otras veces le costó media vida-, pero me inclino a pensar que no fue demasiado.218 Para esa conjetura, no atiendo tanto a la presencia de nuestros poemas en el Canzoniere Chigiano -la princeps del Canzoniere-, en los aledaños del 1360,219 cuanto a la concentración y la regularidad de los ecos clásicos que en ellos se oyen y que difícilmente se hubieran mantenido en un largo proceso de elaboración. Un razonamiento parejo sustenta la opinión de que ninguno de los tres sonetos tenía entidad digna de consideración a nuestro propósito antes de que Petrarca tomara la decisión de construir un prólogo al Canzoniere a zaga de los poetas augusteos. Vale decir: ninguno puede considerarse rimaneggiamento de un soneto previo. Cabe, obviamente, que Petrarca utilizara ideas, iuncturae y hasta algún verso de composiciones anteriores.220 Pero la integración de las tres piezas inaugurales en el conjunto determinado por los ejemplos latinos   —132→   es tan maciza, vista precisamente con la óptica de esa inspiración, que obliga a postular que cualquier material preexistente, para ser aprovechado, tendría que haberse sometido a una mutación substancial: se trataría de una metamorfosis tan profunda, la que lo ajustara a las líneas maestras de la secuencia proemial, que no podríamos hablar de rimaneggiamento, sino de simple supervivencia de retazos verbales.221 La realidad es demasiado compleja, demasiado escurridiza, para confiar en aferrarla ciertamente con nuestros instrumentos de observación. Nadie más convencido que yo de la fuerza del azar. Pero en historia no nos queda otro remedio que proceder como si no hubiera azares. Con los datos a mano, no puedo inferir sino que los tres primeros rerum vulgarium fragmenta se escribieron en 1349 o, mejor, 1350.222

En todo caso, la eventualidad de que Per fare refunda un poema temprano o Era il giorno tardara varios años en adquirir la apariencia   —133→   que hoy tiene importa mucho menos que el momento de la architettazione de todo el tríptico. Si nos las hubiéramos con otros sonetos, podría incluso suceder que el hecho de datarlos se agotara en sí mismo. Pero estamos ante unos textos de relevancia excepcional: la inventio y la dispositio de las tres primeras «rime» -aquí en absoluto «sparse»- no conllevan sólo la imaginación de unos poemas más, ni siquiera el allestimento de un mero prólogo, antes bien implican la estructura toda del Canzoniere. Petrarca mismo comentó que poner prólogo a una obra es normalmente la última etapa del quehacer que se le dedica;223 y, si alguna vez -como ahora- no ocurre así, no podemos sino conceder que es decisión que cuando menos supone siempre una idea clara del contenido y la articulación del conjunto.

Sin duda la tenía Petrarca al concebir ese tríptico inicial. El contraste «fra le vane speranze e ’l van dolore» y en general el juego de oposiciones en que discurre Voi ch’ascoltate demandan -en armonía con las conveniencias de la retórica-224 un Canzoniere dividido en dos partes, la segunda constituida «in forza a la morte de Laura»,225 de acuerdo con una perspectiva poética y moral notablemente más amplia que la que Petrarca podía alcanzar (y mostrar) antes de 1348. No se engaña, cierto, el unánime sentir que el soneto primero es epílogo a igual título que prólogo: epílogo a una historia substancialmente conclusa, cerrada por una «vergogna» y un «pentersi» en términos más perentorios que los que menudean en Padre del ciel (LXII) y tantas otras piezas, llenas de intenciones y promesas incumplidas (al cabo, «io son pur quel ch’i’ mi soglio», CXVIII, 13), cuando Francesco aún no osa declararse «altr’uom» del que era.226 A la historia ahí cerrada dan comienzo   —134→   Per fare y Era il giorno: asentamiento tan manifiesto de un principio, que de suyo exigen un desenlace. En verdad, con ellos se abre una acción tan diáfanamente planteada como tal, como proceso, no puro piétiner sur place, que se diría impensable que Petrarca los escribiera y los quisiera leídos sin volver ya los ojos al final.227 Era un giorno mira hacia él estableciendo las bases del sistema simbólico que relaciona la muerte de Cristo con el itinerario de Laura y del poeta (cf. supra, n. 203), y, por otro lado, fija el primer eslabón de la cadena que más decididamente contribuye a dar visos «narrativos» al Canzoniere: las «rime» de aniversario. Los tres sonetos iniciales, en suma, contienen todos los factores que diferencian un auténtico «libro de poemas» de los viejos Liederbücher trovadorescos:228 determinan un principio y nos orientan a un final, introducen un diseño e inauguran el esquema cronológico, predicen la distribución en dos partes, anticipan el sentido último de los rerum vulgarium fragmenta... «In my beginning is my end».

Así, pues, por un lado, la ideación de nuestros tres poemas no se distingue de la constitución del Canzoniere en tanto libro, y, por otro, la conexión de Per fare y Era il giorno con Voi ch’ascoltate, a través de las fuentes comunes, sitúa la tríada hacia 1349-1350. Conviene recordar que las pistas para llevar Voi ch’ascoltate a esos años están sobre todo en su acusado paralelismo con dos textos latinos de la misma época: los preámbulos a las Familiares y a las Epystole.229 Porque, cuando se advierte que la datación del tríptico inicial se apoya en razones propias,   —135→   resulta más impresionante que las fechas que éstas nos revelan coincidan tan puntualmente con las que marcan la etapa fundamental en la génesis del Canzoniere como libro.

Nunca se insistirá lo suficiente en que hasta el 28 de noviembre de 1349 no tenemos noticia de que existiera ninguna transcripción «in ordine» de las rimas petrarquescas.230 Cierto que el ordo en cuestión no se adoptó en tal momento -lo excluye por el completo el tenor de la apostilla correspondiente-,231 pero es difícil que la resolución de seguirlo se aleje mucho de ese entorno, pues ninguna de las composiciones anteriores transmitidas por el Vaticano Latino 3196 (no, desde luego, las dos esbozadas en 1348)232 trae la indicación de «transcriptum in ordine», tan frecuente, en cambio, en los años siguientes. Importa más todavía, no obstante, la seguridad de que el 3 de abril de 1350 Petrarca se disponía a copiar «in ordine» Nel dolce tempo (XXIII), porque llevaba tres días aplicado «ad supremam manum vulgarium», con la ilusión de rematar los Rerum vulgarium fragmenta.233 Por suerte, el ordo de la transcriptio acometida en ese período se deduce con bastante claridad del testimonio del Vaticano Latino 3196: en efecto, de entre los cinco poemas en cuya elaboración trabajó Petrarca a lo largo de 1350, según lo documenta el códice degli abbozzi, nada menos que tres (CCLXV, CCLXVIII y CCLXX) se cuentan precisamente entre los que abren la segunda parte del Canzoniere.234 Para Petrarca, pues, llevar los fragmenta romances «ad supremam manum»   —136→   iba unido a atender especialmente a las piezas que conforman la introducción a esa segunda parte.235 Ahora bien: si indicios independientes, de distinta índole, datan en 1349 o 1350 los tres sonetos prologales a la primera parte y a la obra entera, y si nos consta el enjundioso alcance estructural de ese tríptico, no sé cómo evitar la conclusión de que fue también entre 1349 y 1350 cuando el Canzoniere adquirió substancialmente los caracteres de «libro de poemas»236 con que aflora en el manuscrito Chigiano (vid. supra, n. 219).

En enero de 1350, en Padua, Petrarca redactaba la carta dedicatoria de las Familiares. Un estilo límpido, elegantísimo, evoca y recrea ahí uno de los momentos cruciales en el itinerario intelectual del humanista. A Petrarca -cuenta- se le ha venido de nuevo a las manos una abrumadora cantidad de escritos olvidados, «sparsa quidem et neglecta» (I, i, 3): «pars soluto gressu libera, pars frenis homericis astricta..., pars... mulcendis vulgi auribus intenta» (§ 6). De esas minora opera, ha quemado más de mil, y con las pocas que han sobrevivido a la hoguera ha decidido formar una colección de epístolas en prosa, «Ad Socratem suum», y otra de epístolas en verso, para Barbato. Dicho y hecho: a finales de la primavera siguiente, pergeña en Mantua el borrador del poema en que ofrece las Epystole métricas al amigo napolitano. Nada precisa en la familiaris sobre el destino que en esos meses reservaba a las composiciones en romance, pero la nota del 3 de abril en el Vaticano Latino 3196 nos garantiza que   —137→   por entonces también atendía «ad supremam manum vulgarium».237

Es, insisto, una svolta, un momento crucial en el proceso de la producción petrarquesca. El escritor, cada vez más temeroso ante la «expectatio» con que son esperadas por muchos, vuelve a postergar las «maiora opera... iam diutius interrupta» (§ 7), y se contenta con dedicar una temporada a la compilación de su correspondencia y de su poesía toscana, corregidas y aumentadas. Opera, en todos los casos, con fragmenta, con textos breves y fundamentalmente autónomos,238 y tiene por objetivo esencial darles forma de liber, no sólo para satisfacer un deseo de plenitud perenne en él, sino además para compensar un poco ante sus admiradores el retraso de esas obras maestras, ciclópeas, a las que nunca llega el día.239 Es un quehacer menos sencillo de lo que podría pensarse. No basta revisar el material acumulado: a menudo hace falta completarlo con piezas fabricadas ad hoc,240 y, desde luego, hay que poner siempre un exquisito cuidado al diseño de conjunto.

Las reflexiones en el proemio de las Familiares son sumamente reveladoras al respecto. Cierto, cuando se trata de reunir «unum in tempus locumque» textos «multis annis edita» (§ 31), se plantean graves cuestiones de pensamiento, contenido y estilo, pero con frecuencia concretadas en puntos de apariencia trivial. Por ejemplo, se impone elegir un título «consentaneum rebus», descartando otros también aceptables (§ 34).241 Importa dar sentido al «ordo» de las cartas (§ 38), sin caer -creámoslo o no- en la tentación de mudarlo   —138→   (§ 39), pero con la posibilidad de encauzarlo en adiciones y futuras entregas. Porque incluso un libro cuyo límite es la vida de Petrarca («scribendi enim michi vivendique unus... finis erit», § 45) ha de tener previsto cómo terminar: y, así, las epístolas a los maestros antiguos irán «in extrema parte huius operis» (§ 43). Si se dispone, pues, del prólogo -la misma familiaris donde se discurre sobre todo ello- y de los textos del comienzo, mientras, por otro lado, se conoce y en parte se ha compuesto el final, el «ordo» de la obra no puede sino resultar significativo, eficaz. Tal es el caso de las Familiares, y, para ilustrarlo, Petrarca recurre a las enseñanzas de los retores sobre el «rerum gestarum ordo» y anuncia seguro: «infirmioribus in medium coniectis, dabo operam ut sicut prima libri frons, sic extrema acies virilibus sententiis firma sit» (§ 46).242

Todas esas tareas exige «recolligere et in libri formam redigere», en la edad madura, un trabajo «sparsim sub primum adolescentie tempus inceptum» (§ 44). La frase quiere definir las Familiares, pero al par, sin pretenderlo, describe perfectamente, con exactas concordancias en la letra, los Rerum vulgarium fragmenta. El paralelismo es un excelente síntoma de lo que ya nos descubrían la nueva datación de los tres sonetos iniciales y otros testimonios sobre the making of the «Canzoniere»: que una vez tomada la resolución de refundir «in libri formam» sus minora opera, Petrarca, por los mismos días, se enfrentaba con análogos problemas en relación tanto con las Familiares como con las «rime sparse» y tendía a solventarlos por análogas vías.243 Porque, en verdad, Voi ch’ascoltate funciona en buena medida como una glosa al título de «Rerum vulgarium fragmenta».244 En fechas cercanas,   —139→   el «ordo» de la colección se consolidaba gracias al tríptico de sonetos prologales y a los poemas que abrían la segunda parte. Y todo se veía en la perspectiva de la muerte de Laura, e incluso, aun si no existían los fragmenta CCCLXIV-CCCLXVI, estaba ya planeado de suerte que Voi ch’ascoltate valiera a un tiempo como proemio y como epílogo (vid. n. 182) y el arranque del libro se conjugara en tono con el final, al igual que debía ocurrir en las Familiares.

Pero la coincidencia en la gestación de una y otra raccolta no afectaba únicamente a esos aspectos delicados de la dispositio, antes bien se extendía a las raíces últimas de ambas. A falta de cosa mejor que presentar al maestro, he extractado al frente de estas páginas una observación del propio Contini: «anche un umanista può darsi alla pluralità di avventure..., ma simili carriere sono dominate in partenza da una costante classica...».245 El dictamen va a misa. En verdad, aunque no las juzgara «maiora», ¿cómo podía Petrarca entregarse a la ejecución de obras con la envergadura de las Familiares y los Rerum vulgarium fragmenta, sin tener a la vista, «in partenza», un punto de referencia clásico para cada una? La dedicatoria de las Familiares lo recuerda tenazmente (§§ 14, 20, 32, 33, 36, 41...), pese a ser tan poco misterioso como los epistolarios de Cicerón (novedad reciente todavía, sin embargo) y de Séneca (cuya influencia se regatea ahí con absurda cicatería). ¿Habremos de pensar que el Canzoniere nació al margen de toda norma clásica, huérfano de padres antiguos?

La pregunta puede contestarse de muchos modos. La misma introducción a las Familiares (§ 6) lo hace trazando a la poesía romance una genealogía que se remonta a ciertos usos métricos celebrados «apud Grecorum olim ac Latinorum vetustissimos».246 A nosotros, ahora, sólo nos atañe la respuesta que brindan los tres primeros sonetos del Canzoniere. Porque la insistencia con que los tres se apoyan en poemas que sirven de prólogo a colecciones poéticas de la Antigüedad debe entenderse como poco menos que un manifiesto: ese principio es una declaración de principios.

Nótese bien que, al imitar en el tríptico inicial los proemios clásicos, Petrarca no imita simplemente temas o actitudes, sino, sobre   —140→   todo -tal es el común denominador de los modelos- el procedimiento para comenzar una raccolta poética a la manera de los antiguos. Al imitar los prólogos en tanto prólogos, no mero depósito de «flosculi» o motivos, imita, pues, la estructura, el género literario.

Tampoco cabe ahora perseguir las consecuencias de semejante conclusión, sino sólo, y apenas, arriesgar un par de indicaciones en espera de más cabal desarrollo. Adviértase, en particular, que, puestos a buscarle precursores al «canzoniere» petrarquesco, probablemente hemos tendido a desembarazarnos de los clásicos con demasiada ligereza porque es evidente que ningún autor romano vertebró una colección poética según criterios cronológicos y, por ahí, ‘narrativos’ tan ostensibles como los aplicados por Petrarca en la versión Chigiana.247 Por el contrario, inevitablemente, nos hemos demorado quizá con exceso en los precedentes medievales porque en ellos es fácil rastrear buen número de ejemplos, más o menos cuajados, de la organización ‘novelesca’ que, con todas las salvedades y excepciones que se quieran, no podemos no identificar en las «rime sparse».

Es posible que al desequilibrar así la balanza hayamos sido víctimas de un error de óptica. Pues, a ciertos propósitos, entiendo que conviene distinguir dos dimensiones, sin duda complementarias, de los Rerum vulgarium fragmenta: el Canzoniere como libro y el Canzoniere como compilación «in ordine». Ahora bien, en el segundo sentido, el Canzoniere se enlaza especialmente con la tradición medieval; en el primero, en cambio, como libro, como unidad catalográfica (digámoslo, así, con perdón, por una vez), depende casi por entero de la lección de los clásicos.

Son cosas sabidas y requetesabidas. La lírica medieval por excelencia, la lírica trovadoresca, es una modalidad por definición cantada: y fundamentalmente, por tanto, circula en composiciones sueltas, autónomas. (Cuando varios poemas se cantan seguidos, la agrupación se produce en un marco tan imprevisible y fugaz como la performance, la ejecución ante un público). A medida que se generaliza el empleo de la escritura y, por ende, la lírica y la literatura toda van perdiendo carácter oral, abundan más asimismo las series de poemas sujetas   —141→   a un ordo de una o de otra índole, ya lo fije el autor, ya los lectores, y es también más corriente y explicable que a un poeta le apetezca conservar el fruto de largos años de creación «legato con amore in un volume». Aun entonces, no obstante, la forma normal de divulgación sigue siendo la pieza lírica independiente: un Guiraut Riquier o un Nicolò de’ Rossi, pongamos, pueden sentirse felices de que la recopilación de su obra sea objeto de copia y difusión, pero no han escrito sus poemas pensando en hacerlos circular reunidos como conjunto articulado; la tal recopilación es más un capricho personal que una propuesta a la sociedad literaria.

Por el contrario, a partir de ese capital período de hacia 1349-1350 en que concibe el plan definitivo del Canzoniere y se concentra en los comienzos de la primera y de la segunda parte, es decir, en dos puntos de la máxima importancia estructural (sin olvidar que la serie de las rimas de aniversario se inaugura, al calor de Propercio, en Era il giorno), Petrarca ve primordialmente su producción poética sub specie libri, como destinada a nutrir el complejo organismo «in ordine» a que tantos desvelos entregó. La operación es de una sencillez tal, que nos desconcierta y acaso nos cuesta reconocerla: el simple hecho de componer un «libro de poemas» es un acto de imitación clásica. Porque, efectivamente, mientras el vehículo propio de la lírica medieval es el poema aislado, los clásicos se difunden casi exclusivamente en colecciones cerradas y preparadas por los propios autores. Petrarca, pues, procede como un clásico y reserva sus «rime» para una raccolta equiparable a las de la Antigüedad. Justamente para subrayar la vinculación con estas, construye un prólogo, los tres primeros sonetos, elaborado sobre el arquetipo que le suministran ciertas coincidencias diáfanas y ciertas afinidades posibles entre los proemios de Horacio, Propercio y Ovidio. Es como decir que el Fragmentorum liber (vid. n. 236) pertenece al mismo linaje que las Odas, las Elegías o los Amores.

Con todo, Petrarca no era inmune a las fuerzas que estaban reorientando el curso de la literatura romance, ni, en concreto, le eran extraños los múltiples experimentos que desde un siglo atrás venían intentando infundir savia nueva en el árbol añoso de la tradición trovadoresca, dar alguna cohesión a los dispersos hábitos de la lírica, con resultados tan varios -pero de orígenes tan parejos- como el Liber Documentorum Amoris, la Vita nuova o el Libro de buen amor. Los ensayos de ordo de la poesía medieval, por otro lado, hubieron de parecerle tanto más estimables y dignos de ser aprovechados cuanto que   —142→   en más de un caso partían de los mismos motivos presentes en los prólogos latinos que inspiran el principio del Canzoniere (véase supra, n. 199). Sin embargo, frente a la posible tentación de recurrir a un ordo demasiado rígido o mecánico, el ejemplo de las colecciones clásicas, con su libérrima distribución de los materiales (pero también con sus matizadas insistencias, con sus sutiles ciclos, a veces con su «dramatic unity of the subject-matter»),248 significaba una guía que Petrarca supo utilizar con infalible tino.249 Así, pues, si la idea de confiar a un libro la difusión de su poesía romance venía de los clásicos, mientras la manera de darle un ordo se beneficiaba de antecedentes medievales, también los clásicos acababan por moldear la dispositio definitiva de los Rerum vulgarium fragmenta. Un hilo clásico enhebra, desde la concepción, desde el prólogo, «in partenza», la estructura del Canzoniere.



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